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El Catoblepas, número 74, abril 2008
  El Catoblepasnúmero 74 • abril 2008 • página 12
Artículos

De los Fueros a la Constitución de 1812

José Manuel Rodríguez Pardo

Intervención en los IV Encuentros en el lugar, celebrados
en Carrascosa de la Sierra en marzo de 2008

IV Encuentros en el lugar, Carrascosa de la Sierra, marzo 2008

0. Preámbulo

El año 2008 será, por definición, un año conmemorativo. El bicentenario de la Guerra de la Independencia, que se prolongará durante aproximadamente una década, si no más, con las distintas declaraciones de independencia de las repúblicas hispanoamericanas y de las distintas constituciones hispanas, desde la de Cádiz de 1812 hasta las independencias de las naciones hispanoamericanas –la independencia de Chile tuvo lugar en 1818, pero si vamos más allá en el proceso de formación de las naciones hispanoamericanas, el bicentenario de la independencia de Bolivia se celebrará en el 2025, e incluso la desintegración de la Gran Colombia que formó Ecuador, Colombia, Venezuela y, a finales del siglo XIX, Panamá, es posterior a la muerte de Simón Bolívar–, suponen el inicio de unas celebraciones que, sin embargo, no pasarán de ser una serie de fastos sin algún plan director que las oriente.

De hecho, cualquier centenario, en este caso el de 1808, puede ser fácilmente desvirtuable. Convertir el 2 de mayo de 1808 en una rebelión de maleantes y mujeres de moral relajada, como se suele insinuar últimamente, haría que el significado político que tiene tal levantamiento desapareciese o cuando menos quedase desvirtuado. Ya en los festejos del I Centenario de la Guerra de la Independencia española, en 1908, varias de las placas conmemorativas y algunos de los fastos hubieron de realizarse con sumo cuidado, omitiendo que el «invasor» o «el extranjero» al que se referían era el «invasor francés», por la coyuntura histórica de dependencia que había entonces frente a Francia. Del mismo modo, el tema que aquí nos ocupa, es decir, la trayectoria de los fueros o derechos forales que diversas localidades españolas han poseído y algunas poseen, hasta la constitución de 1812 e incluso más allá, no podrá ser visto de la misma manera si se adopta una perspectiva local, regional o nacional. Lo que nos llevará necesariamente a la situación actual, es decir: la Constitución de 1978 y la pervivencia, cuando menos formal, de la legislación foral en lugares como Navarra y el País Vasco.

1. Definiciones

El nombre «Fuero» proviene del latín forum, que significa tribunal. Dejando de lado significados más o menos psicológicos (el «fuero interno de la conciencia»), es un término que hace referencia a las leyes y códigos propios de cada región o ciudad. El Diccionario de la Real Academia Española define fuero como «jurisdicción, poder», así como privilegios y exenciones concedidas a una provincia. Como algo concreto e histórico, la citada fuente dice: «norma o código dados para un territorio determinado, citando el caso de Navarra y el País Vasco».

El jurista del siglo XIX Francisco Martínez Marina define los fueros municipales como cartas expedidas por los reyes provenientes de su soberanía, en las que se contienen instituciones, ordenanzas y leyes civiles y criminales, para regir villas y ciudades y erigirlas en municipalidades. De este modo, según Martínez Marina, se asegurará un gobierno acomodado a la constitución pública del reino y a las circunstancias de los pueblos. Asimismo, los fueros suelen distinguirse de las cartas de población, pactos o convenios del señor solariego con los pobladores que son consecuencia del derecho de dominio directo sobre la tierra. En ellas se consignaban la cesión del suelo, posesiones y términos que hacía el señor, como dueño territorial, a los pobladores, y el reconocimiento por éstos del vasallaje, con los tributos y prestaciones personales a que en cambio se obligaban. Se establecían de tal modo que si el señor deseaba variar las condiciones del primitivo contrato, precisaba el asentimiento de quienes habían contratado con él o con sus respectivos herederos.

Así, como contrapartida a las cartas de población o cartas pueblas, los fueros locales, municipales o, simplemente, fueros eran los estatutos jurídicos aplicables en una determinada localidad cuya finalidad era, en general, regular la vida local, estableciendo un conjunto de normas, derechos y privilegios otorgados directamente por el rey. Fue un sistema de derecho local utilizado en España ya desde su formación, durante la Edad Media, y constituyó la fuente más importante del Derecho altomedieval español. Se supone que también fue utilizado en algunas zonas de Francia, pero tal es la escasez de su presencia en suelo francés que se considera una fuente jurídica genuinamente española. También se suele aplicar, de forma contemporánea, al sistema foral que pervivió tras la desaparición del Reino de Navarra y las provincias vascas, lo que se utiliza como fuente de derecho para las comunidades autónomas de Navarra y del País Vasco.

En esta conferencia veremos que los fueros son parte indisoluble de la Historia de España, y en esa característica reside la importancia de su debate y los motivos de su pervivencia. Este carácter hispano que aquí defendemos se recoge en el Diccionario Universal de la Lengua Castellana (Astort Hermanos, Madrid 1878, tomo V, página 599), donde aparece la expresión «No es por el huevo, sino por el fuero», referente a que no se trata de la discusión por un hecho, sino por un derecho. En esta conferencia intentaremos aclarar esa importancia histórica y su relación con los sucesos de la Guerra de Independencia y la caída del Antiguo Régimen con la Constitución de 1812.

