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El Catoblepas, número 64, junio 2007
  El Catoblepasnúmero 64 • junio 2007 • página 10
Artículos

Lecciones antimodernas

Jose Andrés Fernández Leost

Aproximación al concepto de antimodernidad a la luz
de las últimas obras de Antoine Compagnon y Alain Finkielkraut

En el presente artículo se ensaya una aproximación al concepto de antimodernidad, al hilo de la reciente publicación de dos libros: Los antimodernos, de Antoine Compagnon (Acantilado, Barcelona 2007); y Nosotros, los modernos, de Alain Finkielkraut (Encuentro, Madrid 2006). La primera dificultad a sortear estriba en la extrema debilidad del propio concepto de modernidad que, referido a una tendencia histórica de pensamiento relativamente coherente que atraviesa varias disciplinas (sociales, artísticas, científicas, &c.), está incapacitado para establecer un cuerpo de doctrina filosófico sistemático. De ahí que, en primer lugar, procuraremos trazar a grandes rasgos, y desde un punto de vista sociológico, los perfiles de aquello que llamamos modernidad, para pasar a continuación a desentrañar qué carga de profundidad y alcance posee la escuela antimoderna –si es que podemos hablar de escuela.

La categoría de modernidad, conformada bajo el molde del racionalismo ilustrado, se utiliza usualmente para designar los rasgos de una mentalidad –originada en el humanismo renacentista y predominante a partir de la Revolución francesa– marcada por su confianza en el método científico, la ingeniería social, el optimismo antropológico y la autonomía del individuo. El proyecto se levanta sobre la creencia en los potenciales del raciocinio humano, capaz no sólo de librarse del yugo oscurantista de la religión, sino de diseñar una sociedad armoniosa, a través del mutuo acoplamiento de diversos valores benéficos, tan universales como eternos –paradigmáticamente: la igualdad, la libertad y la fraternidad. Tal visión se redondea gracias a la perfectibilidad del hombre, susceptible de ir depurando su naturaleza de lastres irracionales hasta el punto incluso de lograr convertirse en un «nuevo hombre». En este sentido, ser moderno significa ser progresista. Bajo tal perspectiva, los males que acechan a la humanidad se consideran producto de una planificación social errónea, donde los condicionamientos de los que por ejemplo nos informa la ciencia biológica poco tienen que decir.

Como se ha apuntado, habitualmente se cifra en la Revolución francesa la frontera que establece la oposición entre los antiguos (defensores o nostálgicos del antiguo régimen) y los modernos. La prueba de la existencia de un conflicto entre los valores de un orden clásico, pautado por una estabilidad de ascendencia exterior, natural, o –en última instancia– determinada por designios de las alturas; y un orden moderno, que concede todo el protagonismo a la mano del hombre, la encontramos en la Querelle de la Academia francesa, que enfrenta en 1687 precisamente a antiguos y modernos en el campo estético. Políticamente el conflicto se traducirá en el enfrentamiento entre progresistas y conservadores. Tales precedentes, acompañados tanto por la lucha contra las supersticiones mágicas o ultramontanas, como por el éxito de la aplicación de métodos de investigación basados en la observación y experimentación controlados por el hombre, hacen de la subjetividad humana el signo moral de la modernidad.

Podría decirse que la modernidad traslada el carácter autónomo que el conocimiento científico –según la facultad cognoscitiva del hombre– ha ido trazando en sus respectivos ámbitos (delineando la circunscripción de unas ciencias frente a otras), tanto a nuestra facultad volitiva, propia de la moralidad (haciendo a cada individuo soberano de sí mismo), como a nuestra facultad de sentimiento, de naturaleza estética. La operación contiene inscrita una paradoja, por cuanto la autonomía individual supone la irrupción de un orden de la libertad en franca ruptura con el orden de la necesidad hegemónico, ya sea científico, ya teológico. En este sentido, la búsqueda de autonomía científica puede en detrimento de la libertad humana. Al mismo tiempo, el concepto de libertad como autonomía racional del individuo, corre el riesgo de recaer en una interpretación estrictamente formal de la jurisdicción humana, susceptible de permitir la adhesión de una constelación de conceptos estéticos claramente idealistas. En efecto, durante el XIX ven incrementado su prestigio los conceptos de invención, movimiento, innovación, imaginación o genio; atributos que engalan la consideración de un individuo prometeico. La divulgación del ideario progresista, adornado bien de retórica positivista, bien de caracteres románticos, configura la idea utópica de un final de los tiempos liberador. El recurso romántico al pasado, esgrimido por el idealismo alemán, no desemboca sino en la construcción de mitologías originarias ahistóricas, instancias que quizá no se encuentren tan alejadas –tal es nuestra tesis– de esa zona desde la que Kant fragua un formalismo apriorístico que, tal y como se expone en sus célebres Críticas, descarta todo conocimiento derivado del contacto con la realidad física, ya sea sensitiva, ya fáctica o moral. De hecho, posteriormente, y por métodos diametralmente opuestos, el historicismo y la fenomenología resguardarán al hombre un refugio de pureza inmaterial, supuestamente implícito en sus habilidades sociales o en sus capacidades introspectivas.

