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El Catoblepas, número 77, julio 2008
  El Catoblepasnúmero 77 • julio 2008 • página 9
Filosofía del Quijote

Las interpretaciones autobiográficas del Quijote

José Antonio López Calle

Un estudio de las interpretaciones autobiográficas del Quijote a través de las figuras más representativas de esta línea hermenéutica, Benjumea, Navarro Ledesma, Maeztu y Américo Castro, que se cierra con un análisis crítico de sus fundamentos hermenéuticos

Incluimos aquí todas las concepciones críticas del Quijote que se aproximan a éste por la vía de la biografía o autobiografía del autor. Ahora bien, la aproximación se puede llevar a efecto de dos maneras: se puede intentar entender la novela tomando como punto de partida un determinado episodio biográfico de Cervantes o bien el conjunto de su trayectoria biográfica. Son del primer tipo las interpretaciones que ven el Quijote como debido, por ejemplo, a la estancia de su autor en la Mancha o según otros, al mal trato que le dieron los vecinos de Argamasilla o el caballero don Rodrigo de Pacheco; o según unos terceros, al resentimiento que tuvo del duque de Lerma, bien es cierto que estos supuestos hechos biográficos se consideran hoy pura leyenda carente de todo fundamento.

Pero, sin duda, las interpretaciones más interesantes son las que parten, no de un suceso o episodio único o un aspecto parcial de la biografía de Cervantes, sino del conjunto o la totalidad de su biografía como base para explicar el origen y significado del Quijote. Por tanto, en adelante nos ocuparemos exclusivamente de éstas últimas.

La tesis fundamental de esta línea hermenéutica es, como ya hemos adelantado más arriba, que el Quijote no es otra cosa que la autobiografía de su creador, de manera que el protagonista de la historia no es otro, en el fondo, que el propio Cervantes, quien ha sido el modelo mismo de don Quijote. Las aventuras de don Quijote se convierten así en el relato de las aventuras, trabajos y personalidad de su autor. Nadie ha expresado con más contundencia este principio que Benjumea, el pionero de la exégesis en clave autobiográfica de la novela cervantina al presentar el Quijote como «obra sentida antes de ser escrita» (La verdad sobre el Quijote, Imprenta de Gaspar Editores, 1878, pág. 179), y Maeztu: «El recuerdo de la propia vida, de sus ambiciones, de sus sueños y de sus desventuras tiñe todas las páginas del libro. Y don Quijote es el mismo Cervantes, desposeído de circunstancias baladíes, pero abstracto, idealizado» (Don Quijote..., Visor Libros, 2004, 1ª edición 1926, pág. 57).

Los partidarios de la interpretación de la gran novela en clave autobiográfica fundan su principio fundamental en el hecho, que consideran cierto, de la estrecha analogía entre el curso de la vida de don Quijote y el de su autor, analogía tan sorprendente que, según ellos, no cabe explicar como una simple coincidencia, sino en virtud del hecho de que el Quijote no puede ser sino la autobiografía encubierta de su creador. Y si esto es así, lo mismo se puede utilizar lo que sabemos de la biografía de Cervantes para entender el sentido de la novela que usar ésta última para esclarecer su biografía. Los datos biográficos explican el Quijote y el material literario, transmutado en autobiográfico, explica la biografía. El principio hermenéutico del simbolismo autobiográfico de la novela, cimentado sobre el postulado de la estrecha semejanza entre el curso vital de don Quijote y el de su creador, autoriza a practicar un método hermenéutico que permite moverse en ambos sentidos según convenga. Por eso es habitual, entre los adalides de la hermenéutica del autobiografismo cervantino, echar mano del material literario novelístico como si se tratase de un documento histórico extraído de un archivo, práctica que naturalmente dará lugar en sus manos a toda suerte de abusos y arbitrariedades.

Don Quijote, símbolo autobiográfico en Benjumea

Al concebir el Quijote como una autobiografía moral o espiritual, en que Cervantes ironiza sobre los ideales heroicos de su juventud, se puede considerar a los románticos alemanes como los precursores de la hermenéutica autobiográfica. Esta línea de pensamiento es la que recoge perfectamente el escritor romántico francés Alfred de Vigny en su Diario de un poeta, donde relata la anécdota apócrifa según la cual un Cervantes moribundo a la pregunta de a quién habría querido retratar en su don Quijote habría respondido que a sí mismo y que además con ello habría retratado la derrota de su propio entusiasmo por el ideal en el seno de una sociedad vulgar y materialista.

Pero los románticos no pasaron de formular la idea hermenéutica fundamental, sin ofrecer, de acuerdo con ésta, un modelo desarrollado de comprensión de la magna novela. En realidad, el primero en proponer y desplegar de forma sistemática una lectura del Quijote en clave autobiografía, de acuerdo con los presupuestos antes expuestos, fue Nicolás Díaz de Benjumea, en una serie de opúsculos, La Estafeta de Urganda (1861), El Correo de Alquife (1866) y El mensaje de Merlín (1875), y sobre todo en su libro La verdad sobre el «Quijote» (1878), en el que culminan todos sus esfuerzos de interpretación autobiográfica. El título de este libro es ya harto manifestativo de las pretensiones de Benjumea: revelar al lector la verdad sobre el Quijote y esa verdad es –según nos recuerda el subtítulo del mismo, Novísima historia crítica de la vida de Cervantes– que en él se encuentra, ora de forma visible ora de forma tácita, la historia de la vida de Cervantes.

A renglón seguido, Benjumea no hace otra cosa que mostrarnos que el Quijote es un resultado de la vida, hechos y desdichas de Cervantes y que a la luz de esto se ha de entender el sentido de la novela. Empieza por decirnos que el tema central de su obra magna no es otro que el gran tema de su vida: la lucha en solitario de un hombre de ánimo esforzado, entusiasmado por los más nobles ideales, contra la adversidad, lucha que termina en la más completa desilusión. Éste es, según Benjumea, el gran tema del eterno drama de la humanidad, que Cervantes ha encarnado en su vida antes de recrearlo en el Quijote. La sublime pintura que nos ofrece el autor de éste de la epopeya inmortal de don Quijote en lucha contra la adversidad, en guerra de él solo contra los males del mundo no es otra que la del propio Cervantes, transfigurado en el hidalgo manchego. Benjumea nos pinta así a un don Quijote como héroe romántico y la novela como una obra dramática, casi trágica, transposición literaria del drama vital de su creador, de modo que su carácter cómico y paródico se borra por completo, por más que Benjumea aluda en ocasiones de forma insincera y retórica a su carácter cómico, pues este carácter no cuenta nada en su visión del Quijote.

Y el drama vital cervantino se divide, según Benjumea, en dos fases, las cuales vienen a ser el despliegue del itinerario vital de Cervantes en su batalla contra la adversidad desde el idealismo juvenil hasta los desengaños de su madurez. Esta división de la biografía cervantina en dos fases evolutivas contrapuestas, que se va a convertir en un tópico repetido por los herederos de la concepción crítica autobiografista de Benjumea, le lleva a describir la vida de Cervantes como un juego de contrastes múltiples, que tendrían su exacta correspondencia en el Quijote. Y para reforzar esta correspondencia, no duda el crítico liberal en describir las dos fases de la vida de Cervantes con los nombres de los dos personajes principales de la novela.

Así, la primera etapa de la vida de Cervantes es la quijotesca o de juventud, que abarca hasta sus cuarenta años y cuya parte central son los años que pasó fuera de España, desde su huida a Italia hasta su regreso a ella. Durante este periodo vivió en la región de don Quijote, el hombre espíritu, en el cual se sumergió en el mundo del ideal, de la poesía y de lo sublime; y espoleado por las más altas aspiraciones e ideales hizo frente a la adversidad en Lepanto y Argel, saliendo victorioso en su guerra contra los mayores obstáculos y los más terribles males. Sus aventuras en la región de don Quijote eran en campo de batalla, luchando contra titanes, y los venció.