2. ¿Desde cuándo existe España? El origen de España y los Fueros

Es muy habitual escuchar la sentencia de Ortega y Gasset, tan famosa como errónea, de su España invertebrada (1921): «Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho», suponiendo que el resto son partes postizas y periféricas de una España que decaería junto a Castilla durante el siglo XVII y que daría paso a su descuartizamiento definitivo. Pero para existir España ha tenido que sufrir un proceso de unificación previo a su presunta castellanización: ¿de dónde viene Castilla? La Hispania que era provincia del Imperio Romano, aun sin ser formalmente España, ya determina una unidad que con la caída del Imperio Romano se convertirá en un Estado visigodo cuya identidad es cristiana, la de la Iglesia católica –nos inspiramos aquí en las obras de Gustavo Bueno España frente a Europa y España no es un mito.

Esta unidad se mantiene a nivel jurídico gracias al Liber Iudiciorum, un cuerpo de leyes visigodo de carácter territorial, dispuesto por Recesvinto y publicado hacia el año 654. Este mismo código en el año 1241 fue traducido del latín al castellano por orden de Fernando III como fuero para ciertas localidades meridionales y adoptó el nombre de Fuero Juzgo. Este Fuero supuso la derogación de las leyes anteriores, como el Breviario de Alarico para los romanos y el Código de Leovigildo para los visigodos. Supuso así la unificación de los códigos romanos y visigodos, autorizando los matrimonios mixtos entre godos y romanos.

La invasión musulmana de la Península Ibérica en el año 711 supuso no sólo una ruptura en el plano político del reino visigodo, sino también en el plano jurídico la ruptura de la unidad que establecía el Liber Iudiciorum. La identidad católica sigue existiendo, pero la unidad política y jurídica quedó fragmentada en varias partes. En base a esta apreciación, se suele argumentar que esta situación de disgregación, ocupado por los musulmanes el territorio peninsular tras la caída del reino visigodo, dio lugar a la formación diversos reinos cristianos y, la formulación en ellos de un nuevo Derecho, plural y diverso y, caracterizado por tratarse, en general, de un derecho esencialmente local. Sería, por lo tanto, un precedente del actual estado de las autonomías de nuestra Constitución de 1978.

Estas versiones autonomistas, defendidas sobre todo por la actual clase política, utilizan y aprovechan de modo partidista la denominada «Teoría de los Cinco Reinos» que Ramón Menéndez Pidal y en cierta medida Claudio Sánchez Albornoz han defendido, donde cinco unidades independientes (Castilla, León, Aragón, Navarra y Portugal) mantendrían distintos núcleos de resistencia frente al Islam. Así, los políticos actuales hablarán de la fundación de la comunidad autónoma de Galicia en el siglo IX –cuando no remontándola a la predicación de Santiago en época del Imperio Romano–, de la formación de la comunidad foral de Navarra –rememorada en el castellano antiguo como «Reyno de Navarra» [sic]–, e incluso verán en la Marca Hispánica de Carlomagno el origen de una nueva nación: en el año 1988 los políticos catalanes conmemoraron el milenario de Cataluña [sic], aludiendo a la declaración del condado de Cataluña por Borrell II en el 988, que sin embargo no se declaró sino Conde de Hispania Citerior, en referencia a la división realizada por el Imperio Romano. Incluso un autor tan competente como Luis G. de Valdeavellano en su libro El feudalismo hispánico (Crítica, Barcelona 2000, que usamos como referencia), habla de Cataluña como «Estado feudal» por herencia de la dominación franca, así como del Reino de Asturias o Reino astur-leonés.

Sin embargo, detalles como la recuperación del Liber Iudiciorum bajo la forma de Fuero Juzgo o la referencia al neogoticismo en las Crónicas de la monarquía ovetense nos indican que la unidad visigótica previa se mantiene en alguno de esos núcleos fragmentados, pero bajo una forma nueva. No bajo la forma de unidades independientes, sino bajo la forma de un Imperio cristiano enfrentado al Islam que comienza con la victoria de Pelayo en Covadonga (722) y toma forma definida con el Oviedo de Alfonso II el Casto, instituido capital del reino en el año 812 y cuya situación entre dos ríos (Nora y Nalón) y rodeada de siete colinas, como Roma –incluso se dice que la Ría de Avilés simula el puerto de Ostia donde desemboca el Tíber, el río que discurre por la ciudad eterna.

Precisamente es Alfonso II, quien tras la victoria en Roncesvalles en el año 808, manda forjar la Cruz de los Ángeles, que no sólo incluye el lema del Emperador Romano Constantino, el primero que adoptó el cristianismo en el 312 (In hoc signo vinces se convierte en Hoc signo vincitur inimicus), además de incluir en la reliquia el sello del Emperador Augusto y fecharla según la Era Hispana (año 846 que se convierte en el año 808 tras añadirle los 38 años anteriores al nacimiento de Cristo, fecha en la que fue pacificada la Península Ibérica bajo el reinado de Augusto). Esto convierte a Alfonso II el Casto en el primer Imperator totius Hispaniae (Emperador de toda España), título que la estirpe monárquica de los Alfonsos llevará hasta Alfonso VII. Por lo tanto, Alfonso II se concibe como continuador del legado del Imperio Romano y de Octavio César Augusto, primer emperador de Roma. De hecho, las crónicas le atribuyen el epíteto de Magno a él y no a Alfonso III el Magno (866-910), quizás confundiéndose a causa de que a Alfonso II se le llamaba el Rey Magno en la Crónica AlbeldenseEpítome Ovetense (883)– (Adefonsus magnus).

