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El Catoblepas, número 59, enero 2007
  El Catoblepasnúmero 59 • enero 2007 • página 12
Artículos
Filosofía del Quijote

Guerra y Paz en El Quijote · I

Pedro Insua Rodríguez

Las Ideas de Guerra y de Paz
en Miguel de Cervantes a través del Quijote{1}

«Sabe que la guerra con el turco o con quien fuese se avecina, y Miguel, que ya ha visto Roma, requiere su espada y sienta plaza de soldado»
(Navarro y Ledesma, El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes, pág. 54)
 
«El Quijote le vale a España muchos Lepantos» (Unamuno)

1. Para evitar ciertas expectativas que quizás el título pueda sugerir quisiéramos, antes de nada, hacer una puntualización, a modo de advertencia, sobre lo que aquí vamos a desarrollar, y es que nuestra referencia, la referencia temática de nuestra conferencia, no es tanto «El Quijote», obra de la que este año [2005], como todo el mundo tiene archisabido, se conmemora el cuarto centenario de su publicación, cuanto Cervantes, su autor. Queremos decir que no tanto vamos a hablar de aspectos literarios del Quijote («doctores tiene la Santa Madre Filología...»), como de las Ideas de Guerra y de Paz de Cervantes a través del Quijote –así como a través de otras obras suyas–, y ello con una intención directamente apagógica: probar el absurdo de la tesis de Bataillon según la cual en la perspectiva del erasmismo, la obra de Cervantes se hace más inteligible{2}, para, a continuación, una vez impugnada tal «hipótesis», tratar de ensayar la inserción de la obra en otras coordenadas que, en efecto, permitan más adecuadamente su inteligibilidad, dada la desorientación que tal pretensión de Bataillon creemos supone al respecto.{3}

Así las Ideas de Guerra y de Paz cervantinas resultan ser, según nuestro análisis, ya lo anunciamos, no ya indiferentes respecto al erasmismo sino más bien, nos atrevemos a decir, incompatibles y hasta contrarias a tal perspectiva, pudiendo incluso llegar a ser calificada la concepción de Cervantes, por lo menos en relación a sus Ideas de Paz y de Guerra, como de anti-erasmista, según se ha sugerido alguna vez.

Y es que tampoco, en este sentido, creemos abrir una nueva línea de interpretación (lejos de nosotros está la pretensión de originalidad): en buena medida seguiremos la brecha abierta y desarrollada ampliamente por José Antonio Maravall, en lo que, para referirse a la postura política de Cervantes, Maravall concibió bajo la fórmula «humanismo de las armas», alineado con una suerte de contra-utopismo reformista que, definitivamente, se pone enfrente del humanismo utópico en general y del erasmista en particular.{4} Una brecha abierta, decimos, sobre el muro (ideológico) que supone la asimilación sin más de Cervantes con el erasmismo, un ídolo este que, a pesar de su inconsistencia, vuelve una y otra vez a «asediar el entendimiento» (según decía Bacon de los idola), teniendo, en tanto que ídolo del teatro, una presencia muy relevante en la bibliografía sobre el asunto. El propio Américo Castro no dejó de subrayar tal influencia, aunque, desde luego, de un modo mucho más matizado que Bataillon, llegando finalmente incluso a rectificar y a restar relevancia a tal influencia sobre Cervantes.{5}

2. En cualquier caso, para empezar, varios escollos –desde luego así los concebimos nosotros– tiene que afrontar esa pretensión de Bataillon; por lo menos, y a bote pronto, dos: un escollo digamos hermenéutico, relativo a la interpretación de varios textos cervantinos que resultan inequívocamente disonantes con la perspectiva erasmista; y otro escollo, este biográfico, que, por lo menos aparentemente, resulta igualmente desacorde. En cierto modo, como veremos de inmediato, ambos escollos responden al mismo problema.

De los textos a los que nos referimos el más sonado es, en efecto, el Discurso de las armas y las letras que aparece en la primera parte del Quijote (caps. xxxvii-xxxviii), inmediatamente antes del relato del Cautivo, y que en buena medida lo introduce: ¿cómo compatibilizar la perspectiva desarrollada en ese discurso con el erasmismo?. Desde luego siempre se pueden atribuir las tesis que en tal discurso se sostienen al personaje, y no al autor, es decir a Quijote y no a Cervantes, teniendo en cuenta además la «locura» del personaje, según lo dibuja el autor. Sin embargo, cuando Don Quijote reanuda su discurso, después de haber hecho la presentación de la cuestión en aquella concurrida cena, Cervantes observa que, dadas las razones que Don Quijote despliega en él, «obligó a que ninguno de los que escuchándole estaban lo tuviese por loco», indicación que, precisamente, neutraliza, o por lo menos atenúa mucho, la posibilidad de no comprometer al autor con las palabras de su personaje.{6} Más bien al contrario, parece comprometerse Cervantes con él, por lo menos con sus razones, al destacar la cordura con la que Don Quijote habla en aquella ocasión (situación, por otra lado, que no es inaudita en la novela con otros discursos del personaje{7}), diciendo Cervantes, una vez Don Quijote concluye su discurso, que suscitó gran lástima en los oyentes al ver que aquel hombre «que, al parecer, tenía buen entendimiento y buen discurso en todas las cosas que trataba, le hubiese perdido tan rematadamente en tratándole de su negra y pizmienta caballería». En cualquier caso, este reconocimiento de Cervantes sobre la calidad de los discursos de su personaje tampoco tiene, desde luego, por qué suponer compromiso «c por b» con el contenido de los mismos.

Por otra parte, en cuanto al detalle biográfico, vamos a anunciarlo un tanto abrupta y rápidamente: ¿qué pinta el supuestamente «erasmizante» Cervantes en Lepanto?, y, sobre todo, ¿qué pinta además comportándose como se comportó nuestro autor{8} en aquel «dichoso día»,{9} en aquella «felicísima jornada», en «la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros»?, ¿qué pinta, insistimos, «militando debajo de las vencedoras banderas del hijo [Juan de Austria] del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria»?{10} Y no decimos que la práctica de la milicia sea razón suficiente para negar su alineación erasmista, pero sí que el ejercicio de las armas llevada a cabo por Cervantes en su condición de soldado a cargo del ejército del Rey Cathólico, y no sólo en Lepanto, permite, como mínimo, poner bajo sospecha tal alineación, sobre todo cuando vemos cómo rememora Cervantes tales episodios aquí y allá a lo largo de su obra.{11} Pero si a esto añadimos además su militancia en algunas de sus «letras», de las que más tarde hablaremos, en esa misma línea de defensa no pacifista de la política del Rey Católico (y con más beligerancia que el propio rey, según veremos), entonces nuestras sospechas terminarán por consolidar la negación de semejante alineación, reforzando, de paso, los compromisos de Cervantes con lo sostenido por su personaje en el célebre Discurso de las armas y las letras anteriormente mencionado.

3. Y es que, y este es el problema que vemos en la «hipótesis» de Bataillon, un componente esencial del evangelismo erasmista, de la fe evangélica según la concibe Erasmo –devotio moderna en tanto que opuesta a la práctica «exterior» de la piedad y a la «barbarie»escolástica–, es su irenismo, un irenismo que a todas luces, nos parece, se ve cuestionado en ambos episodios cervantinos, el literario y el biográfico, en cuanto que, y esta es nuestra sospecha, difícilmente la misma personalidad que los causa puede hacerlo arropado ideológicamente por tal pacifismo erasmizante.

Cuanto menos será necesario, desde esa pretensión que pone a Cervantes en la estela de Erasmo, abordar esta cuestión para justificar, si acaso reforzarla en punto tan importante, dicha «hipótesis».

Pues bien, en este sentido, llama la atención el que Bataillon en su obra magna Erasmo y España pase por alto este asunto, quizás asumiéndolo como obvio, y que tampoco lo haga en los artículos reunidos en el libro Erasmo y el erasmismo (ed. Crítica, 1977, en concreto en los artículos 13 y 14 de tal colección) destinados a calibrar la influencia de la Moira, no sólo aunque también, en Cervantes.

Las pesquisas de Bataillon se centran en general, para justificar su hipótesis, en constatar en el autor del Quijote, con abundantes citas, una confesión de fe evangélica que roza, además, el antimonaquismo, aunque sea expresado a «media voz» –dada ya la situación del erasmismo en España en los tiempos en los que Cervantes se forma («erasmismo condenado»)–, y que le pudo haber venido, según argumenta Bataillon, de la influencia que sobre él ejerció el tutelaje del maestro López de Hoyos.{12} Nada se dice sin embargo, insistimos, del irenismo que, quizás, se presupone en Cervantes como derivado de esa fe evangélica que se le atribuye, pero que en absoluto es tal extremo probado en manera alguna; ni siquiera es contemplado.

De igual modo ocurre con algunos de los más fieles seguidores de Bataillon en España. Abellán, por ejemplo, tampoco dice nada al respecto, a pesar de que asume como indiscutible el que «el ingrediente fundamental y básico de dicho pensamiento [el de Cervantes] es el erasmismo larvado que se aprecia en toda la obra de Cervantes, y de un modo especial en el Quijote, donde los ideales erasmianos aparecen de un modo o de otro a lo largo del libro» (págs. 239-240, Historia del Pensamiento español, Ed. Espasa). Pero sin embargo, ningún comentario, ni en El erasmismo español (J. L. Abellán, págs. 254 y ss., Ed. Espasa), ni en su gruesa Historia Crítica del Pensamiento español, acerca de la ausencia o, en su caso, presencia en el horizonte del pensamiento de Cervantes del «ideal» pacifista defendido por el evangelismo de Erasmo.

Desde luego, so pretexto del criptoerasmismo («larvado», «a media voz») circulando por España, consecuencia de ese «Erasmo condenado», muchos no dejan de percibir a la filosofía de Cristo propagándose por todas partes, saliendo erasmistas de las letras españolas del siglo XVI como hongos en un bosque húmedo.{13} Raro sería, entienden muchos, dado el oscurantismo ambiente promovido, dicen, sobre todo por la Inquisición («mentalidad inquisitorial»), que el mayor ingenio de nuestras letras se mantuviese ajeno a tan «ilustre», incluso «luminosa», influencia. Esto es, no puede ser –se viene a sobrentender– que una obra como la de Cervantes, de tan altos vuelos literarios, pueda tener como fuentes aquellas corrientes internas que conviven, entre otras cosas, con tan «odioso» Tribunal. Las fuentes de la obra cervantina tienen que proceder, por tanto, de lugares libres de (exteriores a) tal «mentalidad inquisitorial», instalada en el interior de España.

