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El Catoblepas, número 76, junio 2008
  El Catoblepasnúmero 76 • junio 2008 • página 6
Desde mi atalaya

Hacia una crítica marxista
del pensamiento de Ortega

José María Laso Prieto

Publicado originalmente en Nuestra Bandera en 1983

José Ortega y Gasset (1883-1955)

Ortega y la cultura española

El 9 de mayo se ha conmemorado el centenario del nacimiento de José Ortega y Gasset. Aunque este 1983 es un año pleno en centenarios de grandes figuras intelectuales (Marx, Keynes, Kafka, Lutero, Ortega), para los españoles es particularmente significativo el del pensador que ocupó durante casi medio siglo un espacio central en la vida cultural del país. Incluso puede afirmarse, sin riesgo de incurrir en exageración, que salvo exiguas minorías, situadas en extremos opuestos del espectro ideológico, la mayoría de nuestros compatriotas fueron –en mayor o menor grado– impactados por su potencia intelectual y brillantez expositiva. Ahora, a cien años de su nacimiento y casi treinta de su muerte, hay una cierta perspectiva histórica para apreciar mejor sus rasgos positivos y negativos en los diversos campos del pensamiento y de la actividad en que intervino con su dinamismo característico.

Vinculado por su nacimiento a una familia de grandes periodistas y escritores, Ortega y Gasset no sólo mantuvo la tradición familiar, sino que la elevó a un nivel superior. Su actividad periodística inicial –Vida Nueva, Faro, El Imparcial, Revista de Libros–, ya brillante, alcanza cotas de calidad todavía más elevadas en las revistas España y El Espectador. Empero, es con la fundación en 1923 de la Revista de Occidente –y su publicación ininterrumpida hasta 1936– como logra Ortega un mayor impacto cultural sobre la sociedad. No debe olvidarse que se trataba de la revista más prestigiosa de la preguerra y de una de las más notables de la España contemporánea. Los sectores más cultos de habla española encontraron en sus páginas amplia información sobre las más diversas manifestaciones del pensamiento mundial. Junto con la revista, la editorial de la misma denominación dio a conocer en España las obras más relevantes de la filosofía europea. En esa misma dirección, fue también una aportación importante de Ortega, a la cultura hispánica y a la sociedad española, su dirección de la Biblioteca de Ideas del siglo XX, de Espasa-Calpe, y la fundación del prestigioso diario El Sol. Anteriormente, durante su breve estancia en Alemania (1905 a 1907), donde siguió los cursos filosóficos de Simmel, Cohen y Natorp, Ortega adquirió su inicial admiración por la ciencia que a veces expresaba en tonos líricos. Preocupado por la desconfianza que la ciencia suscitaba en nuestro país, las polémicas que a su regreso de Alemania Ortega sostuvo con los intelectuales de la generación del 98 tuvieron como fondo la europeización de España y lo que ello suponía aprender de la ciencia europea. Aunque Ortega y Gasset se hubiese limitado a esta labor de promoción y orientación intelectual, ya por ello sólo ocuparía un lugar de privilegio en el acervo común de la cultura española de la primera mitad del siglo XX. También por el hecho de que, rompiendo con nuestra tradicional dependencia del pensamiento galo, trato de poner a España en contacto con la ciencia y la filosofía germánicas que de tanto prestigio gozaban en la época. Con independencia de la orientación ideológica concreta que Ortega proporcionó de la filosofía y la ciencia centroeuropeas, hay que valorar debidamente la ampliación del horizonte cultural español que ello supuso.

En el plano filosófico, independientemente de la crítica que le hacemos en la segunda parte de este trabajo, hay que reconocer su capacidad de magisterio. Capacidad que el profesor Gustavo Bueno ha sintetizado muy bien al señalar: «Ortega fue un maestro. Un maestro en su condición de fuente del saber, de incitador de problemas. En eso radica su verdadero valor histórico, más que en lo que aportó a la metafísica.» Y, en un plano más global, nos identificamos con la caracterización de Ortega que, en 1959, hacía Mateo Arrazola, después de haber criticado duramente su ideología:

«...hay otro Ortega puramente español que merece todo nuestro respeto. Es el Ortega estilista que renueva el castellano y se las arregla para escribir de los más complicados problemas filosóficos en un léxico popular; es la gran inteligencia y el profesor de amplia cultura que, con todas sus limitaciones, no ha podido igualar la España de hoy. A ese Ortega debemos una democratización de la cultura: en El Imparcial y en El Sol, en diarios accesibles a toda clase de lectores, ese Ortega fue dando a conocer un gran número de acontecimientos culturales y literarios de España y del mundo entero. El Ortega al que nos referimos es el que ataca a la reacción cultural representada por un Menéndez Pelayo, por un Maeztu; el que protesta por el irracionalismo místico de Unamuno; el que pide ciencia y seriedad en vez de chauvinismo. Es el joven Ortega interesado por los problemas sociales y políticos de nuestra Patria, el de la revista Europa y el de la Liga de la educación política española, el denunciante de los vicios de la España carcomida de la Restauración. Es el Ortega que, dada su valía y la coyuntura histórica nacional, pudiera muy bien haberse convertido en la cabeza dirigente de un vigoroso movimiento cultural y político democrático revolucionario en España, de no haber estado lastrado, desde los tiempos de su formación universitaria, con la ideología extranjerizante y reaccionaria que hemos mencionado antes.»{1}

Buena parte de esta caracterización le podría ser igualmente aplicada –salvando las diferencias históricas y culturales– al filósofo italiano Benedetto Croce. Es asombroso el paralelismo entre ambas figuras latinas. aunque, seguramente, la talla filosófica y cultural de Benedetto Croce es superior.