Nuestra hipótesis sostiene pues que el romanticismo, aun contrapuesto a la causa racional ilustrada, es una corriente inserta plenamente en la estela de la modernidad. En este marco, cada área de actividad sometida al dominio humano inicia, análogamente a lo que acontece en las ciencias positivas, un repliegue sobre sus propios materiales, a fin de deshacerse de referencias ajenas a su propio campo. Paralelamente, vanguardias y formalismos del siglo XX, estandartes artísticos de lo moderno, acentúan el ostracismo de la función representativa en el arte, en sintonía con el advenimiento de un futuro inédito y redentor –el prometido por el nacional-socialismo y el comunismo. Por supuesto, retornar tras la II Guerra Mundial a los valores tradicionales de la antigüedad (donde por ejemplo la idea de belleza, tan natural como heterónoma, se apoyaba en el concepto moral de bondad, en el sensitivo de placer, o incluso en el médico de salud) resultaba extemporáneo. No obstante, tal vez por la pervivencia del mensaje comunista, o acaso por la difusión del tecno-mercadeo capitalista, apenas se dieron gestos que corrigiesen esa obsesión, tan humanista en su origen como anti-humanista en sus resultados, de la autorrefencialidad de las disciplinas humanas. Es más, estas, en el afán estrictamente gremial de defender su cuota de independencia –mediante la demostración de su estatuto de cientificidad–, llegarán a propagar la muerte del sujeto. Recordemos cómo en tal empeño puso especial énfasis el estructuralismo{1}. Ello enlaza con el tema de la muerte de la filosofía, mas no ya a nuestro juicio por tal moda estructuralista o bien neopositivista (del sinsentido de lo extra-científico), o tal otro dictamen existencialista (del improbable des-velo de un ser recubierto de técnica). La crisis de la filosofía la ciframos más bien en la contumacia de un proceder científico-social que en su intento racional de autonomizarse epistemológicamente, recae asimismo en un triple olvido: olvido del contenido filosófico de sus contenidos; olvido por consiguiente de los resultados desprendidos de los campos realmente científico-positivos{2}; y finalmente, olvido de la libertad humana.

Por nuestra parte no trataremos desde luego de recuperar el horizonte liberador inserto en la visión ilustrada, ni siquiera de rescatar la autonomía perdida del sujeto moderno –ambiciones muy por encima de nuestros objetivos, cuando no de nuestros recursos. Nos limitaremos a registrar la emergencia –de entre el relativismo posmoderno, tanto axiológico como científico en que continuamos sumidos{3}–, de una idea todavía por destilar, la de antimodernidad.

De cuño más literario que científico, presente desde hace un par de siglos, la antimodernidad posibilita desde nuestra interpretación una forma de pensamiento histórica, experiencial, realista, sensible y desencantada que, contrapuesta a la machacona salmodia del optimismo obligatorio progresista, no se reduce a una nueva variante de escepticismo anglosajón –ni desde luego de un nihilismo disfrazado de cinismo–, sin erigirse tampoco en los términos de la propuesta neoconservadora. En su lugar, las referencias más precisas podrían extraerse de entre determinadas posiciones propias de aquellos a quien Daniel Linderberg ha denominado «neo-reaccionarios franceses»{4}. En lo que sigue reexpondremos las notas con las que el profesor Compagnon ha esbozado una teoría de la antimodernidad. Y continuaremos recorriendo los argumentos que nos presenta en su último libro uno de los exponentes más sobresalientes de tal escuela, entendida en su sentido menos peyorativo, Alain Finkielkraut, discerniendo los aspectos críticos de los dogmáticos en la modernidad, y revelando sus consecuencias (aun indeseadas), sin recaer en el irracionalismo o en un discurso maniqueo de signo inverso.

Según Compagnon, los antimodernos no son sino modernos que se encuentran incómodos en los tiempos modernos. Su libro se abre con una suerte de introducción ambivalente, que distancia a los antimodernos, nacidos de la revolución de 1789, de los tradicionalistas y conservadores clásicos, al tiempo que subraya la repugnancia que les produce el culto al progreso. Podrían parecen románticos, y en efecto muchos de sus gustos concuerdan con ello, no obstante se trataría siempre de un romanticismo de vuelta, resistente, disconforme siempre con las modas del momento. Al contrario que el progresista, diríamos que el antimoderno es realista por principio e idealista por temperamento. Herederos de La Boétie, aborrecen la servidumbre voluntaria. En rigor, no hay forma de catalogar al antimoderno. La única constante radicaría de hecho en la libertad para discrepar, lo que hace de los antimodernos una clase sin elementos, un pintoresco modo de agrupar a los solitarios. Quizá por ello tan sólo pueda definírseles como anti-igualitaristas, espantados ante toda perspectiva de unanimidad, de uniformidad. ¿Escorados a la derecha? El autor cita al respecto esta frase, sintomática, de Thibaudet: «El siglo XX ha visto como las letras y París se pasaban en masa a la derecha, en el momento en que, para el conjunto Francia, las ideas de derecha perdían definitivamente la partida». La etiquetación sin embargo únicamente es válida como reflejo reactivo, más que como definitivo encasillamiento. Por lo demás, obviamente la tendencia desborda el mero campo ideológico, desplegándose en seis ideas o figuras que van de lo histórico a lo moral, pasando por lo religioso o lo estético.

