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El Catoblepas, número 78, agosto 2008
  El Catoblepasnúmero 78 • agosto 2008 • página 3
Guía de Perplejos

Autoengaños y malentendidos

Alfonso Fernández Tresguerres

Del autoengaño considerado como una forma de malentendido

En el proceso de comunicación, entendiendo por tal la formulación o intercambio de cualquier tipo de información por cualquier medio (sea verbal o no verbal), es claro que además de un emisor y un receptor, así como del código mediante el que se cifra y descifra el mensaje, es preciso considerar la existencia de un canal transmisor y la posibilidad de que en el mismo se produzcan lo que algunos denominan ruidos, que no son sino interferencias que dificultan o en el límite hacen imposible la comunicación como tal, ya sea porque el mensaje ni siquiera llega al receptor, porque llega distorsionado o porque debido a cualesquiera otras razones no pueda ser interpretado o lo sea de una forma inadecuada. Supongo que no habrá demasiadas dificultades en convenir que eso es lo que da lugar a un malentendido, e incluso que en muchas ocasiones es en la propia interferencia en la que consiste el malentendido mismo.

Mas si ello es así, habrá que estar de acuerdo también en que habrá tantos tipos de malentendidos como de interferencias posibles. Algunas de ellas pueden ser plenamente objetivas, y marcan el límite extremo del malentendido, aquél que en rigor no es tal, sino más bien una ausencia completa de entendimiento o comprensión, bien porque el mensaje no alcanza al receptor (o le llega de forma profundamente distorsionada), bien porque ignora el código en el que se encuentra cifrado y en consecuencia le resulta del todo imposible proceder a su decodificación. Ejemplo de lo primero serían ruidos reales, quiero decir de carácter puramente físico, que impiden la adecuada recepción del mensaje. Y de lo segundo podría considerarse tal vez el caso más paradigmático aquél en el que emisor y receptor no comparten la misma lengua (con lo que podrían quizás ensayar algún tipo de comunicación no verbal, mas la verbal como tal les está total y absolutamente (objetivamente) vedada. San Agustín ha llegado a decir, incluso, que mejor estamos en compañía de un perro que de un hombre cuya lengua nos es desconocida.

Vt externus alieno non sit hominus nice
[«De manera que un extranjero no cuenta como un hombre para quien no lo conoce»],

concluirá Plinio, con lenguaje que sonará extraño a oídos educados en lo políticamente correcto, como hoy se dice.

Otro grupo de interferencias –y, por consiguiente, de malentendidos– son aquéllas que cabría denominar culturales, y que en un cierto sentido –aunque sólo en un cierto sentido– podrían ser consideradas tan objetivas como las anteriores. Se trata de las diferencias –en ocasiones muy sensibles– que existen entre distintas sociedades acerca de lo que se considera adecuado o bueno, correcto o educado, conveniente o admisible, es decir, de todo aquello que pueblos diversos puedan considerar valioso o, por el contrario, deplorable. Valores y contravalores, si así quiere decirse, de diferentes culturas. El individuo educado en ellos los considera tan obvios y ha terminado por interiorizarlos hasta tal punto que ni siquiera contempla la posibilidad de que haya nadie que pueda ponerlos en cuestión. Y en la interacción con otro sujeto que se mueva en parámetros culturales distintos es inevitable que se produzca el malentendido, sin que ninguno de los dos alcance una cabal comprensión del pensamiento o la forma de comportarse del otro, y sin que ni siquiera pueda hallarse seguro acerca de cuáles sean sus verdaderas intenciones. Es el caso, por poner un simple ejemplo, de las distancias. Flora Davis, experta en comunicación no verbal, hace una divertida descripción de un diálogo, que ella tuvo la oportunidad de presenciar, entre un oriental y un occidental: el segundo retrocedía para abrir una mayor distancia entre ambos, en tanto que el primero avanzaba para acercarse, y cuando hubo llevado al otro hasta el final del pasillo y lo hubo puesto contra la pared, éste (el occidental) se zafó del encierro y comenzó a retroceder, ahora en la dirección contraria, mientras que el oriental, contumazmente, proseguía su avance, y así continuaron en una especie de baile o danza de lo más curioso. ¿Cuál es la razón de todo ello? Pues según parece, sencillamente que occidentales y orientales tienen un sentido distinto de lo que es la distancia íntima que debe ser respetada y aquélla que resulta apropiada para mantener una conversación. Más larga la de los primeros y más corta la de los segundos. De tal manera que cabe suponer que el oriental consideraba al occidental un maleducado, mientras que éste, por su parte, seguramente se sentía profundamente incómodo por las contumaces tentativas de aproximación emprendidas por su interlocutor.

