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El Catoblepas, número 62, abril 2007
  El Catoblepasnúmero 62 • abril 2007 • página 14
Libros

Tres libros antipedagógicos

Marco Antonio Oma Jiménez

Una pequeña muestra de la bibliografía de combate desde la docencia
en activo contra la «ideología pedagógica» dominante

La LOGSE cumplió dieciséis años en el pasado 2006. A pesar de que durante este tiempo ya se han aprobado dos nuevas leyes orgánicas sobre educación (la LOCE y la LOE), no sólo la mayoría de las disposiciones de la reforma de 1990 aún siguen vigentes, sino que también su espíritu y su letra se perpetúan en la actual. Han pasado ya, pues, los primeros dieciséis años de enseñanza obligatoria según las directrices y principios de aquella ley y están saliendo de la «escuela integral» las primeras cohortes de población a las que aquella reforma pilló de lleno (los que nacieron entonces o después). Sin embargo, los indicadores en educación, que llevaban mejorando durante décadas a buen ritmo, se estancaron o empezaron a bajar de forma preocupante desde el final de la pasada década. Son muchos los estudios (nacionales e internacionales) que ponen sobre la mesa el tremendo fiasco. Pero, por un lado, sus adalides siguen defendiendo el modelo contra viento y marea (y solicitando más presupuesto), y por otro, parece reinar entre los docentes españoles una desorientación que no les permite alzar la voz ni cuando son agredidos (física o verbalmente) por sus alumnos o los tutores legales de éstos (cuesta llamarles padres).

Desde mucho antes de su aprobación, muchos vieron claramente el desastre al que nos abocaba, pero todos fueron marcados con apelativos tales como «antidemocráticos», «inmovilistas», «retrógrados» «clasistas», «elitistas» o «fachas». El aura del cientifismo de los pedagogos constructivistas les protegía de toda crítica y sumía en el silencio a las voces discordantes, que siempre han llevado mal su falta de «preparación pedagógica» (complejos y debilidades de los que la «secta pedagógica» ha sabido aprovecharse muy bien). Hoy vemos como, sin embargo, los peores vaticinios se cumplen milimétricamente, e incluso son superados. No sólo parece que una gran parte de la población joven esté más lejos de integrarse en una verdadera república de ciudadanos, sino que parece que muchos «educandos» están más cerca de estados «prehistóricos» o casi «zoológicos» en su condición de hombres. Ya muchos, con inteligencia normal de nacimiento, no saben mucho más que, como las chimpacés Sarah y Lana{1}, apretar botones para recibir comida (esto es, comprar por internet gracias a su estupenda formación basada en innovadores enfoques pedagógicos de las Tecnologías de la Información y la Comunicación).

Presento aquí tres obras, de reciente publicación, críticas con el actual estado de cosas: La secta pedagógica, de Mercedes Ruiz Paz (2005), La gran estafa, de Alicia Delibes Linniers (2006) y el Panfleto anti-pedagógico, de Ricardo Moreno Castillo (2006){2}. Aunque han sido escogidas de forma casi totalmente arbitraria de entre una literatura incipiente que también ofrece libros con títulos tan elocuentes como los anteriores (La educación destruida, de Javier Orrico, El destrozo educativo, de Gregorio Salvador, La enseñanza en peligro, de Inger Enkvist, El fin de la escuela, de Michel Éliard), el que la primera de ellas esté escrita por una licenciada en Pedagogía que trabaja como maestra, la segunda por una profesora de Matemáticas de secundaria y la tercera, por un profesor que además de ejercer la docencia en un instituto también lo hace en la universidad, puede ofrecer la posibilidad de cierta visión global de la situación.

Empecemos, pues, por el primero de estos tres libros antipedagógicos.

La secta pedagógica, de Mercedes Ruiz Paz

La presente obra es una documentadísima descripción del origen, la constitución, el modus operandi y las estrategias de las que se vale el conglomerado de lo que ella llama la «secta pedagógica» para «mantenerse en un rentable control del mundo de la enseñanza», similares a las que utilizan las organizaciones sectarias para aumentar su capacidad de influencia en su entorno y para reclutar adeptos. Esta comparación entre la corriente pedagógica y las organizaciones de corte sectario está llevada a cabo de una manera asistemática. Sin embargo, sin perjuicio de que Ruiz Paz no establezca de forma explícita, de antemano, los términos de la comparación, ni ofrezca un concepto de «secta» más o menos claro, el desarrollo de esta analogía arroja resultados nada despreciables.

Así pues, según nuestra autora, como toda secta, al principio sus miembros tratan de inducir en los captables un estado de inestabilidad y de pérdida de referencias con su mundo habitual. En esta secta, en la que se carece de la típica figura del «gurú» fanático, de ese individuo de «fuerte personalidad», su función estaría representada hoy por la «fuerza del márketing», cuyas operaciones produjeron «la pérdida de referencias» de los profesionales de la docencia e hicieron emerger un complejo de culpa entre una gran parte de los mismos: «tus alumnos se aburren contigo», «explicas las cosas y no dejas que las descubran por sí mismos», «tu clase es excesivamente disciplinada y se nota en ella una gran falta de libertad», «¿de qué vale enseñar a los alumnos?; lo que hay que hacer es educarlos», «a ver si programas objetivos actitudinales y procedimentales, que son los importantes», «tienes que cambiar la metodología por otra más activa y lúdica», «el profesor es uno más de la clase», «sabrás mucho de tu materia pero eres un mal profesor»... A través de la publicación incesante de artículos en revistas de «pedagogía científica» en las que se «demuestra» lo carentes que están los profesionales de conocimientos pedagógicos y lo mal que se adaptan a la «realidad educativa cambiante», se induce en las víctimas la inestabilidad psicológica y profesional. Es en ese momento cuando los sectarios se afanan en la «recuperación» de estos «malos profesionales» obligando a los incautos a perfeccionarse «pedagógicamente» a través de la coacción legal de tener que hacer cursillos sin fin para poder opositar, cobrar los sexenios o participar en el concurso de traslados, o «arropando» a los maestros y profesores en este mísero estado de duda en infinitas reuniones de trabajo, irrelevantes en su mayor parte, en donde la vacilación es anulada pública y sumariamente por algún miembro de la ortodoxia. El discrepante, el que no traga con la ortodoxia, es inmediatamente neutralizado con los peores horarios, los peores grupos, las peores tutorías, cuando no arrojado directamente a las fauces de padres ávidos de carne docente o a las de algún ínclito inspector. En este estado, el pensamiento y la experiencia docente «tradicional» es negada vergonzantemente y es sustituida por la consigna, por el martilleo constante del dogma de fe{3} que no admite la crítica, so pena de ser inmediatamente tildado en público de «reaccionario», «anti-democrático», «autoritario», «involucionista» y otros cariñosos apelativos. Además, usan una neolengua (atraso curricular, contenido procedimental, adaptación no significativa, PGA, CCP...) que les sirve para blindar su hermetismo y, de paso, transmitir el mensaje revelado: el que no lo use, no es un buen profesional; el que no lo entienda, es culpable de pensamiento y precisa urgentemente un cursillo de perfeccionamiento (tal vez el de «Risoterapia» o el de «Tai Chi»{4}) en un centro de retiro espiritual (los Centros de Profesores y Recursos), convenientemente dirigido por un experto pedagogo (acaso antiguo profesor reconvertido de esta guisa en guía espiritual).

