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El Catoblepas, número 77, julio 2008
  El Catoblepasnúmero 77 • julio 2008 • página 14
Libros

Fundamentalismo democrático
frente a fundamentalismo islámico

José Manuel Rodríguez Pardo

Sobre el libro de Rosa María Rodríguez Magda, Inexistente Al Ándalus. De cómo los intelectuales reinventan el Islam, Ediciones Nobel, Oviedo 2008, ganador del Premio Internacional de Ensayo Jovellanos

Rosa María Rodríguez Magda, Inexistente Al Ándalus. De cómo los intelectuales reinventan el IslamEl Premio Internacional de Ensayo Jovellanos ostenta un palmarés de lo más variopinto y extraño a ojos del observador externo. Desde el primer galardón, que data del año 1995, en que fue premiado el científico Antonio Fernández Rañada, se han ido añadiendo los nombres más heterogéneos, aunque todos ellos con el denominador común de ser adalides de lo políticamente correcto de nuestra democracia coronada: Europa, el diálogo, la tolerancia entre culturas, &c. Si en el año 2002 el premiado fue Emilio González Ferrín con su obra La palabra descendida. Un acercamiento al Corán, este año 2008 el jurado ha premiado a un libro que representa, en apariencia, antagónicos valores, pues pone en evidencia el mito de Al Ándalus y la convivencia de las denominadas Tres Culturas.

Su autora, la valenciana Rosa María Rodríguez Magda, tuvo una curiosa intervención en el acto de entrega del Premio, celebrado en el Centro de Cultura Antiguo Instituto Jovellanos, en Gijón, el 3 de abril del año 2008, donde hizo una curiosa loa a las lenguas regionales de España, comenzando por su valenciano natal y terminando en el bable normalizado, lengua materna de Jovellanos a decir de la autora. Detalle este en apariencia anecdótico, pero que se relaciona con el libro que aquí presentamos.

Rosa María Rodríguez Magda, nacida en Valencia en 1957, es Catedrática de Filosofía y Consejera del Consejo Valenciano de Cultura, Directora del Aula de Pensamiento de la Institución Alfonso el Magnánimo y ha sido directora de la Fundación Tercer Milenio-UNESCO, entre otros puestos de responsabilidad. Entre sus obras destacan las dedicadas a la investigación sobre la «investigación feminista»: Femenino fin de siglo, Foucault y la genealogía de los sexos, El placer del simulacro, &c.

En este libro que aquí reseñamos, la autora pretende hablar de Al Ándalus no como estudio erudito sobre el Islam, sino como análisis de la mitologización que desde las sociedades occidentales se hace de esa realidad histórica, convertida en modelo del famoso diálogo de civilizaciones:

«Al hablar de Al Ándalus quiero dejar bien claro que no deseo ocuparme propiamente del islam, sino de la mitologización que desde Occidente se hace de este, como contrapartida a su demonización, posturas ambas alejadas de un mesurado juicio. Como tengo escrito en otro lugar, el islam en cuanto religión merece todo el respeto que se otorga a cualquier otra creencia teológica, y en este sentido incumbe a los creyentes establecer su ortodoxia, su doctrina y su práctica.» (pág. 12)

De hecho, empezó a comprobar que

«Cuando recopilaba material para mi libro La España convertida al islam sobre el fenómeno de los conversos actuales, un hecho me llamaba poderosamente la atención: la persistencia en la recreación del mito de Al Ándalus como pasado glorioso, matriz originaria, modelo de convivencia. Toda una elaboración edulcorada y falsaria, en modo alguno inocente, que encubría lo que el título de un texto de Serafín Fanjul manifiesta: Al-Ándalus contra España. Por debajo de esa mitificación surgía, a veces disimulado, otras claramente, un rechazo no solo de España, sino de lo que representa la cultura occidental. Esa misma tendencia, comprensible hasta cierto punto en los nuevos conversos musulmanes españoles, pues todo movimiento define su identidad en contra de otros, y requiere de sus mitos fundacionales, no era, sin embargo, propia únicamente de ellos; aparecía de forma persistente en el discurso de historiadores, intelectuales, políticos... de las más variadas nacionalidades, y también en el sustrato ideológico de teóricos musulmanes moderados, [...].» (pág. 9)

De esta manera, «Al Ándalus es ya un mito retroactivo y prospectivo; la manipulación de su historia pretende ser el fundamento de su utopía como futurible», y se convierte en una fórmula «con la que reinventar un islam cuya propia denominación resulta desasosegante, pues es a la vez el nombre de una religión, de un movimiento político y el estandarte que empuñan quienes defienden el terrorismo radical, la lucha contra Occidente» (pág. 11).

