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El Catoblepas, número 75, mayo 2008
  El Catoblepasnúmero 75 • mayo 2008 • página 9
Filosofía del Quijote

El heroísmo de don Quijote

José Antonio López Calle

Un análisis de las múltiples facetas del proyecto quijotesco
de heroísmo caballeresco

¿Qué clase de héroe es don Quijote? Lo que está claro es que él quiere serlo, otra cosa es que lo sea. Por eso, hay que empezar distinguiendo entre la clase de héroe que él ansía ser y lo que realmente llega a ser, si es que alcanza a ser alguna especie de héroe. A su vez, debemos discernir, para caracterizar su heroicidad, entre su perfil general como héroe y su perfil particular. De acuerdo con esta última distinción dividimos este estudio en dos partes.

1. El perfil general de don Quijote como héroe

En esta primera parte nos proponemos investigar, desde una perspectiva muy genérica, sin perjuicio de algunas indicaciones particularizadoras, los rasgos más generales del heroísmo quijotesco. Y para acometer este plan, es menester remontarse a la antigua Grecia, donde se forjó una concepción literaria del heroísmo en la que localizamos los orígenes remotos del heroísmo caballeresco, el cual, como veremos, mantiene sin duda un estrecho parentesco con el primero. Puede decirse que el héroe clásico acrisolado en la antigua Hélade prefigura al héroe andantesco de la literatura caballeresca y, en la medida en que don Quijote tiene un proyecto de heroísmo andantesco que le induce a ser un émulo de éste, se puede afirmar igualmente que él es un descendiente de aquél, de la forma griega de entender el heroísmo.

Las raíces helénicas del héroe caballeresco

Don Quijote pretende ser un héroe caballeresco, al estilo, como ya hemos dicho, de Amadís de Gaula, al que, según confesión propia, aspira a imitar. Y el héroe caballeresco es, no obstante sus diferencias, a su vez una variedad del héroe clásico, procedente del modelo griego, según acabamos de señalar. En el Quijote se menciona a Hércules, Aquiles, Héctor, Ulises y Eneas como arquetipos de héroes. Pero al que más se presenta como afín al caballero andante de la literatura caballeresca, según una creencia que a don Quijote le gusta recordar, es asombrosamente a Héctor, quien formaba parte de la serie de personajes, unos históricos y otros legendarios, conocida como los Nueve de la Fama, de los cuales tres eran hebreos (Josué, David y Judas Macabeo), tres paganos (Héctor, Alejandro Magno y Julio César) y tres cristianos (Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillon), los cuales eran vistos en la Edad Media como modelos para los caballeros. Lo que aquí nos interesa destacar es que la raíz literaria más remota con la que se relacionaba al caballero andante es con el héroe troyano Héctor, ofrecido, pues, como un arquetipo digno de imitación por cualquier aspirante a caballero andante. Don Quijote declarará varias veces su intención de aventajar no ya las hazañas de Héctor, sino conjuntamente las de los Nueve de la Fama.

Los críticos españoles del neoclasicismo, como Mayans y Vicente de los Ríos, relacionaron el Quijote con la Ilíada. El primero veía en Aquiles el antepasado literario de don Quijote, en cuya locura percibía una semejanza con la cólera de Aquiles: «Yo no diferencio a Aquiles airado de don Quijote loco». Pero aun admitiendo esta concomitancia entre ambos personajes, bien es cierto que la cólera del héroe griego no deforma su visión de las cosas, y aun dejando aparte el carácter paródico del personaje cervantino, dista mucho el primero del segundo: no es un personaje itinerante, ni reparador de agravios y protector de los débiles; todas sus hazañas heroicas están centradas en la guerra de Troya, básicamente duelos y combates en la guerra, pero en su ciclo heroico no hay peleas con gigantes ni con animales o monstruos ni aventuras centradas en temas radiales. En suma, su repertorio de aventuras es más reducido y menos variado que el de don Quijote, pues ni comprende aventuras en los tres ejes del espacio antropológico, ni en los ejes en que las hay, en el circular y el angular, exhiben tanta variedad como corresponde al héroe caballeresco o a su imitador en clave de burla, como es el caso del hidalgo manchego.

En nuestra opinión, el héroe legendario griego que ofrece más afinidades con los caballeros andantes de la literatura de caballerías no es Héctor ni Aquiles ni Eneas ni siquiera Ulises, que ya se parece más, sino Hércules, a quien cabe presentar como el precursor literario del héroe caballeresco, con el que guarda sorprendentes semejanzas. Colérico como don Quijote, y propenso a sufrir accesos ocasionales de locura, fuerte y a la vez astuto, valiente y sufrido, a la manera del caballero andante recorre el mundo conocido, armado y montado a caballo (en uno de los caballos regalados por Poseidón) o a pie o corriendo, protagonizando toda suerte de aventuras, en cuyo transcurso realiza las más extraordinarias hazañas. El escenario de éstas comprende desde Grecia y el área más oriental del mundo conocido, el Cáucaso, Asia Menor y Arabia, pasando por ambas riberas del Mediterráneo (recorre todo el norte de África y la ribera oriental de España, el sur de Francia e Italia) hasta el Occidente más extremo.

Como los caballeros andantes, el héroe griego tiene una misión filantrópica que cumplir, protegiendo a los débiles, ayudando a los menesterosos, deshaciendo tuertos y reparando injusticias, bien es cierto que su sentido de la justicia no dista muchas veces mucho de la venganza o de la injusticia, como sucede cuando protege a los tebanos de los tributos abusivos impuestos por el rey Ergino de Orcómeno, pues luego de derrotarlo y acabar con tamaña tropelía comete él otra mayor al imponer a los habitantes de Orcómeno un tributo doble del que ellos habían impuesto a los tebanos. Pero esto se debe matizar diciendo que hay que evitar cometer anacronismos trasladando nuestro código moral actual al pasado, pues no debe olvidarse que las leyendas de Hércules reflejan los valores morales de los tiempos más remotos de Grecia; y tampoco se debe olvidar que incluso en la literatura caballeresca, aun siendo históricamente muy posterior, el sentido de la justicia y del uso de las armas, visto desde nuestros patrones actuales, está igualmente desquiciado en muchas ocasiones, en que los caballeros realizan venganzas, incluso el propio don Quijote en más de una ocasión habla de vengarse o de vengar a alguien, o se pelean a muerte por motivos nimios.

