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El Catoblepas, número 60, febrero 2007
  El Catoblepasnúmero 60 • febrero 2007 • página 1
Artículos

De compras en el mercado pletórico indice de la polémica

Carlos M. Madrid Casado

¿Es todo capitalista un socialista vergonzante o todo socialista es un capitalista vergonzante? Una aproximación materialista al capitalismo{1}

«Cuando adoptamos una perspectiva filosófica, las sociedades empíricas 'homologadas' como democráticas quedan sometidas a esta disyuntiva entre cuyos términos será preciso elegir (no cabe adoptar una posición neutral): o fundamentalismo o funcionalismo.» (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, págs. 29-30.)

Este artículo no pretende mirar hacia el futuro, sino que quiere mantenerse en el más estricto análisis del presente, tratando de ver lo que hay... y la tesis que sustenta es, simplemente, que debe defenderse estratégicamente el capitalismo por cuanto es lo que hay y es lo más adecuado frente a otras alternativas. Nada más. Pero nada menos.

1. Capitalismo vs. Socialismo

1. Numerosos filósofos suelen hablar y escribir, muy alegremente, comparando capitalismo y socialismo, como si se tratara de dos sistemas económico-políticos perfectos –en el sentido de bien acabados– y perfectamente comparables. Así, suele afirmarse que socialismo y capitalismo son contradictorios e incompatibles, sin término medio, o una cosa o la otra; como si dijéramos: una organización económica es socialista si, y sólo si, la propiedad de los factores de producción ha sido «socializada», expropiada; y, recíprocamente, si hay propiedad privada de los factores de producción, entonces la organización no es socialista sino capitalista, y esto aunque el Estado –o la familia Corleone, o Robin Hood, o Curro Jiménez– se lleven el diez o el noventa por ciento de lo producido y hagan con ello lo que les venga en gana.{2}

Sin embargo, a nuestro entender y a fin de evitar ciertas hipóstasis metafísicas, conviene andar con pies de plomo: no estamos ante una cuestión de cero o uno sino ante una cuestión de grado, pues las diferencias entre capitalismo y socialismo son más graduales que absolutas. Porque en los países «capitalistas» existen propiedades poseídas colectivamente por grupos de personas y en los países «socialistas» no faltan propiedades privadas. Porque, como poco, el Estado siempre controla algo y siempre hay un mercado negro más o menos significativo. Coincidimos, pues, con Arthur Seldon cuando escribe:

«En todos los países del mundo hay elementos de ambos sistemas. Las naciones capitalistas de Occidente tienen componentes de socialismo, en algún sentido necesarios cuando el mercado no puede producir bienes públicos; y las naciones socialistas del Este europeo han incorporado elementos capitalistas, imposibles de erradicar porque ni el más represivo de los gobiernos es capaz de suprimir los mercados sumergidos.» (Arthur Seldon, Capitalismo, pág. 39.)

Queremos mantener que la diferencia entre un Estado capitalista y un Estado socialista no es una diferencia entre una economía completamente libre y una economía totalmente intervenida, sino una diferencia entre economías libres o intervenidas en distinta medida, en mayor o menor grado (porque, por mucho que quiera, el Estado nunca será capaz de expropiar el cien por ciento de los medios de producción y, recíprocamente, el Estado siempre controlará alguna disposición referente a ellos como –pongamos por caso– la moneda legal que circula). En palabras de Bueno:

«El Estado no sólo establece la moneda como parte formal del sistema económico. También, en su papel de Estado gendarme, hace posible que se mantengan a salvo los mercados de los asaltos de los que permanecen fuera de las cadenas de producción o distribución. Mediante la escolarización obligatoria hace posible la conformación de los individuos como productores y consumidores; mediante la política de seguridad social permite la subsistencia (incluyendo el panem et circenses) de una población que de otro modo causaría el desplome del sistema. El Estado crea además las infraestructuras (ferrocarriles, autopistas, líneas de alta tensión) sin las cuales la economía de mercado no podría funcionar. En resolución, lo que se llama «Estado liberal» o «economía libre» (del Estado) es una ficción que sólo tiene un sentido comparativo (respecto de los Estados llamados intervencionistas o socialistas) en el contexto de la gradación de las involucraciones de las categorías económicas en las categorías políticas. La diferencia entre un Estado liberal y un Estado socialista no es una diferencia entre economía libre y economía intervenida; más bien, es una diferencia entre «economías intervenidas» [o «economías libres»], según determinadas proporciones.» (Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna, págs. 207-208, cc. nn.)

Resumiendo, a día de hoy, toda economía es mixta. Y ni siquiera hay una «tercera vía», porque no hay ni una primera ni una segunda. Todo se resuelve en un continuo no discretizable, aunque otro tema bien distinto es decidir en qué lado de la balanza ha de ponerse el contrapeso, o, dicho de otra forma, cuál es la proporción idónea de la mezcla.{3}

2. Por tanto, de lo que se trata es de elegir entre un-(os) capitalismo(s) y un-(os) socialismo(s) imperfectos, porque «la Idea de democracia [léase capitalismo], como la Idea de comunismo [léase socialismo], resultaría según esto de la confrontación entre las diferentes sociedades o instituciones democráticas, o comunistas en su caso, pero no de la confrontación entre las sociedades empíricas democráticas (o comunistas) con las Ideas puras de democracia (o de comunismo)» (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, pág. 58). Y la cuestión clave es, pues, la siguiente: ¿qué variante funciona mejor, la capitalista o la socialista? O si se prefiere en términos más filosóficos –porque la eutaxia es a la política lo que la verdad es a la ciencia–: ¿qué es más eutáxico, el capitalismo o el socialismo realmente existentes? Nuestra respuesta no puede dejar de ser contundente: tirando de presentología, a día de hoy y por el momento, los Estados más eutáxicos son los Estados democráticos, capitalistas, dicho esto sin que por constatarlo materialmente haya de presuponerse gratuitamente que equiparamos el capitalismo democrático con la forma económico-política más perfecta, con el Fin de la Historia (han existido y probablemente existirán sociedades eutáxicas no capitalistas y no democráticas, advertencia con la que evitamos los «sofismas de Pericles» –cf. G. Bueno, Panfleto..., pág. 142). Y, precisamente, esto es lo que a continuación vamos a argumentar ad rem y ad hominem contra todos aquellos que confunden la Economía Política con el Monopoly.