Digamos que afirmar la influencia de Erasmo en Cervantes es una manera de prestigiarlo al situarlo al margen de cualquier complicidad con la Inquisición y la «mentalidad inquisitorial», siendo Erasmo el principal candidato, además de por tener una gran influencia en España –cosa que no negamos–, por ser sus obras expurgadas una vez incorporadas a los Índices del Santo Tribunal. El brillo, la ilustración que representa la obra de Cervantes en medio de tanta oscuridad, se explicaría pues, a la postre, por la influencia que en él ejerce la «luz» evangélica erasmista: esto explica en fin su excepcionalidad{14} en una España completamente negra al fondo (bárbara, frailuna, hipócrita).

Pues bien, creemos que, sin embargo, y a pesar de los muchos empeños en este sentido, no está justificado en modo alguno el que Cervantes aparezca como un «hongo erasmista» más, precisamente en razón de que no vemos en su obra, y ello nos parece no sólo una razón suficiente sino de peso, ni rastro de irenismo evangélico. Es más, lo que aparece en su obra, como trataremos de mostrar, es una idea política de Paz que, más bien, se opone a la Paz evangélica,{15} en sentido erasmista.

Así existen elementos en España, en tradiciones ajenas a Erasmo, que podrían explicar el supuesto antimonaquismo de Cervantes (como por cierto no deja de reconocer el propio Bataillon), incluso que podrían explicar, sin necesidad de nuevo de apelar al erasmismo, su fe evangélica (si hubiese tal){16}; además el propio pacifismo, si asimismo lo hubiera en Cervantes –que no lo hay–, tampoco tendría porqué pasar por Erasmo, pues la paz de la fe, por utilizar la expresión del Cusano{17}, puede tener otras fuentes (el propio Nicolás de Cusa, Juan de Segovia en España, &c.), que además pueden serlo a su vez del propio erasmismo{18}.

En resolución, es necesario, tal como sugiere y desarrolla Maravall, enlazar la obra de Cervantes con otro tipo de tradiciones cuyo descubrimiento,{19} además, nos permitirá mostrar la falsedad del esquema de la «excepcionalidad» de la literatura cervantina respecto a su «circunstancia» española, atenuando de paso tanto la «luminosidad» que pueda representar la obra de Erasmo en este sentido, como la oscuridad que pueda representar la «mentalidad inquisitorial» con la que se supone convivía el autor del Quijote. Una vez descartemos, por inconsistente, la línea erasmista, trataremos de insertar las Ideas cervantinas de Paz y de Guerra, según una sugerencia de Gustavo Bueno (en su obra La vuelta a la Caverna), en coordenadas que beben de fuentes aristotélicas. Trataremos pues de probar la verdad de nuestra interpretación, el aristotelismo de Cervantes, por la falsedad que representa la interpretación de Bataillon. Veamos.

4. Numerosas son las obras en donde Erasmo «pone en valor» tal irenismo que ahora traemos a colación, siendo en buena medida este pacifismo, como en efecto se ha dicho tantas veces, leitmotiv de toda su obra.

Precisamente en el Enquiridion (obra ya de título irónico: enchiridion es una daga, un cuchillo de mano, un arma, pues{20}) se trata de ejercer una, por así decir, «inversión de todos los valores» frente al cristianismo eclesial, teológico, legalista («judío»), monacal al que se enfrenta Erasmo, según él lo interpreta, de tal manera que, regresando, recuperando el verdadero mensaje cristiano (evangelismo), se supone trastocado por su reinterpretación teológico escolástica («bárbara», «paganizante»), el Evangelio reaparecerá depurado a través de las buenas letras grecolatinas. Una reaparición que se verá como «locura», en efecto, a los ojos del «mundo», pero como una locura que representa la verdadera sabiduría cristiana contrapuesta a la necedad (estulticia) monacal, una necedad a la que Erasmo irónicamente dedicará su conocido Elogio.

En efecto, según Erasmo, la desviación que se ha ejercido en este sentido sobre la filosofía de Cristo ha sido tal que, prácticamente, ésta ha desaparecido del «siglo», encontrándose en todas partes vapuleada, mancillada y paradójicamente aborrecida. La guerra, las armas con las que se defiende la República Cristiana (especialmente el «Papa guerrero», Julio II, será blanco de las críticas de Erasmo) no hacen sino canalizar esta desviación en sentido opuesto al buen mensaje cristiano, de manera que, cuanto más se insiste en la defensa armada de la fe cristiana, con los ejércitos de los príncipes cristianos (incluyendo al Papa), menos sitio queda (utopía, es la expresión de Moro para concebir esta idea{21}) para la sabiduría cristiana y sus verdaderas «armas»: el enchiridion (el manual literario, no el arma) es el «arma» verdaderamente cristiana destinada a hacer la «guerra» al auténtico enemigo del cristiano, esto es, al vicio. Con la depuración del espíritu del Evangelio por la vía de las buenas letras es como el caballero cristiano se pertrecha contra el vicio, su verdadero enemigo: son sus «armas», sin más, la oración y la ciencia. Mediante la oración «el espíritu se eleva hacia el cielo, ciudadela inaccesible a nuestros enemigos»; mediante la ciencia (filológico-teológica) es depurada la oración de modo adecuado: «La oración pide, pero la ciencia sugiere lo que hay que pedir». Son estas, y no otras, las armas del cristiano en su singular «guerra» contra el vicio que asedia el espíritu cristiano, y sólo venciendo los propios vicios es posible llegar a la Paz –paz evangélica, poética– como fin de la «Guerra».

Representa pues en efecto el enchiridion el manual del caballero cristiano útil para librar con buen fin tales «batallas»:

«Aquí tienes [dice Erasmo del propio Enquiridion], pues, recién preparado para ti, un enquiridion, un pequeño puñal, que nunca has de dejar de la mano, ni en la mesa ni en el lecho. Si a veces te entregas a los negocios de este mundo y llevar contigo esta armadura es una carga, no consientas que en ningún momento te coja desarmado el enemigo. No te dé pereza llevar contigo este puñalito, que ni será muy pesado ni inútil para tu defensa. Cierto que es muy pequeño, pero si lo sabes usar con maestría y añades el escudo de la fe, te enfrentarás con facilidad al asalto del enemigo sin recibir herida mortal alguna» (Erasmo, Enchiridion, o manual del caballero cristiano, pág. 82, B.A.C).

La Paz es, pues, la Paz de la Fe, en la concepción de Erasmo –muy en la línea de Nicolás de Cusa–, nacida de la «victoria» sobre el pecado, de tal manera que las armas se verán irónicamente confrontadas a las «armas» evangélicas, siendo el fin de aquellas una «paz falsa» (v. Op. cit., pág. 85) que queda confrontada al fin que persiguen estas: la «paz auténtica», la Paz de la fe.

En definitiva, la Paz es entendida en un sentido poético, metapolítico, «espiritual», «celestial», desde la cual se observa la guerra, cualquiera sea su justificación, como incompatible con la filosofía de Cristo, incompatible con la fe evangélica: «Pero después de que Cristo ordenase envainar la espada no es digno de cristianos hacer la guerra, a excepción de aquella hermosísima contienda contra los enemigos más terribles de la Iglesia: contra el afán de dinero, contra la ira, contra la ambición, contra el miedo a la muerte. Éstos son nuestros filisteos, estos nuestros nabucodonosores, estos nuestros moabitas y ammonitas, contra los cuales eludiendo cualquier clase de tregua hemos de trabar combate, hasta que suprimidos los adversarios se implante la calma. Ya que mientras no los sometamos nadie podrá consolidar una paz verdadera, ni consigo mismo ni con el otro. Ésta es la única guerra que engendra auténtica paz. Quien aquí venciere no deseará la guerra contra mortal alguno» (Erasmo, Comentario al Adagio Dulce bellum inexpertis, pág. 195, ed. Pretextos{22}). Así que quien desee la guerra, afirma Erasmo inequívocamente, cualquiera sea la razón que a ello le mueva, es indigno de llamarse cristiano, y no sólo, que, por supuesto, si la guerra es promovida entre cristianos,{23} sino incluso si esta es promovida en defensa de la república cristiana contra el Turco. De modo que, continúa Erasmo en su comentario al célebre adagio y en relación ahora a la guerra al Turco,

«ni siquiera creo que se deba aprobar nuestra insistencia en hacer la guerra a los turcos. ¡Mal va la religión cristiana si su conservación depende de tales defensas!. Y no es lógico que bajo tales auspicios nazcan buenos cristianos. Lo que se consigue por la espada se pierde a su vez por la espada. ¿Quieres atraer a los turcos hacia Cristo? No hagas ostentación de riquezas, ni de ejército, ni de fuerzas. Que vean en nosotros no sólo el rótulo sino también los atributos auténticos del cristiano: vida intachable, deseo de hacer el bien incluso a los enemigos, paciencia inalterable frente a todas las ofensas, desprecio del dinero, indiferencia a la gloria, vida modesta. Que comprendan la doctrina celeste por su concordancia con esta forma de vida. Con tales armas se subyuga perfectamente a los turcos. Hoy con frecuencia se trata de malvados que combatimos contra malvados. Diré más (ojalá en esto fuese yo más veraz que exagerado): si prescindes del nombre y de la insignia de la cruz somos turcos que luchan contra turcos. Si la religión se ha constituido por obra de soldados, si se ha consolidado por la espada, si ha crecido mediante guerras, protejámosla contra los mismos medios. Si en cambio todo se ha hecho con procedimientos diferentes ¿por qué, como si desconfiásemos de la ayuda de Cristo, acudimos a recursos paganos? [...] Escupimos a los turcos y de este modo nos consideramos nobles cristianos, cuando somos para Dios más abominables quizás que esos mismos turcos. [...] ¡Ayuda a los turcos!, transforma si puedes a los impíos en piadosos, implóralo si no puedes, que así reconozca yo el espíritu cristiano. [...] Esos que llamamos turcos son en su mayoría semicristianos{24} y quizás estén más cerca del verdadero cristianismo que la mayoría de nosotros» (Erasmo, Comentario al Adagio Dulce bellum inexpertis, págs. 202-203, ed. Pretextos)

Reconoce Erasmo, en resolución, que el ejercicio de la milicia es indigno del cristiano, es más, el mero ejercicio de las armas convierte al cristiano en turco: el cristiano que lucha en el frente contra el turco es, en realidad, «un turco que lucha contra un turco» en cuanto que se ha perdido, en la lucha y por razón de la misma, la dignidad –la cualidad– de cristiano.{25} La guerra al Turco es tan solo un pretexto, afirma Erasmo, para dar rienda suelta a la ambición despótica privada de los reyes cristianos; es más, llega a decir Erasmo, «prefiero un turco sincero a un cristiano hipócrita» (y lo prefiere sobre todo, decimos nosotros, porque no lo tiene delante{26}).