Dice Ruiz Paz que éste es otro de los rasgos que les acercan al funcionamiento de las organizaciones sectarias: haciéndoles creer que trabajan para la sociedad, acaban trabajando para el grupo. Así es como ha aparecido toda una pléyade de asesores y asesores de asesores, coordinadores, expertos, innovadores educativos, cuya actividad está organizada en el sentido de captar nuevos miembros y en el de aumentar la capacidad de influencia del mismo. Capacidad de influencia cada vez mayor, que se aprecia sobretodo a través de la consideración de las cantidades ingentes de dinero recibidas para pagar tanto los jugosos nuevos sueldos de estos nuevos cargos como los de los interinos que sustituyen a estos «desertores de la tiza», así como por el dinero necesario para organizar los millones de horas en cursillos de actualización pedagógica que se producen año tras año, o en estudios de evaluación de la calidad docente que no hacen sino enterrar aún más la triste verdad sobre el sistema educativo. En esta secta, como en muchas otras, el dinero también está detrás. Y la manipulación de datos y la ocultación de la verdad también (a través de sistemas de evaluación que cifran la calidad educativa en el número de ordenadores por alumno, por ejemplo).

Para la autora, la pedagogía podría servir para transportar al mundo de la enseñanza los valores democráticos, pero «al hacerlo desde el eslogan y la consigna ha incumplido con la tarea que esta misma sociedad le había encomendado: formar ciudadanos responsables y no autómatas independientes». Consignas que publicitan los valores que «propugna» la nueva pedagogía. Según ella, en la escuela española se produjo un curioso fenómeno: mientras que en los años setenta y ochenta se procuraba, desde una pretendida neutralidad, evitar una contaminación axiológica en el ejercicio de la enseñanza, en los últimos tiempos enseñar es, sobretodo, «educar en valores». De ese modo, el discurso pedagógico se convirtió en la correa de transmisión de los valores de la jerarquía política y administrativa: «el resultado fue que al no saber los pedagogos manejarse más allá del tópico (...) su contribución se redujo a la elaboración de una estéril lista de supuestas virtudes» incorporadas «al plan de estudios en forma de consignas (...) bajo la denominación de «áreas transversales». Desde dichas áreas, dónde antes se hablaba de compasión, amor al prójimo, libre albedrío o caridad, ahora se habla de solidaridad, tolerancia, libertad, no violencia, igualdad... En fin, que la pedagogía se ha arrogado el derecho y el deber de «educar en valores democráticos», de hacer que los infantes sean unos buenos «demócratas». Además, tal y como ha sido entendida esta «Educación para la democracia», las escuelas han sido transformadas en una pequeña sociedad democrática, en una «reunión de ciudadanos de diferentes edades que participan en las decisiones de la vida escolar en igualdad de condiciones y con derecho a voz y voto». Este traslado de algunos de los aspectos formales de la democracia al mundo de la escuela ha exigido sacrificios: el profesor que da clases magistrales «es un tirano que impone su voluntad a la ciudadanía». De ese modo, cuando más «participativa» sea una clase, más «democrática» (y viceversa). Se recomienda que el profesor «silencie lo que sabe» y permita a los alumnos «descubrirlo por sí mismos», relegándose más bien a un papel de moderador de ese pequeño congreso en el que debe convertir su clase. Pero, además, la aplicación del modelo democrático ha tenido otras consecuencias no menos funestas: la politización de la «comunidad escolar», que iguala y enfrenta innecesariamente a padres, profesores y alumnos.

Continúa la autora con el modo en el que la secta se impuso en el mundo de la educación: «Muchas son las sectas que han encontrado en la educación el nido donde acumular sus larvas (...) Hace ya veinte años que pedagogos, sindicatos, concejales y falsos profetas tomaron al asalto el sistema de enseñanza español y aprendieron que la ley podía ser una poderosa herramienta de sometimiento a la realidad». El nuevo sistema utópico sólo pudo instalarse «a golpe de machete legal». La reforma iba a suponer la creación de una nueva red clientelar donde poder acomodar a todos los miembros de aquellos movimientos de renovación pedagógica que, desde la década de los setenta «meritoria y voluntariamente», apoyaban las medidas que ahora se convertían en ley. La justificación de la reforma del 90 vino «avalada» por experimentos pseudo-científicos, por meros «tanteos carentes de fundamento», pero el Proyecto para la reforma de la enseñanza (1987) del ministro Maravall ya dejaba entrever que ésta no respondía a causas lógicas o científicas, «sino a otras de carácter político, económico o de otra naturaleza». En el mencionado Proyecto se hacía una enumeración de los fallos del sistema anterior (el de la Ley Villar-Palasí): «la pervivencia de una doble titulación al término de la EGB genera efectos discriminatorios prematuros casi siempre irreversibles y es la principal fuente de discriminación social y de reproducción clasista de nuestro sistema educativo...» (cursiva nuestra). Solución: el mismo título para todos, hagan lo que hagan. En ese mismo informe también se denunciaba el excesivo «academicismo del BUP». Fieles a su cruzada contra toda forma de «elitismo» o de «clasismo», la LOGSE lo dispuso todo para una igualación del nivel por su límite más bajo (que no tiene límite, según comprobamos) y nada para los alumnos arruinados por el tedio y la falta de estímulo. La escuela se convirtió, así, en un fiasco económico y educativo.