2. Primer round: argumentos ad rem en pro del capitalismo

1. El capitalismo es más «racional» que el socialismo por resultar más eutáxico, puesto que prácticamente «funciona», tanto porque el primero ha creado y crea riqueza de una manera más estable que el segundo como porque genera desigualdades relativas y no absolutas (por vía de ejemplo, los «pobres» españoles de hoy lo son menos que los de hace treinta años y son mucho más ricos que los pobres de Asia o África, que a su vez son menos pobres, en términos generales, que hace treinta años), y que en parte son corregidas por el Estado de Bienestar –una herencia del socialismo que el capitalismo, demostrando su extrema adaptabilidad, ha sido capaz de hacer suya en aras de su propia eutaxia («Regla de Ford» «El bienestar de los trabajadores forma parte del bienestar de los empresarios»)–.

2. Los fallos del capitalismo –desigualdad y pobreza relativas, injusticias, desempleo, inflación, ciclos expansivos y depresivos, monopolios– son producto de un polígono de fuerzas de gran complejidad, pero quedan socialmente compensados por sus aciertos; porque idénticos defectos se presentan, y de modo manifiestamente más acusado, en el socialismo –estancamiento, supresión, corrupción, pobreza generalizada, paro e inflación encubiertos, asesinatos arbitrarios–. Y ¿qué es más eutaxico, mayor igualdad con menor nivel de vida para todos o menor igualdad con mayor nivel de vida para todos? Habrá quien diga que mejor todos pobres por igual que no todos ricos, pero algunos más ricos. Es el viejo problema de los grandes ingresos «justificados» en la sociedad socialista de la escasez, de la miseria, pero «injustificados» en la sociedad libre de la opulencia, de la plétora. Atendamos a los datos que al respecto aportaba Helmut Schoeck:

«Si se les cita entonces algunos hechos económicos de la Unión Soviética, por ejemplo que las diferencias de ingresos entre los dirigentes y los asalariados bajos de la URSS es de 40 a 1, mientras que esta relación es en los países occidentales, por ejemplo en los Estados Unidos, Alemania Occidental, Suiza o Inglaterra, de 10 a 1, y que los impuestos máximos de los que tienen grandes ingresos en la Unión Soviética no pasan del 13%, suelen aceptarlo sin protestas y dudas. Pregunto entonces: «¿No le escandaliza a Vd. que un manager, un general, un realizador de cine, un director o un profesor cobre en la Unión Soviética, comparativamente hablando, un sueldo que es, respecto de los que tienen jornales más bajos, mucho más elevado que un hombre de su categoría en el Occidente capitalista?» Pero la exposición de estos hechos no les aparta de su idea básica: que el caso es diferente, porque los soviéticos mencionados trabajan para el pueblo (...) en un Plan que dentro de cincuenta años (si todo va bien, y, probablemente, a pesar del plan y no gracias al plan) permitirá que el ruso medio tenga auto, una buena vivienda o una casa. Pero para los dirigentes y empresarios de Occidente, que han hecho posibles desde hace ya muchos años aquellas conquistas y otras muchas, nuestro joven crítico de la sociedad encuentra que una proporción de 10 a 1 es 'socialmente insoportable'.» (Helmut Schoeck, La envidia y la sociedad, págs. 228-229.)

En resumidas cuentas, la igualdad del socialismo es la igualdad a cero. A veces, por desgracia, en sentido literal. Por vía de ejemplo: no es fácil precisar cómo entendió el cerebro oriental de Pol Pot, que fue un «ilustre» discípulo de Sartre en la Sorbona, la obra del desorientado comunista francés, pero podemos hacernos una idea por los «resultados» de la revolución socialista que llevó a cabo: entre un tercio y la mitad de la población asesinada, todas las ciudades arrasadas, la industria desmantelada, las cosechas quemadas... y los jemeres rojos acabaron ejecutando a los que llevaban gafas porque podían leer; realmente, Pol Pot dejó Camboya a medio camino entre el ser y la nada.

Y, sin embargo, el capitalismo no ha necesitado un Muro de Berlín para impedir el éxodo hacia el socialismo. La bravata lanzada por Jruschef en 1956 de que el socialismo alcanzaría y superaría el nivel de vida del capitalismo a finales de siglo XX se la ha llevado el viento. Y esto equivale a una demostración de la eficacia del capitalismo (realmente existente) por reducción al absurdo de la ineficacia del socialismo (realmente existido).

3. Además, como contraprueba de la eutaxia del capitalismo puede apuntarse, como hace Carlos Rodríguez Braun, que «lo normal en nuestros días es que, tras la histeria izquierdista que pretende que nos acosa un ciego y vesánico liberalismo estaticida, esa misma izquierda incorpore valores de respeto a ciertos grados de libertad económica que antes consideraba inaceptables» (Carlos Rodríguez Braun, Estado contra mercado, pág. 61). No en vano, como añade Bueno, «las exigencias de la eutaxia, del Estado, se imponen en la política real tanto a las derechas como a las izquierdas, al partido del Gobierno y al de la oposición, y por eso en democracia el partido de la oposición asimila, hasta casi confundirse con él, las directrices del partido que está en el Gobierno, salvo cuestiones de detalle y más bien propagandísticas» (Gustavo Bueno, Panfleto..., pág. 301).

4. Ahora bien, desde una perspectiva materialista, la defensa del capitalismo pasa por ser estratégica: se defiende siempre lo menos malo, renunciando al mismo tiempo a postular fines para la Humanidad, porque... ¿quiénes somos para dar consejos al resto de seres humanos?, ¿quién es el majadero capaz de hablar en nombre de todo el Género Humano? Hacerlo sería pecar de idealismo. Con esto, pretendemos distanciarnos de la común afirmación liberal de que el capitalismo, en calidad de proyección económica del liberalismo, es la ordenación natural más apropiada de toda sociedad, porque no entendemos qué se quiere decir por natural. Tan natural nos parece la tiranía asiria como la democracia ateniense. Incluso, si nos apuran, diremos que la primera más, porque la tiranía ha sido –para bien o para mal– la forma más habitual de gobierno. El capitalismo no es más –ni menos– que una forma de ordenarse económicamente que –por ahora– funciona.