Como «pruebas» que constatan esta vocación imperial podemos aportar varios acontecimientos reseñables. Es en esta época cuando se descubre el sepulcro del Apóstol Santiago, lo que supone el origen del Camino de Santiago, convertido en un centro de peregrinaje capaz de competir con Roma. Oviedo se convertirá, además, gracias a las reliquias de la cristiandad salvadas por Pelayo y depositadas en el Arca Santa de la Iglesia de San Salvador, en una parada obligada del Camino: «Quien va a Santiago y no va a San Salvador visita al siervo y deja al señor». El lugar santo de Compostela se llegará a consolidar tanto, que los obispos del lugar dirán en los siglos XI y XII que ellos y no Roma son la verdadera cuna de la cristiandad. Es precisamente en estos años cuando el Pseudo Turpin inventa la leyenda de un Carlomagno que habría llegado hasta Santiago de Compostela y mostrado a los españoles el Camino de Santiago, en un torpe pero efectivo intento de los franceses por manipular la historia y robarle sus méritos a los españoles.

También el reino ovetense fue un referente a nivel filosófico y teológico con la polémica del adopcionismo, que defendía la naturaleza divina adoptada de Cristo, rozando el islamismo. Los escritos del Beato de Liébana combatiendo la herejía del obispo Elipando de Toledo fueron inspiración para Alcuino de York, el consejero de Carlomagno, quien pretendió ser la autoridad para condenar a Félix de Urgel, obispo en territorios de la Marca Hispánica. En el año 808, el de la forja de la Cruz de los Ángeles, vence Bernardo del Carpio a Roldán en Roncesvalles, quedando el reino de Oviedo a salvo de las aspiraciones de Carlomagno.

Con Alfonso III el Magno, un siglo después de Roncesvalles (908), el Reino con capital en Oviedo pronto alcanza los límites del Río Duero y su capital se traslada a León y posteriormente al Valladolid castellano, con Alfonso VI, Emperador Toledano, y Alfonso VII, Imperator totius Hispaniae –«Emperador de toda España», como ya señalamos anteriormente. Ese Reino se ha ido transformando en León, luego en Castilla y posteriormente en España, uniendo solidariamente, frente al Islam, a los «Cinco Reinos» de los que habla la citada historiografía. Sin embargo, es habitual que muchos autores, como el francés Pierre Vilar, afirmen que «desde el punto de vista nacional, la España de la Reconquista se disgrega más que se unifica» y que el título de «emperadores de toda España» de los reyes castellanos no fue tal: «Pero la idea chocó con las realidades. Geográficamente, la lucha se emprendió en sus orígenes partiendo de territorios montañosos, físicamente aislados […]. Señores aventureros y municipalidades libres contribuyeron a aumentar este espíritu particularista» (Historia de España. Crítica, Barcelona 1978, pág. 31). Aparte, cita las escisiones de los reinos aragonés y portugués respecto a la política castellana.

Sin embargo, no puede decirse que las disputas y separaciones coyunturales anulen el proyecto iniciado tan tempranamente. Más que nada porque, frente a las distensiones, cabría decir que también había puntos de unidad y demostraciones de poder efectivo. La toma del poder del reino leonés por parte de Sancho III el Mayor, Rey de Navarra –reino que, al igual que el Condado de Castilla, era resultado de las marcas que la monarquía ovetense había dejado para defender sus territorios–, no supone excesivos cambios, pues asume el mismo título que los anteriores monarcas leoneses. Su hijo, Fernando I de Castilla (1037-1065), se hace llamar el Magno igualmente. Cuando el Cid conquista Toledo, Alfonso VI le reprende porque Toledo es suyo, le paga tributo, y puede someterlo cuando lo considere oportuno; cuando Alfonso VII, siguiendo la estela de Alfonso II, se proclama Emperador de toda España, no sólo hace referencia a los reinos cristianos, sino también a los musulmanes Reinos de Taifas que le pagan tributo. Quienes se separan de este proyecto imperial, como Portugal y la Corona de Aragón inicialmente, lo hicieron no para declarar su independencia, sino para confirmar su sumisión y servilismo ante el Papa.

Así, más que una reconquista del territorio perdido por los visigodos, se produce una conquista desde la perspectiva de un imperio que ha de expandirse para superar al Islam, sin que por ello desaparezca la inspiración de la unidad visigoda previa en los códigos legales y sobre todo el legado del Imperio Romano que se intenta restaurar. De hecho, España se distingue del resto de países europeos en que el feudalismo no tuvo tanto arraigo, pues una sociedad en expansión no puede estructurarse a partir de señoríos y servidumbre. Como señala el propio Pierre Vilar (Historia de España. Crítica, Barcelona 1978, pág. 27) la clase de los combatientes «no tiene de ningún modo sus orígenes en los grandes feudos del tipo francés; en los pequeños reinos de la Reconquista no había cabida para divisiones de ese género. Pero sí conocieron los grandes nobles, colaboradores del rey en las batallas, que por su valor individual de guerreros, y por el número de sus fieles, eran capaces de orgullo y de independencia, de política personal a veces muy audaz en las guerras o en las intrigas en el campo enemigo [el Cid]».