Pero quizás la más célebre de estas obras pacifistas de Erasmo, aunque, insistimos, tal perspectiva está presente en toda su obra, sea aquel Lamento de la Paz (Querela Pacis), prosopopeya escrita por encargo del Gran Canciller de Borgoña, Jean Le Sauvage y cuyo destino era el de relanzar los acuerdos que se iban a pactar en la «paz de Cambrai» entre Maximiliano de Alemania, Carlos I de España, Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra. Una Paz, la personificada aquí por Erasmo, que tiene, por cierto, cierta querencia francófila{27}, lo que no deja de ser curioso dado el planteamiento «neutro», metapolítico, que tal perspectiva irenista pretende adoptar. Y es que esa Paz evangélica, tal como la plantea Erasmo, resulta no ser tan neutra políticamente como se pinta, adoleciendo Erasmo de cierto oportunismo según soplen los vientos políticos.

En efecto, en esa ambigüedad típica en la que en general se mueve Erasmo («Erasmo es el mayor crítico de Erasmo», dicen tanto Zúñiga como Sepúlveda en sus célebres objeciones al de Rotterdam), cuando sea consultado por el jurisconsulto Juan Rincko acerca de la conveniencia de la declaración de guerra al Turco, Erasmo en su respuesta (firmada en marzo de 1530) no llegará, desdiciéndose, a tales extremos irenistas sostenidos en la Querela y en los Adagios, afirmando, para entre otras cosas distanciarse del irenismo de Lutero, lo siguiente:

«Ahora me las entenderé con aquellos que pecan por el lado opuesto [opuesto al belicismo, que acaba de criticar: es decir, contra aquellos que pecan de irenismo], con error más especioso quizás, pero pernicioso no obstante. Los hay que juzgan que el derecho de guerrear está en absoluto prohibido a los cristianos; opinión, a mi entender, demasiado absurda para que merezca ser refutada. Y, siendo ello así, no faltaron quienes calumniosamente me la atribuyeran, porque en mis lucubraciones acaso me excedo en las alabanzas a la paz y en la detestación de la guerra; pero las personas que me leen íntegramente, aunque yo lo silencie, perciben de modo inequívoco la imputación de la sicofantía. Yo enseño que la guerra jamás se debe emprender sino cuando, después de haber agotado todos los recursos, no se puede evitar, y que, por lo mismo, la guerra, de su propia naturaleza, es cosa tan pestilencial que, aun declarada por el más justo de los príncipes y por las razones más justificadas, no obstante, por la bellaquería de los mandos y de la soldadesca, por lo común acarrea muchos más males que bienes» (Erasmo, Respuesta a la consulta sobre la declaración de Guerra al Turco, en Obra selecta, Aguilar, pág. 1008.)

Pues bien, frente a lo aquí manifestado por Erasmo, cualquiera que haya leído la Querela, los Adagios, sobre todo el Dulce bellum inexpertis, el Coloquio entre el soldado y el cartujano,{28} &c., observará que no hay tal calumnia en aquel que atribuya a Erasmo la tesis de la incompatibilidad de la milicia y el cristianismo, según hemos visto, y es que, aunque siempre se mueve en esa ambigüedad característica, los énfasis y subrayados lo delatan en tal sentido. Así dice en la Querela, comentando lo que Cristo deja a sus discípulos: «¿Oísteis lo que deja a los suyos? ¿Les deja caballería? ¿Les deja escolta? ¿Les deja gobierno? ¿Les deja riquezas? Nada de todo esto. En conclusión, ¿qué les deja? Les da paz, les deja paz, paces con los amigos, paces con los enemigos» (Erasmo, Querella de la Paz, en Obra selecta, Aguilar, pág. 974), más adelante, insiste, «Si te glorías de ser parte de la Iglesia, ¿qué existe de común entre la guerra y tú? Y si de la Iglesia estás separado, ¿qué tienes de común con Cristo?» (Idem, pág. 977).

En definitiva, aunque no afirme de plano dicha incompatibilidad, está constantemente insinuando la separación entre la fe cristiana y la milicia («¿Qué tienes que ver con la cruz, mercenario desalmado?»{29}, p. 982), además de contraponer la guerra no sólo a la religión sino también a la ley (parafraseando la máxima ciceroniana «en la guerra las leyes callan», Pro Milone, 4,11):

«Si la inobservancia de la ley es una peste eficacísima de la república, entre las armas, las leyes guardan cobarde silencio. Si consideras que el estupro es un hecho vil, como también el incesto, de incestos y estupros sienta cátedra la guerra. Si la fuente de todos los males es la impiedad y el olvido desdeñoso de la religión, esta naufraga en el mar borrascoso de las guerras» (Idem, pág. 989.)

Estos énfasis, sin embargo, se mantendrán sotovoce, como amortiguados, en la respuesta a la consulta sobre la guerra al Turco y, aunque la respuesta de Erasmo no es tajante, como él mismo reconoce, sin embargo terminará diciendo:

«Yo no disuado de la guerra, sino que en la medida de mis posibilidades trabajo porque, con acierto, se emprenda y se lleve al fin con buen suceso. Como este negocio que ahora está en su génesis es el más comprometido y azaroso de todos, no puede tener más que estas dos salidas: que acarree el mayor de los males al orbe cristiano, o que le depare la más grande ventura. ¿Qué más diré? ¿Soportaremos cobardemente las calamidades que la barbarie turca nos inflinge, nos inflingió y con que amenaza inflingirnos en lo sucesivo? Duro destino, lo confieso, pero duro y todo, es preferible arrostrarlo si así pluguiere al Señor, a atraer sobre nosotros un exterminio total» (Erasmo, Respuesta a la consulta sobre la declaración de Guerra al Turco, en Obra selecta, Aguilar, pág. 1027).

En fin, continúa la ambigüedad, pero refrenando muchos de los énfasis irenistas de obras anteriores{30}.

5. Estas breves pinceladas creo son suficientes para advertir el fuerte compromiso de Erasmo con el irenismo pánfilo («¿qué otra cosa es la paz sino la amistad generalizada?», dice en Adagio Dulce bellum inexpertis) del que no veremos rastro alguno en Cervantes. Cervantes es completamente ajeno a este contenido doctrinal erasmista que, en efecto, sí podemos encontrar en Vives, en Valdés...; es más, Cervantes se va a comprometer con una idea de Paz, paz política, diamérica, que precisamente busca su confrontación con la idea de Paz utópica, ucrónica, metapolítica, paradisíaca, «dorada», caballeresca (literaria, más que política), expresada en «corrientes de espiritualidad» que tanto predicamento tuvieron en el entorno de Carlos V, y entre las cuales por supuesto se encuentra el erasmismo. Veamos.

6. Hay que partir del hecho biográfico de que Cervantes se encuentra estrechamente vinculado, por profesión, al Estado: primero como soldado y, después, como alcabalero en Andalucía, Cervantes vive al servicio del Rey, un servicio además cuyas operaciones de desenvuelven y orientan especialmente hacia el mantenimiento de la capa cortical de la sociedad política imperial española. Una sociedad política que solo puede ser definida de un modo adecuado, con todo lo que ello implica, en tanto es concebida como Imperio{31}. Como soldado Cervantes participa en Lepanto y en otros lugares del «frente mediterráneo» del Imperio; como alcabalero recoge tributos destinados a financiar la empresa de la «Invencible» en el «frente noratlántico» del Imperio. Una actividad pues la de Cervantes que está estrechamente ligada a las operaciones políticas destinadas al mantenimiento de la Pax Hispana, frente a la pax turcica y frente a la política protestante del «equilibrio europeo» contra los Habsburgo, un «equilibrio» defendido por una Francia católica, pero dirigida por hugonotes, y una Inglaterra directamente cismática (anglicana). No es nada raro, por tanto, raro sería lo contrario, que en su obra aparezcan juicios, opiniones... relativos a esta situación política. Es más, nos atrevemos a afirmar con Maravall que es esta situación política del Imperio español, tal como Cervantes la interpreta, el punto en torno al cual gira la obra cervantina, siendo en este sentido las ideas de Guerra y de Paz centrales en su «pensamiento», y no tanto productos accidentales, juicios u opiniones dispersas de un «genial escritor»: «Porque en el Quijote no tiene interés político uno u otro episodio concreto, una u otra frase aislada. Cervantes intenta toda una empresa con unidad de sentido a través de la total aventura de don Quijote», una empresa dirigida, tal es la tesis de Maravall, a poner fin al utopismo, preñado de aspectos medievalizantes, representado por el humanismo clásico (Erasmo, Vives, Valdés, Guevara...) y que tanta influencia ejercía en materia política en el entorno del Emperador Carlos.

El «Quijote» tiene que ver precisamente, así lo entiende Maravall, con la obsolescencia de una forma de organización del poder cortical, el esfuerzo personal caballeresco, que Cervantes cree en efecto periclitado en orden a afrontar los problemas políticos del Imperio tal como estos aparecen en los ss. XVI-XVII. La virtud medieval cortical, representada por el esfuerzo personal de «Quijote» (armado tradicionalmente{32}), es «locura» frente a los nuevas formas de organización del Estado moderno: la teórica de la guerra (la estrategia artillera...) para afrontar la defensa de la sociedad política de cara al exterior (paz), la Santa Hermandad (la policía, diríamos) como organismo destinado a poner orden en el interior de la sociedad política (justicia)..., los Consejos dirigidos por un cuerpo administrativo de expertos letrados y juristas..., son instituciones nuevas que desbordan esas «virtudes caballerescas» medievales representadas en Quijote, siendo a través de estas nuevas instituciones como tiene ahora lugar la distribución de las virtudes políticas, quedando así marginado el orden caballeresco en la administración de la justicia y la paz (y que a la postre se había mostrado tan levantisco y revuelto durante la guerra civil castellana a la que la «moderna» Isabel pone fin):

«El Estado pretende que no haya más poder que el suyo, ni más ley ni más justicia que las suyas. Impone una homogeneidad en la obediencia, aunque no sea de la misma manera a todos –una armonía geométrica, que diría J. Bodin–, y procura eliminar paso a paso privilegios y exenciones, esforzándose por prohibir toda acción particular en el orden de sus funciones. En el siglo XVI, en el ámbito del absolutismo monárquico que se va imponiendo, desaparece todo vestigio, en el pensamiento político, de la doctrina medieval del derecho de resistencia. Y esto es lo que no acaba de concebir Don Quijote. «¿Quién fue el mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay secutoria de hidalgo con tantas preeminencias ni exenciones como la que adquiere un caballero andante el día en que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería?» (III-310). Pues bien, ése a quien llama mentecato Don Quijote es el Estado moderno. «¿Quién es el que ignoró –se pregunta en el mismo lugar– que son exentos de todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus premáticas su voluntad?». Frente a este individualismo político-jurídico del caballero medieval, el Estado opone su soberanía, que se extiende a todos, y en principio a todos por igual [...]. Nadie puede oponérsele, porque no hay otra justicia en la sociedad temporal que esté por encima de lo que ordena esa soberanía» (Maravall, Utopía y contrautopía..., págs. 53-54).

