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El Catoblepas, número 70, diciembre 2007
  El Catoblepasnúmero 70 • diciembre 2007 • página 7
La Buhardilla

La regla de oro de la ética

Fernando Rodríguez Genovés

Digresión acerca de algunas variaciones conocidas en la formulación de la tradicionalmente denominada «regla de oro de la ética»

Niles y Fraiser Crane

1

Prólogo

En un episodio de la serie televisiva norteamericana Frasier, emitida en España con gran éxito durante varias temporadas, puede verse una divertida alusión, no poco malévola y procaz, al empleo indiscriminado de la expresión ponerse en el lugar del otro, utilizada muy alegremente tanto en contextos cotidianos como en esferas técnicas de saber.

El hermano del personaje principal de la célebre sitcom, el también psiquiatra Niles Crane, se encuentra en trámite de divorcio de su mujer Maris y ambos asisten a la consulta de un doctor asesor matrimonial y especialista en reparar conflictos de pareja. Como parte de la terapia conciliadora, Niles y Maris tienen previstos encuentros amorosos regulares. En uno de ellos sobreviene un terrible malentendido.

Niles y el doctor (a la sazón amante secreto de la esposa) se citan al mismo tiempo con Maris para una cita íntima, pero fatalmente son ellos los que van a coincidir. El enredo y las situaciones propias de la comedia les conducen a ambos a la misma cama, bajo la sombra de la confusión de personalidades y de la penumbra que ampara al amor, con la convicción de que el acompañante del lecho es Maris. De repente, se encienden por azar las luces de la estancia y la claridad hace patente el error. Niles indignado y humillado le reprocha al doctor la infidelidad y la deslealtad profesional por beneficiarse de una paciente, que además es su esposa, al menos todavía. El atribulado asesor queda al descubierto, al desnudo por así decirlo, y sólo acierta a farfullar inútiles explicaciones. Finalmente, apelando a la ciega pasión como último motivo de su actuar le dice a Niles:

—Estaba ciego por el deseo y no sabía lo que hacía, en fin, póngase en mi lugar...

Réplica de Niles:

—¿Que me ponga en su lugar? He estado a punto de hacerlo...

Cuadro de Magritte

2

A la sombra de una expresión muy usual y polivalente

Según hemos podido poner de manifiesto en un anterior artículo, la consideración concedida corrientemente en el ámbito de la ética al allí denominado postulado alternante –o precepto que reconoce y predica el presumido valor moral de ponerse en el lugar del otro–, ha terminado por hacer de dicha máxima una norma muy repetida y acríticamente dada por evidente. La aceptación, explícita o tácita, que provoca en los agentes –y pacientes– morales, imantando con facilidad la opinión pública y aromatizando el acervo común, no es irrelevante a la hora de fijar un asunto principal en la reflexión sobre la moral, como es caracterizar el referente principal de la moralidad: sea en el propio sujeto –en uno mismo–, sea en el Otro –o en lo Otro–.

Las querellas, más o menos serias, entre patrocinadores del individualismo y comunitarismo, la autonomía y heteronomía moral, el egoísmo y altruismo, el liberalismo y el republicanismo o progresismo sin más, son sólo algunos ejemplos a los que conmueve la distinta orientación propuesta sobre el asunto de la identidad del protagonista de la acción moral, sobre la definición, en fin, del sujeto moral.

El postulado alternante fascina la sensibilidad comunitarista y republicanista (o progresista a secas), ejercita el músculo de la heteronomía moral y alienta los ánimos de los fanáticos de la alteridad. La crítica del postulado alternante, por el contrario, la denuncia de las falacias y trampas contenidas en el mismo, así como la reserva teórico-práctica hacia la empatía moral (la simpatheia) como base balsámica de la acción, convienen, o simpatizan bien, en el buen sentido del término, con la perspectiva del liberalismo, con el individualismo moral muy en particular. Es este un hecho notorio que ayuda a aclarar bastante las cosas y a fijar posiciones: en un caso, posicionamientos; en el otro, comúnmente, poses. No extraña, entonces, que defensores de unas y otras actitudes terminen por colisionar intelectualmente entre sí más pronto que tarde.

Una fuerza superior me lleva a traer en este punto a juicio crítico a don Miguel de Unamuno (no sé por qué) a propósito de la opción antiliberal. En alusión a la mística castellana, de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, de ascesis más inclinada a la interioridad que la que pudiera ostentar «el pobrecito de Asís», según su expresión, a quien la Naturaleza hace que se le salga el alma afuera, en referencia, digo, al misticismo de la meseta central y aprovechando que por Salamanca pasaba el Rector, esto decía:

«Es la moral individualista de quien, poco simpático, incapaz de ponerse en el lugar de otro y pensar y sentir como este otro piensa y siente, le compadece porque no lo hace como él, ignorando en realidad cómo lo hace.»{1}

Dicho queda, pues, y aquí dejo la glosa unamuniana.

Cuadro de Magritte

3

«No quieras para los otros lo que no quieras para ti»

Suele conocerse, en fin, como regla de oro de la ética –distinguida, aunque no observada, casi sin excepción– aquella proclama que declara: «no quieras para los otros lo que no quieras para ti».

