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El Catoblepas, número 77, julio 2008
  El Catoblepasnúmero 77 • julio 2008 • página 11
Artículos

Maquiavelo y Guicciardini en perspectiva

Rafael Morales Ramírez

La virtud en la vida política

Nicolás Maquiavelo (1469-1527)Francisco Guicciardini (1482-1540)

Este trabajo se divide en tres partes. Una primera{1}, trata de ofrecer el contexto donde surge un tipo de pensamiento que vindica un ideal de libertad –del cual Maquiavelo y Guicciardini no podrán ser ajenos– proveniente de la lucha que libraron las ciudades italianas del norte de mediados del duecento para conservar su independencia ante el Imperio. Podrá notarse que buena parte de la discusión sobre las virtudes de lo público y la necesidad de un gobierno independiente son viejas aspiraciones que logran arribar a la etapa del renacimiento. La segunda, trata de explicar cómo a partir de los estudios de la retórica se da una aproximación a la lectura de los clásicos –en la poesía, la literatura, la historia y la filosofía moral, &c.– como el principal referente para extraer consejos sobre cómo gobernar y qué cualidades debía poseer todo hombre para aspirar a ser un buen gobernante; se trata no solo de una defensa de la libertad, como en el duecento, sino también del intento por comprender las causas que llevan a su pérdida. Estos temas ejercerán una gran influencia sobre los humanistas florentinos del quattrocento, sobre todo, en la concepción de la vis virtus, es decir, la idea de establecer una educación que no solo creara hombres sabios sino también ciudadanos útiles, que pudiesen dar un uso práctico a sus saberes. Finalmente, el último apartado se encarga de señalar las divergencias entre Maquiavelo y Guicciardini, entendidos como la expresión de un pensamiento que demuestra la continuidad sobre viejas preocupaciones, como también, de las incógnitas de su época.

I

Al abandonar los supuestos que mostraban a la monarquía hereditaria como la única forma de gobierno apropiado, la sociedad italiana de mediados del siglo XII se dio a la tarea de forjar nuevas formas de organización social y política. La reorganización de la tierra en ciudades y el reconocimiento de éstas como autoridad así como su posterior conversión en repúblicas (por su independencia para gobernarse, en un primer momento, por la voluntad de los llamados cónsules y, posteriormente, por el podestá) permitieron a las principales ciudades de Italia, sobre todo las del norte, desarrollar formas de autogobierno que les dio un grado de independencia considerable frente al Sacro Romano Imperio{2}.

A pesar de los reiterados esfuerzos de los emperadores alemanes por recuperar jurisdiccionalmente el Regnum de Italia del norte, es decir, para tratar de convertirla en una provincia más del Imperio, el desarrollo de estas ciudades-Repúblicas permitieron librarse poco a poco de la autoridad del Emperador. Y fue tal la fuerza con la que éstas reivindicaron sus ideales de libertad e independencia, que hicieron desfilar, durante casi dos siglos, a una serie de emperadores alemanes incapaces de imponer su dominio. Así, las reivindicaciones contra toda intervención exterior y su derecho de autogobernarse se habrían convertido en la mejor arma para justificar su resistencia ante el poder del Imperio y en un primer ensayo de promoción de valores eminentemente cívicos.

No sería la plena resistencia ante los ataques del Imperio lo que daría a las ciudades el triunfo final; la victoria nunca se lograría a menos que las reivindicaciones de soberanía y autogobierno contaran con una base jurídica reconocida. Mientras prevaleciera la aplicación del código civil romano para todo el Imperio, y mientras la interpretación jurídica se apegara en todo momento al Código Justiniano (bajo el cual se comparaba al princeps con el Emperador, o sea, como único soberano del mundo) las ciudades carecerían de fuerza al no contar con una base jurídica que les reconociera su independencia y su capacidad para darse un gobierno propio. Así, la búsqueda del dominio sobre aquellas se encontraba perfectamente justificada por un marco legal aparentemente incuestionable y solo la conversión de los términos, de la interpretación de los códigos, podría modificar tal relación.

