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El Catoblepas, número 64, junio 2007
  El Catoblepasnúmero 64 • junio 2007 • página 3
Guía de Perplejos

Del pudor

Alfonso Fernández Tresguerres

Anotaciones sobre el recato y sus formas

1

Quienes como Leopoldo W. Zeissig sostienen que el pudor dicta dos reglas básicas: vestir con recato para no despertar deseos impuros, y no utilizar en la conversación expresiones que pudieran recordarlos, manifiestan tener una concepción completamente sesgada y mojigata del asunto, al tiempo que parecen considerar responsabilidad exclusiva de la mujer el adornarse con ésa que consideran virtud, porque es claro que cuando hacen tales observaciones diríase que sólo en ella están pensando; y así, no se aconseja al muchacho vestir recatadamente o cuidar sus expresiones para no excitar a sus amigas –después de todo, que más quisiera un varón que suscitar deseos pecaminosos en las damas–. No: los destinatarios de tal precepto no son los niños, sino las niñas:

«El pudor –escribe Zeissig– es un adorno indispensable para el género humano; pero aún lo es más en la juventud y ante todo en las niñas. Una niña adornada con los inefables encantos del pudor es el objeto más interesante de la creación» [Elementos de moral y urbanidad, I, X.]

¿No resulta enternecedor? Tenía razón la Marian Halcombe de The woman in white, de Wilkie Collins, al lamentarse porque

«no soy más que una mujer condenada a tener paciencia, a guardar decoro y a llevar enaguas de por vida.»

Algo habrá que añadir, sin embargo, a una tan pía postura como la de Zeissig.

*

Es evidente que el pudor, tal como se entiende en nuestra lengua, esto es, como recato o modestia –también honestidad, mas no en tanto que falta de honradez, sino de decoro o, precisamente, de pudor–, parece hallarse referido a dos realidades distintas –aunque supongo que en las dos el sentido es el mismo–: el cuerpo, por un lado, y el espíritu, la mente –o como quiera llamarse–, por otro. Y es evidente, asimismo, que en cualquiera de los dos casos se opone el pudor –aunque tal vez no sólo– a la desnudez, o si así se quiere, dado que tal término sólo en sentido figurado puede decirse del alma, al descubrir o al desvelar (sea el cuerpo, sea el espíritu). Podría pensarse igualmente que se opone el pudor a la impudicia o, puestos a ser más neutros desde el punto de vista moral, a la exhibición. Me parece, sin embargo, que ninguno de tales conceptos se halla por completo exento de dificultades. Porque aun cuando es obvio que el pudor es la antítesis de la impudicia o el exhibicionismo (y no estoy hablando, claro está, sólo del cuerpo), al punto que cuando alguien es dado a esos extremos significa que ha perdido todo recato, sucede también que cuando el pudor tiene un algo de excesivo (y no es inusual que lo tenga), convirtiéndose él mismo en un extremo, carecer de tal exceso no supone de modo automático ser impúdico o exhibicionista. Y por otra parte, quien desnuda lo que conviene y cuando conviene, aunque seguramente deja a un lado el pudor, porque, como dice Herodoto:

«Cuando una mujer se despoja de su túnica, con ella se despoja también de su pudor» [Historia, I, 8, 3-4],

resultaría injusto y desproporcionado asegurar que lo ha perdido, ya que, por idéntico motivo, podría decirse que recuperado el vestido recupera el pudor. Y ni que decir tiene que resultaría del todo delirante afirmar que ese abandono momentáneo y circunstancial del pudor supone arrojarse en brazos de la impudicia.

Ser pudoroso no significa, me parece, ser remilgado o vergonzoso en demasía, prisionero de unos escrúpulos crecidos e inflamados, o mojigato hasta la cursilería, sino saber ocultar lo que es preciso que se mantenga oculto, y siempre con un perfecto conocimiento de ante quién, cómo, cuándo, dónde y por qué. Lo opuesto al pudor así entendido, es, en efecto, la exhibición y la obscenidad innecesarias o siquiera desproporcionadas. Y siendo así, será ésta, la desnudez conveniente y necesaria, con un similar conocimiento de las circunstancias (el ante quién, cómo, cuándo y por qué) quien se sitúa en el lado opuesto de aquel pudor que no es sino un exceso de melindres.