Para malentendidos de esta naturaleza no hay más cura que conocer mundo (aunque sea como Kant, sin salir de casa, pero tampoco de la biblioteca). Recluidos en el puro aldeanismo, sin más horizonte que el campanario de la iglesia del pueblo, se corre el serio peligro de dar por evidente lo que no es sino mero particularismo, y de ahí a considerar lo otro como malo, falso o feo, no hay más que un paso. Existen –es cierto– verdades y principios éticos enteramente objetivos y más allá de cualquier particularidad cultural. No defiendo el relativismo: ataco, al contrario, el dogmatismo y la estupidez de quien vive en la convicción de que su ombligo es el único redondo, sin advertir que más allá de esas verdades y principios aludidos, tan válido es saludarse con un apretón de manos como frotando la nariz con la del otro (y eso por más que yo reconozca estar dispuesto a cualquier cosa antes que dejar que un varón frote su nariz contra la mía). Sucede como con esos pueblos que alardean de haber sufrido poco el influjo de Roma, como si eso, en lugar de un mérito, no fuese una simple desgracia. O de quienes presumen de ser ya desde el inicio de los tiempos tal como son ahora, sin advertir que para que ello fuese así tendrían que ser poco más que primates.

Pero volviendo a las interferencias, nos queda por señalar un tercer grupo. El constituido por las que podríamos denominar subjetivas. Me refiero a cuestiones tales como los gustos, en un amplio sentido: en la forma de vestir, de hablar, de gesticular o moverse… Todos lo elementos que forman parte de la comunicación no verbal y que dependen básicamente de la particularidad del sujeto y de su idiosincrasia podrían incluirse aquí. También aquéllos aspectos que han sido conformados culturalmente. De ahí que las que hemos denominado interferencias culturales, que en un sentido podrían ser consideradas objetivas, en otro también podrían ser vistas como subjetivas (razón de más, acaso, para otorgarles un grupo propio). Y me refiero principalmente, al hablar de interferencias subjetivas, a las expectativas de cada uno de los protagonistas del proceso de comunicación: aquello que razonablemente considero que puedo esperar del otro, mas también que razonablemente considero que el otro puede esperar de mí. Todo lo cual acaso resulte para ambos interlocutores tan obvio que entenderán completamente innecesario hacerlo explícito, Por esto (por las interferencias subjetivas, pero también por las culturales), para comprender adecuadamente a alguien es necesario muchas veces fijarse no tanto en lo que dice como en lo que no dice; no tanto en lo que manifiesta como en lo que da por supuesto, dado, para él, su carácter de evidencia que hace del todo innecesario ponerlo de relieve. Sucede con un autor o con un libro, especialmente cuanto más alejados en el tiempo o en el área cultural se hallan de nosotros; pero sucede también en la vida cotidiana con aquéllos que tenemos al lado.

Ahora bien, condición esencial del malentendido es la no intencionalidad. Un malentendido que realmente lo sea, nunca es provocado deliberadamente por ninguno de los dos interlocutores. Es algo, sencillamente, que se suscita, con independencia de la voluntad y la intención de los sujetos que lo sufren. De lo contrario, es decir, si de forma intencional y voluntaria uno de ellos (o los dos) lo buscaran a propósito e hicieran lo posible por causarlo, lo que tendríamos sería algo que tiene más que ver con el engaño que con el malentendido en sentido estricto.

El engaño, en efecto, siempre es voluntario, y el engañador es consciente de que engaña y tiene la intención de hacerlo (cuestión enteramente distinta es que lo consiga o no). Conoce la verdad de algo (o lo que él considera tal) y la oculta. Y en cuanto al engañado, no tiene, ciertamente, la intención ni el deseo de que le engañen ni es consciente de que es engañado. Ignora la verdad del asunto en cuestión y toma por tal lo que le dicen. De lo contrario, esto es, siempre que alguna de tales condiciones se halle ausente, tanto en el engañador como en el engañado, el engaño como tal habría desaparecido, o, por mejor decir, no habría existido en ningún momento (Podemos dejar a un lado ahora aquellas situaciones (que se dan, sin duda) en las que uno, en el fondo, desea ciertamente que le engañen, porque eso nos coloca en un contexto enteramente distinto de éste que estamos considerando).

*

Según esto, ¿a qué podríamos denominar autoengaño, es decir, aquella situación en la que, al parecer, es uno el que se engaña a sí mismo?