Nunca se han explicitado los argumentos «en función de los buenos resultados y de la buena preparación de los alumnos» a favor de la extensión de la escuela comprensiva en la enseñanza media: «Se ha llegado a declarar, en un alarde de demencia sin precedentes que cualquier modelo para secundaria que no sea el comprensivo es radicalmente incompatible con el régimen democrático». Para nuestra autora, en realidad los «clasistas» son los defensores de la escuela integral, pues convencieron a la ciudadanía de que seguir una enseñanza técnica (la FP) antes que una teórica (el BUP) «le metía a uno en el saco de los pobres», porque para ellos «no hay 'tontos', hay 'pobres'».

El agrupamiento extraordinariamente heterogéneo de alumnos impide dar a cada uno lo que necesita, pero como los «contenidos ya no importan», tampoco importa la preparación, formación, categoría y la consideración debida a los distintos enseñantes según su experiencia y valía profesional: la igualación también se llevó a cabo en el Cuerpo de Profesores de Secundaria, convertido en cuerpo único, neutralizando, de paso, al colectivo de posibles voces discordantes con la nueva ortodoxia, el Cuerpo de Catedráticos de Secundaria. Los «catedráticos» representaban lo peor del antiguo sistema. Aún se mantendría la «condición de catedrático», pero accesible, en el colmo del delirio igualitarista, hasta para docentes que no fuesen licenciados, ni siquiera bachilleres, pero que presentando una memoria en la que demostraran que su trabajo seguía a pies juntillas los cánones de todo buen profesor «logsiano» podían conseguirla fácilmente. El asalto a la universidad, más difícil, empezó por el adelanto a los 65 años en la edad de jubilación, lo que provocó un vacío de cátedras (unas 3500, según sus estimaciones) que podrían ser rápidamente ocupadas por algunos de los miembros de la secta.

También habla Ruiz Paz de la solidaridad entre la secta pedagógica y la secta nacionalista. Así pues, nos cuenta como otro de los objetivos declarados de la LOGSE fue adaptar el sistema educativo a la nueva estructura autonómica del Estado: «Corresponde a las Comunidades Autónomas, siguiendo el texto de la ley, desempeñar un papel absolutamente decisivo en la tarea de completar el diseño y asegurar la puesta en marcha efectiva de la reforma. En ese mismo horizonte, y atendiendo a una concepción educativa más descentralizada y más estrechamente relacionada con su entorno más próximo». La descentralización unida al precepto pedagógico de la adaptación de contenidos al «entorno próximo» dio como resultado las condiciones perfectas para que los grupos nacionalistas también tomaran al asalto el sistema educativo e impusieran sus doctrinarios puntos de vista en historia, geografía o lengua. Ruiz Paz denuncia documentadamente cómo esta educación acaba incapacitando al alumno para analizar y comprender las situaciones más allá de las referencias «cercanas e inmediatas», al permitir que los nacionalistas usen la lengua y la historia falsa o irrelevante para sus fines separatistas. Desde la LOGSE, el sistema de enseñanza ha quedado «atomizado» hasta tal punto que en la práctica se dificulta la homologación de los mismos títulos expedidos por las diferentes comunidades autónomas. Pero también nos avisa de los nuevos peligros que están por venir: la segunda ola de descentralización o la municipalización de la escuela (situación que conocen muy bien por sus nefandas consecuencias en Suecia, tal como denuncia Inger Enkvist en su obra citada anteriormente), próxima gran aspiración del «nacional-aldeanismo». Con gran esfuerzo, continua nuestra autora, se salió de esa situación decimonónica, cuando nadie «pasaba más hambre que un maestro de escuela» que dependía de las simpatías con el alcalde o el cura del pueblo para ejercer, para volvernos a colocar en ella (el cura será sustituido por concejales «solidarios» y/o «nacionalistas»).

En el último capítulo analiza de forma brillante y documentada la situación del colectivo mal llamado de alumnos «de integración» o con necesidades educativas especiales, de las acciones propuestas para su educación e integración en la sociedad y diagnostica documentadamente como este modelo en realidad facilita su «desintegración» y limita sus posibilidades de mejora. También se menciona como se transforma a la escuela en un hogar de acogida que, avergonzándose de su propia cultura y tradición, desde el multiculturalismo, trata a los alumnos extranjeros de forma paternalista, organiza exposiciones en los que se exalta el genio de otros pueblos o enseña el uso de los paréntesis con «El descubrimiento de América (1492) fue nefasto para los indígenas».

En conclusión, Ruiz Paz demuestra bien claramente en esta documentadísima obra como la «escuela comprensiva» sólo sirve como coartada para esconder el más estrepitoso fracaso (ya no es tan importante saberse los ríos y cordilleras, sino que se deben mantener limpios, por ejemplo), que el «éxito» de la escolarización universal hasta los 16 años esconde la escuela real, convertida en un «puro servicio de guarda y custodia» y que la más leve crítica a este sistema es tachada inmediatamente de «elitista». También estamos de acuerdo con la autora en que con estos planteamientos la pedagogía le asigna al profesor un papel que lo anula «como enseñante», y que esta es la mejor manera de no formar a ciudadanos que puedan participar en la sociedad civil, «porque no se puede participar en nada desde la nada, desde la carencia de criterio, desde la ausencia de conocimiento», situación de hecho en la que se encuentran los pupilos de profesores tan «democráticos» y de una metodología tan «activa y participativa».