Mas el pudor –decíamos– puede hallarse referido por igual tanto al cuerpo, como al pensamiento y al afecto (emociones, pasiones o sentimientos), a lo que, para abreviar, hemos llamado el alma o el espíritu. Y, sin duda, son dos aspectos que han de ser examinados separadamente, y ello sin perder de vista el hecho obvio de que algo han de tener en común, y sin renunciar a preguntarnos si acaso alguno de ellos es el referente originario y primigenio, siendo el otro derivado. Pero es conveniente, para empezar, tener presente tal distinción y advertir, además, que no en todas las sociedades tienen el mismo peso ni son entendidas de modo idéntico ambas vertientes del recato, mas también caer en la cuenta de que no necesariamente es nuestra forma de concebirlo la única, y acaso ni siquiera, por fuerza, la más adecuada o la más útil. Valga un simple ejemplo, y sean las palabras que, en L´honorable partie de campagne, Rocaut atribuye a un estudiante de Tokio:

«¿Por qué repugna a los europeos mostrar el cuerpo sin vestido? Por pudor, dicen. Pero ello es una puerilidad. Todos los cuerpos se parecen, y los demás saben ya de antemano como está hecho el de uno. En cambio, dejan ver al primero que llegan sus afectos, sus emociones, su vida sentimental, todo aquello que constituye su personalidad mucho más que su cuerpo. ¿Por qué no tienen el pudor de conservar todo ello en secreto? […] Nuestras sonrisas y nuestros ademanes son sólo un lenguaje de cortesía convencional: no dejan dejar ver nuestro corazón. Nuestras emociones quedan dentro de nosotros» [citado por Enrique Casas, El origen del pudor, Introducción].

2

En opinión de Freud, el niño desconoce por completo el pudor (algunos psicólogos creen que hace acto de presencia a partir de los tres años), y eso pudiera hacer creer que éste nace al tiempo que la pérdida de la inocencia, lo que hallaría un cierto eco en el relato bíblico, según el cual, sólo después de pecar (cualquiera que haya sido la falta cometida) Adán y Eva advierten que están desnudos y se sienten avergonzados, apresurándose a ocultar sus partes pudendas. Y adviértase ya la inmediata vinculación del pudor con los órganos genitales: porque desnudar el cuerpo (ha llegado el momento de decirlo) a ninguna otra cosa se refiere más que a no mostrar tales órganos (el resto, en múltiples circunstancias, se exhibe sin mayor embarazo). Pudor, en este sentido, es sinónimo de pudendo, y significa ocultar esas zonas del cuerpo púdicas o pudendas, y es pudoroso, precisamente, mantenerlas ocultas. Mas, ¿de dónde ha surgido el impulso a ese ocultamiento? ¿Qué tienen de peculiares tales órganos frente a la nariz, las orejas o la boca, que con entera naturalidad llevamos al aire?

Algunos etólogos suponen que mantenerlos ocultos podría haber contribuido a posibilitar la convivencia dentro del grupo, dado que el mostrarlos a la vista de todo el mundo podría servir de incitación e inducir a alguien a satisfacer sus deseos, incluso si ello hubiera de hacerse utilizando la fuerza; del mismo modo que ocultarse para mantener relaciones sexuales, con independencia de ser una forma de protegerse (dada la indefensión en la que se encuentra el individuo en esos momentos), es también un modo de mantener alejado del asunto a un tercero que pudiera sentir la inclinación de sumarse a la celebración aun sin ser invitado. Y podría pensarse que, por extensión, esa misma prudencia nos empujaría a ocultarnos para satisfacer determinadas necesidades corporales (como hacen algunas aves que se ocultan para beber, puesto que al agachar la cabeza hacia el agua las tornaría indefensas). Ahora bien, esto ni ha sido siempre así ni es cierto del todo, porque también se ha dado la costumbre contraria, y hasta de Luis XV y del Delfín se cuenta que no tenían el menor reparo en aliviar sus intestinos sentados sin rubor alguno en su silla agujereada, y si el primero lo hacía incluso en la recepción de audiencias, al segundo le encantaba que le dieran palique mientras tanto. El hecho de que hayamos acabado por dar cumplimiento a algunas necesidades de manera pública, haciendo de ello incluso un acto social (como sucede con la comida), en tanto que para otras nos excusamos –y nunca mejor dicho– para dirigirnos, precisamente, a un lugar reservado a tal fin, no precisa para su explicación ser cruzado con el pudor –y menos aún colocar aquí el nacimiento de éste–: bastará, creo yo, con presuponer que una mínima decencia y consideración al prójimo nos ha llevado a caer en la cuenta de que no hay por qué importunarle con aquellos olores o sonidos desagradables que podemos mantener alejados de él. Y la prueba de ello es que cuando eso no es así, como sucede en el caso de la micción, la gente no suele tener mayores remilgos ni inconvenientes en desahogarse delante de otros, aunque a menudo manteniendo oculto, eso sí, lo imprescindible. Mas he dicho la gente, y, en rigor, debería haber dicho el varón, no así la mujer, y el motivo no es otro que ella necesita para tal menester desnudar en mayor medida su cuerpo. Y esto apunta, si estoy en lo cierto, a una relación inmediata entre el pudor y el vestido, a la que enseguida volveremos. Y en cuanto a lo de ocultarnos para dar cumplimiento a las actividades genésicas, supongo que, en efecto, podría haber tenido alguna ventaja adaptativa, y no ya por lo desprotegido que en ese momento se encuentra el sujeto (igual de desprotegido lo está realizando otras actividades), sino porque, después de todo, a ningún individuo en la sabana africana le hubiera gustado que otro macho más fuerte le arrebatara la posibilidad de transmitir sus genes a la generación siguiente. Mas, por lo mismo, cabría preguntarse por qué no lo hacen también el resto de las especies animales, porque aun cuando sea cierto que en algunas se da tal ocultación, no sucede así con todas ellas (quiero decir con todas las que ocupadas en tales labores reproductivas presentarían una no menor desprotección). Así que tal vez para explicar tal costumbre es suficiente con suponer que tampoco nadie encontraría demasiado apetecible dedicarse a tan agradable menester mientras alguien al lado comenta las previsiones del tiempo o las incidencias de la última cacería. Por lo demás, hacer depender el pudor o siquiera darle parte en todas aquellas actividades que suponen ocultamiento, obligaría a considerar que cuando un individuo guarda celosamente sus pertenencias, lo hace por pudor, al igual que el avaro que se retira para gozar a solas con la contemplación de sus monedas.

