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El Catoblepas, número 63, mayo 2007
  El Catoblepasnúmero 63 • mayo 2007 • página 11
polémica

Imperativo de selección indice de la polémica

Pedro Carlos González Cuevas

Réplica a Pío Moa

Esta réplica a Don Pío Moa no hubiera querido escribirla. Me encuentro elaborando tres estudios sobre la obra de Raymond Aron, José Ortega y Gasset y Gonzalo Fernández de la Mora; y descender a los niveles del conocido polemista me resulta tan penoso como molesto. Discutir con el señor Moa es muy dificil; puede ser incluso tedioso y seguramente inútil. He seguido, por puro deber profesional, algunas de sus polémicas con historiadores de izquierda; y hace tiempo que llegue a esa conclusión. Sirva al lector como simple botón de muestra el cúmulo de insultos que me dedica en pocas líneas, tachándome, entre otras lindezas, de «zascandil», «raquítico», «inepto», «pomposo», «vacío», «deshonesto», &c., &c. Parece que mi artículo sobre La decadencia cultural de la derecha española, le ha sacado de sus casillas. Y es una lástima, porque yo no pretendía polemizar con el señor Moa; y tampoco creo, como ya he dicho, que merezca la pena hacerlo. Mi mención a su persona fue casi incidental; ni recurrí al insulto ni le dí excesiva importancia. Me limité a señalar lo somero de su formación cultural; nada más. El señor Moa no sólo carece de relevancia, sino que es incapaz de ceñirse a las reglas básicas del debate intelectual. A falta de razones, recurre sistemáticamente a la diatriba, a la descalificación intempestiva y al insulto procaz. Y es que el señor Moa es, ante todo, un polemista. Vive de la polémica y su único objetivo es darse propaganda a costa de sus antagonistas. Lo cual en nada eleva su estatura intelectual; antes al contrario. La originalidad del señor Moa consiste en no ser original; su táctica, en aprovecharse de las ideas de otros y en tergiversar hasta lo indecible las de sus adversarios, lo que le sirve para publicar libros y artículos sin freno, a cual peor. En su obra, se impone la diatriba sobre el razonamiento; la ocurrencia sobre la teoría; la superficialidad sobre la profundidad; y el oportunismo y la improvisación sobre el sistematismo. O sea, todo lo contrario de lo que necesitamos. A pesar de ello, he decidido contestarle, no porque dé importancia a sus opiniones, sino por mera servidumbre al imperativo de «enseñar al que no sabe».

En primer lugar, el señor Moa me acusa de ejercer una «pequeña exhibición erudita» en mi artículo. Con ello mi contradictor tan sólo demuestra, una vez más, su crasa ignorancia. Y es que resulta imposible explicar las razones de la mediocridad cultural de la derecha actual en un artículo de cuatro páginas. Lo que ocurre es que he dedicado cinco libros a la historia de las derechas españolas, donde analizo de forma exhaustiva algunos de los problemas planteados en el artículo. Curiosamente, mis obras han sido valoradas positivamente por uno de sus compañeros de Libertad Digital, Don José María Marco, un autor mucho más tolerante, lúcido y culto que el señor Moa. Llevado de la misión pedagógica que me he autoimpuesto, le informo, por si le interesa, para que no hable de oídas o improvise, de los títulos y de las editoriales donde han sido publicados: Acción Española. Teología política y nacionalismo autoritario en España (1913-1936). Tecnos. Madrid, 1998; Historia de las derechas españolas. De la Ilustración a nuestros días. Biblioteca Nueva. Madrid, 2000; La tradición bloqueada. Tres ideas políticas en España: el primer Ramiro de Maeztu, Charles Maurras y Carl Schmitt. Biblioteca Nueva. Madrid, 2002; Maeztu. Biografía de un nacionalista español. Marcial Pons. Madrid, 2003; y El pensamiento político de la derecha española en el siglo XX. De la crisis de la Restauración al Estado de partidos (1898-2000). Tecnos. Madrid, 2005. En sus páginas, analizo temas como la influencia determinante de la religión católica en el universo simbólico de las diferentes tradiciones de la derecha española, a lo largo de dos siglos; la ruptura producida en dichas tradiciones político-intelectuales por la incidencia del Concilio Vaticano II y el proceso de secularización socio-cultural iniciado en los años sesenta; la incapacidad para dar respuesta a las sucesivas crisis epistemológicas sufridas por el conjunto del pensamiento conservador español durante la transición al régimen de partidos; el complejo de «culpa» que aqueja a la derecha actual, tras el final del régimen de Franco, &c. De la misma forma, he intentado, creo que con cierto éxito, revisar la visión demonológica que la historiografía de izquierdas ha dado de la trayectoria histórica del conjunto de la derecha española. Puse en cuestión la tesis defendida por Raúl Morodo sobre el carácter «fascista» de Acción Española y de las derechas en la etapa republicana; lo que no significa que fuesen democráticas o liberales, porque en la España de entonces casi nadie lo era. De la misma forma, quise dejar bien claro que la revista distaba mucho, pese al título, de ser un mero remedo de L´Action Française, como suele decirse. Reivindiqué la figura intelectual de Maeztu, frente a la minusvalorización de las izquierdas. Y demostré que la derecha española no podía identificarse solo con la caricaturesca derechona, sino con Ortega, con Maeztu, con «Azorín», con Luis Díez del Corral, con Julián Marías, con Gonzalo Fernández de la Mora, Antonio Millán Puelles, &c., &c. No creo, pues, que el señor Moa pueda darme lecciones en ese tema. Por otra parte, lo que mi crítico no puede pretender es que yo ejerza, en mi artículo, el papel de remediavagos, dándole un resumen de mis tesis para que él las digiera sin dificultad y sin esfuerzo. Si el señor Moa desea saber mi opinión sobre tales temas, ha de leer mis libros, acudir a las fuentes, que ahí están. Criticar un artículo porque no le sirve como remediavagos, cuando no era ese su propósito, carece de sentido. La verdad es que nunca me interesó administrar remedios a los vagos; ni mi vocación intelectual consiste en escribir artículos para tal fin.

