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El Catoblepas, número 77, julio 2008
  El Catoblepasnúmero 77 • julio 2008 • página 3
Guía de Perplejos

De la angustia

Alfonso Fernández Tresguerres

Sus manifestaciones físicas y metafísicas

De la angustia

Es obvio que la angustia es una emoción, y lo es igualmente que aunque similar, en muchos aspectos, al miedo, ambos estados anímicos se diferencian al menos en un rasgo esencial, y es que en tanto que el miedo es suscitado por algo concreto y determinado que se percibe como peligroso o siquiera como no deseado, el objeto de la angustia es, en cambio, mucho más vago y difuso, y en no pocas ocasiones ni siquiera existe como tal, de manera que quien se siente angustiado, con frecuencia no sabe en realidad por qué, o si así quiere decirse, el motivo de su angustia es nada.

Freud dirá que el miedo supone algo que lo causa, mientras que la angustia nace de la mera expectación del peligro, incluso cuando éste no es conocido (o ni siquiera es real, añadiríamos con permiso de Freud). Y aún distingue el padre del psicoanálisis ambas emociones del pavor, que surgiría cuando es preciso hacer frente a un peligro que el sujeto se ve incapaz de vencer. En cualquier caso, la angustia iría siempre referida al futuro, «en relación con la espera», como dice Freud.

En efecto, podría suceder que el miedo, en determinadas circunstancias, no se halle justificado, en el sentido de que no por fuerza haya de suceder aquello que tememos, pero inefablemente tiene un objeto, es siempre miedo a algo, mientras que lo característico de la angustia es, justamente, ese temor constante sin un objeto ni un motivo preciso, un estado de zozobra ante un peligro que se desconoce y contra el que, en consecuencia, ninguna esperanza hay de prevenirse o practicar, al menos, una resignada aceptación. Y esto es lo que hace de la angustia un estado afectivo mucho más doloroso que el propio temor. Por otra parte, es claro que la angustia se proyecta ineludiblemente al futuro, lo que, con todo, no es rasgo esencial en su diferenciación del miedo, por cuanto que también éste puede estar –y lo está casi siempre– referido al futuro: el miedo que se despierta ante algo presente tendría ya mucho más que ver con el pánico o el terror –si se quiere, con el pavor, del que habla Freud–.

Por lo demás, es evidente que tanto el miedo como la angustia son reacciones que pueden llegar a ser extremadamente útiles de cara a la supervivencia –al apartarnos, por ejemplo, de cosas o situaciones potencialmente peligrosas–, aunque más, seguramente, el primero que la segunda, si es que es cierto que, como decimos, el objeto de aquél se encuentra con frecuencia bien definido, al contrario de lo que sucede con el de ésta, habitualmente mucho más indeterminado. Mas, como quiera que sea, cabría hablar, según esto, de un miedo y una angustia normales. Pero desbocados, si uno viene a dar en simple cobardía o pusilanimidad, la otra se convertirá en motivo de zozobra e inseguridad permanentes y, en el límite, en trastorno psíquico paralizante y fuente de un dolor y un sufrimiento difíciles de imaginar por quien no los haya experimentado. Yo no sé si el método propuesto por Wundt es el más adecuado para la investigación psicológica. Quizá no. Quizá, como muchas veces se ha dicho, se encuentra sujeto a múltiples inconvenientes insoslayables: desde la propia personalidad del sujeto-narrador –su mayor o menor sensibilidad o imaginación, pongamos por caso–, hasta su capacidad para el autoengaño o el engaño sin más. Pero me parece también que de determinados estados afectivos sólo cabe hablar por introspección, y que describir cómo se comporta un sujeto angustiado, cuáles son sus reacciones psíquicas o fisiológicas, e incluso referir punto por punto las palabras con las que describe su estado anímico, dan una idea muy pobre de lo que sea la angustia misma. Ahora bien, yo nunca la he experimentado –quiero decir, una angustia crónica y desproporcionada–, y, en consecuencia, además de congratularme por ello, es poco lo que puedo añadir a lo que he leído. Baste decir que una angustia de tales características nos coloca en la vecindad de la neurosis. Y precisamente Freud ha distinguido entre angustia objetiva, entendiendo por tal aquélla que cabría considerar normal, y angustia neurótica. Porque decir neurosis es decir angustia, aunque en algunas de sus variedades ésta no resulte patente a primera vista, sino que se halla oculta tras otros síntomas (fobias, obsesiones o compulsiones, reacciones histéricas o depresión), que no son sino mecanismos tendentes a enmascararla y defenderse de ella. En otros casos, sin embargo, el síntoma es la propia angustia, como sucede, precisamente, en las llamadas neurosis de angustia o de ansiedad, que pueden llegar hasta los ataques de pánico, sin duda una de las vivencias más dolorosas por las que puede pasar un individuo.