Por otro lado, en relación a la cuestión de la solidaridad entre la secta pedagógica y la nacionalista, hay elementos de su crítica que nos parecen algo vagos. Parece sugerir que tan mal le parece que el Departamento de Enseñanza de la Generalidad de Cataluña, en el plan de estudios de Educación Primaria para los alumnos de siete años establezca, entre otros objetivos: «reconocer la señera como bandera nacional y símbolo de Cataluña» o «conocer y querer los símbolos de nuestra patria y que nos tipifican colectivamente como nación» (objetivo éste último que califica de «peligroso»), como que la Enciclopedia Álvarez, en la lección 23, diga que: «Todos los españoles, por el hecho de serlo, tenemos el deber de amar a nuestra Patria: a España». Según la autora, refiriéndose al caso de los objetivos nacionalistas de la educación, no puede ser que reclamen amor a la patria catalana los mismos que decían que no se puede pedir amor a la Patria española, no porque la nación política catalana sólo sea un invento, sino porque, además, se trata de un «intervencionismo abusivo de los políticos nacionalistas en la vida de los individuos» que debe ser criticado. Además, parece que a ella tampoco le gusta que la educación abandone «la idea del cosmopolitismo para empezar a fabricar personajes territoriales».   

Por otra parte, parece que la autora no pone en cuestión la necesidad de transmisión de los valores democráticos a través de la escuela, sino que lo que le parece mal es que, en ausencia de formación específica, se haga desde la formación pedagógica. Esta situación, continúa, induce a los «educadores» a no hacer otra cosa más que a repetir consignas, una repetición que no puede ayudar a crear ciudadanos verdaderamente democráticos. En ese sentido, afirma: «la formación ética y las convicciones que se piden a los ciudadanos de una democracia tienen que ser enseñadas en el colegio previamente por quienes las conocen». Sin embargo, ni justifica demasiado tal propuesta ni señala en ningún momento a quiénes pudiera corresponder la tarea.

En definitiva, nos parece que la autora muestra suficientes argumentos como para que hablar de «secta» no se quede en una mera boutade o en una simple descalificación. Sin embargo, por nuestra parte, pensamos que el éxito en la difusión y capacidad de influencia de la moderna pedagogía no se debe exclusivamente a unas técnicas de captación más o menos eficaces, sino también al hecho de que esas ideas ya formaban parte del «ortograma socialdemócrata» que les dio carta de naturaleza, que era mayoritariamente apoyado por maestros y profesores del sistema de enseñanza público en la década de los setenta. Es nuestra próxima autora quien demuestra este último extremo con bastante solvencia.

La gran estafa. El secuestro del sentido común en la educación, de Alicia Delibes Linniers

Alicia Delibes Linniers, profesora de Matemáticas, cuenta en este ensayo, desde una perspectiva histórica, cómo se ha degradado el actual sistema educativo, de las causas a las que ha obedecido tal degeneración. A nuestro juicio, el valor de este breve escrito consiste en demostrar claramente el cariz ideológico, no «científico», de los criterios utilizados para la selección del modelo educativo que sanciona la legalidad vigente.

Delibes Linniers relaciona en este ensayo la pedagogía de estirpe rousseauniana con diferentes grupos y personas de las dos últimas centurias: con ciertos sectores del liberalismo decimonónico, con los institucionistas de Giner de los Ríos, con la fundación del PSOE y su «Escuela Nueva» de principios del siglo XX, con el anarquismo catalán de Ferrer y Guardia, con Bertrand Russell y su particular «escuela libre», con el proyecto de la izquierda española de 1976 llamado Una alternativa democrática para la enseñanza, con la movilización social del mundo educativo de la segunda mitad de los 80 y hasta con las publicaciones de la LOGSE (1990), LOCE (2002) y LOE (2006):

La autora comienza por una sincera confesión:

«La combinación de pedagogía sesentayochista y escuela integradora es lo que ha provocado la grave crisis en la enseñanza (...) Aunque la mayor parte de los problemas que se están viviendo en los institutos de secundaria llegaron con la implantación de la LOGSE, es preciso reconocer que los primeros responsables del deterioro de la enseñanza fuimos los progresistas de antaño. Con una idea equivocada de lo que significaba ser un profesor liberal tuvimos miedo de ejercer la autoridad, cultivamos la indisciplina y caímos en el error de confundir la comprensión con la blandenguería, la tolerancia con la dejadez, la democracia, en fin, con la demagogia. Es difícil equivocarse más de lo que nosotros lo hicimos porque, si mala e insatisfactoria pudo ser la enseñanza que recibimos, es mucho peor aún, y sobre todo mucho peor arreglo tiene, la que hoy nos vemos obligados a impartir».

También constata que pedagogía y progresismo parece ser que van muy unidos: «en realidad, casi todos los pedagogos lo son [«progres»]», llega a decir. Y sigue con una visión demoledora:

«Aún hoy, cuando se hacen palpables la ignorancia, la ingobernabilidad de las aulas y la falta de responsabilidad de nuestros muchachos, sigue la progresía española cantando loas a las teorías pedagógicas causantes de esta deplorable situación (...) esa pedagogía en sí misma lleva el germen de autodestrucción.»