Luego, el señor Moa centra su interés en la figura de Manuel Azaña, para poner en cuestión su mediocridad intelectual, preguntándose con respecto a quién, incluso a mí. Pero tal punta de ironía sólo puede ocurrirsele a un dilettante como el señor Moa. Naturalmente, la obra de Manuel Azaña ha de analizarse en relación a la circunstancia que le tocó vivir y en relación a sus contemporáneos. Y es que Azaña albergó en su mente, sin demasiado fundamento, las más radicales ambiciones intelectuales y políticas. Su monstruoso egocentrismo, su soberbia, casi tan grande como la del señor Moa, puede percibirse no sólo en en el contenido de sus proyectos políticos, sino en sus opiniones sobre algunos de los componentes de la elite intelectual española. Su hostilidad hacia Ortega y Gasset no podía ser más manifiesta: «Ortega ha puesto al alcance de las damas y de los periodistas el vocabulario de la filosofía. Una cosa es ponerse a pensar; otra tener ocurrencias. Ortega tiene ocurrencias (...) Quédese en revistero de salones. Su originalidad consiste en haber tomado la Metafísica por trampolín para su arribismo y sus ambiciones de señorito». No salía mejor parado Eugenio D´Ors: «Si España fuese una colonia o un país protegido, la metrópoli o el Estado protector nos enviaría a Eugenio D´Ors». El más criticado fue, sin embargo, Ramiro de Maeztu, quien le parecía «algo loco, fanático, poseur y mucho farsante. Carece de buena instrucción y descubre Mediterráneos». Tampoco fue favorable a Azorín: «Se amanera. Su estilo es monótono, sin jugo, sin matices, puede servir para un trabajo corto, un artículo, una impresión; es insoportable en un libro. Explota siempre los mismos recursos, no se renueva. Es muy seco. Todo lo empequeñece, cuando quiere explicar algo. No raciocina, no liga dos ideas». Sin embargo, nada existe en su obra que revele una capacidad intelectual análoga a la de los destinatarios de sus diatribas. Azaña fue incapaz de escribir algo ni remotamente parecido en calidad a España invertebrada, La rebelión de las masas, La Bien Plantada, Tres horas en el Museo del Prado, La crisis del humanismo, Defensa de la Hispanidad, Los pueblos o Alma Castellana. En el fondo, su formación intelectual fue muy somera; y en modo alguno puede considerársele como un pensador político de altura. No existe en sus escritos un diálogo con lo más creativo del pensamiento o la filosofía política de los siglos XIX y XX. Marx no aparece; tampoco Max Weber o Carl Schmitt, a quien Francisco Ayala había traducido al español en 1934. Su provincianismo cultural fue proverbial. El mundo de Azaña fue el de la España decimonónica, al lado de la III República francesa: Juan Varela, Ganivet, los noventayochistas, &c., &c. En su obra, no existe la menor reflexión sobre la revolución rusa, el fascismo, el nacional-socialismo o el New Deal. La crisis del modelo capitalista liberal o del parlamentarismo clásico tampoco pareció conmoverle lo más mínimo. Y leemos sus famosos diarios de los años 1932-1933 y vemos la ausencia del menor comentario sobre el significado político e internacional de la subida de Hitler al poder. Igualmente, su falta de interés por los temas económicos –en plena crisis del 29– resultó tan proverbial como significativa. En otro orden de cosas, reitero mi opinión de que Azaña fue un utopista y un constructivista social, porque aspiró, según sus propias palabras, a «emancipar» a la sociedad española nada menos que de «la historia»: «Ninguna obra podemos fundar –afirmó en 1930– en las tradiciones españolas, sino en las categorías universales humanas». El político alcalaíno minusvaloró la fuerza social de la Iglesia católica y del conjunto de las derechas. Lo pagó caro. Y lo más significativo es que para tan ambicioso proyecto, como ha señalado el más lúcido de sus biógrafos, Santos Juliá, apenas disponía de base social y política. Con frecuencia, se ha valorado más positivamente al Azaña escritor. No comparto esa opinión. Sus obras de estricta creación literaria ocuparon un lugar relativamente escaso en los escritos del alcalaíno; y gozan, en mi opinión, de un crédito inmerecido. El jardín de los fraíles carece de tensión narrativa; su estilo resulta dubitativo y no tiene garra. Una obra menor, sin duda. El drama La Corona es aburrido. Lo mejor de su producción fue, y en esto no soy muy original, sus escritos sobre Juan Varela y La velada en Benicarló. Pero nada de esto basta para que Azaña se incorpore a la historia de nuestra literatura contemporánea. ¿De verdad alguien cree que nos acordaríamos del Azaña escritor si no hubiese sido, además, presidente de la II República?. A mi modo de ver, la exaltación de Azaña por parte de José María Aznar supuso un grave error político y simbólico. Y es que, como señala uno de los pocos intelectuales serios que van quedando en España, el profesor Gustavo Bueno, cada grupo social y cada individuo elige a sus sabios y a su héroes, pero, al elegirlos, «se define a sí mismo, tanto más que a la persona escogida como paradigma del sabio, de filósofo o de héroe». Por ello, la elite política y mediática del Partido Popular mostró, con esa elección, sus insuficiencias y complejos. No sólo eligió a un intelectual a mi juicio mediocre, sino que, como vió muy claramente el excomunista Jorge Semprún, se humilló ante la izquierda política y cultural. Algunos de los responsables de aquella funesta operación mediática, como Federico Jiménez Losantos, hace tiempo que se han arrepentido públicamente de semejante error de perspectiva.

