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El Catoblepas, número 63, mayo 2007
  El Catoblepasnúmero 63 • mayo 2007 • página 10
Artículos

Tanatopolítica

Raúl Fernández Vítores

Novedad que representan los dispositivos que operan en las sociedades posmodernas o de control, tomando como modelo el nazismo

Nuestra exposición debe partir de la biopolitique, del concepto foucaultiano de «biopolítica». Más propiamente, esta exposición debería titularse «el nacimiento de la tanatopolítica», en clara referencia a los libros y conferencias de Michel Foucault, en homenaje a él. Sin embargo, ha terminado por imponerse como epígrafe la brevedad y contundencia del neologismo: tanatopolítica.

Seis años antes de su muerte, Foucault dictó un curso en el Colegio de Francia que tituló así: «nacimiento de la biopolítica». El título despista, pues en este curso (el de 1978-1979) lo que uno encuentra básicamente es un análisis del liberalismo contemporáneo{1}. Fue un par de años antes, cuando el filósofo francés dictaba en la misma institución el curso de 1975-1976, «hay que defender la sociedad», cuando de hecho se formuló la definición más acabada del concepto en cuestión. Lo que sigue es una transcripción de lo que dijo. «Tras la anatomopolítica del cuerpo humano, introducida durante el siglo XVIII, vemos aparecer, a finales de éste, algo que ya no es esa anatomopolítica sino lo que yo llamaría –dice Foucault en la clase del 17 de marzo de 1976– una «biopolítica» de la especie humana.

»¿Cuál es el interés central en esa nueva tecnología del poder, esa biopolítica, ese biopoder que está estableciéndose?»{2}. La pregunta es también de Foucault. A nosotros nos interesa resaltar sobre todo el segundo adjetivo calificativo de la pregunta, la «novedad» que a sus ojos representa la biopolítica frente a otras tecnologías del poder. «A diferencia de la disciplina, que se dirige al cuerpo –volvemos a la transcripción de su voz–, esta nueva técnica de poder no disciplinario se aplica a la vida de los hombres e, incluso, se destina, por así decirlo, no al hombre/cuerpo sino al hombre vivo, al hombre ser viviente; en el límite, si lo prefieren, al hombre/especie»{3}. Detengámonos aquí. ¿Dónde está la novedad? La diferencia entre la técnica disciplinaria y la técnica biopolítica estriba en el alcance de su dominio funcional: la primera se dirige al cuerpo del hombre en particular, a los individuos humanos, mientras que la segunda se dirige a la especie humana en general. Foucault no tardará en localizar en este cambio de las tecnologías del poder el origen de la aparición del racismo en los mecanismos del Estado y, en última instancia, del nazismo: «el nazismo es, en efecto –dice Foucault al respecto–, el desarrollo paroxístico de los nuevos mecanismos de poder»{4}. El filósofo ha detectado una novedad y cree poder explicarla mediante el paso de las disciplinas al biopoder.

Pero tal y como Foucault lo caracteriza, el biopoder no es sino la última forma del poder disciplinario. Lo que Foucault llama «biopolítica» no es sino la expresión última de las tecnologías disciplinarias, que terminan haciéndose cargo de la vida del hombre en tanto que especie y no sólo en tanto que cuerpo individual. Se trata en ambos casos de dispositivos en general orientados hacia su propio dominio, «reflexivos» podríamos decir, cuyos objetivos son la mejora o –en su grado más bajo– la preservación del hombre-individuo o del hombre-especie.

El filósofo ve en el nazismo una novedad que, a su vez, interpreta como el paroxismo de algo que nosotros consideramos que no es nuevo; pero nuestra tesis es que el nazismo representa en sí mismo una novedad que no es explicable apelando a dispositivos humanos individuales o específicos, en cualquier caso reflexivos –como los hemos llamado–, orientados a retroalimentar «lo humano»; nuestra tesis postula que el régimen nazi pone en juego otros dispositivos totalmente nuevos, que son los del control.

Los dispositivos de control son más bien «transitivos» respecto a lo humano, es decir, no remiten a su propio dominio sino a un rango distinto que necesariamente se antoja inhumano; son sus objetivos el deterioro de la vida y, en última instancia, la muerte de una humana «subespecie».