3. Segundo round: argumentos ad hominem en pro del capitalismo

1. Nuestra idea al respecto es que, desde el materialismo filosófico, debe defenderse estratégicamente el capitalismo por cuanto es lo que a día de hoy funciona y porque, tras el derrumbe socialista, no hay otra alternativa. Además, el capitalismo nos permite a ciertos grupos –algunos dirán individuos, otros dirán instituciones– servirnos del propio mercado pletórico que lo sustenta para desarrollar nuestros propios planes y programas; por ejemplo: como las editoriales producen pletóricamente, tanto podemos comprar y leer en Editorial Planeta el último libro de magia sexual del Jodorowski como España no es un mito de Gustavo Bueno. Sin capitalismo, sin producción pletórica ni mercado pletórico, lo más probable es que Ediciones B publicara cualquier libro progre antes que, digamos, El Mito de la Izquierda o La vuelta a la caverna. Es más, ¿hubiera sido posible, sin riesgo para nuestra integridad corpórea, difundir y organizar actividades y encuentros relacionados con el filomat en la URSS del diamat? ¿O, acaso, hubiéramos acabado todos picando piedras en un gulag por cuestionar la ortodoxia metafísica del materialismo dialéctico? Al menos, en las democracias homologadas, lo más que nos hacen es manipular la información relativa al materialismo filosófico. Por el momento no hay mártires materialistas. En resumidas cuentas, por todas estas razones, el materialismo filosófico debe asimilar cierto funcionalismo democrático-capitalista (y aquí es donde se inserta la cita de Bueno con la que abrimos el artículo).

2. Como bien ha venido apuntado Felipe Giménez Pérez en los Foros de Nódulo, si aplicamos ahora el materialismo histórico al propio materialismo filosófico, ha de sacarse la conclusión de que, ¡oh, casualidad!, este último surge simultáneamente con la economía de mercado en España:

«Para un materialista histórico –y todos somos a estas alturas materialistas históricos, como somos darwinistas, newtonianos o einsteinianos– no hay casualidades ni contingencias históricas, sólo por eso debiéramos establecer alguna conexión entre ambas realidades. El materialismo filosófico no debe defender el socialismo puesto que ha fracasado. Debe defender el capitalismo, puesto que es el suelo de donde brota. Debe criticar todo lo que es irracional. De todos modos, defender el socialismo es irracional. Igual que defender el Islam o el progresismo. (...) Ni la filosofía se identifica con el socialismo ni el materialismo filosófico se identifica con el socialismo, porque sería identificarse con la irracionalidad económica.» (Felipe Giménez Pérez, «Materialismo, liberalismo, conservadurismo y orden», pág. 19.)

Resumiendo, la cuestión clave es, a saber: ¿qué es lo «racional», el capitalismo o el socialismo?

4. La distaxia del socialismo y sus presupuestos idealistas

1. Antes de analizar las causas materiales de la distaxia del socialismo, vamos a estudiar de cerca sus causas formales: sus componentes idealistas, armonicistas, muy relacionados con los errores de Marx como economista (aunque, de todos modos, siempre ha habido aquí algo que los marxistas místicos pasan por alto y es aplicar el propio materialismo histórico –que, por descontado, aceptamos– a la obra marxiana: ¿cómo pueden conjugarse sin contradecirse el carácter proletario de la obra de Marx con la supuesta cientificidad burguesa que para ella se reclama?).

2. Marx se basa en la (falsa) teoría del valor-trabajo que tomó de sus maestros, de Smith y Ricardo (la teoría de que valor de una mercancía proviene únicamente del trabajo necesario para producirla, que Marx consideraba homogéneo en todos los casos, como si fuese lo mismo –argüía Böhm-Bawerk– el trabajo del escultor que el trabajo del cantero...). Esta teoría, que supone una simplificación inadmisible, por grosera, de la realidad, es sin embargo la piedra angular del sistema económico de Marx y, por extensión, del socialismo: sin ella, la defensa teórico-científica de la «plusvalía» y la «explotación» de los trabajadores por los empresarios resulta sencillamente imposible. Además, Marx escamotea sistemáticamente el problema económico fundamental, es decir, cómo se resuelve o se lleva a cabo la producción económica en la sociedad comunista, en la que reinará –promete, aunque no se sabe cómo– la abundancia, pese a que por no haber no habrá ni un sistema de precios. El gran error del socialismo marxiano es querer eliminar algo tan fundamental como los precios, porque eso supone condenarse a dar palos de ciego e impedir toda posibilidad de hacer cálculos racionales a la hora de utilizar los factores de producción. El dinero que hace posible el sistema de precios es, desde el punto de vista económico, uno de los inventos más importantes de los últimos tres mil años. Y algo parecido debería decirse de la Bolsa, por más que protesten los anticapitalistas que no la entienden. La función esencial de la Bolsa no es el juego de la lotería sino la estabilización de los precios futuros. Sin el mercado «especulativo» de la Bolsa, un agricultor no tiene más remedio que esperar a recoger su cosecha y llevarla al mercado para saber si va a obtener un beneficio o una pérdida, si podrá comer ese año o pasará hambre y si podrá pagar o no las deudas contraídas. La Bolsa facilita a nuestro agricultor una información (incompleta, es cierto) que le hace posible mejorar su capacidad de supervivencia al permitirle asegurarse la venta con el fin de optimizar ganancias. La idea socialista de suprimir el sistema capitalista de precios, y no digamos ya el dinero, es, pese a las promesas marxianas de abundancia, un auténtico disparate.

Este armonicismo implícito y explícito del socialismo marxiano (y de todo socialismo, y también de múltiples versiones del liberalismo capitalista) ha sido denunciado por Bueno:

«El gran capitalismo industrial, como el socialismo marxista (sobre todo en su versión soviética), no podrían por menos de asumir alguna forma de concepción monista de la Naturaleza y de la Humanidad. Por tanto, la confianza en una 'ley' sobre el destino infalible que solía acogerse a la bandera del Progreso.» (Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna, pág. 347.)

De hecho, Böhm-Bawerk ya lo dejó escrito en 1896, fecha de publicación de La conclusión del sistema marxiano. Hacia el final del libro, escribe lo siguiente:

«El sistema marxiano tiene un pasado y un presente, pero no puede contar con un futuro duradero (...) En el campo de las ciencias naturales, una obra como la de Marx sería hoy imposible. Ha podido adquirir influencia, una fuerte influencia, sobre las ciencias sociales que aún se encuentran en un estadio infantil, y probablemente la irá perdiendo lentamente, muy lentamente. Lentamente porque sus soportes más sólidos no están en la mente convencida de sus defensores sino en sus corazones, en sus deseos y esperanzas.» (Eugen von Böhm-Bawerk, La conclusión del sistema marxiano, pág. 170, cc. nn.)

3. Yendo a la articulación lógico-material de esta nebulosa de ideas, comprobamos que el socialismo no ha funcionado ni funciona porque es irracional, porque carece de racionalidad económica. El socialismo impide el cálculo económico, esto es, impide saber si los proyectos que se llevan a cabo son o no son «económicos», es decir, impide saber si se está generando riqueza o si, por el contrario, se está derrochando la que ya se tiene. Si la Unión Soviética llegó a durar setenta años fue porque Lenin retrocedió a tiempo en su proyecto puramente marxiano de eliminar los precios y porque los burócratas continuadores tomaron siempre como guía de referencia los precios internacionales. De lo contrario, la ruina habría sido inminente.