La mayoría, por no decir todos los que se han ocupado del asunto han intentado explicarlo desde el modelo del engaño, es decir, el autoengaño consistiría en engañarse a uno mismo. Pero si esto es así, hay que concluir que el sujeto, en tanto que engañador, ha de ser consciente de engañarse y tiene, además, la intención de hacerlo, mientras que, como engañado, ni es consciente de engañarse ni tiene tampoco la intención de hacerlo. Y, por otra parte, es preciso suponer también que conoce la verdad (en tanto que engañador) y la ignora (en tanto que engañado). Estas son, aproximadamente, las dos paradojas que suscitan las denominadas teorías intencionales (Donald Davidson, por ejemplo). Los defensores de tales teorías parecen suponer que, de algún modo, el sujeto conocía la verdad, pero por alguna razón busca una verdad alternativa que se halle más acorde con sus intereses.

Para referirse a tales paradojas suelen utilizarse las denominaciones de paradoja estática y paradoja dinámica. Según la primera, el sujeto diríase que tiene que creer que algo es verdadero y falso a la vez, esto es, manifiesta creencias contradictorias sobre un mismo asunto. Como engañador, conoce la verdad que se oculta a sí mismo para poder mantener, como engañado, una creencia falsa. Y la segunda paradoja estriba en que, como engañador, elabora una estrategia encaminada intencionalmente a engañar y es, desde luego, consciente de ella, al tiempo que, como engañado, permanece ignorante de todo ello.

Ahora bien, según esto parece que el autoengaño es imposible: en el engaño hay intención; en el autoengaño (si es engaño) tendría que haberla y, a la vez, no haberla y ser, además, desconocida, es decir, resulta sumamente difícil entender como alguien, en relación consigo mismo, puede ser engañador y engañado al tiempo.

Para solventar tales dificultades, los defensores de la posición intencional postulan la existencia de distintos yos o subagentes, plenamente responsables (y hay que suponer que también conscientes), pero ocultos y desconocidos entre sí. Ésa es la posición de Rorty. O hablan también de una suerte de partición de la mente, como hace Davidson. Así –dirán–, puede explicarse que el sujeto mantenga dos creencias contradictorias sin ser consciente de ellas. (Lo que, después de todo, no es cierto, puesto que siempre es consciente de una de ellas: la falsa.) Y en cuanto a la intención de engañar, existe, pero permanece ignorada por el sujeto, cuyos yos se ocultan información unos a otros.

Venimos, de este modo, a colocarnos en entera proximidad con Freud y con sus tópicas, ya la primera (consciente, inconsciente, preconsciente), ya la segunda (ello, yo y superyo), dado que esa división de la mente de la que hablan los defensores del intencionalismo poco añade a la hipótesis psicoanalítica. Pero eso no resuelve el problema, porque sea lo que sea del psicoanálisis mismo y del uso que en él se haga de los tres estratos de la personalidad, el uso de tal hipótesis en la explicación del autoengaño (tal como lo hacen los autores de los que venimos hablando), lo torna poco menos que incomprensible e igualmente imposible. ¿Qué significa decir que la intención de engañar existe, pero se halla oculta? ¿Oculta para quién? Desde luego, no para el yo engañador, que no puede tener la intención de engañar sin ser consciente de ello. Estará oculta, en todo caso, para el yo engañado. Pero éste, a su vez, tiene que ser consciente de algo también, a saber, de la creencia falsa que toma por verdadera, y consciente, por tanto, de que no cree ser engañado. El autoengaño, entendido como un engaño, no puede de ninguna manera resolverse en el puro inconsciente. Un yo tiene que ser consciente de engañar, y el otro de creer no ser engañado, Pero tanto el uno como el otro, es decir, tanto el yo engañador como el yo engañado son el mismo sujeto que, en consecuencia, tiene que saber y a la ignorar que se engaña. Con lo que volvemos a estar donde estábamos. Aquí, acaso con más razón que en lo que se refiere al propio Freud, cobra todo su peso la crítica de Sartre al padre del psicoanálisis: en el sujeto –decía Sartre– tiene que haber alguna instancia que censura y que es, por una parte, consciente de lo que hay que reprimir, y, por otra, inconsciente de ello. O sea –y volviendo a la hipótesis intencional– en el sujeto tiene que haber un yo consciente de engañar y otro inconsciente de ser engañado.

Para evitar tales escollos, y sin abandonar el modelo del engaño, se han defendido, para explicar el autoengaño, posiciones no intencionales (Mele, principalmente). Según estos autores no es necesario postular la intención de engañarse, ni tampoco que el individuo poseyera un conocimiento previo de la verdad, es decir, no es preciso suponer que el sujeto mantenga creencias contradictorias ni que tenga tampoco la intención de engañarse. Lo que cuenta es la motivación. Ella es la que engendra la creencia falsa. Los deseos y las emociones del individuo le conducen a una interpretación falsa de determinados fenómenos e informaciones. Como dice Mele: el sujeto no sabe si algo es falso o no, lo desea y lo cree. Estamos, de nuevo, muy cerca de Freud, y en concreto de los llamados mecanismos de defensa: un conjunto de ellos (quizá negación, proyección, identificación y acaso algunos otros) vendrían a conformar un mecanismo de defensa peculiar al que cabría denominar autoengaño.