Y por lo que hace a colocar la génesis del pudor en la necesidad de mantener ocultas las partes pudendas para evitar suscitar deseos a su vez no deseados por el individuo que los despierta, hay quienes, en efecto, han defendido la idea de que el pudor femenino tiene su origen en la brutalidad de los varones, lo que induciría a las mujeres a mantener apartados de los ojos de sus compañeros de especie aquellos órganos cuya visión podría tornarlos ardorosos en exceso. Mas con independencia de que tal hipótesis obliga a buscar una explicación alternativa al pudor masculino, yo entiendo que este argumento no tiene demasiado peso ni siquiera para dar cuenta del femenino, porque existen pueblos en los que hombres y mujeres van completamente desnudos (y hasta algunos que, aunque vestidos, muestran sin el menor recato su sexo), y no se sabe que en ellos exista un índice de violaciones superior al de otros; y eso prueba, creo yo, que donde todos están desnudos, la desnudez resulta tan cotidiana y normal como lo es para nosotros el estar vestidos, y a un individuo le resultará tan natural ver el sexo de una mujer como a nosotros verle la boca: se ve, mas no se atiende; se ve, pero no se mira; y aunque yo no digo que no haya bocas, lo mismo que sexos, capaces de despertar los más impíos pensamientos, no sé de nadie que aúlle por la calle al tropezarse con una boca apetecible ni tampoco que se abalance sobre la propietaria de la misma. Por lo demás, acaso el ir desnudos contribuiría más de una vez a apagar los deseos en lugar de encenderlos:

«Hay muy pocas gentes, tanto en uno como en otro sexo, que estén bien formadas, y la desnudez podría inspirar continencia, o mejor dicho, disgusto, en vez de aumentar los deseos» [Voltaire, «Desnudez, Diccionario filosófico»].

Mas de eso se trata precisamente: se oculta para incitar, no para disuadir.