Así, «Las necesidades del combate y las de la repoblación imprimieron a la sociedad española de la época curiosas particularidades. Por una parte, la guerra mantuvo lo bastante alto el prestigio real para retrasar la formación del feudalismo; por otra parte, los elementos populares disfrutaron de excepcionales favores. El trabajo de la tierra, la autodefensa de los lugares reconquistados, exigían numerosas concesiones personales o colectivas del tipo de las behetrías (protección de un hombre o de un grupo por un señor de su elección), o del tipo de las cartas pueblas (cartas concedidas para la repoblación). Sobre estas bases, aunque el sistema feudal se desarrolló, las comunidades campesinas o urbanas fueron fuertes y relativamente libres» (Historia de España. Crítica, Barcelona 1978, págs. 28-29).

El nombre behetría proviene del latín vulgar benefactoría, a través de benefetría y benfectria. Se refiere a una población cuyos vecinos tenían el derecho de elegir a su señor. La institución proviene de una época en la que aún no existían las estructuras señoriales, de finales del siglo XI, y constituyen una forma de heredad. Aparece refrendada en los compendios legislativos de Alfonso X. Se dividían en merindades como intermedio entre el poder central y las villas, y eran diferentes de las otras formas señoriales como el realengo (propiedad del rey), el abadengo (propiedad del señorío de algún monasterio) o el solariego (pertenecían a algún noble feudal). Su situación de deterioro llega por pasar a ser hereditarias, con lo que el campesino pierde la capacidad de elegir señor. Poco más tarde se pierde también la posibilidad de negociar las condiciones del contrato, tal como se aprecia en el Ordenamiento de Alcalá, del año 1348. A raíz de las quejas el rey Pedro I mandó confeccionar el Libro Becerro de las Behetrías de Castilla (1352), con el fin de averiguar el estado de los territorios castellanos del norte, ya en época de los Trastámara.

Los miembros de las behetrías tenían prestaciones debidas a su señor, como el yantar (derecho del señor de albergarse y comer) y las sernas (obligación de trabajar las tierras del señor). Pero sobre todo las debidas al rey, como el servicio para gastos extraordinarios, las monedas (cada siete años), la fonsadera o rescate para no ser alistado en las levas reales y la martiniega o renta pagada en la festividad de San Martín.

Es en este contexto donde hay que valorar los fueros, como privilegios concedidos por el rey para tener siempre a hombres leales, que vayan por encima de esa gran nobleza que muchas veces pondrá en cuestión su poder. Al mismo tiempo, se aseguraba la repoblación del terreno expandido, asegurando las zonas fronterizas y mejorando la economía. Desde el primer momento la cuestión de frontera y poblacional fue fundamental. Ya en tiempos de Alfonso I el Católico, Rey sucesor de Favila y yerno de Pelayo (739-757), se trajo a Cangas de Onís a los mozárabes que vivían tras la Cordillera Cantábrica, devastando el territorio de la Meseta para evitar que los musulmanes pudieran asentarse sobre él, y formando así una barrera desértica que impidiera el avance islamita. De manera similar a como Alejandro Magno protegía sus avances devastando el territorio. De hecho, los denominados Reino de Navarra y Condado de Castilla no son autónomos, sino marcas de los Reyes de Oviedo, al igual que Carlomagno dejó su Marca Hispánica en lo que hoy conocemos como Cataluña, que precisamente tiene la misma etimología que Castilla, relativa a los castillos que los respectivos monarcas edificaron para la defensa de sus territorios.

De este modo, los fueros establecían que la población quedaba así sin señorío o éste correspondía al rey. Tales poblaciones, behetrías concretamente, establecían la elección de alcalde, tributos a la corona, la obligación de prestar auxilio a la mesnada real con peones y caballeros villanos, así como otras prerrogativas que hacían al hombre de la ciudad más libre que el campesino de régimen feudal. Esto posibilita una alternativa al poderío de los señores feudales, más disminuido que en otras partes de Europa. A cada fuero le correspondía la ciudad, un alfoz o territorio que contaba con varias aldeas y municipios, y un concejo, que gobernaba, y representaba a la ciudad en las cortes. La ciudad o villa tiene capacidad e hacer justicia.

El primer fuero municipal del que se tiene documentación es el otorgado por Silo I en el año 780 a su hijo Adelgastro, fundador del Monasterio de Obona. Después tenemos la donación a la Iglesia de Valpuesta por Alfonso II el Casto en el 804, que contiene algunos privilegios y exenciones en materia criminal, así como la donación a la Iglesia de Oviedo, por Ordoño I, en 857, en la que también se establecen exenciones; la del monasterio de Javilla hecha al de Cerdeña por el conde Fernán González en 941, en la que se otorgan privilegios a los pobladores; el denominado fuero de Melgar de Suso, dado por su señor Fernán Armentales, y confirmado por Garci-Fernández en 950; el de Castrojeriz y otros.