Perspectiva crítica actual de Ortega

La conmemoración del centenario de Ortega poco después de los de Darwin y Marx –aunque en aquéllos sea de muerte y en éste de nacimiento– suscita el problema de la actitud de Ortega frente a la obra de tan grandes pensadores. Aunque ahora pueda parecer inconcebible, Ortega fue fuertemente antidarwinista. No en el sentido de negar la teoría de la evolución de una forma rotunda, pero sí en el de desvalorizar –bajo la influencia de Uexküll– la relevancia de la selección natural. Incluso se pueden captar en él rasgos de sus concepciones biológicas susceptibles de ser desarrollados en un sentido racista. En ese aspecto, Ortega, muy condicionado por las corrientes organicistas entonces imperantes en Alemania, no supo discernir, en la denominada «crisis del darwinismo», la actual síntesis moderna de la teoría de la evolución que ha consagrado definitivamente la teoría de Darwin. Cuesta un esfuerzo concebir que en 1923 –cuando ya se estaban sentando las bases de la actual teoría sintética de la evolución–, Ortega se pudiese permitir sobre el darwinismo juicios tan ligeros como el que transcribimos:

«Claro es que la realidad posee dureza probada para resistir los embates de las ideas. Entonces el racionalismo busca una salida: reconoce que, por el momento, la idea no se puede realizar, pero que se logrará en 'un proceso infinito' (Leibnitz, Kant). El utopismo toma la forma de ucronismo. Durante los dos siglos y medio últimos todo se arreglaba recurriendo al infinito o, por lo menos, a períodos de una longitud indeterminada. (En el darwinismo, una especie nace de otra, sin más que intercalar entre ambas algunos milenios.) Como si el tiempo, espectral fluencia, simplemente corriendo, pudiese ser causa de nada y hacer verosímil lo que es en la actualidad inconcebible.»{2}

Es obvio que tal juicio revela un desconocimiento absoluto de los complejos procesos que originan la evolución de las especies.

Más grave todavía es el desdén que Ortega y Gasset mantuvo ante el marxismo. En ese sentido, su caso es distinto al de Unamuno. Este último, en su etapa juvenil, fue activo adepto de un marxismo muy mecanicista que, por contraposición, acabó lanzándole hacia la filosofía existencial. Tampoco es el caso de Benedetto Croce, que bajo la inspiración de su maestro Antonio Labriola, llegó a adquirir un sólido conocimiento de la teoría marxista. Conocimiento que, una vez realizado su viraje hacia el idealismo, le será muy útil en la polémica que casi permanentemente mantuvo con el pensamiento marxista de su época. Ortega es distinto, nunca se plantea seriamente ni una valoración del marxismo –aunque sea parcial– ni una lucha frontal contra su influencia ideológica, filosófica o científica. Así, sus alusiones al marxismo son marginales o poco significativas. Se las puede tipificar en la nota, a pie de página, que complementa la siguiente frase «La política, por ejemplo, es una de las funciones más secundarias de la vida histórica, en el sentido de que es una mera consecuencia de todo lo demás». Y, tras la correspondiente llamada, Ortega precisa: «En este punto, aunque sus motivos me parezcan inaceptables, tiene razón el materialismo histórico»{3}. O, en el párrafo final de su trabajo El ocaso de las revoluciones, donde, después de desarrollar la tesis del origen intelectual de éstas, precisa: «Así, en nuestra Europa, surge el gran levantamiento francés de la abstracta definición que los enciclopedistas daban del hombre. Y el último conato, el socialista, procede igualmente de la definición no menos abstracta, forjada por Marx, del hombre que no es sino obrero, del obrero puro»{4}.

Recientemente, en una entrevista periodística, el profesor Gustavo Bueno trataba de precisar la posición de Ortega ante el marxismo: «Ni marxista ni antimarxista, y esto en Ortega es un fenómeno que no deja de ser sorprendente. No se comprende su indiferencia ante unas teorías que entonces ya estaban perfectamente elaboradas. Ortega no estuvo ni a favor ni en contra de Marx. Es una actitud posiblemente derivada de su implantación social burguesa. Los componentes más anticuados de Ortega proceden de su no aceptación del materialismo histórico. Esas Ideas, con mayúscula, de las que tanto hablaba Ortega, ¿de dónde proceden? La respuesta está en el materialismo histórico, y Marx contempla esa situación. Ortega, frente al materialismo histórico, se quedó en idealismo histórico»{5}. Como siempre, el profesor Bueno proporciona un certero diagnóstico que va a la raíz del problema. El caso de Ortega y Gasset, egregia personalidad dotada de una individualidad muy desarrollada, es una confirmación muy elocuente de la tesis del condicionamiento de clase. Hasta tal punto, que a Ortega le serían perfectamente aplicables –con las salvedades anteriormente expuestas– las críticas que Gramsci hizo de Benedetto Croce como el gran intelectual orgánico de la burguesía italiana. De hecho, Ortega es el gran intelectual orgánico de la burguesía española y por ello en él se reflejan con transparencia sus contradicciones y virajes políticos.