El primer rasgo, histórico-político, radica en la postura contra-revolucionaria, actitud que el antimoderno toma no por convicciones reaccionarias –detesta los privilegios nobiliarios–, cuanto por un elitismo político que desconfía de la distribución equitativa de la inteligencia. Más adelante, a mediados del siglo XIX, el antimoderno pasa por serias dificultades para aceptar el sufragio universal, cuyos desastrosos efectos considera deben corregirse a través de la educación. Anti-democrático, mas sin dar un paso en contra de lo que la historia impone –embriagado incluso por el aroma que desprende la revuelta–, la justificación del sistema educativo nacional se trueca en justificación misma de la realidad. No por ello deja de ser un anti-ilustrado, segundo de los rasgos, esta vez filosófico, que le caracterizan. Lo vemos en De Maistre, quien antepone el peso constitutivo de la historia y la religión en la formación de las naciones sobre el papel mojado de las constituciones escritas. Frente a la abstracción y afán de sistematicidad de los enciclopedistas dieciochescos, se apela a la experiencia, o, más concretamente, a un «empirismo organizador», incluso a un pragmatismo que haga frente al discurso optimista ilustrado, incapaz de prever las consecuencias funestas de las fórmulas correctas, de las buenas intenciones. «Lo mejor es enemigo de lo bueno»; las palabras de Schopenhauer sintetizan esa retórica de la reacción que Hirschmann desglosó analizando la crítica anti-ilustrada. La perversidad de las acciones cuyos adversos efectos no se calculan, la mera inanidad de tales medidas, cuando no el franco agravamiento del estado de cosas que producen, aparecen como técnicas reincidentes de argumentación retrógrada, pero que, tal y como Compagnon indica, ni son exclusivas de la modernidad (Montaigne ya las utilizaba ante la Reforma) ni –deducimos– su recurso habría de estimarse por definición impertinente.

Apuntando esta vez hacia el acento abstracto de la ilustración, es célebre el fragmento en el que De Maistre sostenía no conocer a qué se referían los constitucionalistas al hablar del hombre: «Yo he visto, a lo largo de mi vida, franceses, italianos, rusos, &c. [...] pero en cuanto al hombre, afirmo no haberlo encontrado en mi vida». La hostilidad ante el ilustrado no hace necesariamente del antimoderno un irracionalista; su horror ante el hinchado orgullo ilustrado acaso no le conduzca sino a delimitar con mayor precisión los límites de la razón, en sintonía con otra de sus referencias –Pascal. En cualquier caso, el texto más representativo del motivo anti-ilustrado lo encontramos en Burke, certero en su denuncia al presupuesto de la tabla rasa o carta blanca del que los revolucionarios parten en lo relativo a la organización de la sociedad, manifestando un desprecio por la experiencia tan nocivo como su sobreestimación del progreso moral.

En definitiva, el progresismo es ya en el XIX la ideología a combatir, doctrina de perezosos, en palabras de Baudelaire, cuyo optimismo desincentiva la moral de la acción, la voluntad del hombre (al igual –dice– que el cristianismo), cuando no supone sencillamente una deshonra a la inteligencia (Cioran). Tras ello late la tercera figura moral del antimoderno: el pesimismo. Un desencanto, una melancolía, antes que un resentimiento, el pesimismo logra cuando menos que el antimoderno no caiga en la apatía confortable del «imbecil heureux». En todo caso su postura no es gratuita, sino resultado de extraer todas las consecuencias de la idea de libertad: la libertad es también libertad para el mal. No sólo la acción individual sino la propia naturaleza demuestra la permanencia de desigualdades de todo orden. Ante tal evidencia, no se puede ser sino escéptico ante el decurso histórico, o abandonarse incluso al reverso del progresismo –la historia humana como historia de la decadencia. Ello aboca al antimoderno a una melancolía más histórica que psicológica, producida por la ley del devenir constante que rige el mundo, ley que en sí asume, pero no si se trata –como cree el caso– de un cambio siempre a peor.

Pesimismo schopenhaueriano, que refuta los esquemas del hedonismo: el dolor es ley de vida y el placer tan sólo ausencia de dolor. Fatalismo incluso (que sólo corregiría su tendencia a la reacción), derivado en parte de la conciencia del pecado original, rasgo teológico que le marca. Tal preocupación surge en De Maistre por la distribución aleatoria de felicidad y desdicha entre justos y malvados. La cuestión se resuelve a través de la hipótesis de la reversibilidad (los justos sufren por los culpables, puesto que al cabo nadie es inocente). En clave religiosa, Compagnon examina las notas herejes del razonamiento de De Maistre, próximas a la interpretación protestante. Efectivamente, este prima la individualización y renovación del pecado original en cada falta cometida continuamente en el tiempo, frente la doctrina ortodoxa que lo ubica en el origen genérico de la humanidad, tomada en su conjunto. (Capítulo aparte merece la idea todavía muy extendida de la justicia providencial; esa conciencia de que nuestros actos no escapan a Dios, quien ya se encargará a su modo de castigarnos). En clave moral, la relevancia del pecado original consiste en su contraposición a la teoría del buen salvaje. Aquí residiría a nuestro parecer la actualidad, extra-religiosa, de la figura teológica. Debido a que antes que creer en algo, el antimoderno se desespera, esto es, pierde la esperanza y así ni teme como el creyente ni se decepciona como el progresista ni se resiente y frustra como el nihilista. Articula otra lógica. Desacraliza. En este punto chocamos con Compagnon, quien en su libro insiste –en el tránsito que pasa del pecado original a la figura estética de lo sublime–, en definir el espacio sagrado del antimoderno. Es un espacio de una pureza impura en donde reina la emoción del terror, de un horror que rebasa la capacidad sensitiva, producido por la violencia y la muerte. En su seno se configura la base del vínculo social: el castigo, el suplicio o el sistema sacrificial –institucionalizado por la pena de muerte–, cumplen el rol fundacional y regulador de la sociedad{5}. El verdugo, identificado con la víctima, cobra grado de soberano. Y de la decapitación del rey surge la legitimidad de la nación.