Pero Hércules no sólo se asemeja a los héroes caballerescos por ser un héroe andante y justiciero encargado de proteger a todo tipo de gentes. Además, su carrera aventurera, iniciada a los dieciocho años matando al león de Citerón, se despliega, como la de los caballeros andantes, llevando a cabo hazañas susceptibles de ordenarse a lo largo de los tres ejes del espacio antropológico. Sus aventuras circulares, en las que se enfrenta con otros hombres o con gigantes, bien individual o colectivamente, son numerosas, entre las que merecen destacarse aquellas en que ampara a doncellas en apuros (como a la princesa Hesíone, cuyo sacrificio a Poseidón impide, o a Hipólita y Deyanira, a quienes defiende de tentativas de rapto y violación), protege a los viajeros extranjeros sacrificados por el rey Busiris y a los viajeros asaltados por bandidos, libera a los oprimidos, como a Prometeo, y a los prisioneros, como Teseo; socorre a reyes o herederos legítimos frente a conquistadores o usurpadores; participa en duelos, como los habidos con Licaón o contra Periclímeno; encabeza expediciones militares al frente de ejércitos; combate con gigantes en duelo personal, como los que le enfrentaron con Anteo y Alcioneo, e interviene en la Gigantomaquia. Es necesario advertir que muchas de estas aventuras son mixtas, esto es, además de circulares, tienen componentes angulares. Así, por ejemplo, para salvar a la princesa Hesíone tiene que enfrentarse con Poseidón o para evitar la violación de Hipólita y Deyanira, se ve obligado a matar a los centauros que intentan forzarlas.

Protagoniza asimismo aventuras radiales, en las que un elemento impersonal, natural o artificial, constituye el fin de una proeza o tiene al menos un peso decisivo en ella, a saber: el viaje embarcado en la copa del Sol para trasladarse desde el Norte de África al Occidente lejano para realizar el décimo de sus célebres trabajos, el de los bueyes de Geriones, de los que se apodera y los embarca de regreso a Grecia en la copa del Sol, que le ha prestado Helios; el noveno de sus trabajos cuya meta es apoderarse del cinturón de la reina de las amazonas, Hipólita, cuyo interés reside en ser símbolo del poder de ella sobre su pueblo; el trabajo de la limpieza de los establos del rey Augias (sexto de sus trabajos); la aventura de las manzanas de oro de las Hespérides (el duodécimo de sus trabajos); la construcción o erección de las Columnas de Hércules. Aunque básicamente radiales, algunas de esta aventuras contienen ingredientes angulares, como la de las manzanas de oro, custodiadas por un dragón al que ha de abatir, o circulares y angulares a la vez, como el trabajo de los bueyes de Geriones, donde, para conseguir su objetivo, ha de abatir al gigante Geriones, dueño de los ganados, a su boyero Euritión y al perro monstruoso Ortro.

En la vida de Hércules tienen un gran relieve las aventuras angulares, en las que se enfrenta con animales reales e imaginarios y hasta con los mismos dioses. Los combates con animales reales son numerosos: además de matar al león de Citerón, que devastaba los rebaños de un país vecino de Tebas, siete de los doce trabajos tienen que ver con la contienda, caza o captura de animales: el trabajo del león de Nemea (primero de sus trabajos), que devoraba a los habitantes y ganados de esta región; el del jabalí de Erimanto (tercer trabajo); el de la cierva gigantesca de Cerinia (cuarto trabajo), que asolaba las cosechas; el de las aves del lago Estinfalo (quinto trabajo), multiplicadas en tal proporción que se convierten en una plaga para los países vecinos: devoran los frutos de los campos, destruyen las cosechas, incluso, según una tradición, devoraban también a las personas; el del toro de Creta (séptimo trabajo), al que captura y traslada a Grecia; el de las yeguas de Diomedes (octavo de los trabajos), yeguas carnívoras; el de los bueyes de Geriones (décimo trabajo), de cuyas manadas ha de apoderarse luego de abatir, como hemos dicho, al perro monstruoso Ortro que los cuida y ya, trasladados a Grecia, tiene que hacer frente a los tábanos enviados por Hera, lo cual volvió furiosos a los animales; el combate con el can o perro Cerbero, cuyo rabo acababa en una especie de dardo semejante al de un escorpión. Algunos de estos animales contienen, como se ve, elementos fantásticos.

Entre las aventuras con animales fabulosos están su pelea con la hidra de Lerna (segundo trabajo), serpiente de varias cabezas, cuyo hálito es mortal y que devoraba las cosechas y los ganados, además de matar, incluso durmiendo, a quienes se le acercaran, monstruo al que mata con flechas encendidas; en esta aventura Hera le envía a la hidra un cangrejo gigante, al que Hércules aplasta; el combate con el dragón de cien cabezas encargado de custodiar las manzanas de oro y el árbol que las producía, al que mata; el combate con los centauros, de los que abate a diez con flechazos.

Sus aventuras angulares también alcanzan a los dioses, con varios de los cuales tiene peleas (Helios, Océano, Poseidón, Hera, Apolo, Ares). Pero también cuenta con protectores divinos, como el mismo Zeus y Atenea. Las luchas entre dioses favoreciendo unos al héroe y otros intentando perjudicarle vienen a desempeñar en la vida de Hércules el mismo papel que las contiendas entre encantadores o magos en la literatura caballeresca. Y al igual que por encima de los enfrentamientos entre los dioses y el héroe, está la providencia de Zeus que vela por el éxito final de la prodigiosa carrera de Hércules, en la literatura de caballerías por encima de la intervención de los encantadores está la providencia de Dios que ampara al caballero llevándole al buen fin de sus aventuras.

Del héroe clásico al caballeresco

Heredero en gran medida del héroe clásico al estilo de Hércules, el héroe caballeresco es también un vencedor que tiene que recorrer, como ya apuntamos en el análisis de la aventuras quijotescas, un itinerario aventurero que se despliega igualmente por los tres ejes del espacio antropológico. Pero en el tránsito de la mitología griega a la literatura caballeresca medieval y moderna, sin duda en paralelismo con los cambios operados en la evolución de la religión olímpica o mitológica antigua al monoteísmo cristiano, se producen alteraciones importantes en algunos aspectos de la carrera de obstáculos que han de sortear los aspirantes a la dignidad de la heroicidad. La religión griega, en tanto religión secundaria intermedia entre la religión primitiva o zoomórfica y la religión monoteísta o terciaria, contiene aún numerosas referencias a animales, cuya presencia es constante, bien como animales reales o como animales fabulosos, ya actuando por cuenta propia, ya como propiedad de los hombres o de los dioses (piénsese en el león de Nemea, educado por Hera y por ella protegido, en la hidra de Lerna, criada por la misma diosa o en el cangrejo gigante o en los tábanos enviados también por ella contra Hércules, &c.). De ahí, por un lado, el enorme espesor del sector de las aventuras con seres zoomorfos, reales o fantásticos, dentro del eje angular, y de la preeminencia de este eje globalmente considerado sobre los otros dos ejes, de manera que las aventuras radiales y muchas de las circulares acaban siendo invadidas por elementos angulares, bien animales bien dioses y a veces ambos tipos de elementos angulares.