En cambio, la segunda etapa y última es la sanchopanzesca o de madurez, que va desde 1587 hasta la publicación de la primera parte del Quijote en 1605, y es justo la antítesis de la anterior, frente a la cual se halla en agudo contraste. Ahora Cervantes deja de vivir en la región de don Quijote e ingresa en la región de Sancho Panza, el hombre materia. Durante esta fase de su existencia, merced a su empleo como comisario de abastos primero y luego como recaudador de alcabalas, penetra en el mundo de la realidad vulgar, de la prosa de la vida, en la vida tal cual es, la de los pequeños intereses, luchas mezquinas y bajas pasiones. Esta escuela de realidad y vida le permite completar el mundo cervántico, formado por la unión de lo quijotesco y lo sanchopancesco, y conocer a fondo el alma humana, todo lo cual le será imprescindible para pintar luego en el Quijote los dos polos de la existencia humana y los grandes contrastes de la vida (lo ideal frente a lo material, etc.). Si en la etapa quijotesca o juvenil Cervantes luchaba fuera de España contra titanes, venciéndolos, ahora, afirma Benjumea, lucha, ya en su patria, contra pigmeos, y resulta vencido. Y su heroica batalla en la primera fase contra la adversidad, entusiasmado por los más elevados ideales, no se ve recompensada en la segundo fase, sino que todo termina para él en desaires y desengaños.

Pues bien, establecidas estas dos fases descritas con tan acusados contrastes, Benjumea interpreta la novela cervantina como una alegoría autobiográfica, cuya exégesis exige trazar un paralelismo entre las salidas de don Quijote y las dos fases de la vida de su autor o, lo que es lo mismo, las dos salidas de Cervantes al mundo, la primera por fuera de España y la segunda por su interior. Esto es, la primera salida del hidalgo manchego y su serie de aventuras simboliza la etapa juvenil-quijotesca de su creador, esto es, su primera salida en busca de empresas, desde su escapada de España hasta su regreso y viaje a la corte; las otras dos salidas y sus sendas series de aventuras simbolizan la etapa de madurez-sanchopancesca, en que sus empresas en la región de don Quijote en el campo de batalla se sustituyen por sus nuevas aventuras en la región de Sancho, que le surgen en sus viajes por ciudades, villas, pueblos, ventas y campos como comisario de abastos y alcabalero y que son aventuras, según Benjumea, de encrucijadas y despoblados, sin otras resultas que humillaciones y derrotas.

Hasta aquí hemos delineado la concepción global autobiografista que Benjumea nos ofrece del Quijote. Veamos ahora cuál es el rendimiento de la misma en su aplicación a la comprensión del sentido de éste. Pues bien, el balance es bien pobre, por no decir negativo. No nos presenta su autor un análisis sistemático, como hemos hecho nosotros, de los episodios de la novela para que podamos comprobar la fertilidad del método autobiográfico. Prescinde de ello y se limita a examinar sólo algunos de ellos como prueba de valor de su concepción y aun en estos escasos ejemplos de muestra se ve obligado a recurrir, no ya al alegorismo, ya de por sí infundado, sino, más gravemente aún, a la interpretación del Quijote en clave esotérica o anagógica, denominaciones que él mismo invoca. De esta manera pretende allanarse el terreno para presentar una visión autobiográfica consistente de la novela cervantina, pues de otro modo la tarea sería inviable.

El recurso a la lectura esotérica le permite ver elementos y sucesos biográficos en lo que no cabe ver sino material literario paródico de los libros de caballerías. Así, por ejemplo, los encantadores malignos que persiguen a don Quijote se convierten en general en los enemigos (eclesiásticos, políticos o literarios) de Cervantes; y el singular encantador invisible que transforma las aventuras de don Quijote en desventuras y derrotas no es otro que un enemigo de Cervantes, el dominico Juan Blanco de Paz, su delator en Argel de su cuarto intento de fuga, quien, según Benjumea, utilizó, y éste es uno de los datos que se inventa, ya de vuelta en España un arma tan poderosa como la Inquisición en su provecho y en perjuicio de Cervantes. Y la aventura de los encamisados o del cuerpo muerto, que el propio Benjumea selecciona como ejemplo de la fertilidad de su hermenéutica esotérica, se convierte en un episodio que contiene entremezclados varios datos biográficos de Cervantes, algunos de los cuales son fruto de la imaginación de Benjumea. En términos generales, la aventura de los clérigos encamisados o enlutados es, de acuerdo con su exégesis simbólica, una dramatización de la persecución de que fue objeto Cervantes en la segunda parte de su vida por sus enemigos eclesiásticos, sobre todo el dominico Blanco de Paz y el clero inquisitorial, y a la vez una sátira de la función represora ejercida por la Inquisición y la corte de Felipe II.

Pero entremos en el examen interno del episodio para que el lector se haga puntual idea del tipo de análisis que el método simbólico-autobiográfico de cariz esotérico de Benjumea promueve. En la aventura de los clérigos enlutados que portan en procesión un cuerpo muerto en una litera ve el crítico liberal la expresión en clave simbólica de cuatro hechos de la biografía de Cervantes: el cadáver de la litera es el de don Juan de Austria, por el que Cervantes sentía una gran admiración y que fue protector suyo; el enlutado bachiller, Alonso López, es en realidad el dominico Blanco de Paz y el cabildo o procesión de clérigos enlutados representa la tenebrosa Inquisición; la amenaza de excomunión dirigida contra don Quijote por apalear a los clérigos es la excomunión de que fue objeto en Écija el propio Cervantes mientas ejercía de comisario de abastos; y finalmente don Quijote es en el fondo Cervantes en la corte de Felipe II, donde no fue recompensado gracias a la mala fe de las falsas delaciones de Blanco de Paz.

No cabe, desde luego, negar imaginación a Benjumea, quien al tiempo que reinventa el Quijote convierte la biografía de Cervantes en una novela fantástica. Así el primer suceso biográfico identificado por él no es sino una ocurrencia suya de la que no da prueba alguna, salvo meras conjeturas. En la novela la aventura del cuerpo muerto no es otra cosa, como ya sabemos, que una parodia de lo relatos caballerescos en que el héroe se topaba en su camino con gente trasladando en litera a caballeros heridos o muertos; Cervantes en su versión satírica del tema no nos indica quién es el muerto, ni falta que hace para la cabal comprensión literaria del relato, pues en éste lo único que importa, desde el punto de vista de la finalidad literaria del autor, es producir un contraste cómico entre la ilusión quijotesca que le hace ver al hidalgo unos caballeros malandrines que portan herido o muerto a un caballero, lo que genera en él el intento de vengar su muerte, y la realidad de lo realmente sucedido que no es otra cosa que la muerte natural del personaje transportado en una litera acompañado por un cortejo fúnebre; pero en manos de Benjumea todo esto desaparece para convertirse por arte de magia en la expresión de un grave hecho de la biografía de Cervantes: el cadáver pasa a ser el de don Juan de Austria, con cuya muerte fantasea el autor presentándola como debida a un envenenamiento, ordenado en última instancia, afirma Benjumea, por el rey Felipe II, a causa de sus celos y antipatía hacia el vencedor de Lepanto. Así que, a la postre, lo que se nos presenta por parte de Cervantes como un relato literario paródico de un tópico de los libros de caballerías se transforma con las artes hermenéuticas del crítico esotérico en un relato de un crimen político pasional.

No son mayores las pruebas que Benjumea nos ofrece para identificar al clérigo bachiller Alonso López, natural de Alcobendas, con el dominico Blanco de Paz, delator de Cervantes en Argel ante el rey moro. No da otra prueba más convincente que el uso de un anagrama. Nos pide que tomemos el nombre de López de Alcobendas y veremos que es el anagrama exacto del epígrafe de la aventura de los encamisados: es lo de Blanco de Paz. Dejando aparte lo estrambótico de este procedimiento probatorio, nótense las trampas que hace Benjumea para obtener el codiciado anagrama: el clérigo bachiller enlutado se llama Alonso López y no López de Alcobendas, cambio fabricado por Benjumea para que le salga el anagrama, eliminando el nombre, Alonso, e introduciendo como segundo apellido Alcobendas; pero Alcobendas no es, como sugiere él, un apellido, sino, y así consta en el relato cervantino, la localidad de donde es natural el clérigo.

Y supuesto mediante este método que Alonso López es Blanco de Paz, ¿qué puede ser el cortejo de clérigos sino el representante de la Inquisición? Y con todo esto lo que Benjumea pretende es presentarnos este episodio de los encamisados como un símbolo autobiográfico de la segunda fase de la vida de Cervantes, en la cual, como dijimos, se enfrentó, no a titanes como en Lepanto o Argel, sino a pequeños enemigos o pigmeos, tal como Blanco de Paz, camuflado en la figura del enlutado bachiller, a quien el crítico liberal retrata como un malvado intrigante ante la Inquisición y la corte de Felipe II con ánimo de desprestigiar a Cervantes con falsas acusaciones que habrían tenido como efecto la denegación al héroe de Lepanto y Argel de mercedes por parte del rey. La vida de don Quijote como autobiografía de Cervantes adquiere así una dimensión política, de lo que nos ocuparemos más adelante, cuando examinemos las interpretaciones políticas del Quijote.