Ahora bien tampoco se trata de asumir, por parte de Cervantes, creemos nosotros, que la personalidad caballeresca quede disuelta en las nuevas formas de organización política. De lo que se trata es de subrayar que la virtud del caballero cristiano, por sí misma, no asegura ni la paz ni la justicia (tal era el planteamiento utopista al que responde Cervantes), sino que estas sólo pueden ser distribuidas como determinaciones del orden estatal y no de la orden de caballería: la paz y la justicia son empresas en las que se ve involucrada la sociedad política íntegra, ya no es algo que se pueda hacer depender de la iniciativa personal caballeresca: esta queda fundida (tampoco anulada) en el orden llevado a cabo en tal empresa estatal. Es el soldado, y no el caballero, el que soporta sobre sus espaldas la propagación de la paz, siendo precisamente esta condición, la de figurar en el frente al servicio de la empresa estatal –pudiendo ser sustituido por otro sin que cese la empresa (no así en el caballero medieval en donde la empresa depende de la voluntad del caballero)–, lo que más produce admiración en Don Quijote según se pone de manifiesto en el famoso Discurso de las armas y las letras:

«Y lo que más es de admirar: que apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mesmo lugar; y si este también cae en la mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes: valentía y atrevimiento el mayor que se puede hallar en todos los trances de la guerra.»{33}

Es más los bríos y el coraje del caballero, en cuanto que sostén de las operaciones bélicas, esto es, las «virtudes» políticas del caballero, resultan ahora ridículas para afrontar las empresas políticas en las que se ve involucrada España a partir del s. XVI, y es que tales virtudes, sostenidas por la voluntad del caballero, no se ven respaldadas, acompañadas por un sistema bélico adecuado cuando este va armado tradicionalmente. Un ejército regular (moderno) respaldado con el arma artillera diluye completamente el modo caballeresco (medieval) de afrontar las actividades desarrolladas en el frente de batalla del nuevo escenario bélico: dirá a continuación Don Quijote, en ese célebre discurso, «bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención , con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que, sin saber cómo ni por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima los pechos, llega una desmandada bala, disparada de quien quizás huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina, y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos.»

La artillería representa para Don Quijote un sistema bélico que actúa de un modo muy arbitrario («sin saber cómo ni por dónde») desde el punto de vista caballeresco tradicional, siendo así que iguala a todos en el frente, y que corta de raíz, sin miramientos, la fuente principal del mantenimiento cortical de la sociedad política medieval: el «coraje» caballeresco. La «paz», ahora, en el siglo XVI, viene siendo sostenida por la bala artillera y el empuje del soldado, y no desde luego por la voluntad del caballero; una artillería y una soldadesca que, instrumentalizadas por el Estado, dibujan las líneas corticales entre estados (paz en sentido político, diamérico) para el cual el «orden caballeresco» es sencillamente un obstáculo en cuanto que sus exenciones y privilegios representan un «estado dentro del estado», siendo así que la aristocracia trata de ser reabsorbida dentro del orden estatal, evitando toda iniciativa personal caballeresca procedente de la aristocracia. El caballero podrá mantener sus privilegios y exenciones pero en cuanto que un súbdito más del rey. El acto heroico que representa un mandoble acertado de la espada, tal como aparece en las novelas de caballería, no es ya suficiente para mantener el orden. Ahora es la lombarda el instrumento que permite el orden, desplazando los golpes atinados de la espada al ámbito novelesco, literario. Así lo dirá Maravall:

«Este sistema bélico, que hace depender el triunfo tan sólo de la virtud del caballero, es el único capaz de asegurar la paz por la justicia, cristiana y universalmente entendida –conforme a un planteamiento tradicional–, libre de las injerencias de los intereses políticos particulares, lo que no deja de ser un esquema bien anacrónico en la segunda mitad del XVI, con el que Cervantes se tropieza y cree deber mostrar su inadaptación. En su fundamento está la concepción agustiniana de la paz como sosiego de los espíritus, como tranquilidad del orden, que San Agustín define en su Civitas Dei. Y este entronque agustiniano es también hilo conductor que nos lleva a la interpretación política del Quijote como ajeno al espíritu que anima al Estado moderno, mientras que, en cambio, nos permite insistir en nuestra tesis de la inclusión de aquel en el clima humanista, tan directamente heredero de la mentalidad medieval» (Maravall, Utopía y contrautopía..., pág. 215, Ed. Pico Sacro.)

Desde un punto de vista moderno, pues, el orden medieval caballeresco tiende más bien a la anarquía. De esta manera el «humanismo de las armas», defendido por Cervantes, se opone, en cuanto que se compromete con las formas de organización del Estado moderno, al evangelismo anarquizante que inspira a buena parte de los representantes de la corriente erasmista.

7. Pues bien, desde esta perspectiva, la idea de Paz cervantina, no es desde luego evangélica, poética, literaria, sino política, dirigida a sostener el orden hispánico frente al turco y frente a política depredadora (piratería francesa e inglesa) derivada de las potencias dirigidas por gobiernos cismáticos.

En este sentido, Cervantes sugiere, en numerosos lugares de su obra, la falta de empuje cortical del gobierno de Felipe II al mantener este un exceso de celo conjuntivo: la «prudencia» Felipe II es vista por Cervantes más bien como «indolencia». Felipe II no supo sacar partido a la victoria de Lepanto, ni tampoco supo administrar la ventaja que supondría en principio la anexión de Portugal a partir de 1580. Al final de su reinado, Felipe II tiene que aceptar los términos de una serie de «paces» que resultan desventajosas para el orden hispano en una situación en que «las letras» se sobrevaloran frente a «las armas». Así, el poder diplomático se impone sobre el poder militar, pero en unos términos desventajosos para España: las treguas con el Turco entre 1577 y 1584, la paz de Vervins con Francia en 1598, el Tratado de Londres en 1604 y, sobre todo, la Tregua de los Doce Años con las Provincias Unidas en 1609 son vistas, y no sólo por Cervantes, como un fracaso derivado de la hipostatización de «las letras» por encima de «las armas«{34}, que terminaron por empantanar la política de Felipe II y en la que se vio comprometido su sucesor Felipe III.

La paz de los letrados (burocracia del Estado moderno), fue vista como un «fin» (el fin de la Guerra es la Paz) desproporcionado, por desventajoso, en relación a la guerra que venía sosteniéndose. Felipe II no sacó buen partido de sus victorias, siendo así que las condiciones impuestas a los vencidos no está en proporción a la magnitud de la victoria, teniendo finalmente que asumir unas «paces» («torpes pactos») que dejaban a España humillada con el cambio de siglo y que tampoco aseguraban la «Paz» como fin de la Guerra. Los pactos de Felipe II al final de su reinado, que pusieron las condiciones de la «Pax hispánica» establecida con Felipe III, fueron vistos por muchos como una concesión y dejación frente a los enemigos de la catolicidad, siendo así que la prudencia aconsejaba mantener una «guerra justa» más que tales pactos injustos. Tales pactos más se ven como apaciguamiento que como «paz» resultante de la victoria. Una victoria pues, mal aprovechada por un indolente Felipe II.

Esta parece ser la línea seguida por Cervantes tal como se desprende en diversos textos y que, como se ve, poco sintoniza con el irenismo erasmista.

Así lo supo ver muy bien Américo Castro:

«Desde hacía mucho [desde antes de los años 90 del XVI], Cervantes venía enfilando, no en línea recta, sino con mucho zigzagueo, la persona de Felipe II. En La Galatea (libro II) dice Silero unos versos para «dar muestras de mi locura»:

De príncipe que en el suelo
va por tan justo nivel,
¿qué se puede esperar dél
Que no sean obras del cielo

Del que trae por bien ajeno,
sin codiciar más despojos [sc. bélicos],
misericordia en los ojos
y la justicia en el seno…

La liberal fama vuestra
que hasta el cielo se levanta,
de que tenéis alma santa
nos da indicio y clara muestra.

Los comentarios de La Galatea nada dicen, pero esos versos (puestos ahí sin más, so capa de locura) enlazan en su sentido con los de 1598, al morir el monarca escurialense:

Sin duda habré de llamarte
nuevo y pacífico Marte,
pues en sosiego venciste
lo más cuanto quisiste,
y es mucho la menor parte…

Quedar las arcas vacías,
donde se encerraba el oro
que dicen que recogías,
nos muestra que tu tesoro
en el cielo lo escondías

Estas quintillas (impropias en un elogio fúnebre) no fueron publicadas hasta el siglo XIX, como tampoco lo fue el famoso soneto que, en 1614, Cervantes consideraba «honra principal de sus escritos»:

¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un millón
{35} por descrivilla!,…

Irónico comentario al monumental catafalco erigido en la Catedral de Sevilla para los funerales de Felipe II, cuyas exequias hubo que interrumpir y aplazar unos meses por una cuestión de precedencia, de honra «exterior», entre la Inquisición y el Ayuntamiento de Sevilla.
Lo cual está a tono con otro soneto de 1596, cuando los ingleses desembarcaron en Cádiz, y en Sevilla organizaron unos ridículos ejercicios militares, dirigidos por el duque de Medina Sidonia. El soneto termina con estos dos terribles versos:

Ido el conde [de Essex], sin ningún recelo,
triunfando entró [en Cádiz] el gran duque de Medina

Una y otra vez alude Cervantes a la falta de ímpetu militar en el rey. En la Canción segunda sobre la Armada Invencible (publicada en 1899) vuelve a aludir a su poco ánimo:

Vuelve en suceso más felice y diestro
Este designio que fabrica el mundo,
Que piensa manso y sin coraje verte»{36}.