Pero con el cristianismo, cuyo espíritu envuelve la literatura caballeresca como el politeísmo olímpico impregna totalmente la literatura mitológica griega sobre los héroes, se rebaja el estatuto de los animales, a los que se les niega cualquier sentido numinoso y que incluso quedan muy alejados de los seres numinosos, siendo relegados en los casos más extremos a la condición de meras cosas. Por esto no es de extrañar que la sección de las aventuras con animales, reales o imaginarios, en los libros de caballerías se reduzca considerablemente. Los combates con animales en el Amadís son insignificantes comparados con los que, como hemos visto, protagoniza Hércules: la pelea del rey Perión con un león, los leones soltados contra Amadís y a los que esquiva abriéndoles una puerta y la lucha del mismo con el endriago de la isla del Diablo, una especie de dragón. Y en Tirante el Blanco desaparecen.

Pero a diferencia de los animales con que se enfrenta Hércules que todavía poseen resonancias numinosas, si no por sí mismos, por su vinculación con los dioses de los que son siervos a los que protegen, el león con que se enfrenta Perión está completamente desacralizado, no siendo más que un obstáculo más que el caballero debe superar para alcanzar la heroicidad. En cambio, los monstruos zoomorfos no es infrecuente que tengan un sentido numinoso, aunque negativo. Así el endriago que mata Amadís es un ser diabólico en cuya procreación han intervenido los demonios, con los cuales está vinculado su padre, un gigante malvado, que da culto a éstos y que yace con su propia hija, y de ahí el engendramiento de tal ser monstruoso. Por otro lado, la reducción de la sección de aventuras con animales, lo que acarrea un adelgazamiento del volumen global de los avatares angulares del héroe caballeresco, va acompañada a la par de un engrosamiento de la sección de las aventuras circulares, tanto en cantidad como en variedad, aunque se repiten no pocos esquemas de la proezas del héroe clásico (duelos, guerras, peleas con gigantes, &c.).

La mejor exposición de lo que es este tipo de héroe de los libros de caballerías, contemplado desde una perspectiva genérica, la hallamos en el parlamento-discurso (una conversación entre don Quijote y Sancho) en el que el propio don Quijote traza las líneas maestras de las etapas en la carrera del héroe caballeresco (I, 21, 193-6): realización de hazañas extraordinarias teniendo siempre como norte reparar agravios y deshacer tuertos, reconocimiento y recepción como héroe acreditado en una corte real, realización de nuevas hazañas a favor del rey, entre las que priman las de carácter bélico en defensa del monarca (o emperador, en su caso), y recompensa final, que entraña fama, casamiento con la hija del rey (o del emperador ) y herencia del reino o de un imperio, y recompensa al escudero, que se hace extensiva a la lista de parientes, amigos y aliados que le han ayudado a ascender a tan alto estado. La historia de Amadís, el prototipo de los caballeros andantes de la literatura caballeresca española, es un perfecto calco de este esquema, muy posiblemente extraído de ella. Veámoslo.

Amadís, luego de ser armado caballero, empieza realizando importantes proezas individuales que extenderán su fama hasta la corte del rey Lisuarte, donde será honrado y agasajado y, a la vez, lugar de encuentros con su amada Oriana; estas proezas consisten normalmente en combates singulares con otros caballeros, a veces se enfrenta con varios a la vez, pero también otras veces combate en unión de otros caballeros, particularmente con parientes suyos, como sus hermanos Galaor y Florestán o su primo Agrajes. Este tipo de aventuras predominan en los dos primeros libros del Amadís, en los que sólo hay dos de tipo bélico, la batalla contra las huestes del rey irlandés Abiés en el primero de ellos, aunque a la postre se resuelve en combate singular entre el protagonista y el rey, del que naturalmente el primero sale victorioso, y el combate de los cien entre el rey Lisuarte y Cildadán, rey de Irlanda, en el segundo, en que cada bando se enfrenta al otro, de acuerdo con lo pactado entre ambos, con una hueste prefijada de cien caballeros y en el que la sobresaliente actuación de Amadís da la victoria al rey Lisuarte.

A partir del libro tercero, inicia un nuevo ciclo de aventuras que lo llevarán a la cumbre de su heroica carrera, un ciclo que ya no se circunscribe al ámbito de la Gran Bretaña, sino que amplía su círculo geográfico, con el nombre de Caballero de la Verde Espada, hasta las regiones de Centroeuropa, como Alemania y Romanía, para terminar su peregrinación en la deslumbrante corte de Constantinopla, donde su fama le ha precedido y es recibido y agasajado por el emperador. De acuerdo con el esquema del itinerario aventurero del caballero andante trazado por don Quijote, en esta última parte, aunque no escasean las contiendas singulares o en pequeños grupos, la carrera del héroe alcanza su cenit involucrándose en grandes empresas bélicas, de las cuales son un buen exponente la batalla contra los siete reyes, en que la brillante actuación de Amadís da la victoria al ejército del rey Lisuarte, y la batalla naval contra los romanos para liberar a Oriana con que finaliza el libro tercero.

Y con nuevas guerras en el libro cuarto, la habida entre el ejército de Amadís y sus múltiples aliados, de un lado, y el del rey Lisuarte y sus aliados romanos, del otro, y la batalla final contra el rey Arábigo y los suyos, en auxilio de Lisuarte, en las que nuevamente sale victorioso Amadís, pero no sin la ayuda de sus familiares, amigos y aliados, se prepara el desenlace final, en que la prodigiosa trayectoria del héroe, culminada con la instauración en el mundo de la justicia y la paz, resulta recompensada con el matrimonio con Oriana y la celebración de las bodas, unas bodas que quedan realzadas con los matrimonios y bodas múltiples y simultáneos de sus parientes, amigos y aliados más próximos, entre los cuales se hace además un reparto de los territorios conquistados tras tanto batallar, estableciendo así a la vez un nuevo orden político, del que Amadís es el último artífice. Y él mismo, galardonado en virtud de sus muchos buenos servicios por el rey Lisuarte con la herencia de sus reinos, se dispone, a petición de Urganda, la cual le anuncia que ya ha llegado el momento de que, una vez pacificado el mundo, comience a sentir el amargor de reinar, a asumir las tareas de gobierno en este nuevo orden, aunque no será ya en el Amadís, sino en su continuación, las Sergas de Esplandián, donde se erigirá como gobernante virtuoso y nuevo rey de la Gran Bretaña.