Por el momento baste con decir que toda esta historia de las intrigas de Blanco de Paz ante la Inquisición y la corte de Felipe II para dañar a Cervantes es otra de las fantasías de Benjumea. Blanco de Paz fue ciertamente delator de la última fuga de Cervantes en Argel y un calumniador, pero una vez de regreso a España, todo lo que sabemos sobre el personaje es que, recorriendo el héroe alcalaíno como comisario de abastos Andalucía, a su paso por Baza volvió a oír hablar de su enemigo de Argel, quien acababa de ser destituido de su cargo en la catedral, luego de ser excomulgado y perseguido por la justicia. La denegación de los favores reales que Cervantes esperaba nada tiene que ver con la intervención de Blanco de Paz en supuesta connivencia con los clérigos inquisidores. Además, no se le negaron favores, sino que los que se le hicieron no estuvieron a la altura de lo que Cervantes esperaba.

Todo esto es una muestra suficientemente expresiva del método esotérico de Benjumea dirigido a descubrir datos autobiográficos en la historia de don Quijote. Sin entrar por el instante en la crítica de los principios de la hermenéutica autobiográfica, digamos como crítica general que los partidarios de este tipo de exégesis (no sólo Benjumea, sino también los principales seguidores de está línea interpretativa, como veremos) cometen la falacia de suponer que la literatura o, en particular, la novela, es una expresión sin más de la biografía de los autores. Pero la novela no es la expresión directa de la vida de su autor.

Es innegable que en una novela hay datos biográficos de su creador, pero de tal modo alterados al mezclarse con la ficción y neutralizados por el contexto literario en que quedan encajados, que su significación biográfica resulta disminuida quedando invalidados en muchos casos para utilizarse como documentos para conocer la biografía del autor. Y, desde luego, el que una novela contenga más o menos elementos biográficos carece en sí mismo de interés literario. Y lo que decimos de la novela en general no puede dejar de aplicarse al Quijote en particular. Puede ser que en la historia principal del Quijote haya elementos dispersos de la biografía de Cervantes. Pero, aparte de que no pueden identificarse sin tener un conocimiento independiente por otras fuentes de la real biografía de su autor, en nada nos ayudan para comprender la grandeza literaria de la novela, lo cual es otro de los peligros de las concepciones autobiográficas del Quijote, ya que en su afán de leerlo como si realmente fuese la autobiografía de su creador, los cervantistas que defienden esta corriente crítica tienden a difuminar los rasgos literarios de la obra.

¿Qué importancia tiene para la comprensión literaria de la gran novela el que, pongamos por caso, el personaje de don Quijote esté inspirado en un hidalgo manchego conocido por Cervantes en sus estancias en la Mancha o que esté inspirado en elementos de su propia vida o que el barbero-cirujano maese Nicolás sea, como suponen algunos, un trasunto del padre del autor, que también fue cirujano? ¿Qué relevancia tiene el que, por poner un ejemplo de Benjumea, la excomunión con la que el clérigo bachiller amenaza a don Quijote por apalear a los clérigos no sea sino la propia excomunión de Cervantes en Écija? Todo esto tendría interés si realmente el Quijote fuese la autobiografía de Cervantes, pero, dado que es una parodia del género literario caballeresco, la presencia de elementos autobiográficos en la narración es del todo indiferente, al menos desde el punto de vista literario. Su inserción en un marco literario los despoja del valor autobiográfico que en sí mismos pudieran tener.

Don Quijote, símbolo autobiográfico en Navarro Ledesma

Benjumea ha dejado una gran estela seguida por importantes cervantistas. Uno de ellos es Francisco Navarro Ledesma, cuya biografía El ingenioso hidalgo Miguel de Cervanes Saavedra (1905) contiene un título harto indicativo de la intención de su autor. Como Benjumea, considera el Quijote como la autobiografía de Cervantes y, aceptado esto, se siente autorizado igualmente que el padre de la crítica autobiográfica para utilizar el material literario de la novela como si de un documento histórico se tratase, equiparable a los documentos de archivo. Guiado por estos postulados aceptados como evidencias, construye una biografía en un tono fuertemente sentimental, en la que premeditadamente Cervantes se nombra habitualmente como Miguel y que nos dibuja de nuevo la tópica imagen de la vida de Cervantes como un tránsito del idealismo juvenil a los desengaños de la madurez. Dotado de buena imaginación, como Benjumea, aunque sin incurrir en los extremos esotéricos de éste, no deja de explotar, cayendo en ocasiones en excesos, el patetismo de la vida del genial manco, cuyas desdichas se prestaban fácilmente a ser evocadas en narraciones biográficas destinadas a despertar la vena sentimental de los lectores.

La lectura del Quijote como autobiografía conduce, como es lógico, a Ledesma Navarro a detectar, por todas partes, elementos autobiográficos de Cervantes, pero, eso sí, sin aportar pruebas que lo avalen, y a presentar cada uno de los episodios de la novela como sucesos vividos por el autor, en la misma línea de Benjumea de que el Quijote es una obra sentida (vivida, cabría decir) antes de ser escrita. Así, por ejemplo, la aventura de los molinos confundidos con gigantes, de la que don Quijote en su delirio proclama: «Ésta es buena guerra y es gran servicio de Dios», se convierte por obra de la imaginación de Ledesma, en la expresión en clave simbólica de la participación de Cervantes en la batalla de Lepanto, también buena guerra y servicio de Dios, en la que, al igual que el hidalgo manchego percibía las aspas de los molinos como los brazos de los gigantes, el héroe alcalaíno, conjetura Ledesma, habría percibido del mismo modo, con sus calenturientos ojos, las palas largas de los remos manejadas por los forzados de los bajeles del bando enemigo de los turcos, los equivalentes de los gigantes de don Quijote. Ledesma no tiene en cuenta que Cervantes, a diferencia de su criatura literaria, fue un héroe real, que se enfrentó, a pesar de sus calenturas, a un peligro efectivo, la amenaza turca, no como un héroe solitario, sino en el seno de una gran armada, bajo el mando de don Juan de Austria, que luchó contra un enemigo real, y no producto de su fantasía, y al que, por cierto, se acabó derrotando «en la más alta ocasión que vieron los siglos». Pero todo esto son por lo visto diferencias insignificantes en su desmedido afán por leer la vida y hechos de don Quijote como la vida y hechos de Cervantes.

Por último, como muestra de hasta dónde Ledesma está dispuesto a llevar su hermenéutica autobiográfica, en su prurito constante por proponer conjeturas arbitrarias sobre el carácter biográfico del Quijote, mencionemos su exégesis de otros dos importantes episodios: el de los dos ejércitos de ovejas, en el que, como ya vimos, se enumeran una serie de rimbombantes y sonoros nombres (Alifanfarón, Pentapolín, Micolembo, Brandabarbarán, etc.), que Ledesma interpreta como alusiones a personajes famosos de Andalucía, pero, siguiendo el dicho de tirar la piedra y esconder la mano, deja para otros más esclarecidos la tarea de identificarlos; y el de la aventura de los galeotes, donde Ledesma se hace fuerte declarando como tonto al que no lo vea como «un desahogo de Cervantes contra la sociedad entera que le había maltratado y menospreciado o desconocido en tantas ocasiones». ¿Pruebas de esta interpretación? Ninguna. Remitimos al lector a nuestra interpretación de este episodio en el análisis que hemos dedicado a las aventuras del Quijote.

Don Quijote, símbolo autobiográfico en Maeztu

Otro autor que se mueve en esta misma corriente hermenéutica es Ramiro de Maeztu, quien en su famoso ensayo Don Quijote, Don Juan y la Celestina (1926), propone, a nuestro juicio, la más brillante, ajustada y sobria de las concepciones autobiográficas del Quijote del cervantismo del siglo XX. Admirador confeso de Benjumea, cuya interpretación de la magna novela cervantina como alegoría autobiográfica respalda, rehuye, no obstante, su propensión al esoterismo. Pero, al igual que Benjumea, ve el Quijote como una alegoría que nos evoca, en clave simbólica, el recuerdo total de su vida frustrada, de quien ha descrito un curso vital que le ha llevado del idealismo juvenil a la desilusión de su madurez y vejez, aunque sin poso de resentimiento. Y, a diferencia de Ledesma Navarro, no explota la carga dramática de la vida de Cervantes en términos sentimentales o melodramáticos, sin por ello dejar de reconocer el patetismo de la misma.