A continación, el señor Moa se pregunta por qué no he puesto manos a la obra en la reivindicación de Ortega y Gasset como referente intelectual de la nueva derecha española. Por suerte o por desgracia, el señor Moa sigue muy mal informado sobre mi producción. Porque lo he hecho en la medida de mis fuerzas. Reivindiqué el legado orteguiano en una entrevista para la Revista de Occidente, con motivo de la publicación de mi último libro; lo mismo hice en el ABC Cultural, de nuevo en la Revista de Occidente, en Razón Española, en la Revista de Estudios Políticos; y en varias páginas de mi libro El pensamiento de la derecha española en el siglo XX. No he sido, por otra parte, el único en hacerlo; el profesor Ignacio Sánchez Cámara ha glosado e interpretado el pensamiento orteguiano, con más conocimiento de causa que yo, pues es un reputado filósofo, en clave liberal-conservadora. Un precursor en ese sentido fue Gonzalo Fernández de la Mora, con su libro Ortega y el 98, cuya primera edición es de 1961. La izquierda cultural y política después de ningunear al filósofo, tachándolo de «pequeño burgués», ha pretendido apropiarse de su legado, presentándolo ahora como «socialdemócrata». La miopía de la derecha en su relación con el filósofo ha sido proverbial. A mi modo de ver, Ortega y Gasset es la máxima figura intelectual del siglo XX español, junto a D´Ors y Zubiri. Y nuestra derecha podía haberse beneficiado de sus planteamientos sociológicos, políticos y culturales. Ni su pulcritud literaria, ni su elitismo político, ni su racionalismo conceptual, ni su rigor metodológico, ni su conservatismo básico han envejecido; resultan más actuales que nunca. Se trata, además, de un obra abierta, capaz de renovarse y de reinterpretarse.