En algún otro lugar de estos erráticos ensayos he discutido que el origen del vestir se encuentre en la necesidad de proteger el cuerpo, pero también que haya nacido del pudor, sino, al contrario, que la dirección es precisamente la opuesta: que es el vestido el que engendra el pudor y no a la inversa. Cierto que puede concederse alguna fuerza al origen mágico del vestido, en tanto que pudiera pensarse que el miedo a los espíritus empujaría al salvaje o tapar los orificios de su cuerpo por los que aquéllos pudieran introducirse; mas sucede que con la cabeza descubierta, por más que oculto el resto del cuerpo, se mantienen abiertas más vías de penetración a tal invasión de las que se cierran; y si se argumenta que boca, nariz y oídos (ojos incluso) eran protegidos mediante amuletos, se puede responder que lo mismo podría haberse hecho con aquello que el vestido encubre, sin necesidad de crear éste (como, por lo demás, sucede en algunos pueblos que no se visten). Por ese motivo, encuentro razonable afirmar no ya, como hacen algunos, que habiendo nacido como amuleto, acabase el vestido por devenir adorno, sino que como tal nace desde un principio, siendo, ante todo, un procedimiento para resaltar aquello que está bien formado y ocultar o disimular lo que no lo está tanto. Y si esto último se hace para no suscitar un desagrado que haría perder al otro todo interés por nosotros, es evidente entonces que lo primero se hace justo para lo contrario: para llamar la atención sobre lo que se oculta y suscitar en el otro el interés de verlo y el deseo de que se le muestre. En cualquiera de los dos casos es obvio, por tanto, que el vestido oculta para interesar, para gustar, para seducir, incluso. Lejos, pues, de haber comenzado a vestirnos por pudor, lo hemos hecho para propiciar la atracción: nos vestimos para que nos desnuden. Pero como, naturalmente, no todo el mundo desea ser desnudado por todo el mundo, aconteció por fin que la costumbre de estar vestidos hizo que nos sintamos azorados al encontrarnos desnudos. Si no hubiésemos inventado el vestido jamás hubiésemos conocido el pudor, porque éste tiene menos que ver con el estar desnudos, mostrando incluso los órganos genitales, que con el hecho de despojarnos del vestido; algo que sólo a una mirada superficial le puede parecer lo mismo.

Las mujeres yanomami van completamente desnudas, si se exceptúa un ligero cordón que llevan anudado a la cintura.

«Pero incluso este cordón se considera simbólicamente un “vestido”. Si se pide a una mujer que se lo quite, se sentirá tan embarazada como una mujer de nuestra cultura a quien se pidiera que se desnudase» [Eibl-Eibesfeldt, Biología del comportamiento humano, 4.5],

porque, en efecto, el cordón es para la yanomami su vestido, y cumple en ella –por extraño que pueda parecernos– exactamente las mismas funciones que hemos atribuido al nuestro, y, acostumbrada a usarlo, se siente azorada al verse sin él. Su pudor estriaba en desprenderse de un simple cordón, sin que le provoque el menor embarazo mostrar su total y rotunda desnudez, en la que no encuentra nada de particular y de la que parece incluso no percatarse. Para ella estar desnuda es perder el cordón. Tráigase a un niña a cualquier de nuestras ciudades, vístasela como cualquier chiquilla de su edad y se verá cómo, dejada atrás su infancia, su pudor es idéntico al de las nuestras y muestra el mismo celo en ocultar su cuerpo. No es la desnudez la que descubrió el vestido, sino el vestido el que ha descubierto la desnudez. Y, como es obvio, dependiendo de lo que se entienda por estar vestido, así será lo que se entienda por estar desnudo.

*

Mas, a tenor de lo dicho, parece claro que hemos hecho depender el pudor del cuerpo esencialmente de la vista, cuando es lo cierto que existe también un pudor propio y específico del resto de los sentidos; y esto obliga, sin duda, a prestar alguna atención igualmente a esas otras manifestaciones pudorosas, y a preguntarnos, asimismo, si no serán tales manifestaciones todas ellas independientes entre sí e independientes del pudor de la vista, o si, por el contrario –de ser correcta nuestra tesis–, son derivadas de éste.

Desde luego, resulta difícilmente imaginable pensar que todas es formas de pudor no se hallen vinculadas de algún modo, sino que cada una de ellas se encuentra orientada a un objeto distinto o nazca de una fuente propia y particular. Suponemos que tal fuente y tal objeto no es otro que el cuerpo mismo; y si el pudor se engendra en el descubrimiento de éste (una vez que hemos optado por taparlo), es natural que idéntico pudor se extienda a todas aquellas otras formas posibles de descubrirlo sustitutas de la desnudez. Pero siendo esto así, y siendo a la vista a quien, primordialmente, se ofrece el desnudo, yo creo que en ningún error estruendoso se incurre si suponemos que el pudor se engendra inicialmente en la vista, siendo el resto de sus manifestaciones vicarias de ésta: si existe un pudor del tacto, del oído o del olfato es porque contactos, palabras u olores pueden llamar la atención sobre el cuerpo y revelarlo aunque esté oculto.

