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El Catoblepas, número 77, julio 2008
  El Catoblepasnúmero 77 • julio 2008 • página 6
Desde mi atalaya

Perspectiva marxista de Goethe

José María Laso Prieto

Publicado originalmente en Nuestra Bandera en 1984

Quienes, en la adolescencia, leímos Werther, Las afinidades electivas, Fausto, &c., quedamos para siempre impactados por la potencia creadora de Goethe. En un sentido distinto, también nos impresionaron dos frases que se le atribuían. Por la primera, proclamaba: Quien tiene el arte y la ciencia, tiene la religión. Quien no tiene el arte y la ciencia, que tenga la religión. Tal frase, a pesar del atractivo que tenía por sus sugerencias artísticas, no acababa de agradarnos pues captábamos en ella un trasfondo elitista. Menos nos agradó todavía la preferencia, que a Goethe se le atribuía, del orden sobre la justicia. En tales aforismos goethianos creíamos percibir la anatomía de una naturaleza imbuida de un exacerbado individualismo egoísta que despreciaba olímpicamente a sus semejantes. No obstante, además de literario, había otro Goethe que nos atraía. El que tuvo visión histórica suficiente para discernir en la batalla de Valmy el nacimiento de una nueva época; el que en la entrevista de Erfurt impresionó de tal modo a Napoleón, que éste le caracterizaría con el clásico Voilá un homme («He aquí un hombre»). Bien es cierto también que esta entrevista nos deja el regusto amargo de la actitud de Goethe hacia Napoleón. No admira en él a la espada de la Revolución francesa que destroza los lazos feudales subsistentes en Europa. El general revolucionario se ha proclamado ya Emperador y Goethe le admira como el restaurador del orden en el caos revolucionario. En tal sentido, la actitud de Goethe frente a Napoleón se sitúa en las antípodas de la de Beethoven.

Fortuitamente, muchos años después hemos tenido ocasión de leer las memorias de Goethe que él subtitula Poesía y verdad. Con ellas nos sumergimos inmediatamente en un mundo fascinante condicionado por los fenómenos del prerromanticismo, la ilustración y los prolegómenos de la Revolución francesa y las guerras napoleónicas. Mediante su propia pluma, Goethe se nos muestra como una gran personalidad dotada de facetas dialécticamente contradictorias. Tan contradictorias facetas son, precisamente, las que han dado lugar a tal diversidad de interpretaciones sobre la personalidad de Goethe. A su examen, desde una perspectiva marxista, vamos a dedicar este trabajo. Sin embargo, antes de entrar de lleno en la tarea, no nos resistimos a transcribir una cita de las memorias de Goethe que se contrapone a la imagen que de él nos forjamos en la adolescencia:

«Si en el curso de nuestra vida vemos que otros han hecho una tarea para la que nos creíamos llamados, pero que hubimos de abandonar como otras muchas, nos domina el bello sentimiento de que sólo la Humanidad es el hombre verdadero y de que el individuo sólo puede sentirse a sí mismo en el todo.»{1}

En esta faceta concreta, Goethe parece anticiparse a Marx y, en general, a una concepción colectivista del humanismo propia del pensamiento de izquierda contemporáneo.

Las interpretaciones de Goethe

Su precoz éxito literario, con la obra Gotz Berlichingen, permitió a Goethe adquirir una posición destacada en la literatura alemana y convertirse en el dirigente del movimiento Sturm und Drang (Tempestad e Ímpetu). Tal movimiento, que tomaba su nombre de un drama de Klinger, suponía la iniciación de la corriente prerromántica. No obstante el entusiasmo que suscitó entre la juventud, fue criticada por Federico II el Grande –ídolo del propio Goethe– como una imitación reprobable de las malas comedias francesas. Un año después, Goethe arrolla con su Werther adquiriendo dimensión literaria internacional. No sólo la crítica es unánime, en la admiración, sino que Goethe trasciende el ámbito literario, imponiendo la moda de Werther, tanto en el vestir como en la génesis de una epidemia de suicidios amorosos. Poco después Goethe inicia su etapa cortesana en Weimar. Aunque de 1775 a 1786 escribió diversos poemas líricos y continuó el Fausto –magna obra cuya elaboración abarcaría toda su vida–, su obra literaria ya no obtiene tanto éxito y el mundo de las letras lo da por perdido. Esa impresión produce su dedicación a las tareas de cortesano, político, jurista, naturalista, &c. Sin embargo, tras dos años de estancia en Italia, se inicia otra etapa de gran creatividad: Ifigenia en Táuride, Egmont, Torcuato Tasso, Elegías romanas.