Creo que la objeción que cabe presentar a esta teoría es más simple y fuerte que el denominado problema selectivo (Bermúdez), según el cual no se explica por qué unas veces nos engañamos y otras no. ¿Por qué no nos engañamos siempre que deseamos algo? Puesto que es evidente, desde luego, que no siempre el deseo de algo nos lleva a engañarnos. Según Bermúdez, no hay más remedio que volver a la intención como una posibilidad de explicar ese carácter selectivo del autoengaño. Sin embargo, el problema selectivo parece más problema de lo que en realidad es: siempre cabría replicar a Bermúdez que tampoco los demás nos engañan siempre, es decir, que las razones por las que nuestros deseos nos llevan una veces a engañarnos y otras no, pueden ser tan variopintas y concretas como lo son aquéllas por las que una persona consigue engañarnos y otra no, aún tratándose de un mismo asunto. No. La crítica a Mele es mucho más obvia: sencillamente, la situación que el presenta no es un caso ni de engaño ni de autoengaño. Si el sujeto no tiene la intención de engañarse ni sabe que lo está haciendo, ¿de qué engaño o autoengaño estamos hablando? Ocurre, meramente, que un deseo conduce al sujeto a un error. Y si pasado el tiempo cae en la cuenta de que los indicios que pudiera haber poseído que le debieran haber advertido de su error, será culpable como mucho de estupidez, mas no de engaño.

*

Pero si entender el autoengaño desde el modelo del engaño conduce –a lo que parece– a dificultades insuperables (en un caso se torna imposible; en el otro se disuelve), podemos ensayar si no alcanzaremos un mejor entendimiento sobre el asunto desde el modelo del malentendido. El autoengaño, según esto, no sería una variedad del engaño interpersonal, sino del malentendido interpersonal.

En el malentendido –decíamos– no existe intencionalidad; de haberla, se trata de un engaño. En el autoengaño, entendido como engaño, debe, pues, existir intención (como quieren las posiciones intencionales), pero eso lo torna imposible: nadie puede tener la intención de engañarse y ser consciente de ello, porque entonces no se engaña realmente (del mismo modo que nadie me engaña, en verdad, cuando yo sé que me está engañando). Y suponer que alguien sabe que se engaña y, a la vez, que no lo sabe, es sencillamente un contrasentido. Pero atribuir el autoengaño a las emociones, los deseos o la motivación supone hacerlo desaparecer no sólo como engaño, sino también como malentendido. Todo lo que estamos diciendo es que el deseo de creer algo conduce al sujeto a creerlo, aunque sea falso. Pero nada de eso supone un autoengaño intencional, porque en ese caso no habría tal engaño. Sucede, y acaso convenga repetirlo una vez más, que hablar de autoengaño intencional es una pura contradicción. Mas no se trata tampoco de un malentendido, puesto que este exige la presencia de dos instancias (emisor y receptor), una de las cuales no entiende o malinterpreta la información transmitida por la otra.

Mas si tanto las posiciones intencionales como las no intencionales bloquean la posibilidad de explicar y comprender ese fenómeno (real, es cierto) consistente en que uno se induce a error a sí mismo (lo advierta o no lo advierta con el tiempo), podemos examinar si no nos conducirá a una mayor comprensión del asunto el entender el autoengaño como malentendido. Que para ello deban existir un emisor y un receptor, no nos obliga a postular distintos yos en el mismo sujeto (y mucho menos ignorados los unos por los otros) ni tampoco una participación de la mente (o para el caso una doble o triple personalidad), puesto que en el pensar como tal podemos vislumbrar esas dos instancias, receptora y emisora, en un mismo sujeto. El pensamiento sólo es posible cuando uno es emisor y receptor a un tiempo de determinados y sucesivos mensajes. No en vano decía san Agustín que el pensamiento es el diálogo del alma consigo misma. En efecto, pensar es dialogar y el pensamiento es siempre un diálogo con uno, o, si se quiere, un soliloquio.

La cuestión estriba ahora en determinar cuáles puedan ser las interferencias a las que se halla expuesto un individuo capaces de distorsionar su pensamiento y conducirle a una falsa interpretación o, sencillamente, al error.