El mito de Al Ándalus es en realidad una serie de mitos, como la supuesta deuda con los árabes de la ciencia moderna, mientras los cristianos se habrían mantenido en el más completo oscurantismo. «Así, según esta interpretación, no habría habido conquista de Hispania, sino jubilosa recepción de una cultura superior, por lo que, en consecuencia, la reconquista se convierte en simple genocidio, comienzo de un execrable colonialismo. Esta es la génesis, como he apuntado, de un cierto autoodio europeo» (pág. 17).

La autora manifiesta estar presa del Mito de la Cultura al valorar, por encima de la ideologización del Islam y de Al Ándalus, el islamismo como un fenómeno cultural que es patrimonio cultural de la Humanidad. Así lo manifiesta cuando afirma que «no pretendo hablar del islam en cuanto religión, ni del valor intrínseco de la cultura árabo-musulmana en su conjunto; esta, como la hindú, china, mesopotámica, persa, egipcia, hebrea, romana, griega, bizantina, europea... y tantas otras que sin embargo no han alcanzado una difusión hegemónica configuran un patrimonio común de la humanidad, y en modo alguno pueden contemplarse desde la rivalidad, puesto que la civilización es la suma de las aportaciones de todos aquellos pueblos que desde su cultura acceden y completan la razón y los valores universalizables» (pág. 24).

Sin embargo, ¿cómo representar a las distintas culturas sumadas entre sí como un patrimonio común de la humanidad? Precisamente las distintas culturas marcan una gran diferencia entre sus distintos rasgos, los mismos rasgos que luego critica Rodríguez Magda más adelante a propósito del Islam. Por ejemplo, el caso del velo en las escuelas, que en tanto que instrumento litúrgico que discrimina a la mujer, es incompatible con la legislación de las naciones modernas resultado de la caída del Antiguo Régimen. Contradicciones que la autora no consigue resolver, manejándose en artificiosas distinciones entre ser y deber ser, como veremos.

Así, en las líneas siguientes dibuja el Islam como un invento de Occidente, un paraje idílico recreado por el romanticismo literario, en figuras como Chateaubriand, Lamartine, Washington Irving y otros, que constituyen la idealización de España como si fuera un apéndice de la Península Arábiga. En particular, presta atención especial a José Antonio Conde:

«Fue José Antonio Conde (1765-1820) quien con su Historia de la dominación de los árabes en España intentó dar por vez primera una visión de conjunto, si bien gran parte de sus hallazgos han sido revisados y corregidos a la luz de la historiografía posterior. Conde, influido por el romanticismo de la época, parte de la imaginería del esplendor de la cultura árabe en el momento de una cierta decadencia europea.» (pág. 26).

Pero la cuestión reside en que muchos autores, como Francisco Javier Simonet, desmienten el mito y afirman que el presunto esplendor andalusí es obra de los mozárabes allí quedados, no de los musulmanes recién llegados, como también señala Sánchez Albornoz en su España, un enigma histórico, frente a la leyenda negra de Brunner o Lévi-Provençal. Así, la reinvención de Al Ándalus sería una forma de recuperar la leyenda negra antiespañola.

Una de las características de este libro de Rodríguez Magda es su habitual referencia a autores de actualidad, como Serafín Fanjul o Gustavo de Arístegui, así como a tesis que recientemente han vuelto a la actualidad, como las de Ignacio Olagüe, quien afirmaba que no hubo conquista musulmana de la Península Ibérica, sino recepción gozosa de un credo arriano que aún no era Islam y era muy similar al credo existente en el reino visigodo. Posiciones recuperadas últimamente por Emilio González Ferrín y defendidas, por supuesto, por el «padre de la patria andaluza», Blas Infante.

Evidentemente, es difícil encontrar en el Islam alguna muestra de esa idealizada tolerancia entre distintas variantes de monoteísmos hoy día. El martirio de San Eulogio de Córdoba o las persecuciones de los filósofos andalusíes, como Ibn Masarra o Avempace, que perdieron sus posesiones y hubieron de pasar a la clandestinidad, son precisamente muestras de lo contrario, de una profunda y normal intolerancia (págs. 50 y ss). Además, la supuesta deuda que Occidente europeo tiene con el Islam por haber mantenido intacto el patrimonio occidental no deja de ser un mito, pues si se mantuvo ese legado fue gracias a los bizantinos, a los que Rodríguez Magda denomina con gran acierto, y siguiendo las propias denominaciones árabes, romanos. Así,

«si hubo separación entre este [Bizancio] y la Europa cristiana se debe precisamente a que las conquistas islámicas y el dominio islámico del Mediterráneo impidió lo que hubiera sido un normal flujo de personas e ideas». Además, «el esplendor científico y filosófico de Bagdad es coetáneo del renacimiento de la cultura clásica en Bizancio (siglos IX y X), renacimiento que Lemerle hace derivar de la continuidad de la tradición clásica que nunca se perdió en dichas tierras, por más que estuviera debilitada en ciertos momentos.» (pág. 63.)