Todas las escuelas psicológicas sin excepción, se han ocupado de estas cuestiones, y no seré yo ahora tan osado como para atreverme a mediar en sus controversias, y menos aún con la vana pretensión de conciliarlas o pronunciar la última palabra. Y, a decir verdad, ni siquiera todas ellas confieren la misma importancia a este asunto que nos ocupa. En el psicoanálisis, en cambio, la angustia es cuestión central y uno de los ejes sobre los que pivota la teoría psicoanalítica al completo, vinculado –como no podía ser menos– al entramado de la sexualidad, otro de los grandes núcleos del psicoanálisis. Y de hecho, Freud se ocupó toda su vida del problema de la angustia, y a veces para cambiar radicalmente sus posiciones al respecto. Y así, si en un primer momento (Introducción al psicoanálisis) pensaba que la represión de los impulsos sexuales provocaba la angustia característica de las neurosis, acabó por convencerse, finalmente (Inhibición, síntoma y angustia), que era justo al revés: es la angustia, que nace del temor al castigo que seguirá a la satisfacción de tales impulsos, quien provoca la represión. No se trataría, por tanto, de que un contenido –un deseo o un trauma, por ejemplo– reprimido genere angustia, sino al contrario: es la angustia que suscita la que conduce a reprimirlo. De manera que la neurosis no es el resultado de un deseo reprimido, sino del temor a las consecuencias que acarrearía el satisfacerlo.

En lo que a mi atañe, me basta con pensar que mis represiones –mis deseos inconfesables o mis traumas– se encuentran tan bien reprimidos que ninguna fuente de dolor constituyen para mí. Y si me engaño, bendito sea el engaño que me permite ahorrar tiempo y dinero en psicoanalistas. Hay en esta vida un puñado de actividades tan placenteras y tan escaso el tiempo del que disponemos para gozar de ellas, que me cuesta entender el empeño que ponemos en ser desdichados. La auténtica desdicha estriba en tener que abandonarlas, aunque consuela pensar que cuando eso suceda de forma plena y definitiva, ninguna ocasión tendremos para lamentarlo.

Y venimos con esto a dar en la segunda dimensión de la angustia: psíquica o física la primera; metafísica ésta a la que ahora me refiero.

La angustia es en realidad –decíamos– miedo a nada. De ahí a decir que lo que causa angustia es la nada, no hay más que un paso. Y se ha dado, naturalmente. El primero en hacerlo fue Kierkegaard, y a él le seguirían todos aquéllos a los que, con mayor o menor acierto, se ha dado en denominar «existencialistas».

Es evidente que el animal puede experimentar miedo y estoy seguro de que también angustia, siempre que convengamos en equipararla a la ansiedad. Ahora bien, si la angustia la entendemos al modo en que la concibe Kierkegaard, es claro que acierta el filósofo danés al considerarla completamente desconocida por el resto de los animales:

«La realidad del espíritu se presenta siempre como una forma que incita su posibilidad; pero desaparece tan pronto como él hecha mano de ella; es una nada que sólo angustiar puede. Mas, no puede mientras no haga sino mostrarse. El concepto de la angustia no es tratado casi nunca en la Psicología; por eso debo llamar la atención sobre la circunstancia de que es menester distinguirlo bien del miedo y demás estados análogos; éstos refiérense siempre a algo determinado, mientras que la angustia es la realidad de la libertad como posibilidad antes de la posibilidad. Por eso no se encuentra ninguna angustia en el animal; justamente porque éste, en su naturalidad, no está determinado como espíritu» [El concepto de la angustia, I: V].