El nacionalsocialismo bien puede ser considerado el paroxismo del biopoder, pero a nuestro entender también anuncia el advenimiento de otra cosa, la aparición de algo totalmente nuevo: tanatopoder; prenuncia la aparición de dispositivos no ocasionalmente genocidas, que buscan la preservación de un tipo de vida en detrimento de otro, sino de dispositivos que buscan directamente la muerte de grupos humanos enteros y sólo coyunturalmente la vida del perpetrador.

¿Cuándo y dónde nace la tanatopolítica? Alemania, 14 de julio de 1933: el parlamento alemán aprueba la ley para la prevención de enfermedades hereditarias.

Esterilización

Apenas cinco meses después de las elecciones generales que convierten al partido nazi en el partido más votado de Alemania y a Hitler en canciller del Estado, los representantes del pueblo alemán aprueban una ley que autoriza la esterilización forzosa de los pacientes con algún tipo de tara física o mental susceptible de ser transmitida genéticamente. Según la ley aprobada, para llevar a cabo la esterilización basta con una prescripción médica.

Las vísperas del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, es decir, tras seis años de gobierno nacionalsocialista, el Estado alemán había obligado a esterilizarse, previo informe facultativo, a más de 35.000 personas.

Es aquí donde comienza esa nueva tecnología de poder que llamamos «tanatopolítica». La esterilización –sobreentenderemos que la no voluntaria– es el punto de inflexión entre las tecnologías de la vida y las de la muerte, entre la biopolítica y la tanatopolítica, entre la eugenesia y la eutanasia que vendrá después.

Esterilizar a alguien es cercenar su capacidad de reproducción biológica, es como matar al individuo «por fuera», negándole la especie. La esterilización es una muerte específica: es una muerte que se impone al individuo preservando su individualidad biológica. No mata al individuo, pero acaba con su especificidad.

La esterilización está a caballo entre los dispositivos que persiguen un tipo de vida humana, tanto singular como colectiva, es decir, entre las disciplinas y la biopolítica, y los dispositivos que persiguen directamente la muerte del hombre, tanto singular como colectivo, es decir, la eutanasia y el genocidio.

Debemos insistir en la diferencia. No es del todo igual matar a uno o a unos pensando en salvar la vida de otro u otros que hacer lo mismo pensando sólo en matar. No es lo mismo, aunque puedan llegar a parecerse mucho, una práctica eugenésica que una práctica «tanática». Ésta busca directamente la imposición de muerte; aquélla busca un tipo de vida, aunque para conseguirlo imponga a veces la muerte.

El Estado capitalista moderno es desde el principio eugenésico. Las disciplinas son sensu stricto tecnologías eugenésicas de poder, siendo el trabajador el bien que en todo momento se trata de engendrar. Y sobre este impulso orientado al bien laboral se han construido las garantías de los Estados modernos y –lo añadiremos, aunque es redundante– capitalistas.

La medicina es, como bien ha enseñado Foucault, el saber-poder que posibilita la primera revolución del capital, esa que tiene al hombre por objeto y centro, y que va desde el llamado «despertar anatómico» del Renacimiento hasta la aparición de los tratamientos médicos directamente asociados a «lugares» o «grupos de personas», poblaciones, que emergen a finales del siglo XVIII, como son la epidemiología o la «higiene social».

Entre 1779 y 1817, Joham Peter Frank publicó los seis volúmenes de su «sistema completo de policía médica», System einer vollständigen medizinischen Polizei, que confía al Estado la misión de promulgar leyes orientadas a la consecución de la sanidad pública. Frank intenta abordar desde un punto de vista médico la totalidad de las actividades humanas, y ya «sostiene que las personas que sufren de enfermedades hereditarias deben someterse a revisión médica antes del matrimonio»{5}.

Pero estábamos en la Alemania del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes se lanzan a la conquista de Polonia el 1 de septiembre de 1939.

Eutanasia

El famoso documento firmado por Hitler autorizando el programa estatal de eutanasia fue antedatado para hacerlo coincidir con el inicio de la campaña polaca. En él, el Führer delega en su director de Cancillería y en su médico personal para que puedan autorizar a determinados médicos la prescripción de una «muerte de gracia» (Gnadentod {6}) a los enfermos incurables.

