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El Catoblepas, número 74, abril 2008
  El Catoblepasnúmero 74 • abril 2008 • página 14
Artículos

Gonzalo Fernández de la Mora:
una visión crítica de la transición

Pedro Carlos González Cuevas

Los acontecimientos más recientes han venido a demostrar que los diagnósticos y las alternativas regeneradoras de Gonzalo Fernández de la Mora (1924-2002) distan mucho de haber perdido vigencia
 

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Gonzalo Fernández de la Mora responde a una pregunta en el programa La Clave

1. Un día triste y un recuerdo envenenado

Quizás en el futuro se interprete la fecha del 2 de noviembre de 2005 como una de las más tristes de la reciente historia de España. Aquel día se celebró en el Congreso de Diputados un debate sobre el proyecto de reforma del Estatuto de Cataluña. El desarrollo de aquel acto no sólo sirvió para constatar que el «consenso» entre los dos partidos mayoritarios se había roto en mil pedazos, sino que tuvo la virtud de escenificar de manera elocuente la dialéctica inherente al llamado Estado de las autonomías hacia la secesión; y, sobre todo, la influencia determinante de los movimientos nacionalistas de la periferia en la vida política española. La aparición en el hemiciclo de los representantes de los partidos catalanes –Arturo Mas, Manuela de Madre, José Luis Carod-Rovira– tuvo mucho de teatral. En su discurso, Mas defendió la «soberanía» del Parlamento catalán para formular sus proyectos, expresando el deseo de que España se reconociera «tal como es y se acepte tal como es: plurinacional, pluricultural y plurilingüística». De Madre denunció «la España franquista y de la miseria», que la obligó, como andaluza, a emigrar a Cataluña. Como si el Principado no formara parte entonces de esa España. Defendió que Cataluña era «una nación»; lo que, según ella, no implicaba negar la nación española, por que ésta er= a «una nación de naciones». Y, frente a las críticas de un sector de la opinión pública y del Partido Popular, dijo: «ni las infamias ni las mentiras podrán nunca contra la fuerza democrática de la razón». El nuevo Estatuto catalán serviría, en fin, para «fortalecer nuestro sistema político y la unidad de los demócratas y progresistas». Es decir, de la izquierda. Por su parte, Carod-Rovira recordó la figura de Luis Companys. Criticó la discriminación que, a su juicio, sufrían los catalanes, que tenían «una renta disponible inferior a la media española, con coste de la vida superior a la media estatal, con infraestructuras y servicios de peaje, sin las prestaciones sociales o los medios de apoyo a las empresas propias de otras comunidades y con industrias en crisis». Utilizó de forma torticera un artículo de «Azorín» en ABC, para defender que en España existía un «Estado y varias naciones». Y conminó a los allí presentes a que España asumiera de una vez por todas «su condición plural con sinceridad y convicción, y no como un engorro insoportable y molestia inevitable». A continuación intervino José Luis Rodríguez Zapatero, que defendió su particular interpretación del Estado de las autonomías y afirmó que las comunidades autónomas encontraban, a veces, dificultades para poner en marcha políticas públicas «verdaderamente propias»; y que el culpable de esa situación no era otro que el Estado, porque, en su opinión, algunas leyes básicas habían tenido un «carácter expansivo», es decir, que determinadas normativas invadieron competencias exclusivas de la comunidades autónomas. El presidente del Gobierno afirmó incluso que «durante todos estos años han existido excesos de centralismo». Sostuvo, además, que Cataluña tenía «identidad nacional y ello es perfectamente compatible con el artículo 2 de la Constitución que considera a España como nación de todos». Y señaló que existía un margen de negociación en lo que se refería a las «competencias compartidas» entre el Estado y las autonomías. Recordó que en un estudio de la OCDE se había dejado bien claro que «los países con una mayor descentralización, como Alemania, Canadá, Estados Unidos o Finlandia tienen mayor cohesión territorial en términos de renta»; y puso como ejemplo a Extremadura que si en 1980 alcanzaba el 54% de la renta media nacional, hoy alcancaba el 72%. Lo que no señaló Rodriguez Zapatero es que, desde 1986, las regiones más pobres reciben más dinero de la Unión Europea que los ricos –lo que no es achacable a su status administrativo–, y que el Estatuto extremeño se aprobó en junio de 1982. En su intervención, Mariano Rajoy negó que se estuviera ante un proyecto de reforma del Estatuto catalán, porque el texto proclamaba «la existencia de una nación y reclama para sí las competencias de un Estado». El proyecto defendía una «comunidad autárquica que adopta con franqueza las hechuras de una constitución para una región emancipada». Y es que, en el fondo, Cataluña no era «más que una coartada para que el señor Rodríguez Zapatero lleve adelante sus fantasías federalistas y comience a caminar hacia la España plurinacional, el Estado Federal Asimétrico o la Confederación Ibérica de Naciones». Se trataba, en fin, de «un intento de reforma subrepticia de la Constitución, una reforma que pretenden imponernos a la chita callando, pasito a pasito, a través de sucesivos hechos consumados y cuyo final no está claro ni para su promotor»; y que retrotraería a España a los albores del siglo XVIII.

Rajoy se quedó sólo. El catalanista Durán y Lleida atribuyó el título VIII de la Constitución a la influencia catalanista, y sostuvo que el concepto de «nacionalidad» tan sólo fue un «eufemismo para evitar la palabra nación en un proceso de negociación vigilado por los poderes fácticos del anterior régimen». Comparó, además, la ayuda económica de Alemania a España, dentro de la Unión Europea, con la de Cataluña al resto de las comunidades españolas. Más vehemente fue la intervención de Juan Puigcercós, que denunció, de manera extemporánea, «los intentos de genocidio cultural y lingüístico sufridos por Galicia, Euskadi y els Països Catalans (sic)»; lo mismo que a «la derecha xenófoba anticatalana», la «derechona». Abogó por mantenerse «firmes ante los reaccionarios», en pro de la «radicalidad democrática a favor de una legislación progresista»; y por una alianza con la izquierda española, ya que «entre los objetivos comunes se incluye el avance en la configuración plurinacional del Estado». Recordó la guerra civil, la «participación activa en la lucha antifascista entre los años 1936 y 1939" y, por supuesto, «la fraternidad y la lucha clandestina contra la dictadura franquista». Afirmó que Cataluña era «una sociedad económica estresada», y que, en consecuencia, resultaban necesarios «nuevos instrumentos y recursos para ejercer nuestra solidaridad», ya que los catalanes eran víctimas de un «espolio fiscal». Y es que la unidad nacional española invocada por el Partido Popular era tan sólo patrimonio de «la casta dominante que siempre ha mandado». El nacionalista vasco Erkoreka expresó su «solidaridad y apoyo» a las reivindicaciones catalanistas, calificando a sus críticos de «talibanes de la Constitución». Y es que el texto constitucional era un «texto abierto y ambiguo, suceptible de lecturas muy diferentes, todas posibles, todas ellas fundadas y todas ellas legítimas». Y señalaba: «El Estado autonómico solo solo ha podido hacerse desde una interpretación bastante laxa y flexible del marco constitucional...». Reprochó a Rodríguez Zapatero su rechazo del Plan Ibarreche; y profetizó: «Hoy se discute vuestro Estatuto; mañana, no lo duden, estará el nuestro. Todo ello para bien de todos y de la República». El eco-comunista-catalanista Herrera acusó al Partido Popular de «catalanofobia». Evocó ucrónicamente a «los defensores del Madrid republicano con los que se solidarizaba el pueblo catalán». Sin recordar –o conocer– la amargura de Manuel Azaña con respecto a las actitudes desleales de los nacionalistas catalanes y vascos hacia el bando republicano. Abogó por un modelo de Estado federal y por el reconocimiento de Cataluña como nación; lo que, a su entender, era compatible con el contenido del texto constitucional, ya que éste en su preámbulo hablaba del «pueblo español, pero también de los pueblos de España, reconociendo ese carácter de España como nación de naciones». El comunista Llamazares recordó al «presidente Azaña»; denunció una supuesta «involución de la derecha española»; y propugnó «el reconocimiento de la pluralidad y del desarrollo federalista de la Constitución española». El nacionalista canario Rivero apoyó las reivindicaciones catalanistas y pidió la reforma del Estatuto de Canarias. El galleguista Rodríguez Sánchez se mostró partidario de «un Estado confederal transparente»; alabó «la fortaleza del pueblo catalán y su voluntad de ser diferente para ser existente». «La misma voluntad –recalcó– que nos mueve a nosotros, y que Galicia necesita». El aragonesista Labordeta señaló «la necesidad de avanzar con paso más firme y decidido en ese camino hacia un autogobierno que resuelva satisfactoriamente para todas las partes implicadas la realidad plurinacional que existe en este Estado». La nacionalista vasca Lasagabaster dió su apoyo a los catalanistas, señalando que el proyecto había tocado «la médula de aquello que quedó inacabado en la transición, el encaje de los derechos colectivos de las naciones en el Estado». Igual que anteriormente lo había hecho Erkoreka, Lasagabaster reprochó a Rodríguez Zapatero el rechazó del Plan Ibarreche. Y, de la misma forma, sentenció: «Hoy se discute vuestro Estatuto; mañana será el nuestro». Barkos Berruezo, de Nafarroa Bai, señaló que el marco constitucional había sido superado por las reivindicaciones de catalanes, vascos, gallegos, valencianos y andaluces. Y dejó bien claro: «Solo los ciudadanos decidimos cuando y hasta donde queremos llegar en el ejercicio de nuestros derechos». El socialista Pérez Rubalcaba acusó al Partido Popular de «anticatalanismo visceral», profetizando que «España saldrá reforzada al aprobar la reforma del Estatuto de Cataluña».

A continuación intervino Rodríguez Zapatero, que señaló que «nada está en riesgo»; y que el nuevo Estatuto de Cataluña sería «la culminación del Estado autonómico». Y, ante la defensa de la Constitución de 1978 realizada Rajoy, el Presidente del Gobierno recordó el voto negativo al texto constitucional de uno de los fundadores de Alianza Popular, Gonzalo Fernández de la Mora: «Usted pertenece a una familia política, desde su origen y desde su militancia política, que tuvo muchas dudas con la Constitución, que no votó el título VIII, que alguno de sus referentes políticos, como el señor Fernández de la Mora, no votó la Constitución». Lo que produjo airadas protestas en los escaños de la derecha; y un diputado gritó: «Que se calle!». Seguramente tales gritos no fueron en defensa de la memoria del autor de El crepúsculo de las ideologías. Luego, Rodríguez Zapatero acusó al Partido Popular de «intransigencia constitucional». Después volvieron a intervenir los representantes del Parlamento catalán. Mas atacó a Rajoy, al que tachó de «salvapatrias». Y lo mismo hizo Manuela de Madre, quien negó que el proyecto de reforma fuese anticonstitucional; y concluyó: «Ni siglo XVIII, ni siglo XIX; después del XVIII vino el XIX y con el XIX la Inquisición». Sin comentarios. Carod Rovira acusó al líder popular de estar «simplemente en contra de Cataluña»; y de utilizar el Estatuto «como arma para desgastar a un Gobierno progresista». En sus respuestas, Rajoy señaló que Rodríguez Zapatero «no sabe adonde va ni adonde lleva a España»; le pidió «más razones y menos tópicos». Hizo un auténtico panegírico de la Constitución de 1978, «un hito histórico y lo fue para superar el pasado, para traer la democracia y la libertad», «nos dió los mejores 25 de años de nuestra historia moderna». Y, como colofón, acusó a Rodríguez Zapatero de oficializar «la ruptura de lo que ha sido la mejor garantía de nuestra estabilidad política a cambio de no se sabe qué –que es lo peor– ni con quien». Sin embargo, no hizo mención alguna a la figura de Gonzalo Fernández de la Mora, ni a sus planteamientos{1}.

Meses después, la aprobación del nuevo Estatuto catalán, pese a las enmiendas y retoques a que fue sometido el proyecto en los trámites parlamentarios, ha dado lugar a la ruptura del principio de paridad entre las autonomías concediendo a Cataluña el rango de interlocutor directo con el Estado; lo que significa la instauración de un modelo de relación confederal privilegiado. El nuevo Estatuto catalán define al Principado como una «nación»; regula una comisión bilateral Generalidad-Estado, e incluye el agua, la inmigración, la investigación y el desarrollo entre sus competencias exclusivas, y para aquellos apartados de estas materias que son compartidos con el Estado, su coordinación se reserva a los instrumentos bilaterales que el propio Estatuto prevé{2}. Todo el proceso puso de relieve, además, la primacía de los intereses de partido sobre el interés nacional, como demostró la actitud de algunos líderes socialistas, como Alfonso Guerra, quien, a pesar de sus críticas al contenido del proyecto, lo apoyó en el Parlamento.