Por eso mismo, es útil que nos detengamos un poco en la crítica gramsciana a Croce. En ella incluso podríamos encontrar interesantes indicaciones metodológicas para una eventual crítica marxista al pensamiento de Ortega que –a pesar de haber sido iniciada en la década del 50 por la revista Nuestras Ideas– está todavía por realizar{6}. En su trabajo sobre la filosofía de Croce, Gramsci adelanta algunos criterios metódicos pertinentes para la crítica marxista del pensamiento de Ortega. En síntesis, forzosamente esquemática, serían: 1) No buscar en Croce un «problema filosófico general», sino ver en su filosofía el problema o la serie de problemas que más interesan en un momento dado. 2) Es preciso estudiar atentamente los escritos «menores», además de las obras sistemáticas y orgánicas; las selecciones de artículos, apostillas, pequeñas memorias que tienen una mayor y más evidente vinculación con la vida, con el movimiento histórico concreto. 3) Es necesario establecer una «biografía filosófica» de Croce, esto es, identificar las distintas expresiones asumidas por el pensamiento de Croce, la diversa concepción y resolución de ciertos problemas, los nuevos problemas surgidos del trabajo e impuestos a su atención, y para esta investigación, precisamente, es útil el estudio de los escritos menores. 4) Críticos de Croce y sus objeciones.

Complementariamente, Gramsci estudia a Croce como miembro del partido orgánico del bloque histórico dominante y precisa:

«1) Croce como hombre de partido. Distinción del concepto de partido: el partido como organización práctica (o tendencia práctica), es decir, como instrumento para la solución de un problema o de un grupo de problemas de la vida nacional e internacional. En este sentido, Croce jamás perteneció explícitamente a ninguno de los grupos liberales; al contrario, combatió explícitamente la idea misma y el hecho de los partidos permanentemente organizados y se pronunció a favor de movimientos políticos que no se proponían un 'programa' definido, 'dogmático', permanente, orgánico, sino que tendían en cada oportunidad a resolver problemas políticos inmediatos. 2) El partido como ideología general, superior a las distintas agrupaciones más inmediatas. En realidad, el modo de ser del partido liberal en Italia, después de 1876, fue el de presentarse al país como un 'orden disperso' de fracciones y de grupos nacionales y regionales. Croce fue el teórico de lo que todos esos grupos tenían de común: era el jefe de una oficina central de propaganda de la cual se beneficiaban tales grupos, el líder nacional de los movimientos de cultura que nacían para renovar las viejas formas políticas.» También coincidirían en Ortega los elementos de la popularidad de Croce que Gramsci enumera: «a) elemento estilístico-literario (falta de pedantería y abstrusidad); b) elemento filosófico-metódico (unidad de filosofía y sentido común); c) elemento ético (serenidad olímpica).»{7}

Finalmente, aunque no le es aplicable a Ortega la crítica específica que Gramsci realizó de su filosofía, como adversaria fundamental de la «filosofía de la praxis» marxista –en función de que Croce sí realizó una crítica frontal del marxismo–, sí se ajusta a las características de Ortega la formulación que Gramsci realiza, en su célebre trabajo La cuestión meridional, de la función de los grandes intelectuales del bloque dominante:

«La sociedad meridional es un gran bloque agrario constituido por tres estratos sociales: la enorme masa campesina amaría y disgregada, los intelectuales de la pequeña y mediana burguesía rural, los grandes terratenientes y los grandes intelectuales. Los campesinos meridionales 'están en continuo fermento, pero como masa son incapaces de dar una expresión centralizada a sus aspiraciones y a sus necesidades. El estrato medio de los intelectuales recibe de la base campesina los impulsos para su actividad política e ideológica. Los grandes propietarios en el campo político y los grandes intelectuales en el campo ideológico centralizan y dominan, en última instancia, todo ese complejo de manifestaciones. Como es natural, es en el campo ideológico donde la centralización se verifica con mayor eficacia y precisión. Giustino Fortunato y Benedetto Croce representan las claves del sistema meridional y, en cierto sentido, son las dos mayores figuras de la reacción italiana.»{8}

Ortega y el asalto a la razón

Situando paralelamente a Ortega como el gran intelectual orgánico del bloque dominante en España al comenzar el siglo es como mejor se le puede comprender y no limitándose a la crítica interna de sus concepciones. El contexto histórico e ideológico en que desarrolló su obra –lo que él denominaba «inexorable circunstancia»– inicialmente tenía poco de estimulante. Un capitalismo débil, que se desarrolló en España con gran retraso histórico, propiciaba la mediocridad ideológica y la falta de perspectivas. Ello explica que, desde su origen, la obra de Ortega esté saturada de un afán dramático por dar confianza a la burguesía y pertrecharla ideológicamente para hacerla capaz de «grandes empresas». Por eso, no se limita a las elaboraciones académicas, sino que mantiene el contacto con un público muy amplio, mediante constantes colaboraciones en los más importantes periódicos y revistas. Tampoco desdeña la conferencia, la charla y hasta la tertulia. Empero, Ortega pagó, como no podía ser menos, esa enorme dispersión de sus energías. Nunca llegó a elaborar un genuino sistema filosófico propio ni un método específico que le caracterizase. Se ha dicho también, con fundamento, que el talón de Aquiles de su pensamiento fue el tomar de los fenómenos sus manifestaciones superficiales. Sin embargo, no se trataba sólo de un fenómeno derivado de la premura de tiempo, sino también de la complejidad de la tarea. Ante la mediocridad del arsenal ideológico de la burguesía española, Ortega tuvo que dedicarse incesantemente a rellenarlo con materiales importados. De ahí que no pudiese plantearse una tarea auténticamente creadora, mediante una seria investigación que tuviera en cuenta las peculiaridades nacionales, y limitase su actividad a una transposición brillante de elaboraciones conceptuales germánicas. Elaboraciones que ya no correspondían a la gran época de la filosofía clásica alemana –Kant, Fichte, Hegel–, sino a las de sus epígonos en rápido declive hacia el irracionalismo. Frente a la ciencia y el pensamiento progresivo, muchas de esas elaboraciones subrayan los aspectos irracionales, místicos y mágicos del conocimiento y rechazan los ideales democráticos del humanismo burgués anterior en nombre del «destino trágico del hombre», de la «moral de los señores», de la «vitalidad de la guerra», &c.