Este programa, conocido bajo la clave «T4», por encontrarse su oficina central en el número 4 de la berlinesa «calle del parque zoológico» (Tiergartenstrasse), no fue sometido a la consideración del Parlamento: fue un secreto de Estado. Su objetivo principal, aunque no exclusivo, fue la aniquilación de los enfermos mentales.

Las experiencias piloto se llevan a cabo en los terrenos conquistados de Polonia y, al parecer, es con los pacientes del manicomio polaco de Kocborowo con quienes por primera vez se experimenta el «salto» del fusilamiento masivo a la muerte mediante asfixia por gas en un recinto cerrado.

La Acción T4 adaptó seis hospitales psiquiátricos del III Reich (en territorio alemán y austriaco) para matar en cámara de gas a los pacientes facultativamete seleccionados y llevar a cabo la cremación de sus cadáveres en hornos construidos para tal efecto. Cuando se pone fin a este programa el 24 de agosto de 1941, poco después de iniciarse la Operación Barbarroja, es decir, la invasión de la Unión Soviética, más de 70.000 ciudadanos enfermos adultos –los niños recibían otro tratamiento no menos letal– habían muerto en las falsas duchas de estos hospitales situados en las cercanías de Berlín, Stuttgart, Koblenz, Magdeburg, Dresden y Linz.

La eutanasia –no es de la voluntaria, evidentemente, de la que estamos hablando– ya es positivamente una práctica tanatopolítica. Es la imposición por parte de un Estado de una muerte «buena» a aquellos ciudadanos de dicho Estado que, por las razones que sean, éste quiere hacer desaparecer. La eutanasia también se dirige al hombre-individuo, como las disciplinas, pero no para reformar ni conformar su cuerpo y mente en función de un patrón vital, sino directamente para extinguirlo del modo más eficaz posible.

Uno puede leer el panfleto del jurista y filósofo Karl Binding y el doctor psiquiatra Alfred Hoche publicado en 1920, Die Freigabe der Vernichtung lenbensunwerten Lebens. Ihr Maβ und ihre Form, es decir, «La autorización para exterminar las vidas sin valor vital: su medida y su forma», y puede encontrar allí la justificación ideológica del programa nacionalsocialista de eutanasia. Pero la justificación ideológica de la eutanasia no explica el Programa T4 que, como hemos dicho, fue en realidad un secreto de Estado. Lo que hay que explicar es por qué un Estado centroeuropeo, capitalista, desarrollado, moderno, heredero legítimo del garantismo de la República de Weimar, inicia en un determinado momento políticas destructivas de parte de su sociedad civil. Lo que hay que explicar no es cómo el nazismo rompe la lógica del capital, sino cómo esta misma lógica permite en ciertas circunstancias esa deriva ideológica.

Y en este punto resulta absolutamente provocador traer a colación el paso= –diremos con el viejo Marx– de la «subsunción formal» a la «subsunción real del trabajo en el capital», porque si algo caracteriza a esta última forma de capitalismo es la pérdida progresiva de relevancia del hombre en el proceso productivo y, por tanto, el creciente interés económico que a los ojos del capitalismo cobra la desaparición de determinados grupos de hombres.

Genocidio

Ciertamente, la sociedad de la Alemania nazi no es una sociedad posmoderna, una sociedad del capitalismo global, que haya integrado producción y consumo. No, el nazismo es un fenómeno aún moderno. Su entorno es el mundo de la competencia entre capitales y su interior, todo lo más, capital financiero no integrado, esto es, capital meramente concentrado, socialismo, socialismo nacional, nacionalsocialismo.

La Alemania nazi no es un espacio de la subsunción real, pero es el ámbito de un capitalismo no integrado al borde de la quiebra económica que, en su huida hacia delante, pone en marcha un Estado de bienestar literalmente depredador. Lo que queremos decir es que tal constitución demagógica del welfare adelanta formas y estructuras propias de las sociedades posmodernas. ¿En qué sentido?

El 22 de junio de 1941 comienza la invasión alemana de la Unión Soviétiva. Es el pistoletazo para el inicio de la extinción de una población históricamente marcada en toda Europa: los judíos.