Es evidente en el caso del tacto, lo que ha conducido a que sea la táctil, en el caso de la especie humana, considerada comunicación muy íntima, y admitida sólo entre personas unidas por algún lazo afectivo más o menos intenso (admitida sólo en las relaciones amorosas, en las que la madre mantiene con su hijo –especialmente en los primeros año de éste– y en el resto de las relaciones sociales sólo en contadas ocasiones y, por lo demás, durante un tiempo generalmente breve), y, por supuesto, siendo completamente tabú entre desconocidos, como no sea el breve instante que dura un saludo u otra muestra de cortesía: damos la mano para saludarnos, pero nos resultaría verdaderamente sorprendente e inquietante que alguien retuviera la nuestra durante un tiempo superior al considerado estrictamente imprescindible. Pero, por lo general, el contacto físico con un desconocido (contacto inadvertido o involuntario) va seguido de disculpas. Pero por lo mismo que nos molesta que nos toquen (si es posible evitarlo), nos molesta igualmente que alguien (no teniendo necesidad de hacerlo) se acerque en exceso a nosotros (se trata del significado de las distancias, de la proxémica, tan minuciosamente estudiada por E. T. Hall). Que se invada nuestra distancia íntima, e incluso la personal, que es un poco mayor (equivalentes, de algún modo, a la distancia de seguridad de muchos especies, violada la cual el animal se siente amenazado y es muy probable que responda con un ataque), nos hace sentir incómodos y solemos responder buscando un alejamiento mayor (y cuando ello no es posible, como en un ascensor, la gente, como cualquiera habrá observado, muestra un repentino e inusitado interés por sus llaves o por la propaganda del supermercado de al lado, o, para el caso, por el tiempo). Mas si hay un pudor del tacto que impone el respeto a las distancias, ¿qué otra cosa podría significar sino que el contacto físico y la cercanía extrema son formas vicarias y sustitutas de despojarse del vestido? La gente suele decir que hay miradas que desnudan (se habla, en efecto de desnudar con los ojos, y lo hacen, por lo común, las mujeres refiriéndose a los hombres, porque nosotros que más quisiéramos que ellas nos desnudaran aunque fuera así): pues bien, hay proximidades y roces que tienen el mismo efecto, con lo que cabe concluir que, en estos casos, el tacto es un sustituto de la vista, siendo el objeto de pudor el mismo: el cuerpo despojado del vestido.

Naturalmente, no se me oculta que el tabú de las distancias, en nosotros, como en muchos otros animales, ha podido surgir del instinto de protección y seguridad, de tal manera que nuestros antepasados podrían haber pensado que cuando alguien se acerca en exceso lo hace sólo motivado por intenciones hostiles, de tal manera que, andando el tiempo, aun cuando no presintamos peligro, persiste la desazón y la incomodidad. Pero una vez más, no considero del todo descabellado invertir la dirección causal, suponiendo que no ha sido el deseo de seguridad el que ha dado lugar al pudor de la distancia, si no éste el que, una vez establecido, hizo sospechar que una infracción del mismo sólo podía significar un intento de agresión, provocando, en consecuencia, que el individuo intuyese un peligro y se sintiese amenazado.

Y sustituto del cuerpo es la palabra (como lo es de las cosas todas), y por eso, el uso pudoroso del lenguaje (el pudor propio del oído) ha terminado por considerar impúdico y obsceno el usar de determinadas palabras alusivas al cuerpo y a alguna de sus funciones fisiológicas, para paliar lo cual hemos venido a dar en la invención de eufemismos y metáforas que no hacen sino (nuevamente) ocultar el cuerpo y sustraerlo a la vista, porque desnuda la palabra igual (y aun más) que el tacto. Se ha atribuido a la palabra, muchas veces (y repárese en que lo mismo ha sucedido con la imagen), un sentido profundamente mágico: conocer el nombre de algo, nombrarlo, equivale a poseerlo y tener la capacidad de disponer de ello a nuestro antojo; y así es como en muchos pueblos primitivos los individuos ocultan celosamente su verdadero nombre, ante el temor de quedar inermes y a merced de quien lo conozca: el nombre es el cuerpo, por lo tanto, nombrarlo es descubrirlo. ¿Por qué otra razón, si no, hablamos con toda naturalidad de nuestros ojos o nuestros oídos, pero nos mostramos enormemente celosos y pudorosos a hacer lo mismo con el sexo?