Dejando de lado la interpretación sublimada de la conformación social, las líneas de la estética antimoderna quedan plasmadas en la obra Chateaubriand, El genio del cristianismo (1802). Su publicación, además de acentuar el carácter radicalmente poético, artístico e incluso libertario del espíritu cristiano –en sintonía con la Naturaleza–, supuso la peculiar apropiación por parte de los nostálgicos del antiguo régimen de la faceta indisciplinada y anti-formalista de la estética. Entretanto, los partidarios del progreso social quedaban encorsetados en una visión legaliforme de las artes. Sólo la libertad anti-igualitaria, refractaria y rebelde, la libertad del dandi, permite la experiencia de lo sublime. Una estética que, si bien Caillois procuró reglamentar en La jerarquía de los seres –a través de la organización de una aristocracia más allá del trabajo y el dinero–, es siempre hostil al gregarismo. Se detecta desde luego en esta figura un motivo romántico, quizá atemperado desde el momento en que conectemos lo sublime con el sentimiento de admiración, más que con la pose del genio individual. Igualmente acaso la estilística antimoderna, exagerada y vituperante (sexta figura antimoderna), y más próxima al golpe de efecto que a la verdad, únicamente esconda una ironía, una parodia de la imprecación ejercida no sólo por el mero placer del jugar con el lenguaje, sino ante todo destinada a ridiculizar el sectarismo de las corrientes; recurso irónico también útil a fin de discriminar entre lectores obtusos y lectores cómplices. A su vez, seguramente el antimoderno no crea que el lenguaje sea un instrumento capacitado para combatir la tragedia humana, de ahí un estilo que, pese a las apariencias, ni siquiera quepa tildar de retórico (persuasivo, y por ello sometido a un fin, a un poder) sino anti-discursivo, en el sentido que otorga Barthes a la escritura frente al discurso: ácrata.

En el siglo XX se reconoce todavía al antimoderno por su gusto por el adjetivo, frente al progresismo metalingüístico, al purismo formalista, neutro y ensimismado. En el último intento definitorio del autor, el antimoderno se torna en elegante libertario, acaso anarco-conservador o conservador de la libertad: «Hay en los antimodernos una chifladura y una indisciplina inalienables que hacen de ellos lo contrario de los centristas. La derecha piensa que son de izquierdas, y la izquierda que son de derechas. [...] convierten una marginalidad política y un handicap ideológico en triunfo estético. [...] los antimodernos son la libertad de los modernos, o los modernos más la libertad». Compagnon les acaba asignando el lema del «amor fati», del fatalismo sin resentimiento propio del modelo budista de Schopenhauer. Sin quitarle su parte de razón, nos inclinaríamos a introducir el matiz moderno que hace del antimoderno un ser en movimiento, todavía y a su pesar voluntarioso, convencido sin esperanza, contradictorio, que más que al fatalismo ama lo dado, lo hecho, lo fabricado, el factum.

El segundo texto a comentar –Nous autres, les modernes– se abre con una lección, de las cuatro que estructuran el libro, que enlaza directamente con nuestro tema: «¿Es preciso ser moderno?». Desde su primera frase se recupera la pregunta sobre el sentido de la modernidad, sólo que ya plenamente ubicada en el contexto histórico actual. En 1977 Barthes, eximio depositario de la modernez estética, anota en su diario: «De repente se me ha vuelto indiferente no ser moderno». El gesto pasa sencillamente por liberarse, emanciparse, de la modernidad; acto de libertad por lo demás connatural al mismo espíritu moderno. A partir de aquí, Finkielkraut repasa esa trayectoria del hombre moderno cuyas consecuencias sobrepasan el horizonte de su primer impulso. Pico de la Mirándola representa en efecto aquel momento inicial en el que el sujeto deja de estar predeterminado para depender únicamente de su trabajo, manejando su margen de libertad a partir de su obrar, es decir, según el grado de responsabilidad que para sí mismo adopte. Se libera de la tutela religiosa y, por lo tanto, del argumento de autoridad habitual. Pero a su vez pone al hombre moderno ante un dilema que debe resolver: o bien encerrarse en plan purista en su campo, en su arte, siguiendo las reglas autónomas del mismo; o bien comprometerse, según la tesis sartreana, con la causa del progreso social, democratizando toda esfera de acción humana. Barthes procurará en principio sintetizar ambos imperativos, vinculando la liberación (lingüística) del significante y el rechazo de la representación con la ruptura con el orden burgués. Una mezcla de elitismo igualitario (peculiar summun de la modernidad que ensalza a las masas, despreciando la cultura de masas), de la que finalmente no acabó convencido ni él mismo. Finkielkraut localiza en la muerte de la madre la clave del giro de Barthes. La muerte del ser amado tiene efectos antimodernos: el pasado ya no pesa sino que falta, el futuro deja de contener promesas redentoras; se nos impone una exigencia respecto a lo amado de modo que su vida no se nos aparezca baldía. Comprendemos entonces que estamos ante una experiencia –la experiencia del duelo– irreductible. La autoría, la significación definitiva, la mimesis, todo aquello contra lo que combaten los modernos, se reinterpreta bajo otra óptica. Pero no se trata de volver a concederle cancha al cliché, se trata de recuperar el referente (el significado) sin permitir que el estereotipo se apodere de él: atribuyéndole contingencia y singularidad. Nuestro autor cita a Proust: «En la cima de lo particular es donde aparece lo general». Como él, Tolstoi, Chejov, Vassili Grossman, revientan el dualismo, el esquematismo maniqueo, del relato moderno. Referencias por cierto a la literatura no gratuita.