Quizá no fue la idea de reinterpretar el código civil romano lo que llevó a la civitates a escindirse del poder del Imperio, sino el hecho de reconocer que, como lo hizo Sassoferrato, el Imperio seguía siendo la unidad jurisdiccional por excelencia de Europa, compuesto por provinicias imperiales, pero sin la capacidad para obtener de todas ellas obediencia, y muy particularmente, de las de Italia. De esta forma, el poder del Emperador para mandar no solo se veía cuestionado por reivindicaciones específicas, sino, incluso, por la capacidad que tenían las civitates para generar sus propias leyes; asunto que jurídicamente solo competía al Emperador. Habría que reconocer, entonces, que ahí donde la autoridad no tiene fuerza, la aplicación la ley no corresponde a los hechos y, por tanto, ella debe ajustarse a la realidad. Efectivamente, debía reconocerse a las ciudades italianas como «cuerpos totalmente independientes»{3}.

La fuerza de las civitates y el cambio de perspectiva sobre la interpretación y aplicación de la ley fueron socavando el antiguo ordenamiento feudal y allanaron el camino para la conformación de un espacio social que ya no podía aceptar la justificación «hereditaria» del poder y de la santidad de las tradiciones. De ahí que, mientras las ciudades mostraran capacidad de gobernarse, de ejercer su propia ley –eligiendo a sus gobernantes o a quienes se encargarán de administrar la justicia– el pueblo sería su princeps, un emperador en sí mismo{4}.

Como se aprecia, el camino recorrido en la creación de espacios «libres» o independientes del poder del Imperio fue extremadamente largo y complicado. Incluso, aún cuando el Papado y las civitates establecieron grandes alianzas en contra de aquél, luego quedo demostrado que los papas también aspiraban a dominar el Regnum de Italia, tratando de influir en la política interna de las ciudades del norte. De manera que para cumplir con sus pretensiones, el papado desarrolló una ideología donde, se presumía, el poder temporal debía someterse al poder espiritual y que el poder último de ambas debe estar en manos del representante de Dios{5}. Así, el Papado vino a sumarse a los enemigos que atentaban contra la construcción de la República y, como en el caso del Imperio, las ciudades desarrollaron una ideología que pretendía justificar sus ataques a los poderes que la Iglesia trataba de abrogarse.

En suma, se trata de un desgaste de las antiguas formas de dominación tradicional y la emergencia de nuevas expectativas, basadas en una idea de la «libertad» que fuera «inmune» o independiente de los espacios o vindicaciones del Imperio y del Papado. Era, pues, un proceso que pretendía diferenciar de jure la capacidad de coacción por parte de la Iglesia sobre cualquier persona y de cualquier condición, a partir de nuevas formas de dominación y de legitimidad. La disputa no era menor. Marsilio de Padua, por ejemplo, la sintetizó con claridad, pues creía que los dirigentes de la Iglesia interpretaron equivocadamente la naturaleza de esta; creyeron que esa institución era capaz de ejercer influencia en esferas jurídicas o políticas mediante sanciones de tipo coactivo{6}. La disputa por el poder terrenal, entre la institución de lo espiritual y la de lo secular, apenas empezaba.

II

A pesar de todo, la fiesta republicana no duraría mucho. Las ciudades-Repúblicas serían objeto de incansables disputas entre facciones internas, debido a una creciente diferenciación de las clases sociales, por lo que tendrían que optar entre un gobierno en libertad o uno despótico. Al final, la mayoría de las civitates optarían por la segunda forma. Será entonces en este contexto donde se desarrollará, paralelamente, una ideología política encaminada a reivindicar las virtudes de la vida cívica. Justamente, a partir del estudio de la retórica se generará toda una argumentación que «defendía los valores políticos característicos de las ciudades-Repúblicas.»{7}