Lo más notable de la aportación de Maeztu a la hermenéutica autobiográfica reside en la manera verdaderamente brillante como construye su propia versión más que en la aplicación de la misma a la exégesis literaria de los episodios de la novela, asunto en el que desgraciadamente no entra y ésta es, a nuestro juicio, la principal deficiencia de su contribución: no mide el rendimiento de su interpretación autobiográfica con el análisis de las aventuras de don Quijote. La construcción de su interpretación global se puede resumir en dos pasos.

El primero de ellos, del que se ocupa en el capítulo «La vida de Cervantes», consiste en un resumen de lo esencial de la biografía del alcalaíno. Y, como no podía ser menos, el tema central que recorre su visión de la biografía cervantina es que Cervantes ensayó la realización de varios ideales a lo largo de su desdichada existencia y todos sus ensayos concluyeron en amargos desengaños, de manera que, cuando concibe el Quijote, no era, según Maeztu, tan sólo un hombre cansado y desilusionado, sino fracasado y desmoralizado. Y de ahí que el Quijote no sea otra cosa que las memorias de la propia vida de Cervantes, en las que se hace un repaso evocador de sus ideales, de sus sueños y ambiciones, pero también de sus desventuras y derrotas. Pero, antes y para llegar a esta conclusión, nos propone una división de la biografía de Cervantes en tres fases, cada una de ellas caracterizada por la búsqueda de un ideal que ejecutar, a saber:

1ª. La etapa heroica o del ideal de ser héroe, que se corresponde con el periodo que va desde su huida de España y su enrolamiento como soldado de la armada española en Italia hasta su regreso de nuevo a la patria, después de haber combatido heroicamente en Lepanto y de haber padecido el cautiverio en Argel, pero a la postre, según Maeztu, esta fase concluye en fracaso, porque la madrastra patria no reconoce sus servicios: la corte de Felipe II no recompensa sus méritos, viendo así defraudadas sus esperanzas y terminando desengañado de la corte y de las armas.

2ª. La etapa de las letras o del ideal de triunfar como hombre de letras y vivir de ellas, que abarca desde su vuelta a España en 1580 con treinta y cuatro años cumplidos hasta 1587, años en que ya no trata de ser héroe, sino de alcanzar un modo estable de vivir como escritor, sobre todo de comedias, pero que termina también en fracaso, sin conseguir no ya la independencia económica por sí mismo, sino ni tan siquiera la protección de algún mecenas que le permitiese vivir sólo de las letras.

3ª. La etapa práctica o del ideal de ser un hombre práctico que desea vivir de los negocios, que es la de la madurez, desde la edad de cuarenta años aproximadamente hasta la vejez. Abandonadas las esperanzas mozas de ser héroe o de vivir sólo de las letras, decide dedicarse a los negocios, a hacer dinero, en calidad de comisario de abastos, primero, y, luego, como recaudador de alcabalas. Pero su ideal de triunfar como hombre práctico, su ideal de madurez, también se salda en fracaso y desencanto (recuérdense sus conflictos con la justicia y su encarcelamiento), resultando así tan fantasmagórico como sus precedentes ideales de juventud. Y a estos desencantos Maeztu agrega uno más, y más hondo si cabe: el de no ser un gran poeta en verso, como él había soñado.

La moraleja de este esbozo trifásico de la biografía cervantina es harto patente: la trayectoria vital de Cervantes se encamina desde el idealismo a la derrota y desilusión del mismo y, supuesto previamente que la vida de don Quijote transita también de la lucha por lo más nobles ideales hasta su derrota, no puede estar más claro que hay una semejanza llamativa entre ambas trayectorias vitales, lo que no puede ser fruto de la casualidad, sino producto del intento deliberado por parte del gran escritor de ofrecernos el Quijote como su autobiografía espiritual, en que los detalles de su vida no importan, desaparecen de la novela, la cual nos presenta sólo, por decirlo así, el Cervantes esencial, que es un Cervantes abstracto, idealizado, que se resume en el esquema antedicho de que su vida sigue un curso desde la persecución del ideal hasta el desencanto final. La idea es ingeniosa, pues al convertir a Cervantes en un símbolo de una idea abstracta, la decepción ante la derrota del ideal, es fácil emparejar su vida, reducida a un simple esquema idealizado, desprendido de las circunstancias concretas, con la historia de su criatura, con lo cual se anticipa a las posibles objeciones de que, cuando se entra en los detalles, surgen numerosas diferencias entre las biografías de ambos. Pero al mismo tiempo paga un precio muy alto y es que con semejante método hermenéutico basado en una idea tan esquemática de la biografía de Cervantes poco es lo que puede aportar para analizar los episodios de la novela, pues con ese tamiz tan abstracto se le van a escapar la carne, la materia de la misma con su enorme riqueza de detalles, todo lo cual deviene ahora como irrelevante.

Pero Maeztu no se contenta con reforzar su interpretación autobiográfica alegando sólo la semejanza en cuanto al esquema básico de la evolución vital de creador y criatura, sino que invoca asimismo otras semejanzas entre ambos que invitan a leer el Quijote como una alegoría autobiográfica: que ambos fueron lectores de libros de caballerías y que los dos han sentido impulsos hacia la vida heroica y aventurera de los antiguos caballeros, como bien se ve en el papel de Cervantes como soldado heroico, guiado por ideales generosos, en la batalla de Lepanto y en los años de cautiverio en Argel.

Establecido así el estrecho paralelismo entre el curso vital del autor y el del protagonista, como base de su concepción autobiográfica del Quijote, Maeztu ha dejado expedita la vía para emprender el segundo y final paso de su argumentación: explicar la concepción de don Quijote. La tesis suya es que Cervantes, fracasado, según él, como militar (pues no progresó en la carrera de las armas), como escritor y como hombre práctico, a los cincuenta años, fecha en que empieza a escribir su magna novela, hace balance de su vida pasada y reflexionando sobre ella y el fracaso de sus ideales se le ocurre el pensamiento central del Quijote: el fracaso o inutilidad práctica de sus ideales y de su valor heroico, y el resultado de esta reflexión da origen a don Quijote. Y ¿cómo ha realizado Cervantes esta operación de trasposición literaria del esquema de su vida a la creación de su personaje? Del modo siguiente: mediante un proceso de fusión, en virtud del cual la figura de don Quijote es el producto de fundir en una solo visión las ilusiones e ideales juveniles de Cervantes y sus decepciones seniles. En don Quijote se unen a la vez en la fantasía la efigie de Cervantes como joven valeroso y soñador de grandes empresas, y la figura del mismo como viejo desencantado y cansado. He aquí la forma brillante como Maeztu expresa esta tesis:

«El ingenioso hidalgo no es sino un viejo con anhelos y sueños e ilusiones de mozo, que no repara ni nota que está viejo y que lleva esta inconsciencia de las circunstancias hasta sus consecuencias últimas. En esta mezcla incongruente de vejez y de juventud, está ya implícito el espíritu cómico, porque hace reír el viejo que emprende una carrera sin acordarse de la fuerza de los huesos y de la cortedad del aliento, como también el galán de pelo blanco que se las echa de Romeo o el hombre de voz cascada que quiere dar un do de pecho y se queda a mitad de la escala. Y cuanto más excelso y trascendental sea el intento... tanto más visible resultará la impotencia del gesto; pero como al mismo tiempo no podremos por menos de simpatizar con la intención, la desproporción entre el propósito y el resultado nos hará unas veces reír entre las lágrimas y otras llorar entre las risas, que es el consuelo y la grandeza del Quijote.» (Don Juan..., pág. 70).

Obsérvese además cómo la tesis de la creación de don Quijote a partir del modelo de la biografía de Cervantes mediante la fusión en aquél de la juventud y vejez de éste, de sus ideales y aspiraciones con sus fracasos, explica a la vez, a causa de la incongruencia de la mezcla de ambos elementos opuestos en un viejo débil, el espíritu cómico de la novela y su carácter de tragicomedia. Pero, como decíamos más arriba, luego de ofrecernos esta concepción global de la obra, Maeztu no la somete a la prueba de medir su rendimiento a través de análisis concretos de los episodios del Quijote, ni tan siquiera con una muestra selecta de los mismos y ésta es una tacha importante de su contribución.