Percibo, por otra parte, en las palabras del señor Moa un cierto escepticismo hacia Ortega; quizás una cierta inquina y un cierto miedo. No sería extraño que así fuese. Porque en un mundo intelectual organizado en torno a los cánones orteguianos el señor Moa tendría poco que hacer; y no, desde luego, porque se ejerciera sobre su obra cualquier tipo de censura; todo lo contrario. La razón está en lo que el filósofo denominaba imperativo de selección. Y es que lo que algunos han venido llamando el fenómeno Moa –para mí una patología– puede ser interpretado en clave de la sociología orteguiana. Vivimos en España, pese al triunfalismo oficial, no sólo una profunda crisis nacional, sino un momento cultural caracterizado por una falta de creatividad ciertamente singular, lo que no deja de ser el reflejo, por los modos indirectos en los que las letras y el pensamiento filosófico y político pueden hacerlo, de la privatización, el hedonismo y el narcisismo característicos de una vida social donde la improvisación, la promiscuidad, el dinero y la autogratificación mediante el consumo de bienes superfluos se han convertido en norma general. En el mundo cultural, la banalidad y la mediocridad se imponen y se propende a la abolición de toda jerarquía o autoridad espiritual o intelectual. Por doquier triunfan la degradación y el mal gusto. Una mediocridad que puede percibirse en la superabundancia de bazofia revistera en el llamado mundo del corazón; en la hegemonía de una televisión que, a más de sumamente mediocre, incumple diariamente la labor de una educación en valores superiores; en la abundancia de tertulias radiofónicas, donde los participantes parecen saber de todo y, en realidad, no saben de nada; en una prensa plagada de localismo y sensacionalismo. Una degradación que no sólo puede percibirse en algunos sectores de la derecha, sino igualmente, y en mayor escala, en la izquierda. Basta para comprobarlo, comparar el contenido y la calidad analítica y estilística de revistas como Cambio 16, Cuadernos para el Diálogo o El Viejo Topo en los años sesenta y setenta del siglo pasado con el fallido intento de revival de dichas publicaciones en la actualidad. No hay duda de que las distancias son infinitas. Y resulta significativo, a título de anécdota, que un diario digital como El Plural, dirigido por un tal Enrique Sopena, pretenda dar credibilidad a un autor como Fernando Gracia y su demencial e inane obra El hijo secreto de Franco. Y es que en cierta izquierda contra Franco vale todo. Así, han llegado a inventar lo que podríamos llamar el antifranquismo-basura, para consumo de las masas beocias y poco exigentes. Pues bien; el llamado fenómeno Moa es consecuencia de este imparable proceso de nivelación y de masificación, ya presente en las pesadillas de Tocqueville, Renan y Ortega. Lo dijo el filósofo, en su obra España invertebrada: «En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración a lo superior se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares, es decir, los más fácilmente asimilables». Como gustaba decir Miguel Maura, aquí vale lo mismo Julio César que Julián Cerezas. Tal es la situación que ha hecho posible a Moa. Es la España de Javier Sardá y Boris Izaguirre, de Tómbola, Crónicas Marcianas, Salsa Rosa, Dolce Vita, Aquí hay Tomate, donde domina el kitsch cinematográfico de un Vicente Aranda o de un Pedro Almodovar. Lamento decir que, al menos en mi humilde opinión, en el caso del señor Moa, el mundo intelectual de la derecha española no ha sabido regirse por el necesario imperativo de selección. Que le vamos a hacer; nadie es perfecto.

