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El Catoblepas, número 77, julio 2008
  El Catoblepasnúmero 77 • julio 2008 • página 7
La Buhardilla

La simpatía y sus apatías (y 2)

Fernando Rodríguez Genovés

Segunda y última parte del ensayo dedicado a examinar las debilidades e inconsistencias de la simpatía en la ética

Adam SmithAdam Smith

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Adam Smith y el espectador imparcial

La adaptación llevada a cabo por Adam Smith a propósito de la teoría de la simpatía tiene como punto de mira crítico, como principios a neutralizar, el amor propio y el instinto natural del egoísmo, que con tanta convicción han sido defendidos, entre otros, por Thomas Hobbes y Bernard de Mandeville. El máximo empeño del economista escocés consiste, en consecuencia, del mismo modo que ocurría con Hume, en idear fórmulas teóricas que permitan neutralizar los efectos, presuntamente negativos, de dichas tendencias humanas, acaso, para su sensibilidad, demasiado humanas. La virtud, declara Smith, no puede ser compatible con el interés, y el cálculo racional desfigura, asimismo, la menor expresión de la bondad que puede contenerse en la acción humana.

Las reglas generales de la moral deberían basarse, primordialmente, a su parecer, en la aprobación o desaprobación de las acciones particulares, expresadas, paradójicamente, por medio de una variante de sentido natural inspirado en los principios del mérito y la corrección. ¿Nos basamos, pues, en la naturaleza a la hora de hablar de la ética, con todas sus consecuencias, o apelamos a la naturaleza según convenga en cada caso?

A la manera del reverendo Hutcheson, Smith confía el fundamento de las reglas de conducta de los hombres al sentido moral, esa especie de instinto natural, apelando al cual sería posible discernir entre lo correcto y lo incorrecto. Aunque dicen basar sus doctrinas en la esfera de lo natural, para ambos pensadores (Hutcheson y Smith) la fuente de la distinción moral encuentra la inspiración última en un nivel superior, en la voluntad divina, faro que ilumina y orienta los pasos del hombre en el mundo (es justo señalar que Hume permanece, en cambio, y en todo momento, al margen de la inclinación religiosa de sus colegas). Esta mirada externa que todo lo abarca y dirige, y en la que todo concluye, tiene una clara traducción o traslación en la singular figura de la filosofía moral que Smith tiene a bien denominar «espectador imparcial», un protagonista nada marginal, sino muy principal en la Teoría de los sentimientos morales (1759).

El «espectador imparcial» vendría a ser, en efecto, algo así como una divinidad internalizada, una fuerza venida de fuera que para nuestro bien y el de todos, se posiciona (y posesiona) de nuestro ser: el «habitante del pecho». Empeño heterónomo por excelencia, el espectador imparcial pretende constituirse en la alternativa comunitaria a la conciencia individual, en un ingenio –benigno y benevolente– maquinado para contrarrestar la energía del yo moral, en una suerte, en fin, de voluntad general rousseauniana trasplantada de la política a la ética:

«Sólo por él [el espectador racional] conocemos nuestra verdadera pequeñez y la de lo que nos rodea, y las confusiones naturales del amor propio sólo pueden ser corregidas por la mirada de este espectador imparcial.»{1}

David Hume, amigo de Adam Smith, a quien conocía y quería bien, ya llamó la taneción en su día sobre las graves deficiencias contenidas en el pensamiento del economista metido en asuntos filosóficos con maneras de psicólogo vocacional y propensión predicadora. La objeción principal de Hume apunta hacia la tácita identificación que observa entre la pasión simpatizadora y el sentimiento de aprobación. He aquí la cuestión: si según Smith, el movimiento simpatizador se pone de manifiesto en el momento de aprobar una conducta concreta por considerarla correcta –inhibiéndonos de la misma o, simplemente, indignándonos en caso contrario–, y si, en consecuencia, la aprobación moral está unida a las experiencias o situaciones agradables, entonces quedarían necesariamente fuera de la esfera de la simpatía la comunicación y la interpenetración de los sentimientos desagradables. ¿O es que también simpatizamos con el dolor y el sufrimiento ajenos? Para Smith, simpatizamos, en efecto, y aun con especial energía y entrega:

«Ante todo, en algún sentido es más universal nuestra simpatía con el dolor que con el regocijo.»{2}

Smith admite que la pasión simpatizadora, practicada por el espectador imparcial, es de distinta naturaleza que la pasión original, propia del afectado, pero al coincidir una y otra en la práctica (¡justamente por intervención de la simpatía!), es decir, al ponerse aquél (el espectador) en el lugar de éste (el actor), tenemos como resultado, en un portentoso entrecruzamiento de papeles, la coincidencia cabal de pasiones y emociones humanas. Las simpatías unidas al sentimiento de la tristeza representan de hecho sensaciones más vivaces que las placenteras y con una mayor propensión a participar de ellas.

Lo extraordinario de este principio es que se formule independientemente de las pasiones originales del afectado, mostrando de esta forma, pero de ninguna manera reconociendo, lo fútil, cuando no lo inútil, del movimiento simpatizador:

«cuando consolamos a nuestros amigos por sus aflicciones, ¡qué poco sentimos en comparación a lo que sienten ellos!»{3}

Esta circunstancia invita a sospechar que la simpatía se activa casi por obligación, «hacia una simpatía artificial» (Ibíd., pág. 119), o para evitarnos el reproche de falta de sensibilidad ante la suerte del prójimo: simpatizaríamos, en suma, por conveniencia, para evitarnos la reprobación, interna (de uno mismo) y externa (de los demás).

Por lo que respecta a las experiencias gozosas, aunque se den en unas situaciones más acordes con las pasiones originales, quedan muy limitadas en este contexto por efecto de la envidia. Esta situación extiende su sombra de duda sobre la verdad y la sinceridad de la simpatía. Casi diríamos que la anula de hecho, por un motivo curioso, por la circularidad del planteamiento que incluye. Esto es: justamente porque reprobamos la envidia que podría conllevar la simpatía placentera es por lo que negamos ésta. Por lo visto, la simpatía doliente (o «negativa») resulta mucho más difícil de simular que la placentera (o «positiva»).

¿Qué significa, entonces, la simpatía en referencia a la emoción del otro? Así hablaba Smith en materia de ética:

«yo asumo su caso, me pongo en su lugar, y concibo así lo que yo sentiría en tales circunstancias.»{4}

O dicho de otro modo, dejo de ser yo para pasar a ser otro, «en su propia persona y carácter». Y ya está.

Con todo, en honor a la verdad, debe reconocerse que no todas las versiones de la filosofía moral escocesa se mueven en la dirección tajante, y un tanto pintoresca, mantenida por Smith. Como hemos visto en la primera parte del presente ensayo, Hume esquiva bien el torcimiento de la simpatía hacia los territorios conflictivos del postulado alternante, y casi siempre sus planteamientos son mesurados y razonables. Por otra parte, la inclinación de esta corriente filosófica hacia el altruismo, en perjuicio del egoísmo o una ética no hostil al amor propio, no supone (no debería suponer) en todos los supuestos una terminante separación de ambas categorías.

Para quien esto escribe, no cabe la menor duda: resulta mucho más grato y provechoso leer al Smith economista de vocación, autor de la obra maestra del pensamiento La riqueza de las naciones, que al Smith, catedrático de Moral por profesión, responsable del tratado académico, tan voluminoso como poco consistente, Teoría de los sentimientos morales. Que se trata en ambos casos de una misma persona, no lo niego. No planteo aquí un asunto de psicología clínica ni de curiosidades bibliográficas. Que los pensamientos recogidos en ambos libros, sin embargo, armonicen bien, eso es algo que, en su caso, deberá demostrar quien tal tesis esté dispuesto a defender.