A partir de entonces y hasta el siglo XI los fueros aumentan espectacularmente, con la formación del Condado de Castilla en tiempo de Fernán González. El franco Carlos el Calvo otorgó idéntico privilegio a Alaón en el 845, iniciando uno de los fueros franceses de los que se tienen noticia. El Fuero de Oviedo data de 1073 y fue otorgado por Alfonso VI poco antes de abrir el Arca Santa con las reliquias de la cristiandad. Reciben Fueros Sepúlveda, Castrojeriz, Burgos, Miranda de Ebro, Segovia, Ávila, Salamanca, Toledo, &c. En Aragón, por el contrario, los fueros son más tardíos. Navarra se foralizó y las Vascongadas tuvieron sus tres diputaciones forales: Álava, Guipúzcoa y Vizcaya. Con el avance estabilizado, dejaron de otorgarse. Justo en la época de los conflictos con la nobleza y entre los Trastámara, en los siglos XIV y XV, que darían cúlmen a la unidad española con el matrimonio de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla.

Aparte de los fueros concedidos a poblaciones, tenemos los concedidos a determinadas clases sociales, que tuvieron también su importancia. El Fuero de los Hidalgos u Ordenamiento de Nájera de 1138, establece las prerrogativas de la soberanía; se declaran los mutuos derechos entre el realengo, abadengo y señoríos de behetría, divisa y solariego y los de estos señores con sus vasallos. Los hidalgos, literalmente «hijos de alguien», son una figura clave para entender el proceso de conquista que forma a España. Son personas que, debido a su compromiso y ayuda al monarca en las guerras contra los musulmanes, adquieren el título de nobleza, lo que no les otorga privilegios económicos especiales, pero sí les permite mantenerse libres de la servidumbre y exentos de impuestos. Estos mismos hidalgos serán quienes participen en la conquista de América.

Precisamente los fueros permitirán el desarrollo económico y la independencia de las ciudades frente a la nobleza, lo que hará de la sociedad española medieval una sociedad dinámica, no frenada por imposiciones feudales. Una sociedad donde la vieja propiedad visigoda ya no tiene sentido, pues ha desaparecido el anterior Estado y se funda uno nuevo. Así, al contrario del disidente Aragón, donde los nobles eran dueños del terreno que conquistaban, en Castilla el señorío de lo conquistado perteneció al rey, y aunque se repartieron muchos terrenos para la aristocracia, no sólo había los citados señoríos reales (realengo) y eclesiásticos (abadengo), sino también legos (devisa, solariego y la citada behetría), y de ahí que al lado de fueros otorgados inmediatamente por el rey, aparezcan muchos otorgados por los señores a sus pueblos, considerados fruto de un pacto con el monarca, como diría posteriormente Francisco Suárez en De Legibus.

En el año 1241 Fernando III aplica el Fuero Juzgo, traducción del Liber Iudiciorum del año 645, como fuero municipal a los territorios meridionales. El Fuero Real redactado en 1254 por Alfonso X e influido por el Liber Iudiciorum, fue instituido como ley para algunas ciudades que se beneficiaron así en su comercio y asentaron el poder de la corona frente al feudalismo de la época. Junto a las Siete Partidas, el Fuero Real fue de facto el derecho castellano. El rey se aliaba con así vasallos que le fueran fieles y a quienes daba el beneficio de la alcaldía u otros empleos. Como decía Lope de Vega: «El mejor alcalde, el Rey». Así las ciudades se mantuvieron en auge por su comercio y seguridad jurídica.

Este proceso jurídico cobra especial fuerza con las Siete Partidas de Alfonso X, a las que Alfonso XI les dio fuerza legal, fueron fundadas para lograr la uniformidad jurídica. En este cuerpo destaca la preeminencia de la lengua española, la lengua del pueblo y no de los nobles, como era el catalán o cualquier otra lengua regional. Fueron redactadas a raíz del fecho del imperio, pero no el mero intento de Alfonso X de obtener la corona del Sacro Imperio por inspiración de su abuela y su madre Beatriz de Suabia, como si fuera el auténtico imperio romano, sino con objeto de continuar «la historia de los pueblos que enseñorearon la tierra», como dice el propio Rey Sabio en su Historia General. Así, las Partidas son un texto aplicable a todo el incipiente imperio español, es decir, un derecho de validez universal, un denominador jurídico común de la empresa imperial. De hecho, fueron utilizadas en la conquista de América por los conquistadores. Esta legislación se mantuvo incluso incluido en las nuevas constituciones, sobre todo en los códigos civiles.

En la Segunda Partida se distingue entre poder temporal y espiritual, reconociendo una dualidad en la estructura del poder y una relación de armonía entre ambos mundos propia del tomismo –el contacto con los textos de Aristóteles en la Escuela de Traductores de Toledo, que recibieron directamente los textos aristotélicos y los tradujeron al romance castellano, fue sin duda decisivo. Frente a la ideología de Alcuino y después de Raimundo de Peñafort que inspira al monarca aragonés Jaime I el Conquistador, que supone el Estado sometido a la Iglesia, la corona española mantiene su jurisdicción frente a la Iglesia católica.