Don Quijote, símbolo autobiográfico en Américo Castro

Finalmente, debemos referirnos a la contribución de Américo Castro, quien en Cervantes y los casticismos españoles (1966, corregida en 1974) y en Cómo veo ahora el Quijote (1971), su testamento como cervantista, nos expone una concepción autobiográfica en completa sintonía con la de Benjumea, incluso con lo peor de él, como es su inclinación a encontrar en el Quijote elementos esotéricos. Pero aparte de la común propensión al esoterismo, Castro comparte con Benjumea la idea de que la novela cervantina es el drama del un hombre tenaz, aunque físicamente débil, contra una sociedad adversa, incluso enemiga, que no es sino la transposición literaria del propio drama vital de su autor; la tesis de la evolución de la vida de Cervantes del idealismo e ilusiones de la juventud al desencanto de la madurez y senectud; la división bifásica de la biografía cervantina; y, por último, la tendencia a interpretar el sentido tanto de ésta como del propio Quijote a la luz del presente histórico y desde su particular ubicación en éste, lo que conduce a ambos a ver a Cervantes como un heterodoxo en el Siglo de Oro, un abanderado del progresismo frente al tradicionalismo o el conservadurismo: si Benjumea lo retrata como un adalid del racionalismo moderno y la Ilustración, un visionario que anuncia el advenimiento de los ideales liberales y humanitarios contemporáneos, Américo Castro, haciendo gala de un mayor sentido histórico, aunque no por ello veraz, lo retrata como un cristiano nuevo erasmista en rebeldía con la sociedad.

Como los críticos precedentes, Castro lee el Quijote como una obra dotada de un simbolismo autobiográfico, cuyo desciframiento nos revela la autobiografía moral de Cervantes, oculta o velada tras el ropaje literario de los libros de caballerías. La auténtica realidad biográfica, misteriosamente subyacente tras el elemento caballeresco, es la de que don Quijote, en realidad un cristiano nuevo marginal en el seno de una sociedad española organizada en castas en conflicto, es un trasunto del propio Cervantes, igualmente cristiano nuevo y ubicado marginalmente en esa sociedad de castas en conflicto. Y la rebeldía del hidalgo contra su entorno social no es sino un reflejo del propio pronunciamiento rebelde de su creador contra la sociedad de su tiempo, no siendo el Quijote sino la culminación de su batallar contra la misma.

De este modo, Castro se retracta en parte de su interpretación de la novela cervantina en El pensamiento de Cervantes como un hombre del Renacimiento, como un humanista renacentista y melancolizado por la Contrarreforma. Ahora esto no importa, ni tampoco si fue un hombre del Manierismo o del Barroco. Lo realmente relevante ahora es el dato biográfico de que era un cristiano nuevo, con una mentalidad de tal distintiva, que escribió en la España de Felipe III, una España de castas, de la cual el Quijote es, a la vez, un reflejo y una denuncia. Por tanto, lo decisivo para entender ahora a Cervantes y su magna novela no es el situarlos en el contexto renacentista europeo, sino encuadrarlos en el ámbito de sus circunstancias biográficas y personales estrictamente españolas, pues todo en la novela, sostiene el nuevo Castro, refleja la situación de su vida.

Y bien, ¿qué es lo que le lleva ahora a considerar a Cervantes como un cristiano nuevo y a don Quijote como la expresión literaria de su propia condición? Para llegar a esta conclusión de que ambos son cristianos nuevos descendientes de judíos conversos utiliza un doble procedimiento: el análisis estructural del Quijote y el estudio de la biografía de Cervantes, cuyo manejo combinado contribuye a reforzar la tesis de su ascendencia judía. La práctica del primero nos revela, según Castro, que Cervantes dirigió sus dardos contra la institución de la limpieza de sangre y ello constituiría una prueba, según él, de su condición cristiano nueva, de ser descendiente, aunque lejano, de judíos españoles. En la declaración de don Quijote, en sus consejos a Sancho, de que «la sangre se hereda, y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale» (II, 42) halla la formulación canónica del rechazo cervantino de los estatutos de limpieza, ya que la sangre aquí mentada es precisamente la que distingue entre cristianos viejos y cristianos nuevos. Ese mismo rechazo cree descubrir en la expresión «la limpieza de la virtud y la belleza que encierra en sí la buena fama (I, 33).

Ahora bien, aun en el supuesto de que tal análisis estructural del Quijote revelase una actitud crítica de la distinción entre cristinos viejos y nuevos y de que las afirmaciones citadas entrañasen una condena de los estatutos de limpieza, ello no constituiría, de todos modos, una prueba de la condición neocristiana de Cervantes. ¿Acaso es menester ser un converso o descendiente de tal para recusarlos? ¿Un cristiano viejo no puede estar contra ellos? Quevedo, como bien ha señalado Eugenio Asensio (La España imaginada de Américo Castro, Editorial Crítica, 1992, pág. 108), se mofó de la limpieza de sangre y desaconsejó las probanzas de sangre y, sin embargo, era cristiano viejo.

En cualquier caso, las frases de marras no contienen siquiera una impugnación de las probanzas de sangre. En ambos casos Castro malinterpreta claramente su sentido real. En la primera de ellas de lo que se habla no es de la sangre de los estatutos de limpieza, sino de la sangre de los linajes nobles y plebeyos, como bien se ve en la frase que antecede a ésta y que Castro no mienta, sin la cual no se capta el sentido cabal del mensaje. Luego de exhortar don Quijote a Sancho a que tenga a gala el proceder de un linaje humilde y de animarle con el recuerdo de que muchos son los que desde baja estirpe han subido hasta la suma dignidad imperial y pontificia, le consuela con la enseñanza de que la virtud supera en valor al linaje noble, por más elevado que éste sea:

«Mira, Sancho, si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que padres y abuelos tienen príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale.» (II, 42, 868-9)

En cuanto a la segunda expresión, nada tiene que ver la limpieza que en ella se enaltece con la oposición a la pureza de la casta religiosa. La expresión forma parte de un discurso de Lotario, personaje de la novelita El curioso impertinente, en que se expone el punto de vista convencional de la época sobre el modelo de mujer virtuosa, que se cifra en la castidad y honradez y en la buena opinión que de ella se tiene. La limpieza de la virtud y la belleza que encierra en sí la buena fama no es otra cosa aquí que la buena opinión que rodea a la mujer honesta y casta, a la que Lotario compara con el armiño, símbolo de la limpieza, pues, según la leyenda tenida entonces por cierta, antes prefería ser capturado que ensuciar la blancura de su piel en el lodo. Nada que ver, pues, la limpieza en cuestión con la limpieza de sangre, sino con la virtud que se esperaba de la mujer, quien, al igual que el armiño estima en más la blancura inmaculada de su piel que la libertad y la vida, esto es, la mujer ha de preferir la limpieza y belleza de la honradez y la castidad, junto con la buena fama que las acompaña, a la libertad y la vida (I, 23, 336-7).

En contra de la tesis de Castro de que el análisis estructural del Quijote manifiesta la supuesta impugnación cervantina de los estatutos de limpieza de sangre, cabe alegar en sentido contrario los pasajes en que Sancho confiesa su condición de cristiano viejo, no sin cierto orgullo, y en ninguno de los casos don Quijote le pone objeción alguna a sus declaraciones, que quedan expuestas sin que el hidalgo aproveche la ocasión para condenar, no ya las probanzas de limpieza de sangre, sino ni siquiera la mera exhibición de pertenecer a la casta de cristianos viejos. Cuando Sancho le anuncia a su amo: «Yo cristiano viejo soy y para ser conde esto me basta», don Quijote, lejos de lanzar algún reproche, no hace otra cosa que expresar lacónicamente su conformidad con el pensamiento de su escudero: «Y aun te sobra» (I, 21, 197-8). Y, lo que es más interesante, el propio narrador no sólo no fustiga la institución de la limpieza de sangre, sino que en un pasaje deja entender que comparte el prejuicio de que la virtud es señal de ser cristiano viejo, puesto que infiere que Sancho debe de ser de tal condición del mero hecho de ser honrado y mostrar buenos sentimientos: «De estas lágrimas [Sancho se enternece al ver que su amo está decidido a acometer la aventura de los batanes, sin que nada le detenga] y determinación tan honrada de Sancho Panza saca el autor de esta historia que debía de ser bien nacido y por lo menos cristiano viejo» (I, 20, 183).