En efecto, los tratados, crónicas y consejos provenientes del Ars dictaminis{8}, pasaron de la enseñanza de reglas teóricas a la preocupación por asuntos jurídicos, políticos y sociales de las civitates. Pronto muchos estudiantes comenzaron a mezclar su preparación jurídica con en el estudio de los ejemplos de autores clásicos, lo que desarrollaría un estilo político retórico totalmente distanciado del Ars dictaminis. El hecho de recuperar a estos escritores como figuras literarias, no solo contribuyó al despertar el amor por las letras, también permitió dar un salto hacia la conformación del pensamiento político renacentista. Como señala Skinner, «la nueva cultura italiana se puso al servicio de las ciudades-Repúblicas» en tanto algunos pensadores se lamentaban contra la tiranía y lanzaban loas al valor de la lucha por la libertad. La reflexión sobre el cómo gobernar mejor se benefició enormemente del crecimiento del interés por la literatura de los clásicos.

De esta manera, la gran pregunta que flotaba en el aire de aquellos tiempos era por qué los signori (los déspotas, se entiende) estaban desplazando con tanta rapidez al gobierno basado en las constituciones republicanas. La respuesta fue, en la mayoría de los casos, la lucha descarnada por los cargos del gobierno entre facciones internas: la ausencia de una concordia cívica, gracias a una «moral» que privilegiaba la búsqueda de la riqueza privada. El hombre debía, antes que nada, engrandecer a la nación mediante una vida austera, la «sed del dinero» lleva, invariablemente, al despojo de las virtudes republicanas.

¿Era posible conciliar estos comportamientos de manera que en cada acto individual se reflejara el engrandecimiento de las ciudades? ¿Cuál era la vida pública virtuosa por excelencia? O más aún ¿cómo poder conservar los valores de las civitates? La respuesta era obvia pero no tan clara: tratar de equiparar el bien individual con el bien de la ciudad, el bien propio con el bien común{9}. La falta de libertad –de independencia y autogobierno– para estos pensadores sería la consecuencia inevitable si los hombres se guiaban por su propia voluntad. Un buen gobierno, pues, se debe no a la disposición de sus instituciones tanto como a al espíritu de los hombres que se encuentran al frente de él. Si estos carecen de honorabilidad y patriotismo, si se dejan llevar por la avaricia o por la envidia, será imposible que la virtud llegue para formar jefes para el pueblo. Incluso, una vez que el podestá se encuentra ya en el cargo tiene que responderse qué tipo de consejo debe dársele o qué actitudes debe tomar para mantener el bien general, &c.

A principios del cuattrocento se da en Florencia un inusitado interés por el estudio de la moral y la política producto, en buena parte, de la herencia de las ciudades-repúblicas del medioevo. Siguiendo a Skinner, la conservación de la libertad continuó siendo una preocupación para los pensadores humanistas de este siglo; aunque las razones a las cuales atribuían su pérdida no eran las mismas. Ahora, ya no son las luchas internas las acciones más perniciosas para la vida pública, sino la nula inclinación de los gobernados para luchar contra el avance de la tiranía. Los temas recuperados fueron en su mayoría casi los mismos que los de la teoría política prehumanista (como la independencia o una constitución libre). Pero, sin duda, la mayor aportación de los humanistas florentinos en la búsqueda de las virtudes cívicas es recuperar el concepto de vis virtus o un tipo de educación que lograra combinar el desarrollo de capacidades técnicas con la virilidad. Se ha dado en llamar a esta etapa como de renacimiento debido a la posibilidad de «que los hombres alcancen el más alto tipo de excelencia; en seguida, que el proceso atinado de la educación es esencial para alcanzar esta meta; y finalmente, que el contenido de semejante educación debe centrarse en el estudio relacionado de la retórica y la filosofía antiguas»{10}. Solo bajo una formación así se puede lograr la construcción de lo público, en tanto se presume la existencia de ciudadanos sabios y útiles, que buscan, en todo momento, desplegar actos virtuosos.