Un empresario, si decide llevar adelante un proyecto, es porque prevé (acertada o equivocadamente, eso lo decidirá el mercado) que el valor de lo que va a producir es superior al valor de los factores –tierra, capital y trabajo– que va a utilizar. Si el valor de lo producido es inferior al de los factores de producción, entonces se ha derrochado una parte de éstos y se tendrá que cerrar la empresa con pérdidas (con la consecuencia de una reducción en la riqueza nacional). Si es superior, se obtendrá un beneficio, que es la señal de que el cálculo económico era correcto. Es el mercado el que pone cada plan o programa económico en su sitio. Puro darvinismo materialista. Y esto es precisamente lo que el idealismo socialista no asume: la generación de riqueza no es algo «automático», no basta con trabajar para generar riqueza. Las buenas ideas nunca son suficientes, porque los hechos propicios también son necesarios. El proceso económico no sólo depende del sujeto sino también del objeto. Generar riqueza depende de múltiples factores, además de los propiamente productivos: depende de la demanda del bien que se va a producir, pero también depende de la oferta de otros bienes o servicios sustitutivos, amén de otros mil factores sociales coyunturales. Hay que calcular bien, hay que trabajar bien y, además, por así decirlo, hay que tener la suerte de que las cadenas causales que anuda la ley darvinista del mercado no sólo no obstaculicen sino que impulsen nuestros planes o programas. «La competitividad es, desde luego, la ley darwiniana del mercado pletórico» (Bueno, Panfleto..., pág. 189). En resumidas cuentas, lo mismo que un educador puede educar o maleducar a un alumno, un empresario o un trabajador pueden generar o derrochar riqueza.

4. Revisemos varios ejemplos de socialismo(s) distáxico(s). En primer lugar, sin duda, habría que hablar de la URSS desde una perspectiva materialista:

«Si la Unión Soviética se derrumbó –dirá cualquier teoría materialista– no fue tanto a impulsos de los deseos de libertad y de verdad de sus ciudadanos, cuanto a consecuencia, por ejemplo del fracaso de la política económica y agrícola de los planes quinquenales y septenales (la cosecha de 72); fracasos determinados además, no sólo por motivos «internos» (indispensable crecimiento de una burocracia capaz de llevar adelante los gigantescos planes centralizados) sino también «exteriores» (el cerco internacional, la guerra fría y la necesidad de la «sangría» permanente de las industrias de guerra).» (Gustavo Bueno, Prólogo a «Miseria de la Novedad» de Pedro de Silva, págs. 42-43.)

En efecto, no cabe explicar el derrumbe socialista recurriendo a explicaciones dogmáticas, nostálgicas de un paraíso soviético cercado por un malvado capitalismo, sino atendiendo a los hechos y remontándonos hasta los principios económico-políticos que provocaron el desplome.

Una segunda ilustración de lo que decimos –y podríamos poner muchas otras en el mismo sentido– la tenemos en nuestro propio país. Hace ya muchos años, era más barato traer carbón de Polonia, en avión, que extraerlo de las minas asturianas. En una economía capitalista como la española, los beneficios de las empresas productivas compensan las pérdidas de las empresas improductivas. Pero en una economía socialista como la cubana, la situación es la inversa: no es posible el cálculo económico al sólo existir un sistema de precios-sombra, predominan las empresas improductivas, todo lo que se produce se consume (y aún falta), no hay ahorro, sin ahorro no hay inversión, el capital no puede ser renovado, la producción desciende en cantidad y calidad, y la consecuencia inevitable es el empobrecimiento. Al principio, el empobrecimiento puede disimularse recurriendo al endeudamiento exterior, pero el final es siempre el mismo: el socialismo hecho carne entre los cubanos: esto es, la miseria más objetiva. Tomar al asalto una empresa y repartirla entre los pobres hará que los pobres se coman los beneficios y desaparezca la empresa. «Pan para hoy y hambre para mañana». Ya lo sabían los escolásticos españoles y, con ellos a la cabeza, Domingo de Soto: «Asno de muchos lobos pronto es devorado».

5. La eutaxia del capitalismo (I): fundamentación material

1. Tras estudiar la distaxia socialista, tenemos que enfrentarnos con la eutaxia capitalista. Si rechazamos la fundamentación liberal del capitalismo, tenemos que aportar otra fundamentación distinta que dé cuenta y razón de su eutaxia. Nosotros vamos a proponer una fundamentación de signo materialista. Simplificando mucho, a la hora de engarzar las tres piezas centrales del sistema capitalista (a saber: la eutaxia, el mercado y la democracia), caben dos posibles reconstrucciones límite:

  1. Fundamentación de raigambre idealista:
    democracia → mercado → eutaxia
     
  2. Fundamentación de raigambre materialista:
    mercado → eutaxia → democracia

Dentro de la rúbrica (A) entrarían la mayoría de fundamentaciones liberales al uso –colindantes con el fundamentalismo democrático–: si nuestro sistema económico-político es eutáxico, es gracias únicamente a que disfrutamos de una democracia; recíprocamente, la eutaxia y el mercado sufrirán en la medida en que aparezcan déficits democráticos. Es decir, la democracia y la libertad política constituyen la causa primera de la eutaxia capitalista (así lo afirma, por ejemplo, el economista norteamericano y premio Nobel de economía Milton Friedman).

Dentro de la rúbrica (B) entrarían la minoría de fundamentaciones materiales –colindantes con el funcionalismo democrático–: si nuestro sistema económico-político es eutáxico, es antes en virtud del buen funcionamiento del mercado que de la democracia. Brevemente, la democracia no es la causa sino el efecto de la eutaxia. En palabras de Bueno:

«La línea de las decisiones subjetivas puede dibujarse, a veces, a contracorriente de las líneas objetivas atribuibles a la eutaxia (la voluntad popular puede estar «equivocada» o «fanatizada», eligiendo, por ejemplo, plebiscitariamente a un Führer capaz de llevarle a la ruina); pero la línea de las composiciones objetivas no puede ir a contracorriente de las líneas subjetivas de quienes tienen que realizarla. Pues esto convertiría aquellas líneas objetivas en líneas puramente virtuales o utópicas. (...) Si se defiende la racionalidad política en función de la eutaxia objetiva, sólo en el caso en el cual las decisiones subjetivas estuviesen de acuerdo con las líneas racionales objetivas supuestas cabría hablar de racionalidad política; pero esto no tiene por qué ocurrir, es decir, la «voluntad unánime» no es infalible. ¿Quién se atrevería a defender la tesis de que la voz del pueblo es la voz de Dios? Es por tanto pura metafísica, teológica o secularizada, suponer que las urnas expresarán inmediatamente la racionalidad de una voluntad política del pueblo. (...) La democracia, en suma, no es en estas circunstancias la causa de la eutaxia política cuanto el efecto o síntoma de esta eutaxia (como lo era, en el sistema feudal, la ausencia de motines campesinos o la ineficacia de los mismos). (...) De otro modo, las democracias parlamentarias no garantizan por sí mismas la eutaxia de las sociedades políticas que no reúnan a su vez las condiciones mínimas cuanto a los problemas económicos, jurídicos, religiosos, &c., propios y derivados del contexto internacional.» (Gustavo Bueno, «La Ética desde la Izquierda», pág. 30.)