No, desde luego que no. Resulta obvio que a ningún animal le ocupa mucho tiempo el sentido que pueda tener su libertad como posibilidad antes de la posibilidad. Pero, para el caso, a ningún individuo humano al que acucien urgencias mayores y desesperaciones mucho más tangibles y prosaicas que las provenientes del saberse hundido en la nada y lo finito, o en un mundo de posibilidades tras las que se encuentra siempre la posibilidad misma del fracaso. Angustiarse de ese modo y por esos motivos no es fruto de la inteligencia o la sensibilidad, sino del lujo de quien nada mejor tiene que hacer que lamentar no ser Dios; o quizá la consecuencia de que a uno la vida le ha vapuleado de tal modo que ninguna otra cosa se le ocurre más que renegar de ella y vilipendiarla. Pero como quiera que sea, a juicio de Kierkegaard, la condición humana y la angustia que le es inherente resultan tan insoportables que, según él, no hay más que dos caminos: el suicidio o arrojarse en brazos de Dios, es decir, el salto a la fe en Aquél para el que todo es posible. No se negará que el diagnóstico (tal vez consejo) es cuanto menos de un pintoresquismo enorme. Y es curioso que alguien que tantas dificultades halla para creer en la vida, no encuentre demasiadas para creer en Dios. Lo digo porque es de suponer que en caso contrario se habría suicidado dos minutos después de haber llegado a tan desoladora conclusión. Aunque la verdad es que tampoco hay que hacer mucho caso de todo esto, porque así como quien amenaza suicidarse no lo hace casi nunca, quien lo aconseja no lo hace nunca. Y yo me pregunto si realmente quienes dicen estas cosas viven permanentemente angustiados por tales pesadumbres o si sólo les ocupa unas horas al día: aquéllas que dedican a escribir, y acaso hablar, sobre el particular. Sartre, por ejemplo, ¿vivía en estado de náusea permanente? ¿También cuando pasaba el rato en los cafés parisinos divagando sobre la actitud de los camareros o sobre las señoras de buen ver que, como un poco de astucia y otro poco de existencialismo, acaso lograría propiciar que se le pusieran a tiro? Claro que también podría suceder que el mío fuera un espíritu grosero y ramplón al que le están vedadas estas sutilizas. Ya en alguna ocasión he dicho que de mozo fui amante feroz de tales filosofías, y acaso por eso no he podido nunca de dejar de hallar en ellas un plus de dramatismo y tragedia típicamente adolescentes. Yo en aquel entonces confundía ser inteligente con ser desdichado, y consideraba incompatible una fina inteligencia con el gozo de estar vivo; la angustia y la desesperación me parecían el destino del hombre superior, y así, por influjo del existencialismo, me empeñaba en ser infeliz, o siquiera en parecerlo, y venía a caer, al traducir tal estado en palabras, en una nueva confusión: la de lo profundo con lo cursi. Hace tiempo, empero, que me he perdonado y reconciliado conmigo mismo. La adolescencia es una época de excesos, y a mí medio por eso. Pero que alguien a los ochenta años continúe desesperándose al darle vueltas al hecho de que es un ser-para-la-muerte, es algo que no deja de tener su aquello de sorprendente y cómico. Se dirá, tal vez, que trivializo o tal vez que hago un interpretación en exceso superficial y psicológica de estas cuestiones, sin ser capaz de arribar a sus honduras metafísicas. ¿Sucede entonces que alguien nos explica lo que debemos sentir sin que el, a su vez, lo sienta? Privilegio, por lo demás, que me otorgo a mi edad es el decir lo que me viene en gana, así haya quien me tenga por tonto (del que yo diré que es un papanatas) o que alguien, con mejor criterio, convenga conmigo en lo insustancial y relamido de estas angustias de café.