En cuanto a los datos biográficos, no más lejos le conducen que las frases espigadas en su análisis de la novela en busca de pruebas de la condena cervantina de la institución de la limpieza de sangre. Castro se limita a enumerar una lista de meros indicios, como la profesión de su padre, sus frecuentes mudanzas de ciudad, el casi nulo favor oficial de que disfrutó, etc. Pero la mera enumeración de supuestos indicios, que admiten además otras explicaciones, no constituyen prueba alguna. La única prueba válida e incontestable sería la alegación de un documento de archivo, que ni Castro ni ningún otro han podido presentar hasta el momento.

Por lo demás, el especial énfasis de Castro en la marginación social de Cervantes en la sociedad de su tiempo como señal de su origen converso hasta convertirlo en punto central de su interpretación del Quijote y de su comprensión de la biografía de su autor es verdaderamente peregrino. Cervantes no fue un personaje marginal o marginado. No disfrutar del favor oficial no equivale a la marginación. El propio Castro, quizá consciente de sus exageraciones, se ve obligado a admitir que fue ayudado por el arzobispo de Toledo, Bernardo de Sandoval, y el conde de Lemos. Pocos españoles, entonces y ahora, han tenido o tienen la oportunidad de tener como mecenas a dos de los personajes más influyentes de su tiempo. Y no es esto todo como pretende Castro. Tuvo la protección del cardenal Aquaviva en Italia hasta que se enroló en el ejército, en su época de soldado fue favorecido por don Juan de Austria y por el duque de Sesa, quienes le entregaron sendas recomendaciones a su regreso a España; ya en España participó en los cenáculos literarios de la capital, en los que trabó relación con las grandes figuras literarias del momento, como Góngora o Lope de Vega, por más que luego terminase enemistado con éste. La sociedad de su tiempo no lo dejó, pues, de lado, como pretende Castro. La sociedad de su tiempo, a través de los monjes trinitarios, lo salvó de un horrible destino como esclavo en Argel y luego en Constantinopla, de no haber sido por la tenaz y generosa intervención de los monjes.

Además, si nos colocamos en la hipótesis de Castro de un Cervantes marginado por las instituciones oficiales por no estar limpio de sangre, no se explica cómo es que, estando su hermano Rodrigo en el mismo estado, no tuvo, en cambio, obstáculo alguno para hacer carrera en el ejército. Se enroló como soldado raso en éste, combatió como su ilustre hermano en Lepanto, sufrió cautiverio con él en Argel, y luego de ser liberado, a diferencia de su hermano, no abandonó la milicia, sino que continuó en ella, en la que fue ascendiendo hasta lograr lo que quizás tanto había soñado su hermano mayor (posiblemente la inutilización de su mano izquierda en Lepanto le impidió progresar en la milicia), el grado de alférez de los tercios de Flandes, donde precisamente murió en 1600 en la batalla de las Dunas.

La tesis de un Cervantes cristiano nuevo es poco verosímil. Sorprende, desde luego, que, en caso de ser así, ninguno de sus enemigos se lo reprochase. Y sobre todo sorprende que no se lo restregase alguien tan dispuesto a acusarle de diversos defectos e incluso a faltarle al respeto, como el autor del Quijote apócrifo, quien entre la retahíla de acusaciones y denuestos no mienta la ascendencia judía de Cervantes. Y no sería fácil en la España cervantina ocultar semejante origen, como para que lo ignorasen sus enemigos. Pero además hay un serie de hechos que desmienten la tesis de Castro: en primer lugar, el abuelo del gran novelista, Juan de Cervantes, fue abogado de la Inquisición y colaborador del Santo Oficio, cargos a los que no hubiera podido acceder si hubiera sido cristiano nuevo o si hubiera habido sospechas de que lo fuera; en segundo lugar, su padre, Rodrigo de Cervantes, condenado a la cárcel por deudas, se libró de la misma gracias a la admisión de su alegato de ser de origen noble, lo que también vuelve inverosímil la tesis de la ascendencia conversa de Cervantes; en tercer lugar, por si todo lo anterior fuera poco, disponemos de un certificado de limpieza de sangre e hidalguía expedido el 22 de diciembre de 1569 por el Teniente de Corregidor de la Corte y Villa de Madrid a solicitud del padre de Cervantes, Rodrigo, en el que se hace constar que ni Miguel de Cervantes ni sus padres y abuelos son ni han sido moros, judíos, conversos, sino antes han sido y son «muy buenos cristianos viejos, limpios de toda raíz».

Y si de todos modos Cervantes fuera de estirpe judeoconversa, ¿qué importancia tiene eso? A nuestro juicio no es sino un dato anecdótico, pues, caso de serlo, su origen judío quedaba tan lejano y su vida, como la de su familia, estaba tan integrada en la vida española, en los diversos círculos sociales, religiosos y artísticos de la época, que en nada especial que tenga que ver con su supuesto origen converso se distinguía de sus contemporáneos insertos en los mismos círculos. Castro le da importancia porque está convencido de que los cristianos nuevos de ascendencia judía se caracterizaban por una mentalidad y sensibilidad distintivas, cifrada sobre todo en una religiosidad intimista de raíz erasmista, rasgo que también le atribuye a Cervantes y, por ende, a don Quijote.

Pero esto es también un error. En efecto, no hay un conjunto de notas peculiares de los conversos y sus descendientes que los conviertan en un grupo ideológica o literariamente aparte. Los conversos y sus descendientes no componían un grupo homogéneo dotado de una mentalidad uniforme: hubo cristianos nuevos que judaizaron, otros fueron sinceros cristianos, otros incluso extremaron su ortodoxia católica convirtiéndose en clérigos y hasta inquisidores y otros adoptaron formas de religiosidad interior. La religiosidad interior no es, pues, tampoco un rasgo común a todos los cristianos nuevos ni específico de ellos. Es más, aun entre los conversos que daban énfasis a un cristianismo espiritualizado hubo variedad: unos adoptaron la concepción erasmista del cristianismo interior, pero otros, como fray Luis de León y santa Teresa, valoraron el lado interior de la religiosidad cristiana, sin por ello ser erasmistas. Por otro lado, el énfasis en la religiosidad interior no es algo específico, como Castro pretende, de los cristianos nuevos, sino que también lo encontramos entre los cristianos viejos, a los que Castro atribuye una uniforme religiosidad externa, ritualista y formalista. También entre éstos encontramos las mismas variedades de religiosidad interior: la inspirada en el erasmismo, como es el caso de los hermanos Valdés, o la de orientación mística, representada por san Juan de la Cruz, que nada tiene que ver con el erasmismo.

Si la tesis de Cervantes como cristiano nuevo carece de base, aún más gratuita es la tesis que convierte asimismo a don Quijote, como reflejo simbólico de su autor, en un cristiano nuevo. No hay ningún pasaje en el Quijote que autorice a afirmar que el héroe manchego es de linaje de conversos judíos. Y aunque fuese cierto que Cervantes lo es, ello tampoco autoriza a atribuir la misma condición a su criatura, si no se dan pruebas de ello. Don Quijote se nos presenta a lo largo de toda la obra, tanto en sus dichos como en sus actos, como un ortodoxo cristiano católico, lo que no tiene empacho en declarar además expresamente en varias ocasiones. Como en el caso de Cervantes, y en vista de que no se encuentra ninguna pista inequívoca del origen judeoconverso del hidalgo, también aquí Castro sigue el mismo método de la adivinación por indicios en busca de un hallazgo. Y dos son los principales indicios que cree descubrir en pro de su tesis: el desdén de la obsesión cristiano vieja y de los linajes en general, y la apología de la religiosidad interior de carácter erasmiano.

Sobre el desdén de la distinción entre cristianos viejos y nuevos ya hemos hablado más arriba y hemos visto cómo Castro tergiversa el sentido del consejo que don Quijote le da a Sancho sobre el superior valor de la virtud respecto al linaje noble, que Castro malinterpreta como expresión de desdén por la obsesión cristiano vieja por las probanzas de limpieza de sangre. Sólo añadiremos que tampoco es cierto que don Quijote desprecie los linajes, esto es, la distinción de los hombre en nobles y plebeyos. Lejos de despreciarla, siente un gran orgullo de su condición de hidalgo y de los privilegios anejos («Yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propiedad y de devengar quinientos sueldos» [en caso de sufrir injuria] I, 21, 196), lo que no duda en invocar para evitar ser detenido por los cuadrilleros por haber cometido el delito de soltar a los galeotes; es más, incluso sueña con la posibilidad de ser de ascendencia real: «Podría ser que el sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y descendencia, que me hallase quinto o sexto nieto de rey» (ibidem). Y él mismo aspira a ser rey o emperador como recompensa a sus hazañas. Ello, no obsta, para que coloque la virtud por encima del linaje; pero hacer esto no equivale a derogar el valor del linaje.