Merece la pena citar el fragmento entero de esa Canción, destacada aquí por Castro, para subrayar lo ajeno que se mantiene Cervantes al «espíritu irenista» en la línea erasmista según quieren verlo algunos. Dice así contra la «pérfida Albión», cuya labor de depredación sobre España tiene que ser justamente castigada, según Cervantes, aún a costa de cualesquiera sacrificio («hacer que se intente aún lo imposible»):

«Ea pues, ¡O Phelipe, señor nuestro,
segundo en nombre y hombre sin segundo,
coluna de la ffee segura y fuerte!,
vuelve en suceso más feliçe y diestro
este designio que fabrica el mundo,
que piensa manso y sin coraje verte,
como si no vastasen a moverte
tus puertos salteados
en las rremotas Indias apartadas,
y en tus casas tus naves abrasadas,
y en la ajena los templos profanados;
tus mares llenos de piratas fieros,
por ellos tus armadas encogidas,
y en ellos mill haçiendas y mill vidas
sujetos a mill bárbaros açeros,
cosas que queda cada qual por sí es posible
a hazer que se intente aun lo imposible.

Pide, toma, señor, que todo aquello
que tus vasallos tienen se te offreçe
con liveral y valerosa mano
a truequo que al inglés pérfido cuello
pongas el justo iugo que merece
su injusto pecho y proceder insano
»

Frente al arrojo e ímpetu de Don Juan de Austria, las cautelas de su hermano el rey Felipe II serán vistas por Cervantes pues como excesivamente recelosas, siendo más bien un obstáculo para el desarrollo del Imperio en cuanto que paraliza las operaciones de castigo que compensarían los «ultrajes» dirigidos contra España, bien procedentes de Inglaterra, bien del turco y Argel, bien de la propia Francia, en tratos con el turco.

En esta línea pondrá Cervantes en boca del soldado cautivo Saavedra, en El trato de Argel, las siguientes palabras de exhortación a Felipe II para que castigue, en este caso, la piratería argelina, en coalición con el Turco:

«Alto señor [Filipo], cuya potencia
sujetas trae las bárbaras naciones
al desabrido yugo de la obediencia
:
a quien los negros indios con sus dones
reconocen honesto vasallaje,
trayendo el oro acá a sus rincones;
despierte en tu real pecho coraje
la desvergüenza con que una bicoca
aspira de contino a hacerte ultraje.

Su gente es mucha más su fuerza poca,
desnuda, mal armada, que no tiene
en su defensa fuerte muro o roca […]
El sólo ver que vas pondrá un espanto
en la bárbara gente, que adivino
ya desde aquí su pérdida y quebranto»
(Cervantes, El trato de Argel, vv. 420-432)

Operaciones de castigo que, si bien Don Juan de Austria quiso emprender, este fue refrenado continuamente por su «indolente»,o «prudente», hermano. De hecho, para Cervantes el héroe de la empresa imperial española no será Felipe, sino por supuesto Don Juan de Austria, capitán que condujo a la Santa Liga a la victoria sobre el Turco en Lepanto. Así, en su dedicatoria a la Austriada, obra de Juan Rufo en que se narran las grandes empresas de los Austrias, Juan de Austria y no otra será la personalidad destacada por Cervantes:

De Miguel de Cervantes A Juan Rufo{37}
«¡Oh venturosa, levantada pluma,
que en la empresa más alta te ocupaste
que el mundo pudo dar, y al fin mostraste
al recibo y el gasto igual la suma!
Calle de hoy mas el escriptor de Numa [Tito Livio],
que nadie llegará donde llegaste,
pues en tan raros versos celebraste
tan raro capitán [Juan de Austria], virtud tan suma.
¡Dichoso el celebrado y quien celebra,
y no menos dichoso todo el suelo
que de tanto bien goza en esta historia!
En quien envidia o tiempo no hará quiebra;
antes hará con justo celo el cielo
eterna más que el tiempo su memoria»

Con razón pues o sin ella, insistimos con Castro, Cervantes ve en la «prudencia» de Felipe un obstáculo para una paz ajustada en tanto que fin de la guerra, pero una paz armada, siendo así que, sea como fuera, y este es el caso, difícilmente se puede ver en esta posición de Cervantes ese espíritu pacifista evangélico, la «paz de la fe», que muchos le atribuyen. A Felipe II en definitiva, tal parece la opinión de Cervantes, le faltó determinación para instaurar una paz proporcionada a las grandes victorias producidas por Don Juan, teniendo finalmente que conformarse con los «torpes pactos» del apaciguamiento al final de su reinado. Felipe II perdió en «la paz» lo que ganó Don Juan en la guerra, tal sería, más o menos, la idea de Cervantes. Perdió diplomáticamente lo que había ganado militarmente.

Braudel, gran conocedor del «rey prudente», en El Mediterráneo y el Mundo mediterráneo en la época de Felipe II, insiste una y otra vez, frente a lo sostenido por la historiografía negro legendaria al respecto, en esta «contención» por parte de Felipe II, una contención militar que Braudel justifica al entender que a Felipe le mueven otras razones («razones de estado») además de la «razón cristiana» (cruzada):

«Parece que el monarca [Felipe II] hubiera preferido acomodarse, y por largo tiempo, a la pequeña guerra de los años 1561-1564, sin exponerse a mayores peligros ni a mayores gastos. No laten en él ni las ideas ni las pasiones capaces de inclinarlo a una auténtica política de cruzada en el Oriente» (F. Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, Ed. F.C.E, pág. 482, Tomo II);

«Pero una vez más los mismos temores de Felipe II paralizaban su actividad» (Idem., p. 552); «Felipe II [después de Lepanto y ante el entusiasmo generalizado producido tras la victoria], y hay que hacerle justicia reconociéndolo, no participa de estos frenesís. A diferencia de su padre, de su hermano o de su sobrino, don Sebastián de Portugal, no se deja llevar por sueños de cruzada» (Idem, p. 606); «El rey optaba, una vez más, por lo posible y no por lo grandioso» (Idem, p. 637); «El fracaso de Don Juan [en la conservación de Túnez] podría explicarse, evidentemente de diversos modos. Entre Felipe II y su hermanastro va abriéndose un abismo: […]. Don Juan, por su parte, en el sector en el que actúa, no ve la situación hispánica en su conjunto. Es a Felipe a quien corresponde tener esta visión completa. Mucho más de lo que Don Juan pueda suponerlo, Felipe II, a pesar de todo lo que haya podido escribir o aparentar, desde el día en que Veneciase retira de la Liga, ha tomado la decisión de renunciar a toda gran política en el Mediterráneo […]. Felipe II se vuelve, pues, hacia el norte, hacia Génova y hacia los Países Bajos. Y también hacia Francia, que se pone de nuevo a intrigar. En estas condiciones, no es prudente permanecer en Túnez. Es, desde luego, abrir un nuevo capítulo de gastos» (Idem., págs. 646-647).

Este «giro atlantista» de la política de Felipe II no parece haber sido comprendido por muchos de sus coetáneos, entre ellos Cervantes, que, seguramente, pensaban en la necesidad «mediterránea» de derrotar al Turco definitivamente.

En cualquier caso, en definitiva, e insistamos una vez más, difícilmente se puede armonizar el evangelismo erasmista con estas exhortaciones cervantinas hacia su rey{38}, siendo así que las fuentes del «pensamiento de Cervantes» han de buscarse en un lugar muy distinto y no en Erasmo, como quiere Bataillon. No hay manera de hallar en Cervantes ese irenismo evangélico, componente esencial del erasmismo. Más bien parece que Cervantes atribuye a Felipe II una «piedad» que si bien le permite «ganarse el cielo», le impide, sin embargo, determinación cortical para llevar hasta el final (Paz política) la empresa imperial.

8. ¿Dónde buscar pues las fuentes del «pensamiento de Cervantes» relativas a sus ideas de Guerra y de Paz desde las cuales juzga la política de Felipe II?

Gustavo Bueno sugiere, en La Vuelta a la Caverna. Terrorismo, Guerra y Globalización, que las ideas cervantinas beben de fuentes aristotélicas. En la segunda parte de nuestro trabajo exploraremos esa vía que nos permitirá concluir, en efecto, que es más bien en la perspectiva del aristotelismo, y no del erasmismo, en la que la obra de Cervantes se hace más inteligible.

Apéndice

Al túmulo del rey que se hizo en Sevilla{39}
—¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por descrivilla!,
porque ¿a quién no suspende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?
¡Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más que un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, O gran Sevilla,
Roma triunfante en ánimo y nobleza!
¡Apostaré que la ánima del muerto,
por gozar este sitio, oi ha dexado
el cielo, de que goza eternamente!–
Esto oyó un valentón y dixo: –¡Es cierto
lo que dice voazé, seor soldado,
y quien dixere lo contrario miente!–
Y luego encontinente
caló el chapeo, requirió la espada,
miró de soslayo, fuésse, y no huvo nada.

Canción nacida de varias nuevas que an venido
de la católica armada que fue sobre Inglaterra,
de Miguel de Cervantes Saavedra  

Vate, Fama veloz, las prestas alas,
rompe del norte las cerradas nieblas,
aligera los pies, llega y destruye
el confuso rumor de nuevas malas
y con tu luz desparçe las tinieblas
del crédito español, que de ti huye;
esta preñez concluye
en un parco dichosso que nos muestre
un fin alegre de la illustre empressa,
cuyo fin nos suspende, alibia y pessa,
ya en contienda naval, ya en la terrestre,
hasta que, con tus ojos y tus lenguas,
diciendo agenas menguas,
de los hijos de España el valor cantes,
con que admires el cielo, al suelo espantes.

Di con firme verdad, firme y sigura:
¿hizo el que pudo la victoria vuestra?
¿Sentenciado á su causa el Padre eterno?
¿Bañada queda en rroja sangre y pura
la católica espada y fuerte diestra?
En fin, de aquel que asiste a su gobierno,
¿poblado á el hondo infierno
de nuevas armas [almas?], y de cuerpos lleno
el mar, que a los despojos y vanderas
de las naciones pertinaces, fieras,
apenas dio lugar su inmenso seno,
del pirata mayor del occidente
ya inclinada la frente,
y puesto al cuello altivo y indomable
del vencimiento el yugo miserable?