De la angustia

En Heidegger la angustia nace de la constante amenaza de la muerte que pende sobre el ser-ahí (es decir, el hombre), y es, en consecuencia, algo inherente a la existencia temporal y finita, pero conlleva, al mismo tiempo, la aceptación de una existencia y un destino tales que sin ella (sin la angustia) acaso se pretendiera inútilmente rebasar:

«La muerte es una posibilidad de ser que ha de tomar sobre sí en cada caso el «ser ahí» mismo. Con la muerte es inminente para el «ser ahí» él mismo en su «poder ser» más peculiar. En esta posibilidad le va al «ser ahí» su «ser en el mundo» absolutamente. Su muerte es la posibilidad del «ya no poder ser ahí». Cuando para el «ser ahí» es inminente él mismo como esta posibilidad de él, es referido plenamente a su «poder ser» más peculiar. Así inminente para sí mismo, son rotas en él todas las referencias a otro «ser ahí». Esta posibilidad más peculiar e «irreferente» es al par la extrema. En cuanto «poder ser» no puede el «ser ahí» rebasar la posibilidad de la muerte. La muerte es la posibilidad de la absoluta imposibilidad del «ser ahí». Así se desemboza la muerte como la posibilidad más peculiar, irreferente e irrebasable. En cuanto tal, es una señalada inminencia. Su posibilidad existenciaria se funda en que el «ser ahí» es abierto esencialmente para sí mismo, y lo es en el modo del «pre-ser-se». Este elemento estructural de la cura tiene en el «ser relativamente a la muerte» su más original concreción. El «ser relativamente al fin» se hace un fenómeno más claro en cuanto «ser relativamente a la señalada posibilidad del "ser ahí"» que acabamos de caracterizar» [Heidegger, Ser y Tiempo, §50].

O sea, que no tenemos que morir, y ya no vamos a poder ser-ahí ni podremos tener referencia alguna con otro ser-ahí. El descubrimiento no puede ser más profundo ni resultar más espeluznante, y me pregunto si, desde que lo hizo, el espíritu del filósofo alemán habrá vuelto a conocer un solo minuto de paz. Yo, por mi parte, he optado por tomarlo con relativa calma, y si bien no negaré que de cuando en cuando a mí alrededor aletea molestamente la idea de la muerte, procuro siempre espantarla como se espanta una mosca. Temer a la muerte –como nos enseñó Epicuro– es temer nada, es un no temer, o, si se quiere, un simple temer al temor mismo. Y si se dice –como decía Unamuno– que lo que causa temor y angustia no es la muerte como tal, sino la previsión de la misma (¿el pre-ser-se, que dice Heidegger?), el saber que un día ya no seremos, bastará acaso con que caigamos en la cuenta que lamentaremos tanto no vivir los días posteriores a nuestra muerte como lamentamos ahora no haber vivido los que precedieron a nuestro nacimiento. (En Marco Aurelio, si mal no recuerdo, se encuentra una idea similar.) Peor solución encuentro para la muerte del otro, de aquéllos a quienes amamos y que han tenido la poca consideración de abandonarnos para siempre. Me consuela, con todo, pensar que es absurdo que lamente lo que ellos no pueden lamentar, que mi dolor no es el suyo, que yo comparto, sino exclusivamente el mío, ante el que debo mostrarme fuerte.

Pero sospecho que dar patadas a la realidad que fatal e inevitablemente se nos impone es actitud infantil y poco inteligente.

«¿Cómo podría uno rogar a un destino inexorable?» [Máximo de Tiro, Disertaciones filosóficas, V].

¿Qué le importa, después de todo, a la muerte que uno no quiera morirse? Lamentar hasta la angustia –si es que se nos pide tanto, y si quien lo hace llega a ello– que la condición humana sea la que es, es necedad y pérdida de tiempo. La auténtica desesperación estriba en asumir la desesperación hasta el punto de hacerla desaparecer. Mientras uno se dedique a dar berridos o a llorar por las esquinas porque las cosas no sean de otro modo a como son, indica que en lo más profundo de su corazón aún conserva la vana esperanza de que todo podría aún ser de otra manera; la vana esperanza de que acaso haya un Dios capaz de salvarnos. Mas eso no es exceso de lucidez (la de quien ha comprendido –y lo lamenta– que es un ser-para-la-muerte), sino de tontería, porque tan ridículo es deplorar el que tengamos que morir como el entristecerse porque no seamos capaces de sobrevivir bajo el agua. Todo ser lo es para la muerte o la extinción, y no se entiende por qué extraña razón se nos ha metido en la cabeza que nosotros hayamos de ser, en ese aspecto, excepcionales. Lejos de paralizarnos, la idea de la muerte debería ser para nosotros el acicate que nos haga vivir, mientras nos sea posible,