Don Quijote, émulo paródico del héroe caballeresco

Como bien se ve, el héroe caballeresco, tal como Amadís, es, pues, como el helénico, un triunfador, cuya carrera el hidalgo manchego no se conforma con describir, sino que él mismo aspira a emular y aun a superar. Pero don Quijote no logra ser el héroe caballeresco vencedor que sueña ser, siendo sus pretensiones heroicas constantemente parodiadas por Cervantes, de manera que una y otra vez concluyen en desventura y en el último capítulo, recobrada la cordura («Yo tengo juicio ya libre y claro»), reconoce que no ha actuado libremente, sino bajo el influjo de las «sombras caliginosas de la ignorancia» que sobre él se extendieron extraviando su juicio como efecto todo ello de la continua leyenda de los detestables libros de caballerías, y que sus acciones como don Quijote, y no como Alonso Quijano, han sido, pues, obra de la locura.

No es, sin embargo, lo que hoy se denomina un antihéroe, personaje más bien negativo, a veces incluso nihilista, cuyo prototipo podría ser Bartleby, el escribiente, el personaje de Melville, cuya respuesta o reacción a cualquier situación es «Preferiría no hacerlo», que machaconamente repite. El caballero manchego, por el contrario, prefiere actuar; si por algo se caracteriza es por ser pura voluntad de hacer grandes gestas de acuerdo con el programa caballeresco que acabamos de resumir.

Es cierto que, a pesar de sus fracasos, no reniega de sus ideales caballerescos y además interviene sobre el mundo para hacerlo mejor sin darse nunca por vencido. Repetidamente fracasa, y vuelve a intentarlo, como un nuevo Sísifo, sin lograr transformarlo en algo mejor, empeorándolo no pocas veces, como ya vimos. Su lema bien podría ser: hay que resistir o tener paciencia ante las adversidades, lo cual se considera como una virtud fundamental del caballero andante por parte de don Quijote (II, 3, 568). «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible» (II, 17, 677), proclama él mismo. Pero todo esto no justifica que se le deba considerar un héroe. En realidad, don Quijote no pasa de ser un héroe intencional, sólo consigue ser un proyecto de héroe. Ahora bien, ¿un héroe intencional es realmente un héroe? Nuestra respuesta es que no. Además, la locura se cierne como una sombra de duda sobre las pretensiones heroicas del hidalgo, pues todo lo que ha realizado bajo la identidad de don Quijote no es, como hemos sugerido antes, libre decisión de su voluntad, sino resultado de la compulsión a que está sometido por su estado de enajenación psíquica. Incluso su esfuerzo y su ánimo que no le faltan, a pesar de las desventuras, se alimentan finalmente de la locura, que le conduce a obrar bajo engaño creyendo ser lo que no es y la cual es a la vez raíz de su empecinamiento. En cuanto cesa la locura y con ella el engaño en que ha vivido atrapado temporalmente, se apaga don Quijote como tal y vuelve a ser Alonso Quijano.

Como ya hemos apuntado en otros lugares, don Quijote es, en realidad, un héroe paródico, un remedo burlesco y cómico del heroísmo caballeresco tan exacerbado de la literatura de caballerías. Es, como anticipó ya en el siglo XVII Nicolás Antonio, un «nuevo Amadís a lo ridículo» y muy parecidamente a fines del siglo siguiente Juan Pellicer lo describe como «un verdadero Amadís pintado a lo burlesco». De acuerdo con esto, es un error interpretar la novela como una dramatización del contraste entre ilusión y realidad. Cervantes no dramatiza la caída de la ilusión a la gris realidad ordinaria, sino que la parodia cómicamente. El conflicto entre ambas no se nos presenta desde un ángulo dramático, sino desde una ángulo satírico.

Desde esta perspectiva, es, pues, un error, frecuente en los abanderados de las interpretaciones simbólicas, presentar a don Quijote como un héroe romántico enfrentado a la adversidad, a un mundo hostil. Nadie ha insistido tanto en esto como Benjumea, el introductor en España en la segunda mitad del siglo XIX de las concepciones simbólico-románticas del Quijote. Según este crítico, esta obra no es otra cosa que el gran drama de un hombre de ánimo esforzado e imbuido de entusiasmo por todo lo heroico y por los más excelsos ideales en lucha sublime con los obstáculos que ofrece la vida, esto es, los males, pasiones e intereses del mundo, un drama que no es sólo el de don Quijote, sino un drama trascendental, el de toda la humanidad y por ello el tema y argumento eterno de toda gran obra literaria.

Un rasgo de este tipo de visiones de don Quijote como héroe romántico enfrentado a la adversidad es que tiende a disolver la locura del personaje, la cual deja de ser lo que realmente es, una enfermedad, que la sobrina del hidalgo denonima con gracia «la enfermedad caballeresca» (I, 6, 66), para convertirse en no otra cosa que el entusiasmo heroico de un individuo por los más altos ideales humanos, un entusiasmo que en el hidalgo, a diferencia del hombre común, se manifiesta con una fuerza fuera de lo ordinario. Esto último es cierto dicho de los héroes caballerescos, como Amadís, a quien constantemente vemos en lucha contra la adversidad en nombre de los más elevados ideales caballerescos, pero no lo es dicho de don Quijote. El mundo no es hostil al hidalgo manchego; es él el que, arrastrado por su imaginación delirante, el que percibe el mundo como hostil, viendo obstáculos, peligros y enemigos donde no los hay; es él el que, como efecto de su real locura, lejos de tener un mundo adverso frente a él, genera adversidades y peligros para quienes tienen la mala suerte de cruzarse en su camino.

