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El Catoblepas, número 77, julio 2008
  El Catoblepasnúmero 77 • julio 2008 • página 8
Historias de la filosofía

Séneca

José Ramón San Miguel Hevia

El filósofo achacoso

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Cuando yo, Lucio Anneo Séneca, supe que la conjura contra el César Nerón había sido descubierta, decidí hacer un balance de mi vida entera, en vista de la proximidad de la muerte. De todas formas estaba sorprendido de la extraordinaria clemencia del Emperador, y de su sarcasmo hacia los conspiradores, porque nos concedió elegir nuestra propio final, y hasta nos recomendó el suicidio de la forma que creyésemos más dulce, y así su divina majestad no tendría que derramar la sangre de quienes atentaron contra la suya. Empecé repasando la lista de dieciocho compañeros condenados, entre ellos Calpurnio Pisón, Petronio, y ya dentro de la familia, mi hermano mayor, Galión, y lo que más lamentaba, mi sobrino Lucano. Al fin y al cabo tanto Galión como yo hemos vivido más de la edad señalada a los hombres por el Destino, y además ni mi madre Helvia, ni mi venerable padre podrán lamentar esta muerte. En cambio mi sobrino tiene sólo veintisiete años y dos padres que lo van a llorar: Anneo Mela y su esposa Acilia.

Las reflexiones sobre la familia me hicieron evocar los primeros años de mi vida en Córdoba, los únicos plenamente felices. La ciudad había sido el último reducto de la resistencia republicana de Pompeyo en su guerra civil con César, pero después de un duro castigo por parte del dictador, recobró su prestigio, se convirtió en capital de la Bética, y fue sucesivamente elevada al rango de provincia senatorial, y reconocida finalmente como Colonia Patricia. Pero además, dentro de ella mi padre Marco Séneca ocupaba un lugar privilegiado, perteneciendo por su fortuna y su clase de caballero a la alta nobleza provincial, y su mujer, Helvia Paulina pertenecía también a la aristocracia de la Bética.

Mi familia ha hecho honor a esta situación superior, por que prácticamente todos sus miembros han ejercido labores políticas o intelectuales de primer orden dentro de la enorme estructura del Imperio Romano. Galión fue procónsul de la provincia de Acaya, que gobernó con energía y sabiduría, y análogamente una medio hermana de Helvia se ha casado con Cayo Galerio, que ocupó por mucho tiempo la prefectura de Egipto. Mi viejo padre ha desarrollado una intensa actividad como retórico y a petición mía y de mis dos hermanos, compuso y puso por escrito nada menos que setenta y cuatro casos legales imaginarios, siguiendo el modelo de la Defensa de Helena del ilustre Gorgias. Sus Controversiae son por lo menos divertidas, pero además el gran retórico agotó el tema, presentando las opiniones sobre cada caso desde distintos puntos de vista, los mecanismos para demostrar la verdad de sentencias opuestas y convencer de circunstancias atenuantes y en fin una animada discusión sobre el carácter de determinados oradores.

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Sus hijos y descendientes hemos seguido su ejemplo, y otra vez tengo que recordar a mi sobrino y discípulo Lucano, un auténtico caso de precocidad, pues a los diecisiete años dominaba el latín y el griego, hasta el punto de ser el autor laureado de tres composiciones, y antes de esta muerte temprana, recién salido de la infancia, había escrito una gigantesca epopeya La Farsalia, donde la severidad y grandeza de estilo se compagina con la defensa de Pompeyo y sus ideales republicanos. Por lo de más Lucano además de sus poesías, de su tragedia, y de su poema épico, compuesto a contrapelo de la historia, ha creado otras modalidades literarias, entre ellas alguna tan extraña como catorce libretos de pantomimas, pensados para el baile.

Ahora que he rendido este mudo homenaje a mi familia, me toca reflexionar sobre las circunstancias de mi ajetreada existencia. Toda ella tuvo por escenario Roma, pero en este momento Roma es casi tan grande como el mundo, y forma un enorme anillo en torno al Mar Central. A pesar de mi carácter sedentario, he tenido que recorrer grandes distancias, la mayor parte de ellas obligado por mis enfermedades o por el castigo de los Césares. Durante toda la primera infancia he vivido en Córdoba, al cuidado de una medio hermana de Helvia, que luego me llevó a la capital del Imperio para estudiar retórica y filosofía, de acuerdo con el plan de enseñanza que me trazó mi venerable padre.