Por todo ello, el debate del 2 de noviembre de 2005 puede ser considerado como un fiel reflejo de la situación en que se encuentra la sociedad española en general y sus sectores conservadores en particular. Aquella sesión parlamentaria tuvo, además, la virtud de recordar, aunque fuese de forma indirecta y negativa, a una figura proscrita del escenario político-intelectual por la propia derecha española, desde 1978: Gonzalo Fernández de la Mora. Su condena al exilio interior fue, en cierta forma, lógica, dadas las circunstancias, pues Fernández de la Mora nunca fue un pensador cómodo o acomodaticio. En realidad, pese a su escepticismo con respecto al régimen de partidos, resultó ser uno de los pocos pensadores de la derecha española, quizás el único, que se tomó verdaderamente en serio la esencia del sistema demoliberal, es decir, el pluralismo agonístico.{3} De ahí sus críticas, hoy más actuales que nunca, al modelo político avalado por el texto constitucional de 1978. Por desgracia, la derecha española, bajo el liderazgo de Manuel Fraga y luego de José María Aznar, en lugar de aceptar con todas sus consecuencias esa lógica agonística, optó por el consenso de centro. Cayó así, si se quiere, en lo que Thomas Darnstädt ha denominado la «trampa del consenso» o, lo que es lo mismo, la permanente transacción y la irresponsabilidad organizada{4}. Y para tal viaje, Fernández de la Mora era un compañero imposible. En el caso de Rodríguez Zapatero, un hombre de mentalidad equívoca, turbia, su alusión al autor de El crepúsculo de las ideologías era claramente retórica y sofística, tratando simplemente de condenar al Partido Popular como antidemocrático, sin entrar para nada en las razones que llevaron al dirigente de Alianza Popular a rechazar el texto constitucional. Jugaba así, como suelen hacer la mayoría de los políticos, con la ignorancia del conjunto de la opinión pública y de la inmensa mayoría de la población. Y es que Fernández de la Mora forma parte del grupo de pensadores que suelen ser condenados sin tan siquiera ser oídos o leídos; alguien que ha dado lugar a erróneas interpretaciones y que se ha convertido en símbolo de un régimen político, como el franquista, hoy universalmente condenado, y que hace sospechosos a quienes consideren ese régimen con un mínimo de objetividad. En la actualidad, un intelectual de esas características solo puede ser marginado, porque, siguiendo la lógica del establishment político-mediático, un pensador, o acierta, es decir, piensa como nosotros, como los buenos, como se ha descubierto que hay que pensar, o no merece el mejor crédito. Pero tal actitud significa, en el fondo, desconocer por completo la gracia –y la desgracia– de la aventura de pensar. A quien quiera estar seguro de acertar, de «ir con la historia» y de tener toda la razón, lo mejor que se le puede aconsejar es que no piense. Por ello, con toda justicia, podemos preguntarnos, ¿cuál fue el contenido de sus críticas al sistema político de 1978? Veámoslo.

2. Una crítica razonada

A partir de los años sesenta, Fernández de la Mora había elaborado una teoría funcional del Estado. A su juicio, el tipo de Estado que se correspondía con la nueva «edad positiva» caracterizada por el desarrollo económico y tecnoburocrático y la decadencia de las ideologías tradicionales, no era el demoliberal, ni el socialista, ni el nacionalista, sino lo que denominaba «Estado de razón», desideologizado y cuya elite directiva serían los «expertos». Su legitimidad no radicaría en la voluntad general o nacional, o en una utopía social, sino en la «eficacia», es decir, en su capacidad para garantizar el orden, la justicia social y el desarollo económico{5}. Lo más aproximado en el contexto español al «Estado de razón» era, en aquellos momentos, el régimen político acaudillado por el general Franco, al que llegó a denominar el «Estado de obras», por su capacidad para modernizar la sociedad española a lo largo de su égida{6}. Sin embargo, el «Estado de razón» ha de ser conceptualizado ante todo como un idea regulativa que no necesariamente se identifica con un sistema político concreto, pues presupone e incluso se anticipa a cualquier sistema real, aunque sea como posibilidad objetiva de que se encarne en la sociedad histórica, al margen de que la comunidad donde se ubica sea consciente de lo lejos que se encuentra aún de cumplir las exigencias para su logro. Lo que significa que el «Estado de razón» puede tener diversas concreciones históricas, siempre que cumplan las garantías del orden, la justicia y el desarrollo. Como dirá el propio Fernández de la Mora: «La medida de las constituciones no está en su fidelidad a unos apriorismos, sino en su eficacia objetiva. El problema jurídico-político consiste, pues, en instrumentar las fórmulas más adecuadas a las circunstancias concretas. Esto en modo alguno significa escepticismo, porque, dado un fin y una coyuntura determinadas, siempre hay un medio que es el mejor. Pero no convirtamos un temporal punto de apoyo en estrambote del Decálogo, porque acabará esclavizándonos. Es lo que aconteció con la monarquía absoluta y lo que ahora con el demoliberalismo, benéfico en un sitio y mortífero en otro. Un Estado es bueno en tanto en cuanto es capaz de mantener un orden cada vez más justo, y de fomentar el desarrollo. Este fin se ha desarrollado en la Historia con muy diferentes estructuras de Poder»{7}.

Sin embargo, en plena crisis del régimen, Fernández de la Mora se convirtió en su más coherente defensor. Lejos de resultar anacrónico, el proyecto político que configuraba el sistema político nacido de la guerra civil suponía, en la práctica, la superación dialéctica tanto del liberalismo como del marxismo. Implicaba una síntesis que asumía las libertades concretas y la propiedad privada, la unidad sindical y la igualdad de oportunidades, la redistribución de la renta y la planificación indicativa, las instituciones representativas y la separación de funciones. Rechazaba, en cambio, de ambos modelos los partidos políticos y la estatización de la propiedad privada, la lucha de clases y el pluralismo sindical. Y concluía: «Los ideales que los demoliberales y los marxistas intentan alcanzar con sus respectivas fórmulas los ha servido nuestro sistema mejor que ningún otro. Cuanto no sea promover la continuidad creadora o la evolución homogénea me parecería una insensatez y una exhortación al retroceso y quizás a la tragedia»{8}.

No obstante, fue consciente de la deslegitimación sufrida por el régimen; y se dolió de que, en aquellos momentos, el mundo cultural, intelectual y universitario se encontrara impregnado de marxismo y de liberalismo. «El Estado –dirá– no se ha defendido doctrinalmente; ha dejado el campo a sus contradictores, los cuales están lavando el cerebro a la burguesía». A su juicio, la única forma civilizada para contrarrestar aquella ofensiva ideológica era una «política de rearme intelectual» por parte del régimen{9}. Pero nadie le siguió en tal empresa. Como reconocería años después se perdió «la batalla del pensamiento»{10}.

Ante la Ley de Reforma Política, Fernández de la Mora sostuvo que aquel proyecto era rupturista; y propuso una serie de cambios en su contenido: existencia de una cámara elegida por sufragio universal y otra de representación orgánica con igualdad de poderes; el Consejo del Reino debería tener facultades que limitasen la capacidad regia de convocar consultas; y el sistema electoral sería mayoritario{11}. Sus propuestas fueron rechazadas; lo que hacía «irreversible», a su juicio, el proceso hacia la democracia liberal: «La razón es evidente: el revisionismo ha creado un clima de duda en torno a la estructura y a la representatividad de las instituciones, y muy singularmente de las Cortes». Y, al final, señalaba significativamente: «La democracia orgánica está siendo sustituída por la inorgánica. Esta vieja fórmula ¿podrá ser en la España actual un Estado de obras? En cualquier caso, quien aspire que así sea, deberá aceptar las nuevas reglas del juego para tratar de que el régimen de partidos sirva al orden, a la justicia y al desarrollo, y no al conflicto, el privilegio y a la retórica»{12}.

Consecuente con esta actitud, Fernández de la Mora, a diferencia de Blas Piñar y otros representantes de la derecha tradicional, jamás propugnó alternativas violentas, ni cayó en el catastrofismo. Tampoco en el utopismo moralizante de un José Luis López Aranguren, o en el negativismo ultraizquierdista de un Manuel Sacristán. Sus alternativas siempre fueron concretas y viables dentro del nuevo régimen de partidos. Miembro fundador de Alianza Popular, su actividad política puede sintetizarse en la defensa de lo que denominaba «decoro político», es decir, la coherencia entre la teoría y la praxis por encima de todo oportunismo{13}.

Poco después de la muerte de Franco, Fernández de la Mora publicó su libro La partitocracia, en el que, de forma premonitoria, sometió a crítica el funcionamiento concreto régimen del partidos contemporáneo, a partir de los supuestos de la sociología elitista de Pareto, Mosca, Michels, Schumpeter y Aron. Desde esa perspectiva, la voluntad general tan sólo era un mito; y son las elites las que guían a las masas. La oligarquía era, en ese sentido, la «forma transcendental de gobierno». La democracia liberal no equivalía así a un utópico gobierno del pueblo; era tan sólo un sistema para la selección de las minorías dirigentes. La evolución del régimen liberal hacia la democracia de masas llevaba a un mayor nivel de oligarquización del sistema político. El punto esencial de esa evolución se encontraba en que el control decisivo de la vida política había pasado del parlamento a la cúpula de los partidos. Por ello, la democracia liberal desembocaba inevitablemente en la partitocracia, cuyos efectos en la vida social y política no podían ser más destructivos, ya que anulaba la división de poderes, la dialéctica parlamentaria, la autodeterminación de los electores e incluso el gobierno de la mayoría{14}.

Intimamente relacionado con ello, se encontraba la crisis del parlamentarismo. Sus fundamentos doctrinales eran la publicidad; la búsqueda de la verdad mediante la discusión; y la representación de la voluntad general a través del sufragio. El primero de los puntos era, a su juicio, más teórico que real, porque la disciplina de partido y el oportunismo solían impedirlo: «Los acuerdos, tanto más cuanto más importantes, suelen tomarse en reuniones secretas de algunos líderes, habitualmente sólo dos. Lo que después se refleja en los debates, si es que trasluce algo, es la fachada de unas interioridades que no llegan al público. Cuando los parlamentarios eran un conjunto de notables independientes, la publicidad de los debates podía ser reveladora; pero la integración de los diputados en la estructura partitocrática ha relajado la verdadera discusión a la clandestinidad superminoritaria. Sobre este punto arquímedeo se apoya la crisis del parlamentarismo moderno». Con respecto al tema de la discusión, resultaba igualmente muy dudoso que en los parlamentos contemporáneos se dieran las condiciones para que el desarrollo de un proceso de búsqueda colectiva de la verdad histórica, política o moral. En primer lugar, porque en el Parlamento no se suele decir lo que es impopular; en segundo, porque los parlamentarios no pueden decir realmente lo que piensan, ya que están sujetos a la disciplina de partido y, en consecuencia, al pacto; y en tercero, porque no se daban las condiciones básicas de homogeneidad entre las partes para que pudiera desarrollarse el proceso dialéctico en pos de la verdad: «En los parlamentos soberanos no hay verdades definitivas, ni jurídicas, ni políticas, ni siquiera históricas, ya que hay legislaturas que reescriben el pasado nacional coloreándolo a su antojo. Esta peculiar dialéctica parlamentaria se parece poco a la de la razón, que es la única permanente, objetiva y construye por acumulación». Menos plausible aún era la hipótesis de la representación nacional, ya que eran las cúpulas de los partidos políticos quienes seleccionaban a los candidatos, «cuyo carácter mayoritario es la mediocridad». Además, la llamada voluntad general no pasaba de ser «una elaboración especulativa, que no existe en la realidad». «De hecho, solo hay voluntades personales, discrepantes o concordantes, pero de unos individuos determinados». Tampoco el parlamentarismo podía legitimarse desde el ángulo de su capacidad legislativa, porque en un Estado moderno los legisladores eran, en realidad, los expertos, limitándose los parlamentarios a seguir las instrucciones de los líderes y votar unas leyes «que ninguno conoce». En ese proceso, el Parlamento ni siquiera servía para controlar el gasto estatal, a causa de la complejidad del tema fiscal y presupuestario; y, sobre todo, porque el gobierno con su mayoría solía hacer prevalecer siempre los incrementos impositivos y sus planes de reparto de créditos: «El partitocratismo ha conducido –señalaba– a la desaparición efectiva de la más antigua y saludable función de las asambleas representativas, el control de las finanzas públicas». Finalmente, el parlamentarismo no garantizaba la gobernabilidad, porque exigía unos requisitos de estabilidad y de homogeneidad, a través, sobre todo, del bipartidismo, que raramente se cumplían. De todo ello se deducía que el sistema parlamentario no era «un imperativo moral de cumplimiento preceptivo so pena de culpabilidad o ilegitimidad»; era tan sólo una «técnica constitucional como tantas otras, uno de los innumerables procedimientos que cabe adoptar para organizar el Estado»{15}.