La autora coloca el origen de esa pedagogía sesentayochista en el Emilio de Rousseau, quien, recordemos, mandó uno tras otro a la inclusa a los cinco hijos que tuvo con una lavandera, y que escribió la obra citada porque, según confesión propia, «las ideas con que mi falta llenó mi espíritu contribuyeron en gran parte a hacerme meditar el Tratado de la Educación». Delibes hace un repaso de las principales ideas contenidas en ese «tratado»: la natural bondad de los hombres, su petición de desterrar del diccionario pedagógico los verbos obedecer y mandar, su apuesta por la figura del ayo o tutor (governeur) en oposición a la del intructor o precepteur, la idea de que el «hombre nuevo» vendrá a partir de la «buena educación», educación que no consiste tanto en «instruir» sino más bien en una suerte de «arte de conducir» al niño (condiure), que convierte al maestro en «educador», en alguien que «se apodera tan sutil como absolutamente de la voluntad y de los sentimientos de los niños» para convertirlos en los perfectos ciudadanos para el Estado. Según la autora, «todos los fundadores de escuelas que han pretendido ofrecer una educación liberal; han asegurado siempre seguir las directrices de Rousseau», desde Tolstoi y los institucionistas, hasta el anarquista Ferrer y Guardia.

En una época de fuerte difusión entre los jacobinos de las ideas de Juan Jacobo Rousseau destaca la autora, frente al ginebrino, la figura del marqués de Condorcet, quien en su Rapport sur l'instruction publique (1792), alejado del aura de misticismo de la pedagogía rousseauniana, exponía con claridad el valor de la instrucción pública y de la libertad de enseñanza que con tanto ardor defenderán los políticos liberales españoles desde la misma Constitución de 1812. También nos muestra cómo la cuestión de la libertad de enseñanza suscitaba un intenso debate entre los defensores de un modelo educativo más o menos estatalizado. Para la autora, los liberales españoles decimonónicos, que apostaron por el modelo de instrucción tradicional del Rapport del marqués de Condorcet, en general, tenían bastantes escrúpulos acerca de la posibilidad de que fuera el Estado el que se ocupara de la formación del individuo, dejando la vía libre para que la Iglesia pudiera seguir disponiendo de sus escuelas, en la confianza de que los centros públicos acabarían atrayendo al resto de la población. A juicio de Delibes, «los políticos españoles de convicciones liberales tuvieron en el siglo XIX un cuidado escrupuloso en evitar que el Estado se entrometiera en lo que consideraban potestad inalienable de los padres: la formación de la personalidad individual del niño». Sin embargo, parece que, llegado un determinado momento de escasez de ideas nuevas, en su anticlericalismo, entregaron la educación a la Institución Libre de Enseñanza: «Veremos lo que deja el siglo XX con su socialismo invasor, su intervencionismo que alardea de prudente y su Estado motor y providencia, tutor y niñera», sentenció Echegaray.

El siglo XX es visto por Alicia Delibes como el del triunfo de las ideas de Rousseau. A través de los institucionistas de Giner de los Ríos, que pretendían una reforma de España a través de la educación, se empezaron a defender ideas como la de la «enseñanza intuitiva», una enseñanza que quería alejarse de la enseñanza tradicional demasiado «memorística y abstracta». También fueron los institucionistas los que primeramente sostuvieron para España que, por boca de Cossío, «la primera y segunda enseñanza debían fundirse» en una «educación integral, general, de todo el individuo». Un programa no muy distinto al del propuesto en el Manifiesto de fundación del PSOE de 1879: «La enseñanza debe ser integral para todos los individuos de ambos sexos, en todos los grados de ciencia, de la industria y de las artes, a fin de que desaparezcan las desigualdades intelectuales, en su mayor parte ficticias, y que los efectos destructores que la división del trabajo produce en la inteligencia de los obreros no vuelva a producirse» (cursivas nuestras).

Al parecer, también el anarquismo español, representado por Ferrer y Guardia con su Escuela Moderna, se consideraba deudor de Rousseau y defendía «una enseñanza antiautoritaria, igualitaria, que respetara la personalidad del alumno», así como declaraba proscritos el elitismo y la competitividad. Constituía esto, a su trastornado juicio, la mejor arma para combatir contra la Iglesia y el Estado. En relación con este catalán, nos recuerda la autora las palabras que le dedicó Unamuno, tras ser acusado y condenado por los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona:    

«Se fusiló en perfecta justicia al mamarracho de Ferrer, mezcla de loco, tonto y criminal cobarde, a aquel monomaníaco con delirios de grandeza y erostratismo, y se armó una campaña indecente de mentiras, embustes y calumnias».

En todos estos experimentos pueden fácilmente apreciarse los antecedentes de lo que luego sería conocido como «escuela comprensiva» (comprehensive school), que apareció en Inglaterra y que sirvió de modelo educativo para todas las reformas progresistas que se fueron sucediendo en Europa desde la década de los setenta, gracias a la generación del sesenta y ocho (a la que se liga emocionalmente nuestra autora: «éramos muy jóvenes y por tanto intransigentes, engreídos y bastante tontos») y cuyos miembros veían en la educación una digna posición desde la que ejercer su particular labor de apostolado por la renovación social. Los defensores de la «comprensividad» mantenían que la igualdad de oportunidades sólo sería real cuando todos los ciudadanos tuvieran la misma formación básica. Para los socialistas, y para la izquierda en general, la escuela tenía como principal objetivo hacer desaparecer las diferencias intelectuales que perpetuaban la injusticia y la existencia de clases y entendían que una escuela que tuviera en cuenta estas diferencias no podría ser nunca una escuela democrática, lo que a la postre se quedó como una escuela en la que a todos se les exija lo mismo sin hacer distingos por razones de capacidad o inteligencia, una escuela en la que se aprenda a ser solidario y tolerante y en la que todos los niños sean buenos y felices. En consonancia con estas tesis, la Altenartiva democrática para la enseñanza del 76 de la izquierda española recogió ese ideal de la escuela única, que el congreso del PSOE de 1918 ya había consagrado, «el único modelo de enseñanza que una sociedad democrática podía admitir», un modelo que se vio finalmente materializado en toda su magnitud (pues ya empezó a gestarse en la reforma anterior de Villar-Palasí), aunque fuera por decreto, con la aprobación en 1990 de la Ley Orgánica General del Sistema Educativo, remozado y actualizado a través de la moderna pedagogía constructivista de Piaget y demás. Una pedagogía que, en consonancia con los nuevos aires de cosmopolitismo, ya no es ni para todos, ni para los miembros del Estado nacional, es para «los niños del mundo», un modelo cuyo objetivo básico no es enseñar contenidos sino que los niños (los «niños» de hasta los 16 ó los 18 años) adquieran destrezas, en particular la de «aprender a aprender», y valores (solidaridad, tolerancia, pacifismo, no violencia...): «se cultivará el plurilingüismo, se reivindicarán las lenguas minoritarias, los regionalismos y las subculturas y en la clase regirán las relaciones de igual a igual, el multiculturalismo, la cooperación y la multidisciplinariedad. Un modelo en el que el maestro sólo será un simple mediador y en el que educar ya no será definitivamente instruir, sino acompañar al alumno en su descubrimiento del mundo, permanecer silencioso a su lado observando cómo construye su propia percepción de todo lo que le rodea». Es decir, una vuelta de tuerca más a la pedagogía de estirpe rousseauniana que no supone más que «la desaparición del aprendizaje sistemático, la confianza sin límites en la capacidad descubridora del niño y la negación de toda posibilidad de conocimiento objetivo».