El señor Moa es contumaz; y se atrave a negar la condición de historiadores a figuras como Santos Juliá, Enrique Moradiellos, Angel Viñas, Alberto Reig Tapia, Francisco Espinosa, Gabriel Cardona, Antonio Elorza, Paul Preston o Julio Aróstegui. La duda ofende. Además, negar el problema no ayuda a su solución; es la táctica del avestruz. Se trata de figuras relevantes de la historiografía española; otra cosa es que estemos de acuerdo con sus tesis, que son suceptibles, como todo lo humano, de revisión y de crítica, pero con rigor conceptual, con apoyo en las fuentes y voluntad constructiva; no con denuestos e insultos. Haría una matización en el caso de los señores Reig Tapia y Francisco Espinosa, que tanto juego dan a mi contradictor; y cuyo único objetivo parece ser, sobre todo en uno de los casos, emular al señor Moa por la izquierda. Ambos han caído en una visceralidad que en nada favorece a la calidad de su obra. En ese sentido, no dudo en reconocer al autor de Los mitos de la guerra civil una virtud; y es la de haber logrado sacar a la luz el pathos antiliberal de esos dos autores. Aunque no comparta sus métodos, me cortaría una mano con tal de que el señor Moa siguiera escribiendo con total libertad; y lo mismo haría por los señores Reig y Espinosa. Sin embargo, algunas de las opciones defendidas por los señores Reig y Espinosa me resultan absolutamente rechazables. Reig Tapia propugna, en el libro dedicado al señor Moa, nada menos que una política de «higiene cultural» contra el «uso del espacio público a estos provocadores sociales, a estos mentirosos compulsivos, a estos falsificadores vocacionales y delincuentes culturales». En pleno delirio jacobino, Reig Tapia hace referencia a una pretendida «cuestión sanitaria, preventiva, para evitar las epidemias mentales y/o políticas mucho más peligrosas que otras que asustan tanto al común». Iniciativas de tal jaez no sólo irían contra presuntos negacionistas como David Irving o contra el señor Moa, sino contra cualquier planteamiento revisionista que no fuera del agrado del señor Reig Tapia. Hubiese sido muy triste ver en la cárcel a Renzo de Felice, François Furet o Ernest Nolte. No menos aterradoras me parecen algunas opiniones de Fernando Espinosa, quien parece haber convertido la llamada memoria histórica en una especie de religión secular. El contenido de sus libros parece haberse forjado en plena guerra civil. Espinosa vive en el 36 e interpreta la transición y el actual régimen de partidos como «un apéndice del franquismo». Sus ataques a la Iglesia católica, a la que considera «uno de los legados más firmes y más pesados del franquismo», no tienen desperdicio, cuando se pregunta, escandalizado por las beatificaciones de los sacerdotes asesinados en la contienda, si «una institución semejante es compatible con una sociedad civil organizada en democracia». De una sociedad civil democrática regida y definida, sin duda, por los rígidos e inefables moldes mentales, políticos, morales y culturales del señor Espinosa. Como para echarse a temblar. Y más con el antecedentes del anticlericalismo español.

Pero retornemos al señor Moa, quien incurre en el mismo error de sectarismo de sus antagonistas, cuando, contra no pocas racionalidades y evidencias, pone en duda la existencia de una tradición intelectual de izquierdas en España; lo que refleja su estrechez de miras. Podemos estar de acuerdo en que no existe un pensamiento socialista o marxista español de altos vuelos; pero no puede reducirse la izquierda cultural española a «la consigna y vulgarización (a menudo estropicio) de ideas importadas». En la izquierda española militaron y militan figuras eminentes, dignas de estudio, de respeto y, por supuesto, de crítica razonada, como Manuel Sacristán, Fernando Savater, Elías Díaz, José Carlos Mainer, Francisco Fernández Buey, Adela Cortina, Félix Duque, &c., &c. Un mínimo de objetividad resulta vital para el buen funcionamiento de nuestra vida cultural. Menéndez Pelayo no negó nunca capacidad intelectual a «heterodoxos» tales como José María Blanco o Francisco Pi y Margall. Es más, como reconoció Juan Goytisolo, gracias a su obra los intelectuales de izquierda descubrieron sus ancestros, como fue el caso de Blanco White, desconocido por los progresistas hasta entonces. Tampoco Gonzalo Fernández de la Mora negó, en sus célebres críticas de ABC, la valía de López Aranguren, Tierno Galván, Alfonso Sastre o José Luis Sampedro. Sigamos su ejemplo.

Con respecto a si mi producción historiográfica se encuentra al nivel de la de Renzo de Felice, he de decir, con toda claridad, que no. Claro que el señor Moa no está en condiciones de otorgar patentes de talento. Como de costumbre, simplifica la cuestión. Volvamos a Gustavo Bueno y su lúcida aserción de que cada grupo social y cada individuo elige a sus sabios y a sus héroes intelectuales, definiéndose con ello a sí mismo. Y efectivamente, uno de mis ídolos intelectuales es el historiador italiano, en cuya obra veo un ejemplo de honestidad, erudición, capacidad interpretativa y gran capacidad polémica; tanto es así que logró convencer de sus tesis a personalidades tan relevantes de la intelectualidad italiana y europea como Norberto Bobbio, Augusto del Noce, Giorgio Améndola, Rosario Romeo, Francois Furet, &c., &c. Lo que ignoro y tampoco me interesa excesivamente son los héroes intelectuales del señor Moa. Frente a lo que dicen sus enemigos, no creo que sea Ricardo de la Cierva, un apreciable historiador en los años sesenta y setenta, aunque incapaz de renovar su discurso ni de garantizar la continuidad de su obra; tampoco Joaquín Arrarás, fértil erudito en cuyos libros han bebido mucho más de lo confesable no pocos de sus críticos. Dejemos el tema. La genealogía intelectual del señor Moa carece de interés para mí. Aunque no hay duda de que sus métodos recuerdan a Mauricio Carlavilla y Eduardo Comín Colomer.