«hasta tanto que lleguen
la vejez y la muerte que son heredad de los hombres» [Odisea, XII: 59-60];

y vivir hasta la extenuación. Y que en ese periplo seamos capaces de decir a todas horas:

«Después pasamos por el cementerio, que no me causa ninguna impresión, aunque pronto estaré allí» [Chéjov, Una vida aburrida, IV].

Mas sin prisas. Tampoco es necesario que hagamos como Zenón el estoico, quien saliendo un día de casa cayó rompiéndose un dedo, lo que interpretó como señal inequívoca de que ya estaba de más entre los hombres, por lo que volvió a entrar para suicidarse de inmediato. De mí se decir que no me daré por aludido ni aun con noventa y ocho años cumplidos, como dicen que tenía él.

Para Sartre, otro de los grandes teóricos de la angustia, ésta nace de la náusea, engendrada por la comprensión de que nada tiene sentido ni razón de ser, que todo es contingente, que todo está de más. Pero también de la obligación de elegir –inherente a la libertad que somos esencialmente y a la que nos hallamos condenados–; y elegir sin que exista un modo de valores firmes que regulen nuestra elección.

De la nausea poco más hay que decir que del pobre ser-ahí heideggeriano condenado a la muerte. Pero aún cabría preguntarle a Sartre qué sentido se supone que podría tener el mundo más allá de sí mismo. El mundo sencillamente es, y las cosas sencillamente son, y ni uno ni otras tienen sentido ni dejan de tenerlo más allá o con independencia del que yo quiera darles. Quien lamenta que todo sea contingente, lamenta, en realidad, no ser Dios; y a fuerza de soñar con él, aun sin advertirlo, termina por echarlo de menos. Y es curioso, sin embargo, que quienes con más énfasis y empeño mantienen estas doctrinas no son quienes peores vidas han vivido, porque en ese caso es lo cierto que no habrían tenido tiempo de pensar en ellas ni de ponerlas por escrito. Es –como antes sugería– una especie de lujo de café, y una pose mediante la cual lo trivial se disfraza de profundo.

Y no nos agobiemos tampoco por la libertad: con frecuencia no sólo no estamos obligados a elegir, sino que eligen por nosotros. En cada circunstancia en la que nos encontramos, disponemos tan sólo de un puñado de opciones sobre las que ejercerla: a veces muchas, a veces pocas; en ocasiones, una sola, y en otras, ninguna. Cada vez que tomo una decisión, cierro para siempre –es cierto– muchas otras alternativas. Pero eso es así en el juego de la vida como en el del ajedrez. Un conjunto de posibilidades infinitas y permanentemente abiertas y presentes es un idea tan absurda como la de detener el tiempo para no envejecer o no arribar a la muerte. Mas, ¿por qué habría eso de angustiarnos? Encuentro que en esto del vivir no hay otra angustia que la de llegar al término de la vida y advertir que, en verdad, no hemos vivido. De manera que si alguien nos dice:

«¿Qué hacer? Hay que sufrir» [Rousseau, Las Confesiones, IX],

repliquémosle: «No. Hay que gozar». Y gozar de cada instante como si fuese el último y como si en realidad no nos importase que lo sea, y acaso, en verdad, de ese modo ningún mal hallaremos en la vida misma. Porque como advierte el Montaigne más estoico y epicúreo:

«No existe mal alguno en la vida para aquél que ha comprendido que no es un mal la pérdida de la vida» [Ensayos, I: XX].

De otro modo, no cabe duda que tiene razón Kierkegaard, y que no hay más que dos alternativas: o Dios o el suicidio. Y lo que a mí me extraña es cuán pocos son los desesperados ateos que están dispuestos a ser fieles a la doctrina del padre de todas las angustias. Yo, en cambio, prefiero decir, con Ulises:

«Es vivir todavía mi destino» [Odisea, XIV, 359].

 

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