Convocadas las elecciones en junio de 1977, el resultado fue muy negativo para Alianza Popular, que sólo logró diéciseis escaños. Fernández de la Mora fue elegido diputado por Pontevedra. La Unión del Centro Democrático, de Adolfo Suárez, fue la gran triunfadora, con ciento sesenta y cinco escaños. No obstante, los socialistas consiguieron más de cinco millones de votos; y también lograron importante presencia los nacionalistas vascos y catalanes. Todo lo cual hacía imposible el proyecto de reforma de las Leyes Fundamentales. Por ello, Fraga y sus partidarios no tuvieron otra opción qua apoyar a Suárez, para la elaboración de un nuevo texto constitucional. Fernández de la Mora atribuyó el triunfo ucedista al apoyo del «aparato local y provincial del antiguo Movimiento, del que el entonces Presidente Suárez había sido Secretario General». «La centenaria tradición española del pucherazo creo que no se quebró totalmente hasta las elecciones generales de 1982»{16}. El resultado de las elecciones dió, en su opinión, a las nuevas Cortes carácter constituyente de facto; lo que planteaba el problema de si la reforma debía ser total o parcial. Los problemas fundamentales, a la hora de restaurar el régimen de partidos, era garantizar ciertos hábitos y acuerdos entre las elites políticas: coincidencia en los valores fundamentales de la nación; subordinación de los intereses partidistas a los comunitarios; una dialéctica racional; un número reducido de grupos políticos; y, sobre todo, la aceptación de las reglas de juego. En ese sentido, la reforma constitucional debía centrarse en una serie de puntos nodulares: atribución de la plena potestad legislativa a las Cortes y la necesaria retramitación de proyectos ordinarios de los decretos-leyes promulgados por el gobierno en atención a excepcionales razones de urgencia, con lo cual se delimitaría el ámbito de la función ejecutiva; el origen parlamentario del presidente del gobierno mediante el voto mayoritario del Congreso y la limitación de las mociones de desconfianza a un número máximo por legislatura, con lo que se compatibilizaría la soberanía delegada por la Cámara con ciertas garantías de estabilidad; la plena constitucionalidad de la Corona y el necesario origen y refrendo institucional de todos los actos políticos del Rey, cuya inviolabilidad quedaría así justificada, al propio tiempo que se superaría la paradoja de una Monarquía tradicional en un Estado demoliberal; un Tribunal de Garantías que salvaguardara la seguridad jurídica y el Estado de Derecho; las bases reguladoras del sistema de partidos; y la revisión del bicameralismo. A juicio de Fernández de la Mora, «cuanto más sencilla, más esencial, más rápida y más pragmática sea la reforma constitucional, más eficaz será el Estado y más viable será el sistema»{17}. Fernández de la Mora fue designado por su partido para representarle en la Comisión de Asuntos Constitucionales, que inició sus trabajos el 5 de mayo de 1978. Su impresión no pudo ser más negativa: «Pronto se puso de manifiesto que tal Comisión era simplemente retórica puesto que los acuerdos se tomaban entre ucedistas, socialistas, y nacionalistas –cada uno de estos últimos grupos (11 catalanes, 8 vascos) eran menos numerosos que el popular (16 diputados)– en reuniones clandestinas y preferentemente nocturnas, en restaurantes y despachos particulares donde incluso se pactaba quienes votarían negativamente para evitar la revelación de unanimidades sospechosas»{18}.

La política de «consenso» seguida por la UCD contribuyó a oscurecer los distintos proyectos políticos. En realidad, el punto más polémico y debatido fue el de la futura organización territorial de la nación española, con la generalización del principio autonómico y la inclusión en el texto constitucional del término «nacionalidades». Se trataba, en el fondo, no sólo de una reivindicación de los nacionalismos catalán y vasco; era, además, fruto de la estrategia rupturista de una izquierda presa, como respuesta al franquismo, de un profundo entusiasmo filonacionalista. En sus programas, el conjunto de la izquierda evitó la utilización del nombre de España, empleando en su lugar el de «Estado español» y propugnó la «República federal» y el «derecho de autodeterminación de las nacionalidades»{19}. La UCD apostó igualmente por la táctica filonacionalista con el objeto de integrar en el nuevo marco político a catalanistas y vasquistas. De los ponentes centristas fue Miguel Herrero y Rodriguez de Miñón el más activo en esa línea; a él se debe, junto al catalanista Miguel Roca, la inclusión del término «nacionalidades» en el texto constitucional{20}.

Fernández de la Mora fue uno de los primeros parlamentarios en criticar el polémico término, lo mismo que la generalización del proceso autonómico. Y es que, a su juicio, la cuestión más transcendental del período constituyente eran las autonomías, porque afectaba a la unidad nacional. El término «nacionalidades» no era un mero sinónimo de regiones; se trataba «un eufemismo engañoso y ambiguo», que constitucionalizaba «la existencia de una pluralidad de naciones en España», «un primer paso hacia la fragmentación de esa secular y unitaria realidad política que todavía somos». Para tranquilizar a los partidarios de la unidad nacional no valía, en ese sentido, la distinción, defendida por el historiador alemán Federico Meinecke, entre «naciones culturales» y «naciones estatales», porque este autor reconocía explícitamente que tan sólo era una diferencia de grado, y que la condición de nación cultural era «primitiva, vegetativa y retrasada, mientras que la madurez y la plenitud de la idea nacional moderna es el Estado nacional». Y es que, después de la Revolución francesa, «toda comunidad que se afirma como nación tiende a convertirse en Estado». «Hoy, una nación es una voluntad colectiva de protagonismo histórico fundada en la conciencia de una comunidad de tradiciones e intereses. Que esa voluntad se realice en un Estado no es algo inexorable, sino condicionado por las circunstancias»{21}.

Por otra parte, el título VIII de la Constitución, relativo a las autonomías, era «una antología de ambiguedades, como la asombrosa de un artículo 149 que enumera las treinta y dos materias que son competencia «exclusiva» del Estado, y un artículo 150 que dice que las competencias podrán ser delegadas a las comunidades autónomas»; lo cual era una de las muchas «trampas mortales» en que había caído el gobierno ucedista con respecto a los nacionalistas. Más grave aún era que se hubiesen negociado los estatutos con «plenipotenciarios de las comunidades autónomas», elaborando una legislación «como si fuera un tratado internacional»; lo que implicaba «una escisión de soberanía». Además, a partir del ejemplo catalán y vasco, el proceso se hacía extensivo a otras regiones: «Es evidente que será imposible conceder a otras regiones menos autogobierno que el que se otorgue a los vascos; al contrario, el primer estatuto promulgado será el techo mínimo de los estatutos posteriores; será la base de partida de la subasta de cantonalismos». Con todo, el principal error era «la pretensión de inventar el primer Estado autonómico del mundo en unos meses y con reuniones bilaterales de emergencia...y apenas sin precedentes internacionales»{22}.

Sin embargo, Fernández de la Mora nunca creyó que la secesión catalana y vasca fuese a producirse de manera súbita, de inmediato; todo lo contrario. Sería producto de un largo proceso de construcci&oacut= e;n nacional, al que la Constitución de 1978 había dejado vía libre. Y es que las naciones no eran «una inexorable realidad biológica», sino «la intencionada consecuencia de procesos históricos». «Una nación no nace, sino que se hace; no es un recurso natural, sino producto del comportamiento humano, y suele ser una realidad social inestable». «La unidad nacional de España se logró desde el Estado y desde él puede hacerse nuestra balcanización». El gobernante responsable debía fomentar «conciencias unitivas y cosmopolitas», no «fragmentadoras y localistas». La Constitución de 1978 era, en consecuencia, «una ley de fomento de la plurinacionalidad de España»; lo que podía verse en «la carrera de creación de instituciones autonómicas y de ampliación de sus competencias y, como en todo órgano social tiende a funcionar, no cesarán de aumentar los sentimientos y los hechos separatistas»{23}.

El proceso autonómico no daba cohesión nacional a España, porque las autonomías se habían convertido en «proyectos regionales y aún locales; pero no nacionales, y desde el punto de vista de España, están resultando desnacionalizadoras»{24}. El separatismo nacía como «un antipatriotismo y como una involución histórica»; era «una operación negativa, porque antes de crear va sañudamente contra algo, y es reaccionario porque pretende remontar los tiempos a veces con nostalgias medievales e incluso arcádicas»{25}. En ese sentido, una interpretación extensiva de la Constitución llevaría a «la balcanización de España, o sea, al límite de las tensiones locales»{26}.

La desnacionalización quedaba reflejada incluso en las expresiones coloquiales, en el lenguaje ordinario. La moda de decir «este país», en lugar de «mi patria» o «España», significaba «indiferencia, alejamiento, desdén», «apatridia o extranjerismo y, en ciertos casos, tácita voluntad de automarginarse de la nación española». «Decir «mi país» es empezar a comprenderlo y a inscribirse en la circunstancia histórica; por eso es una excelente terapia del propio ánimo y una actitud nacionalmente fecunda. A los demás no se les sirve evadiéndose, sino embarcándose en la nave patria, que no es nunca «este», sino «nuestro» país»{27}.

La cuestión nacional estaba relacionada íntimamente con el terrorismo de ETA; y algunos políticos creyeron atajarlo mediante concesiones autonómicas. Como pensador realista, Fernández de la Mora rechazó de inmediato tal posibilidad: «La realidad española ha desmentido, además, la conclusión, ya que, después de otorgados los regímenes autonómicos, el terrorismo se ha exacerbado precisamente allí donde se habían otorgado con mayor amplitud. También esta consigna propagandística rezuma falacia por los cuatro costados»{28}.

Aparte de la cuestión autonómica, la crítica de Fernández de la Mora al texto constitucional se centró en el régimen parlamentario que instauraba. El proyecto constitucional suponía un parlamentarismo «puro con dos correctivos», el voto de censura positiva y las restricciones de tiempo y momento. Para Fernández de la Mora, como sabemos, el parlamentarismo sólo podría funcionar allí donde existía el bipartidismo o «una coalición estable y mayoritaria, porque en ambos supuestos hay un respaldo parlamentario para mantener un gobierno con autoridad y sin cotidiana angustia de sobrevivir». Las consecuencias sociopolíticas del resultado electoral de junio de 1977 eran claramente adversas al parlamentarismo, puesto que en el Congreso existían ocho grupos y ninguno era mayoritario. Además, la UCD se encontraba «crónicamente amenazada de dispersión y su consolidación es muy problemática». «Los restantes se caracterizan por unas posiciones programáticas tan distanciadas que hacen extremadamente improbable la formación de coaliciones estables y eficaces»{29}. Como alternativa, propuso el presidencialismo, donde el gobierno no fuese mandatario del Parlamento, ni su estabilidad dependiera de éste. La presidencia tendría su origen «en el sufragio universal y directo de los ciudadanos o en el voto de unos compromisarios»; lo que favorecería la estabilidad gubernamental, al ser independiente de la cámara legislativa. Fernández de la Mora creía que el presidencialismo era compatible con la institución monárquica, porque el presidente del gobierno podría ser elegido para un período concreto entre los candidatos presentados al Rey por un determinado número de electores o a iniciativa de partidos con suficiente entidad. Y concluía: «Lo decisivo es aceptar el principio presidencialista; luego, las posibilidades son mútiples. No parece que sea demasiado pedirnos a los legisladores que en vez de repetir el esquema parlamentarista de la República Federal Alemana produzcamos un modelo pensado desde España y para España, en el que al menos haya ciertas garantías de que alguien pueda gobernar»{30}. La mayor dificultad operativa de la alternativa presidencialista era persuadir «a los partidos de que en aras del bien común, renuncien a la facultad constitucional de sustituir gobiernos cuando lo juzguen oportuno». Estos planteamientos conducían a la supresión de los votos de confianza y de censura y a la de los artículos 90, 91, 92, 93 y 97 del proyecto constitucional. En concreto, el artículo 97 quedaría redactado de la siguiente manera: «1./ Al iniciarse cada legislatura o en el caso de dimisión del Presidente del Gobierno, el Congreso de los Diputados elegirá al Presidente del Gobierno de entre los candidatos propuestos por los grupos parlamentarios. Será elegido quien reciba el voto de la mayoría absoluta de los diputados que componen la Cámara, y el Rey nombrará Presidente del Gobierno. 2./ Si ninguno de los candidatos obtuviera la mayoría absoluta de los sufragios en tres votaciones celebradas en días consecutivos será elegido el candidato que obtuviese la mayoría de los votos presentes en dos votaciones celebradas en días consecutivos, y el Rey nombrará Presidente del Gobierno. 3./ La duración del mandato del Presidente del Gobierno será el mismo de la legislatura. 4./ Si no fuera posible la designación de un Presidente del Gobierno de la forma prevista por este artículo, el Rey disolverá el Congreso de los Diputados, y convocará nuevas elecciones. 5./ El Rey nombrará a los demás miembros del Gobierno a propuesta de su Presidente». De esta forma, se instauraría «un cuasipresidencialismo, compatible con la Monarquía y con más garantías de estabilidad que la que, en las circunstancias españolas, proporcionaría el parlamentarismo»{31}.