No abundaré en esta disputa, mas sí añadiré que, a propósito de discursos acerca de espectadores, uno no puede evitar hacer cotejos y paralelismos con otros pensadores que abordaron el asunto, o al menos el concepto. Uno lee o escucha, en efecto, peroratas acerca de «espectadores imparciales», la mar de simpáticos ellos, y le viene a la memoria, a modo de contraste, el temple jovial y realmente ponderado del discurso de Ortega y Gasset.

¿Cuál es, para el filósofo madrileño, la clase de mirada del Espectador? Cuando el Espectador contempla, «él especula, mira –pero lo que quiere ver es la vida según fluye ante él».{5} ¿Una mirada imparcial? De ninguna manera:

«El punto de vista individual me parece el único punto de vista desde el cual puede mirarse el mundo en su verdad. Otra cosa en un artificio.»{6}

Por si la cosa no ha quedado clara, atendamos a este otro aserto de Ortega:

«cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mi pupila no está otra: lo que de la realidad ve mi pupila, no lo ve otra. Somos insustituibles, somos necesarios. […] La realidad, pues, se ofrece en perspectivas individuales. Lo que para uno está en último plano, se halla para otro en primer término.»{7}

Si somos, entonces, necesariamente insustituibles, yo pregunto: ¿cómo puede ser posible el ponerse uno en lugar del otro?

Lord Shaftesbury

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Shaftesbury: el sentido común, a pesar de todo

Veamos, a vuela pluma, otro caso de resistencia reactiva contra el amor propio, de la mano, en esta ocasión de Anthony Ashley Cooper, Conde de Shaftesbury (1671-1713). Este pensador, verdaderamente ejemplar, libre del peso de la gravedad{8} y la pomposidad cree firmemente que la moralidad proviene de un sentimiento innato, benevolente y antiegoísta. En consecuencia, sostiene que los afectos sociales y altruistas de los sujetos humanos promueven en ellos felicidad.

Shaftesbury representa así con elegante estilo al grupo de filósofos que, desde una defensa de las tesis de la simpatía y del altruismo, en realidad, más que renegar rigurosamente del egoísmo, lo que pretenden promocionar socialmente es, más que nada, un ideal universal de egoísmo colectivo –de amor propio maximizado, si podemos decirlo así, bordeando casi el oxímoron–. Henos, entonces, ante una especie de ilusión de moral solidaria y magnánima, que deseando el bien general no dimite del interés propio. Ante una versión vergonzante, culpabilizada, de ética del amor propio: amor propio de los altruistas.{9}

Como prueba de lo que puede representar semejante portento, valga el testimonio del texto sugerente y poderoso del filósofo conde que cito a continuación:

«¿Acaso no debemos considerar felicidad al contento de sí que brota de una coherencia de vida y de costumbres, de una armonía de los afectos, de un ánimo libre del tormento de la vergüenza y de los remordimientos, consciente de la propia dignidad y del propio mérito hacia toda la humanidad, hacia nuestra sociedad, la patria, los amigos..., el cual contento es precisamente fruto indudable de la virtud?»{10}

Sea, pues. Mas en tal caso, ¿cuál es el sentido o la necesidad de haber tenido que dar tantos rodeos y tumbos, de efectuar tantas piruetas dialécticas, tantos requiebros, a fin de eludir la circunstancia, poderosa e insoslayable, del amor propio, para, finalmente, acabar reconociéndolo, si bien que con apocamiento y embarazo, con eufemismos, como quien no quiere la cosa…?

Una cara con ángel

Epílogo

Secuencia cinematográfica simpática (esta vez, de verdad), a modo de despedida

Todo buen aficionado al cine recuerda la famosa escena incluida en el musical de Stanley Donen Una cara con ángel (Funny Face, 1957) en la que una turba de redactores de la revista de moda Quality, con la directora y el fotógrafo (Fred Astaire) al frente, ocupan por las bravas una pacífica librería del Village neoyorquino, regentada por una modosa dependienta (interpretada por Audrey Hepburn), a fin de efectuar allí un reportaje fotográfico de modas con fondo intelectual... Finalizada la labor, apagados los focos y plegados los trípodes, con la tienda trastornada y las estanterías trasegadas, desordenados los libros y aturdida la tímida encargada del establecimiento, Astaire queda conmovido por los efectos del asalto y la consiguiente desolación de la muchacha. Mientras el resto de la troupe periodística vuelve velozmente a la redacción de la publicación, el maduro galán resuelve quedarse en la tienda para ayudar a la joven a reordenar y reclasificar los objetos y los volúmenes sacudidos por la tormenta de la moda.