3. Los Fueros en su culminación

Como vemos, los Fueros están ligados a la formación de España como Imperio. La influencia del Fuero Real y de las Siete Partidas fue de tal naturaleza que hasta bien avanzada la Edad Moderna se aplicó en todos los territorios castellanos e influyó decisivamente en otras normas de la época, o las propias leyes de Indias tras la conquista de América. Las Siete Partidas, pensadas como código universal por Alfonso X, lo fueron efectivamente a partir del descubrimiento de América en 1492. Entonces, cualquier reproche de megalomanía que suele lanzarse sobre el título de Imperator totius Hispaniae carece de sentido. Es más, el título en estas circunstancias, aunque los Austrias no lo reivindiquen desde un punto de vista emic, cobra plena significación desde un punto de vista etic. Y es que una sociedad feudal y exhausta, inactiva y subordinada a diversos intereses nobiliarios, no hubiera podido embarcarse en una aventura de exploración de los mares y de globalización efectiva como la que realizó Juan Sebastián Elcano. No tendría sentido tampoco esas organizaciones de expediciones de los naturales españoles para acudir a América propias del siglo XVI, pues los siervos no podrían salirse de la estructura feudal. Pero la existencia de los fueros y una cierta autonomía de las ciudades permitía que lugares como Trujillo, las provincias vascongadas y otros se convirtieran en protagonistas de las expediciones españolas al Nuevo Mundo.

Las Siete Partidas lograron así convertirse en lo que había proyectado Alfonso X: en la legislación que intervino en esa nueva realidad que fue el Imperio español, siendo el marco protagonista de la conquista de América. Un ejemplo paradigmático del uso de las Siete Partidas lo tenemos en el hidalgo Hernán Cortés. Enviado por el Gobernador de Cuba, Diego Velázquez, con recelos para que fundase una ciudad costera, que tomó el nombre de Villa Rica de la Veracruz (hoy Veracruz), en ese momento aprovechó para liberarse de las órdenes establecidas. Fue elegido justicia mayor y capitán general de la armada por los vecinos de la nueva localidad, que no eran otros que sus expedicionarios. Posteriormente, planteó a sus convecinos si debía quedar libre de las obligaciones establecidas por el Gobernador de Cuba. De este modo, en virtud de lo establecido en las Siete Partidas para la fundación de nuevas ciudades, pudo lanzarse a la conquista del Imperio Azteca.

4. Los fueros en la Guerra de la Independencia y la Constitución de 1812

Los Fueros de los que aquí hablamos son un Derecho Civil que pierde validez cuando ya no tiene sentido mantenerlo, con el poder real consolidado sobre la nobleza. La anulación de los fueros aragoneses por Felipe V tras la Guerra de Sucesión con los Decretos de Nueva Planta (1716) y la admisión del Derecho castellano supone una centralización y uniformización legislativa que tendrá consecuencias beneficiosas para España, y sobre todo para los integrantes de la antigua Corona de Aragón: estarán en las mismas condiciones para emigrar a América, tanto así que los apellidos aragoneses, valencianos y catalanes son muy abundantes en esas latitudes.

Los fueros, no obstante, pervivieron a otro nivel y se usaron un siglo después. Así, fueron el fundamento legal de la formación de las juntas gubernativas que, tanto en España como en América, se constituyeron tras el cautiverio del rey Fernando VII, al ser invadida España por Francia. Tales Juntas asumieron la soberanía que el rey les había otorgado previamente en sus fueros. Así, se hablaba del Reino de Galicia o del Reino de Valencia no porque se constituyeran en reinos independientes, sino porque asumían la soberanía del Rey de España en virtud del pacto originario de la localidad con el monarca que había constituido los fueros. Por lo tanto, no se buscaba el separatismo, como hoy se intenta justificar desde el estado de las autonomías, sino restituir al monarca legítimo en su trono, al tiempo que se condenaba, desde los sectores más integristas, a Napoleón como el Anticristo. Las distintas iniciativas regionales planteadas desde el Derecho foral confluirán en la formación de la Junta Central en Aranjuez en septiembre de 1808, hito que supondrá el comienzo de una posterior transformación de España, ya en las Cortes de Cádiz.

Así, tanto Martínez Marina como Jovellanos, aunque no fuesen parlamentarios en Cádiz, señalan que existe una constitución previa de España, y esa constitución son las legislaciones previas españolas que incluyen los fueros. Así se manifiesta Jovellanos en su correspondencia con los afrancesados Miguel de Azanza y Cabarrús durante junio de 1808 y con el diputado inglés whig Lord Holland. Los primeros, deseosos de presentar a Jovellanos como víctima del absolutismo y favorable a ellos, sirven a un intruso, el rey José. Esto es rechazado por Jovellanos, que afirma que España, si le fallase la monarquía, sabría vivir sin rey y gobernarse sin él, lo que constituye una muestra del proceso de holización que caracterizará a la izquierda política española. Al mismo tiempo, esta posibilidad de eliminar la monarquía marca distancias con la revolución inglesa de 1642-1688, que no pasa de ser algo similar a las luchas entre patricios y pebleyos en la República de Roma. Es en España, país católico, donde se funda el liberalismo político, y no en un país anglosajón, en contra de los tópicos habituales.