Intimamente relacionado con ello, estuvo su rechazo al modelo de Monarquía propugnado en el proyecto constitucional. Y es que la Constitución establecía una «monarquía simbólica y moral». El Rey no podía elegir ni al Presidente del Gobierno, ni a los ministros, ni ejercía función legislativa alguna, ya que no entraba en sus funciones convocar o disolver las cámaras, y tampoco estaba legitimado para convocar eleciones libremente o referendums, &c. «Sus potestades son más bien administrativas: nombra el personal de su Casa y asume el mando supremo de las Fuerzas Armadas, si bien sólo podrá declarar la guerra o concluir la paz por el mandato de las Cortes. Este es el contenido efectivo de la función arbitral, moderadora y tutelar que el borrador constitucional atribuye a la Corona». Así, la Monarquía quedaba reducida a ser el símbolo de la unidad nacional y a la titularidad de una «autoridad moral», convirtiéndose, de hecho, en una «Monarquía republicana» y el Rey en «el augusto cero». Una Monarquía, en fin, que sólo podría mantenerse «si hay un consenso general de los partidos»{32}. Por otra parte, la generalización del proceso autonómico y la posterior consagración constitucional de la «plurinacionalidad» ponía en cuestión la viabilidad de la Monarquía parlamentaria, porque la realeza no era en sí misma «un seguro de integración; necesita, además, unos instrumentos y una voluntad nacionalizadora». Existía, además, el peligro de que el monarca se prestara a ser representante de una «Monarquía plurinacional» o a consagrar «la unión personal», quedando así la nación española reducida «al nominal simbolismo que hoy representa la Corona británica para algunos antiguos dominios». Fernández de la Mora no creía en tal posibilidad, ya que «el separatismo de algunos grupos peninsulares es rotundamente republicano, y si ahora aceptan la Corona es porque todavía no han podido llegar a la última etapa. No me imagino a los independentistas donostiarras eligiendo como Rey hereditario al mismo de los canarios». A su juicio, la única posibilidad de la Monarquía era ser «expresión y soporte de la unidad nacional»{33}.

Consecuente con sus críticas, Fernández de la Mora propugnó, en su partido, el voto negativo a la Constitución, pero Manuel Fraga impuso, en una sesión del Comité Nacional de Alianza Popular, el «sí». Fernández de la Mora era consciente de que su decisión implicaba la «expulsión de la vida pública», pero prefirió quedarse «al margen» con sus lealtades{34}.

Marginado de la vida política e intelectual, sus posteriores diagnósticos sobre la transición siguieron siendo muy negativos. Tras la aprobación del texto constitucional, Fernández de la Mora tuvo oportunidad de exponer, de forma más extensa y sistemática, las razones de su postura. El escenario político no tardó en cambiar. Como ya había previsto, la UCD desapareció, víctima de sus contradicciones y de la escasa talla política de Adolfo Suárez. Alianza Popular, bajo el liderazgo de Manuel Fraga, se consolidó como «leal oposición», frente a la aplastante hegemonía de un PSOE, que, durante trece años, disfrutó de holgadas mayorías e impuso una férrea partitocracia.

A la hora de explicar al cambio de régimen, Fernández de la Mora desdeñó cualquier interpretación de carácter infraestructural. El desarrollo económico y la modernización de la sociedad no llevaban implícito el advenimiento del régimen de partidos. Muy al contrario, la reforma política se hizo «desde arriba» y fue una «operación de cambio otorgado», fruto de la voluntad del monarca y de Adolfo Suárez, cuyas motivaciones no eran otras que satisfacer a una parte de la clase política, la que no estaba integrada dentro del Estado vigente, la que se había autoexiliado en el interior y la adherida ya a la ideología demoliberal, ya a la socialista, ya a la comunista». A continuación, denunció el «invento» de la UCD, cuyo principal objetivo fue «fomentar el renacimiento de la izquierda y aniquilar a la derecha». Se trataba de una amalgama de tendencias dispares y contradictorias, unida tal sólo por «una complicidad oportunista» y «la ambición de poder». Su principal característica fue «la ausencia de proyecto»; y su victoria se debió al «aparato electoral del Movimiento». Para la UCD y Suárez, el enemigo a batir era la derecha política, porque necesitaba los votos de la derecha sociológica; y por ello desencadenó «una campaña injuriosa a la que se sumaron como compañeros de viaje todos los oportunistas y, desde luego, la izquierda». El consenso y la moderación tan sólo fueron «la bandera encubridora del nihilismo doctrinal en que inevitablemente se movía el ucedismo a causa de sus orígenes contradictorios, improvisados y oportunistas». La ofensiva centrista creó, además, «un injustificado complejo de culpabilidad» en la derecha, acusándola de antidemocratismo e inmovilismo{35}. Sus críticas volvieron a centrarse en el modelo territorial. La Constitución de 1978 instauró un Estado de las Autonomías de «origen cuasi federal, es decir, paccionado». Y el Estado federal no sólo era «un Estado jurídicamente imperfecto y teóricamente transitorio», sino que adolecía de graves inconvenientes. En primer lugar, era costoso, porque duplicaba «la burocracia política y técnica»; lento, por su «duplicidad administrativa»; generador de conflictos competenciales, ejecutivos y jurisdiccionales; y creador de inseguridades jurídicas, «a causa de la confusión normativa y procesal». Además, en el caso español, suponía «una rotunda involución», ya que se aplicaba a un Estado previamente unificado. La «plurinacionalidad», reconocida en el texto constitucional, seguía siendo, no una realidad histórico-social, sino un «objetivo», al que se encaminaban los líderes nacionalistas en sus comunidades: «Hoy la conciencia política de la nacionalidad es tendencialmente separatista y quien pretenda ignorarla, o engaña o yerra». La Monarquía configurada en la Constitución resultaba inoperante, sin poderes efectivos: «Bajo la epidermis monarquizante prevaleció un republicanismo muscular». «La histórica institución ha sido objeto –señalaba– de una completa instrumentalización al servicio del ejecutivo de turno. No es tanto el gobierno del Rey, cuanto el Rey del gobierno». Y lo peor era que, al desmonarquizar e instrumentalizar la Corona, se ignoraron «las posibilidades presidencialistas que ofrecía la institución: disolución de las cámaras, convocatoria de referendum, poderes extraordinarios de emergencia, &c.»{36}

Otro error fue constitucionalizar la representación proporcional, determinando que la circunscripción fuese la provincia, con lo que quedó eliminado el distrito unipersonal y se impuso el sistema de lista cerrada; lo que tuvo como complemento la institucionalización de la ley de Hondt; y, en definitiva, supuso el triunfo de la partitocracia. De esta forma, se verificaron sus anteriores temores sobre el futuro funcionamiento del nuevo régimen. Al final, los partidos habían conseguido monopolizar la representación política. Lo que era muy negativo, dada su estructura radicalmente oligárquica. Los candidatos electorales eran propuestos por la cúpula de los partidos, y «tanto los aspirantes como los elegidos se deben a las consignas de su patrocinador, el aparato». Lo cual llevaba consigo la depauperación de la clase política: «Los talentos –excepcionalmente alguno alcanza la cúpula– o renuncian o son marginados. En las partitocracias, los individuos superiores no suelen estar en la política, sino al margen de ella. Acontece, pues, lo contrario de lo que se supone: los partidos no son organizaciones para promover a los mejores, sino que tienden a una selección a la inversa en la línea de la mediocridad o de la corrupción». La partitocracia tenía igualmente como consecuencia el eclipse del «decoro político», es decir, «la incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace»; impone «la mentira sistemática», la «desinformación» y el fomento de las «falsas ilusiones». Un ejemplo claro de ello fue la ejecutoria del PSOE, a lo largo de su interminable hegemonía política: «Americanos, no, y luego sí; OTAN, no, y luego sí; autopistas, no, y luego sí; energía nuclear, no, y pronto sí; nacionalizaciones primero, y luego privatizaciones; monarquía, no, y luego sí; puestos de trabajo, sí, y luego no...»{37}.

La partitocracia había llevado a la instrumentalización del Parlamento, a través de la imposición de la disciplina de partido. Como demostraba la experiencia cotidiana: «El desviacionista es expulsado del partido y nunca volverá a ser incluído en las listas electorales. O la entrega de la palabra y de la voluntad o el ostracismo...Alienación partitocrática o muerte política: ese es el férreo dilema». Un ejemplo irrefutable fue la frase del dirigente socialista Alfonso Guerra: «Quien se mueve no sale en la foto». Con las listas cerradas y bloqueadas, se votaba más al partido que el hombre, «casi únicamente al partido». «Lo que de hecho recibe el elegido no es un supuesto mandato de la nación, ni siquiera de sus votantes, sino un mandato que habría que llamar «partitocrático», puesto que procede originaria y directamente de la oligarquía partidista que confecciona las candidaturas». En ese sentido, la partitocracia llevaba a la devaluación intelectual del Parlamento, cuyas asambleas de habían convertido «en ficciones retóricas y, en el mejor de los casos, en cámaras de resonancia cuando algún medio de comunicación de masas quiere hacerse eco de los discursos, extractado según la ideología de la redacción». Y, sarcásticamente, señalaba: «Con disciplina de partido, las cámaras son un espectáculo que podría ser eficazmente sustituido por una pequeña mesa en torno a la cual tomaran asiento los portavoces de los partidos con su número de votos. Sería más operativo; y muchísimo menos costoso que levantar monumentales palacios con grandes burocracias. Por añadidura, se liberaría a los diputados para que pudiesen realizar alguna actividad socialmente fecunda, fuera de sus escaños donde su función es puramente mecánica». Bajo la férula partitocrática, el Parlamento había quedado devaluado políticamente y era incapaz de controlar al ejecutivo: «No ya la potestad de nombrar y deponer al ejecutivo, que en un sistema de estricta separación de poderes no procedería; ni siquiera subsiste la potestad de control. Es significativo el frecuente síntoma de que el Presidente del Gobierno no asista a las sesiones parlamentarias». Tampoco podía frenar el gasto público, porque los partidos aspiraban «a disponer siempre de más dinero». «Así se ha llegado a que las cámaras partitocráticas sean, contrariamente a su finalidad originaria, instituciones para aumentar la presión fiscal y la participación pública en el producto nacional; en vez de ser defensoras de los contribuyentes se han convertido en recaudadadoras». La partitocracia había llevado, al mismo tiempo, a la decadencia de la función legislativa de las Cámaras, que se habían metamorfoseado en «una especie de notaría colectiva donde se dá fe pública de lo que se ha decidido en otro lugar». Y, de hecho, los gobiernos se habían convertido en irresponsables, en el momento que existiera una mayoría absoluta, como la disfrutada por los socialistas durante largo tiempo: «La existencia de un rodillo parlamentario conlleva la real impunidad de un Gobierno que esperará al fácil olvido de las multitudes para someterse a la relativa censura de unas elecciones generales en las que los gobernados tenga una cierta posibilidad de renovarle». El dominio de los partidos conducía igualmente a la politización de la Administración, que iba degenerando en «una especie de nepotismo colectivo». Y, en fin, llevada de su lógica expansiva, la partitocracia tendía a la «fusión de poderes». No sólo el poder ejecutivo eclipsaba al legislativo, sino que pretendía influir en la interpretación y aplicación de las leyes; lo que se lograba mediante la intervención en el nombramiento y renovación de los magistrados, cuya consecuencia más decisiva era el final de la independencia judicial. Ésta tan sólo podía salvaguardarse a través del autogobierno de los jueces, «de acuerdo con los reglamentos que aprueben y los órganos corporativos que constituyan». En ese sentido, las leyes del 10 de enero de 1980 y de 1 de julio de 1985 supusieron la politización del Consejo del Poder Judicial, al establecer que los miembros de esa institución tendrían que ser designados por las Cámaras; lo que hacía desaparecer el «autogobierno de los jueces». Una politización fomentada, además, por la vía del Jurado popular. De otro lado, el Tribunal Constitucional tampoco podía considerarse independiente, dado que una parte de sus miembros eran designados por el Parlamento y que no eran inamovibles. Su sentencia sobre la LOAPA impidió la racionalización autonómica; y su actuación en el caso Rumasa, avalando las medida del gobierno socialista, contribuyó decisivamente a su desprestigio. Lo que conducía a la crisis del Estado de Derecho; y, en definitiva, al despotismo: «Sin Estado de Derecho el ciudadano depende del capricho, vive en la inseguridad, su trabajo está condicionado por imprevisibles, se siente vulnerado e indefenso»{38}.