Pronto me dediqué con éxito a la oratoria forense –la política sólo admitía desde Julio César un solo orador, a saber, el Emperador, y había que tener buen cuidado de no lucirse delante de él y despertar su envidia– pero pronto tuve que abandonar el pestífero clima de Roma, trasladándome primero al sur de Italia y después, siempre con mi tía y su esposo Cayo Galerio, al lejano Egipto. Durante los seis años de estancia, mientras mejoraba mi salud, imité al gran Herodoto, componiendo una monografía sobre aquel extraño país. A mi vuelta a Italia, y después de una serie de peripecias que vale más no recordar, el emperador Claudio me desterró a Córcega, donde tuve que soportar durante ocho años un clima infernal, y sólo cuando rondaba los cincuenta pude regresar a Roma definitivamente. Así que, de grado o por fuerza he peregrinado hacia los cuatro puntos cardinales del mundo civilizado. De Este a Oeste del gran Mar y de Norte al Sur de Italia.

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Mi gran amigo Petronio, el más agudo crítico de la literatura y de las costumbres de la sociedad romana de este siglo, al hablar de mis escritos –algo de lo que estoy orgulloso, por encima de otra circunstancia cualquiera de mi vida– se admira de lo que él llama la rara originalidad de la familia de los Anneos, y aunque cita de pasada a mi padre y a mi sobrino, se refiere sobre todo a mí y se admira de que haya introducido una serie de géneros literarios del todo nuevos, no sólo en Roma, sino en todo el espacio de la historia del pensamiento. Para calificar mis cartas de consolación, mis tratados sobre los estados de ánimo –la ira, la constancia, la clemencia, la tranquilidad de ánimo y las descripciones de la condición humana sobre la brevedad de la vida, sobre la vida feliz– utiliza la extraña calificación de «estoicismo existencial». Quiere decir que mientras los demás maestros estoicos formulan primero una lógica y una cosmología, de donde deducen cómo ha de ser la vida del sabio, yo sigo un camino del todo inverso, pues mi punto de partida son los conflictos de la existencia de uno mismo, de sus familiares y amigos, y desde allí procuro superar las pasiones y alcanzar un ánimo imperturbable, de concierto con la razón.

Donde mejor se ve esa originalidad –y en esto sí que estoy de acuerdo con mi amigo– es en mi teatro. He escrito en efecto unas pocas tragedias, algo que los romanos no han hecho nunca ni antes con la República ni ahora con el Imperio, pero además en este punto la novedad es absoluta, pues ni siquiera los griegos de la Edad de Oro construyeron obras con un destino parecido al mío. Aquellas eran tragedias para representar ante todos los ciudadanos de Atenas, lo mismo ricos que pobres, aristócratas que plebeyos, mientras que estas mías son composiciones de salón, para leer delante un público selecto, capaz de entender y vivir el destino de los héroes. Sólo Lucano me imitó en este género, pero su muerte temprana le va a hacer autor sólo de una Medea, que supera a la que yo escribí con el mismo nombre.

También mis Cartas a Lucilio –más de ciento, donde hablo de los más variados asuntos de vida cotidiana– son verdaderamente originales, porque tienen unos caracteres por cierto bastante difíciles de explicar. Los destinatarios directos del género epistolar clásico, sin ir más lejos el mismo Cicerón, son las personas individuales a quienes van dirigidas las cartas, aunque indirectamente todos los potenciales lectores disfruten del estilo de estas pequeñas obras maestras. En cambio Lucilio –una persona de hecho existente, y por cierto con achaques parecidos a los míos– es un pretexto para exponer mis ideas al gran público, al que va dedicada una temática verdaderamente inagotable. En resumen, no se parecen al modelo de siempre, ni por su forma ni por su contenido.

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Alguien querrá saber, en vista de una producción literaria tan abundante como inédita, cómo es mi propia forma de pensar Y cuál es su origen: si se ha formado en mi juventud, o edad madura a través de una lenta evolución del pensamiento, si lo tomo de un maestro eminente, o si, como sucede con frecuencia, soy hijo de mí época y de sus modas. En cierta forma esto último es cierto, porque los romanos somos gente demasiado práctica, y lo mismo que construimos calzadas, puentes y acueductos, nos preocupamos en filosofía por dirigir rectamente nuestra conducta, sin dedicarnos a aventuras especulativas, como los antepasados griegos. Las únicas doctrinas que en Roma tienen presente y futuro son el estoicismo –tan de acuerdo con la severidad de ánimo y dominio de sí mismos de mis conciudadanos– y el epicureismo, tal como lo predicó el incomparable Lucrecio, lo cantó el poeta Horacio y lo profesa todavía el elegantísimo Petronio.