III

Con el triunfo del gobierno principesco el pensamiento político renacentista experimenta un cambio notable: la pérdida de interés por los valores republicanos. Ello llevó a los humanistas de finales del Renacimiento a dejar de lado en los tratados dos cosas: primero, que el propósito inicial de cualquier gobierno es, más que la conservación de la libertad y la justicia como los valores esenciales de la vida política, mantener al pueblo seguro y en paz. Contrastar el funcionamiento de los regímenes principesco con los populares les permitió arribar a tal conclusión y convenir que si los últimos solo producían luchas intestinas y facciosas los regna serían los únicos capaces de alcanzar la pax verdadera.

Segundo, se resta importancia a la educación como elemento fundamental para forjar una ciudadanía útil e instruida y pasar a la reflexión sobre consejos prácticos para los príncipes. La diferencia entre estos pensadores y los humanistas «cívicos» es que aquellos creyeron que los príncipes también eran capaces de alcanzar el vis virtus.{11} Esta idea se convertirá en la razón más poderosa para contrarrestar la naturaleza de la fortuna –como un espacio de incertidumbre (amplísimo e inexplicable) que puede llegar a condicionar de manera absoluta la voluntad del gobernante– y la clave de la discusión sobre las cualidades del príncipe que desee conservar el estado. Así, y aunado a la idea de que dichas cualidades eran totalmente distintas a las de un ciudadano «privado», los humanistas concibieron la virtud como una serie de preceptos cristianos y morales (v.g. liberalidad, clemencia, honor, &c.) como las cualidades que todo príncipe debería desplegar para recibir honor, admiración y adoro de parte de sus súbditos. La crueldad y la severidad son comportamientos detestables e inhumanos en un príncipe. En lo siguiente –su conducta, su relación con la fortuna, su virtud– será la fuente de donde se abreven las razones que aclaran al auge y caída de los grandes «estados».

Con un dejo de altivez, Maquiavelo (1469-1527) intenta distanciarse de lo dicho por todos los pensadores que se concentraban en el consejo al príncipe, sobre todo, respecto a un tipo de conducta virtuosa, como señala

«...muchos se han imaginado como existentes de veras a repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos; porque hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de beneficiarse; pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es inviable que se pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es necesario que todo príncipe que quiera aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con la necesidad.»{12}

La necesidad es, justamente, lo que dicta la conducta del gobernante y ninguna virtud humanista puede ser conciliada con los asuntos políticos. Ante la desesperación de una Italia ocupada bajo dominación extranjera (situación que, por cierto, duraría hasta la segunda mitad del siglo XIX) resultaba elemental la reflexión sobre los medios para retener el poder. Si era común observar el auge y caída de principados y repúblicas ¿cómo darle a las formas de gobierno un papel más destacado? Por ello no existe una preocupación por el «Estado» ni las «instituciones» como se conocen actualmente, ni tampoco hay una reflexión sobre el carácter de la ciudadanía o la urgencia de significados de lo cívico –con la sola excepción de aquellos que se requerían para contar con un ejército nacido del pueblo. No es eso lo que expresa El Príncipe, ni tenía por que hacerlo. En realidad, el mayor desvelo del pensador florentino fue aquel que lo llevó a la búsqueda de un tipo de virtú, de un prototipo del hombre capaz de obrar sin los preceptos de la moral cristiana, pues estos no hacen sino debilitar el carácter resuelto de un pueblo y, sobre todo, del príncipe. Ello no significa que el autor de los Discorsi pueda ser considerado como alguien innovador. Al menos, solo dos cosas puede decirse que sean una aportación al estudio de la política. Una, que Maquiavelo sería capaz de sintetizar un conjunto de dudas y miedos frente al futuro que pendían desde hace ya mucho tiempo en la mente de los habitantes de la península –por lo que más que innovador tiene una gran deuda con sus precursores.