Con motivo del veinte aniversario de la aprobación del texto constitucional, Fernández de la Mora volvió a defender y razonar su posición abiertamente crítica. Denunció su «ambigüedad» e «indeterminación» en «las cuestiones más polémicas». Y es que, dirá, «veinte años después, todavía nos encontramos, en un período constituyente con el Tribunal Constitucional y las coaliciones partidistas como decisorios poderes «postconstituyentes» en las materias que dejó sin definir la Ley Fundamental, incluída la más importante, el modelo de Estado autonómico». La partitocracia había llevado a cabo «la fusión de los tres poderes». Y señalaba: «No es una cuestión baladí, sino la más importante de una Constitución: las relaciones entre los tres poderes». Pero el tema capital seguía siendo el modelo de Estado. En ese aspecto, la Constitución seguía pareciéndole «anfibiológica y, sobre todo, confusionaria», ya que no definió ni la «nacionalidad» ni la «región»; y tampoco autorizaba al gobierno español a intervenir y restringir una autonomía «como la II República pudo hacerlo en Cataluña en 1934"; ni subdividir o suprimir ninguna comunidad; menos aún que cualquier provincia se separase de la región autónoma y retornar al régimen común. Además, el texto constitucional hacía prácticamente irreformables los estatutos de autonomía, «solo acontecimientos políticos extraordinarios, quizás revolucionarios, podrían reformarla». La generalización autonómica era la consecuencia lógica de la Constitución, ya que introducía «la novedad mundial de un Estado de las Autonomías, es decir, una fragmentación de todo el territorio nacional con cortes político-administrativos, en su inmensa mayoría tan inéditos y arbitrarios como La Mancha o Madrid, cuyo estatuto fue el último aprobado». Lo que había tenido cuatro consecuencias negativas: Cataluña y el País Vasco «se han empeñado en una escalada para alcanzar niveles de autonomía siempre superiores a los de las demás comunidades»; significó un estímulo del autonomismo y del nacionalismo allí donde nunca había existido; fomentaba «una pugna de agravios comparativos, de egoísmos colectivos y de insolidaridades que debilitaban o anulaban la idea de un bien común nacional»; e impuso «el pactismo en el desarrollo de los Estatutos con lo que el Estado español «de facto» se resigna a una soberanía compartida con ciertas comunidades». De la misma forma, el artículo 150 de la Constitución garantizaba una peligrosa «indefinición de competencias», dejando «sin límites las reivindicaciones de las comunidades». De ahí que, al cabo de dos décadas, el modelo de Estado de las Autonomías se encontraba «todavía in fieri y el proceso constituyente ni ha terminado, ni se adivina su conclusión»{39}.

Como hemos tenido oportunidad de comprobar en los últimos años, las críticas de Fernández de la Mora, aunque silenciados por los medios de comunicación más influyentes, poseen grandes dosis de verdad; y constituyen un análisis político de indudable profundidad y valor interpretativo. Prueba de ello es que importantes figuras de la intelectualidad española, la mayoría de ellas muy alejadas de las posiciones políticas y doctrinales del autor, han denunciado igualmente los peligros inherentes a la partitocracia y al proceso de desarrollo autonómico.

3. Otras voces críticas

Solía decir Raymond Aron que la democracia liberal era «el único régimen que confiesa o, mejor aún, que proclama que la historia de los Estados está y debe estar escrita en prosa y no en verso»{40}. Sin embargo, en la esfera pública española ha predominado de forma aplastante no ya el verso, sino el ditirambo sobre la prosa. Y es que, desde los inicios de la transición, se instauró una especie de oligarquía cultural y mediática, cuyos principales representantes han sido el diario El País y el grupo Prisa, que, mediante múltiples rituales de exclusión simbólica, ha construido un sistema segregacionista basado en un método de distinción entre discutidores legítimos y los excluídos del debate social. El sociólogo Victor Pérez Díaz ha denunciado ese fenómeno, cuando, al describir la vida cultural española, menciona la clara preeminencia de los llamados «líderes exhortativos», es decir, intelectuales al servicio de los partidos, y su tendencia inequívoca a estrangular la emergencia de las ideas críticas a través del procedimiento del «silencio sistemático»{41}. Así las cosas, la realidad cotidiana de la vida cultural española resulta, hoy por hoy, antitética del pluralismo ideológico, del diálogo y de la crítica intelectual. Los medios de comunicación hegemónicos y los llamados líderes de opinión han sometido a la mayoría de los intelectuales y al mundo universitario a lo que Jorge Santayana denominaba la «ley de la moda»{42}, que impide un auténtico debate político-cultural. Buena prueba de ello ha sido la actitud rebañega de un importante sector de nuestra historiografía, que se ha prestado a dar su apoyo a la impresentable campaña gubernamental sobre la llamada «memoria histórica», cuyo único objetivo es deslegitimar políticamente a la derecha española. Y, por otra parte, estos medios de comunicación han convertido a la democracia liberal realmente existente en una especie de «creencia», en el sentido orteguiano del término, o sea, un prejuicio, un lugar común recibido y aceptado, un tópico del que los creyentes no hacen la menor cuestión{43}; lo que dificulta aún más la labor crítica de los intelectuales independientes.

Fernández de la Mora fue, como ya hemos señalado, claramente marginado del debate público. Y muy pocos pensadores han sido capaces de escapar o superar el cúmulo de presiones de todo tipo a quen son sometidos cotidianamente. No obstante, la realidad crasamente partitocrática del sistema político español, su imperfección representativa, la corrupción, la lentitud e ineficacia de su funcionamiento o la progresiva desmembración nacional, son fenómenos ya dificilmente ocultables. Lo cual se refleja en el escepticismo y escaso interés por la política de la mayoría de la población española. Según señalan los sociólogos Juan José García Escribano y Pilar Ortiz, un gran número de españoles, aunque expresan su conformidad con el régimen vigente, perciben, al mismo tiempo, que el Parlamento «ha dejado de ser el foro principal de la vida política y se ha convertido en caja de resonancia de acuerdos que se han alcanzado en otros espacios de la vida pública»; y que la democracia resulta ser «una democracia de partidos, que, progresivamente más burocratizados y desideologizados, se han convertido en maquinarias electorales que se mueven en torno a un líder y unos programas electorales cada vez menos diferenciados, que son elaborados para no ser cumplidos»{44}.

Ante esta ya inesquivable e hiriente realidad, una selecta minoría de politólogos, sociólogos, filósofos, intelectuales y periodistas han comenzado a ejercer una incisiva y desmitificadora crítica, que, al menos en parte, coincide con la desarollada anteriormente por Fernández de la Mora. Así, Luis de Velasco y José María Gimbernat describen al sistema político actual como una «democracia plana», «de baja intensidad», que padece una profunda «crisis de legitimidad». Y donde las consideraciones democráticas «se inclinan ante las oligarquías partidistas y los poderes reales de la sociedad» y los partidos nacionalistas se ven favorecidos «sobreprimando claramente su representación y dándoles un poder real muy superior a su respaldo electoral». Por otra parte, denuncian que el Estado de las Autonomías ha supuesto el «duplicamiento, incluso el triplicamiento de funciones con el correspondiente efecto negativo en burocratismo y gasto público», así como la lacra permanente del «nepotismo». El Senado, señalan, «casi nadie sabe para que sirve»; y el Parlamento se encuentra absolutamente debilitado por el poder de los partidos: «La opinión pública se pregunta para qué sirve el Parlamento, más cuando contempla cómo se vota según las órdenes que a mano alzada dan los portavoces o cuando ve el hemiciclo semivacío (...) El ciudadano además no se identifica con ningún diputado pues ha votado una lista cerrada del partido. El nexo representado-representante no existe». Los partidos políticas se «han convertido en organizaciones tan poco atractivas que su militancia es muy escasa»; y, en realidad, «no son instrumentos de participación política», sino «máquinas para intentar ganar elecciones»{45}. El politólogo Manuel Ramírez ha denunciado, en el mismo sentido, que actual régimen político español es «una clarísima partitocracia», donde los principios fundamentales del parlamentarismo –representación, libertad, independencia, &c.– son negados sistemáticamente: «La institución que estamos estudiando deviene, por ello, en un conjunto de mónadas perfectamente orquestados por la fuerza de la oligarquía del grupo. El único ápice de independencia posible reside en la posible disonancia entre el grupo y el partido. Entre dos oligarquías». No menos negativo le parece el desarrollo del llamado Estado de las Autonomías, una «expresión –dirá– en sí ya contradictoria»; cuya regulación equivale a «un auténtico desguace del Estado». «Se ha caminado –concluye– mucho más allá y con mucho más peligro. Sobre todo, equiparando nacionalismos tardíos construidos desde el particularismo (que es siempre menor y excluyente), con el nacionalismo que ha nacido del universalismo». Por todo ello, Ramírez denuncia «la estólida España de nuestros días» y «su muy escaso nivel cultural»{46}.

Más incisivo se muestra el filósofo Gustavo Bueno, en su denuncia de la «democracia realmente existente» y del «fundamentalismo democrático». Para el autor de Teoría del cierre categorial, la democracia es una ideología más, ya que no existe «una realidad social que corresponde al «pueblo» en cuanto titular de la soberanía de la sociedad política ni existe ninguna voluntad general cuando se establecen los consensos electorales». La democracia es la ideología que corresponde a la «sociedad de mercado pletórico», fundada «no tanto en la igualdad cuanto en la desigualdad entre bienes ofrecidos (mercancías, incluyendo en esta rúbrica la fuerza de trabajo) y compradores (consumidores usuarios) de esos bienes». En ese contexto, el individuo no decide como tal; quienes deciden son las «estructuras supraindividuales que moldean las decisiones de sus propios individuos». En el caso concreto español, la transición fue «una formalidad de homologación política que España tuvo que asumir para entrar en el club europeo»; y que «para una gran parte de la población, continuaba igual o peor la situación y, en todo caso, como continuación de la vida cotiadiana de la época anterior, en la que la dictadura no era percibida como tal por la inmensa mayoría de la población, aunque sí por la minoría, aunque relativamente amplia, de los exiliados, encarcelados, proscritos y familiares que no se habían adaptado (como fue por lo demás lo más frecuente) a la nueva situación». Así, pues, las democracias realmente existentes era, en el fondo, «plutocracias u oligarquías», «partitocracias», «en las que los individuos propiamente dichos carecen de toda capacidad de iniciativa»{47}. La democracia parlamentaria de partidos tenía por base «listas cerradas y bloqueadas»; lo que hacía que el poder de los ciudadanos fuese «muy pequeño, porque el individuo elector depende de las cúpulas de los partidos y de la eventualidad de que un partido político determinado se haga con el poder, sin perjuicio de su falta de proyectos o de sus proyectos puramente utópicos y, por decirlo así, frívolos». Bueno es muy crítico con el Estado de las Autonomías, por su evidente devaluación del hecho nacional español, que «sólo un imbécil, o lo que es peor, un traidor que disimula sus intenciones puede seguir sosteniendo, en nombre de la armonía de civilizaciones, de los pueblos y de las naciones...». El auge de los nacionalismos particularistas se encuentra, a su juicio, directamente relacionado con las apetencias materiales de «las clases políticas respectivas que recibirían honores de Jefe de Estado (ellos y los de su esposa o pareja) en lugar de recibirlos como presidentes autonómicos». Y presagia que la nueva ofensiva nacionalista y la reforma de los estatutos de autonomía contribuirá a una mayor oligarquización del sistema político: «La libertad positiva, el poder de los ciudadanos en un democracia repartida en comunidades autónomas, con estatutos blindados y bloqueados respecto de las demás comunidades autónomas y del cuerpo electoral de la Nación, será todavía menor en la práctica que la que podría corresponderle en la época de la dictadura»{48}.

Alejandro Nieto, catedrático de Derecho Administrativo, no duda en calificar de «descarado y certero» el contenido de La partitocracia. Y es que Fernández de la mora se había atrevido a plantear un tema «tabú» para el régimen político actual: «Declarar un tema tabú –denuncia Nieto– es la última defensa de un sistema que se considera tan vulnerable que no acepta la discusión y que, además, no repara en poner en entredicho, y sin posibilidades de defensa, a quienes pisan –como ahora se dice– un terreno políticamente incorrecto». Para Nieto, no existe la menor duda de que «la pregonada democracia es en realidad una partitocracia», que descanda fundamentalmente en la manipulación mediática. Con respecto al Estado de las autonomías, opina que su auténtico rostro es «una patente de corso, una carta de seguridad para la clase política dirigente; una esfera, en otras palabras, de inmunidad y de impunidad»; el logro de «un ámbito de poder que podría rentabilizarse electoral y personalmente»{49}.