La estancia en Italia, donde estudia devotamente las grandes obras de la antigüedad, le imprime un viraje hacia lo clásico que neutraliza los impulsos de su etapa prerromántica. Incluso en su propia vida, hasta entonces muy desordenada, acaba imponiéndose el ideal griego de la moderación. Desde esta nueva perspectiva, Goethe elabora sucesivamente Guillermo Meister, Hermann y Dorotea, Las afinidades electivas, etcétera. También la parte de sus memorias que subtitula Poesía y verdad. Con la culminación del Fausto, Goethe es considerado la cima de la cultura alemana. Sin embargo, ello no le libra de la crítica. Los escritores Menzel y Kotzebue lo consideran excesivamente valorado. En política se le reprocha su servilismo hacia los príncipes y no haber asumido la causa patriótica en la guerra de liberación contra Napoleón. En los círculos eclesiásticos es considerado como un pagano amoral.

Enzo Orlandi sintetiza muy bien una de tales interpretaciones:

«En la época del naturalismo se estima sobre todo el período «Sturm und Drang» de Goethe. La falta de forma, la genialidad espontánea, casi primitiva –aunque arraigada en una profunda cultura–, la exaltación de la Naturaleza, la originalidad del lenguaje, el desenfreno del eros, la pasión. El Goethe de Weimar, apolíneo, clásico, no agrada, no interesa. La obra del joven Goethe es juzgada «típicamente germánica», y, por esa razón, válida; pero la atmósfera de Weimar, y el atrayente viaje italiano ha alejado a Goethe de aquellos principios prometedores para conducirle por los falsos caminos del clasicismo, del cosmopolitismo y de las desviaciones orientales.»{2}

A partir de 1875 se produce un viraje crítico a favor de Goethe. Primero es Hermann Grimm quien intenta demostrar que Goethe poseía la indescriptible capacidad de vivir simultáneamente en dos mundos, que enlazaban perfectamente y que, al mismo tiempo, mantenía completamente separados. Pero su gran reivindicador es, sobre todo, Nietzsche. Para tal filósofo, Goethe es un elemento formativo indispensable y su encuentro con Napoleón un punto culminante de la historia mundial. A su vez, Gundolf impone la imagen de un Goethe que sería la unidad mayor en la que el espíritu germano se ha encarnado. No obstante tan fuerte respaldo germánico, Goethe corre peligro, al implantarse el régimen nazi, de ser barrido de la cultura alemana. Lo salva el jefe de las juventudes hitlerianas, Baldur von Schirach, al recoger de sus obras los pasajes que podían estimarse como anticipadores del nazismo. Incluso el hombre fáustico de Spengler, que era el símbolo del hombre occidental, es nacionalizado. Y es que el filósofo nazi Alfred Rosemberg, encuentra en Fausto el eco de la eterna tendencia alemana al activismo. En ello se apoya Hitler, en sus conversaciones con Rauschnigg, para afirmar: No me gusta del todo Goethe, pero quiero perdonarle muchas cosas por estas solas palabras suyas: En el principio era la acción. Sin embargo, tal interpretación nazi resulta muy forzada. Difícilmente su humanismo, sus ideales de tolerancia, su apertura hacia un colectivo humano universal –incluso su cosmopolitismo– podían ser compaginables con el exacerbado nacionalismo nazi.