Di (que al fin lo dirás): allí bolaron
por el ayre los cuerpos, impelidos
de las fogosas machinas de guerra;
aquí las aguas su color cambiaron,
y la sangre de pechos atrevidos
humedecieron la contraria tierra;
cómo huye, o si affierra,
este y aquel navío; en quántos modos
se apareçen las sombras de la muerte;
cómo juega Fortuna con la suerte,
no mostrándose igual ni firme a todos,
hasta que, por mill varios embarazos,
los españoles brazos,
rompiendo por el ayre, tierra y fuego,
declararon por suyo el mortal juego.

Píntanos ya un dilubio con raçones,
causado de un conflicto temeroso
y que pinta la contraria parte:
mill cuerpos sobreaguados y en montones
confusos, otros naden cobdiçiosos
d´entretener la vida en qualquier parte;
al descuido, y con arte,
pinta rrotas enthenas, jarcias rotas,
quillas sentidas, tablas desclavadas,
y, de inpaçiençia y de rigor armadas,
las dos (y no en valor) yguales flotas.
Exprime los gemidos excesivos
de aquellos semivivos
que, ardiendo, al agua fría se arrojavan
y, en la muerte del fuego, muerte allavan.

Después d´esto dirás: en espaciosas,
conçertadas hileras ba marchando
nuestro cristiano exército invencible,
las cruzadas vanderas victoriosas
al ayre con donayre tremolando,
haziendo vista fiera y apacible.
Forma aquel son horrible
que el cóncavo metal despide y forma,
y aquel del atambor que engendra y cría
en el cobarde pecho valentía
y el temor natural trueca y reforma;
haz los reflexos y vislumbres bellas
que, qual claras estrellas,
en las luchas armas el sol haze
quando mirar este esquadrón le plaze.

Esto dicho, rebuelve presurosa
y en los oýdos de los dos prudentes
famosos generales [Alejandro Farnesio y Alonso Pérez de Guzmán] luego envía
una voz que les diga la gloriosa
estirpe de sus claros ascendientes,
cifra de más que humana valentía:
al que las naves guía
muéstrale sobre un muro un caballero,
más que de yerro, de valor armado,
y entre la turba mora un niño atado,
qual entre hambrientos lobos un cordero,
y el segundo Abrahán que dé la daga
con que el bárbaro haga
el sacrificio horrendo que en el suelo
le dio fama y imortal gloria en el çielo;

dirás al otro, que en sus venas tiene
la sangre de Austria, que con esto solo
le dirás cien mill hechos señalados
que, en quanto el ancho mar çerca y contiene,
y en lo que mira el uno y otro polo,
fueron por sus mayores acabados.
Éstos ansí informados,
entra en el esquadrón de nuestra gente
y allá verás, mirando a todas partes,
mill Cides, mill Roldanes y mill Martes,
valiente aquél, aquéste más valiente;
a estos solos les dirás que miren
para que luego aspiren
a concluir la más dudosa hazaña:
«¡Hijos, mirad que es vuestra madre España!,

la cual, desde que al viento y mar os disteis,
qual viuda llora vuestra ausencia larga,
contrita, humilde, tierna, mansa y justa,
los ojos vaxos, húmidos y tristes,
cubierto el cuerpo de una tosca sarga,
que de sus galas poco o nada gusta
hasta ver en la injusta
çerviz inglessa puesto el suave yugo

y sus puertas abrir, de herror cargadas,
con las rromanas llaves dedicadas
[a] abrir el çielo como al cielo plugo.
Justa es la empressa, y vuestro braço fuerte;
aun de la misma muerte
quitara la vitoria de la mano,
quanto más del vicioso luterano
»

Muéstrales, si es posible, un verdadero
rretrato del católico monarca,
y verán de David la voz y el pecho,
las rodillas por el suelo y un cordero
mirando, a quien encierra y guarda un arca
mejor que aquélla quisier[a aver hecho],
puestos de trecho a trecho
doze descalzos ángeles mortales
en quien tanta virtud el çielo ençierra
que con humilde voz desde la tierra
passan del mismo çielo los umbrales.
Con tal cordero, tal monarca y luego
de tales doze el ruego,
diles que está siguro el triumpho y gloria,
y que ya España canta la victoria.

Canción, si bas despacio do te envío,
en todo el çielo fío
que as de cambiar por nuevas de alegría
el nombre de canción y propheçía.

Del mismo [Cervantes], canción segunda, de la pérdida
de la armada que fue a Inglaterra.

Madre de los valientes de la guerra,
archivo de católicos soldados,
crisol donde el amor de Dios se apura,
tierra donde se vee que el çielo entierra
los que an de ser al çielo trasladados
por defensores de la fee más pura:
no te pareçca acaso desventura,
¡O España, madre nuestra!,
ver que tus hijos vuelven a tu seno
dejando el mar de sus desgraçias lleno,
pues no los vuelve la contraria diestra:
vuélvelos la borrasca y[n]contrastable
del viento, mar, y el çielo que consiente
que se alçe un poco la enemiga frente,
odiosa al çielo, al suelo detestable,
porque entonçes es çierta la caýda
quando es soberbia y vana la subida.

Abre tus braços y recoje en ellos
los que vuelven confusos, no rendidos,
pues no se escusa lo que el çielo ordena,
ni puede en ningún tiempo los cavellos
tener alguno con la mano asidos
de la calva ocasión en suerte buena,
ni es de açero o diamante la cadena
con que se enlaça y tiene
el buen suceso en los marciales cassos,
y los más fuertes bríos quedan lasos
del que a los braços con el viento biene,
y esta vuelta que vees desordenada
sin duda entiendo que ha de ser la buelta
del toro para dar mortal rebuelta
a la gente con cuerpos desalmada,
que el çielo, aunque se tarda, no es amigo
de dejar las maldades sin castigo.

A tu león pisado le han la cola;
las vendijas sacude, ya revuelve
a la justa vengança de su ofensa,
no sólo la suya, que si fuera sola,
quiçá la perdonara: sólo vuelve
por la de Dios, y en restaurarla piensa.
Único es su valor, su fuerça imensa,
claro su entendimiento,
indignado con causa, y tal que a un pecho
christiano, aunque de mármol fuese hecho,
moviera a justo y vengativo intento.
Y más, que el gallo, el tusco, el moro mira,
con vista aguda y ánimos perplexos,
quáles son los comienços y los dejos,
y dónde pone este león la mira,
porque entonçes su suerte está loçana
en quanto tiene este león quartana.

Ea pues, ¡O Phelipe, señor nuestro,
segundo en nombre y hombre sin segundo,
coluna de la ffee segura y fuerte!,
vuelve en suceso más feliçe y diestro
este designio que fabrica el mundo,
que piensa manso y sin coraje verte,
como si no vastasen a moverte
tus puertos salteados
en las rremotas Indias apartadas,
y en tus casas tus naves abrasadas,
y en la ajena los templos profanados;
tus mares llenos de piratas fieros,
por ellos tus armadas encogidas,
y en ellos mill haçiendas y mill vidas
sujetos a mill bárbaros açeros,
cosas que queda cada qual por sí es posible
a hazer que se intente aun lo imposible.

Pide, toma, señor, que todo aquello
que tus vasallos tienen se te offreçe
con liveral y valerosa mano
a truequo que al inglés pérfido cuello
pongas el justo iugo que merece
su injusto pecho y proceder insano
;
no sólo el oro que se adora en vano
sino sus hijos caros
te darán, qual el suyo dio don Diego,
que, en propria sangre y en ajeno fuego,
acrisoló los hechos siempre raros
de la casa de Córdova, que ha dado
catorce mayorazgos a las lanças
moriscas y, con firmes confianças,
sus obras y su nombre an dilat[ado]
por la espaciosa redondez del suel[o]
que el que así muere vive y gana el cie[lo].

En tanto que los braços levantares,
gran capitán de Dios, espera, [espera]
ver vencedor tu pueblo, y no vençido;
pero si de cansado los vajares,
los suios alçará la jente fiera,
que para el mal el malo es atrevido;
y en tu perseverancia está incluido
un feliçe sucesso
de la empresa justísima que tomas,
y no con ella un solo rreino domas,
que a muchos pones de temor el pesso;
aseguras los tuyos, fortaleces
lo que la buena fama de ti canta,
que eres un justo horror que al malo espanta
y mano que a los justos favoreces;
alça los braços, pues, Moisés christiano,
y pondrálos por tierra el luterano
.

Vosotros que, llevados de un desseo
justo y onrroso, al mar os entregastes
y el oçio blando y el regalo huistes,
puesto que os imagino ahora y veo
entre le viento y el mar que contrastastes
y los mortales daños que sufristes,
d´entre Scila y Caribdis no tan tristes
salís que no se vea
en vuestro bravo, varonil semblante
que romperéis por montes de diamante
hasta igualar la desigual pelea;
que los bríos y braços españoles
quilatan su valor, su fuerça y brío
con el hambre, sed, calor y frío
qual se quilata el oro en los crisoles,
y, apurados assí, son qual la planta
que al çielo con la carga se levanta.

El diestro esgrimidor, quando le toca
quien save menos que él, se ençiende en ira
y con facilidad se desagravia;
y en orilla del mar la fuerte rroca,
mientras su furia ha deshacela aspira,
muy poco o nada su rigor la agravia;
y es común opinión de gente savia
que quanto más ofende
el malo al bueno, tanto más aumenta
el temor del alcançe de la qüenta,
que siempre es malo del que mal expende.
Triunphe el pirata, pues, agora y haga
júbilo y fiestas, porque el mar y el viento
an respondido al justo de su intento
sin acordarse si el que debe paga,
que, al sumar de la qüenta, en rremate
se hará un alcançe que le alcançe y mate.

¡O España, O rrey, O mílites famosos!,
ofreçe, manda, obedeced, que el cielo
en fin ha de aiudar al justo çelo,
puesto que los principios sehan dudosos,
y en la justa occasión y en la porfía
ençierra la vitoria su alegría.

Notas

{1} Texto base de la conferencia presentada en los I Encuentros del Lugar celebrados durante los días 22 y 23 de abril de 2005 en Carrascosa de la Sierra (Cuenca) y en los que también participaron como ponentes Antonio Calle y Atilana Guerrero. En este pueblo, según una placa conmemorativa que figura en una de sus plazas (enfrente, precisamente de la Calle Cervantes), estuvo, por lo visto, nuestro autor de cuerpo presente, existiendo, en sus alrededores, numerosos lugares que pudieron haber sido testigos de la presencia del claro y más famoso ingenio de nuestras letras, según las eruditas indicaciones que amablemente nos mostró el arquitecto Alfonso Calle en una excursión por la zona organizada desde los Encuentros. Queremos desde aquí agradecer a Iván Vélez, promotor y organizador de tales Encuentros, así como a su familia, al Alcalde y demás autoridades locales, su invitación y calurosa acogida en este mismo pueblo, con el deseo de que esto sea sólo el principio de una serie de nuevos Encuentros en el Lugar.