La tarea no resulta sencilla toda vez que, a partir cuando menos de Hegel, lo real y lo racional caminan en el discurso progresista de la mano. La Humanidad se convierte en sujeto de la Historia, el movimiento toma categoría de necesidad, y la abstracción de los grandes conceptos minimiza la dimensión única, inédita, de cada individuo, así como el alcance de los acontecimientos particulares. Frente a ello, nuestro autor vindica las figuras de Michelet y Lévinas, a fin de restaurar la riqueza de la pluralidad humana, la moral ejemplar de la conducta singular, la pequeña bondad frente al Gran Bien, la esfera espiritual (en un sentido no necesariamente religioso) ante las propuestas idílicas. En parte la historia rectificó el dogma, siempre hacia adelante, de la historia progresiva: el sueño del irresistible avance hacia un futuro feliz se fundió con la dictadura estalinista. Pero sólo en parte; sobrevive otro progresismo de doble filo. Tocqueville nos aportó sus claves, apelando al desarrollo gradual de la igualdad de condiciones. Un proceso democratizante, todavía en marcha, que contiene el riesgo de desembocar en una sociedad consumo alienante, unidimensional. Desde luego, Finkielkraut distingue la manipulación ideológica ejecutada por aquel régimen que nos obliga ya no sólo a actuar sino a pensar de una única y determinada manera –controlando nuestras conciencias–, de las seducciones ideadas en la cultura capitalista de masas. En rigor, los embelecos de la moda, las engañifas sofisticadas, el marketing del pensamiento, no cercenan la facultad crítica. Es más, según el sociólogo Lipovetsky, tales técnicas desarrollan nuestro discernimiento en un contexto de libertad de elección. Y quién no goce de las burlas y el cinismo ambiente que mire hacia otro lado. El debate, sin duda, resulta asimétrico. Ciertamente además, Finkielkraut asume en este punto una polémica tesis de fondo, eje que condiciona su visión de la modernidad: la fractura social ha desaparecido. No cabe sin embargo zanjar el tema de la democracia liberal definitivamente. No cabe que la pasión por el bienestar cristalice en un progresismo invertido –un nuevo fin de la historia– que haga tabla rasa del pasado, relajando nuestro pensamiento en un mundo dominado por el ocio. No se niega el ocio, sostiene Finkielkraut recurriendo a H. Arendt: «es pura hipocresía o esnobismo social negar que no nos afecta el poder de diversión de las cosas». En cambio nos advertirá del peligro de que tal lógica invada el resto de los ámbitos humanos. Se trata de un mensaje esencialmente moral, pues enlaza directamente con una visión cíclica de la vida, que incorpora todos sus aspectos, incluido el de la muerte. En este sentido tiempos vitales y tiempos sociales resultan análogos. Volveremos más adelante sobre ello; baste de momento señalar el cuidado que aquí pone nuestro autor por preservar un tipo de aprendizaje no sujeto a la directriz acumulativa de la flecha del tiempo. En el fondo, su argumento no hace sino recordarnos que todo el torrente de información que el hombre moderno recibe durante el transcurso de una semana no le hace en absoluto más sabio que al mucho menos informado hombre antiguo. Finalmente, la lección sobre la modernidad acaba evocando el legado de Péguy, quien evitando la disposición narrativa de la historia, en progresión o decadencia, pone el acento en los acontecimientos aun mínimos que desbordan toda profecía, toda especulación sobre la realización de la razón en la historia.