Si en Francia fueron los Estados generales quienes determinaron la revolución, en España fueron diputados inspirados por el Derecho foral quienes marcaron la pauta. Ya en 1809, Álvaro Flórez Estrada señaló en su obra Constitución para la nación española: «No habrá más soberano que las Cortes y será un crimen de Estado llamar al rey soberano y decir que la soberanía puede residir en otra parte que en este cuerpo». Flórez Estrada restringía así las facultades del rey en beneficio del «Congreso Nacional Soberano». Las Cortes de Cádiz, curiosamente, no serán una reunión de los Estados Generales, como en Francia, sino una asamblea verdaderamente revolucionaria, si bien las estructuras del Antiguo Régimen, Juntas y Estados Generales, fueron la plataforma para el desarrollo revolucionario.

De hecho, los liberales, enfrentados a los serviles, en una oposición claramente escolástica entre las artes liberales y las serviles o mecánicas, usaron de los fueros para justificar la nueva Constitución: España aparecía en el horizonte como recuperación de los fueros que habrían anulado los Austrias y los Borbones. Para Martínez Marina, los fueros demostraban que el «monstruoso feudalismo» jamás había existido en España. La ideología de los liberales es una recuperación de la Leyenda Negra en forma de «restauración» de las libertades tradicionales. No fue extraño entonces que muchos de los próceres de las Cortes de Cádiz señalen esa constitución previa de España, anterior a la aprobada en 1812, que hace referencia a los fueros como las libertades tradicionales españolas que fueron anuladas por dinastías extranjeras. Versión de la Leyenda Negra, propia del Romanticismo, que sin embargo tiene la ventaja de incorporar todo aquello que los defensores del Antiguo Régimen reclamaban: Dios, Patria, Fueros y Rey legítimo. Así, el liberalismo, pese a no poder establecer un gobierno estable por las vicisitudes sufridas durante el siglo XIX –daños causados por la guerra contra los franceses, la reacción absolutista de la Santa Alianza, escaso arraigo popular–, acabó siendo asumido hasta por los serviles, quedando los carlistas cada vez más en retroceso. Se asimiló así el Trono y el Altar como parte de la constitución previa de la nación histórica española, pero con un significado simbólico.

Así, la Constitución de 1812 reconoce que la religión oficial de España es la católica y la monarquía, pero también en el artículo 172 que «No puede el Rey enajenar, ceder o permutar provincia, ciudad, villa o lugar, ni parte alguna, por pequeña que sea, del territorio español», algo refrendado en las constituciones sucesivas y reconocido en la Constitución de 1876, la de la Restauración Borbónica tras la accidentada I República: en su artículo 55 disponía que «El Rey necesita estar autorizado por una ley especial: Primero, para enajenar, ceder o permutar cualquiera parte del territorio español.[...]», prueba de que las corrientes más serviles no pudieron disolver, incluso teniendo que convertirse ellas mismas en liberales, pese a las exhortaciones de la Iglesia católica acerca del pecaminoso liberalismo.

Esto explica que, desaparecidos los afrancesados y acabada la Guerra de Independencia, los liberales sufrieran represión tras la vuelta del absolutismo en 1814. La política española en el siglo XIX estaría marcada, hasta la Restauración de 1876, por la oposición entre liberales y serviles. La presencia de una izquierda liberal genuinamente española, superviviente frente a la izquierda jacobina de la Europa napoleónica –los afrancesados–, marca grandes diferencias entre España y Europa. Este liberalismo, enfrentado a la izquierda napoleónica de primera generación, y a su vez frente a la influencia del moribundo Antiguo Régimen, no pudo mantener un gobierno estable durante mucho tiempo, pero acabó contagiando a Europa y definiendo de manera paulatina la nación española. Incluso podría decirse, usando los términos de la Leyenda Negra, que el posterior Trienio Liberal (1820-1823), que encarnaba la forma política más avanzada del momento, fue eliminado por el retraso histórico y el oscurantismo que suponía el absolutismo imperante en el resto de Europa, encarnado en la Santa Alianza y los Cien Mil Hijos de San Luis.

Esta izquierda liberal tuvo una gran influencia al estar asentada en un Imperio universal, lo que favoreció su expansión por toda América y su contagio en otros imperios rivales; incluso fueron los ingleses quienes acogieron este nuevo concepto político (liberal) para hablar del liberal party (en realidad, los whigs a los que pertenecía Holland) a mediados del siglo XIX. Jovellanos marca la diferencia con quienes se han considerado habitualmente la cuna del liberalismo: Inglaterra.

5. Los fueros en el siglo XIX

Como vimos, tras la Guerra de Sucesión a comienzos del siglo XVIII, los fueros fueron reducidos en su ámbito, aceptándose el Derecho castellano prácticamente en su totalidad. En Navarra y Vascongadas se produjo un enfrentamiento por los traslados de las aduanas a la costa tras la unidad entre Castilla y Aragón (1717), en una unificación del espacio económico, frente a las restricciones monetarias y la inhabilitación de puertos vascos para el comercio directo con América. El intento de federarse San Sebastián en 1794 a la república francesa causó un problema que tras la caída del Antiguo Régimen se mantuvo. Pese a que los fueros, en tanto que privilegio otorgado por los monarcas, eran perfectamente revocables, los foralistas y carlistas los veían como un pacto que señalaba que los territorios vascos se habían integrado de manera voluntaria en la corona de Castilla y debían ser previamente revocados por ambas partes. El debate se reabrió al término de la guerra de la Independencia con la creación de una comisión ministerial para investigar los abusos contra la Real Hacienda. En el informe final aparecido en 1819 la comisión criticaba con dureza la particular situación de los territorios aforados y, acorde con las tesis centralistas, proponía una intervención más directa de la administración central para atajar el fraude.