Si bien nunca han existido sociedades políticas democráticas no capitalistas, es cierto que han existido –contra las tesis de Milton Friedman– sociedades políticas eutáxicas con economía de mercado pero sin democracia. Por ejemplo, Singapur, Corea del Sur o el Chile de Pinochet. Aunque a medida que se desarrolla el mercado y crece con él la eutaxia, el capitalismo precisa desplegarse como democracia política.

2. Desde esta vertiente, la Idea que preside la transformación de las sociedades políticas no democráticas en sociedades de constitución democrática es antes la Idea de libertad «objetiva» que la Idea de igualdad o de fraternidad. La Idea de «libertad objetiva», que bien podría llamarse «libertad capitalista», por cuanto es la condición última de posibilidad y sostenimiento de la eutaxia del mercado y con ella de la democracia en que vivimos, consiste en una libertad de especificación, para elegir entre los diferentes bienes que pletóricamente ofrece el mercado.{4} Cuando el socialismo entra por la puerta, la libertad objetiva salta por la ventana ...y la eutaxia económico-política acaba en la Luna.

Ahora bien, en otro punto, cierto es que el Estado de Bienestar, que es el modo según el cual llega a coordinarse el mercado pletórico con la democracia en el capitalismo, nunca alcanza a todos. El mercado nunca es «pletórico» en el sentido de abundancia para todos. La clase de consumidores es isomorfa con la clase de votantes y, por supuesto, ésta no incluye a los inmigrantes, pero ellos se juegan la vida para poder tener acceso a ese mercado supuestamente «pletórico». No obstante, el reconocimiento de estas contradicciones capitalistas no impide –desde un punto de vista funcionalista, no fundamentalista– añadir que el capitalismo democrático sigue siendo la mejor opción, «no en el sentido de lo que la realidad permite en la aproximación a la Idea pura sino en el sentido de lo que la realidad posibilita en el proceso de alejamiento del despotismo o la tiranía» (Bueno, Panfleto..., pág. 33).

6. La eutaxia del capitalismo (II): trituración de los componentes metafísicos del liberalismo

1. Y, ¿qué decir del liberalismo desde las coordenadas materialistas que nos han servido para localizar el capitalismo y la democracia? Varias cosas. Entre ellas, hasta donde alcanzamos a ver, que el materialismo filosófico puede coincidir con el liberalismo filosófico en lo prudente de defender el capitalismo económico y la democracia política frente a otras opciones menos eutáxicas –como, por ejemplo, las opciones «progres» o «islamistas»–, sin perjuicio de que simultáneamente se critiquen duramente ciertos principios liberales profundamente metafísicos como son el individualismo metodológico, la libertad individual o la inclinación a confundir ética, moral y prudencia. En suma, hoy por hoy, cabe la posibilidad de un acuerdo de mínimos en la práctica, pero jamás en la teoría. Sin embargo, algunas dificultades nos salen al paso y requieren ser diagnosticadas, aunque no estamos en condiciones de despejar todas las incógnitas.

2. Desde el materialismo filosófico, como ha subrayado recientemente Javier Pérez Jara en su artículo «Cuestiones relativas al Socialismo, la Izquierda y otras categorías políticas desde la perspectiva materialista», IZQUIERDA = RACIONALISMO + UNIVERSALISMO, siendo posible identificar esta última nota con una suerte de socialismo. Ahora bien, según Gustavo Bueno, este socialismo no habría de ser entendido necesariamente como un socialismo específico, socioeconómico, encaminado a una determinada acción sobre los medios de producción, puesto que:

«Si un Estado está controlado por una oligarquía nacional o multinacional, la izquierda, por su variable socialista, tendrá que orientarse en el sentido de la estatalización de las grandes empresas productoras o comerciales; si el Estado es socialista (en cuanto al control de las grandes fuentes de producción y distribución) la izquierda, por su variable racionalista, y en determinadas circunstancias (en las cuales la socialización burocrática haya conducido a situaciones «irracionales») podrá defender la privatización en algún sentido, precisamente para devolver la posibilidad de que actúen otros mecanismos de la razón dialéctica. (...) No parece posible erigir, en general, en «seña de identidad» izquierdista, a una política de nacionalizaciones, en cuanto opuesta a una política de privatizaciones.» (Bueno, «La Ética desde la Izquierda», pág. 30).

Eliminada la característica socioeconómica, sólo cabría hablar de universalismo como socialismo genérico (en cuanto crítica al individualismo extremado). Pero, a nuestro entender, este último concepto dista mucho de ser un concepto claro y distinto, y plantea más dudas de las que resuelve. En efecto, ¿hasta qué punto es distinto si se solapa con el universalismo? El universalismo es social pero no socialista, a menos que –como señalaba Hayek– prolonguemos gratuitamente «social» en «socialista», visto que no cuesta nada; pero conviene no enredarse en la retórica de aseverar que todo principio social es, en el fondo, socialista. Y, más aún, ¿hasta qué punto es claro si cabe hablar incluso de un «capitalismo socialista»?

«Una gran empresa industrial multinacional capitalista representa, en el conjunto de las sociedades humanas de un período histórico determinado (o si se prefiere de su «clase universal»), una socialización de los medios de producción tan importante históricamente como pueda serlo la socialización llevada a cabo en un Estado minúsculo. (...) Desde nuestro punto de vista, el capitalismo se nos revela también como un socialismo genérico, es decir, como un gigantesco proyecto de socialización de las sociedades feudales del Antiguo Régimen a las que llegó a destruir. El capitalismo logró establecer el contacto social entre los pueblos más diversos y alejados, universalizando el mercado, socializando el comercio y universalizando los idiomas y la democracia. Tampoco puede olvidarse que una gran parte de los métodos capitalistas inspiraron la propia política de la Unión Soviética.» (Gustavo Bueno, «Notas sobre la socialización y el socialismo», pág. 2.)