Concluye, pues, diciendo que «después de dos siglos de escuela pública creo que tenemos la suficiente experiencia como para poder asegurar que, una vez que se renuncia la defensa del derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos, una vez que se pone en manos del Estado la educación de los ciudadanos, los poderes políticos acaban por utilizar a estos conforme conviene a sus intereses», pero que «los políticos de derechas no deberían caer en la tentación de abandonar enseñanza pública a su suerte y favorecer los conciertos educativos», pues aparte del despilfarro económico tremendo que implica la educación pública, sería dejar en el abandono y a su suerte a «la mayoría de los futuros ciudadanos que, hoy por hoy, no tienen más opción que la pública».

Ante este panorama, Alicia Delibes cree que debemos recuperar «el sentido común».

Panfleto antipedagógico, de Ricardo Moreno Castillo

Tanto Mercedes Ruiz Paz como Alicia Delibes Linniers reclaman y defienden bien, frente a la ideología pedagógica dominante, «la vuelta al sentido común», pero nos parece que dicho «sentido común» es puesto en marcha con mayor solvencia por el Panfleto de Ricardo Moreno Castillo{5}. Su objetivo es el de avisar sobre la «desastrosísima situación que atraviesa la educación de nuestro país» en la que paradójicamente se invierte la mayor cantidad de recursos de su historia pero «nunca han sido los conocimientos de los alumnos tan ridículos ni el desánimo de los profesores tan grande». Moreno Castillo no se muerde la lengua: «no se está impartiendo educación, se está repartiendo basura», «en nombre de la pedagogía se dice hoy, con la cara más seria del mundo, cosas a cuál más delirante», «esta falta de aprecio por los saberes y los contenidos es un error pedagógico, pero también un síntoma muy revelador del nivel intelectual de quienes hicieron la reforma»... También señala claramente el momento en el que se produjo el rápido y repentino «bajón en el nivel de conocimiento y comportamiento de los alumnos»: la implantación de la LOGSE a partir de 1990, cuya aprobación, a juicio del autor, «fue un completo disparate».

El Panfleto viene prologado por Fernando Savater: «Todos sus planteamientos [los de Ricardo Moreno] pueden ser discutidos, pero ninguno puede ser pasado por alto: es lo mejor que cabe decir de cualquier serie de argumentos propuesta a personas inteligentes (....) Los demás, por supuesto, no tienen más que abstenerse de leerlo y berrear luego a favor o en contra de los que manden, según corresponda a su prejuicio». Pero es que, además, el libro también viene refrendado por Antonio Muñoz Molina, que en una carta al autor, agradece «el esfuerzo y el haberlo publicado al alcance de todos» y que «suscribe 'prácticamente todas y cada una de las opiniones del Panfleto'». No sólo dice eso el conocido escritor y ahora también director del Instituto Cervantes de Nueva York sino que dice que «una enseñanza pública seria y exigente siempre me ha parecido uno de los pocos mecanismos con que cuenta una persona inteligente, pero de origen modesto, para destacar y abrirse paso en la sociedad; paradójicamente, ha sido un gobierno de izquierdas el que ha proporcionado una ventaja comparativamente tremenda a los hijos de quien pueda pagar colegio privado y máster en escuela de negocios».

Ricardo Moreno Castillo denuncia una por una todas las principales falacias de la ideología pedagógica dominante: la falsa oposición contenidos vs. formación («formar sin contenidos es como ordenar una habitación vacía»), la falacia de la educación igualitaria («es un fraude no dar lo mejor a los que sí quieren para no generar desigualdades con los que no quieren»), la falsedad de la enseñanza obligatoria (¿cómo puede llamarse «obligatoria» una enseñanza en la que no es obligatorio, de facto, estudiar, ir a clase o respetar al profesor?), la mentira de la motivación (la educación de la motivación es la educación en la irresponsabilidad: «las materias se pueden presentar a los alumnos de manera más o menos llevadera, no eximirles de la disciplina»), la verdadera colaboración entre padres y profesores (que consiste en lo que los padres hacen con el hijo antes, precisamente, de ponerlo en manos del profesor), el verdadero fracaso escolar, que no se cifra tanto en los que no titulan (¿cómo puede hablarse del fracaso de una terapia si sus pacientes se niegan a seguirla?) como en las condiciones en que titulan los que lo hacen (¿qué madurez intelectual, emocional, social, etc. tiene el que sale con su título de la ESO? ¿por qué han aparecido los cursos cero en septiembre para determinadas facultades?), la matraca del «enfoque activo y participativo» («¿a qué viene ese empeño pedante en que los muchachos hagan trabajos y manejen bibliografía, cuando no saben ni resumir un capítulo de un libro?»), el dislate de la formación del profesorado (la formación pedagógica «podría ser suprimida sin que la calidad de la enseñanza se resintiera por ello lo más mínimo»), la desorientación de los padres (a los que se permite recordarles, con Chesterton, que «no puede existir educación libre, porque si dejáis a un niño libre no le educaréis») o la proliferación de los «expertos» que echan la culpa de todos los males del sistema a la no adaptación del profesorado a los nuevos vientos pedagógicos y sociales. Con respecto a este último punto, es impagable la selección de textos de profesores titulares y catedráticos en activo de facultades de Pedagogía que nos ofrece. No nos resistimos a citar el siguiente de un catedrático de Málaga:

«Todos los espacios de la escuela están cargos [sic] de significado en su misma configuración y, claro está, en su uso. Así vemos, por una parte, que en algunos centros existe Sala de Profesores, pero no Sala de Alumnos. La sala del profesorado es un lugar inaccesible para el alumnado. No hay lugar similar en el centro al que los alumnos no tengan acceso. Por otro lado, se da con frecuencia que en los centros hay servicios de profesores y de alumnos. Es una diferenciación espacial que responde a una diversidad del estatus (el criterio no tiene la referencia lógica del número de usuarios o la estatura de los mismos o la proximidad a los lugares en que se trabaja).»

Ricardo Moreno Castillo defiende sus sensatas posturas con un lenguaje muy natural y con una abundancia, a veces, excesiva, de ejemplos con los que ilustrar sus tesis. Que un libro como este Panfleto, en el que muchas de las cosas que se dicen pertenecen al más elemental sentido común de cualquier docente con experiencia que no haya perdido el juicio después de decenas de horas de actualización pedagógica, haya tenido una repercusión tan notable tanto entre el profesorado español como en el resto de la «sociedad civil», habla claramente de cuántos han estado en trance de perderlo. Pero tampoco nos engañemos: este no es el sentido común de la mayoría de los seres humanos, ni siquiera es el sentido común de la mayoría de los ciudadanos, sean españoles o no.

También nos parece muy significativo que un libro «anti-pedagógico» que denuncia la «desastrosísima» situación de la enseñanza termine con un capítulo en el que tras mostrar la estupidez y la manifiesta irracionalidad de muchos principios y dogmas pedagógicos, Ricardo Moreno Castillo haga un nueva reivindicación de la necesidad de la presencia de la filosofía en el plan de estudios. Y tampoco nos termina de parece del todo mal esa defensa: no puede haber buenos ciudadanos, dice, sin una formación filosófica. Además, aconseja el modo en que esta disciplina debe enseñarse que consiste, básicamente, en darle la vuelta al tan cacareado dicho de Kant, aquel de que «no se aprende filosofía, sino que se aprende a filosofar», que con tal férrea firmeza y convicción enarbolan muchos de los profesores que se dicen de esta disciplina en nuestro suelo patrio, sobre todo los que defienden ese modelo «participativo y activo» que habla de la clase de filosofía como «laboratorio conceptual» (véase Izuzquiza, I.): ¿cómo se va a aprender a filosofar, si antes no se enseña filosofía?, les cuestiona don Ricardo.

A modo de conclusión

Estos tres escritos tratan documentada y razonablemente la mayoría de los aspectos básicos del sistema educativo (aunque se echa en falta, por ejemplo, una referencia al «caos legislativo» en el que actualmente se halla, a nivel estatal y regional: mientras que la Ley Villar duró veinte años y mantuvo cierta continuidad legal, en estos últimos diecisiete años ya vamos por tres leyes orgánicas y no se sabe cuántos decretos estatales y autonómicos... y ya se barrunta la cuarta) y, en general, coinciden en formular sus críticas desde una sana lucidez y, aparentemente, también desde una desvinculación política o religiosa.

Está claro que estos tres escritos no existirían si la realidad educativa no fuera la que es, un completo desastre. Una realidad mucho peor en muchos aspectos que la que vivió Unamuno cuando, en los albores del siglo XX, ya empezaba a publicarse con aires de superioridad moral todas estas ideas pedagógicas, y que llevaron a don Miguel a pronunciar las siguientes palabras, no exentas tampoco de «sentido común»:

«Hay una cierta pedagogía que huye de las dificultades, huye del verdadero trabajo, huye de la austeridad. Parece que nos asusta enseñar a los niños todo lo duro, todo lo recio que es el trabajo. Y de ahí ha nacido el que aprendan jugando, que acaba siempre por jugar a aprender. Y el maestro que les enseña juega, juega a enseñar. Y ni él, en rigor, enseña, ni ellos, en rigor, aprenden nada que lo valga»

En realidad, se trata de un fenómeno que dista mucho de ser actual:

«(...) el maestro teme a sus discípulos y les adula; los alumnos menosprecian a sus maestros y del mismo modo a sus ayos; y, en general, los jóvenes se equiparan a los mayores y rivalizan con ellos de palabra y de obra, y los ancianos, condescendiendo con los jóvenes, se hinchen de buen humor y de jocosidad, imitando a los muchachos, para no parecerles agrios ni despóticos.» (República, 536a, sobre la educación en democracia).

Pero que hoy toma unos tintes realmente oscuros: «lo importante no son los contenidos», «la función de un profesor no es transmitir contenidos», «los profesores no son instructores, son educadores»... consignas que son repetidas una y otra vez con aplauso general, acogidas con mayor intensidad por alumnos, padres, maestros, profesores, jefes de estudio y directores, si cabe, en el colmo del paroxismo, acaso cuando son pronunciadas por su último adalid, un tal Pineda, persona que sin más méritos que una licenciatura en Pedagogía, como si al decirlas él, por ser síndrome de Down{6}, fueran a ser más verdaderas.

En esta «paidocracia» inducida por las nematologías políticas, sociales o pedagógicas dominantes en ciertos círculos, la triste realidad parece decirnos que cuando los maestros, dejándose arrastrar por la belleza cegadora de los discursos rousseaunianos que hablan de una inteligencia o voluntad de saber y verdad naturales en el ser humano, se olvidan de que son un instrumento de la violencia legal{7}, se convierten no sólo en cómplices objetivos de la situación actual sino en el muñeco de goma de la violencia ácrata de sus pupilos. ¿Cómo enseñar algo, cómo instruir y disciplinar en las diferentes materias en estas condiciones?