No deja de ser significativo que el señor Moa nos amenace con un nuevo libro titulado La quiebra de la historia progresista. Con toda seguridad, su contenido será «sonado», en el sentido boxístico del término; un nuevo parto de los montes. Como suele ocurrir en estas ocasiones, el libro recibirá los mayores elogios de sus incondicionales; pero no hará mella alguna en las convicciones ni en las ideas de sus antagonistas, que seguirán utilizándole como un vulgar Peropalo en las fiestas del pueblo; inmejorable para construir el enemigo a quien refutar. Eso sí, venderá muchos libros; ese será el único éxito de su empresa; quizás es de lo que se trata. Libros biodegradables; de usar y tirar. Y es que el señor Moa no sólo carece de capacidad de autocrítica; tampoco es consciente de sus limitaciones.

Lo que resulta tan cómico como delirante es su acusación de que me estoy ofreciendo al Partido Popular como intelectual orgánico. El señor Moa no ha leído mis libros; desconoce mi persona y mi carácter; pero se atreve a pontificar sobre mis objetivos. Su osadía no tiene límites. Personalmente, no aspiro a nada en política. Soy un humilde profesor universitario que no he ocupado jamás el menor cargo, ni he militado en ningún partido político; que detesta los mass media, y que sólo por encargo ha escrito en algún períodico. Aunque me considero un hombre de la derecha, el contenido de mis libros apenas concuerda con las directrices político-culturales del Partido Popular. He criticado la mitificación de la figura de Juan de Borbón, que nunca fue, a mi juicio, el demócrata que ciertos panegiristas y turiferarios han pretendido inventar y vender. Tampoco he compartido su visión beatífica de Cánovas del Castillo y del régimen de la Restauración, cuyas insuficiencias de todo tipo he destacado en mis libros. Lo mismo puedo decir de su acrítica valoración de la figura de Adolfo Suárez o del proceso de transición hacia el régimen de partidos. Y, para colmo, soy republicano. ¿Cree que con semejante bagaje puedo, o deseo, convertirme en intelectual orgánico del Partido Popular?. Ni lo deseo, ni lo espero. Lejos de mí, pues, cualquier oportunismo o veleidad partidista. Muy al contrario, el contenido de mi artículo nacía exclusivamente de una indignación personal ante la inanidad de la vida política y cultural española en general; y de su derecha en particular.

Tampoco entiende el señor Moa mi concepción del poder cultural. En su indigencia, cree que con un simple panfleto se pueden ganar unas elecciones. Pero yo no me refería a algo tan empírico y rudo como conseguir una mayoría electoral, sino que escribía en términos metapolíticos, es decir, haciendo hincapié en la necesidad de transformación del sentido común y del imaginario de la sociedad española. Lo que Ernest Renan llamó la reforma intelectual y moral. Y es que de poco sirve la victoria en unos comicios, incluso con mayoría absoluta, si el partido triunfante de la derecha se disfraza de «centro reformista»; reivindica a Manuel Azaña al mismo tiempo que a Cánovas; defiende el llamado «patriotismo constitucional»; y se muestra incapaz de reformar la enseñanza y de elaborar un auténtico proyecto de poder cultural, es decir, de generar ideas sólidas y convincentes y permear con ellas a la sociedad. Sermón perdido.

Termino el artículo. Los temas exigían un dilatado comentario. El alegato del señor Moa, no; pues su exégesis de mis planteamientos resulta muy pobre y refleja tanta animadversión como resentimiento. Retorno a mis estudios sobre Aron, Ortega y Fernández de la Mora, cuyas obras resultan infinitamente más enriquecedoras, gratificantes y atractivas que los alegatos del señor Moa. Y, por lo favor se lo pido, no inicie, como es su costumbre, otra polémica conmigo. De verdad que no merece la pena, ni para usted ni para mí. Nuestra vida es corta y todavía queda tanto por leer... Y es que, como dijo Panero a Neruda, con sus palabras se derrota «enteramente solo». Adieu, monsieur Moa.

 

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