¿Pero acaso no suena «capitalismo socialista» a «círculo cuadrado»? Sospechamos que el propio Bueno capta la tensión inherente al concepto de socialismo genérico cuando escribe:

«Como característica genérica de la «función izquierda» tomaremos aquí la Idea del «racionalismo universalista». Generalizamos así la definición de la característica de la «función izquierda» que utilizamos hace unos años . En aquella ocasión, y en las coordenadas «nacionales» en las cuales se mantenía el debate de entonces, nos acogimos a los conceptos de «racionalismo» y de «socialismo», como componentes más significativos de la característica que buscábamos. En la presente ocasión, mantendremos el «racionalismo», pero sustituiremos el «socialismo» por uno de los componentes más genuinos del concepto de socialismo racionalista, a saber, el «universalismo». El término «socialismo» (una vez desaparecido el «socialismo realmente existente», en la forma en que se presentó en la Unión Soviética), ha ido hoy aproximándose indisolublemente, en España y en Europa, a determinados partidos políticos (los partidos socialdemócratas) que, tras su gestión en el gobierno (que introdujo a España en la OTAN y en la Europa del «Estado del bienestar» y de la «calidad de vida») no tendrían por qué tomarse como la izquierda por antonomasia.» (Gustavo Bueno, «En torno al concepto de izquierda política», pág. 20.)

Así pues, parece mejor referirse únicamente a universalismo, a socialismo universalista, a capitalismo universalista, &c.

3. Hechas estas precisiones conceptuales, pasamos al siguiente punto: estudiar si el materialismo puede coincidir con el liberalismo en la defensa (estratégica) del capitalismo, sin que por ello haya de renunciar a hacer una crítica demoledora de las numerosas premisas metafísicas en que el último se sustenta. Inmediatamente nos topamos con esta barrera: si el materialismo filosófico es incompatible con cualquier clase de derecha política, habrá que estudiar si el liberalismo filosófico queda englobado dentro de la derecha o, acaso, existe alguna versión liberal que haga suyo el par de características funcionales de la izquierda: el racionalismo y el universalismo.

Por un lado, observamos que existe un liberalismo racionalista, escondido muchas veces tras las filas de la derecha de corte burgués o anticlerical:

«En cualquier caso, el racionalismo no es una nota exclusiva de la Izquierda, puesto que, a pesar de Lukacs, también hay un racionalismo de derechas. Pero con el socialismo ocurre otro tanto: hay un socialismo de izquierdas, pero también hay un nacional socialismo, considerado generalmente de derechas, y esto sin contar con el socialismo real de la Rusia soviética, que muchos consideran hoy como conservador. Asimismo los movimientos socialistas, y aun colectivistas, de naturaleza teológica (islámica o cristiana) difícilmente pueden llamarse de izquierda, en el sentido político, precisamente por su componente irracionalista.» (Bueno, «La Ética desde la Izquierda», pág. 30.)

Pero, por otro lado, también constatamos que existe un liberalismo universalista (algunos dirán, dejándose llevar por la «equívoca» identificación entre socialismo y universalismo, que lo que existe es un liberalismo socialista, aunque esto parezca una contradicción en los términos). No en vano, todo el liberalismo utilitarista inglés –y también el austriaco, así Mises- postuló (emic) una acción universal encaminada a la construcción de una Civilización (capitalista) Universal (como reconoce Hayek). Otro tema es que (etic) fuera así, pero ¿acaso el comunismo socialista lo desarrolló éticamente (¡GULAG!)?

En suma, el liberalismo no es, necesariamente, irracional ni particularista. Con respecto a la nota racionalista, no hay duda. Vayamos, pues, de nuevo, con la nota universalista. Leemos en Mises:

«Desde un punto de vista histórico, el liberalismo fue el primer movimiento político que quiso promover no el bienestar de determinados grupos, sino el general. Difiere el liberalismo del socialismo –que igualmente proclama su deseo de beneficiar a todos– no en el objetivo perseguido, sino en los medios empleados.» (Ludwig von Mises, Sobre liberalismo y capitalismo, pág. 25).

En realidad el único subjetivismo individualista al que afecta la definición de particularismo de Bueno es el subjetivismo «mesiánico» de aquellos individuos que sí se erigen en «representación única» de lo humano, con «segregación» de las demás partes; entre los que, siendo serios, también tenemos que contar a Lenin, Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot, Castro... El subjetivismo mesiánico es, además, el punto de partida necesario del subjetivismo de grupo: el Comunismo de Lenin, el Comunismo de Stalin, el Nacional Socialismo de Hitler, la China de Mao, la Camboya de Pol Pot, la Cuba de Castro... Total: seis universalismos (emic) y seis subjetivismos (etic) del siglo XX. Por su parte, el liberalismo –en el sentido que indicamos más abajo– no defiende la subordinación total de la sociedad a los intereses de cada individuo, sino que afirma (emic) todo lo contrario, a saber: que cada individuo debe subordinarse a la sociedad (al mercado, en su sentido más amplio), si desea alcanzar sus propios fines. Sospechamos que Javier Pérez Jara atisbó esta complejidad cuando formuló la siguiente pregunta clave: «¿Los capitalistas y defensores de la economía liberal no podrían apelar a que su sistema económico no excluye la incorporación de ningún individuo al círculo de racionalidad del sistema?» (J. Pérez Jara, «Cuestiones relativas al Socialismo...», pág. 1). Y la respuesta ha de ser, muy probablemente, afirmativa, porque el hecho es que nadie va a trabajar «pensando» en la eutaxia del Estado, sino en su propio beneficio (comer, ir al fútbol, pagar la letra del coche...).

4. Dicho lo cual en pos de la compatibilidad –a día de hoy– entre el filomat y el capitalismo, no hemos de regatear críticas en la búsqueda de una trituración de los componentes más metafísicos del liberalismo filosófico tal y como queda articulado por sus partidarios, a saber: el individualismo metodológico, la libertad individual o la inclinación a confundir ética, moral y prudencia política (así, por ejemplo, un liberal al uso jamás escribiría unas notas al pie como la 1ª y la 3ª de nuestro «Obituario a Jean-François Revel»).{5}