Este querido amigo es el inventor de un chascarrillo que gusta de contar de mil maneras, y que explica jocosamente mi forma de ser y de pensar mucho mejor que cualquier docto panegírico de mil páginas. Según cuenta Patronio, cuando yo nací en Córdoba, mi madre Helvia fue asistida por el más ilustre médico de la Bética, que al ver aquella birria de ciudadano romano, más que delgado macilento –pesaba dos veces menos que un niño normal– enano ya a tan temprana edad y con aspecto doliente, no sabía qué decir para cumplir con el precepto médico de moderar por la palabra los dolores que todavía padecía la mujer. Al final, iluminado por una repentina inspiración, pudo salir del paso con sentencia de verdad digna del gran Empédocles: «Enhorabuena, señora, le ha nacido un estoico.»

Debo decir que a lo largo de toda mi vida he procurado cumplir aquella profecía, y eso fue tanto más fácil cuanto que a ello me forzaba mi constitución, cada vez más penosa. Lo de me nos es cuanto está a la vista, como la delgadez extrema –el retrato más fiel que me han hecho figura una especie de esqueleto tomando un baño– mi menuda estatura y mi tempranísima calvicie. Tampoco puedo dar demasiada importancia a mi paludismo y mi miopía, pues ello sería tan necio como quejarme de habitar en Roma y de ser un intelectual, aficionado a la lectura de mil autores griegos y latinos y a mi oficio de escritor. Pero en conjunto no tengo precisamente el aspecto de campeón de los juegos olímpicos.

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Ya desde mi infancia tuve continuos catarros y dolores de pecho y garganta, y sólo encontraba alivio en los cuidados de mi amantísima tía, pero cuando me llevaron a estudiar a Roma, su maldito clima y mi edad adolescente, donde con más frecuencia se agravan esta clase de dolencias, me causaron una tos seca y muy molesta, complicada con accesos de fiebre. Los mejores médicos de Roma me diagnosticaron de modo unánime y sin ningún género de dudas una tisis gravísima, y aseguraron a mi espantada familia que tendría un desenlace fatal si no cambiaba el aire pestífero de la Ciudad por un ambiente más sano. Siguiendo sus indicaciones fui primero a Pompeya a mis veintitrés años y allí estuve poco menos de dos años, y una engañosa mejoría me convenció de regresar cuando no estaba ni mucho menos curado.

Los síntomas se agudizaron cada vez más hasta hacerse insoportables, y por primera vez pensé en cortar el hilo de vida tan miserable, siguiendo la conducta digna de los sabios. Pero me abstuve del propósito, pues de cumplirse dejaría a mi anciano padre y a mi madre en la más absoluta desolación, y me convencí de que en mi situación era un supremo acto de valentía aceptar la vida y soportar con un ánimo firme todos sus dolores. Enterada del curso cada vez más grave de mi enfermedad, mi tía corrió otra vez en mi auxilio y de acuerdo con su marido, el prefecto Cayo Galerio, me llamó a Egipto, pues la exposición durante largos años al clima cálido de aquella tierra era según mis mejores amigos, los médicos el remedio más eficaz contra la tisis.

Allí estuve desde los veinticinco a los treinta años, y cuando otra vez volví a Roma parecía definitivamente curado, hasta tal punto que pude reanudar mi oficio de orador, y gracias al prestigio de mi familia y al mío propio fui nombrado cuestor y alcancé poco después un puesto en el Senado. Pero entonces, recién cumplidos mis cuarenta años, el imbécil de Claudio, me desterró a la isla inhóspita y salvaje de Córcega, y prolongó mi estancia allí hasta casi los cincuenta. Y aunque en la siguiente década, gracias a la feliz intervención de Agripina, me fue levantado el destierro, y hasta llegué a ser preceptor y ministro del joven Nerón, la mayor fortuna de Roma y quien verdaderamente la gobernaba, a pesar de este brusco cambio de mi suerte, las secuelas de mi tisis y sobre todo las consecuencias de una exposición prolongada al malsano clima de la isla, las dos cosas juntas, propiciaron las dolencias que desde entonces he padecido.