Además, son los mozárabes huidos hacia los reinos del norte y la Marca Hispánica en los siglos VIII, IX y X, y no los musulmanes, quienes mantienen la tradición latina viva, sin olvidar hitos tan importantes como la Escuela de Traductores de Toledo, no siempre suficientemente encarecida. En suma, los eruditos de toda Europa acudían a España para conocer todos estos saberes puestos a salvo de los musulmanes. «Por otro lado, si reconocemos este valor, el mismo rango debemos conceder en la transmisión del saber antiguo a la labor realizada por los centros cristianos, principalmente a España, ya a partir del siglo X, a la escuela de traductores de Toledo (s. XII), y a la difusión que los traductores llegados de toda Europa hicieron en sus países de origen, pero también a la actividad desarrollada por las ciudades del sur de Italia en la recuperación de los roginiales griegos gracias a sus relaciones comerciales con Bizancio» (págs. 69-70).

Menciona también, a propósito de estas cuestiones, la famosa intervención del socialdemócrata Juan Luis Cebrián sobre la «insidiosa reconquista» [sic], que engarza con el mito de un Al Ándalus multicultural que ayudaría así a purgar las penas de un occidente depredador que ha de agachar la cerviz ante la justicia islámica (págs. 84-85). Una idealización histórica conveniente para dibujar un Occidente imperialista y culpable, origen en su caída del comienzo de la perversa acción colonizadora. Así, se justifica la versión de los islamistas radicales, que sin el menor recato lo convierten en emblema de la yihad, reiteradamente reclamado por Al Qaeda.

La mitificación de Al-Ándalus puede tener distintas motivaciones: ansia de hacerse perdonar, de revivir un presunto pasado glorioso o de recuperar el dominio a través de la violencia. Pero en todos los casos, como denuncia Gustavo de Arístegui, se consiguen avances de los musulmanes en cuestiones como el reconocimiento de la poligamia en los países occidentales, la permisividad con el velo, la posibilidad de reconquistar Al Andalus, &c.

Dentro de un libro dedicado al Islam como elemento de actualidad, no podía faltar un tema tan importante como el de los derechos humanos en el Islam. Otra de las afirmaciones es la defensa en el Islam de los derechos humanos. Aseveración que queda desmontada cuando se observan algunas «lagunas» de las declaraciones islámicas de derechos del hombre, legislaciones actualmente vigentes y refrendadas por los regímenes islámicos en una práctica que choca brutalmente con los derechos humanos tal y como en Occidente se entienden, extendiendo el extender el relativismo cultural hasta la tolerancia de lo intolerable.

Considerados un ideal regulativo por la autora, los derechos humanos son modificados en el Islam. Afirma que la universalidad de los derechos humanos depende de un pacto social que parte del famoso «velo de ignorancia» de Juan Rawls. Algo que supone que tales derechos son individuales y previos al Estado. Ha de haber además un «consenso», en el sentido habermasiano, sobre la universalidad de estos derechos, no anulable desde perspectivas comunitarias. Sin embargo, tal afirmación es puramente formalista e ilusoria, pues no puede haber derechos previos al Estado. En todo caso, que los derechos humanos se apliquen con independencia del sexo, edad o religión de la persona en cuestión, no significa que haya hombres sin sexo, edad o religión, sino que tales principios están a otra escala distinta, aunque reabsorbida. Son derechos éticos, no políticos, y en su formulación política cambian de sentido. Así, es evidente que un Estado puede usar de la violencia contra quienes se le oponen, pero una serie de ejecuciones indiscriminadas y masivas, en tanto que vulnera a una serie de cuerpos humanos, puede suponer una crisis para el Estado, bien por la ausencia de fuerza de trabajo que supone la falta de recursos humanos, bien por el malestar social que podría provocar. La ética influye en la política, sin que la ética se convierta en lo fundamental en política.