Por lo pronto no parece que podamos hallarlas en el conjunto de aquéllas que denominábamos objetivas, ni tampoco en el de las culturales, puesto que éstas presuponen, por fuerza, la existencia de dos sujetos diferenciados, desempañado los papeles de emisor y receptor. Únicamente podemos buscarlas en las que llamábamos interferencias subjetivas. No necesitamos ser prolijos. Para apuntalar la tesis que defendemos nos bastará, acaso, con señalar algunas y examinar como pueden generar ese error o falsa interpretación al que han dado en designar como autoengaño y al que con más acierto podemos referirnos como malentendido.

Denominaré a la primera de tales distorsiones interferencia de presencia-ausencia. Se trata, por lo demás, de un fenómeno perfectamente conocido en el terreno de la percepción: en una determinada situación o ante un conjunto de datos o informaciones, el sujeto no ve o no repara en algo que se halla realmente allí simplemente porque no cuenta con que esté, no cuenta con ello. En su esquema mental, en el mapa –podríamos decir– que tiene formado al respecto no hay lugar para tal fenómeno o tal información. Y, al contrario, a veces ve algo = (o cree haber visto algo) que no está allí, pero con lo que cuenta que esté, porque supone que necesariamente tiene que estar. Y así, por ejemplo (hay experimentos al respecto), cuando a uno le piden que observe durante un tiempo una fotografía de una oficina y se le dice luego que señale todos los objetos que recuerde haber visto, la mayoría de los sujetos mencionan un calendario inexistente porque en su esquema o mapa mental de lo que es una oficina hay siempre, necesariamente, un calendario. Y, en cambio, muy pocos reparan en un osito de peluche asentado en una estantería, sencillamente porque en las oficinas no suele haber ositos de peluche. Es evidente que el individuo ha cometido un error, que se ha engañado, si así quiere decirse, pero, ¿se ha autoengañado intencionalmente? Desde luego que no. ¿Sucederá, tal vez, que su autoengaño nace del profundo deseo de ver un calendario o no ver un peluche? Imagino que no es preciso responder. No: sucede sencillamente que entre la realidad objetiva (la verdad, podría decirse) y las previsiones del sujeto existe una importante distorsión que le conducen a una interpretación errónea de la situación. Y naturalmente que cuando de nuevo se le muestra la fotografía advierte que se ha engañado, y advierte también que delante de sí tenía los elementos necesarios para no haberlo hecho. Y bien, ¿es muy diferente esta situación a la del marido que se engaña (utilicemos deliberadamente este lenguaje) sobre la fidelidad de su mujer o la madre que no advierte que su hijo consume drogas, sencillamente porque ni una ni otro cuentan con que las cosas puedan ser de otro modo? Podrá acaso tildárseles de ingenuos, o hasta de estúpidos, eso es lo de menos. Pero, ¿no es ésa la única forma posible de concebir eso que queremos decir cuando afirmamos que se autoengañan? No hay un engaño consciente, deliberado o intencional porque en ese caso no habría engaño. No se trata –repitámoslo– de la consecuencia de un simple deseo. Es mucho más que eso. Porque en ocasiones eso que llamamos autoengaño no va acompañado de deseo alguno y el asunto sobre el que el sujeto se autoengaña le resulta completamente neutro desde el punto de vista afectivo (recordemos el ejemplo de los objetos de la oficina).

La interferencia de la anamnesis (por llamarla de algún modo) es similar a la anterior, pero se halla referida no a la percepción, sino a la memoria y el recuerdo. Recordamos mucho mejor no sólo lo que nos resulta más inteligible, sino también aquello dotado de una mayor intensidad (positiva o negativa, agradable o desagradable, eso es asunto distinto) y seguramente lo que se halla más acorde con nuestras previsiones e intereses. E incluso puede suceder que un recuerdo lejano haya sido tan reelaborado, para cubrir huecos y rellenar lagunas, dada la tendencia de nuestro cerebro a recordar cosas coherentes y con sentido, que acabe por ser una mera invención. Apenas haría falta decir que todo esto puede dar lugar a consecuencias (errores, malentendidos o autoengaños) similares a las que encontramos en el caso de la percepción.

En general, yo creo que todas alteraciones (normales y cotidianas, pero anómalas) de la percepción y la memoria pueden constituirse en interferencias que sean fuente de malentendidos o autoengaños, si se quiere decir así. Un caso muy característico es el de la pseudología fantástica, en la que lo que comienza por ser una mentira consciente acaba por ser creída por el propio embustero. Aunque sospecho que aquí nos estamos moviendo ya en unos parámetros algo más anormales. E incluso estoy dispuesto a conceder a las posiciones no intencionales que ocasionalmente lo mismo puede suceder con las emociones o los deseos (la motivación, en general), pero siempre que a su vez me admitan que se trata de un caso particular de interferencias que pueden servir para explicar un autoengaño concreto, pero sin que de ninguna manera eso se erija en la explicación única y total. Se trata, repito, de un caso particular de esta situación más amplia que estoy dibujando.