Mientras ambos se aplican parsimoniosamente a la tarea de reposición, el fotógrafo medio ágrafo pregunta sorprendido por el contenido y argumento de libros tan prometedoramente aburridos. La cenicienta intelectual que regenta la librería le responde con paciencia y automatismo de maestra de escuela. En un momento concreto, deteniéndose en un volumen en particular, intenta explicar al artista de la cámara qué es el empaticalismo (empathicalism), doctrina filosófica (trasunto obvio del existencialismo francés adaptado al guión del film) que hace estragos por entonces en París, y tiene fascinada a la joven. Según declara el personaje encarnado por la dulce Hepburn, la empatía (o sea, la simpatía para entendidos), concepto clave del pensamiento empaticalista, es, en pocas palabras, la facultad que permite ponerse en el lugar del otro y procura, o sea, la capacidad de uno para sentir lo que está sintiendo otro. Así, compartiendo mutuamente las vivencias, las personas van acercándose entre sí.

Astaire, quien parece captar el mensaje inmediatamente, o acaso la indirecta, besa a Hepburn. La muchacha, tras el arrumaco, queda desorientada y exige una explicación al osado fotógrafo por tomarse tantas libertades. La explicación no puede ser más clara: el alumno ha entendido en pocos segundos el profundo sentido y la elevada significación del empaticalismo, y ha decidido poner en práctica la teoría. Y así, sencillamente, él se ha puesto en el lugar de ella, quien a todas luces deseaba ser besada, y, por tanto, la ha besado. Como no podía ser de otro modo, la joven intelectual, noqueada por la irrefutable demostración del nuevo prosélito, se enamorada perdidamente del veterano artista.

Remedando el clásico mito de Pigmalión, el fotógrafo transformará a la joven de cara graciosa (funny face) en una reina de las pasarelas de moda con cara de ángel.

Empaticalismo, por supuesto, no significa nada. Se trata tan sólo, como ya hemos dicho, de una fácil alusión al existencialismo francés, visto desde la mirada de Hollywood. Una empatía fonética, en fin. Como la hay, asimismo, entre empático y enfático.

Pues bien, recogiendo el hilo de nuestra cuestión, encontramos una acepción de la palabra «enfático» que puede sernos útil para descubrir la verdadera faz de la simpatía moral o empatía. Dice el Diccionario de Lengua Española sobre el término «énfasis»: «Figura que consiste en dar a entender más de lo que realmente se expresa.»

Notas

{1} Adam Smith, Teoría de los sentimientos morales. Versión española y estudio preliminar de Carlos Rodríguez Braun, Alianza Editorial, Madrid, pág. 260.

{2} Ibíd., pág. 113.

{3} Ibíd., pág. 118.

{4} Ibíd., pág. 554.

{5} José Ortega y Gasset, «Verdad y perspectiva», en Obras Completas, Tomo II, Revista de Occidente/Taurus, Madrid 2004, pág. 162.

{6} Ídem.

{7} Ibíd., pág. 163.

{8} «La gravedad forma parte de la esencia misma de la impostura.» Véase Shafterbury, Carta sobre el entusiasmo, Crítica, Barcelona, pág. 100.

{9} Cfr. Fernando Savater, Ética como amor propio, Mondadori, Madrid 1988, pág. 60.

{10} Shaftesbury, The Moralists, a Philosophical Rhapsody, 3ª parte, sección 3ª. Citado por Fernando Savater, véase nota anterior, en el mismo sitio.

 

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