De esta tortuosa realidad parece haberse enterado incluso un político profesional como el socialista Joaquín Leguina, quien recientemente ha denunciado «la reforma masiva de los Estatutos de Autonomía en España», que, entre otras cosas, pone de manifiesto «el divorcio, que amenaza ser definitivo, entre los actores políticos y los intelectuales». Y es que una de las características esenciales de la nueva clase política es que pretende gobernar «con criterios adánicos» y con «la sordera absoluta» frente a «la multitud de argumentos contrarios y de críticas razonadas en contra de ese disparate jurídico-político que ha constituido la elaboración del nuevo Estatuto de Cataluña», que conduce a «la desaparición del Estado tal como se concibió, mal que bien, durante la transición democrática». Leguina relaciona este proceso con los intereses de «los distintos partidos (nacionalistas o no) y las correspondientes burocracias entre las cuales es preciso señalar un nuevo actor: los liderazgos o, si se quiere, las burocracias intrapartidarias nacidas al socaire de la propia descentralización política»{50}.

Con respecto a la Monarquía, Velasco y Gimbernat, como hombres de izquierda, desconfían de ella, porque, según ellos, posee unos «atributos característicos –tanto en su origen como en su ejercicio– que chocan con la esencia de la democracia, basada siempre en la soberanía del pueblo»{51}. Ramírez se muestra partidario de su conservación{52}. Bueno interpreta ciertos gestos del monarca hacia los nacionalistas como intentos de «entenderse con los proyectos de Estados libres asociados, con tal que estos le sigan manteniendo nominalmente como rey de la Constitución»{53}.

Estas reservas resultan muy significativas, porque uno de los pilares del actual sistema fue la invención de una nueva tradición monárquica, donde la Corona aparecía como una institución ejemplar, garante de la libertad, de la estabilidad política y de la unidad nacional{54}.

Sin embargo, la izquierda, sobre todo en sus sectores intelectuales, nunca ha aceptado la Monarquía; en el mejor de los casos, lo ha hecho a regañadientes, obligada por las circunstancias. Los aniversarios de la Constitución y del advenimiento de la II República, tal y como han sido interpretados por la izquierda, así lo demuestran. Para José Ramón Capella, la Monarquía actual carece de auténtico aval democrático, que sólo podría haber conseguido en la transición a través de «una asamblea auténticamente constituyente», salida de un proceso de «ruptura con el régimen anterior»{55}. En opinión de José Luis Gordillo, la Monarquía de Juan Carlos I evoca «de forma simbólica, la profunda cesura cultural que la guerra civil y la dictadura provocaron con el primer régimen realmente democrático de nuestra historia, y es por ello un obstáculo, también simbólico, para que las generaciones presentes y futuras se puedan sentir continuadoras de sus proyectos, de sus conquistas, de sus contradicciones y de sus fracasos». Y es que el Rey fue «corresponsable de que la transición no desembocase en un verdadero proceso constituyente en el que la población pudiera decidir libre y democráticamente, sin asuntos innegociables cuyo cuestionamiento pudiera ser considerado casus belli por el ejército». Además, la Monarquía se ha convertido en símbolo de «una democracia schumpetariana, de la política del consenso por arriba y la desmovilización por abajo, de la alta política decidida en pequeños círculos de «expertos» que, como el Gran Inquisidor de Dostoiesvski, piensan que a la población no se le puede explicar la verdad». La República, en cambio, es «un elemento necesario para una democratización enteramente desacralizada». «Tiene la virtud de poner todos los poderes políticos a disposición de los ciudadanos. Hace transparente, en definitiva, que todas las instituciones políticas son el resultado de los procesos instituyentes creados por los hombres y no por los dioses, la totalidad o el espíritu de la historia»{56}.

El setenta y cinco aniversario del advenimiento de la II República ha servido a la izquierda social, política e intelectual para manifestar explícitamente su republicanismo y su enemiga hacia la institución monárquica. El poeta Caballero Bonald hizo referencia al «prestigio heroico derivado del propio sacrificio general de sus defensores». La II República fue, en ese sentido, «el más netamente democrático y justiciero período de la historia de España». No menos ditirámbico se muestra Luis García Montero, para quien el 14 de abril es «el día de la política, un día de fiesta y reflexión». Este autor hace, además, una denuncia explícita la manipulación mediática de la figura del monarca: «El prestigio de Juan Carlos, aparte de sus aciertos, se debe también a unos medios de comunicación absolutamente entregados a la edificación de su mitología». «La sustitución de un Rey por un Presidente de la República no es el final del camino, sino el sistema necesario de que vamos a empezar el camino de nuestra política ante los nuevos poderes paradisiacos del siglo XXI». La novelista Almudena Grandes, dirá, en el mismo sentido: «La II República se perfila en la nitidez que dá la distancia como un ejemplo moral, un modelo de dignificación de la vida pública, un limpio ejercicio de la política entendida como el compromiso de guiar un pueblo hacia el futuro». «Fueron solo cinco años, es cierto, –dirá Rosa Regás–, pero fue el más bello y colosal impulso modernizador y democratizador que había vivido el país en toda su historia». Nada menos. Un exaltado manifiesto prorrepublicano recibió el apoyo de importantes representantes del mundo cultural: Moncho Armendariz, Julio Aróstegui, Luis Eduardo Aute, Carlos Berzosa, Oriol Bohígas, Iciar Bollaín, José Manuel Caballero Bonald, Victoria Camps, Julián Casanova, Carlos Castilla del Pino, Javier Cercas, Julio Diamante, Elías Díaz, Juan Echanove, Nuria Espert, Joaquín Estefanía, Fernando Fernán Gómez, Francisco Fernández Buey, Josep Fontana, «Forges», Iñaki Gabilondo, Antonio Gamoneda, Ian Gibson, Salvador Giner, Almudena Grandes, Román Gubern, Manuel Gutiérrez Aragón, Eloy de la Iglesia, Santos Juliá, Luis Llach, Emilio Lledó, José Carlos Mainer, Fernando Marías, Javier Mariscal, Juan Marsé, Juan José Millás, Vicente Molina Foix, Alberto Moncada, Pedro Olea, Manuel Pérez Ledesma, Javier Pérez Royo, Javier Pradera, Paul Preston, Elías Querejeta, Rosa Regás, Javier Reverte, Miguel Ríos, Joaquín Sabina, Javier Sádaba, José Sacristán, José Luis Sampedro, José Manuel Sánchez Ron, Nicolás Sánchez Albornoz, Fernando Savater, Gonzalo Suárez, Suso de Toro, Maruja Torres, Luis Antonio de Villena, Angel Viñas, &c., &c.{57}

No parece que la actual Monarquía española pueda disfrutar de tales niveles de adhesión en el mundo intelectual. Puede haber pocas dudas que en esos ámbitos la institución monárquica no resulta excesivamente atractiva. Es conocido, por otra parte, el escaso interés de Juan Carlos I por los temas de orden cultural{58} Lo que se manifiesta en el bajo nivel intelectual de sus discursos, que, a lo sumo, resultan triviales y paternalistas. Conscientes de ello, el monarca y su familia han intentado acercarse, con escaso éxito, a esos sectores de la izquierda, dando por sentado que el conjunto de la derecha española es esencialmente monárquico. En lo cual, creo, se equivocan. Y es que ciertas actitudes del monarca y sus herederos, sobre todo en lo relativo al tema de la reforma de los estatutos de autonomía o sus malas relaciones con José María Aznar, han disgustado profundamente a un importante sector del conservadurismo español. No en vano una de sus estrellas mediáticas, Federico Jiménez Losantos, no se ha mordido la lengua, tanto en su polémica tribuna de la COPE como en la prensa diaria, a la hora de criticar esas actitudes del Monarca. Así, ha dicho en una entrevista: «Me dá igual que sea la Infanta Leonor dentro de 50 años si no va a quedar España para reinar porque se la están cargando. El Rey no para de ayudar a los que se la cargan. El futuro de la Monarquía está como el de la Nación, pero un poco peor (...) La figura del Rey está profundamente erosionada. Por muchas razones, pero sobre todo porque a la hora de la verdad solo se lleva bien con los socialistas y muy mal con la derecha. La derecha cree que les ha traicionado, porque no ha ejercido el poder moderador. Don Juan Carlos ha perdido apoyo a chorros e, indudablemente, la Monarquía se ve afectada por eso. En mi opinión, solo se podría salvar si el Rey abdicara y el Príncipe asumiera ese papel nacional, moderador, que evite los separatismos que el padre ha dejado de asumir. Quizá la dinastía puede salvarse si el Príncipe no sigue el camino de su padre»{59}.

Desde una perspectiva muy próxima al periodista aragonés, la revista Epoca titulaba en mayo de 2005 uno de sus números: «Escorado a la izquierda», con una significativa foto del titular de la Corona. Su director describía a Juan Carlos I como un equilibrista; y se preguntaba si el cambio político iniciado tras las elecciones de marzo de 2004 le iba a permitir seguir en ese papel, ya que el nuevo gobierno llegaba al poder con «una estrategia de revisionista y de confrontación»: «En el lote entra desde la Guerra Civil hasta el diseño del Estado de la Transición, pasando por la Corona, que es hija (todo lo maquillada y redimida que se quiera, pero hija) del Estado del 18 de julio, como recuerda el editor Rafael Borrás». Y, a ese respecto, denunciaba «las veleidades de un monarca coqueteando y/o siendo utilizado por la izquierda», para sentenciar luego: «Ya no estamos en la época de los reyes estáticos, como aquellos de la baraja, cuya permanencia quedaba automáticamente garantizada por la sangre, hicieran lo que hicieran. Así que a ver qué hacen»{60}.

En el mismo número, Maite Alfageme tomaba nota de las «desafortunadas actuaciones del Monarca», que hacían que éste apareciese ante la opinión pública «más escorado a la izquierda que nunca en casi treinta años de reinado». Y es que el titular de la Corona había demostrado «sentirse especialmente a sus anchas con gobiernos socialistas, amigo personal de Felipe González –más allá del restringido ámbito de las relaciones institucionales–, especialmente complaciente con los comunistas, convictos republicanos –con los que nunca ha reparado en gestos de cordialidad–; un monarca, además, que nunca llegó a entenderse con la mayoría de los dirigentes del Partido Popular y mucho menos con quien durante ocho años fue presidente del Ejecutivo, José María Aznar»{61}. Y el liberal Enrique de Diego recordaba que la legitimidad de la nueva dinastía tenía su fundamento en la defensa de la unidad nacional. Si ésta fuese puesta en cuestión, «los Borbones pueden ir al paro por cierre de negocio». Y, de paso, denunciaba el «monarquismo primario» de la derecha española, no correspondido por Juan Carlos I, en su actuación pública: «Ahí queda aquello de que hablando se entiende la gente, bendición coloquial a cuantos tripartitos nos gobiernan y nos sacan la hijuela»{62}.