A este respecto, me limitaré ahora a una tercera distorsión, un tanto distinta de las anteriores, con las cuales, sin embargo, podrían hallársele puntos de conexión, y la que denominaré la interferencia de Delfos. Pido disculpas si resulta excesivamente pintoresco, pero, en fin, después de todo no es más que un nombre como otro cualquiera. Me refiero, en cualquier caso, a aquello del conócete a ti mismo, del templo de Apolo en Delfos, pretensión de la que Sócrates hizo norte y guía de su vida. Aunque en el sentido que ahora le doy, la interferencia consiste justamente en lo contrario: en no conocerse suficientemente a uno mismo. No pocas veces sucede, en efecto, que el engaño en el que uno se halla inmerso –el autoengaño que parece infligirse a sí mismo– tiene su origen en un deficiente autoconocimiento, que da origen, entre otras cosas, a un desajuste entre sus expectativas y sus posibilidades reales, entre sus planes subjetivos y la realidad objetiva con la que fatalmente se estrellan, manteniéndose entonces el individuo como a la deriva y atribuyendo erróneamente a causalidades ficticias y, en consecuencia, falsas, la explicación de un determinado suceso o acontecer: falta de tiempo, de interés o de capacidad suelen ser algunas de ellas. Y esto nos sirve, al tiempo, para explicar algo que considero de extremada importancia: cuando se habla del autoengaño parece darse por supuesto que este se produce para no enfrentarse a algo no deseable, sustituyendo tal alternativa por otra más agradable. Esto es absolutamente obvio en las posiciones no intencionales, mas creo que también en las intencionales; y eso les impide explicar aquellos autoengaños en los que el sujeto lo que hace es justo lo contrario, esto es, llegar a convencerse de algo que no le favorece en absoluto ni le satisface en modo alguno. ¿O se negará acaso que existan autoengaños de este tipo? Mas, ¿cómo explicarlo a partir del deseo? ¿Hay alguien que pueda desear fervientemente algo que no le atrae lo más mínimo? ¿O alguien que intencionalmente se engañe ocultándose lo que le beneficia y mostrándose lo que le perjudica? Un individuo no sólo puede engañarse acerca de la fidelidad de su mujer, sino también al revés: sobre su infidelidad. No existe sólo el engaño en no ver –o no querer ver– los indicios que muestra una esposa infiel: lo hay igualmente en hallar indicios de infidelidad en una esposa que no lo es. ¿Y quién deseará esto último hasta el extremo de engañarse, o quién se engañará intencionalmente al respecto? Para ello sería preciso tener una enorme vocación de cornudo. De idéntica forma, un escaso conocimiento de sus capacidades puede conducir a un sujeto a la creencia de que si no produce una obra maestra (no importa, obviamente, de qué estemos hablando) es por falta de tiempo o de su nulo interés en hacerse famoso. Pero un idéntico autoconocimiento deficiente puede llevar a otro al convencimiento de que no tiene capacidad para ello, siendo así que la posee sobradamente.

Sostengo, en consecuencia, que lo que llamamos autoengaño no es más que una suerte de malentendido consigo mismo que nace de interferencias derivadas de la percepción, la memoria o el autoconocimiento. Ni es producto de un mero deseo ni tiene un carácter intencional, deliberado o consciente. El sujeto no tienen dos creencias contradictorias, sino sencillamente una creencia falsa, y, por consiguiente, no elabora un plan para engañarse, en tanto que engañador, y a la vez lo ignora, en tanto que engañado, porque la creencia falsa en la que finalmente se asienta, aunque responsabilidad suya (¿de quién si no?), nace de determinadas interferencias que le impiden una adecuada comprensión de la realidad. Que pasado el tiempo y libre ya del engaño caiga en la cuenta que desde el principio disponía de los datos suficientes para no haberse engañado, es algo enteramente lógico, del igual modo que nos resulta completamente lógico y evidente lo que nos quería decir alguien mediante gestos que no comprendíamos una vez que nos lo explica con palabras.

*

Acabamos de aludir a la cuestión de la responsabilidad, y algo tenemos que decir respecto, puesto que es también problema muy debatido entre quienes se ocupan del autoengaño.