Con las numerosas traducciones de su Werther, Goethe comienza a ser conocido y apreciado en Europa. Madame de Stáel, Shelley, Byron y Carlyle exaltan su genialidad. En Rusia, donde conectan con su carácter nacional, tienen gran eco sus poemas sentimentales. El entusiasmo de Pushkin por el Fausto le lleva a afirmar: Esta obra de Goethe permanecerá como la más grande creación de espíritu poético, la encarnación de la poesía moderna, como la Iliada fue el monumento de la antigüedad clásica. Empero, los representantes literarios del nacionalismo ruso reprochan a Goethe no haber tenido comprensión por la miseria de los desheredados. Tolstoi lo considera un frío olímpico y Dostoyevsky lo condena como profeta de la divinización del hombre. En Italia es más tarde valorado por Francisco de Sanctis y admirado por Mazzini, Gioberti y Benedetto Croce. Gramsci, en sus Cuadernos de la cárcel, lo considera nacional, pero no nacionalista. Valora también en Goethe su aforismo de que a la autoconciencia se debe llegar no por la contemplación, sino por la acción. En España, entre otros autores, valoraron a Goethe Juan Valera («Goethe no es sólo poeta. Es el escritor por excelencia...») y Marcelino Menéndez Pelayo, para quien «Goethe es el gran poeta panteísta y realista, el poeta del empirismo intelectual; poeta objetivo por excelencia, que aspira a convertir a toda la Naturaleza en arte, toda realidad en ideal». Para Ortega y Gasset, que pronuncia varias conferencias sobre su bicentenario, «Goethe es el clásico de segunda potencia, el clásico que a su vez había vivido de los clásicos, el prototipo de heredero espiritual, cosa de la que él mismo se dio tan clara cuenta; en suma, representa entre los clásicos el patricio. Además, si todos los clásicos lo son en definitiva para la vida, éste pretende ser el artista de la vida, el clásico de la vida».

La interpretación marxista

Con el fin de la segunda guerra mundial se reanudan las interpretaciones de Goethe. En 1947, para Karl Jaspers, Goethe no es un modelo que imitar. Como otros grandes, es un punto de orientación para nosotros..., un paradigma de la condición humana, sin llegar a ser todavía el ejemplo que debemos seguir. Es un ejemplo sin ser un modelo. Por el contrario, como precisa Manuel Sacristán, desde posiciones ideológicas cambiantes, en su patria, en el destierro, y de vuelta a su patria, Thomas Mann dirige durante decenios exhortaciones goethianas a sus compatriotas para apartarlos del mal que ve venir, y luego para exhortarlos a no caer de nuevo en él. Así, su conferencia Goethe y la democracia (1949) es, para Sacristán, sólo el episodio final del largo esfuerzo del artista por presentar a los alemanes la figura de Goethe como el antídoto del nazismo y como fórmula de progresiva fidelidad. En abierto contraste con Thomas Mann, el gran dramaturgo y ensayista del marxismo Bertolt Bretch, sin menospreciar nunca ni enfrentarse directamente a Goethe, no le exime de crítica. Así, por ejemplo, en el final de su Santa Juana de los mataderos, la parodia del lenguaje de Goethe tiene la función precisa de denunciar la vacuidad del ideal humanístico-clasista del autor de Fausto frente a los problemas que afligen a la nación alemana, agotada después de la primera guerra mundial, expuesta a la inflación, al hambre, y a los desórdenes de las sacudidas revolucionarias y contrarrevolucionarias.

Si nos remontamos a los clásicos del marxismo, podremos observar que su actitud hacia Goethe está condicionada por la complejidad y las contradicciones de la personalidad del autor de Werther. Marx lo incluía entre sus tres poetas favoritos, junto a Shakespeare y Esquilo, en una encuesta que sobre sus predilecciones literarias le realizaron sus hijas Jenny y Laura. A su vez, el yerno de Marx, Paul Lafargue, en sus Recuerdos personales de Karl Marx, precisa que Marx sabía de memoria a Heine y a Goethe, a quienes corrientemente citaba en su conversación. Trascendiendo lo puramente literario, Marx utilizó también a Shakespeare y Goethe en sus estudios iniciales sobre el dinero. Basándose en personajes de El mercader de Venecia, Fausto y Timón de Atenas, Marx plantea el efecto todopoderoso del dinero:

«Lo que existe para mí por el dinero, lo que yo puedo pagar, es decir, lo que el dinero puede comprar, eso soy yo, el vínculo de los vínculos. ¿No se puede atar y desatar a todos por el dinero? Esa será mi fuerza. Las virtudes del dinero son mis virtudes y mi potencia la de su poseedor. Lo que yo soy y lo que yo puedo no está, pues, en manera alguna determinado por mi individualidad. Soy feo, pero puedo comprarme a la mujer más bella. Entonces ya no soy feo, porque el efecto de la fealdad, su fuerza repulsiva, es anulada por el dinero. Yo soy –mi individuo es– cojo, pero el dinero me procura veinticuatro pies; ya no soy cojo; soy un hombre malo, deshonesto, sin conciencia, sin espíritu, pero el dinero es honrado y también lo es su poseedor. El dinero es el mayor bien, luego su poseedor es bueno; el dinero me libra de la vergüenza de ser deshonesto; se presume que soy honesto; soy desprovisto de espíritu, pero el dinero es el verdadero espíritu de todas las cosas. ¿Cómo podría estar su poseedor desprovisto de espíritu? Y luego puedo comprar gentes espirituales, y lo que tiene las gentes espirituales, ¿no es más espiritual que lo más espiritual? Yo, que gracias al dinero puedo todo aquello a lo que aspira un corazón humano, ¿no tengo ya en mi poder todas las riquezas humanas? Mi dinero, ¿no transforma todas mis insuficiencias en su contrario?»{3}

Por su parte, Engels resalta las contradicciones de Goethe. Así, refiriéndose a las limitaciones de Hegel, precisa en su Ludwig Feuerbach:

«Las necesidades interiores del sistema bastan, por consecuencia, para explicar cómo ha podido llegar a una conclusión política tan moderada por medio de un método de pensamiento profundamente revolucionario. La forma específica de esta conclusión proviene, por otra parte, del hecho de que Hegel era alemán, y de que, tanto en él como en su contemporáneo Goethe había un tanto de filisteísmo. Cada uno en su género era un Zeus olímpico, pero ni uno ni otro se despojaron completamente del filisteo alemán.»

Tales limitaciones de Hegel, Goethe, etcétera, Engels tiende a explicarlas por el efecto negativo que sobre ellos ejercía la asfixiante situación de Alemania a finales del siglo XVIII. Así, en unas cartas publicadas en The Northern Star matizaba:

«La única esperanza de un mejor porvenir aparecía en la literatura del país. Esta época, vergonzosa desde el punto de vista político y social, fue, al mismo tiempo, la gran época de la literaturaalemana. Alrededor de 1750 nacieron todos los grandes espíritus de Alemania, los poetas Goethe y Schiller, los filósofos Kant y Fichte y, unos veinte años más tarde, el último gran metafísico alemán, Hegel. Cada obra notable de esta época está penetrada por un espíritu de desafío y de revuelta contra la sociedad alemana tal como era entonces. Goethe escribe Goetz von Berlichingen, homenaje dramático rendido a la memoria de un revolucionario. Schiller, en Los bandoleros, celebra a un generoso joven que declara la guerra abierta a toda la sociedad. Pero éstas fueron sus obras de juventud; con la edad perdieron toda esperanza: Goethe se limita a sátiras extremadamente agudas y Schiller hubiera muerto de desesperación si no encuentra refugio en la ciencia y en particular en la gran historia de la Grecia antigua y de Roma. Estos dos hombres pueden ser tomados como ejemplo de los demás. Aun los espíritus más fuertes y los mejores de la nación habían perdido toda esperanza en el porvenir del país.»

Esta dialéctica contradictoria del genio-filisteo, que Engels observa en Goethe, se expresa también en la carta que Engels dirige a Marx el 15 de enero de 1847:

«A propósito de Grün, voy a retocar el artículo sobre el Goethe de Grün, a reducirlo a una hoja y a tenerlo listo para nuestra publicación, si esto te conviene. El libro es por lo demás característico. Grün celebra todas las ideas de filisteo de Goethe como ideas humanas, hace del Goethe fracfortés y funcionario el «verdadero hombre», mientas descuida o ensucia todo lo que hay en él de colosal y de genial. Hasta tal punto, que en este libro prueba de una manera brillante que el hombre = pequeño-burgués alemán.»