Caso particular y mucho más interesante que éstos es el del olfato, y el único de los sentidos (creo yo) que podría, con algún derecho, reclamar para sí carta de paternidad sobre el pudor e incluso sobre el vestido. Después de todo, «mal olor», «pútrido», es otro de los significados del término «pudor», si en lugar de pudor, -ōris, hacemos derivar el término de putor, -ōris. De esta manera, y aun cuando se dejase intacta nuestra sospecha de que nace el pudor del uso del vestido, podría pensarse (como sugiere Enrique Casas), que nace éste del deseo de paliar los olores corporales, y todavía, en el caso de la mujer, de ocultar a la vista aquellas funciones fisiológicas propias de su sexo que acontecen con una periodicidad mensual. (No se me negará que soy, por mi parte, extremadamente pudoroso al referirme a la regla.) Tal deseo (prosigue con Casas) podría haber engendrado no sólo el vestido, sino también el perfume, que con el tiempo, como señala Simmel, se habría convertido en adorno; adorno, en este caso, para el olfato, como el vestido lo sería para la vista. Y aunque la hipótesis que estamos proponiendo sobre el origen del pudor no tiene, por fuerza, que enfrentarse a estas suposiciones, porque no la arruinan en absoluto, y siempre puede sostenerse que, sea cual fuere el origen del vestido, el del pudor hay que buscarlo en el despojarse de aquél, me parece, sin embargo, que cabe hacer algunas matizaciones encaminadas a sostener la que es también nuestra hipótesis sobre el origen del vestido mismo, a saber: que éste nace del deseo de adornarse y no del ocultar el cuerpo o mitigar sus olores.

El asunto, desde luego, alcanzaría una considerable claridad si fuese posible determinar con una cierta aproximación cuándo comenzamos a vestirnos, porque es evidente que cuanto más tarde se haya producido tal acontecimiento, mayor fuerza cobraría la posición que estamos defendiendo. Ahora bien, yo no sé si yerro en exceso al sospechar que sólo en el Cromagnon podemos detectar con toda seguridad la existencia de lo que podríamos considerar una cierta sensibilidad estética, que le induciría no ya a pintar las paredes de las cuevas que habitaba (por más que el sentido de tales pinturas sea mucho más mágico o religioso que estrictamente estético), sino, y muy principalmente, a pintar su propio cuerpo, haciendo uso para ello (cabe suponer) de las mismas pinturas. Pero si eso fuese así, sólo con él habría surgido el adorno como tal, y la idea de adornarse (y eso aun en el supuesto de que a esas pinturas corporales cupiera, igualmente, atribuirles un sentido mágico o religioso); adorno con el que vendría, de consuno, el vestido. Mas esto significa que el resto de nuestros antepasados ni se ocuparon en vestirse ni tampoco en adornarse. O lo que es lo mismo: que durante un largísimo periplo evolutivo, aquéllos de quienes descendemos se inquietaron o se molestaron tan poco por los olores del cuerpo (o por la visión de las funciones corporales característicamente femeninas) como lo hicieron por el cuerpo desnudo (masculino o femenino). En consecuencia, el perfume, al igual que el propio vestido, nace como adorno. No se trata, pues, de que en tal haya devenido, sino que lo fue desde un principio.

Por lo demás, aunque resulta indudable que nuestro olfato es bastante torpe, comparado con el de otras especies animales, no es menos innegable la importancia decisiva que tiene en cuestiones tales como la memoria, la atracción o el impulso sexual. Y, como es sabido, nuestra moderna industria del perfume utiliza determinados elementos (feromonas animales, por ejemplo) tendentes a suscitar tal atracción y a despertar tal impulso. No creo que exista nadie capaz de afirmar con total seriedad que nos perfumamos sólo para oler bien, y menos aún que lo hagamos para no oler mal (algo que tiene fácil arreglo con agua y jabón). Que los perfumes oculten otros olores corporales es evidente; que haya nacido para hacerlo, no lo es en absoluto: el perfume, lo mismo que el vestido, busca agradar, llamar la atención sin aspavientos, atraer sugiriendo, mostrar sin descubrir, aludir sin decir… Son, en algún sentido, metáforas del cuerpo desnudo y del sexo. Y no veo motivo alguno para pensar que no haya sido siempre así.

Mas acostumbrados a la sugerencia y al ocultamiento (del cuerpo), causa embarazo la ausencia de ambigüedad y la develación (de la desnudez). Ese y no otro es el origen del pudor.