2. El perfil particular de don Quijote como héroe

El heroísmo quijotesco, al igual que el heroísmo caballeresco, del que se nos presenta como una imitación paródica, se despliega en una serie de facetas relevantes que particularizan el carácter de su acción en el mundo. Todas ellas estaban previstas en las leyes de la caballería. He aquí las principales de ellas, que pasamos a analizar:

1ª. Don Quijote como héroe ético

Como tal, su función fundamental consiste en socorrer a los menesterosos, a los ofendidos y desvalidos o débiles, sin importar su condición social: «Dejad en su libertad y libre albedrío a la persona que en esa fortaleza o prisión tenéis oprimida, alta o baja, de cualquiera suerte o calidad que sea» (II, 29, 776). Al expresarse así, don Quijote no hace otra cosa que reiterar un ideal característico y persistente de la caballería medieval, la cual, según escribe Ramón Llull en su Libro de la orden de caballería (1275), tiene como oficio «favorecer a viudas, huérfanos y desvalidos; pues así como es costumbre y razón que los mayores ayuden y defiendan a los menores, debe ser costumbre de la orden de caballería, por ser grande, honrada y poderosa, dar socorro y ayuda a los que les son inferiores en honor y fuerza» (op. cit., 2ª parte, parágrafo 19).

Esta dimensión ética del personaje es omnipresente en la novela y es la que más se suele destacar en la mayor parte de los comentarios y estudios sobre el personaje. No menos omnipresentes son la constante reflexión de don Quijote acerca del carácter ético de su misión como caballero andante y su autopresentación como reparador de ofensas y auxiliador de menesterosos, en lo que no cabe ver sino una intención irónica por parte de Cervantes.

Esto difiere mucho del tratamiento literario de esta faceta del caballero andante en los libros de caballerías, en los que es el narrador el que glosa este aspecto de su misión y no el protagonista. Amadís no habla nunca de sí mismo como deshacedor de tuertos y agravios, asunto que queda reservado para el autor u otros personajes. Por otro lado, aunque tanto en los libros de caballerías y en el Quijote se hace hincapié en esta faceta del héroe cuyo alcance, en principio, llega hasta cualquier persona necesitada sin reparar en su calidad u origen social, según lo exigía además una de las reglas de la caballería, lo cierto es que las aventuras caballerescas se centran sobre todo en el socorro de personajes de la nobleza. Nunca vemos a Amadís amparando a personas del estamento llano.

En el Quijote en gran medida sucede lo mismo; en sus más conocidas aventuras se figura estar ayudando a princesas o infantas, doncellas, damas principales, a caballeros heridos u oprimidos, e incluso a alguna reina, como en la aventura del barco encantado, aunque no falta alguna, como la de Marcela, en que protege a una villana, o la de las bodas de Camacho, en que interviene para impedir una pelea entre villanos. Puesto que el hidalgo manchego es como un Amadís escapado de su libro para actuar, no en un mundo caballeresco ficticio construido a la medida de los tópicos y convenciones literarios del género, sino en el presente histórico, era inevitable que el sedicente caballero se topase con gentes de toda condición social. En cuanto saliese de su pueblo había de encontrarse con venteros, arrieros, campesinos, pastores, &c., esto es, con miembros del estado llano más que con personajes de la nobleza, como le sucedía a Amadís y demás caballeros andantes de la ficción literaria, quienes no se cruzaban en su camino, en el artificioso e idealizado mundo en que se movían, sino con doncellas, dueñas, princesas, caballeros, &c.

Pero, aunque importante sin duda el perfil ético de don Quijote, hay otras dimensiones suyas de extraordinaria importancia, que merecen un comentario.

2ª. Don Quijote como héroe moral

Este aspecto de la personalidad de don Quijote no suele destacarse en la inmensa mayoría de interpretaciones. Los admiradores del héroe suelen derretirse en éxtasis exaltando la dimensión ética del personaje, pero su dimensión moral no es menos importante y de hecho él tiene conciencia de la proyección moral de su misión desde el primer capítulo, cuando declara, nada más enloquecer, que el fin de hacerse caballero andante y salir por todo el mundo en busca de aventuras es, amén del aumento de su honra y el cobro de eterna fama, el servicio de su república (I, 1, 30-1). Es más, incluso la primera faceta se subordina, en cierto modo, a la segunda.

Como héroe moral, al menos en intención, don Quijote tiene como función defender la sociedad de sus amenazas y de ahí su deber de perseguir a los malhechores. Así, al final de la aventura de Marcela, declara que «no quería ni debía ir a Sevilla (a donde le invitaban a ir unos caminantes), hasta que hubiera despejado todas aquellas sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas» (I, 14, 129). Como héroe moral el deber de don Quijote consiste en contribuir a preservar no al individuo por el mero hecho de ser individuo personal, misión ética, sino a la sociedad, persiguiendo a aquellos que la ponen en peligro. Como en el caso anterior, esta faceta moral del personaje se inspira remotamente en el oficio del caballero medieval de proteger a la sociedad de los malhechores. Función del caballero, comenta Llull, es «guardar los caminos y defender los labradores», esto es, mantener la seguridad de los campesinos en los campos o despoblados; y más contundentemente afirma que «traidores, ladrones, salteadores deben ser perseguidos por los caballeros» (op. cit., 2ª parte, parágrafos 22 y 23 respectivamente).

Naturalmente, en el terreno literario tampoco esta faceta es original del hidalgo manchego, sino un remedo satírico del mismo rasgo del caballero andante, que constantemente andaba a la búsqueda, por campos y florestas, de malhechores, normalmente caballeros malvados, a veces gigantes, que no hacían otra cosa que raptar doncellas, dueñas o princesas o apresar a otros caballeros en sus castillos. Faceta moral a su vez inspirada en la misión del caballero medieval de proteger a la sociedad de sus enemigos antisociales. También en este punto el libro de caballerías se atiene sólo al ámbito del estamento nobiliario: los malvados malhechores que el caballero andante persigue nunca son plebeyos, como sí parecen serlo aquellos de los que don Quijote piensa despejar Sierra Morena, lo cual halla su explicación en que el Quijote es una ficción realista en que su protagonista ejerce su función en el presente histórico de la España de la época.

En el caso precedente de la persecución de ladrones, es inequívoco el carácter moral de la función que don Quijote se autoasigna, pero en muchas ocasiones en las aventuras de don Quijote, como en las protagonizadas por los caballeros andantes cuyo ejemplo pretende seguir, los aspectos ético y moral son indisociables, aunque sí discernibles conceptualmente, siendo posible analizarlos desde una perspectiva ética o desde una moral. Reparar un agravio o una injusticia es una tarea ética en cuanto el caballero justiciero la realiza sin mirar a quién protege, si es un noble o un plebeyo, pero simultáneamente es una tarea moral en tanto ejecutar ese cometido entraña perseguir a malvados o malhechores que suponen una amenaza para la seguridad de la sociedad de la que forman parte las víctimas. A veces entran en conflicto la exigencia ética del héroe y la moral. Así, en el episodio de los galeotes actúa como héroe ético que libera a los individuos, sin atender a que son delincuentes.