El filósofo marxista Georg Lukács complementa esta caracterización. Además de personalizar al pueblo alemán en las grandes figuras de Durero, Münzer, Goethe y Marx, atribuye a Goethe una función ideológica progresista:

«A esta desmembración política de Alemania corresponde su desmembración ideológica. Los ideólogos progresivos más descollantes de la época, sobre todo un Goethe y un Hegel, no recatan su simpatía por la unificaicón napoleónica de Alemania, por la liquidación de los vestigios feudales a cargo de Francia y también rechazan los intentos irracionalistas de apropiárselo... Siendo así que además Goethe, sobreponiéndose a un empirismo radical, fue desarrollándose hasta convertirse en un partidario libre de la filosofía clásica alemana, y especialmente de su dialéctica. A lo cual hay que añadir que las reservas de Goethe frente a sus contemporáneos filosóficos respondían, de una parte, a que se inclinaba mucho más que éstos al materialismo filosófico (siendo indiferente, a este respecto, el que denominase hilozoísmo o de otro modo a su materialismo, nunca enteramente consecuente) y, de otra parte, a que jamás se avino a que los resultados de sus propias investigaciones se confirmasen dentro de los límites de un sistema idealista.»{4}

Similar valoración de Goethe realiza la filosofía oficial soviética, incluyendo una apreciación positiva de su estética realista.

Manuel Sacristán, en su magnífico prólogo de a las Obras de Goethe, profundiza en el problema de la veracidad del gran clásico alemán. Después de demostrar que Goethe fue deliberadamente inveraz, en su enfrentamiento con la teoría de los colores de Newton, y de valorar sus otras aportaciones científicas, trata de localizar las causas de su actitud. Su raíz puede estribar en que Goethe tuvo la paradójica mala suerte de percibir con antelación los límites del pensamiento científico y filosófico de su época. Así, en la antipatía de Goethe por el sistema de D’Holbach hay una clara consciencia crítica de las limitaciones de la visión mecanicista del mundo. De tal limitación –producto a su vez del desequilibrio entre el rápido desarrollo de las ciencias naturales y el mucho más lento de las sociales– se deriva una creciente escisión entre el conocimiento de la Naturaleza y del hombre y el mundo social. Goethe postuló una racionalidad que superase la escisión de sujeto y Naturaleza así engendrada y consolidada después por el desarrollo del mercado moderno. Como conclusión de nuestro intento de profundización en la personalidad contradictoria de Goethe, nada mejor que identificarnos con la tesis final del profesor Sacristán:

«Goethe es un contemporáneo de Hegel. Estas dos cimas últimas, antes de que empiece a representarse activamente el drama final de la historia opaca, de la prehistoria de la libertad, fueron alcanzadas aun con la veracidad que luego ha perdido para siempre, desde 1871 (año de la «Commune» de París) y aún desde 1917 (con la revolución soviética. Ambos paréntesis añadidos por el autor de éste artículo), la espiritualidad burguesa. Goethe no pudo admitir que un destino digno del hombre sea ser sólo «escritor», «ingeniero» o «profesor de Metafísica». Intentó –utópicamente, sin duda, con fracaso– alcanzar la única autenticidad por la que vale la pena «ser un hombre». La integridad armoniosa de la persona, para expresarse con fórmula suya».{5}

A pesar del tiempo transcurrido desde su fallecimiento, Goethe mantiene permanentemente su actualidad. Buena prueba de ello es que, en el reciente referéndum internacional sobre los mejores autores europeos, haya quedado en cabeza después de Shakespeare. En consecuencia, merece la pena conocer cuál es su perspectiva marxista.

Notas

{1} J. W. Goethe, Memorias de mi vida. Poesía y verdad, Editorial Tebas, Madrid 1979, pág. 311.

{2} Enzo Orlandi, Goethe, Editorial Prensa Española, Madrid 1971, pág. 123.

{3} Jean Freville, Textos escogidos de Marx y Engels sobre arte y literatura, Ediciones Revival, Buenos Aires 1964, págs. 104 y 105.

{4} Georg Lukács, El asalto a la razón (La trayectoria de irracionalismo desde Schelling a Hitler), Editorial Grijalbo, Barcelona 1968, págs. 35 a 101.

{5} Manuel Sacristán, Lecturas: 1. Goethe. Heine, Editorial Ciencia Nueva, Madrid 1967, págs. 14 a 20 y 64.

 

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