4. ¿Qué hacer? Alternativas

Volvamos a Fernández de la Mora. Como ya hemos señalado, el autor de El crepúsculo de las ideologías no se refugió en una utopía retrospectiva, en la inoperante nostalgia o en el catastrofismo; tampoco cayó en la misantropía. Luchó hasta el fin, en un contexto muy desfavorable. Y, frente a los problemas suscitados por la partitocracia y el secesionismo rampante, fue capaz de elaborar alternativas concretas.primer lugar, planteó valientemente el tema de la viabilidad de la institución monárquica, ante los nuevos retos sociales y políticos. El desarrollo de los acontecimiento había puesto en cuestión su anterior monarquismo. A la hora de garantizar un poder independiente de los partidos, la Monarquía no era ya una alternativa viable. Tal función estuvo asegurada mientras no se discutía ni del derecho divino de los reyes, ni el automatismo hereditario. Pero, cuando a partir sobre todo de la Revolución francesa, aquellos principios dejaron de poseer vigencia social y se generalizó la amenaza de destronamiento, los monarcas optaron por apoyarse en sectores políticos y comprometerse con sus intereses, es decir, «perdieron la independencia política y la presunta disposición para la función arbitral». A su juicio, el último intento de fundar una Monarquía con auténtica potestad política fueron las Leyes Fundamentales del régimen de Franco; pero, señalaba Fernández de la Mora, «el propio monarca tomó la iniciativa de derogarlas para sustituirlas por una Constitución que convertía a la Corona en una institución puramente representativa y sin facultades decisorias». Privada de poder político, la Monarquía carecía, en el fondo, de función social específica. La función espectacular, de boato y brillantez, podía ser ejercida por personas ajenas a la realeza, como los artistas, los aristocratas, los empresarios, los líderes mediáticos, &c. La ejemplaridad moral era ya extremadamente dificil, dadas «las posibilidades hedonísticas que la sociedad ofrece a la realeza», y la influencia de los medios de comunicación de masas impedía, como demostraba la experiencia británica, «mantener cortinas de silencio sobre las conductas regias». La tercera posibilidad era la de asumir el papel moderador en los conflictos de poderes; pero los monarcas meramente simbólicos rehuían la acción política que comprometía su «neutralidad»; lo que resultaba esencialmente apolítico, porque moderar es «una forma de comprometerse, aunque sea levemente y entraña desgaste, como el de Alfonso XIII o Humberto de Italia». ¿Podía el monarca ser símbolo de la unidad nacional? La respuesta era negativa, porque tal función implicaba «frenar tendencias autonomistas y separatistas»; en esa materia, el laisser faire era «la negación de la función unitiva». Además, la idea de que un monarca podía determinar la integración de pueblos respondía a «una concepción patrimonial de la realeza como propietaria de los territorios bajo su jurisdicción»; algo que, por su anacronismo, carecía de «sentido práctico y teórico». Todo ello demostraba la inviabilidad de la Monarquía; y es que la partitocracia tan sólo toleraba «una Corona meramente suntuaria». La única alternativa correctora de la partitocracia era la República presidencialista, cuya principal virtud era que su legitimidad procedía de la «elección popular y no del nombramiento parlamentario»; lo que hacía posible que, una vez llegado al poder, el Presidente podría ejercer su magistratura con independencia de los partidos; y, por tener una plena base territorial, anular los brotes secesionistas. Al mismo tiempo, podría asegurar la independencia entre el poder ejecutivo y el legislativo, así como limitar la intromisión de ambos en la función judicial. De la misma forma, entraba en sus posibilidades eliminar la inestabilidad gubernativa y los débiles gobiernos de coalición, a veces subordinados a las minorías. Y concluía: «El presidencialismo es una especie de monarquía temporal electiva en la que el Jefe del Estado desempeña una función arbitral entre las oligarquías aspirantes al poder y en el seno de su propia oligarquía, parcialmente técnica. Al término del mandato, el arbitraje retorna al censo electoral»{63}.

Junto al presidencialismo, Fernández de la Mora propugnó un amplio abanico de medidas rectificadoras de los abusos partitocráticos: independencia recíproca del poder legislativo y el ejecutivo; democratización interna y transpariencia financiera de los partidos, ambas reguladas por ley, y controladas por el poder judicial; ruptura del monopolio partitocrático de la representación política, facilitando las candidaturas independientes, prohibiendo la disciplina de partido, y asegurando el voto secreto en todas las asambleas; recurso al referendum en términos redactados clara e imparcialmente por el poder judicial y con una participación mínima para que sea válido; fiscalización escrita anual del patrimonio de los miembros de la clase política, controlada por los jueces; fijación de límites constitucionales a los poderes hacendísticos del gobierno, prohibiendo, salvo en casos de guerra, el déficit, los impuestos confiscatorios, la política monetaria inflacionista y la emisión de deuda pública que no fuese destinada a inversiones rentables capaces de amortizarla a plazos; exigencia de mayoría de dos tercios para la legislación presupuestaria y fiscal; constitución de órganos de selección y promoción de los jueces por el propio poder judicial con preceptiva inamovilidad de los magistrados, salvo a petición propia; incapacitación vitalicia para el ejercicio de la función pública al que mienta públicamente en materia de su competencia, incumpla el compromiso electoral o incurra en peculado o tráfico de influencias; selección de todos los funcionarios públicos por oposición, y necesidad de que, excepto los electivos, los altos cargos ministeriales sean designados entre funcionarios de los distintos cuerpos que reunan ciertas condiciones de antigüedad y méritos; tipificación como delitos de toda noticia inductora de error o falsa por un medio de comunicación de masas que no sea espontáneamente rectificada de inmediato, e incapacitación vitalicia del responsable para ejercer la función informativa; ningún cargo político electivo debía ser retribuido, aunque podría disponer de un límite de gastos de representación que habrían de ser justificados ante la Inspección de Hacienda; subsidiariedad; selección escalonada de los candidatos a cargos electivos por las bases de sus respectivos cuerpos intermedios, sean partidos o corporaciones{64}.

Al lado de esta exhaustiva lista de medidas regeneradoras, Fernández de la Mora contempló el neocorporativismo como correctivo a la degeneración partitocrática de la democracia liberal. Su renovado interés por el organicismo krausista no tuvo un contenido meramente histórico, sino que fue producto de la búsqueda de un modelo corporativo compatible con el pluralismo político: «La representación partitocrática y corporativa son compatibles, ya en una cámara única, ya en cámaras diferentes. En rigor, son complementarias (...) La representación partitocrática tienden a ser oligopolista y cerrada, mientras que la corporativa tiende a ser pluralista y abierta»{65}. Fernández Mora no identifica únicamente este corporativismo pluralista con el krausismo y sus herederos de la Institución Libre de Enseñanza, sino igualmente con el defendido por los conservadores y liberales de la Restauración como Maura, Canalejas o Moret{66}. Las ventajas del neocorporativismo radicaba en su capacidad de representación de los intereses sociales, «despersonalizados, duraderos y compatibilizables de una corporación concreta». En ese sentido, los diputados corporativos, al no estar sujetos a la disciplina de partido, gozaban de «autodeterminación» y «cuando parecen ser egoístas están defendiendo los intereses de sus compañeros de actividad»; lo que les permitía «negociar, ceder e integrar sus intereses dentro del bien común». Además, los representantes corporativos son «profesionales de actividades sociales distintas de la pura política, por lo que pueden pronunciarse en conciencia sin temor a caer en el desempleo sin pierden su representación». El neocorporativismo tendía a «despolitizar los conflictos», porque reducía «el número de participantes en la controversia y en la tácticas utilizables». El conflicto corporativo, al plantearse y resolverse a nivel de elites, tendía a «objetivarse y a desideologizarse, o sea, a racionalizarse»{67}.

Otro correctivo antipartitocrático era la cooptación, es decir, «el acto por el cual una persona es designada para ocupar un puesto con un rango determinado por un grupo dentro del círculo de su competencia». Un procedimiento que poseía claras ventajas sobre el sistema de sufragio popular. En primer lugar, porque el sujeto pasivo no era aupado desde abajo, sino «desde arriba, por los que serían sus pares o superiores». Además, sus promotores tenían «una relación personal con el designado, mientras que en el sufragio popular el promotor, que es el censo electoral, tiene una estructura impersonal: el votado desconoce a la mayoría de los votantes y éstos suelen tener de él una artificiosa imagen mediática». Por otra parte, el número de cooptantes es «limitado y estable»; mientras que el censo electoral es «abierto y en permanente cambio». Y, en definitiva, el sufragio popular resulta «heterónomo», porque depende de «una norma electoral exterior, mientras que la cooptación es autónoma ya que el ordenamiento que la determina se lo dan a sí mismos los cooptantes». Fernández de la Mora ve como ejemplos sociales de este método de selección de elites las reales academias, los institutos y asociaciones científicas, las sociedades anónimas, los cuerpos de administración del Estado, las universidades, las órdenes religiosas y los partidos. De todos los métodos de selección política y social, la cooptación era «el de mayor densidad racional», porque los que deciden son «personas especialmente capacitadas para la elección que les compete»; porque son «varios, lo que permite que se produzca un contraste de pareceres entre una minoría cualificada»; porque poseen «un conocimiento directo e incluso personal de los candidatos»; porque tienen un «interés propio y corporativo en acertar eligiendo al más adecuado para un fin propuesto»; y porque «pueden utilizar técnicas muy amplias para convocar y bastante precisas para examinar». La cooptación más problemática era la que tenía lugar en el seno de los partidos políticos, ya que su principal finalidad es «la disciplina de partido; en lugar secundario la categoría intelectual y moral»; lo que llevaba a la preferencia por «personas mediocres y adaptables»{68}.

Con respecto al problema nacional, Fernández de la Mora se mostraba muy pesimista. Y es que en su desarrollo se unían dos procesos contradictorios. De un lado, consideraba que los días del Estado-nación estaba contados; se asistía «al final de un ciclo histórico». Y ello por cuatro causas principales: «la disolución de la soberanía, la mundialización de ciertos problemas, el fracaso de la empresa pública, y la fragmentación de la conciencia nacional». Y señalaba: «Los tres primeros fenómenos tienden a una mayor racionalización de la convivencia; el cuarto es políticamente involutivo». Porque los nacionalismos perseguían «institucionalizar un egoísmo colectivo»{69}. Fernández de la Mora seguía pensando que la Constitución de 1978 había abierto el camino a la hegemonía de los nacionalismos periféricos, ya que favorecía la construcción de «una serie de mini Estados»; la «desnacionalización cultural», a través de la imposición de las lenguas locales y la invención de tradiciones autonómicas, cuyo objetivo era «atomizar y decontextualizar el pasado y, en ocasiones, a deshispanizarlo». Este proceso de desnacionalización tenía su complemento en la adhesión a las instituciones europeas, que, junto a sus claras consecuencias positivas en el ámbito económico, contribuía negativamente a la pérdida de la conciencia nacional unitaria. Otro factor de singular importancia era el demográfico. España tenía las tasas de natalidad más bajas del mundo; y se enfrentaba a inmigraciones masivas, con el agravante de que los inmigrantes de origen musulmán eran «culturalmente inasimilables». Y advertía: «En 2050 es probable que uno de cada cuatro habitantes de España rece en árabe y adapte su vida al Corán. A la desnacionalización autonómica y paneuropea se suma la estrictamente demográfica. En tales circunstancias, una conciencia nacional española sería sectorial e insuficiente para mantener la españolidad cultural»{70}.

Para Fernández de la Mora, la situación ideal sería «el racional fortalecimeinto de la unidad nacional para proyectarla sobre una solidaridad planetaria». «Desde mi juventud –dirá– he sido paneuropeísta por razones éticas y pragmáticas, y ahora lo soy más que nunca. Sean bienvenidos los nacionalismos culturales, enriquecedores de la variedad creadora; pero los nacionalismos políticos son factores negativos en el progreso hacia la imperativa solidaridad humana». A ese respecto, el camino pasaba, a su juicio, por «la unión económica europea, realizada con espíritu generoso y solidario a partir de un mínimo Estado, no más de los existentes». Lo que implicaba una «acción reintegradora» a nivel cultural y político, sin la cual «el proceso se torna menos reversible, salvo que los soberanos del gran Mercado impongan la inmutabilidad de las anteriores fronteras asociadas»{71}.

Colofón

Hace ya varios años que un importante sector de la izquierda intelectual y política viene sometiendo a crítica el proceso de «transición» hacia el régimen de partidos. Su denuncia se ha centrado en una pretendida «transición inacabada», en relación, sobre todo, a los nacionalismos periféricos, con una clara tendencia a satisfacer sus reivindicaciones mediante alternativas de carácter federal e incluso confederal; y a la llamada «memoria histórica», valorando positiva y acríticamente la experiencia de la II República, al mismo tiempo que se demoniza de forma implacable y sin matices al régimen del general Franco. En esta crítica, se encuentran por completo ausentes los problemas planteados por la partitocracia dominante en el sistema y la defensa de la unidad nacional como un valor irrenunciable. Con todo ello, esa izquierda contribuye eficazmente a la radicalización de los aspectos más negativos y disfuncionales del cambio político iniciado en 1975. La acción política de José Luis Rodríguez Zapatero ha sido –y es– deudora de esa crítica y de esas alternativas. En contraste, la derecha ha sido incapaz, hasta ahora, de responder a tales desafíos. Su horizonte permanece anclado en el viejo paradigma de la «transición modélica» y todo su cortejo ideológico-simbólico: el carácter «sacral» de la Constitución de 1978; la Monarquía parlamentaria como institución «ejemplar»; y la valoración positiva del Estado de las Autonomías. Lo que ha impedido la elaboración de auténticos proyectos de regeneración política.

Lo que significa ignorar el hecho de que la actual crisis nacional no es más que la consecuencia lógica del modelo político implantado en 1978. Rodríguez Zapatero no es, en ese sentido, la negación de lo que se ha venido a llamar el espíritu de la transición; significa, por el contrario, su radicalización. En este nuevo contexto, las críticas de Fernández de la Mora adquieren una indudable actualidad. Como hemos tratado de demostrar, no se trata de una crítica radical o utópica, sino serena y concreta. Una crítica que parte del carácter irreversible de la implantación del sistema demoliberal en España; lo que no implica repudiar precipitadamente ideas y valores que no tienen nada de desdeñables, aunque estuviesen ligados al régimen anterior. En ese sentido, los logros más destacados de Fernández de la Mora fue preservar su independencia intelectual y la defensa del decoro político. Por todo ello, su mensaje ha sido y es un antídoto saludable al superficial y acrítico optimismo dominante. La partitocracia, el peligro secesionista y la obsolescencia de algunas instituciones políticas son los principales, no los únicos, problemas a los que se enfrenta el actual régimen político español. De ahí que sea preciso seguir leyendo a Fernández de la Mora. Los acontecimientos más recientes han venido a demostrar que sus diagnósticos y sus alternativas regeneradoras distan mucho de haber perdido vigencia; y que los peligros que señaló eran y son reales. A los seis años de su muerte, este es el mayor homenaje que podemos ofrecer a su obra y a su memoria.

