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El Catoblepas, número 59, enero 2007
  El Catoblepasnúmero 59 • enero 2007 • página 8
Del pensamiento occidental

Pericles

José Ramón San Miguel Hevia

La plenitud de Atenas y los filósofos y pensadores que están alrededor del estrategos, con gran provecho para la polis

La doble victoria de Atenas sobre los persas, primero en Maratón (490), después en Salamina y Micala (480 y 478), cambia otra vez el equilibrio geopolítico del Mar Mediterráneo, que se traslada desde Italia hasta Grecia oriental y más concretamente el Ática. Desde ahora y durante cincuenta años los helenos conocen unos momentos de plenitud cívica, económica e intelectual, acaso no alcanzados en ningún otro momento de la historia. Pero esa nueva situación es tan compleja que obliga a articular sus distintos componentes integrándolos en una unidad mínimamente inteligible.

El mapa de la confederación presidida por Atenas abarca todas las innumerables islas del Mar Egeo casi sin excepción, las colonias jonias del Asia Menor liberadas del dominio medo y los puertos de la Tracia y la Calcídica en el norte. El carácter exclusivamente marítimo de esta alianza determina su economía, su gobierno y hasta la forma en que se desarrolla su ilustración en los años centrales del siglo.

Atenas, después de los años críticos de la segunda guerra médica, es una potencia naval en un doble sentido, pues no sólo domina militarmente en el Egeo sino que además tiene en la práctica el monopolio del comercio por mar. Lo aseguran una moneda –la dracma– muy poderosa y estable pues no está sujeta a la devaluación y a los caprichos del mercado, un fondo monetario sólido compuesto por el tesoro de Delos y las minas de plata de Laurion, y finalmente una flota mercante muy numerosa que domina totalmente los caminos del mar.

La clase social protagonista de esa empresa económica está formada por los armadores, navegantes y marineros que se agrupan en el partido de la costa o partido popular. La enérgica acción de su jefe Efialtes suprime todo el poder del Areópago, entregándoselo al pueblo, que está directamente presente en la Asamblea, en el Consejo y en el jurado de los Heliastas. Los antiguos eupátridas, desplazados de su situación de privilegio, mantienen el partido de la llanura, permanentemente en la oposición.

Con Pericles la democracia, entendida en el más pleno sentido de la palabra, da un paso más. El tesoro público paga a los numerosos jueces jurados y a los miembros del Consejo asegurando además la asistencia gratuita a otra gran institución popular, el teatro. Como no se admite representación de ningún tipo, los distintos cargos civiles –interventores de fondos, auditores de cuentas, comisarios para conservar los templos, inspectores de mercados, de medidas y de precios– se sacan a suertes cada año en número proporcional al de las tribus También el azar designa a los once carceleros, a los jueces y árbitros de las acciones civiles, y a los encargados de reparar los caminos y organizar los sacrificios.

Los nueve arcontes tienen funciones judiciales más delicadas, y por eso la selección por suerte ha de completarse con un doble examen, primero ante el Consejo de los Quinientos, después ante los tribunales. Finalmente los nueve estrategos, encargados del ejército y en buena medida de la política exterior, son elegidos anualmente por el pueblo, y aunque tienen diferentes funciones, mandan al ejército en tiempos de guerra por riguroso orden de rotación. En estas condiciones es casi inevitable que uno de ellos adquiera mayor autoridad moral, a causa de su prestigio entre el Démos y de la competencia producida por el mismo carácter rotativo del cargo.

Pericles

A la muerte de Efialtes, los atenienses eligen a Pericles como estrategos, desde la mitad del siglo V hasta el año 429, y su prestigio le permite dirigir la vida pública de su ciudad y convertirse en el líder indiscutible del partido popular, desde un cargo interino y teóricamente igual al de sus compañeros. Hasta este momento el régimen político de Atenas ha mantenido un equilibrio casi perfecto entre sus distintos estamentos sociales, pues los constructores de la democracia desde Solón son aceptados y queridos por el pueblo, pero pertenecen sin excepción a la alta nobleza. Esta especie de solución de compromiso impide que la pólis se divida entre demagogos y oligarcas y se rompa definitivamente.

Por otra parte la hegemonía de Atenas sobre todos sus aliados marítimos está a mitad de camino entre el régimen libertario y descentralizado de la ciudad estado antes de las Guerras Médicas y la realeza universal de los persas. Pericles, con la ayuda inapreciable de sus secretarios, los filósofos, tiene que inventar un sistema político que solucione los problemas planteados por la nueva situación histórica de la que es protagonista. Es inevitable que sufra el doble acoso de sus conciudadanos, que unas veces le recuerdan sus ideas y sus acciones a favor de la democracia, y otras le acusan de plagiar en la actitud y hasta en las obras públicas al Gran Rey.