Retomando la cuestión educativa, la segunda lección propuesta, «Las dos culturas», reflexiona en torno a la famosa conferencia de Snow, que diferenciaba entre el mundo de los literatos y el de los científicos –ya completamente inconexos a mediados del siglo XX. Desde este estado de cosas, Finkielkraut repasa las diversas etapas pedagógicas que se han ido sucediendo desde la Edad Media. Localiza un hito crucial en ese momento renacentista en el cual la educación deja de considerarse –teológica, pero también socráticamente–, como una preparación al trance de la muerte. El fin del cultivo, más que de la cultura, consistía en un aprender a liberarse del cuerpo, tarea que sin embargo pasaba instrumentalmente por el estudio de las siete artes liberales: gramática, dialéctica y retórica; más música, aritmética, geometría y astronomía. Posteriormente, la revalorización de la vida en la tierra implicó una recuperación del cuerpo que, de cualquier modo, no disminuyó la inclinación hacia una formación completa. El caso de Leonardo continúa recordándonos el ridículo de la distinción entre ciencias y letras. Más decisivamente, el germen que dispuso el cambio de orientación surgió poco después, con la consolidación del método científico cualitativo. El programa galileano según el cual «el universo está escrito en el lenguaje de las matemáticas» inauguró una era empírico-operatoria en la que no sólo la fe, sino el dato o el fenómeno aparente (no mensurable), vieron desdibujado su carácter sapiencial. Es el triunfo del paradigma de la mathesis universalis. De este modo, la racionalidad científica propagó su prestigio aplicándose paulatinamente a todos los campos de investigación, hasta involucrase en la organización de la Ciudad. Pocas voces se resistieron al encanto del desencantamiento del mundo. Finkielkraut cita a Vico, y su recelo ante la producción en cadena de sabios imprudentes. En todo caso, la Ilustración consolidó este tipo de pensamiento ordenancista, que relega a la literatura, y al ámbito artístico en general (al menos tal y como se entiende hasta entonces), extramuros del verdadero conocimiento. Hubo que esperar al antimoderno Burke para escuchar una denuncia –entroncada a la reacción contra la Revolución francesa– del divorcio entre la acción metódica y la sabiduría práctica. Y más aún, de la conciencia como instancia desterritorializada, ajena a toda tradición y colectividad. Finkielkraut nos habla aquí de un humanismo romántico, que vela por el rescate del pasado. Reacción efímera, breve contrapunto ante el avance del positivismo decimonónico, o –lo que es peor– de la degeneración del romanticismo en primitivismo.

La concepción científica del mundo prosigue su andadura colonizando el discurso filosófico: el círculo de Viena aboga a principios del siglo XX por restringir su tarea al disciplinado análisis lógico de los enunciados, tachando de metafísicos los razonamientos morales o estéticos. Husserl, desde la fenomenología, pretendió resguardar el mundo de la vida –el experimentado en nuestra práctica a través de las intuiciones y los datos inmediatos de la conciencia–, de la concepción de lo real como mero método –enlazando con esa tradición griega que no se resigna a subsumir la naturaleza al poder de la ciencia. Línea de resistencia, noble pensamiento idealista, cuyos argumentos, llevados a sus últimas consecuencias acabarían romantizando el nazismo. La vuelta a la reflexión meditativa puede desencadenar no sólo un repliegue solipsista –cuando no nihilista– de la conciencia sobre sí misma, sino también la creencia de una misión histórica de vuelta a las profundas raíces de la humanidad. En palabras de Heidegger, su época debía: «Arrancar al hombre de la pereza de una vida que se limitara a utilizar las obras del espíritu, arrancarlo de esa vida para arrojarlo de nuevo a la dureza de su destino». El siglo XX nos muestra adónde nos condujo la modernidad madurada, la concepción saturada y exhaustiva del mundo –racionalista o romántica–, ajena a su pluralidad, a su indeterminación, a la consideración inagotable e inasible de la realidad. La cuestión se agrava cuando el arte, la poesía, se convierte en cómplice de tal modernez. Es lo que sucede cuando se exilia de la realidad y se abandona al purismo formalista –heredero del romanticismo{6}. Cuando, primero con el simbolismo de Mallarmé, y más adelante con las vanguardias, se acentúa la tendencia a la autoreferencialidad. Cuando el estructuralismo de Jakobson dicta el ostracismo de las funciones expresivas y denotativas de la poesía. O cuando la literatura se hace metaliteratura, y no remite más que a sí misma, primando la aventura de la escritura sobre la escritura de la aventura. Otro tanto sucede con la pintura, centrada ahora en su propio lenguaje, sus soportes, los materiales y las texturas con las que trabaja. Ingeniosidades pretendidamente geniales. Ingenierías del alma, al fin y al cabo. Purísimo ensimismamiento, clarísima racionalidad que Finkielkraut pretende conjurar a través del espíritu de la novela, según el razonamiento de Kundera: el espíritu de la complejidad, del matiz, de la paradoja –de la heteronomía diríamos– que encarna la primera de las novelas: El Quijote.

Una última advertencia cierra esta segunda lección. Una crítica a la autocomplacencia de Snow ante el advenimiento de una tercera cultura sintetizadora: la que levantan las ciencias sociales. Aquí la crítica de Finkielkraut cobra rigurosa actualidad. Su desconfianza del sociologismo como paradigma académico no es arbitraria. Queda razonada por la deriva culturalista que ha sufrido. Deriva que primero establece la determinación de nuestra conducta por el contexto social y acto seguido ofrece una multiplicidad de culturas igualmente respetables. La cita a Bourdieu, demuestra a las claras la pintoresca conjunción entre estructuralismo social y postmodernidad, manifestando por lo demás un perfecto desprecio por la observancia a las ciencias naturales: «La selección de significantes que define objetivamente la cultura de un grupo o de una clase como sistema simbólico es arbitraria, en tanto que la estructura y las funciones de esta cultura no pueden ser deducidas de ningún principio universal, físico, biológico o espiritual, no estando unidas por ninguna especie de relación interna a la ‘naturaleza de las cosas’ o a una ‘naturaleza humana’». Así, presupuesta la difuminación de la libertad individual, o la apuesta por un humanismo de uno u otro signo, se allana la aceptación de un relativismo cultural asumido por todos los llamados científicos sociales. El mundo no está articulado sino a partir versiones del mundo, según los analíticos más avanzados (véase el segundo Wittgenstein), o bien sencillamente se reduce a un compendio de diferentes construcciones sociales. Una postcultura. Una suma de ficciones. ¿Una impostura?