A modo de ilustración, Murray N. Rothbard fue un «tomista agnóstico», un iusnaturalista que defendió la existencia de la ley natural desvinculándola de la propia existencia de Dios, en la línea de los escolásticos españoles del XVI –de hecho, en La ética de la libertad, llegó a citar en apoyo de sus ideas a Francisco Suárez: «incluso en el caso de que Dios no existiera, o no existiera uso de su razón, o no juzgara la rectitud de las cosas, si hay en el hombre un dictado de la recta razón que le guía, tendría la misma naturaleza de ley que tiene ahora» (De legibus ac Deo legislatore)–. Rothbard, que no fue un liberal ingenuo{6}, inclinó la ley natural –siguiendo también la tradición hispana de libertad– más por el lado individualista que por el lado estatalista. La razón nos dice que, por ley natural, todos nacemos iguales por naturaleza, siendo propietarios de nuestra propia persona y de nuestro trabajo. Por tanto, con derecho natural a la propiedad (incluso llegó, aduciendo la propiedad de la mujer a su cuerpo, a defender el aborto, en cuanto no sería un asesinato sino la expulsión de un invasor indeseado en nuestra propiedad [¡!]). Rothbard terminó yendo más allá del «Estado mínimo» de Hayek hacia un nuevo horizonte «libertario», anarcocapitalista. Por su parte, Hayek movióse separándose tanto de una ética racional como de una ética revelada: su escepticismo fraguó hasta una posición ultra-tradicionalista según la cual todo lo que dura en el tiempo es bueno, incluyendo acá las normas heredadas (¡pero el asesinato y el pillaje han existido desde la noche de los tiempos!).

Mientras que Hayek y Rothbard defienden el liberalismo desde la ética, con los problemas insalvables que esto plantea al mezclar la ética con la política (cf. Gustavo Bueno, «En nombre de la Ética»), Ludwig von Mises lo hizo sin recurrir a juicios de valor (signo de los tiempos con respecto al teorema de imposibilidad del socialismo: por supuesto, Mises tenía razón), es decir, apelando sólo a datos socioeconómicos (i.e. iusnaturalismo vs. utilitarismo, pues Mises es utilitarista en cuestiones éticas y kantiano en las epistemológicas). Y así, aunque los tres autores mencionados comparten una serie de premisas intolerables desde nuestras coordenadas materialistas, hay uno de ellos cuyos análisis resultan en gran parte aprovechables desde el materialismo filosófico. Nos referimos, claro está, a Von Mises.

7. Conclusiones

1. Tiene razón Bueno cuando escribe que «no se es más materialista por proyectar una humanidad futura colmada de justicia, de sabiduría, y de abundancia, porque también un formalista, eminentemente un idealista, puede albergar proyectos filantrópicos similares y aún más radicales; ni tampoco un formalista equivale al escéptico, porque también el materialista puede ser escéptico y aun misántropo» (Gustavo Bueno, Prólogo a «Miseria de la Novedad»..., pág. 45). Y así, nec spe nec metu, proponemos que, por ser precisamente materialistas, estamos más próximos al capitalismo que al socialismo, por cuanto reconocemos al capitalismo como lo único que funciona hoy día. No inventamos hipótesis. En definitiva, retomando lo dicho al comienzo, la «combinación» acertada es una organización social con un sistema de producción capitalista de libre mercado corregido con un cierto socialismo (el Estado de Bienestar), y no lo contrario: un sistema socialista sin mercado (o de mercado restringido a los bienes de consumo), que lo único que ha demostrado hasta hoy es su ineficiencia, es decir, que no funciona. Empleando palabras de Aleix Vidal-Quadras entresacadas de su artículo «De consolatione dubiae sinistrae (y 2)»:

«El capitalismo real ha vencido al socialismo real precisamente por su capacidad de admitir correcciones de primer orden tales como el subsidio de desempleo, sanidad y educación universales y gratuitas, pensiones de jubilación (...) En cambio, al socialismo real no ha habido corrección de primer orden que lo recompusiera porque al ser erróneo en orden cero, sólo le cabía el colapso, tal como la experiencia ha demostrado.» (Aleix Vidal-Quadras, Cuestión de fondo, pág. 72.)

Ahora bien, ¿qué bienes y servicios debe procurar el Estado de Bienestar de que estamos hablando? Desde un punto de vista abstracto, resulta difícil especificarlos a priori, pues dependen de la coyuntura de cada Nación política. En España, podríamos cifrar entre ellos la Educación y la Sanidad. Pero no faltan críticos que pongan el dedo en la llaga del Estado de Bienestar, y no sin razón...

2. Con respecto al tema educativo, actualmente, la práctica totalidad de la población escolar asiste a centros escolares y está alfabetizada, y por si fuera poco hoy se destina más dinero que nunca a la educación en forma de becas, ayudas y subvenciones de todo tipo. Ésta es, aproximadamente, la realidad «oficial» de la educación; una realidad que, sin embargo, no coincide del todo con la realidad educativa «realmente existente». Hay, por ejemplo, un enorme fracaso escolar, más o menos disimulado, que las autoridades políticas en el poder se empeñan en negar sistemáticamente y que afecta a todos los niveles educativos, desde la educación infantil hasta la superior. Un fracaso escolar que se resume en la falta esencial de calidad en la educación y que se evidencia de muchas maneras, pero quizá especialmente en el hecho de que la mayor parte de los licenciados no son capaces de expresarse con un mínimo de corrección ni de escribir sin faltas de ortografía, amén de que en muchos centros se viven situaciones de verdadera lucha de «clases». ¿Por qué no coincide la realidad educativa «oficial» con la realidad educativa «realmente existente»? ¿Cómo es posible que cuantos más medios se destinan y cuanto más se amplía la educación más descontentos parecen estar tanto alumnos como profesores (y, como consecuencia, la propia sociedad)? La respuesta, por más que los políticos no quieran reconocerla y se dediquen a tirar balones fuera, no puede ser otra que ésta: la intervención del Estado no responde a las necesidades sociales. «La educación lo es todo» ha sido un eslogan extraordinariamente efectivo gracias a la ambigüedad esencial que esconde. Se atribuye así a la educación un poder ilimitado que de hecho no tiene, porque se escamotean los condicionamientos biológicos, psicológicos y sociales que afectan decisivamente a todo individuo y que marcan el punto de partida y los límites de toda educación individual. No todo el mundo es, ni puede ser, Cervantes, Newton, Nabokov o Einstein. Los condicionamientos naturales limitan el alcance intelectual exactamente igual que el físico, y no todo el mundo puede correr cien metros en diez segundos, lo mismo que no todo el mundo puede entender con rigor matemático la idea de límite o el cálculo infinitesimal. Y lo mismo que la educación no lo es todo, tampoco hay «una educación gratuita para todos». Aquí la falsedad es mucho más evidente. La educación es siempre costosa. Y decir que «son los ricos los que la pagan a los pobres» –la contracrítica gubernamental– no es sino una mentira añadida. La mayor parte de los impuestos la pagan las clases medias y bajas, no las altas, y la verdad se acerca más a lo contrario: que son las clases medias y bajas las que, en muchos casos, pagan, por ejemplo, la educación superior de los hijos de las familias ricas (que los envían a estudiar a las universidades públicas). Es, desde luego, imposible saber si los particulares pagarían voluntariamente el precio que tienen que pagar obligatoriamente. ¿Habrían invertido los particulares todo ese dinero de haber podido elegir –en un sistema de educación privada–? La respuesta es, con seguridad, que no: las familias no habrían invertido en ningún caso esas enormes sumas de dinero en una licenciatura para sus hijos a la vista de que en el mercado sobran licenciados y faltan técnicos.