Sin embargo, pese a su formalismo, la autora reconoce que no puede haber derechos humanos especiales para los musulmanes, distinguiendo entre la multiculturalidad como hecho descriptivo, y el multiculturalismo, como hecho prescriptivo de determinados ideólogos que disculparían que el Islam tuviera sus propios derechos humanos. Pese a esta distinción artificiosa, Rodríguez Magda acierta al denunciar que la Declaración del Consejo Islámico de Europa de 1981, la Declaración de la Organización de la Conferencia Islámica (1990) y la Declaración de la Liga Árabe (1994), alteran completamente los derechos humanos, de tal modo que los únicos derechos son de los varones que profesan la religión islámica, quedando las mujeres reducidas a ciudadanos de segunda (págs. 108 y ss.). Así, se han justificado las actitudes más suicidas hacia el Islam: tolerancia hacia la poligamia, pese a los problemas que causa en un sistema de sanidad público, tolerancia al velo, separación de sexos, &c.:

«Otras prácticas, defendidas en diversa medida por las comunidades musulmanas, que provocan fricciones interculturales son: la mutilación genital femenina, practicada en muchos países islámicos, aunque su origen se halla enraizado en tradiciones anteriores al Corán; los matrimonios concertados, la separación de los sexos, el uso del hiyab, el rechazo a la educación mixta, el deporte y la natación, así como ciertos contenidos de los currículos considerados contrarios a las enseñanzas del islam...» (pág. 118).

La cuestión del velo se convierte así en fundamental, pues va más allá de lo puramente simbólico y pone en cuestión la igualdad de los sexos, por lo que no puede esgrimirse que el uso de la prenda es una afirmación libre y personal. Así se oculta el verdadero significado de discriminación hacia la mujer que conlleva el velo.

Finalmente, la autora habla del terrorismo suicida como un acto de sabotaje, equiparándolo a los terroristas anarquistas, como Mateo del Morral, que se suicidó en 1906 intentando asesinar a Alfonso XIII. Pero, pese a esta referencia inicial, parece percibir que el terrorismo islámico tiene una raíz distinta al de los anarquistas o el de la ETA, pues éstos arriesgan su vida, pero no la comprometen necesariamente, al contrario de aquéllos, que se inmolan en un acto necesario para culminar sus acciones (págs. 150-151).

Por eso mismo, la autora rechaza las explicaciones psicológicas —considerar a los terroristas suicidas como enfermos mentales— y tiene el mérito de enlazar las acciones terroristas de los musulmanes con la yihad o guerra santa para expandir el Islam, cuyo cuerpo doctrinal sitúa en el siglo XIII en Ibn Taymiya. Rigiéndose por las enseñanzas de los piadosos fundadores del Islam —salaf, de ahí la palabra salafista utilizada para denominar a lo que ahora es Al Qaeda en el Magreb Islámico—, busca la liberación (tahir) de todas las tierras que fueron alguna vez musulmanas (como España), la unificación (tawhid) de todos los territorios reconquistados y la restauración del Califato (jilafa) objetivo mantenido hoy día por los Hermanos Musulmanes (págs. 158-159). Así, el terrorista suicida está envuelto por unos planes y programas concretos. Sin embargo, en lugar de profundizar en las cuestiones filosóficas que conducen al suicidio al terrorista islámico, como que en realidad éste es reducido a la consideración de instrumento de los designios de Alá y no a una persona libre, se pierde en generalizaciones sobre el terror salidas de la pluma del posmoderno Juan Baudrillard y otros.

El libro trata, en definitiva, de situar al Islam como un totalitarismo que busca acabar con la democracia y sus principios básicos. Sin embargo, pese a las en ocasiones interesantes tesis de Rodríguez Magda, su libro pone siempre como modelo las democracias occidentales, como si fueran el cénit de la sociedad política. Así lo muestra cuando se pregunta al final del libro retóricamente: «¿Seremos capaces de otorgar a los valores democráticos, a la razón, a la libertad y a la paz una fuerza tal como el fanatismo que se le opone?» (pág. 174).

Evidentemente, las democracias han de luchar contra las amenazas que se le oponen, y ahí se incluyen también los terroristas suicidas, pero también han de luchar contra tales amenazas las monarquías, las aristocracias y las oligarquías, cualquier régimen político en suma. Reducir la cuestión a las democracias supone asumir, pese a que no se reconozca explícitamente, que todo el proceso histórico de enfrentamiento entre el Islam y los estados cristianos converge en el estado final de la democracia realmente existente, al igual que los terroristas suicidas, desde su fundamentalismo islamista, piensan que al inmolarse alcanzarán la verdad pura y se encontrarán con Alá.

Rodríguez Magda supone en el fondo, desde su fundamentalismo democrático, que con aplicar la forma democrática a las sociedades degeneradas regidas por teócratas sin escrúpulos, podrá lograrse definitivamente la paz y vencer el fundamentalismo islámico. Suposición vana que olvida las condiciones objetivas que sustentan a las democracias, como el mercado pletórico de bienes, y que ignora también, pese a sus críticas, el proyecto secular del islamismo de conquistar el mundo.

 

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