Las interrogaciones van acumulándose. Finkielkraut esbozará sus propuestas, ya parcialmente insinuadas, en su última lección. De momento, pasando a la tercera lección, «Pensar el siglo XX», prepara el contexto de su postura. El capítulo arranca con una reflexión sobre la figura del historiador, deteniéndose en el primero de ellos, Herodoto. Elogia su búsqueda desinteresada de la objetividad, opuesta al historicismo. Reivindica una concepción del oficio que ofrece al lector un panorama repleto de contingencias, un manual para la vida, un tratado de prudencia. Más adelante alude a la clásica distinción entre la concepción cíclica de los griegos, que no periodizan la temporalidad, y la visión lineal cristiana, con un comienzo y fin absolutos, y vinculada a la inserción de la divinidad en la Historia. Se trata de una incorporación del ser en el tiempo, unida a un calendario que tan sólo se impondrá en el siglo XVIII. Precisamente el momento en el que la historia empieza a pensarse en siglos. El XVIII marca el fin de una época, el fin del mundo antiguo, para dar paso al XIX, en el que el hombre ya es entendido fundamentalmente como un ser histórico, y su Historia como una ciencia de lo necesario, esto es, como una progresión inevitable hacia la felicidad. Es el siglo que conoce la consideración del género humano como sujeto de la Historia, la aplicación de la ciencia a la organización del trabajo, la emergencia de la utopía cosmopolita y pacifista. Un siglo convulso, pero relativamente pacífico en comparación con el pasado, que contempla el porvenir con creciente optimismo, exento de conflictos. Los avances técnicos, la difusión de la ilustración, no hacían pensar otra cosa.

Más de un siglo después, tras el siglo XX hubiese sido de esperar que las nociones de singularidad y acontecimiento recuperasen su espacio. El siglo XX fue testigo de la aparición del armamento bioquímico, la bomba atómica y la desconfianza mutua entre Estados en tiempos de paz. Sin embargo, la clave en la modernidad, expresada por Cioran como la creencia de que el tiempo contiene en potencia todas las respuestas a nuestras preguntas, persiste. El siglo vio como la ideología socialista, legitima en su lucha por paliar las desigualdades generadas de la división del trabajo, prolongó en su vertiente revolucionaria la lógica de la guerra. Es más, derivó de ella. A todo esto, el rol del intelectual basculó en menos de cincuenta años de la ejemplaridad antaño reservada al clero, al desprestigio. El siglo XX demuestra finalmente las consecuencias de la geometría social, los efectos laminadores de la satisfacción programada, esto es: la incompatibilidad entre la libertad humana y la soberanía de la ciencia. Tras la II Guerra Mundial la vulnerabilidad espiritual y el desgaste material de Europa podría haberse interpretado como lección histórica. Pero no. Estados Unidos reformula la tesis optimista del fin de la historia, mientras que el tercer mundo procede a una modernización sin occidentalización, integrando tecnología puntera mientras preserva, cuando no expande con orgullo fundamentalista, su identidad cultural. La fe en el progreso, lejos de detenerse, se ha institucionalizado, se ha convertido en nuestra tradición hasta el punto de hacer rutina de la trasgresión.

La meta continua siendo liquidar el pasado. Traspasar los límites. Tal es el tema de la cuarta lección: «La cuestión de los límites». Finkielkraut rememora la leyenda de Prometeo, mas no para ilustrar como usualmente se hace la grandeza de la trasgresión, cuanto para extraer la enseñanza de los perjuicios de la desmesura. También se detiene en examinar el espíritu deportivo, de nuevo para resaltar la diferencia entre el hombre moderno, obsesionado por la marca, por superar el record, y el hombre antiguo, que no pretendía romper las reglas naturales cuanto realizarlas. Referencias que sirven de prolegómeno a nuestro autor para comentar los efectos de la actitud moderna en el siglo XXI. Efectos posthumanos. La ingeniería genética, la biotecnología, ponen al hombre en situación de modificar la materia viva, dando un paso más allá de la transformación de la materia inanimada. Los cambios en la producción agrícola, el control sobre los fenómenos atmosféricos plantean una nueva relación con la naturaleza. El asunto suscita el debate ético cuando tales avances se vuelven hacia la misma humanidad. La indeterminación del hombre –ya sostenida por Pico de la Mirándola– como valor propio del humanismo se cruza con las posibilidades técnicas que se abren en el horizonte, colocando al hombre frente al dilema de su naturaleza. Ante tal perspectiva, nuestro autor opta por la precaución: el hombre puede saber lo que hace pero no lo que produce lo que hace. Ante la evidencia iatrogénica, se postula el principio de responsabilidad, de prudencia, que se imponga incluso al miedo a la muerte. Por fin se perfila el humanismo de Finkielkraut, el carácter de su anti-progresismo: consiste en refrenar el ímpetu racionalizador aplicado al afán de inmortalidad –inscrito en los proyectos de clonación, de manipulación del genoma, &c.– de modo que ser respeten los ritmos biológicos y, con ellos, los parámetros morales. Se trata de atemperar la rabia contra la muerte o la consideración de la enfermedad como si se tratase de un escándalo social Es la única manera de mantener la reaparición de un comienzo, precisamente para respetar la originalidad reiterada que puede proporcionarnos la generación sucesiva de experiencias iniciáticas. En la necesidad de respetar la experiencia del asombro, de la curiosidad, del aprendizaje propio (tanto de la ilusión como de la decepción, de la alegría como del sufrimiento), resuenan las palabras de H. Arendt aplicadas a la educación: «Justamente para preservar lo que hay de nuevo y revolucionario en cada niño, la escuela debe ser conservadora.»

