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El Catoblepas, número 63, mayo 2007
  El Catoblepasnúmero 63 • mayo 2007 • página 7
La Buhardilla

Instituciones «racionales»

Fernando Rodríguez Genovés

Una breve meditación acerca de leyes, legislaciones,
instituciones y racionalidades

1

El sueño de la razón produce monstruos

Las instituciones sociales y políticas, como algunos sueños de la razón, crean verdaderos monstruos, en el momento en que son susceptibles de transformarse con suma facilidad en depositarios orgánicos colectivos de los anhelos y las esperanzas sin fin ni límite de los hombres, pretendiendo por semejante medio hacerlos realidad casi como por arte de magia: la magia de la política.

Tras este quimérico propósito late un impenitente deseo (casi diría, una pulsión) que va todavía más allá de la insensata pretensión de mejorar la realidad: se trata nada menos que del anhelo de crearla. Semejante delirio –colectivo, cuando es compartido por una muchedumbre o por un proyecto político– implica literalmente sacar la razón de quicio (sacarla fuera de sí); es decir, extender su campo de acción e influencia allí donde no le corresponde ni le concierne, a saber: la construcción del orden social y político según un modelo teórico (¿racional?).

A la razón{1} le atañe e interesa, en verdad, no tanto determinar o causar las acciones humanas, sino más que nada entenderlas, lo que no es pobre aspiración. La quimera de la que hablo aquí, enfrentada al principio de realidad, alienta, por ejemplo, la conocida y muy repetida tesis marxista, según la cual los hombres se han limitado hasta la fecha en interpretar el mundo, cuando de lo que se trata, añade, es de transformarlo.

He aquí un desvarío intelectual fecundado e inspirado, no en la vida ni en la experiencia, sino tramado en el gabinete del intelectual orgánico, en el laboratorio sociológico que todavía fertiliza la mente maleable de algunos «ingenieros de ideas» que emplean voluntad racional y virtud política a modo de argamasa con la que armar la urdimbre de la sociedad justa o similares. Una versión nueva ola de este espíritu objetivizador sostiene (y a menudo ruge), como si tal cosa, que otro mundo es posible (de construir, se supone), como si con el mundo real no hubiese bastante para arreglárnoslas de la mejor manera posible.

¿Nos desentendemos, entonces, de la perspectiva de la razón a la vista de estos desmanes? ¿Condenamos a la razón en su conjunto y nos prosternamos ante un nuevo ídolo: el Emporio Empirio, el empirio-criticismo, el Reino de la Sensibilidad, o como quiera denominarse a la competencia en materia de fundamentación? Considero, en este punto, muy imprudente abandonarse a cualquier género de inclinación que tienda a condenar la racionalidad –incluso, el racionalismo– por el hecho de que un iluminismo desmandado (y desalmado) se haya empeñado (y siga empeñándose) en manipular el discurso de la razón, con intención de acapararlo y poseerlo entero, un empeño éste característico hoy del pensamiento único, esa genuina ciclópea progresista –más que una enciclopedia ilustrada, en todos los sentidos del término– que promete facilitar todas las respuestas y resultados con un mínimo esfuerzo intelectual.

Michael Oakeshott, entre otros, ha hecho bien en desmontar sin contemplaciones el tinglado del «racionalismo político», como anteriormente lo había hecho Kart Popper al objeto de situar el escenario teórico-práctico de la sociedad abierta y sus enemigos. El «racionalismo político» supone, en este sentido, una maquinación artificiosa, tanto como pueda serlo a su modo el no menos afectado y ampuloso «liberalismo político» (representado, por ejemplo, por John Rawls), y como sucede, en general, con la mayor parte de las traslaciones deformadoras de los sustantivos originales y netos. Piénsese si no la tremenda confusión (y perversión) que ocasiona la intervención de adjetivos como «popular», «orgánica» o «social» al ser adjuntados al concepto «democracia», con el elíptico fin de perfeccionarla, de desarrollarla, de hacerla avanzar y progresar en abstracto, de llevarla más lejos, en fin, allí donde usualmente acaba precipitándose al vacío, y con ella, a los ciudadanos utilizados en el experimento social (por lo general, con resultados criminales).

Sin ofuscarnos, pues, por el centelleo de las etiquetas, atendamos al verdadero peligro contenido en el plan general de ordenamiento urbano (de la polis, digo) y de planificación de la acción humana en bloque característico de los proyectos totalitarios.

Procedamos, en consecuencia, a distinguir entre el todo y la parte.

2

Parada militar en la Plaza Roja

La pluralidad, la individualidad y la libertad no avanzan ni prosperan por efecto del empuje de las normas y los dictámenes de obligado cumplimiento, diseñados por los gobiernos o Estados y sus funcionarios. Estas ordenanzas, pretendidamente objetivas y de interés general, encierran las más de las veces preferencias particulares nacidas de una camarilla, partido político o grupo de presión, autoproclamado representante y gestor de la colectividad, que actúa en nombre del pueblo, de la «voluntad general» o del «interés común». Sucede, por lo general, que es la corporación o la agrupación que hace mayor fuerza y ruido (o sea, más violencia y coacción) la que llega a tener más posibilidades de convertirse en agente de las presuntas «políticas públicas».