La otra, que para conservar al «Estado» se requiere de una forma de proceder distinta o alternativa a la moral cristiana.{13} Es decir, que para resolver de manera enérgica cómo mantenerse en el poder no puede seguirse por una concepción del hombre «bueno», así

«...dejando, pues, a un lado las fantasías, y preocupándonos sólo de las cosas reales, digo que todos los hombres, cuando se habla de ellos, y en particular los príncipes, por ocupar posiciones más elevadas, son juzgados por algunas de estas cualidades que les valen la censura o elogio. Uno es llamado pródigo, otro tacaño... uno es considerado dadivoso, otro rapaz; uno cruel, otro clemente; uno traidor, otro leal; uno afeminado y pusilánime, otro decidido y animoso; uno humano, otro soberbio; uno lascivo, otro casto; uno sincero, otro astuto; uno duro, otro débil; uno grave, otro frívolo; uno religioso, otro incrédulo, y así sucesivamente. Sé que no habría nadie que no opinase que sería cosa muy loable que, de entre todas las cualidades nombradas, un príncipe poseyese las que son consideradas buenas; pero como no es posible poseerlas todas, ni observarlas siempre, porque la naturaleza humana no lo consiente, le es preciso ser tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas que le significarían la pérdida del Estado, y , si se puede, aun de las que no se lo harían perder; pero si no puede no debe preocuparse gran cosa, y mucho menos de incurrir en la infamia de vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el Estado, porque si consideramos esto con frialdad, hallaremos que, a veces, lo que parece virtud es causa de ruina, y lo que parece vicio sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad.»{14}

De manera que la virtud en política es aquella donde i) la conducta del príncipe se guía por una moral que tiene consecuencias prácticas en la vida y que se refleja en la conformación del gobierno y el fortalecimiento de la sociedad y ii) que el príncipe, en la medida de lo posible, norme su conducta de acuerdo a la previsión, para evitar contratiempos y sorpresas; (lo que logrará si sigue los ejemplos que ofrece la historia) es decir, que sea capaz de conciliar los actos con las circunstancias, pues sino no es posible asir la realidad y oponerse a su naturaleza cambiante aquella se habrá superpuesto al príncipe hasta llevarlo a la ruina, por ello se pregunta

«...por qué un príncipe que hoy vive en la prosperidad, mañana se encuentra en la desgracia, sin que haya operado ningún cambio en su carácter ni en su conducta. A mi juicio, esto se debe, en primer lugar...a que el príncipe que confía ciegamente en la fortuna perece en cuanto ella cambia. Creo también que es feliz el que concilia su manera de obrar con la índole de las circunstancias, y que del mismo modo es desdichado el que no logra armonizar una cosa con la otra...si las circunstancias y los acontecimientos se presentan de tal modo que el príncipe que es cauto y paciente se ve favorecido, su gobierno será bueno y él será feliz; mas si cambian, está perdido, porque no cambia al mismo tiempo su proceder.»{15}

Si bien Maquiavelo busca ese nuevo prototipo del hombre «público», por otra parte parece dejar en el todas las respuestas del ejercicio efectivo del gobierno. Como se ha mencionado aquí, no existe ninguna referencia a las capacidades de los gobernados a no ser por las medidas que deben tomarse para someterse u obtener su consentimiento –como, en su momento, llegaría a sugerirlo John Stuart Mill. Tampoco existe un tratamiento sobre los funcionarios del príncipe, como si lo hace Guicciardini. Al contrario, lo que hay es una sentencia que marcará nuestro entendimiento sobre lo político: reconocer la existencia de una esfera en la vida pública que no puede ser objeto de comprensión y de previsibilidad como en los asuntos más comunes del «Estado» (de la administración). La virtud en la política es aquella en la que el príncipe es capaz de acercarse a los acontecimientos inmediatos, a aquellos que minan el poder de un príncipe, que son circunstanciales y por ello inasibles para el conocimiento. El consejo que ofrece a Lorenzo de Médici es una advertencia sobre la naturaleza de la vida pública, como una esfera donde existen acontecimientos sociales que no se encuentran previstos ni organizados, que provocan situaciones nuevas; incomparables con la forma en que se manejan los asuntos rutinarios del Estado.{16}

En Maquiavelo tampoco había una preocupación por la legitimidad pues el pueblo siempre queda fuera –por todas las razones que hemos aducido– de los asuntos del estado. Esto explica cómo la fortuna se volvió un dilema para el mantenimiento del poder, pues no existía ningún elemento que permitiera establecer bases para la previsión o el cálculo social; ahora es sabido que no es posible separar el «derecho» de mando de la legitimidad.{17} Difícil era explicar pues la inestabilidad de los sucesivos gobiernos de Florencia si no era por medio de la fortuna como un espacio de incertidumbre que puede determinar el resultado de los actos del gobernante. La virtud en la política, aquel espacio público no racionalizado, es, insisto, aquella donde el príncipe se anticipa y se prepara para evitar la desgracia o la derrota.