A pesar de que consideramos muy positivo que desde la docencia se alcen estas voces críticas con el actual estado de cosas en la educación (a las que nos sumamos), desconocemos realmente el alcance de esta corriente que reclama el «sentido común» (sus posibilidades de influencia real), sobretodo teniendo en cuenta que, tal y como se nos informa en una reciente encuesta realizada por uno de los padres del engendro, Álvaro Marchesi, aunque una mayoría de profesores crea que la cosa ha empeorado y que iba mejor con el anterior marco legal (el de la Ley Villar), sin embargo, paradójicamente, un 93% se muestra muy contento por la profesión elegida y un 56% valora muy positivamente las condiciones laborales{8}.

En general, diremos que nos parece difuso y vago reclamar, sin más especificaciones, una «vuelta al sentido común» como solución a los problemas de la educación, una «vuelta», en principio, tal y como la plantean estos autores, desvinculada de una política expresa (aunque no sea muy difícil rastrear ciertas afinidades). Pero tampoco nos parece que esa reivindicación del sentido común (que en absoluto despreciamos, entendida como la opción de la racionalidad de la instrucción y de la disciplina, avalada por la práctica real y la costumbre de tal vez siglos de trabajo docente en las escuelas y en las diferentes materias en las que se han dividido tradicionalmente los planes de estudios de las diferentes etapas, transmitida de profesores a alumnos, frente a la irracionalidad manifiesta de los modelos pedagógicos imperantes o los nuevos modelos posmodernos) pueda verse cumplida íntegramente desde una perspectiva puramente gremial, desde la perspectiva de los docentes. En todo caso, la reivindicación gremial tiene sentido en cuestiones laborales, de condiciones de trabajo. Cuando las asociaciones de profesores y los sindicatos de la enseñanza, ante la escalada de agresiones físicas y psíquicas que sufren muchos de ellos, piden una «dignificación» de su labor, no aspiran más que a mejorar, a parchear, si es que pueden, sus condiciones de trabajo. Pero la instrucción de una Nación no es una condición laboral: forma parte de un proyecto político más amplio y más general. Por eso sólo desde plataformas políticas concretas tendría sentido esa supuesta «vuelta» al «sentido común». Ninguna solución en este terreno vendrá sólo de los docentes, como tampoco ha venido sólo desde ellos, en su calidad de maestros y profesores (recordemos, en gran parte valedores de la pedagogía dominante), la situación en la que penosamente se halla.

Notas

{1} El lenguaje, YULE (2004), Ed. Akal, p. 45.

{2} La secta pedagógica, de Mercedes Ruiz Paz (2005), Grupo Unisón ediciones; La gran estafa. El secuestro del sentido común en la educación, de Alicia Delibes Linniers (2006), Grupo Unisón ediciones, Panfleto antipedagógico, de Ricardo Moreno Castillo (2006), Ediciones Leqtor.

{3} Una dogmática que sigue ejerciéndose hoy a través, esta vez, de la asignatura estrella de la última reforma, Educación para la ciudadanía: «tal metodología [la que inspira el presente proyecto de Educación para la ciudadanía] constituye, a nuestro juicio, la más clara contrafigura de la tradición dialéctica de la filosofía académica (de la Academia platónica, no ya de la «Academia universitaria»), por cuanto habría que alinearla, más bien, como ya hemos insinuado antes, con las metodologías propias de las Teologías positivas o dogmáticas, que se apoyan, como si fueran premisas axiomáticas, en unos artículos de la fe ofrecidos por una revelación escrita en determinados textos, la Biblia, el Corán, o las resoluciones de organismos internacionales como la ONU o la UE. La circunstancia de que las premisas ofrecidas por estos organismos internacionales (y recibidas por órganos nacionales como puedan serlo en España el Ministerio de Educación y Ciencia) no tengan la pretensión de ser autoridades sobrenaturales, sino meramente jurídico coactivas, no elimina el carácter de premisas de autoridad, en virtud de la cual se invocan.» Ver Gustavo Bueno, «Sobre la educación para la ciudadanía democrática», en http://nodulo.org/ec/2007/n062p02.htm

{4} No es difícil encontrar cursos con títulos similares o parecidos a estos en los Centros de Profesores y Recursos.

{5} El autor de la presente obra, además de ejercer la docencia de las matemáticas en la enseñanza media y en la universitaria, cursó estudios de filosofía y se doctoró con una tesis sobre historia de las matemáticas. Hay que decir que antes de que fuera editada en papel, ya corría por las redes de internet una versión suya anterior en formato digital desde hacía varios años. Fue el éxito de esa distribución lo que movió a la editorial, en parte, a llevarlo al formato de libro.

{6} Palabras de P. Pineda, en conferencia titulada «Mi experiencia personal», de 30 de marzo de 2007, en Jumilla (Murcia), en el aula de la CAM.

{7} Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna, (2005): «Hay violencia circular –física o psíquica– en el proceso mismo mediante el cual las «crías humanas» se transforman en adultos mediante la «crianza» o la educación. Sin educación, las crías humanas se mantendrían en estado prehistórico, por no decir zoológico. Pero todo proceso de educación es un proceso continuado de violencia, de enderezamiento, incluso de «acción contracorriente» de determinadas tendencias «naturales». Por ello algunos (Neill, Rogers...) han llegado a decir que la educación en una forma de represión, y han predicado la necesidad de una educación no represiva, no directiva, no autoritaria, «libre». Pero esa «educación no violenta» es un concepto mal formado (...) Policías, jueces y maestros son los canales legales de la violencia ciudadana: sin estos canales sería imposible mantener el «orden artificial» en el que consiste la ciudad o el Estado.»

{8} Ver http://www.magisnet.com/articulos.asp?idarticulo=2436&n_edicion=11742

 

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