Basta con leer el libro que Götz Aly publica el año 2005, Hitlers Volksstaat, para percibir el sentido económico positivo que en la aventura militar del III Reich tuvo el Holocausto. Citamos parte de la primera frase del libro: «se trata –dice su autor– de mostrar la simbiosis entre «Estado del pueblo» y crimen»{7}. Y también citamos íntegramente la frase última. «Quienes se niegan a hablar de las ventajas disfrutadas por millones de alemanes corrientes no deberían atreverse a hablar del nacionalsocialismo ni del Holocausto»{8}. Así termina el libro de Götz Aly.

Un capitalismo no integrado sólo puede poner en marcha la máquina de hacer billetes para superar una crisis económica y social a costa de exportar la inflación que es incapaz de asumir. El nacionalsocialismo fue una deriva demagógica hacia el bienestar. El código de la circulación en carretera, el seguro obligatorio para automóviles, el escalonamiento de tramos impositivos, las vacaciones pagadas o la preocupación estatal por el medio ambiente son algunas de las aportaciones nazis al welfare. En ciertas circunstancias, una guerra puede ser una forma de exportar la inflación y eludir la bancarrota, y puede suponer una prorroga del Estado de bienestar puesto en macha sobre el camuflaje demagógico de una crisis económica irresuelta. En el ámbito de la economía, el nacionalsocialismo fue una huida hacia delante. A los ojos del capital no integrado un hombre siempre es fuerza de trabajo en acto o en potencia. A un capital así, en principio, le interesa preservar la vida humana; pero en ciertas circunstancias, en plena huida hacia delante, a corto plazo, puede resultarle más rentable aniquilar que preservar vidas humanas. En plena guerra, matar enfermos puede ser una forma drástica de reducir el déficit del Estado, y expropiar y aniquilar judíos puede ser un modo expeditivo de aumentar sus ingresos.

Los judíos, pues, población burguesa en su mayoría, población marcada, como ya hemos dicho, población expropiada, concentrada y, finalmente, aniquilada. Raul Hilberg{9} ha descrito el proceso estrictamente. De este proceso podemos aprender hoy mucho, como de hecho ha aprendido el actual capitalismo.

La forma misma de la aniquilación de los judíos cambia con el paso del tiempo. Hasta la victoria aliada no deja de perfeccionarse. Primero es un genocidio que podríamos llamar «simple o activo», generalmente en forma de fusilamientos masivos perpetrados por los Einsatzgruppen y los Batallones policiales; luego es un genocidio «mixto o paliativo», que básicamente consiste en la aplicación del gas en los campos de exterminio de Chełmno, Beułżec, Sobibór, Treblinka e incluso Majdanek, sobre una población previamente hambreada y degradada; y termina siendo Auschwitz, esto es, un genocidio «sofisticado o reactivo», que acaba instituyendo el trabajo como forma suprema de control, selección y autoaniquilación de la población en cuestión.

El modelo

Esterilización, eutanasia, genocidio. Tales prácticas se fueron sucediendo o, más bien, superponiendo a lo largo de los doce años de gobierno nacionalsocialista alemán, y terminaron cristalizando en Auschwitz, que es paradigma de eficiencia e industrialización de los procesos de extinción de masas: más de un millón de judíos gaseados y hechos humo y ceniza.

Las sociedades que produce el capitalismo más desarrollado, las sociedades de control, tienen a Auschwitz por modelo, al menos en lo que a integración del trabajo en los mecanismos de selección de población se refiere, pues si algo le sobra al capital globalizado o posmoderno es gente, mano de obra, hombres. El genocidio, que fue efectivamente una «solución» excepcional y límite –paroxística– para un capitalismo financiero no integrado y desbocado, lanzado a una guerra total, hoy es la tentación permanente y secreta del Estado posmoderno o supra-Estado que, dentro de los espacios de producción y consumo integrados, opera microfísicamente a través de la crisis permanente y explícita de los modernos Estados-nación.

El modelo tanatopolítico descrito cristaliza en el centro de Europa en apenas una docena de años y es, tal es nuestra tesis, el modelo de los dispositivos que atraviesan las sociedades de control.