Sin embargo, el cambio político experimentando en la primavera de 1820 evitó que el monarca tuviera que pronunciarse: los liberales suprimieron los regímenes privativos en aras de la igualdad jurídica de todos los ciudadanos. Con la caída del régimen constitucional tres años después se restableció el ordenamiento jurídico tradicional, fueros incluidos, a pesar de las reticencias de los ministros más reformistas. Acosado por los «apostólicos» desde la derecha y desde la izquierda por los liberales, Fernando VII deseaba evitarse conflictos innecesarios y buscó la colaboración de la oligarquía vasca, confiando en las Diputaciones.

En todo caso, cuando a la muerte de Fernando VII estalló la querella dinástica optaron por el absolutismo más recalcitrante representado por don Carlos. La derrota carlista zanjó la cuestión dinástica y el modelo de organización social caracterizado en lo político por el poder absoluto del monarca, en lo social por el reconocimiento jurídico de la desigualdad a través del privilegio. El advenimiento del Estado liberal no supuso, a pesar de su retórica centralista e igualitario, la inmediata derogación del régimen foral que, no sin temporales suspensiones y alteraciones mas o menos profundas, subsistió en lo fundamental hasta julio de 1876. Los moderados, asumiendo los fueros, protagonizaron la construcción del Estado liberal español. Tanto la Constitución de 1837, como sobre todo la de 1845, estaban recorridas por los principios doctrinarios.

La guerra carlista modificó la correlación de fuerzas, al tiempo que el régimen constitucional ponía en entredicho la continuidad misma del ordenamiento foral.

De ahí que los moderados asumieran el difícil compromiso de constitucionalizar los fueros por la ley de 25 de octubre de 1839, y que en octubre de 1841 los fueristas les apoyaran en su intento de derribar a Espartero, indiscutido líder de los progresistas. Aquellos pagaron su intervención en el frustrado golpe de estado con el exilio, éstos con la pérdida de los fueros. Los moderados en julio de 1844 restablecieron el régimen foral al tiempo que redujeron el ámbito de actuación de las Diputaciones provinciales, instituciones de nuevo cuño que venían funcionando desde 1837, a las cuestiones electorales y de imprenta.

La dialéctica Constitución/Fueros acabó convirtiéndolos en una suerte de «gobierno Interior» de las provincias ejercido por sus propias autoridades. Los liberales, como vimos, aceptaron los fueros: durante el bienio 1854-56 ni siquiera implantaron la Milicia Nacional, pues Espartero, el mismo que otrora aboliera el régimen y disolviera la policía foral, confió la tranquilidad pública a los cuerpos de miñones y miqueletes. Y cuando de nuevo volvieron al poder tras el derrocamiento de Isabel II se comprometieron por boca de Sagasta, ministro de gobernación, a respetar los fueros vasconavarros mientras las provincias respeten a su vez al gobierno. Asimismo, con el advenimiento de la Restauración de 1876 los fueros se consideraron extinguidos, pero los problemas se mantuvieron incluso durante el siglo XX, con los puntos culminantes de la II República, con el Estatuto de Autonomía Vasco, y después con el franquismo, que restauró los fueros navarros y los de Álava.

Final. Los fueros en la actualidad

El final del Antiguo Régimen supuso la desaparición de los fueros de facto, pues la nación política no podía tomar como identidad al Trono y el Altar ni seguir el sistema medieval. Hay aún restos como el Fuero Juzgo, que pervivió como derecho vigente hasta la aprobación del Código civil a finales del siglo XIX y en la actualidad se supone sigue vigente como derecho foral civil supletorio en el País Vasco, Navarra y Aragón. Precisamente, y en contra del fin del Antiguo Régimen, los fueros que más problemas causaron, los del País Vasco y Navarra, siguen representándose como una suerte de estatuto de autonomía fundacional de esas comunidades autónomas, dentro de la Constitución de 1978.

Sin embargo, esta pervivencia de la tradición no puede interpretarse como lo propio de unas señas de identidad vascas o navarras, como cuando se denomina a Navarra «comunidad foral». Todo lo contrario: son una palanca utilizada por los viejos foralistas, convertidos ahora en separatistas. Sabino Arana, fundador del PNV, era un carlista atemorizado por la industrialización progresiva de Vascongadas, que supondría un desmantelamiento ya efectivo del Antiguo Régimen, con la pérdida de vigencia de los caseríos y otras instituciones de la sociedad tradicional. Es completamente falso que los fueros supongan un precedente del autogobierno de esas comunidades, expresión por otro lado confusa y contradictoria, igual que la de autodeterminación. ¿Cómo puede autodeterminarse o autogobernarse algo que previamente no existe y, en este caso, carece de soberanía? Bajo la coartada de los fueros se encuentra la sombra del Antiguo Régimen, el caciquismo del siglo XIX y otras muchas amenazas contra España que son alentadas desde terceros países y que han de ser neutralizadas más pronto que tarde.

 

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