Evidentemente, no se trata de reprochar a Ortega, sacándola de su contexto, cada una de las valoraciones concretas que hacia de tales elaboraciones. Empero, tampoco se puede desconocer que todo autor es responsable de las consecuencias sociales que se pueden derivar de un acreditado magisterio. En ese sentido, la obra de Ortega contribuyó a sembrar la semilla que en 1936 fructificó trágicamente. Así, en la exaltación de los valores vitales que realiza en El tema de nuestro tiempo, Ortega dice:

«Lo que acaece es que ya sobre el plano de la vida, y midiendo desde su altura jerárquica, como de un nivel del mar, se distinguen formas más o menos valiosas de vivir. En este punto ha sido Nietzsche el sumo vidente. A él se debe el hallazgo de uno de los pensamientos más fecundos que han caído en el regazo de nuestra época. Me refiero a su distinción entre la vida lograda y la vida malograda... la vida misma selecciona y jerarquiza los valores. Imaginemos una muchedumbre de individuos, de una especie zoológica cualquiera, el caballo, por ejemplo... podemos ordenar esos individuos en una serie gradual, donde cada animal represente una realización más perfecta de las potencias equinas. Si recorremos la serie en un sentido veremos su dirección ascendente, esto es, siendo cada vez más vida, si la recorremos, en sentido inverso, asistiremos al descenso progresivo de la vitalidad, hasta llegar a la degeneración del tipo... desde un hacia abajo los individuos de la especie nos parecen 'viles': en ellos se envilece la potencia biológica del tipo. Por el contrario, de ese punto hacia arriba se va fijando el 'pura sangre', el animal 'noble' en quien el tipo se ennoblece. He aquí dos valores, positivo el uno, negativo el otro, puramente vitales: la nobleza y la vileza. En uno y otro juegan actividades estrictamente zoológicas, la salud, la fuerza, la celeridad, el brío, la forma de buena proporción orgánica, o bien la mengua y falta de tales atributos. Ahora bien, el hombre no se escapa a esa perspectiva de estimación puramente vital. Es urgente dar fin a la tradicional hipocresía, que finge no ver en ciertos individuos humanos, culturalmente poco o nada apreciables, una magnífica gracia animal. Bien entendido una gracia animal humana, la gracia del tipo 'hombre' en su aspecto exclusivamente zoológico, pero con todas sus potencias especificas, a las cuales en rigor no añade nada la cultura (cultura es sólo una cierta dirección en el cultivo de esas potencias animales). El caso más notorio es Napoleón, frente a cuya deslumbrante ejemplaridad vital quieren taparse los ojos beatos de una u otra observancia, el místico y el demócrata.»{9}

Esta apología orteguiana de los valores humanos animales –aún sin sacarla de su contexto– no sólo recuerda textos similares de Alfred Rosemberg, filósofo oficial del nazismo, sino también a las charlas de campamento en las juventudes hitlerianas. Y, en realidad. tal coincidencia no es fortuita, ya que, como demuestra sistemáticamente Lukács, en su exhaustivo análisis de la trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler, hay una continuidad ideológica entre los filósofos que iniciaron el rechazo de la razón y quienes lo llevaron a sus últimas consecuencias. En ese sentido, la función de ciertas corrientes de la filosofía alemana fue decisiva:

«El auge imperialista del irracionalismo revela de un modo muy palmario el papel dirigente de Alemania en este terreno. Y, al decir esto, nos referimos, naturalmente, a Nietzsche, que se convirtió en modelo y gula de la reacción filosófica irracionalista, tanto en cuanto al contenido como en cuanto al método, desde los EE.UU. hasta la Rusia zarista, habiendo llegado a adquirir una influencia con la que no puede compararse ni de lejos ningún otro ideólogo de la reacción. Más tarde fue Spengler el modelo internacional de las concepciones irracionalistas en lo tocante a la filosofía de la Historia, hasta llegar a Toynbee. Heidegger, por su parte, es el guía del existencialismo francés, habiendo llegado a influir decisivamente, ya desde mucho antes, en Ortega y Gasset, y ejerciendo una influencia cada vez más profunda y peligrosa sobre el pensamiento burgués de América, &c., &c.»{10}