Las «instituciones naturales», en cambio, aquellas que simplemente existen y sobreviven (que están ahí porque lo han estado desde tiempo inmemorial), y no digamos el individuo en su singularidad, se encuentran sin remedio muy limitadas, cohibidas y disminuidas, ante el empuje del ordenamiento manufacturado, la organización disciplinada y la planificación reguladora generadoras de existencia (de otra realidad, un hombre nuevo, un nuevo orden). Se busca fundar, de este modo, un Emporio dentro del imperio a través de la fuerza y la imposición que procura la ley «positiva», armando así una legislación que vendría a sustituir, o reformar, la ley natural.

Las instituciones políticas son establecidas, preferentemente, con el fin de dar salida administrativa a las legislaciones alumbradas en las instituciones correspondientes. Las instituciones, en el amplio sentido del término, cumplen, sin duda, una función instrumental y práctica en la sociedad cuya utilidad no es razonable ignorar ni despreciar in toto, pero tampoco exagerar, especialmente aquellas instituciones instigadas por una voluntad transgresora de lo real, casi diríase contra-natura, maquinadas comúnmente por un aliento de resentimiento, el cual, sencillamente, no puede soportar que las cosas sean como son.

Sea como sea, las instituciones «racionales», nacidas ad hoc en el seno de los Estados, de ninguna manera pueden suplir, reemplazar o reinventar la realidad humana ni suplantar u obstruir la acción libre y espontánea de los individuos. Este plan, y no otra cosa, es el que ha fraguado una larga tradición de pensamiento social, político y jurídico muy corajuda, trátese del voluntarismo republicano de J.-J. Rousseau, la «falacia constructivista» de Jeremiah Bentham, las variantes del rigorismo de inspiración kantiana o los totalitarismos del siglo XIX y XX (nacionalismo, fascismo, nazismo, comunismo, socialismo «real») para los que las instituciones, diseñadas y dirigidas «racionalmente» –entiéndase, por los dirigentes del aparato del Poder, Gobierno o Estado–, fomentarían y asegurarían la igualdad y la felicidad general en la sociedad perfectamente dirigida.

He aquí un problema severo del uso de la razón –de sus fines, de sus límites– puesto de manifiesto en el momento en que se entrega al servicio de la ideología; la socialista, valga como clásico ejemplo. El sociólogo berlinés Georg Simmel ha escrito cosas sensatas acerca de semejantes abusos y apropiaciones:

«En realidad, el socialismo se orienta hacia una racionalización de la vida, al dominio de sus elementos casuales y peculiares por medio de las regularidades y la previsibilidad de la razón; por este motivo, también, tiene cierta afinidad electiva con los instintos comunistas que aún residen en los rincones más remotos del espíritu, como herencia de tiempos ya muy pasados».

3

Ministerio de Cultura

No todo lo que es racional es razonable. La racionalidad es condición necesaria para dar curso y sentido a las acciones y preferencias de los hombres, y aun para descubrirlas, pero nunca para crearlas o inventarlas. Una sociedad es justa cuando su constitución básica y sus instituciones también lo son, y ello queda verificado a la vista de los principios y métodos que exhibe, practica y emplea a lo largo del tiempo. Si un beneficio o una norma, por muy racional que pretenda ser (buena voluntad racional), son impuestas por la fuerza pierden inmediatamente su sentido y valor, porque la libertad y la coacción se repelen entre sí como el polo positivo y el negativo. Grave error sería confundir ambas nociones. Y esto es lo que suele ocurrir con las ensoñaciones de la razón.

«Esto es así porque un orden de libertad es un orden institucionalmente infradeterminado e infradeterminante», apunta Víctor Pérez-Díaz. Lo que hace razonable la racionalidad práctica es, entonces, la libertad, no la determinación.

La libertad constituye una necesidad vital de los hombres, un imperio abierto que no se decreta ni receta, porque no se deja reducir a ordenanza, impuesto o tributo (tampoco a cumplir las faenas de bálsamo o jarabe de palo).

¿Qué es, pues, la libertad?

«Yo llamo libre aquella cosa que existe y actúa por necesidad de su sola naturaleza; coaccionada, en cambio, la que está determinada a existir y a obrar de cierta y determinada manera. [...] Ve usted, pues, que yo no pongo la libertad en el libre decreto, sino en la libre necesidad.» Así habla el filósofo racionalista Spinoza. ¿Hay en estas palabras sabias algún motivo para sospechar o recelar del contenido discurso de la razón?

Si la sociedad quiere de verdad contar con individuos útiles y provechosos, que los deje estar y ser. Nunca sabremos con seguridad si esto será lo ideal, pero según enseña la experiencia y el sentido común, de acuerdo con la razón, sí sabemos con evidencia que es lo mejor para los individuos.

Después de todo, ¿existe algo más racional que la naturaleza de las cosas?

«Según la razón de la naturaleza nadie te impide vivir; contra la ley de la naturaleza común nada te podrá acontecer.» (Meditaciones, VI, 58)

Palabra de Marco Aurelio.

Nota

{1} Razón o racionalidad: no entraré ahora en esta importante distinción conceptual.

 

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