O cambiamos el sentido de la intervención pública o cedemos terreno a iniciativas privadas, o «combinamos» ambas soluciones. Es cierto que el mercado no suele generar los desequilibrios tan enormes que provoca la intervención estatal, que en manos de los políticos convierte la educación en adoctrinamiento (p. ej. en «Educación para la Ciudadanía»), mas ¿hasta qué punto no sería peor el remedio que la enfermedad? (La competencia –que también está presente, menos mal, en la masificada educación pública– siempre genera beneficios pero puede desembocar en un monopolio no estatal aún peor.) Como sabe perfectamente cualquier maestro o profesor, la educación privada «vende» hoy los títulos académicos, exactamente igual que la educación pública los «regala».

3. Con respecto al tema sanitario, y dejando aparte el abuso injustificado que supone que el Estado pague la sanidad privada a los funcionarios públicos, puede decirse que la sustitución de la sanidad pública por un conjunto de empresas sanitarias privadas tendría el siguiente efecto (el mismo que se seguiría, en principio y salvo monopolio, de la privatización de la educación pública): la competencia que se crearía entre las distintas empresas privadas en su búsqueda de beneficio daría lugar a una rápida mejora de los servicios y a un abaratamiento de los costes y los precios.

Esto es algo que ocurre siempre que hay competencia y sólo cuando hay competencia (que también desaparece cuando surge un monopolio privado). Los ordenadores portátiles que hoy tenemos, cada vez mejores y más baratos, los tenemos gracias a que se producen en libre competencia para el mercado. Y otros dos ejemplos son Iberia y Telefónica, hasta ayer monopolios estatales y hoy abiertos a la competencia. ¿Cuál ha sido el resultado de la liberalización? El rápido desarrollo tecnológico (especialmente en la telefonía), una ampliación y mejora de los servicios, y la caída en picado de los precios (sobre todo en los vuelos, lo cual demuestra hasta qué punto estaban artificialmente inflados por efecto del monopolio). Lo cierto es que hoy vuelan y hablan por teléfono muchas más personas que antes, con un servicio en general mejor y a unos precios más baratos. Gracias al mercado, no al Estado.

4. La oportuna toma en consideración de las circunstancias concurrentes nos han determinado a sostener, desde unos axiomas materialistas, que los factores de producción han de ser, en gran medida, de control privado, porque hasta ahora la experiencia nos dice que el mantenimiento del mercado, junto a la ley darvinista que lo regula, resulta más eutáxico que clausurarlo. Y, además, asignamos al Estado las siguientes tareas imprescindibles: salvaguardar la seguridad de los ciudadanos, así como la provisión de ciertos bienes y servicios, variable según la evolución histórica de cada Nación política.

5. Concluimos haciendo nuestras las siguientes palabras de Bueno:

«Entre el fundamentalismo y el puro empirismo (escondido muchas veces bajo la hipótesis puramente negativa del escepticismo o del relativismo) hay que poner el funcionalismo... Acéptese la democracia y procúrese mejorarla, a la manera como aceptábamos el sistema de ferrocarriles con locomotoras a vapor, con todos sus inconvenientes, pero sin por ello tener que sentirnos orgullosos (¿ante quién?) del progreso que aquel sistema implicaba.» (Gustavo Bueno, Zapatero y el Pensamiento Alicia, págs. 279 y 303.)

Bibliografía

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Notas

{1} A Felipe Giménez Pérez, por dar que pensar, por ponerme sobre la pista de mucho de lo que aquí se cuenta o se calla; y por escribir algún que otro aforismo impagable, como aquel que reza así: «Prefiero la dictadura del sable a la del puñal.» Concedido.

{2} Así, por ejemplo, se decanta Mises: «Los principios del liberalismo se condensan en una sencilla palabra: propiedad; es decir, control privado de los factores de producción (pues los bienes de consumo tienen, evidentemente, que ser siempre de condición privada). Todas las restantes exigencias liberales derivan de tal fundamental presupuesto» (Mises, Liberalismo, pág. 37). (Otros autores prefieren cifrar la diferencia entre liberalismo y socialismo antes en la ausencia o presencia de coacción que en la titularidad de los medios de producción; pero, a nuestro entender, con esto sólo consiguen desplazar el debate político al campo etológico.)

{3} Hoy, en España, el Estado administra aproximadamente alrededor del cuarenta por ciento de la riqueza nacional; en Francia se acerca al cincuenta y en Estados Unidos ronda el treinta. Esto refiriéndonos sólo al poder «directo» del Estado, al que habría que añadir el poder «indirecto» derivado de toda clase de subvenciones y ayudas, como por ejemplo las que reciben esa cohorte de «intelectuales» orgánicos amarrados al pesebre estatal que brincan y bailan, como los peces en el río, a las órdenes del Faraón y del Fouché de turno.

{4} Comprendemos pero no justificamos que la expresión «libertad objetiva» no deje de chirriar en ciertos oídos de tendencia liberal, más afines a hablar de «libertad subjetiva». Pero este último término nos hace sonreír a la manera que lo hacía Espinosa cuando leía a aquellos que sostienen que hablan o callan por libre mandato de su alma. ¡Como si la elección de bienes en el mercado no estuviera condicionada y determinada por la propaganda que los medios hacen de unos bienes más que de otros! (Cf. Gustavo Bueno, Panfleto..., pág. 195 y ss.).

{5} Desde nuestras coordenadas materialistas, habría que hacer frente también a la crítica en sentido contrario, es decir, del liberalismo al materialismo, y que muy seguramente procedería según el siguiente esquema tendente a sacar a la luz la cuestión de la libertad, tanto en el plano individual como en el social, en donde se trataría de neutralizar la crítica a la gran complejidad que entraña engranar la dialéctica de clases con la dialéctica de Estados: «si Marx es Hegel dado la vuelta y Bueno es Marx del revés, no hay duda... Bueno es Hegel redivivo, o lucha universal de clases o lucha de Estados particulares, y si se apuesta por lo segundo se pierde lo primero».

{6} En «Myth and Truth About Libertarianism», Rothbard hizo frente a seis mitos acerca del liberalismo, llegando a tomar distancia de un individualismo exacerbado, desde una perspectiva próxima al materialismo ateo.

 

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