{2} «Hemos querido solamente situar la obra del más grande escritor de España en la perspectiva del erasmismo, demostrar que en ella se hace más inteligible, y gozar una última vez del espectáculo de las ideas erasmianas al favor de esta aparición suprema, inesperada, que hacen en las letras españolas, al paso que vuelve a entrar en la oscuridad el nombre de Erasmo», así concluye Bataillon (Erasmo y España, pág. 801) el capítulo dedicado a medir la influencia de Erasmo en Cervantes, siempre reconociendo la posibilidad de dicha influencia como«hipotética». Hipótesis que, sin embargo, termina siendo asumida como evidencia, casi como revelación, por muchos de nuestros ensayistas contemporáneos (Vilanova, Abellán, Goytisolo....), tal ha sido el entusiasmo que ha causado.

{3} Desorientación que ha llegado a las más «altas esferas» de nuestra vida política: nos referimos al actual presidente del gobierno, J.L. Rodríguez Zapatero, que, mientras se mantuvo en la oposición durante el gobierno de Aznar, varias veces intervino en Cortes durante el año 2003 apelando al Quijote, y anunciando al respecto planes de conmemoración del IV Centenario de su publicación, en tanto que portador de un «mensaje de paz y cultura» frente a las decisiones del gobierno del PP en relación a la cuestión iraquí. Hay que decir, en este sentido, que mientras que el periodista Mariano de Cavia fue, en 1905, el impulsor de la celebración del III Centenario de la publicación del Quijote (Unamuno, Maeztu, Bonilla Sanmartín, Cejador, Navarro y Ledesma... escribieron en tal ocasión al respecto), la utilización del Quijote por parte del indocumentado ZP, como una modulación ideológica del lema pacifista «Cultura frente a la Guerra», es lo que viene marcando los actos más llamativos de la celebración de este IV Centenario para lo cual incluso se elaboró una ley ex profeso al respecto (http://www.donquijotedelamancha2005.com/cLey.php). El «espíritu de Don Quijote» en 2005 es, sobre todo, un espíritu pacifista y autonomista (el anuncio televisivo, de estética surrealista, es una muestra de tal utilización ideológica): sin duda algún mesiánico representante del PSOE, «gobernador» de La Mancha durante muchos años, se ve a sí mismo como encarnación de tal espíritu, como ese «caballero de La Mancha» que, aún llegando a ser Ministro de Defensa, prefiere «morir a matar» (alineando equívocamente todo «matar» a «asesinar») . Este «espíritu» irenista es el que sin duda ha marcado y aún está marcando las celebraciones de este IV Centenario, un espíritu, también sin duda, como trataremos de probar, completamente ajeno al Quijote y a Cervantes, su autor.

{4} ver J. A. Maravall, Utopía y Contrautopía en el Quijote, Ed. Pico Sacro; El Humanismo de las armas, Madrid 1948; Carlos V y el pensamiento político del Renacimiento, Ed. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid 1960.

{5} La insistencia de Américo Castro, en esta línea de influencia sobre Cervantes, tiene desde el principio un sentido distinto a la interpretación de Bataillon. Para Castro el «erasmismo» de Cervantes es más bien accidental, funcional, es un medio del que se vale Cervantes para ocultar su religiosidad íntima de «converso»: el retraimiento de la piedad de Cervantes hacia «lo interior» viene dada, según Castro, por el conflicto (en «la edad conflictiva») con «lo exterior» de la religiosidad pública dominante «cristiano vieja». Esta es esa «nueva luz» (la de la convivencia entre las «tres castas») que Don Américo, como no podía ser menos, arroja sobre la obra cervantina (v. en Cervantes y los casticismo españoles el artículo Cervantes y el «Quijote» a una nueva luz, Alianza Ed., págs. 90-106.). El propio imperialismo español, defendido por Cervantes, es producto, según Castro (v. A. Castro Aspectos del vivir hispánico, art. I, Mesianismo, espiritualismo y actitud personal, Alianza Ed.), de la influencia del mesianismo judaico absorbido por la sociedad española durante la «edad conflictiva», dando como resultado la solución de continuidad entre la idea (goticista) de Imperio medieval y la idea moderna de Imperio (mesiánico conversa). Sin embargo ambas tesis, la de Bataillon y la de Castro, a pesar de su aparente concordancia, resultan más bien ser contradictorias entre sí, y es que si Erasmo aborrece España («Non placet Hispaniae») es, precisamente, por el carácter legalista, exterior, «judaizante», de la religiosidad española. Habría que recurrir, para explicar el carácter «converso» de la religiosidad cervantina según la entiende Castro, y así lo hace, a otras fuentes (como es, en el siglo XV, Alonso de Cartagena y su Defensiorum Unitatis Christianae...) y no a Erasmo y el erasmismo. Definitivamente, declara Castro, rectificando tesis por él sostenidas en obras anteriores (Hacia Cervantes y El pensamiento de Cervantes), «prefiero ahora no calificar a Cervantes de ‘erasmista’, genéricamente, según solemos hacer con los fenómenos de la vida. Savonarola, Erasmo y otros escritores religiosos o moralistas infundieron sus ideas en quienes se encontraban en situación propicia para recibirlas; estos retuvieron de ellas lo necesario para dar sentido cristiano a sus vidas mal acordadas con prácticas usuales» (Cervantes y el «Quijote» a una nueva luz, Alianza Editorial, pág. 140).

{6} A los ojos del personaje don Lorenzo, hijo del caballero «manso» don Diego de Miranda, Don Quijote es «un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos». Sin duda este discurso será considerado como uno de esos «lúcidos intervalos» por su autor. Un personaje, este don Lorenzo, por otra parte, de gran importancia a nuestro propósito según veremos más adelante.

{7} Ver el discurso sobre la «edad de oro» que dirige Don Quijote a los cabreros (I, cap. xi); discurso que, además, aparece vinculado de modo expreso con este de «las armas y las letras», puntualizando Cervantes que Don Quijote, al iniciar su «discurso de las armas y las letras», dejó de comer para hablar «movido de otro semejante espíritu que el que le movió a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros». Tendremos ocasión, más adelante, de referirnos a este «semejante espíritu» desde el que discurre Quijote, y es que ambos discursos, centrales en nuestra argumentación apagógica, vienen a ser las dos caras de un mismo problema (v. Maravall, Utopía y Contrautopía en el Quijote, pp. 169 y ss. el capítulo dedicado a este asunto de la «edad dorada» y el enfoque cervantino al respecto).

{8} ver Navarro y Ledesma, El Ingenioso Hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra, pp. 64 y ss, ed. Austral; v. Maeztu, Don Quijote, La Celestina, Don Juan, pág. 68, ed. Austral; v. G. Dopico, La Historia del Ingenioso Hidalgo Miguel de Cervantes (en España en tiempos del Quijote, A. Feros y J. Gelabert, dir., Taurus, Madrid 2005, pág. 26).

{9} ver De Miguel de Cervante, captivo, a M. Vázquez, mi señor (verso 109 y ss), en donde Cervantes (aun siendo este poema de autoría discutida, pues parece ser un invento, muy logrado, de Adolfo de Castro) describe su participación en la batalla de Lepanto y cómo se le producen las heridas en el brazo que le llevan a la manquedad. Ver también el relato de El Cautivo (Quijote, I, cap. xxxix y ss.) en donde se relata pormenorizadamente, siguiendo la biografía del protagonista, la ruta seguida por la armada española, desde la formación de la Santa Liga hasta la batalla de Lepanto y aún los acontecimientos de los años inmediatamente posteriores durante el cautiverio del protagonista (Navarino, Túnez , La Goleta). Relato en el que, por cierto, aparece el propio Cervantes, «soldado español llamado tal de Saavedra» (cap. xi), de cuya historia dice El Cautivo «que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento de mi historia».

{10} Prólogo al lector de las Novelas Ejemplares, en donde Cervantes parafrasea las palabras del retrato que del mismo Cervantes dibuja Juan de Jáuregui.

{11} Contestando Cervantes a los ataques de Avellaneda, en el Prólogo al lector de la Segunda Parte del Quijote, aclara: «Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mi, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a los menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de desear la justa alabanza; y hase advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.»

{12} ver Bataillon, Erasmo y España, págs. 777 y ss. Sobre este hilo de influencia supuesto por Bataillon comenta Maravall lo siguiente: «La presencia de este conducto transmisor [López de Hoyos] es un dato, sin duda, importante. Claro que Bataillon tiende a reducir a erasmismo, todo cuanto de inconformismo hay en Cervantes [...]. Pero tal vez habría que referirse [y este, como hemos dicho, es nuestro objetivo en esta ponencia] a la acción plural y difusa de las muy variadas líneas de reformismo que se dan en la época de Carlos V» (Maravall, Utopía y Contrautopía en el Quijote, nota 24 de la pág. 22, Ed. Pico Sacro).

{13} Ver las observaciones que hace Gustavo Bueno, en la reseña que dedica a la obra de Abellán, antes citada (Bueno, Reseña a Historia Crítica del Pensamiento español en El Basilisco, n° 8, 1ª época, págs. 101-104), objetando esta, digamos, hemorragia de erasmismo que muchos entienden –Abellán por ejemplo– como clave de la literatura del Siglo de Oro.

{14} ver Pedro Insua, España en Babia el desarrollo de esta coartada negrolegendaria de la «excepcionalidad» para justificar el «siglo de oro» español (Blanco White, Goytisolo). Ver también Pedro Insua, «El Mundo» y su historia de España, en donde se hace un recorrido por la historiografía más conocida poniendo de manifiesto el «juicio contradictorio» que se suele sostener acerca de la Inquisición española.

{15} ver Bueno, La vuelta a la Caverna, pp. 80-91 (Ediciones B, 2004), en donde se expone la distinción, base de nuestra interpretación, entre la idea de Paz poética, cuya expresión más tradicional es la paz evangélica, y la idea de Paz política que, según Bueno, nos remite a fuentes aristotélicas.