En cuanto a la atribución a don Quijote y a su creador de una religiosidad de signo erasmista, carece de fundamento. No disponemos aquí de espacio para tratar este asunto en profundidad, por lo que nos limitamos a afirmar dos cosas que, en este trance, han de bastar: en primer lugar, que la religiosidad del hidalgo, como la de su creador, es una religiosidad ilustrada, conoce bien los fundamentos de su religión, pero, como hemos dicho antes, se mueve en la línea de la más estricta ortodoxia católica. Y, en segundo lugar, que, aunque fuera cierto el supuesto erasmismo del Quijote, ello no constituye ni prueba ni indicio serio de la pertenencia de don Quijote (y de Cervantes) a la casta de los judeoconversos, pues, como hemos mostrado más arriba, el erasmismo no es signo inequívoco de pertenencia a ella: ni todos los conversos eran erasmistas ni todos los cristianos viejos eran alérgicos al erasmismo. Ni el erasmismo ni el énfasis en la religiosidad interior frente a la prácticas externas señalan una línea divisoria entre cristianos nuevos y viejos.

Ya hemos visto cómo carece de base la clasificación de Cervantes como un personaje marginal, sin por ello negar las penalidades que sufrió a lo largo de su vida, pero ello no equivale a marginación social. No menos gratuita es su tesis correlativa de la vida marginal de don Quijote. Para hacer encajar el Quijote en este molde Castro se ve obligado a interpretarlo simbólicamente, a considerar el elemento caballeresco de la novela como un elemento constructivo a través del cual el autor, dada su situación marginal de cristiano nuevo, ocultaba el sentido oculto de la novela, que no es otro que la expresión de la relegación de su personaje central por la sociedad mayoritaria de los cristianos viejos y su rebeldía contra ella. Y para este fin no había mejor vehículo literario que la imitación de los libros de caballerías. ¿Por qué? Porque según Castro, dado que en esta clase de género narrativo la acción transcurre al aire libre, en campos y despoblados, donde también habitan otros personajes que, como los cabreros, pastores, Marcela, son también un símbolo de la vida al margen de la sociedad, constituye tal vida al aire libre, alejada de las ciudades, sedes de las jerarquías sociales, políticas y religiosas, el mejor escenario para la acción de un personaje, que como el de don Quijote, es un símbolo de la relegación social y además en ese escenario puede establecer contacto con otros personajes similarmente marginales, en virtud de sus mutuas afinidades vitales. En suma, la vida y movimiento de don Quijote lejos de las ciudades, villas y poblados, principal albergue de los «gigantismos», esto es, de los poderosos política o religiosamente o de los socialmente encumbrados, no tiene otro propósito que buscar la compañía de quienes, como los cabreros y pastores, también viven al margen de la sociedad morando al aire libre (véase «Cómo veo ahora el Quijote», en Cervantes y los casticismos españoles y otros estudios cervantinos, vol. 2 de la Obra reunida de Américo Castro, Editorial Trotta, 2002, págs. 366-7).

Pero todo esto es una tergiversación de Castro: don Quijote no sale de su aldea, evita las ciudades y busca el aire libre de los campos y encrucijadas porque se sitúe al margen de la sociedad en virtud de su arrinconamiento social como queja y protesta frente a ella, sino porque se ha vuelto loco y en su locura se cree un caballero andante y la vida de un caballero andante, que él proyecta imitar, requiere moverse y morar en los campos, aunque a veces pasan periodos breves en ciudades y villas, como cuando Amadís pasa unos días en Constantinopla o recala en la villa de Vindilisora (en realidad, una españolización de Windsor), sede de la corte del rey Lisuarte, o como cuando don Quijote (lo que parece olvidar Castro, quizá porque ello no cuadra con su imagen de las ciudades como sedes del poder de toda índole y de don Quijote como símbolo de la rebeldía frente a toda jerarquía, ligada a ciudades y villas) entra en El Toboso o visita Barcelona. También tenía intención de viajar a Zaragoza, para participar en unas justas, pero renuncia a ello tras enterarse de que el Quijote apócrifo de Avellaneda se había hallado en la ciudad aragonesa para intervenir en una fiesta caballeresca.

No menos tergiversadora es su visión de los pastores y cabreros como símbolo de la vida al margen de la sociedad, vitalmente hermanados con el hidalgo manchego. Es ridículo verlos como seres marginales: trabajar en el campo no significa vivir al margen de la sociedad. No sólo no es así, sino que además están vinculados a núcleos urbanos, pues el pastor y el cabrero realizan su labor en el campo, pero después de cada jornada regresan a su aldea o población donde tienen su morada. En el campo trabajan, pero su morada está en la aldea o villa. Y en cuanto a Marcela, la inverosímil pastora que decide vivir en el campo, se convierte en un ser marginal, no porque la sociedad la relegue, sino como resultado de su propia libertad; fue una decisión suya la que la condujo al aislamiento social, sin que nadie la empujase a ello.

En cualquier caso, la visión de don Quijote como un ser marginal, socialmente arrinconado, es un disparate, se mire como se mire. Antes de convertirse en don Quijote, Alonso Quijano es un personaje perfectamente integrado en su comunidad rural. Y luego de transformarse en caballero andante como efecto de su sorprendente insania, tampoco pasa a ser un ser socialmente relegado y desatendido, a pesar de su propia enajenación mental que le lleva a chocar con su entorno social. Su familia, amigos y paisanos, lejos de arrinconarlo, tratan por todos los medios de reintegrarlo a su vida de Alonso Quijano, a la que finalmente regresará, tras su curación, aunque sea sólo ya para morir. Y la mayoría de los personajes de toda condición y oficio con los que se encontrará en sus salidas, a pesar de su locura, tampoco le dan de lado. Será para ellos motivo de irrisión, de interés, burla o curiosidad, pero no de marginación. El riesgo de marginación al que podría arrastrarle su extraña enfermedad se ve siempre bloqueado, especialmente por el empeño de sus amigos y familiares en devolverlo a su aldeana vida, pero también por la tendencia a convertirse en el centro de atención principal de los desconocidos con los que se va topando en el transcurso de sus salidas al mundo.

Digamos, por último, como balance crítico de la interpretación de Castro del Quijote en clave autobiográfica que, lejos de rechazar los intentos de buscar en la magna novela «misterios herméticos» o un mensaje doctrinario para los partidismos de nuestro tiempo, sucumbe, como acabamos de ver, a lo uno y a lo otro, de una manera parecida al proceder de Benjumea. La lectura del Quijote como la narración de la vida de un cristiano nuevo marginal, que no es, realmente, sino la de su propio autor, que expresa con ella su rebeldía ante la sociedad mayoritaria de los cristianos viejos y la búsqueda de simbolismos en los personajes, como el del propio don Quijote, convertido en símbolo de la casta judeoconversa, y el de don Diego de Miranda, presentado como símbolo de la casta mayoritaria cristiana vieja, no es sino empeñarse en buscar misterios herméticos gratuitos; y retratar a don Quijote y la casta judeoconversa y, con ello, al propio Cervantes, el verdadero referente de su criatura, a los que representa como símbolos del progresismo, bando en el que milita, no faltaría más, el propio Castro, y a don Diego de Miranda como símbolo del conformismo y del conservadurismo, no es sino llevar los partidismos de la época de Castro a la interpretación de nuestros clásicos del Siglo de Oro, operación en la que, para que todo cuadre en ese molde, Castro no duda, como hemos visto, en tergiversar la lectura de la novela cervantina.

