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El Catoblepas, número 60, febrero 2007
  El Catoblepasnúmero 60 • febrero 2007 • página 16
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El carnaval: transgresión
o autorregulación del sistema

Bruno Cicero Poo

La marcha del calendario folclórico se correspondería con un desenvolvimiento en el tiempo de las pasiones humanas hacia el equilibrio

«El carnaval ha muerto; ha muerto, y no para resucitar como en otro tiempo resucitaba anualmente», comienza Julio Caro Baroja su libro sobre el Carnaval. ¿Cómo ha muerto? La respuesta es contundente: Le ha matado el laicismo burocrático que lo regula todo «siguiendo criterios políticos y concejiles». De esta manera, el carnaval se ha transformado en una mera «diversión de casino pretencioso».

La tesis defendida por Baroja es bastante dura. Un diagnóstico lo suficientemente paradójico como para detenernos un momento en él. Basta con mirar a un lado y a otro, durante este mes de febrero, para comprobar que el Carnaval está tan presente o más que en cualquier otra época. El diagnóstico forense de Caro Baroja, parece contradicho empíricamente a las primeras de cambio. ¿A qué se referiría entonces?

Pero la cuestión es bastante más profunda que lo que pueda parecer a simple vista. Se refiere al Carnaval como una manera de vida, como una fiesta que refleja la estructura misma de la sociedad que lo celebra. Es esto lo que según el escritor vasco ha muerto. Y no sólo el Carnaval ha muerto, sino también todas aquellas fiestas tradicionales que respondían a las mismas necesidades y que formaban parte del mismo calendario emocional: el festivo.

El Carnaval tradicional, el Carnaval que recordamos sólo se entiende en relación con la Cuaresma. La Cuaresma viene primero en el sentido lógico, aunque en el cronológico es posterior. Sin la Cuaresma no se puede entender la existencia del Carnaval. En una sociedad laica como la nuestra, donde la Cuaresma ya no tiene sentido, ¿es posible que lo tenga el Carnaval? Ésta es la reflexión que le lleva a Baroja a concluir que el carnaval ha muerto.

Además de la contigüidad en el calendario, hay una relación dialéctica entre el Carnaval y la Cuaresma. La Cuaresma, para la cultura cristiana, conmemora los cuarenta días de penitencia de Jesús en el desierto. Por ello los cuarenta días que van desde el Miércoles de Ceniza, donde termina el Carnaval, y el Domingo de Ramos, donde comienza la Semana Santa, son días de ayuno y abstinencias. Donde el consumo de carne quedaba totalmente vedado o muy restringido.

El Carnaval es entendido por contraposición como una etapa de excesos, de desatamiento de los sentidos, de preparación para la abstinencia que llega. La misma etimología del concepto de Carnaval hace alusión al hecho de abandono de la carne en el periodo que se avecina. Lo mismo ocurre con la de sus hermanos léxicos, Carnestolendas y Antruejo. Carnal es el periodo de la carne en todos los sentidos. Cuaresma el del ayuno. El festival de la carne está bien expresado en un antiguo proverbio de los guerreros cosacos. Para ellos, éstos son los tres máximos placeres del hombre de las estepas: cabalgar sobre la carne de sus prodigiosos caballos; comer carne y, finalmente, meter carne en la carne. He aquí el Carnaval en todo el esplendor material de su significado.

Carnaval y penitencia producen una dualidad entre un periodo festivo y alegre, y otro de renuncias, lleno de abstinencia y penurias. Es la dualidad clásica entre lo dionisiaco y lo apolíneo. Entre el orden y el descontrol. Entre la carnalidad y la espiritualidad.

Nadie como el Arcipreste de Hita en su Libro del Buen Amor, ha sabido retratar simbólicamente la dualidad existente entre el Carnaval y la Cuaresma. En La pelea que ovo Don Carnal con Doña Cuaresma, el Arcipreste presenta una batalla entre el ejército de Don Carnal, formado exclusivamente por productos cárnicos, y el de Doña Cuaresma, cuyo ejército procede de las fuerzas del mar. La victoria final de Doña Cuaresma y su ejército, simboliza el final del Carnaval y el comienzo del reinado de la abstinencia. El arcipreste, no podía ser de otro modo, hace prevalecer a la religiosidad frente al placer.

Desde este punto de vista, el Carnaval se puede entender como paréntesis en el orden social y moral. Como un periodo de trasgresión, en el que todos los placeres carnales tienen vía libre. Ésta es la manera como usualmente se ha interpretado el significado antropológico del Carnaval.

Pero hay otra manera de interpretarlo. Según esta interpretación, el Carnaval forma parte de la propia lógica del sistema para perseverar. Sería un instrumento de autorregulación y pervivencia. Se trataría, por tanto, de un período en el que el orden establecido aparece momentáneamente invertido, suspendido por unos días. Y, ¿con qué fin? Precisamente, para restablecerlo luego. Para que acabe venciendo el mismo orden social restaurado. Para que la comunidad se recupere a si misma en sus valores permanentes. Para reestablecer lo que desde Aristóteles se denomina eutaxia social, el orden correcto (de eu: bueno y, taxis: orden).

Ahora bien, ¿cuál es el orden bueno?. En los tiempos de Aristóteles, el de la polis, el de las saturnales, el propio de Roma, fuera cual fuera la época de su historia; el del catolicismo, el jerarquico medieval, el actual, el de los valores democráticos. Ninguno de estos órdenes, son totales. Ninguno de ellos ha eliminado el germen del conflicto en su seno. Todos requieren establecer, por tanto, válvulas de escape a las energías conflictivas. Esa sería una de las funciones antropológicas del carnaval.

Un buen ejemplo de este tipo de autorregulación del sistema, lo encontramos en la segunda película de la trilogía Matrix. Neo, «el elegido», cuando se encuentra ante el Arquitecto de la matriz, se da cuenta que es un instrumento del propio sistema para autorregularse.

Esta misma lógica eutáxica sirve para interpretar las festividades dionisiacas: las saturnales romanas, las fiestas en honor a Baco, o al propio Dionisos en la época griega. Es la misma función que habría cumplido el circo romano o, en la actualidad, los espectáculos deportivos.

Son, por tanto, mecanismo de regulación de las pasiones para mantener el buen orden social. Así vista la cuestión, hay una lógica inherente a las fiestas tradicionales de España. Como deja patente Caro Baroja, los ciclos festivos del periodo invernal oscilan entre lo dionisiaco y lo apolíneo, entre la alegría y el recogimiento. De esta manera, el ciclo del Carnaval, de carácter claramente dionisiaco, deja paso al ciclo de la Cuaresma, donde el recogimiento pasional es la norma. La Cuaresma deja el testigo, a su vez, a la Semana Santa, y ésta se ve relevada por las primeras fiestas primaverales, de carácter claramente jocundo, donde lo dionisiaco parece de nuevo triunfar. Éstas ultimas son las fiestas de mayo y San Juan, principalmente.

La marcha del calendario folclórico tradicional se correspondería, de esta manera, con un desenvolvimiento en el tiempo de las pasiones humanas, tendente al equilibrio.

«En la época cristiana, semejante asociación de actos antitéticos, tenía un significado profundo en la vida de los pueblos y los individuos. Cuando la unidad católica se desvanece, no sólo el Carnaval sino todas los demás viejas fiestas, tienden a desaparecer, a morir». Quizá ahora entendamos mejor qué quiso decir Caro Baroja con que el Carnaval había muerto.

 

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