El antimoderno Finkielkraut se revela como un moderno que le falta la fe en el progreso porque le basta constatar la pluralidad humana, incierta y tumultuosa de por sí, y desde luego ya presupuesta. Tal evidencia no implica abandonarse al relativismo, sino más bien al contrario: comprometerse con una moral que garantice la supervivencia del pluralismo. Que no reduzca nuestra relación con el entorno a un experimento de laboratorio. Que no deje que la naturaleza se disuelva únicamente en un medio de producción, un objeto de consumo o un signo matemático{7}. Que no deje que la historia –que ni niega ni olvida– degenere en historicismo. Que no margine de la política la virtud del consecuencialismo prudencial. Que acepte en definitiva en el hecho rotundo de la vida un componente de misterio. Toma de posición de incierto futuro cuando recibe el calificativo de neo-reaccionaria.

Notas

{1} Cuyo reduccionismo a las categorías lingüísticas establecidas por Ferdinand de Saussure restringirán la dimensión de las ciencias humanas al conjunto estructurado de relaciones finitas entre elementos propios del campo dado que se trate (histórico, psicológico, antropológico, &c.), los cuales, indefinibles en sí, modelan al combinarse un sistema que da cuenta de la lógica de la disciplina en cuestión. Bajo tal perspectiva, el sujeto queda disuelto en el sistema, desencadenando por ejemplo interpretaciones de la Historia como proceso sin sujeto (Althusser). La irrupción del estructuralismo, abriendo un espacio entre el positivismo y la fenomenología, o –en sus términos– entre lo real y lo imaginario, tiene la virtud o audacia de atenerse a un método analítico-formal para explicar, a través de los signos, la formación de producciones simbólicas o culturales (de sentido), sin necesidad de comprenderlas. Esta misma virtud es la que imposibilita su desarrollo en ámbitos que desbordan la clave lingüista. Por supuesto, la delimitación de tales ámbitos dependerá de dónde situemos la línea de demarcación entre lo que es lenguaje y lo que no –algo de lo que el actual giro pragmático nos puede proporcionar indicios.

{2} Si es que entendemos la filosofía como un método de reflexión de segundo grado, que sistematiza las ideas que recibe de los conocimientos y conceptos de primer grado aportados por las diferentes ciencias, técnicas y prácticas dadas en la realidad.

{3} Ciertamente, más allá de sus investigaciones precisas, los científicos no han cultivado concepciones del mundo consistentes. Extramuros de sus competencias, pero amparados en el prestigio alcanzado en sus respectivas áreas, usualmente se limitan a recurrir a los resultados de sus campos para mostrar una visión del mundo reduccionista, autocomplaciente y fundamentalista («todo es química», «todo es biología», &c.), cuando no pasan directamente a tratar desde su óptica particular problemáticas que les exceden (teológicas, sociales, &c.). Es lo que se ha denominado «filosofía espontánea de los científicos», práctica que ya Schopenhauer advirtió en los científicos alemanes que le eran coetáneos, quienes «en cuanto dejaban la redoma o el escalpelo empezaban a filosofar sobre los conceptos aprendidos en su primera comunión».

{4} Linderberg provocó hace unos años un polémico debate en Francia a raiz de la publicación de su libro: Le rappel à l'ordre : enquête sur les nouveaux réactionnaires, Éditions du Seuil, París 2002. En el acusaba a una serie de pensadores, historiadores y escritores (una suerte de lista negra entre los que se contaban nombres de la talla de Finkielkraut, Alain Badiou, Maurice Dantec, Michel Houellebecq, Renaud Camus o Pierre André-Taguieff), de reactivar un pensamiento reaccionario, conservador, cuando no sexista y racista. En Francia, la expresión se utiliza ya como contrafigura a la de progresista. El asunto se ha reavivado en el ambiente generado por las recientes elecciones presidenciales francesas y la clara toma de partido de antiguas figuras de la izquierda (André Glucksmann, Max Gallo, &c.) por la candidatura de Sarkozy. Tras su victoria, y sin querer abundar más en el asunto, cabe constatar la ridícula reacción de ciertos portavoces izquierdistas, proclamando la derechización del mundo.

{5} Se encuentran desarrollos de esta tesis no sólo en De Maistre y Bataille, también en la teoría del conflicto mimético de Rene Girard.

{6} Quizá sea en el campo estético donde mejor se aprecie la conexión entre romanticismo y formalismo que según nuestra hipótesis caracterizan a la modernidad.

{7} En ello radica la posibilidad del arte, según entrevista concedida al diario Libération (15 enero 2000).

 

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