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A pesar de todas mis calamidades, no me queda más remedio que considerarme un pensador verdaderamente privilegiado. Y digo esto porque muy pocos han tenido como yo el extraño don de experimentar en vida la presencia de la muerte, y esto de manera continua y a medida que cumplía años casi diaria. No hablo de pensar en la muerte, que eso está al alcance de cualquiera, y además es tema obligado de todos los que presumen de filósofos, sino de sentir la proximidad y hasta la seguridad del fin de mi existencia. Los médicos griegos llaman a esta suspensión brusca de la respiración asma, pero yo prefiero el término latino suspirum y así adopto el modo de hablar de mis amigos epicúreos, según los cuales la vida se interrumpe cuando despedimos en una última expiración todo el aire interior por el que vivimos y pensamos.

Confieso que la primera vez que me sorprendió un ataque de asma o suspirum me agarré desesperadamente a la vida, a pesar de los dolores intolerables que en ella sufría, pero a medida que las crisis se repetían –y eso sucedía con tanta frecuencia que llegaron a hacerse casi rutinarias– primero fui perdiendo el temor a la muerte, y poco a poco terminé aceptándola, ya que me daba la oportunidad de evitar para siempre una cadena de sufrimientos. Y me di cuenta de cuán ajustado está el lenguaje de los filósofos cuando la este suspiro llaman «meditación de la muerte» pues como adelanta el fin y nos hace reflexionar sobre él de forma tan continua como forzosa, lo convierte de acontecimiento único que cierra la existencia, en contenido constante del pensamiento del sabio.

Por lo que a mí respecta, llevo soportando esta enfermedad hace muchos años, y hasta tal punto me he habituado a ella que puedo superar sus bruscos achaques gracias a las meditaciones que me proporciona su aparición. En una carta a Lucilio le he ex puesto los pensamientos a que me llevaba este encuentro de una vida miserable y una muerte cierta, tal como los experimenté juntamente. «Ninguno piensa que alguna vez ha de salir de este domicilio; como a los viejos inquilinos nos detiene el amor al lugar y la costumbre en medio de todas las incomodidades. ¿Quieres ser libre frente a este cuerpo? Habítale como quien lo ha de dejar. Acuérdate de que algún día te verás privado de este hospedaje.»

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En esta etapa final de mi vida, a partir de los sesenta, he perdido toda influencia en el gobierno helenista del Emperador, pero al parecer no me abandonó la condición de filósofo estoico. Y para que quedase del todo segura, todavía tenía que sufrir en mis últimos años, si no la más grave, sí la más dolorosa de mis enfermedades: es un insoportable dolor de los pies, que los hipocráticos y después los médicos de Roma llaman podagra. Antes de nada me convenzo de que el sabio debe seguir, si quiere vivir de acuerdo con la razón y a espaldas de las pasiones, un doble precepto: «Soporta los dolores y huye de de los placeres.» Gracias a esta gentil enfermedad tendré que cumplir estos mandamientos, y esto no empujado por un capricho pasajero o por una voluntad firme, sino forzado a ello, si quiero evitar sus causas y sus consecuencias.

Para empezar tuve que abstenerme de los placeres de la mesa y de la cama, porque es doctrina común de los médicos –y estoy persuadido de que tienen razón– que cualquier exceso en la alimentación y sobre todo la bebida abundante produce retorcimientos de los dedos de los pies por la rigidez de las articulaciones, y lo mismo sucede con los placeres sexuales. En vista de eso adopté un género de vida tan austero que casi rayaba en la miseria: pues seguí una dieta de pan, higos secos, cebollas y verduras, regado todo con agua. Además me bañaba en frío, y encima echaba de menos el agua turbia y oscura, con olor a chivo de los baños públicos republicanos.

Desgraciadamente todos estos ejercicios de austeridad no han podido evitar la aparición cada vez más agresiva de la podagra, combinada con dolores agudísimos de ojos, oídos y cabeza y con la caída de mis dientes. Ya había renunciado a salir de mi enfermedad y sólo aspiraba a calmar en lo posible sus síntomas cada vez más dolorosos, pues ni siquiera me quedaba el consuelo del sueño, que me había abandonado hace tiempo. En estas condiciones forzosamente tenía que soportar los dolores con ánimo resuelto y cumplir así la segunda parte del mandamiento del sabio. De todas formas, a la vista de los ciudadanos romanos y a la mía propia la figura de esta especie de usurero, que lleva una vida miserable aquejado de todos los padecimientos, delgado hasta la consunción, calvo, desdentado y enano, es tan patética que el suicidio recomendado por Nerón más que un castigo es un alivio y una liberación.