Ortega reconoció siempre lo que debía al pensamiento filosófico alemán. Aun reconociendo nosotros los aspectos positivos de la ampliación del horizonte cultural español, que su importación por Ortega supuso, no debemos desdeñar sus riesgos. Un crítico de Ortega los ha sintetizado así: neokantismo primero. Nietzsche, sobre todo Nietzsche –con su lirismo del héroe, de los selectos, de la violencia, del superhombre–, Dilthey, Simmel y la constelación queda casi completa con Heidegger en La Historia como sistema, hasta cierto punto resumen del pensamiento orteguiano como Heidegger lo es del idealismo alemán de la época. Con ello entra en España la razón vital, el historicismo, la exaltación de la fuerza, el desprecio de la muchedumbre zafia y el culto de los selectos. Ahora bien, si cualquier filosofía puede reducirse, a efectos del análisis crítico, a una concepción del mundo y a un método de conocimiento, la aportación de Ortega fue harto endeble. En su ontología, la realidad radical es la vida humana, la de cada cual. Pero la vida es en realidad la conciencia que se tiene de ella, el yo, el elemento subjetivo de la relación en que el conocimiento consiste. La «circunstancia» orteguiana no es nada objetivo, con existencia independiente, sino una prolongación del yo individual. Coherente con esta concepción, el raciovitalismo orteguiano niega la validez del conocimiento científico: «Nótese que en este mundo, ya en cuanto a su estructura, se parece muy poco al mundo físico, quiero decir, al mundo que la física nos revela... la física es una forma de poesía, esto es, de fantasía, y aún hay que añadir, de una fantasía mudadiza que hoy imagina un mundo físico distinto del de ayer y mañana imaginará otro distinto del de hoy.»{11} Por ello se ha dicho que para Ortega la ciencia es una interpretación o idea sobre la realidad, «una presunción de verosimilitud».

La Teoría de las generaciones

En el campo de la Historia, la aportación de Ortega se centró en la Teoría de las generaciones, según la cual los cambios de época se deben a «variaciones en la sensibilidad vital» que se traducen en el cambio de generaciones: el desplazamiento de una generación vieja por una nueva. Así, en la filosofía de Ortega, la generación pasa a ser «una categoría histórica», «el concepto fundamental de la historiología y el instrumento más eficaz del método histórico», según él mismo expuso en la presentación de los cursos del Instituto de Humanidades. Con esta teoría, inspirada en la de los ciclos histórico-culturales de Spengler –aunque siempre lo negase–, trató Ortega de explicar los cambios en la Historia prescindiendo de la teoría de la lucha de clases. Así, sin afrontar directamente una crítica del materialismo histórico, intentó Ortega desplazar al marxismo del horizonte ideológico de los españoles. Para tan ambicioso designio, Ortega no llegó a elaborar los instrumentos conceptuales adecuados. Así, sorprende la debilidad de los conceptos que constituyen su punto de partida y que, por evidenciarse en sí misma, nos limitamos a citar:

«No, el cuerpo de la realidad histórica posee una anatomía perfectamente jerarquizada, un orden de subordinación de dependencia entre las diversas clases de hechos. Así, las transformaciones de orden industrial o político son poco profundas: dependen de las ideas, de las preferencias morales y estéticas que tengan los contemporáneos. Pero, a su vez, la ideología, gusto y moralidad no son más que consecuencias o especificaciones de la sensación radical ante la vida, de cómo se sienta la existencia en su integridad indiferenciada. Esta que llamamos 'sensibilidad vital' es el fenómeno primario en Historia y lo primero que habríamos de definir para comprender una época. (...) Las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en historia se presentan bajo la forma de generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada. La generación, compromiso dinámico entre masa e individuo, es el concepto más importante de la Historia y, por decirlo así, el gozne sobre el que ésta ejecuta sus movimientos. Una generación es una variedad humana, en el sentido riguroso que dan a este término los naturalistas. Los miembros de ella vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos, que les prestan una fisonomía común, diferenciándolos de la generación anterior. Dentro de ese marco de identidad pueden ser los individuos del más diverso temple, hasta el punto de que, habiendo de vivir los unos junto a los otros, a fuer de contemporáneos se sienten a veces como antagonistas. Pero bajo la más violenta contraposición de los pro y los anti descubre fácilmente la mirada una común filigrana. Unos y otros son hombres de su tiempo y por mucho que se diferencien se parecen más todavía. El reaccionario y el revolucionario del siglo XIX son mucho más afines entre si que cualquiera de ellos con cualquiera de nosotros.»{12}

Haciendo abstracción de la terminología organicista que utiliza, hasta el punto de producir la impresión de que los caracteres típicos de cada generación son de origen genético, en la definición orteguiana de la generación –y de su función en la Historia– aparece una inversión de la relación causa-efecto. Eso que Ortega denomina «variaciones en la sensibilidad vital» no es la causa del desarrollo histórico, sino uno de los efectos en que éste se manifiesta. Del análisis del pensamiento de Ortega se deduce que esas variaciones son la forma en que se manifiesta un cambio de las Ideas, con mayúscula. Es decir, una variación en las ideas disueltas en cada época, que están flotando, y que el individuo no las posee, sino que está en ellas... Empero, a su vez, como fue enunciado por la teoría del materialismo histórico, y la investigación histórica empírica ha confirmado, esas Ideas surgen de las condiciones humanas de existencia. Es decir, de las condiciones en que el hombre realiza su actividad productiva, en función del desarrollo técnico y social y de los sucesivos problemas que tal actividad le va suscitando. Aunque hay un fluir constante de nuevas ideas –a lo largo de la historia de las formaciones sociales–, hay etapas en que éstas eclosionan con mayor abundancia, constituyendo un salto cualitativo respecto al nivel anterior. Sólo metafóricamente se puede definir tal fenómeno como «variación de la sensibilidad vital» y, en todo caso, no se manifiesta de forma homogéneamente generacional. Como en cada época histórica las nuevas ideas coexisten y luchan con las viejas –en función de la contraposición de intereses y distintos niveles gnoseológicos de quienes las sustentan, no puede sorprender que, en una misma generación esa «variación de la sensibilidad vital» se manifieste de forma muy diferente. Sin excluir que en una nueva generación puedan ser comunes algunas ideas, hay muchas más que son contrapuestas y conducen a los miembros de esa generación a un choque frontal. En ese sentido se podrían aducir muchos ejemplos históricos, pero, por su mayor nitidez, basta señalar el de la generación juvenil que en la década del treinta se enfrentó duramente entre sí desde posiciones fascistas y marxistas.