Al respecto Francesco Guicciardini (1482-1540) había notado también que los hombres no siempre pueden actuar bajo las mejores circunstancias por lo que el príncipe debe actuar y decidir sin miedo ante la dificultad, tratando de «examinar los inconvenientes». Aquí, y a diferencia de Maquiavelo, los ejemplos que da la historia no sirven para guiar la conducta pues ninguna situación se repite nunca con la misma exactitud. Para el Historiador florentino no existe ninguna moral que condicione a priori las acciones del príncipe pues

«...en las cosas del gobierno no se debe tomar en cuenta lo que la razón indica que debería hacer un príncipe, sino lo que se puede presumir que vaya a hacer habida cuenta de su índole y sus métodos habituales; por que los príncipes con frecuencia no hacen lo que deberían hacer, sino lo que saben o creen saber hacer; el que tome decisiones con base en otras reglas se expone a cometer errores gravísimos.»{18}

Si las cosas no están exentas de regularidades o defectos, es posible advertir que la conducta del príncipe se regirá por la circunstancia, por lo que la situación debe analizarse y resolverse día con día; citar a los romanos ocasionalmente resulta inútil. Así, esas «otras» reglas a las que se refiere son en realidad las aptitudes y merecimientos con los que el príncipe esta facultado para gobernar. Sin embargo, Guicciardini nunca advirtió lo que Maquiavelo: que el hombre se encuentra eternamente obligado a elegir entre dos tipos de moralidad y a definir su vida en alguna de ellas, es decir, entre la moral cristiana y la «moral» de la política. Por ello no entendió porque los hijos de Ludovico Sforza obtuvieran el ducado de Milán por métodos desalmados, por eso no entendió que la ambición en los príncipes obedece a otro tipo de conducta social, a otra jerarquía u orden moral.

Notas

{1} Para contextualizar la época donde tiene su génesis el pensamiento de ambos autores, me remitiré exclusivamente a las tesis ya planteadas por Quentin Skinner en Los fundamentos del pensamiento político moderno. I. El renacimiento, FCE, México 1993.

{2} Skinner, op. cit.

{3} Ibid., pág. 31.

{4} Ibid.

{5} Ibid., pág. 35.

{6} Ibid., pág. 39.

{7} Ibid., pág. 61.

{8} El Ars dictaminis era la neseñanza que se daba en las universidades italianas, cuyo objeto básico era proporcionar al estudiante (sobre todo a los juristas) la capacidad de redactar cartas oficiales con la mayor claridad posible. La técnica de escribir cartas era contenida en reglas, que luego podían ser memorizadas.

{9} La cuestión resulta interesante pues aún cuando no se hablaba todavía de «Estado», como una asociación política superior capaz de obtener dominación a partir de la legitmidad legal-racional, la disyuntiva entre «moral pública» y «virtudes políticas» comenzaba ya a plantearse.

{10} Skinner, op. cit., pág. 111.

{11} Skinner, op. cit., pág. 143.

{12} El príncipe, Porrúa, México 1991, pág. 26.

{13} Argumento con el que Isaiah Berlin contribuye poderosamente dentro de la historia de las ideas a desmitificar a la figura de Maquiavelo.

{14} Ibid., pág. 27.

{15} Ibid., pág. 44.

{16} Por ello, Karl Mannheim llamaría ala ciencia política –no sin reservas– una «ciencia» del fluir de las cosas. Véase, Ideología y utopia, FCE, México 1993, pág. 99.

{17} Véase Karl Friedrich, El hombre y el gobierno, Tecnos, Madrid 1986.

{18} Op. cit., pág. 29.

 

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