Tampoco faltan las facetas militar y política en don Quijote, que asimismo son dimensiones morales de la vida humana, en tanto la milicia y la política tienen como función última preservar, proteger y garantizar la permanencia en el tiempo de una sociedad política, y, por tanto, deberían abordarse aquí, pero debido a su especial relevancia en la vida del hidalgo y en su proyecto caballeresco las tratamos de manera independiente.

3ª. Don Quijote como héroe militar

Esta faceta suele ser pasada por alto en los más conocidos estudios del personaje. Y, sin embargo, la carrera del héroe caballeresco, según el propio don Quijote se la representa, culmina en el ámbito de la milicia, de la cual el caballero andante tiene el más elevado concepto, pues la estima, dejando aparte la religión, como la más noble actividad a la que un hombre puede dedicar su vida. Don Quijote no sólo comparte esta visión con los caballeros andantescos a los que desea emular, sino que incluso nos ofrece un discurso en el que fundamenta la superioridad de las armas sobre las letras.

Luego de refutar la tesis que asocia las armas con la mera fuerza bruta (con el uso del cuerpo) y las letras con el entendimiento (con el uso del espíritu), mostrando que la práctica de la guerra requiere fortaleza, ánimo y mucho entendimiento (como bien se ve en la estrategia y táctica militares, en la previsión de las intenciones y estratagemas del enemigo, &c.) y que, por tanto, la actividad militar es a la vez corpórea y espiritual y no menos espiritual que las letras, pasa al ataque aduciendo que las armas tienen preeminencia, primero, por tener como fin la paz, que es, amén del mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida, la verdadera meta de la guerra, y, en segundo lugar, porque sin las armas y la paz que garantizan no habría ni letras ni leyes, las cuales no podrían sustentarse sin aquéllas, con las que se defienden las repúblicas. Siendo así, no es de extrañar que la dedicación a la vida militar goce para un caballero andante de mayor aprecio que cualquier otra y que don Quijote, decidido a seguir la estela de Amadís, la estime igualmente como una escuela de valor y sacrifico, la mayor fuente de honor y de gloria que cabe alcanzar en esta vida.

De acuerdo con esta concepción, la milicia es una fase crucial en el itinerario vital del héroe caballeresco, que está, por tanto, obligado a participar en expediciones militares y combatir en la guerra, ya que no basta con haber demostrado méritos sólo éticos y morales o valentía en desafíos, justas y torneos como guerrero individual o en pequeños grupos. Es menester además dar pruebas de valor en la guerra al servicio de un rey para merecer la calificación de héroe y así lograr la gloria.

En efecto, uno de sus cometidos consiste en combatir en la guerra al servicio de un rey o emperador o de un noble en defensa de sus estados o dominios frente a terceros: es misión del caballero andante, dice el propio don Quijote, pelear en la guerra, vencer al enemigo y triunfar de muchas batallas (I, 21, 195). La aventura de los rebaños, en que don Quijote, si bien de forma imaginaria, cree intervenir en la contienda entre dos grandes ejércitos refleja este aspecto del héroe, aunque presentándolo de forma paródica. Eso sí, la forma suya de actuar en la guerra es muy parecida a la de los caballeros andantes que toma como modelo. Un caballero como Amadís es un guerrero individual incluso cuando participa en aventuras bélicas. En la batalla del rey Perión de Gaula contra el rey Abiés de Irlanda, que pretende conquistar el reino de Gaula, al final ésta se decide en un duelo personal entre el rey Abiés y Amadís. Y cuando no es éste el caso, como en la batalla del rey Lisuarte de Gran Bretaña y los siete reyes confabulados contra él, en la que se enfrentan tropas con miles de efectivos, el narrador no nos dice nada sobre la estrategia de los contendientes, que parece darse por sentada, y Amadís, acompañado de su padre y su primo Norandel, se mete en ella, en apoyo del rey Lisuarte, y a partir de entonces al narrador le importa preferentemente el papel desempeñado por Amadís, a cuya actuación individual se atribuye la clave de la victoria, como si los ejércitos fuesen meros comparsas para dar lustre a la intervención definitiva del colosal héroe.

Don Quijote sigue el mismo esquema de actuación en lo que él se figura ser una gran batalla entre ejércitos de caballeros y gigantes. Discípulo de Amadís, bien que paródico, prescinde de toda estrategia y táctica y, sin consultar al emperador Pentapolín del Brazo Arremangado, rey de los garamantas, al que ha decidido prestar su apoyo, se mete en la liza como si fuese un guerrero de cuya acción individual dependiese la victoria en la contienda. Con tan disparatadas ideas en la cabeza, se dirige directamente, no sin pedir a las huestes de Pentapolín que le sigan y le abran camino en medio de los ejércitos, hacia la posición del emperador enemigo, Alifanfarón, buscando el cuerpo a cuerpo para resolver en un duelo con el enemigo sarraceno la batalla: «¿Adónde estás, soberbio Alifanfarón? Vente a mí, que un caballero solo soy, que desea, de solo a solo, probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que das al valeroso Pentapolín Garamanta» (I, 18, 161).

4ª. Don Quijote como héroe político

No se trata de combatir por combatir. Las proezas bélicas del andante caballero tienen una finalidad política, en tanto van orientadas a cumplir una función que éste toma a su cargo, a saber: la defensa de reinos (II, 1, 556). Y si los caballeros andantes toman a su cargo la defensa de los reinos y de los monarcas agraviados o en apuros, según dictaban las leyes de la caballería, no es de extrañar que don Quijote, siguiendo su ejemplo, intervenga a favor del reino o imperio de Pentapolín. Pero el hidalgo manchego, erigido en defensor de reinos, no toma a su cargo sólo la defensa abstracta o imaginaria de reinos o imperios fantásticos, sino que también se interesa por la defensa de España, a la que ve amenazada por el poder turco.