Notas

{1} Cortes Generales. Diario de Sesiones del Congreso de Diputados. Pleno de la Diputación Permanente, 2-XI-2005, págs. 6164-6229.

{2} Véase Francisco Sosa Wagner y Igor Sosa Mayor, El Estado fragmentado. Modelo austrohúngaro y brote de naciones en España. Madrid 2006, págs. 159-160 ss.

{3} Chantal Mouffe, La paradoja democrática. Barcelona 2003, págs. 25-26.

{4} Thomas Darnstädt, La trampa del consenso. Madrid 2005, págs. 78 ss.

{5} Véase Gonzalo Fernández de la Mora, El crepúsculo de las ideologías. Madrid 1965. Del Estado ideal al Estado de razón. Madrid 1972.

{6} Gonzalo Fernández de la Mora, El Estado de obras. Madrid 1976.

{7} Gonzalo Fernández de la Mora, El Estado de obras. Madrid 1976, pág. 17.

{8} Gonzalo Fernández de la Mora, «Bandera que se mantiene», en Víctor Pradera y Ramiro de Maeztu. Homenaje Nacional. Madrid 1974, pág. 34.

{9} «El lavado de cerebro», en ABC, 14-III-1974. «Rearme intelectual», en ABC, 29-XI-1975.

{10} Gonzalo Fernández de la Mora, Río arriba. Memorias. Barcelona 1995, pág. 120.

{11} Gonzalo Fernández de la Mora, Discurso en el Pleno del Consejo Nacional (8-X-1976), en Río Arriba, págs. 321 ss.

{12} Gonzalo Fernández de la Mora, El Estado de obras. Madrid 1976, págs. 8-9.

{13} Gonzalo Fernández de la Mora, «El decoro político», en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, nº 57, 1980.

{14} Gonzalo Fernández de la Mora, La partitocracia. Madrid 1976.

{15} Gonzalo Fernández de la Mora, «La crisis del parlamentarismo», en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, nº 56, 1979; págs. 249-279.

{16} Gonzalo Fernández de la Mora, «Por qué voté negativamente la Constitución de 1978», en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, nº 75. Madrid 1998, pág. 252.

{17} Gonzalo Fernández de la Mora, «Ante la reforma constitucional», en Club Siglo XXI, La Corona y la nueva sociedad española ante un año histórico (II). Ciclo de conferencias pronunciadas en el Club Siglo XXI durante el curso 1976-1977. Madrid 1977, págs. 413 ss.

{18} Gonzalo Fernández de la Mora, « Por qué voté negativamente la Constitución de 1978», en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, nº 75. Madrid 1998; pág. 252. Río arriba. Memorias. Barcelona 1995, págs. 280-282.

{19} Véase Andrés de Blas, «El problema nacional-regional español de la transición», en La transiicón democrática española. Madrid 1988, págs. 587 ss.

{20} Miguel Herrero y Rodriguez de Miñón, Una Constitución para todos los españoles. Madrid 1978, págs. 11-12. Regionalismo y Monarquía. Madrid 1977.

{21} «Balcanización, no», en ABC, 23-VI-1978.

{22} «Trampas mortales», en El Imparcial, 13-VII-1979.

{23} «Fomento de las naciones», en ABC, 15-IV-1980.

{24} «Crisis de destino», en ABC, 23-V-1980.

{25} «Este país», en ABC, 17-VIII-1979.

{26} «Alta tensión», en ABC, 7-VIII-1979.

{27} «Este país», en ABC, 17-VIII-1979.

{28} «El terrorismo publicitario», en ABC, 24-XI-1978.

{29} «Hacia el parlamentarismo», en ABC, 9-XII-1977. «La amenaza parlamentaria», en El Imparcial, 16-VII-1978.

{30} «Una lanza presidencialista», en YA, 28-XII-1977.

{31} Gonzalo Fernández de la Mora, «Un modelo presidencialista», en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, nº 55, 1978, págs. 10-11.

{32} «La Monarquía, símbolo», en ABC, 22-XII-1977.

{33} «La Monarquía nacional», en ABC, 28-XI-1979.

{34} Gonzalo Fernández de la Mora, Río arriba. Memorias. Barcelona 1995, págs. 281-283.

{35} Gonzalo Fernández de la Mora, Los errores del cambio. Barcelona 1986; págs. 27 ss.

{36} Ibidem, págs. 107 ss.

{37} Gonzalo Fernández de la Mora, «Las contradicciones de la partitocracia», en Verbo, nº 291, enero-febrero de 1991, págs. 77 ss.

{38} Gonzalo Fernández de la Mora, Los errores del cambio. Barcelona 1986, págs. 185 ss. «Las contradicciones de la partitocracia», en Verbo, nº 291, enero-febrero de 1991, págs. 67 ss.

{39} Gonzalo Fernández de la Mora, «Por qué voté negativamente a la Constitución de 1978", en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, nº 75. Madrid 1998, págs. 249-263.

{40} Raymond Aron, Introducción a El político y el científico de Max Weber. Madrid 1979, pág. 34.

{41} Victor Pérez Díaz, Una interpretación liberal del futuro de España. Madrid 2002, págs. 100-101.

{42} George Santayana, Life of reason. New York, 1962, pág. 101.

{43} José Ortega y Gasset, Ideas y creencias. Madrid 1976, págs. 10 ss.

{44} Juan José García Escribano y Pilar Ortiz, «Los españoles ante la política y las instituciones de la democracia representativa», en Antonia Martínez (ed.), Representación y calidad de la democracia. Madrid 2006, págs. 71-72.

{45} Luis de Velasco y José Antonio Gimbernat, La democracia plana. Madrid 1999, págs. 55 ss.

{46} Manuel Ramírez, España de cerca. Reflexiones sobre veinticinco años de democracia. Madrid 2003, págs. 52-57, 78-80. Siete lecciones y una conclusión sobre la democracia establecida. Madrid 2006, págs. 66 ss, 83 ss. Con respecto a la partitocracia, se ha pronunciado igualmente con suma dureza la filósofo Adela Cortina, al analizar la actuación del conjunto de las fuerzas políticas en la tristemente célebre Comisión del 11-M y algunas medidas del gobierno socialista: «La democracia de partidos hace aguas en nuestro país. Hay que cambiarla, porque un poder focalizado lleva a que los políticos digan «a» solo porque el otro dice «b», para ganar votos y ampliar cuota de poder. El ejemplo más actual es el trasvase del Ebro: la decisión política se ha tomado exclusivamente en función de llevar la contraria al otro partido sin seguir ideología política alguna» (ABC, 26-VII-2004, pág. 55).

{47} Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente. Madrid 2004, págs. 192 ss.

{48} Gustavo Bueno, Zapatero y el pensamiento Alicia. Un presidente en el País de la Maravillas. Madrid 2006, págs. 267-268, 298. España no es un mito. Madrid 2005, págs. 77 ss.

{49} Alejandro Nieto, El desgobierno de lo público. Barcelona 2008, págs. 64, 113 ss.

{50} Joaquín Leguina, Prólogo a El Estado fragmentado. Modelo austrohúngaro y brote de naciones en España, de Francisco Sosa Wagner e Igor Sosa Mayor. Madrid 2006, págs. 11 ss.

{51} Luis de Velasco y José Antonio Gimbernat, La democracia plana. Madrid 1999, pág. 55.

{52} Manuel Ramírez, Siete lecciones y una conclusión sobre la democracia establecida. Madrid 2006, págs. 44 ss.

{53} Gustavo Bueno, Zapatero y el pensamiento Alicia. Un presidente en el País de la Maravillas. Madrid 2006, pág. 73.

{54} Véase Pedro Carlos González Cuevas, «L´invenció d´una tradició. Visiò històrica de la Monarquía durant la transició democràtica», en L´Avenç, nº 182, juny 1994, págs. 8-14. «El rey taumaturg (La fabricació de Joan Carles I)», en L´Avenç, nº 212, març 1997, págs. 37-43.

{55} José Ramón Capella, «La Constitución tácita», en Las sombras del sistema constitucional español. Madrid 2003, pág. 20.

{56} José Luis Gordillo, «La práctica constitucional de la Monarquía», en Las sombras del sistema constitucional español. Madrid 2003, págs. 61 ss, 75 ss.

{57} Véase VVAA, 1931-2006. Memoria del Futuro. 75 aniversario de la II República española. Madrid 2006, págs. 48, 71, 122, 201, 233-271. Este curioso libro no es, en el fondo, una defensa de la II República, la de Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Pérez de Ayala, Melquíades Alvárez o Alcalá Zamora, quizá ni siquiera de la de Azaña, sino de la que encarnó el Frente Popular, a lo largo de la guerra civil. Así lo prueba la inserción en sus páginas de la Marcha del Quinto Regimiento, la Marcha de las Brigadas Internacionales, la Canción del Frente Unido, Jarama Song, &c. Lo que, al menos a mi modo de ver, resulta un grave error, porque sería necesaria, hoy más que nunca en nuestro país, una alternativa republicana realista, moderada y viable; lo que no puede avalarse a partir de la defensa de una experiencia histórica fracasada y monstruosa.

{58} Véase, al respecto, Jesús Cacho, El negocio de la libertad. Madrid 2000, págs. 404 ss. Jorge Semprún, Federico Sánchez se despide de ustedes. Barcelona 1996, pág. 200. Javier Tusell, Juan Carlos I. La restauración de la democracia. Madrid 1995, pág. 517 ss.

{59} El Mundo, 6-XI-2005.

{60} «Equilibrios en la cuerda», en Epoca, nº 1051, 6-12 de mayo de 2005.

{61} «El rey de la izquierda», en Epoca, nº 1051, 6-12 de mayo de 2005.

{62} «Los Borbones pueden ir al paro», en Epoca, nº 1051, 6-12 de mayo de 2005.

{63} Gonzalo Fernández de la Mora, «La Monarquía hereditaria», en Razón Española, nº 78, julio-agosto de 1996, págs. 7-16. «La crisis de la Monarquía británica», en Razón Española, nº 62, noviembre-diciembre de 1993, págs. 321-324. «Monarquía y nacionalidad», en Razón Española, nº 115, septiembre-octubre de 2002, págs. 195-197.

{64} Gonzalo Fernández de la Mora, «Las contradicciones de la partitocracia», en Verbo, nº 291-292, enero-febrero de 1991, págs. 84-90.

{65} Gonzalo Fernández de la Mora, Los teóricos izquierdistas de la democracia orgánica. Barcelona 1985, pág. 21 ss.

{66} Gonzalo Fernández de la Mora, «La democracia orgánica en el municipio español», en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, nº 62, 1985, págs. 92-98.

{67} Gonzalo Fernández de la Mora, «Neocorporativismo y representación política», en Razón Española, nº 16, marzo de 1986, págs. 162-164. Con Fernández de la Mora ha coincidido Manuel Ramírez en su valoración del neocorporativismo como correctivo a la partitocracia. En ese sentido, se mostraba partidario de introducir en el sistema político «ciertas dosis de corporativismo»; lo que significaría «incorporar en la vida política un sentido más amplio del pluralismo que se expresa no únicamente por los partidos políticos, sino por la amplia red de asociacionismo, instituciones o entidades que reflejan y expresan y defienden sus legítimos intereses» (Manuel Ramírez, España de cerca. Reflexiones sobre veinticinco años de democracia. Madrid 2003, págs. 65 ss.; y Siete lecciones y una conclusión sobre la democracia establecida. Madrid 2006, págs. 57 ss.).

{68} Gonzalo Fernández de la Mora, «Cooptación frente a sufragio universal», en Razón Española, nº 54, julio-agosto de 1992, págs. 49-50, 51-52, 59-60.

{69} Gonzalo Fernández de la Mora, «Etica del nacionalismo», en Razón Española, nº 65, mayo-junio de 1994, págs. 309-310. «Allende el Estado moderno», en Razón Española, nº 93, enero-febrero de 1999, págs. 7-21.

{70} Gonzalo Fernández de la Mora, «La desnacionalización de España», en Razón Española, nº 118, marzo-abril de 2003, págs. 160-162.

{71} Gonzalo Fernández de la Mora, «La desnacionalización de España», en Razón Española, nº 118, marzo-abril de 2003, págs. 160-162. «Etica del nacionalismo», en Razón Española, nº 65, mayo-junio de 1994, págs. 309-310.

 

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