3

Pero hay, decíamos, otro tipo de pudor que tiene que ver no ya con desnudar el cuerpo, sino el alma o, como también decimos, el corazón (con le coeur mis a nu, para decirlo con Baudelaire). Se trata, en efecto, del recelo a mostrar sentimientos, afectos, emociones o pensamientos; a hablar, también, de las aptitudes, logros o virtudes de uno mismo. Tal modalidad de pudor tiene como vehículo principal (aunque no necesariamente único) a la palabra y más, por tanto, como destinatario al oído que a la vista (aunque ocasionalmente también a ésta, desde luego). Es claro, pues, que lo que antes denominábamos pudor del oído tiene ya mucho que ver con esto, aunque claro es que entonces nos referíamos únicamente a la palabra que alude al cuerpo, en tanto que ahora tratamos de un asunto mucho más amplio.

Diferente es, tal como hemos visto, lo que puede entenderse, según las distintas culturas, por vestido y por desnudo, y por eso las formas que puede adquirir el pudor del cuerpo son variables (y dependen, por supuesto, de la cultura de referencia), pero todas ellas –afirmábamos– tienen algo en común: suprimir el vestido y desvelar el cuerpo. Pues bien, el pudor espiritual –convengamos en llamarle así– admite también diversas modalidades, pero todas ellas –como intentaré mostrar– comparten igualmente –si no me equivoco– dos rasgos: la modestia y la vergüenza, que cumplen, seguramente, importantes funciones sociales y que en algunos momentos han debido contribuir, con toda probabilidad, en mucha mayor medida que la ocultación del cuerpo, a facilitar la convivencia social y la cohesión del grupo, así como la distensión de las relaciones dentro del mismo; modestia y vergüenza que admiten, a su vez (al igual que el desnudo), diversas modulaciones según los distintos contextos culturales. Porque no existe pudor innato ni instintivo, ni del cuerpo ni del alma: todo pudor es cultural y aprendido.

La modestia entendida como la disposición que nos induce a ocultar o, cuando menos, a no hacer alarde de nuestros logros o aptitudes, o de los posibles y ocasionales beneficios que podamos reportar al los demás, es, sin duda alguna, un importante mecanismo que puede llegar a adormecer envidias y rivalidades, así como contribuir a paliar, en alguna medida, la inevitable situación de inferioridad en la que se encuentra quien recibe frente a quien le da, y, con ello, a trocar lo que podría constituir un motivo de resentimiento y rencillas en sincero agradecimiento y deseo de cooperación. Y es evidente, por tanto, que será en aquellos pueblos que para su supervivencia dependen de un modo más directo de la generosidad, del intercambio mutuo y de la disposición a compartir de quien ha sido, en una ocasión dada, cazador o recolector más afortunado que el resto, donde con toda certeza hallaremos una mayor valoración de la modestia, que se convierte, no ya en virtud que adorna al individuo, sino en una verdadera exigencia de la vida social: extrema, en algunos casos, como el de los bosquimanos del Kalahari, quienes no sólo no dan expresamente las gracias por lo que se les proporciona, sino que ni siquiera muestran, del modo que sea, el menor agradecimiento; antes bien: aparentan experimentar un enorme desprecio por aquello de lo que se les hace partícipes; modestia, en cambio, más atenuada en otros, hasta llegar a comportamientos que parecen su auténtica y completa negación, como sucede con los pueblos que practican el potlach competitivo y destructivo, en el que se alardea de lo mucho que se tiene poniendo de manifiesto lo mucho de lo que se puede prescindir sin importancia aparente, y al que, sin embargo, no hay por qué negarle su decisiva funcionalidad social, bien que adaptada a otros circunstancias por entero distintas a aquéllas en las que se encuentran los referidos bosquimanos o también los antiguos esquimales.

Mas desvelar sentimientos, pasiones o deseos, pensamientos también, y afectos en general, puede no pocas veces resultar igualmente peligroso o desestabilizador, y, como contrapartida, guardarlos en nuestro interior y ocultarlos a la vista del prójimo, acaso ha supuesto en nuestro largo periplo evolutivo ventaja adaptativa nada desdeñable. Y esa ocultación tiene mucho que ver con lo que entendemos por vergüenza, con lo que, al cabo (como ya sabíamos) se halla ésta estrechamente vinculada al pudor; tanto que apenas habría mayores dificultades para admitir, con Espinosa, que el pudor