Adviértase, primeramente, la formulación negativa, o sea, no positiva, característica de la regla, y repárese a la vez en que a pesar de su construcción gramatical, el referente ético (la fuerza ética) que contiene no descansa sobre los otros sino sobre uno mismo. Sencillamente es uno el que quiere y acerca de uno trata en rigor la verdadera voluntad. La relevancia de esta circunstancia resulta esencial para nuestro asunto. Ocurre que si para establecer la máxima moral, o regla de oro, nos pusiésemos en el lugar del otro, debería decirse, por el contrario, esto que sigue: «quiere para ti aquello que los otros quieren para sí».

En este segundo caso–conmovidas y afectadas severamente la autonomía moral y la identidad personal–, no sería el propio sujeto –uno mismo– el promotor y hacedor de la reglas, de la acción y, por tanto, de la responsabilidad. Su papel quedaría reducido, en cambio, al de mero paciente, un prójimo relegado a la pobre función de asimilador o imitador de normas provenientes de otras instancias reguladoras de la acción. Si esto fuese así, insisto, uno no atendería, entonces, a la esfera moral desde su singularidad y libertad, sino, literalmente alienado o alterado, en cuanto otro –para ello es puesto en el lugar del otro, o quítate tú para ponerme yo–, reducido a una velada y vaga otredad, y, presuntamente, sabiendo más y mejor que uno lo que a uno mismo interesa y conviene, actuaría en nombre de todos. Sólo don Miguel sabría cómo lo hace.

El tesoro del proverbio español ha recogido algunas muestras notables del poder transformador de la alteridad. He aquí este para empezar: «Uno hizo la calza, y otro se la calza». Y quién no ha escuchado alguna vez que «Unos tienen la fama y otros cardan la lana». Sucede, con todo, para mayor gloria del altruismo, que «Unos mueren para que otros hereden».

Cuadro de Magritte

4

Algunas variaciones de la regla

El mandato oculto tras el postulado alternante y sus consecuencias deriva con facilidad en presentaciones bastardas de la regla de oro de la ética de este estilo: «Quiere para los demás lo que quieres para ti». Henos ahora ante una forma imperativa y dominante de disponer la vida ajena por encima de la propia, una manifestación reglamentista de libertad positiva, opuesta a la genuina expresión del sentir ético, expresado mejor como libertad negativa según la fórmula ya enunciada: «No quieras para los demás lo que no quieres para ti».

Una variante positiva –o sea, sin formulación negativa, pero asimismo en el sentido de correcta y útil – de la regla de oro de la ética –algo así como una regla moral de plata o bronce– rezaría como sigue: «quiere que los otros quieran para sí como tú de hecho quieres para ti»; lo que sea que ellos –los otros– quieran, puesto que nunca podremos saber con certeza, por más que nos empeñemos en la tarea, qué es aquello que los demás en realidad quieren.

Esta exposición positiva de la regla supone una óptima interpretación de la regla de oro por lo que contiene de respeto hacia la posibilidad y la potencia afirmadora del ser humano en cuanto a ser capaz de erigirse como sujeto moral con facultad volitiva, pero además por lo que implica de reconocimiento del otro sujeto sin necesidad de traer a cuento alteraciones morales, alternativas o alternancias forzadas, ni desplazamientos artificiosos.

No es el caso, entonces, que para que el Otro quiera, o pueda querer, uno tenga que ponerse en su lugar. Es suficiente con que sea él mismo –cada uno de nos-otros– quien se mantenga en su sitio, haciendo, de esta manera, por ejemplo, valer sus derechos, su lugar en el cosmos, en vez de limitarse a reclamarlos.

Cuadro de Magritte

5

Acompañar en el sentimiento

Como suele ocurrir con la mayor parte de las digresiones morales, en el fondo, uno en verdad no inventa nada nuevo ni puede presumir de ser original. Volvamos la mirada hacia la Antigüedad clásica para ver cómo esto es así. Para la tradición estoica de la ética, siempre ha supuesto una cuestión primordial el esfuerzo de cada cual por reclamar el propio espacio de libertad, o como se dirá siglos más tarde, el derecho de cada uno a ocupar su propio espacio (moral y político), actitud muy distinta de la de exigir que todos los individuos tengan la obligación de compartirlo, en especial cuando hablamos de una situación penosa o de una experiencia sufriente.

El primero supuesto – reclamar el propio espacio de libertad– contiene un acto de autorrespeto (pariente moral de la justicia); el segundo –con el postulado alternante y sus variantes de coro–, un testimonio de sacrificio (pariente moral del duelo), y, por tanto, un falso respeto travestido de compasión.

El estoicismo antiguo no apelaba, ciertamente, a la noción de respeto –que es concepto moderno– a la hora de marcar literalmente distancias con la idea del sufrimiento compartido –o de la com-pasión–, sino a una instancia acaso más pulcra, al cuidado personal, a la salvaguarda del espacio interior frente a los males externos. El resultado sería, comoquiera que sea, parejo al que aquí y ahora sostenemos, esto es: el tratamiento de la moral como cura.

Podemos citar, para finalizar, una fiel descripción de esta disposición en el siguiente fragmento de Epicteto:

«Cuando veas a uno llorando en duelo porque su hijo está ausente o porque ha perdido lo suyo [...] no rechaces acompañarle en el sentimiento e, incluso, si se tercia, gemir con él. Pero ten cuidado de no gemir también por dentro.» (Enchiridion, 16).

Vale.

Nota

{1} Miguel de Unamuno, En torno al casticismo, Biblioteca Nueva/Cicon Ediciones, Madrid 1998, pág. 137.

 

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