El concepto de generación es relevante en el campo biológico de la genética de poblaciones. Así, por ejemplo, la brevedad generacional de la Drosophila melanogaster permite formular leyes estadísticas sobre la transmisión de los genes y estudiar los fenómenos de mutación. En el campo de la literatura, también puede ser útil, taxonómicamente, el concepto de generación. Cuando enunciamos «generación del 98», «generación del 27», &c., todos tenemos en cuenta los rasgos comunes que caracterizaron a ciertos autores y su tendencia estética predominante. Incluso puede ser interesante –como hipótesis de trabajo aplicable a fenómenos como la veteranía de los dirigentes soviéticos y la irrupción juvenil en Occidente– la tesis orteguiana de que el espíritu de las generaciones se manifiesta en épocas cumulativas y épocas eliminatorias y polémicas. Esta utilidad relativa del concepto de generación lo sitúa en su adecuada perspectiva. Lo que ya nadie puede sostener seriamente es que el concepto de generación sea el más importante de la Historia, ni que la teoría de las generaciones sea capaz de sustituir al materialismo histórico como fundamento científico del estudio del desarrollo histórico. El escaso eco que esta teoría orteguiana tuvo internacionalmente, incluso entre los adversarios del marxismo, es bien elocuente.

Ortega frente a las masas

El Ortega juvenil que había luchado contra las instituciones retrógradas de la Restauración, polemizado con místicos y reaccionarios, intentado renovar las formas políticas, &c., tuvo continuidad en el Ortega maduro que se opuso a la Dictadura de Primo de Rivera y aglutinó a los mejores intelectuales al servicio de la Segunda República. Sin embargo, poco después de proclamada ésta pretende su rectificación, proporciona argumentos a sus adversarios –con su famoso «no es esto, no es esto»– y acaba desgajándose del campo democrático para adoptar una posición de imposible neutralidad frente a la agresión nazi-fascista del pueblo español. ¿Cómo fue esto posible? ¿ Cuál es la raíz de tal viraje? Las razones no son sólo políticas, sino ideológicas. Es decir, derivadas de las concepciones sociológicas e históricas que Ortega expuso en muchos escritos menores y, más sistemáticamente, en España invertebrada{13} y La rebelión de las masas{14}. Empero, tales razones superestructurales deben, a su vez, ser insertadas en el contexto del viraje que la burguesía española realizó después de proclamada la República, en la medida que el proceso democratizador que ésta inició amenazaba rebasar sus límites de clase. Como gran intelectual orgánico de la burguesía española. Ortega refleja con especial nitidez el pavor que a ésta produjo la agudización de la lucha de clases que ya se inició en el primer bienio republicano. De ahí la evolución de la burguesía media –entre la pequeña burguesía el fenómeno es más complejo– desde posiciones propias del liberalismo democrático a otras parafascistas.

Ahora bien, en Ortega no sólo se da ese reflejo de clase, sino también una reacción coherente con posiciones teóricas que se remontan a la década del veinte. En su España invertebrada, Ortega ya enuncia la tesis –aunque la desarrollará más plenamente en La rebelión de las masas– de que la contradicción fundamental de nuestra época es la que enfrenta a las masas con las minorías selectas. Para Ortega, «una nación es una masa humana organizada, estructurada, por una minoría de individuos selectos», y así, por contraste, «cuando en una nación la masa se niega a ser masa –esto es, a seguir a la minoría directora–, la nación se deshace, la sociedad se desmembra y sobreviene el caos social, la invertebración histórica»{15}. A juicio de Ortega, esa es la raíz del mal de España y no es propia de un vicio adquirido –un fenómeno de decadencia–, sino constitutivo. Siendo para Ortega el elemento germánico el determinante de la formación de las naciones occidentales, tuvimos la desgracia de que no fuesen los francos, sino los visigodos –un pueblo ya decadente y sin vitalidad–, los que desempeñasen esa función en la formación histórica de España. Por eso,

«en España no ha habido apenas feudalismo; sólo que esto, lejos de ser una virtud, fue nuestra primera gran desgracia y la causa de todas las demás (...). En efecto: la ausencia de los 'mejores' ha creado en la masa, en el 'pueblo', una secular ceguera para distinguir el hombre mejor del hombre peor, de suerte que cuando en nuestra tierra aparecen individuos privilegiados, la 'masa' no sabe aprovecharlos y a menudo los aniquila. El pretendido aliento democrático que, como se ha hecho notar reiteradamente, sopla por nuestras más viejas legislaciones y empuja el derecho consuetudinario español, es más bien puro odio y torva suspicacia frente a todo lo que se presente con la ambición de valer más que la masa y, en consecuencia, de dirigirla.»{16}

Aunque España invertebrada tenía el objetivo limitado de «definir la grave enfermedad de España», en él Ortega ya formuló el diagnóstico general sobre la sociedad de masas que luego desarrollaría:

«Procuremos, pues, transponiendo los tópicos al uso, adquirir una intuición clara sobre la acción recíproca entre masa y minoría selecta, que es, a mi juicio, el hecho básico de toda sociedad y el agente de su evolución hacia el bien como hacia el mal (...), vendremos a definir la sociedad, en última instancia, como la unidad dinámica espiritual que forma un ejemplar y sus dóciles. Esto indica que la sociedad es ya de suyo y nativamente un aparato de perfeccionamiento. Sentirse dócil a otro lleva a convivir con él y, simultáneamente, a vivir como él; por tanto, a mejorar en el sentido del modelo. El impulso de entrenamiento hacia ciertos modelos que quede vivo en una sociedad será lo que ésta tenga verdaderamente de tal.»{17}