Preocupado por este asunto, se atreve a sugerir al rey Felipe III que recurra a los caballeros andantes para doblegar a los turcos, quienes, además de constituir una amenaza por sí mismos, en complicidad con los corsarios argelinos, respaldaban las continuas incursiones de éstos por toda la ribera mediterránea española y por las posesiones de la Corona en Italia y el Mediterráneo oriental, como las costas del reino de Nápoles, de Sicilia y Malta. Pide al rey que convoque a todos los caballeros andantes que vagan por España para que se dirijan a la corte y se pongan a su servicio, aunque, en realidad, media docena bastarían, según él, para abatir el poder otomano. Para él esto no tiene nada de sorprendente, pues acostumbrado a las fantasías absolutamente inverosímiles de los libros de caballerías que toma, en su delirio, por crónica históricas, encuentra normal que unos pocos caballeros andantes desbaraten la armada turca, que, según la información del cura, se había puesto en movimiento. En ellos había leído que un solo caballero andante había deshecho un ejército de doscientos mil hombres. Espoleado por estas fantasías adueñadas de su cerebro, no duda ni un instante, aunque veladamente, para que el cura, el barbero y su sobrina no sospechen de su intención de volver a salir como caballero andante, incluso en postularse a sí mismo para cumplir esta misión: «Pero Dios mirará por su pueblo y deparará alguno que, si no tan bravo como los pasados andantes caballeros, a lo menos no les será inferior en el ánimo; y Dios me entiende [= y Dios sabe de quién hablo], y no digo más» (II, 1, 552).

Pero la dimensión política del personaje, cuyo tratamiento se suele omitir también en los estudios cervantinos, no se limita a defender reinos y reyes en un brete. La carrera del héroe caballeresco, según el propio don Quijote la concibe, llega a su cenit en el terreno de la política ejecutiva, en la cual confluyen su faceta ética, moral y militar. El ejercicio del mando político y no el mero actuar al servicio del mismo es el fin último al que aspira el caballero andante, fin que se debe entender a la vez como meta final a la que tiende como premio a sus servicios, entre los que priman los de índole militar, y como término final de su carrera como caballero andante, tras lo cual inicia una nueva fase en su vida, no ya como andante caballero, sino como gobernante. Precisamente el Amadís termina con el mandato de Urganda al heroico protagonista de que abandone la vida de caballero andante y se dedique a gobernar. Esto es, el destino final del héroe caballeresco es acceder a la más alta dignidad política, convertirse en rey o emperador. De acuerdo con esto, don Quijote espera alcanzar, como recompensa por sus servicios, la herencia de un reino o un imperio, para ejercer, a partir de entonces, como única tarea el mando político.

5ª. Don Quijote como héroe cristiano

Don Quijote, como aspirante a héroe, es inconcebible al margen del cristianismo católico, como lo es también el héroe caballeresco. La literatura caballeresca carece de paralelos en otras civilizaciones, a excepción quizás de las novelas japonesas sobre samuráis. Sólo que en el caso de don Quijote queda acentuado su carácter católico, como no podía ser de otro modo tratándose de un personaje creado en el contexto de una España en que el catolicismo era parte esencial de su identidad no sólo religiosa, sino asimismo política. Son numerosos los pasajes que a este efecto cabe traer a colación, no sin antes señalar también que el cristianismo católico es una dimensión tan esencial de don Quijote como héroe caballeresco que envuelve o compromete a todos los demás, es decir, no tiene sentido hablar del componente ético, moral, militar y político al margen del catolicismo, pues estos cuatro aspectos se despliegan en acciones en función de los principios del catolicismo.

Por lo demás, el pensamiento católico de don Quijote se mueve dentro de la más estricta ortodoxia, al igual que el de Cervantes, quien no duda además en recordarlo a través del personaje de Sansón Carrasco, el cual en el decurso de las conversaciones con don Quijote y Sancho sobre las repercusiones sociales de la publicación de la primera parte del Quijote, hace alarde de la ortodoxia religiosa del libro con estas palabras: «La tal historia es del más gustoso y menos perjudicial entretenimiento que hasta ahora se haya visto, porque en toda ella no se descubre por semejas [= ni por asomo]...ni un pensamiento menos que católico» (II, 3, 572).

1) Don Quijote, ministro de Dios

En el discurso-conversación de don Quijote con el gentilhombre Vivaldo él mismo nos presenta la profesión de la caballería andante como destinada a cumplir una función cuya razón última de ser es la propia voluntad de Dios, no siendo los caballeros andantes otra cosa que el brazo armado de Dios en la tierra para cumplir su misión de instaurar la justicia y la paz: «Somos ministros de Dios en la tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia» (I, 13, 112). En realidad, don Quijote no hace más que formular de una forma particularmente expresiva lo que ya se había estatuido, por influencia de la Iglesia, en las leyes medievales que regulaban el funcionamiento de la institución de la caballería, en las que la profesión de caballero se presenta como el más noble y honrado oficio dado por Dios a los hombres, dejando aparte, claro está, el de los clérigos, consagrado a hacer justicia a las gentes, a favorecer a los desvalidos de toda condición y a combatir sólo por una causa justa. El caballero medieval es, pues, un servidor de Dios y como tal actúa, lo que se les recordaba en la ceremonia religiosa de armarse caballero.

El caballero andante literario, reflejo idealizado de la caballería medieval, se nos presenta igualmente como alguien cuya misión específica está al servicio de Dios. Mientras Amadís se dispone a acometer el combate con el endriago, el cortejo de sus acompañantes se ponen a rezar invocando la protección divina para quien, después de todo, no hace otra cosa que obrar al servicio de Dios:»Hincados de rodillas rogaban a Dios que guardase aquel caballero que por su servicio dÉl...así conoçidamente a la muerte se ofreçía» (Amadís de Gaula, III, 73, 1140). Pero difieren en el tratamiento literario de esta faceta del héroe caballeresco el Amadís y el Quijote. En el primero se trasluce más que se expresa el papel de éste como brazo ejecutor de la justicia divina en el mundo a través de sus aventuras, pues a la postre la concepción cristiana de la misión caballeresca forma parte natural del horizonte intelectual de su acción, por lo que no hace falta poner énfasis especial en ello. En cambio en el segundo, al presentarse como libro paródico, que tiene por tanto como referencia otros libros, sí necesita insistir en ello, y además para que resulte aún más satírico, a través del propio don Quijote, con lo cual se genera un conflicto entre las sublimes pretensiones justicieras del hidalgo, revestidas de una cobertura divina, y la ridiculez de sus realizaciones.

En esta línea de elevación religiosa de la profesión de caballero, al sedicente ministro divino manchego le gusta comparar la orden de la caballería andante con las órdenes religiosas, a las que incluso aventaja, según él, en dos aspectos: primero, en que mientras los religiosos se limitan a pedir el bien de la tierra, los caballeros ponen en ejecución el bien que ellos piden, haciendo uso de las armas si la situación lo requiere; y segundo, el estado del caballero andante es, si no tan bueno como el de los religiosos, más trabajoso, sacrificado y expuesto a privaciones. Con estas ideas en la cabeza, no ha de asombrar que llegue a presentar la caballería como una forma de religión (II, 8, 608).