{16} ver Américo Castro, Aspectos del vivir hispánico, Alianza Ed., en esta obra, a pesar de que se afirma, aunque tímidamente, la tesis de la influencia del erasmismo sobre Cervantes, también se dibujan las corrientes que fluían por España durante el s. XIV hasta el XVI y con las que el erasmismo viene a enlazar. El erasmismo en España, según don Américo, es estratégico más que doctrinal, en cuanto que se utiliza como cobertura de tradiciones anteriores producto del casticismo hispano. Así dice Castro que, a colación de la circunstancia política excepcional del enfrentamiento de Carlos V con Roma (Saco, Liga Clementina....) y con Lutero, a los partidarios de Erasmo en España que rodeaban al Emperador «les interesaba ser erasmistas mucho más que el erasmismo» (Aspectos del vivir hispánico, p. 107).

{17} ver Nicolás de Cusa, La paz de la fe, ed. Tecnos. [Ver en http://nodulo.org/ec/2006/n056p11.htm la interpretación que realiza Iván Vélez de esta obra como fuente objetiva del «pensamiento Zapatero» en su confuso proyecto de una «Alianza de Civilizaciones»]

{18} ver las posibilidades de tal influencia de Cusa sobre Erasmo en Bataillon, Erasmo y el erasmismo, en el artículo Un extremo de irenismo erasmiano, pág. 70 (ed. Crítica), en el que, por cierto, nada se dice tampoco de la influencia del pacifismo de Erasmo sobre Cervantes.

{19} Maravall habla del «reformismo» cervantino, frente al «utopismo escapista» de muchos erasmistas, situándolo en la estela de un reformismo que asume y se compromete, aún con melancólica nostalgia, con las nuevas formas de organización política del Estado moderno. Nosotros trataremos, sin negar las bien fundamentadas, aunque creemos insuficientes, tesis de Maravall, de ensayar posibilidades que Maravall no contempla, y que podrían arrojar mucha luz sobre la perspectiva política sostenida por Cervantes.

{20} También quijote, los quijotes, son armas, en este caso defensivas, lo que podría sugerir que Cervantes busca un contrapunto al enchiridion.

{21} En fórmula de A. de Valdés: «Si tú buscas ese pueblo [el cristiano] por la señales que Cristo les dejó, jamás lo hallarás» (Diálogo de Mercurio y Carón, pág. 11, Ed. Planeta)

{22} Trad. R. Puig de Bellacasa, que, por cierto, dedica la edición, que también elabora y presenta, a los «seguidores de las ideas de Erasmo que fueron reducidos al silencio y a cenizas durante los reinados de Carlos I y Felipe II».

{23} «Es misión tuya, Santísimo Padre, a partir de los preceptos de nuestra religión, como intérprete de los cuales velas por el mundo, enseñar a los príncipes y a sus consejeros que esta guerra entre hermanos y, lo que es peor, iniciados por el mismo bautismo, es injusta, criminal, contra lo lícito, contra la piedad, igual que si los miembros de un mismo cuerpo lucharan entre sí, de acuerdo con la doctrina de San Pablo, según la cual ya no es griego o judío o francés o español quien ha renacido por medio de Cristo, sino una nueva criatura; los que piensan en esto y lo ponen en práctica, paz sobre ellos» (Juan Luis Vives al Papa Adriano VI, sobre las perturbaciones de Europa, Carta firmada el 12 de Octubre de 1522)

{24} Esta idea de los musulmanes como «semicristianos» ya la contempla Nicolás de Cusa en su obra antes mencionada: precisamente el argumento mediante el cual el Cusano afirma la posibilidad de una paz perpetua reside en que, tanto el judío como el musulmán, ya admiten de hecho muchos de los conceptos y preceptos derivados de la confesión cristiana. Pero sin embargo, reconoce en todo caso Nicolás de Cusa, por el que más resistencia ofrecen es por el sacramento de la Eucaristía: tal precepto cristiano, núcleo por otra parte del cristianismo, se le atraganta, valga el símil, tanto a judíos como a musulmanes.

{25} A. de Valdés sostendrá algo parecido aunque con matices distintos (en los que ahora no entramos): «¡Oh cristianos, cristianos! ¿Esta es la honra que hacéis a Jesucristo? ¿Este es el galardón que le dais por haber derramado su sangre por vosotros? ¿No tenéis vergüenza de llamaros cristianos, viviendo peor que alárabes y que brutos animales? ¿Así os queréis privar de la bienaventuranza de que en este mundo y en el otro, siguiendo la doctrina cristiana, podríades gozar? ¿Este ejemplo dais vosotros a todas las otras naciones? ¿Para qué queréis conquistar nuevos cristianos si los habéis de hacer tales como vosotros?» (Diálogo de Mercurio y Carón, pág. 15, Ed. Planeta). El autor de Viaje de Turquía (I, cap. iv, pág. 134, Ed. Cátedra) aclara, sin embargo, en boca de Pedro de Urdimalas: el turco teniendo confianza en uno «es próximo», y sería igualmente «omicida» matar a un turco que a un cristiano en tal circunstancia, a menos que sea en «lícita guerra» (¿se deduce que a un cristiano es homicida matarlo hasta en guerra justa?).

{26} Es decir, digamos que Erasmo se permite sostener una idea poética de Paz, hacer poesía con la Paz y establecer toda clase de metamorfosis metafóricas –convirtiendo las armas en «armas espirituales»–, precisamente porque otros están sosteniendo la guerra, no metafórica, sino literal, de contención contra los enemigos, también literales, de la fe cristiana. Digamos, un tanto abruptamente, lo reconocemos, que si Erasmo hace poesía evangélica, es porque esos que Erasmo considera indignos de Cristo están evitando que la cimitarra, entre otras armas –literales, sí– se acerquen a su cuello, al cuello de Erasmo, permitiéndole así gozar de su fe evangélica.

{27} «si queremos confesar la verdad, ¿qué otra cosa conmovió y, aún hoy día conmueve a tantos y a tantos a hostigar con las armas al reino de Francia, sino porque es el reino más floreciente?. Ninguno otro posee más amplio señorío; en ninguna otra parte es tan augusto el Senado; ninguna otra Universidad aventaja a su Sorbona en fama y buenas letras; en ninguna otra parte reina más concertada concordia y, por esto, descuella por encima de todas su envidiada y tranquila soberanía. En ninguna otra parte alcanzan las leyes mayor autoridad y florecimiento; en ninguna otra parte es tan sin mancha la religión, no contaminada del comercio con los judíos en Italia ni inficionada por la vecindad de los turcos y de los moros, como en España y en Hungría...», así habla de Francia, en términos tan elogiosos, la «Paz» de Erasmo (v. Querella de la Paz, en Erasmo, Obras Escogidas de Aguilar, ed. de Lorenzo Riber, p. 979)

{28} Confróntese, por cierto, este coloquio de Erasmo con el discurso de Don Quijote dirigido a Vivaldo (I, Cap. xiii), en el que Quijote compara la «estrechez» de la profesión del caballero con la del fraile cartujano, valorando más aquella que esta: «Quiero decir, que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano y de los erizados yelos del invierno.»

{29} Las Casas también enarbolará la misma idea frente a Sepúlveda en Valladolid: «¿Qué tiene que ver el Evangelio con las bombardas, qué tienen que ver los predicadores con las legiones?» (Apología de Fray Bartolomé de Las Casas contra Juán Ginés de Sepúlveda, Editora Nacional, 1975).

{30} Las Casas aquí, sin embargo, no sigue la estela de Erasmo, al defender el obispo de Chiapas la legitimidad de la guerra al Turco por su resistencia maliciosa a la predicación del Evangelio (frente a la resistencia puramente defensiva del Indio, infiel por ignorancia, no a sabiendas).

{31} ver Bueno, España frente a Europa, 1999.

{32} Los «quijotes» formaban parte de la armadura destinados a proteger los muslos: v. Maravall, Utopía y contrautopía..., pág. 143.

{33} Concepción del soldado que contrasta con la aversión que suelen manifestar Erasmo y los erasmistas relativa a la «brutalidad» de la acción de la soldadesca: dice Erasmo, en la Querella pacis: «¡Cuánto más abates y derrocas tu majestad [la del príncipe], en viéndote obligado a apaciguar con puñados de oro una soldadesca bárbara, hez y sentina de todas las maldades, que jamás estará harta, tras de enviar blandas y suplicantes embajadas a unas hordas, las más dañinas y más viles, confiando tu propia cabeza y las fortunas de los tuyos a la lealtad de una chusma para la que no existe cosa ni respetable ni santa» (pág. 991, ed. Aguilar); ver también Erasmo, Elogio de la Locura el parágrafo titulado La locura como causa de la guerra y de las empresas heroicas. Ver, además en Viaje de Turquía, el retrato que se hace del soldado y la soldadesca (pág. 144), así como en Vives (pág. 100 de Obras políticas) sobre la soldadesca y, en concreto, sobre la española.

{34} Un personaje del Quijote, Don Lorenzo, hijo del caballero «manso» don Diego de Miranda, y del que ya hemos hablado, representa, según Américo Castro, esta posición de Cervantes ante la política de Felipe II: «Cervantes vivificó su visión cultural de España, desde el punto de vista de don Lorenzo: abogaba por una España no inerte y estancada, en donde las 'Armas' (paralizadas, según él por Felipe II, y no nos importa que tuviera o no razón) no fueran embotadas por las Letras, ni al revés» (v. en A. Castro, Cervantes y los casticismo españoles el artículo Cervantes y el «Quijote» a una nueva luz, Alianza Ed., pág. 126)

{35} En la edición de Espasa Calpe, preparada por Elias L. Rivers, aparece «doblón» en vez de «millón»: «¡Voto a Dios que me espanta esta grandezay que diera un doblón por descrivilla!,…»

{36} Américo Castro, Cervantes y los casticismos españoles, pp. 83-85, ed. Alianza.

{37} Autor de «La Austriada», B.A.E., pág. 3 (1ª edición 1584). La Austríada, con La Araucana, de Alonso de Ercilla, son de las pocas obras de la biblioteca de Don Quijote que salvan el cura y el barbero en su «donoso escrutinio».

{38} En el Apéndice final de nuestro artículo transcribimos íntegros los textos más significativos relativos a esta posición de Cervantes.

{39} ver descripción del túmulo y comentario de J. H. Elliott, «Máquina insigne» en La Monarquía Hispana en el reinado de Felipe II, en España en los tiempos del Quijote, Cap. 2, A. Feros y J. Gelabert Dirs., Ed. Taurus, Madrid 2004.

 

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