Naturalmente, que el individuo es responsable del engaño en el que ha incurrido es obvio, si con ello lo que queremos decir que tal engaño en él se ha engendrado, en el ha nacido y en él ha terminado finalmente por asentarse, es decir, es responsable en tanto que agente causante. Supongo que en esto estaremos todos de acuerdo. Cosa distinta (y así es como yo entiendo que plantean el problema quienes debaten sobre este asunto) es si ha de ser considerado igualmente responsable en el sentido de culpable de haberse engañado, como pueda serlo alguien que engaña a otro. En suma: ¿es moralmente responsable de haberse engañado?

Curiosamente, tanto quienes se mueven en posiciones intencionales como los que lo hacen en las no intencionales admiten la responsabilidad del sujeto que se autoengaña. Desde la postura de los primeros, cabe concluir que si el individuo conocía de algún modo la verdad y, con todo, se engaña, intencionalmente además, su responsabilidad es plena. Sin embargo, desde el momento en que para evitar los escollos con los que tropiezan postulan una partición de la mente o la existencia de distintos yos, la situación se complica, porque ¿cómo va a resultar responsable el yo que resulta finalmente engañado, siendo así que más bien ha de ser visto como víctima del engaño? Pero, ¿qué sucede con el yo engañador? Si tiene la intención de engañar y lo hace además, consciente y deliberadamente, entonces cabe considerarlo culpable y moralmente responsable, con lo que tendríamos que el individuo es y a la vez no es responsable de engañar. Cualquier otra alternativa resulta igualmente paradójica. Lo sería, por ejemplo, decir que la intención de engañar también se mantiene oculta para el yo engañador, porque en ese caso no existe intencionalidad alguna, y las posiciones intencionales, si es que no lo estaban ya, quedan completamente arruinadas. En efecto, ¿qué sentido tiene hablar de intenciones desconocidas por el propio sujeto que las tiene? Y no menos paradójico resultaría afirmar que dado que el yo consciente coincide siempre con el yo engañado (somos, ciertamente, conscientes de la creencia errónea, no de habernos engañado), el individuo no es responsable del engaño provocado por su otro yo, aunque ese yo sea también él, porque en ese caso sobran esas rocambolescas particiones de la mente que no tienen otra finalidad que mantener a toda costa la intencionalidad del autoengaño.

Más fuertes me parecen a este respecto las posiciones intencionales, aunque yo no he visto que expliquen por qué y hasta qué punto el individuo es responsable de su autoengaño. Y son más fuertes, precisamente, por manejar la hipótesis de un solo yo, sin particiones ni subagentes que enredan el problema hasta el absurdo. Cierto que, según ellos, el individuo no tiene intención de engañarse, sino que es engañado por sus deseos. Pero sería muy precipitado concluir que dado que no hay intención no existe responsabilidad, porque yo creo que la sola intención no es un criterio firme ni tampoco el único para atribuir responsabilidad (luego volveré sobre ello). Y, en cualquier caso, siempre cabría considerar al individuo responsable de sus deseos, plenamente intencionales, por otra parte, a menos que nos veamos como simples marionetas en manos de nuestras emociones y deseos.

No se puede por ello negar alegremente y a la ligera toda responsabilidad al individuo que se autoengaña, por el mero hecho de que no tuviera intención de hacerlo, y concluir que sencillamente ha cometido un error, añadiendo, incluso, como hace Neil Levy, que sólo cabría considerarlo responsable si aquello sobre lo que se engaña es algo importante para él y si sobre el particular cabe alguna duda, en cuyo caso habría que exigirle que revisará adecuadamente el asunto. Pero dado que quien se autoengaña lo hace precisamente por no albergar ninguna duda sobre la cuestión, no cabe atribuirle responsabilidad alguna. Y es una conclusión muy ligera por tres razones: en primer lugar, porque no es suficiente con la intención o falta de ella para hablar o no de responsabilidad. En segundo lugar, porque lo que sea algo importante o no para el individuo es muy relativo: puede que lo sea sin que alcance a advertirlo, puede que lo sea para otras personas que se verán afectadas por su error, y, en cualquier caso, no se alcanza a ver por qué al considerarlo o no responsable haya que tener en cuenta que el asunto pueda revestir poco importancia para él: la responsabilidad es algo que se establece en la relación entre el individuo y su acción, sea ésta más o menos grave o importante, porque la mayor o menor gravedad del asunto no hace al sujeto más o menos responsable, ni siquiera más o menos culpable, sino merecedor de una reprobación (y ocasionalmente de un castigo) mayor o menor. Y, finalmente, el que no albergue ninguna duda sobre aquello sobre lo que se autoengaña, no sólo no lo hace menos responsable, sino acaso más, porque siendo el asunto no ya dudoso, sino radicalmente falso (dado que se engaña al respecto), es culpable, al menos, de estupidez; mas del daño que alguien pudiera llegar a provocar por comportarse estúpidamente no es menos culpable ni menos merecedor, por ello, de reprobación moral.