Crítica general de los fundamentos de las interpretaciones autobiográficas

Como colofón de este apartado, no queremos darlo por terminado sin someter a análisis crítico la tesis fundamental en la que se basan las interpretaciones autobiográficas del Quijote, a saber: la tesis del estrecho paralelismo existente entre la trayectoria vital de Cervantes y la de su criatura don Quijote, paralelismo que invitaría a ver en la historia de éste la autobiografía en clave simbólica de su creador. Y el énfasis en la semejanza entre ambas vidas se centra en la similar evolución en ambos casos desde el idealismo a la desilusión final. Pero, como veremos, ni Cervantes evolucionó desde un idealismo juvenil a la desilusión de la madurez y vejez, ni don Quijote realizó el mismo tránsito, ni hay semejanza estrecha entre ambos procesos, sin perjuicio de algunas similitudes.

Por lo que respecta al primer asunto, lo que sabemos de la biografía de Cervantes no permite afirmar ni que abandonase sus ideales ni que su peripecia vital concluyese en derrota. En cuanto escritor, que es la actividad dominante en su fase adulta, tras muchas vicisitudes, conoció el éxito y el prestigio como escritor en España y en el extranjero en los últimos diez años de su vida que van desde la publicación de la primera parte del Quijote hasta la de la segunda parte y las Novelas ejemplares, con todo lo cual Cervantes había demostrado que era, si no excelente poeta lírico, un extraordinario prosista, un magnífico novelista, algo que supieron apreciar sus contemporáneos. Todo ello le debió de compensar con creces de su deseo, nunca satisfecho, de que se le reconociera su valía personal con un puesto oficial de cierta relevancia. Además, su éxito como escritor le permitió cobrar en los últimos años importantes cantidades por sus obras y gozar del mecenazgo del poderoso conde de Lemos, que fue virrey de Nápoles, y del arzobispo de Toledo, Bernardo de Sandoval y Rojas, de quien recibía una pensión regular, lo que no es una mera ayuda caritativa, como sostiene Castro, en su afán de pintar a Cervantes como un ser marginado por la mayoría cristiano vieja. Y en cuanto a sus ideales políticos, nunca renunció a ellos, por más que hiciese alguna crítica a la gestión de Felipe II, pero esta crítica nunca cuestiona los proyectos del Imperio español, de cuyos ideales siempre se mantuvo orgulloso. Y sus ideales religiosos no sólo se mantienen, sino que se reafirma en ellos e incluso se acentúan en los últimos años de su vida: en 1609 ingresó en la Cofradía de los Esclavos del Santísimo Sacramento y en 1613 recibió el hábito de la Orden Tercera de san Francisco.

En cuanto al segundo asunto, el tránsito de don Quijote del entusiasmo por el ideal a la derrota y al desencanto, lo primero que debemos decir es que hablar en estos términos sólo tiene sentido para quien se coloca en la perspectiva del protagonista. Desde esta perspectiva, el sedicente caballero andante queda sumido en la melancolía y la tristeza, quizás por la pesadumbre de verse vencido por el Caballero de la Blanca Luna y por no ver cumplido su deseo de ver liberada a Dulcinea de su encantamiento. Tal es lo que piensan sus amigos, el cura, el bachiller y el barbero, su fiel Sancho y hasta el propio médico, al intentar todos entender lo que le pasa colocándose en el punto de vista de don Quijote. Pero recordemos que su historia se nos cuenta desde una doble perspectiva: la del protagonista, que es la perspectiva de la ilusión, de la irrealidad y la falsedad, y la del narrador, que es la de la realidad y la verdad.

Desde esta segunda perspectiva, carece de sentido hablar de derrota, aunque su interpretación como tal, desde el punto de vista de don Quijote, pueda ser la causa del estado depresivo que le pone enfermo. Desde la perspectiva del narrador, en realidad lo sucedido es que el bachiller Sansón Carrasco, para traer a don Quijote a su aldea y curarlo de su enfermedad, se disfraza de caballero andante y lo reta a combate. Esto es, tanto la derrota a manos de un caballero que en realidad no lo es como el supuesto encantamiento de Dulcinea son puros engaños. Si don Quijote supiera que todo es una impostura, que en realidad no ha habido un combate entre caballeros ni una Dulcinea encantada, no se sumiría en la melancolía, que es, pues, efecto de un error, que él en su locura toma por verdad. De hecho, cuando después de pasar por unas calenturas y de dormir más de seis horas, recobra la cordura y vuelve a ser de nuevo Alonso Quijano («Ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano»), al tiempo que se da cuenta de que toda su historia como don Quijote ha sido un efecto de la locura, reconoce su necedad y pide perdón a Sancho por haberle hecho parecer loco como él, parece salir de su tristeza melancólica y recupera, según se prepara cristianamente para la muerte, la tranquilidad para morir sosegadamente. En suma, desde la perspectiva del narrador, con la cual confluye finalmente el propio don Quijote cuando deja de ser tal para volver a ser Alonso Quijano, no cabe hablar ya de la evolución de don Quijote como el paso del entusiasmo por el ideal a la desilusión, pues tanto lo uno como lo otro están ligados a su desorden psíquico, sino del paso de un estado patológico de locura, que provoca el entusiasmo por el ideal caballeresco y de la subsiguiente melancolía, a la cordura, con la cual todo ello queda revocado.

Ahora bien, si el itinerario vital de Cervantes no se puede describir como el paso del idealismo juvenil al fracaso y desencanto finales, pues, como acabamos de ver, en el tramo final de su vida se ve coronado con el éxito y prestigio como escritor en España y fuera de ella, y si no cabe hablar de una similar evolución en el caso de don Quijote, salvo desde la perspectiva enloquecida de éste, deja de tener sentido buscar una analogía entre sendos cursos vitales. Quienes identifican un similar patrón de desarrollo entre ambos sólo pueden hacerlo situándose en la perspectiva errónea de don Quijote para ver su historia como un tránsito de la pasión por el ideal al desengaño. Pero aun poniéndonos en esta perspectiva, tampoco surge tal semejanza en el patrón evolutivo de ambos, pues mientras la vida del sedicente caballero andante termina en el fracaso y en la melancolía, la vida de Cervantes no termina del mismo modo. Además, mientras la vida de don Quijote como caballero andante es un fracaso desde el principio, la de Cervantes en su punto de arranque de la juventud se caracteriza por el éxito y la victoria como soldado, primero, y luego como cautivo, comportándose como un auténtico héroe en ambas vicisitudes, en la guerra y en el cautiverio. Carece, pues, de sentido comparar la vida de un héroe militar y de las letras con la de quien nunca lo fue.

Concluyamos con una observación sobre Los trabajos de Persiles y Sigismunda en relación con el asunto que estamos tratando, obra que quizás alguna luz pueda arrojar sobre ello. A todos aquellos empeñados en ver de forma tan simple en el itinerario vital de don Quijote del entusiasmo por el ideal a la melancolía de la desilusión el del propio Cervantes, conviene recordarles que en el Persiles, el auténtico testamento literario de su autor –un libro que no es una parodia cómica, sino una novela seria de aventuras, que fue escribiendo simultáneamente a la segunda parte del Quijote y que terminó apenas unos días antes de morir–, los protagonistas, imbuidos de un noble idealismo, después de pasar por un sinfín de peripecias y sufrir múltiples desgracias, ven coronada su peregrinación desde las tierras septentrionales a Roma con el éxito y el triunfo de sus ideales y, como recompensa, acaban felizmente casados. Pero esto no es todo. Una anécdota contada en el prólogo de la novela, escrito tan sólo tres días antes de su muerte, tanto si la anécdota es histórica como si es inventada, nos revela el espíritu alegre y festivo de Cervantes en los últimos momentos de su vida, muy alejado de esa imagen de aflicción melancólica que por tantos se nos quiere transmitir. Camino de Madrid desde Esquivias, un estudiante se acerca al ya famoso escritor y le dice: »¡ Sí, sí, éste, éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre y, finalmente, el regocijo de las musas!». Después de protestar por estas palabras, negando Cervantes ser el regocijo de las musas, parece, no obstante, confirmar finalmente lo dicho por el estudiante la grandeza de espíritu con que, al término del prólogo, el escritor se despide de la vida en un tono a la vez alegre y pleno de bondadosa ironía: «Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos, que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida». ¿Podría haber escrito esto en vísperas de su muerte una persona desilusionada y amargada por las desdichas de su existencia? ¿Por qué se empeñan tantos intérpretes del Quijote en adivinar el supuesto estado de ánimo de Cervantes en su vejez a partir de este libro, ignorando la existencia del Persiles, que por cierto su autor estimaba como su mejor obra? ¿Es que acaso ésta última es menos indicativa de la naturaleza de su actitud ante la vida que el Quijote?

 

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