Desde esta concepción aristocrática de la sociedad –que en algunos rasgos recuerda a la de los optimáticos de la Roma esclavista–, Ortega critica los fenómenos de la «sociedad de masas». Es decir, de los fenómenos derivados de la atmósfera espiritual que se forma en Occidente por la degeneración de la democracia liberal, por la burocratización de las instituciones públicas, por la extensión de las relaciones monetarias y de cambio a todas las formas de relación entre los individuos, &c. Se crea así un sistema de nexos sociales en el que cada persona se siente comparsa, representante de una función que se le impone desde fuera, se siente partícula de un principio impersonal: la muchedumbre. Contrariamente a Marcuse, que analizando tales fenómenos desde una, perspectiva de izquierdas los atribuye al capitalismo monopolista, Ortega realiza su crítica desde la derecha. A su juicio, esos fenómenos, engendrados por la ampliación de la actividad democrática de las masas, equivalen «a la invasión vertical de los bárbaros».

Ortega no podía ver salida a tal situación –que él consideraba dramática– en procesos revolucionarios progresistas. Por el contrario, consideraba a las revoluciones como afecciones de la inteligencia destinadas inexorablemente al fracaso:

«En efecto: cada revolución se propone la vana quimera de realizar una utopía más o menos completa. El intento, inexorablemente, fracasa. El fracaso suscita el fenómeno gemelo y antitético de toda revolución: la contrarrevolución. Sería interesante mostrar cómo ésta no es menos utopista que su hermana antagónica, aun cuando es menos sugestiva, generosa e inteligente. El entusiasmo por la razón pura no se siente vencido y vuelve a la lid. Otra revolución estalla con otra utopía inscrita en sus pendones, modificación de la primera. Nuevo fracaso, nueva reacción, y así, sucesivamente, hasta que la conciencia social empieza a sospechar que el mal éxito no es debido a la intriga de los enemigos, sino a la contradicción misma del propósito.»{18}

Ahora bien, si no se aceptan las consecuencias sociales y culturales de una democracia de masas, ni se tiene la esperanza depositada en procesos revolucionarios, sólo queda la alternativa de procesos regresivos dictatoriales «como castigo condigno a la rebelión de las masas», Ortega, como espíritu refinado, era alérgico al fascismo en sus formas externas. Lo criticó por su zafiedad y llegó a considerarle como una de las variantes de la rebelión de las masas, Sin embargo, la agudización de la lucha de clases le llevó a considerarlo como una solución temporal. Así, en 1934, en el prólogo a la cuarta edición de España invertebrada, decía:

«Debo decir que a mí, de todas esas ideas, las que hoy me interesan más son las que todavía siguen siendo anticipaciones y aún no se han cumplido ni son hechos palmarios. Por ejemplo: el anuncio de que cuanto hoy acontece en el planeta terminará con el fracaso de las masas en su pretensión de dirigir la vida europea. Es un acontecimiento que veo llegar a grandes zancadas, Ya a estas horas están haciendo las masas –las masas de toda clase– la experiencia inmediata de su propia inanidad. La angustia, el dolor, el hambre, la sensación de vital vacío la curarán de la atropellada petulancia que ha sido en estos años su único principio animador. Más allá de la petulancia descubrirán en si mismas un nuevo estado de espíritu: la resignación, que es en la mayor parte de los hombres la única gleba profunda y la forma más alta de espiritualidad a que pueden llegar. Sobre ella será posible iniciar la nueva construcción. Y entonces se verá, con gran sorpresa, que la exaltación de las masas nacionales y de las masas obreras, llevada al paroxismo en los últimos treinta años, era la vuelta que ineludiblemente tenia que tomar la realidad histórica para hacer posible el auténtico futuro, que es, en una u otra forma, la unidad de Europa. (...) Hay gentes que sienten una repugnante y hermética admiración hacia todo lo que parece un triunfo, y un desdén bellaco hacia lo que por el momento toma un aire de cosa vencida. Hubiese sido vano decir a esos adoradores de todos los Segismundos que Inglaterra, Francia, Alemania, sufrirán de los mismos males que nosotros. Cuando hace diez años anuncié que en todas partes se pasaría por situaciones dictatoriales, que éstas era una irremediable enfermedad de la época y el castigo condigno de sus vicios, los lectores sintieron gran conmiseración por el estado de mi caletre.»{19}

Desde tales premisas, no puede sorprender que en diciembre de 1937 Ortega –en abierto contraste con la casi totalidad de la intelectualidad que apoyaba la lucha del pueblo español contra el nazi-fascismo– se esforzase por romper la solidaridad internacional hacia la República. Así, en su «Epilogo para ingleses» a La rebelión de las masas, decía desde París:

«Mientras en Madrid los comunistas y sus afines obligaban, bajo las más graves amenazas, a escritores y profesores a firmar manifiestos, a hablar: por radio, &c., cómodamente sentados en sus despachos o en sus clubs, exentos de toda presión, algunos de los principales escritores ingleses firmaban otro manifiesto donde garantizaban que esos comunistas y sus afines eran los defensores de la libertad. Pero esa moderación que puedo ostentar por azar, no es 'natural'. Lo natural sería que yo estuviese ahora en guerra apasionada contra esos escritores ingleses. Por eso es un ejemplo concreto del mecanismo belicoso que ha creado el mutuo desconocimiento entre los pueblos. Hace unos días, Albert Einstein se ha creído con 'derecho' a opinar sobre la guerra civil española y tomar posición ante ella. Ahora bien, Einstein usufructúa una ignorancia radical sobre lo que ha pasado en España ahora, hace siglos y siempre. El espíritu que le lleva a esta insolente intervención es el mismo que desde hace mucho tiempo viene causando el desprestigio universal del hombre intelectual.»{20}