«es el miedo o temor a la vergüenza» [Ethica, III, af. 31],

si no fuese porque a renglón seguido Espinosa añadirá que es ese temor quien nos frena en la comisión de actos deshonrosos, confundiendo, de este modo, la vergüenza que engendra el pudor con aquélla que es propia de contextos éticos y morales, y que nace, en consecuencia, antes de mal que del pudor, quiero decir: que tiene su origen no tanto en la realización de un acto indecoroso como en la de un acto malo o inmoral. Convendría, acaso, para distinguir ambos tipos apreciar la diferencia que existe entre estar avergonzado (situación en la que se encuentra –o debería encontrarse–quien ha actuado mal), y ser vergonzoso (condición ésta de aquél que es pudoroso en extremo), o también la diferencia que existe entre sentir vergüenza y avergonzarse, porque, sin duda, podemos sentir vergüenza de cosas que en sí mismas no son en absoluto vergonzosas ni de las que, en rigor, tendríamos por qué avergonzarnos. Y es esta última situación la que de modo más directo tiene que ver con el pudor; con lo que, al cabo, acaso podría pensarse que éste barre siempre un campo más amplio que el roturado por la vergüenza como tal.

Mas si de estas dos modalidades del pudor a las que nos hemos referido (modestia y vergüenza) pude pensarse que han resultado más útiles (e incluso que aun lo sean en la actualidad), que el pudor relativo al descubrimiento del cuerpo, y hasta que hayan sido en nuestra historia evolutiva (y quizás, al contrario que aquél) inevitablemente necesarias, entonces acaso se podría conjeturar que tales formas de pudor tienen orígenes por completo diferentes, o de lo contrario (puestos a buscar dependencias y derivaciones), que es aquí donde se halla la sede primigenia del pudor, y que, por tanto, y aunque a algunos pueda resultarles sorprendente y chocante, que nace el pudor del cuerpo del de el espíritu, y no a la inversa, es decir, que antes hemos sentido vergüenza de nuestros afectos que de nuestra desnudez, entre otras cosas porque el pudor relativo a los afectos hay que suponerlo, forzosamente, muy anterior al vestido y muy anterior, por tanto, al pudor que engendra la desnudez. Mas no se me escapa que prioridad en el tiempo no implica de modo automático una relación de causalidad: por eso digo que acaso quepa concluir que se trata de dos manifestaciones de lo mismo (del pudor, obviamente) por completo independientes y autónomas, y que cada uno de ellos ha sido descubierto sin ninguna relación con el otro, aunque, en último término, el sentimiento que les da vida sea el mismo.

Mas como quiera que sea, herederos de nuestro pasado evolutivo, modestia y vergüenza permanecen en nosotros (no en todos, desde luego) como imperativos a los que no es fácil sustraerse, siquiera sea porque, si no malo, lo contrario es visto como auténtica manifestación de mal gusto, y, así, ni se suele presumir de las propias capacidades ni contar las cuitas o llorarle las penas al primero que llega. Mas, con todo, si siempre la ocultación del cuerpo ha sido adorno, y se ha hecho con la intención de sugerir y atraer, otro tanto es lo que ha acabado por suceder con el alma, de manera que cualesquiera que hayan sido las ventajas que en otro tiempo hubieron de reportarnos la modestia y la vergüenza, ésta última no es sino una forma de despertar el interés de los otros mediante la distancia y el desconocimiento de los resortes más íntimos de la personalidad (incluida la emoción y también el sentimiento, los deseos y los afectos) porque acaso sólo atrae verdadera e intensamente aquello que se ignora y se desconoce, aquello en lo que siempre permanece algo oculto y que resta por descubrir (y ello tanto en el espíritu como en el propio cuerpo: mayor azoramiento provoca un seno que se descubre por accidente que cien cuerpos desnudos con absoluta y total exposición). Y tal es, seguramente, el motor primordial de la atracción: el persistente y maniático deseo de conocer lo desconocido, de descubrir lo oculto, y de desnudar lo vestido, ya sea con ropas o con silencios. Y en cuanto a la modestia (pongámonos un poco cínicos, que es siempre un buen remedio contra la ingenuidad), acaso busca lo mismo, aunque por un camino más perverso y retorcido: tal vez se renuncia a hablar de las propias capacidades para que otros reparen en ellas y lo hagan el doble:

«La modestia, que parece rechazar los elogios, en el fondo no es más que un deseo de que nos elogien de un modo más sutil» [La Rochefoucauld, Máximas, 596].

Al fin y al cabo, ya Espinosa aseguraba que la modestia es un deseo de agradar a los demás, por lo que constituye, en consecuencia, una especie de ambición. Pero no sé yo si, a última hora, no es casi siempre una ambición truncada, porque, después de todo, cuando uno es modesto y rebaja sus méritos, por regla general lo único que consigue es que le crean.

 

El Catoblepas
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