8

Cuando ayer recibí orden del César para que me quitase la vida por mi propia mano estaba en compañía de mi bella esposa Paulina con quien hacía poco tiempo, siendo ya viejo, me había casado por segunda vez. Mi primer matrimonio, hacía ya cerca de treinta años pasó con más pena que gloria, y únicamente lo recuerdo ahora como una muestra más de mi desgraciada salud, ya que el infante que tuve, Marco Anneo, nació tan enfermizo que murió muy poco después de nacer. Entonces aprendí, siempre forzado por el Destino, que debemos amar a nuestros hijos en lo que son, y aceptar por consiguiente sin lágrimas su condición mortal. De mi aventura con la hermana del César Calígula, Julia Livila, vale más no hablar, pues fue el motivo de mi destierro a Córcega y de toda la racha de dolencias que me asaltaron después.

En cambio Paulina era, además de hermosa, una auténtica romana: conocía la conjura y soñaba con que yo fuese el sucesor de Nerón, que repitiese los dorados años primeros de su gobierno cambiando el helenismo ilustrado y despótico del César por un principado como el de Augusto, donde el Emperador gobernase de acuerdo con el Senado, y donde se recuperasen las virtudes de la vieja república. Por eso, cuando se enteró de que el golpe había fracasado quiso compartir mi suerte, a imitación de las mujeres de la antigua Roma, que permanecían fieles a sus esposos por muy dura que fuese su fortuna. Repetidamente me lo pidió, y me dijo que envidiaba a Lucano, que con su ardor juvenil participaba de sus ilusiones, y que por lo menos iba a tener una muerte gloriosa.

He leído las historias de la vida de los hombres y mujeres ilustres del pasado, y recuerdo que sus cronistas, al relatar su muerte la rodean de circunstancias tan complicadas y extrañas que su narración parece una novela bizantina, y estoy seguro que lo mismo querrán hacer conmigo y con mi querida esposa. En realidad hasta ahora todo ha sido mucho más sencillo, pues primero convencí a Paulina de que precisamente cuando la vida es más enemiga, entonces debemos aceptarla valerosamente, sin caer en la cobardía de la desesperación, y le puse mi propio ejemplo, porque en vista de los dolores intolerables de mi tisis, por primera vez tuve la tentación de quitarme la vida, pero resistí aquella prueba gracias a la entereza de mi ánimo. Y después de esto le supliqué que me dejase solo y no aumentase mi dolor ni el de ella cuando hiciese lo que tenía decidido.

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Después que me quedé solo me encaminé a mis baños privados, que previamente había dado órdenes de calentar, y con un afilado estilete fui abriendo cuidadosamente las venas de mis brazos, pero mi sorpresa fue grande cuando me di cuenta de que, a pesar del tremendo tajo, apenas salieron unas poquísimas gotas de sangre. Empecé a inquirir la razón de aquel extraño fenómeno con los conocimientos médicos, que sin remedio tuve que aprender a lo largo de mi achacosa existencia, y pronto encontré la solución del enigma. De los cuatro humores que conforman el cuerpo la sangre predomina en los jóvenes y en los temperamentos fogosos y coléricos, y es la causa de las congestiones y de los accesos violentos de cólera, y seguro que Lucano y Paulina por su juventud, y el mismo Galión, a quien dediqué mis enseñanzas sobre la ira, tienen abundancia de ella.

En cambio en mi desgraciado cuerpo predomina el humor en cierta forma opuesto, que es la flema, causante de mis catarros, mi tisis y mi suspiro, aunque también de mi ánimo imperturbable y de la ausencia de pasiones y movimientos violentos. Y con toda seguridad habría perdido la paciencia y habría maldecido de mi constitución enfermiza, que no me deja vivir, pero tampoco morir tranquilo, si no hubiera pensado que en compensación de tanta calamidad tengo que ser como soy y poseo una filosofía de la que me siento persuadido. Y como forzosamente ha de haber procedimientos para salir de la vida igual de dulces y de elegantes, resolví consultar con mi médico y aplazar mi condena hasta hoy.

Ahora mismo estoy esperando a mi gran amigo Estacio Anneo, a quien esta mañana mandé llamar, comunicándole por escrito mi situación y encargándole venga en mi ayuda con una dosis suficiente de cicuta. Mientras le espero voy a mi escritorio a leer en el Fedón los últimos momentos de la vida de Sócrates y su ejecución por el poder establecido entonces, y con el mismo veneno que he escogido para mí. Y al morir y librarme de esta multitud de enfermedades diré a mi amigo lo mismo que el gran filósofo dijo a Critón en su despedida final y con mucha más razón: «No olvides, Estacio, que le debemos un gallo a Asclepios.»

 

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