*

Mas –y aquí entramos en una cuestión no meramente descriptiva– ¿por qué el Holocausto supone un verdadero «trauma» para Occidente? Los hombres matan. Un hombre mata a su vecino y se le llama «asesino»; un grupo de hombres mata a un grupo de vecinos y se lo llama «pogromo»; un Estado mata a un grupo humano que tiene bajo su jurisdicción: esto es genocidio. Genocidios ha habido muchos a lo largo de la Historia. Nuestro siglo XX ha sido fecundo en esta forma de exterminio{10}. Desde el genocidio herero de 1904, perpetrado también por Alemania en su colonia africana, la actual Namibia, hasta el genocidio de los musulmanes de Srebrenica en 1995, de nuevo en el corazón de Europa, en la antigua Yugoslavia, pasando por el genocidio armenio, perpetrado por el Imperio Otomano entre 1915 y 1917, en plena Gran Guerra, sin dejar a un lado la hambruna ucraniana provocada por el Estado soviético en el invierno de 1932-1933, y también pasando por el ya referido genocidio judío de la Segunda Guerra Mundial y por el genocidio que acontece en Camboya entre 1975 y 1979 y por el genocidio ruandés de 1994, se repite el mismo patrón: un Estado mata a su propia población.

Pero si el genocidio es una constante histórica, al menos durante los últimos cien años, ¿por qué entonces el Holocausto constituye un trauma para Occidente? ¿Por qué el Holocausto es singular? Lo diremos: el Holocausto es singular porque se produce en el corazón del garantismo, infartándolo. El Holocausto es singular porque se produce dentro de un modo de explotación, el capitalismo, que ha efectuado la universalización las garantías. Y es aquí donde radica el verdadero trauma occidental. Y es en esta tesitura donde nos encontramos hoy: entre la inercia de los valores ilustrados, realizados parcialmente por el capitalismo disciplinar, y la amenaza de una deriva genocida hacia la que apunta el capitalismo no disciplinar, el más desarrollado, el que alumbra nuestras sociedades de control.

Sobre qué base refundar las garantías es el principal reto político que nos plantea la actualidad. Uno puede echar balones fuera, mirar a otro lado, mirar «afuera», y fuera puede encontrar, efectivamente, las comunidades del despotismo o los hombres que produce el feudalismo. Encontrará otros modos de explotación, que tienen su propia dinámica no capitalista, pero no se topará con el legado de las exigencias disciplinarias ni, por ende, con la herencia material del garantismo universal. Tal herencia, que es en realidad el welfare, pertenece a la Historia de Occidente, a la historia –debemos reconocerlo– del capital.

Hoy, ahora que sabemos que la deriva natural del capital más avanzado es genocida, es decir, cuando el Estado alumbrado por el capitalismo deja de ser garantista –esto es, moderno– y se vuelve contra la vida de su propia población, debemos responder a la siguiente pregunta: ¿sobre qué instancia es posible –si es que acaso lo es– articular un poder que sujete al Estado posmoderno, que le obligue a ser fiel a su memoria?

Notas

{1} Cfr. Michel Foucault, Nascita della bioplitica, trad. Mauro Bertani e Valeria Zini, Milano, Feltrinelli, 2005.

{2} Michel Foucault, Hay que defender la sociedad, trad. Horacio Pons, Madrid, Akal, 2003, p. 208.

{3} Ibídem.

{4} Michel Foucault, op. cit., p. 222.

{5} Singer, Ch. y Underwood, E. A., Breve historia de la medicina, trad. J.M. López Piñeiro, Madrid, Guadarrama, 1966, p. 212.

{6} Adolfo Hitler

{7} Götz Aly, La utopía nazi, trad. Juanmari Madariaga, Barcelona, Crítica, 2006, p. [9].

{8} Op. cit., p. 367.

{9} Cfr. Raul Hilberg, La destrucción de los judíos europeos, trad. Cristina Piña Aldao, Madrid, Akal, 2005.

{10} Cfr. Yves Ternon, El estado criminal. Los genocidios en el siglo XX, trad. Rodrigo Rivera Barrero, Barcelona, Península, 1995.

 

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