Otros argumentarán que aunque el engaño no sea intencional, sí podíamos haberlo evitado. Y la prueba es que nosotros mismos (y no sólo los demás) acabamos por advertir que disponíamos de los datos suficientes para no habernos engañado. De manera que no será la intención la que nos hará responsables, sino el que se pueda probar que las evidencias que el sujeto tenía apuntaban en sentido contrario a la creencia que finalmente acaba por sustentar. Pero yo creo que a esto cabría objetar lo siguiente: que ha toro pasado, es decir, una vez salido del error, el individuo advierta que podía no haberse engañado, puesto que disponía de los elementos suficientes para haberlo evitado, eso es una obviedad: desde luego que esos elementos existían; de lo contrario no se podría decir que el individuo se ha engañado, si no que ha optado por una alternativa tan válida como cualquier otra. Pero sí lo que se dice es que es culpable porque tuvo un reconocimiento previo de cuál era la verdad, tengamos mucho cuidado con lo que estamos diciendo, porque si existió tal reconocimiento, entonces, o de ninguna manera pudo engañarse, es sencillamente imposible, a menos que volvamos a introducir la intención y un yo engañador que engaña intencionalmente, o bien hay que decir que el individuo reconoce y no reconoce la verdad, o bien, finalmente, hay que concluir que sólo se engañan los tontos.

No. Ciertamente, el individuo no se engaña intencionalmente (eso hace imposible el engaño mismo), pero tampoco tiene un conocimiento, previo al proceso en el que se configura el autoengaño, de la verdad (esto conduce a los problemas que acabamos de señalar), lo que sí disponía es de los elementos y datos suficientes para no haberse engañado, pero a los que una serie de interferencias le vetan el acceso, impidiéndole reconocerlos e incluso advertir que se hallaban o no se hallaban realmente presentes (interferencias que del tipo de las que hemos señalado y que en cada caso habría que especificar). Quien se engaña no es simplemente un tonto que no ve la evidencia que tiene delante, ni alguien que no quiere verla, ni menos aún alguien que la ve y no la ve, sino alguien en quien la adecuada recepción y descifrado del mensaje al que esos indicios apuntan se encuentra distorsionado por determinadas interferencias que suscitan un malentendido.

Mas, ¿podría decirse que es culpable del engaño en el que ha incurrido y, por tanto, responsable de él? Se equivocan quienes piensan que si no hay intención no existe responsabilidad. Es un error considerar que el juicio moral ha de recaer en exclusiva sobre la intención del agente, como lo es, igualmente, hacer depender la valoración moral del resultado de la acción. Ni siquiera se trata de que, en según que casos, haya que tener en cuenta unas veces la primera y otras el segundo. El asunto es mucho más complejo que todo eso, como ya en otro lugar de estos ensayos he intentando poner de relieve al hablar, precisa y expresamente, de la intención. Baste decir ahora, para no repetirme, que si bien una intención perversa es suficiente para tachar un comportamiento de inmoral, con independencia de que la acción nacida de ella resulte plenamente inocua y aun beneficiosa, la falta de intencionalidad (e incluso una buena intención) no es suficiente para eximir al individuo de responsabilidad moral, siempre que el resultado de la acción sea maligno o perjudicial. Sucede que el juicio moral de un determinado comportamiento no puede ir referido a la intencionalidad (o falta de intencionalidad) última ni tampoco a las consecuencias y resultado de la acción final, sino a la cadena entretejida de acciones e intenciones previas, o si se quiere, de actos intencionales previos que terminan por desembocar en unas determinadas consecuencias. Y para no ser prolijos bastará acaso ahora con decir que siempre que tal cadena de actos intencionales pudiera ser calificada de temeraria, imprudente o perversa, el individuo es plenamente responsable de su acción aun cuando su intención última no haya sido provocarla, e incluso aunque in extremis haya existido la buena intención de evitar las consecuencias indeseables a las que sus acciones e intenciones previas le han abocado finalmente.

Volviendo entonces al autoengaño, cabría decir que desde el momento en que el individuo que se engaña pueda ser considerado responsable de la cadena de actos intencionales que le han llevado a engañarse, puede, con toda justicia, ser considerado culpable y responsable de su engaño; culpable, acaso, de ceguera, obstinación o necedad, mas culpable también moralmente siempre que su engaño comporte una dimensión y unas consecuencias morales.

 

El Catoblepas
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