Sin olvidar que, tras su regreso a España, Ortega vivió marginado por el régimen franquista y fue víctima de diversos ataques ideológicos de los sectores más integristas, conviene situarle en su adecuada perspectiva política e ideológica. Ese ha sido nuestro propósito a lo largo de esta aproximación a una critica marxista de su pensamiento. Y ello es tanto más necesario si nos situamos en las conmemoraciones del centenario. Prácticamente todos los trabajos que con ese motivo han aparecido han sido apologéticos y exentos de rigor crítico. Todo ello, junto con las nuevas ediciones de sus obras, va a producir un renovado interés por la lectura de los textos de Ortega no exenta del riesgo de confusionismo ideológico. Entre el Ortega juvenil, liberal y progresista y el Ortega de la senectud, de nuevo liberal y demócrata, existe otro Ortega mucho más discutible. Es el Ortega antidarwinista, el que desprecia olímpicamente al marxismo, el que disocia liberalismo de democracia, el que desprecia a las masas y exalta a los selectos, el que –en su España invertebrada– no sólo ignora el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones, sino que proporciona argumentos al más cerril centralismo. Todo ello no sólo hace anacrónico a una buena parte del pensamiento de Ortega, sino también afín a quienes pretendan involuciones. No debe olvidarse que, en contraste con Benedetto Croce –del que Mussolini se jactaba no haber leído una sola página–, el pensamiento de Ortega sirvió de inspiración a José Antonio Primo de Rivera para formular la doctrina falangista. Por ello, sorprende que el dirigente socialista italiano Bettino Craxi pueda encontrar inspiración en el pensamiento de Ortega para un socialismo liberal (?). Aunque amplios sectores de la obra de Ortega hayan resistido el paso del tiempo, y puedan continuar inspirando a quienes se interesan por los problemas de la cultura, Ortega no llegó a ser el Benedetto Croce de la cultura y la política española. Mientras Croce mantuvo una combativa actitud frente al fascismo –y llegó a formar parte del primer Gobierno antifascista unitario que durante la contienda se formó en la zona liberada de Italia–, Ortega se desgajó del campo democrático, proporcionó armas ideológicas a sus adversarios, y cuando, al final de su vida, reasume su posición liberal, se limita, imitando a los estoicos, a reunirse en pequeños núcleos –Instituto de Humanidades, Revista de Occidente, &c.–, renunciando a la vida pública, al contacto con el pueblo.

Notas

{1} Mateo Arrazola, «La sociología de la razón vital», revista Nuestras Ideas, nº 6, Bruselas, Mayo 1959, pág. 37.

{2} José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo, Editorial Espasa-Calpe, Colección Austral, Madrid 1955, pág. 159.

{3} Op. cit., pág. 27.

{4} Op. cit., pág. 142.

{5} Gustavo Bueno, «Ortega y Gasset: un pensador indiferente al marxismo», Diario La Nueva España, Oviedo, 18 de marzo de 1983.

{6} De los trabajos críticos sobre el pensamiento de Ortega, publicados en la revista Nuestras Ideas, destacan 1) Federico Sánchez: «El método orteguiano de las generaciones», nº 1, junio 1957. 2) Antonio López: «Las ideas y los Hombres», nº 2, septiembre de 1957, pág. 124 y ss. 3) Mateo Arrazola: «La sociología de la razón vital», nº 6, mayo 1959, pág. 21 y ss. 4) José Luis Soriano: «Tópica sobre el marxismo y los intelectuales», nº 7, pág. 10 y ss. 5) Federico Sánchez: «Marxismo y lucha ideológica», nº 9, octubre 1960, pág. 9 y ss. 6) Tomás Imaz: «El liberalismo español», nº 10, pág. 25 y ss.

{7} Antonio Gramsci, El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Edición Revolucionaria, La Habana 1966, págs. 174, 175, 176 y 180.

{8} Antonio Gramsci, La cuestión meridional, Dédalo Ediciones, Madrid 1978. pág. 118.

{9} José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo, Editorial Espasa-Calpe, Col. Austral, Madrid 1955, págs. 84 y 85.

{10} Georg Lukács, El asalto a la razón (La trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler), Ediciones Grijalbo, Barcelona 1968, pág. 14.

{11} José Ortega y Gasset, El hombre y la gente, Revista de Occidente, Madrid 1957, pág. 111.

{12} José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo, Col. Austral, págs. 13, 14, 15 y 16.

{13} José Ortega y Gasset, España invertebrada, Revista de Occidente, Madrid 1971.

{14} José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Revista de Occidente, Madrid 1962.

{15} José Ortega y Gasset, España invertebrada, Revista de Occidente, Madrid 1971, págs. 103 y 104.

{16} Op. cit., págs. 136, 154 y 155.

{17} Op. cit., págs. 123, 124 y 128.

{18} José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo, Col. Austral, pág. 128.

{19} José Ortega y Gasset, España invertebrada, Revista de Occidente, Madrid 1971, págs. 24, 25 y 26.

{20} José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Revista de Occidente, Madrid 1962, págs. 308 y 309.

 

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