2) Don Quijote, defensor de la fe católica

Hasta tal punto es así, que en el discurso de don Quijote sobre las causas justas del recurso a las armas, se afirma que la primera razón por la cual una persona prudente o la república (el Estado) deben tomar las armas arriesgando su vida y hacienda es por defender la fe católica, causa que antepone a la defensa de la patria, a la de la propia vida, a la de la honra, familia y hacienda, y al servicio del rey en guerra justa (II, 27, 764). El mismo mensaje transmite cuando se cruza con el mozo que va a la guerra al que anima a convertirse en soldado señalándole que nada produce más honra y provecho que el ejercicio de las armas si éste va orientado primeramente a servir a Dios y luego al rey (II, 24, 739). Al convertir la defensa de la fe católica en la función preeminente del caballero andante e incluso de cualquier persona, por encima de cualquier otra causa, don Quijote, sin desdeñar que ello sea además un reflejo de los valores morales dominantes de la sociedad española del momento, no hacía sino seguir una de las consignas de la caballería medieval cuyo primer oficio en el orden de las prioridades era, según señala Llull, el de «mantener y defender la santa fe católica» (op. cit., 2ª parte, parágrafo 2).

3) Don Quijote, teólogo

La impregnación cristiana de don Quijote es tal y así lo declara en sus parlamentos que el propio Sancho, luego de escucharlo, llega a verlo como si fuese teólogo; y en otro pasaje lo elogia sugiriendo que podría ejercer perfectamente de gran predicador. Y en el discurso sobre la ciencia de la caballería andante, don Quijote dice que el caballero andante, además de otros requisitos, debe ser teólogo, para saber dar razón de la doctrina cristiana que profesa (II, 18, 682-3).

4) Don Quijote, adalid de las virtudes cristianas

Son numerosos los pasajes en que se hace referencia a los valores éticos y morales cristianos que deben guiar la acción del caballero andante. Se condena la venganza y exalta el amor al prójimo. Declara don Quijote que la santa ley cristiana que profesa manda hacer bien a nuestros enemigos y amar a los que nos aborrecen.

Hay un pasaje en que nuestro héroe exalta las virtudes contrarias a los siete pecados capitales (II, 8, 606) y en otro dictamina que el caballero andante debe practicar las virtudes teologales y cardinales (II, 18, 683). El conjunto de las virtudes cristianas constituyen para él auténticas normas de acción, que señalan lo límites puestos por el cristianismo, fuera de los cuales no han de salir sus obras y sin las cuales no cabe ser un buen caballero andante.

Todo el pensamiento de don Quijote denuncia su carácter católico, incluso cuando versa sobre conceptos dotados de resonancias paganas o al menos profanas, como es el de la fama, al cual, como ya sucedía en los libros españoles de caballerías, se le imprime un sello cristiano. Como caballero andante, aspira a alcanzar la fama, objeto de deseo de los hombres como premio que sus grandes hazañas o hechos merecen. Pero como caballero cristiano, reconoce que la búsqueda de una fama que no tenga más alcance que el recinto del mundo es pura vanidad, una fama perecedera, que por mucho que dure, se habrá de acabar con el mundo mismo que tiene un fin señalado. La búsqueda de la fama mundana sólo es legítima en la medida en que se tenga la mira puesta en la gloria celestial, gloria eterna a la que aquella se ha de subordinar. Teniendo esto en cuenta, los caballeros andantes cristianos, admite don Quijote, pueden andar por todas las partes del mundo buscando ocasiones que les permitan convertirse en caballeros famosos, siempre y cuando ello no disminuya su condición de cristianos, sino que se incremente a la par. Esto es lo que predica el ingenioso hidalgo, pero no siempre es coherente con esta cristianización de la fama. No pocas veces se comporta de una manera que invita a pensar que el horizonte de su actuación caballeresca está dominado por la búsqueda de la gloria mundana, como les sucedía a los caballeros andantes de la ficción literaria.

Finalmente, la moral política de don Quijote es la del catolicismo. Esto bien se puede percibir en la serie de consejos político-morales de buen gobierno en que instruye a su escudero cuando burlescamente es nombrado gobernador de la ínsula Barataria. Primero de todo, como preámbulo de la exposición, el noble hidalgo se encarga de definir el marco cristiano-teológico de ejercicio de la actividad política con la advertencia a Sancho de que el cargo de gobernador es una merced recibida que no cabe atribuir a su merecimiento, sino al cielo, que así lo ha dispuesto (II, 42, 867).

Luego, procede a explicarle los consejos que deben ser su norte y guía en el proceloso mar de la política si quiere llegar a puerto seguro, de los que entresacamos como los principales los siguientes: que el temor de Dios debe guiar la acción de gobierno; que la práctica del autoexamen, además de aportarnos un conocimiento ajustado de lo que somos como base de una actuación realista, resulta útil como freno de cualquier tentación de engreimiento; que la virtud es superior a la sangre; que el gobernante no ha de usar el cargo como fuente de beneficios, aunque sea utilizando a su mujer de tapadera, de modo que, simulando él rechazarlos, sea ella la que los reciba, pues el día del Juicio Final habrá de rendir cuentas, consejo que se complementa con el que le da el Duque a Sancho cuando le comunica el nombramiento de gobernador, a saber, que las riquezas terrenales sólo tienen valor si ayudan a ganar las del cielo; y por último, que debe ser justo y equitativo, pero compasivo, clemente y misericordioso.

Aunque algunos, como Américo Castro en su El pensamiento de Cervantes, han querido ver aquí la influencia de moralistas antiguos, como Isócrates, especialmente de su Parénesis o exhortación a la virtud, que circulaba en el siglo XVI en traducciones asequibles que Cervantes podría haber leído y en el que se encuentran algunos consejos similares, lo cierto es que éstos pertenecen a la enseñanza común de la época teñidos de inspiración cristiana, de manera que ello hace innecesario buscar fuentes tan lejanas, bien es cierto que sin negar por ello que Cervantes pudiera haberlas conocido, pues de la obrita citada y otras de similar tenor, heredadas del pensamiento clásico antiguo, circulaban traducciones asequibles en la España cervantina. En efecto, en la literatura de aquel tiempo abundaban las colecciones de máximas destinadas a orientar al político o al gobernante, tal como los llamados espejos o regimientos de príncipes. Manuel Fernández Álvarez ha llamado la atención sobre la semejanza de los consejos de don Quijote a Sancho con los que le había dado Carlos V a su hijo Felipe, cuando éste no era más que un príncipe (Cervantes visto por un historiador, Espasa Calpe, 2005, pág. 505).

 

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