Para conservar el equilibrio y la unión de la ciudad Pericles tiene a raya a los conservadores del partido de la llanura, representados primero por Cimón y luego por Tucídides. El estrategos consigue enviar al exilio a sus dos oponentes y sólo entonces se siente dueño de la situación política de Atenas. Pero al mismo tiempo se cuida mucho de mantenerse muy lejos de los demagogos a quienes los eupátridas detestan profundamente.

Pericles proyecta en su política exterior este equilibrio entre la nobleza y el poder popular y esto le hace objeto de crítica de las facciones más radicales. Los aristócratas, enemigos tradicionales de los persas, ven al político y al círculo que le rodea –muchas veces con razón– como medizantes. Y por otra parte los demagogos más puros le van a acusar hacia el fin de su vida de moderación y hasta de cobardía en el conflicto contra Esparta.

Hay que decir que su genial actividad de gobierno explica esta doble acusación. Es importante subrayar que es él quien interrumpe la guerra con los persas, precisamente cuando Cimón los ha vencido en el río Eurimedonte y cuando más difícil es su posición. Pericles envía primero al ostracismo al jefe de los conservadores, haciéndose así dueño de la política exterior. Después, a través de un aristócrata, Calias, negocia la paz de forma tan discreta que todavía ahora los detalles de esa embajada son un secreto de estado.

Queda todavía pendiente el contencioso con Esparta, cuyos oligarcas sólo tienen buenos tratos con los antiguos terratenientes de Atenas y desconfían del partido popular. Pericles, en jugada maestra, consigue levantar el ostracismo de Cimón y lo envía a Laconia en misión diplomática. La nueva embajada tiene otra vez éxito y las dos ciudades firman la paz llamada de los treinta años. Desde ahora y gracias a estas dos iniciativas de alta diplomacia, Atenas va a disfrutar un largo periodo de prosperidad.

Igual que la política, la vida intelectual de la ciudad en los años medianos del siglo gira alrededor de Pericles. La mayoría de los pensadores que le rodean, empezando por su mujer, la cultísima Aspasia de Mileto, son extranjeros venidos de las costas del Asia y de Tracia que traen con ellos la forma de ver el mundo de los países natales. El más importante de todos, el maestro y amigo del político, es Anaxágoras, un meteco llegado de Clazomene con el ejército de Jerjes, cuya visión del mundo choca violentamente con el politeísmo libertario de los helenos.

Por otro lado Pericles envía a Protágoras de Abdera –el teórico de la democracia y de la que ahora se diría pluralismo político– a la cabeza de una comisión de expertos, que sobre las ruinas de Síbaris fundan la colonia de Túrios y le dan una constitución. Y es probable que la visita de Parménides y de Zenón de Elea su discípulo a las Panateneas del año 445 y el viaje de Empédocles a Túrios tengan también motivaciones políticas.

En todo caso, gracias a Pericles, los pensadores adquieren por primera vez rango y reconocimiento de su misión histórica. Como están todos ligados a la élite de los aristócratas, no son profesionales de la inteligencia, es decir, no viven ni necesitan vivir del oficio de pensar o de enseñar. Se puede decir que son amateurs, aficionados, o según la feliz expresión griega, filósofos. Por eso los años decisivos de la política y la ilustración ateniense celebran también la primera entrada en sociedad de la filosofía.

Los mayores enemigos políticos de Pericles son los conservadores de la llanura, hábilmente dirigidos por Tucídides. Su táctica consiste en desgastar su prestigio a través de acusaciones dirigidas contra sus amigos y colaboradores. Plutarco –que comprende una de las dimensiones del perfil histórico del político y le acusa de cambiar el sistema de gobierno, convirtiéndole en una aristocracia e incluso en una realeza– habla largamente de su profesor de música Damón y de su ministro de obras públicas Fidias.

Efectivamente, bajo la supervisión de ambos, adopta símbolos que imitan a la monarquía persa. Los cómicos de la época relacionan expresamente la construcción de su palacio de música, el Odeón a imagen del pabellón del Gran Rey, con el crecimiento del poder de Pericles. En cuanto al gran escultor, traslada a sus obras –el Zeus Olímpico y la figura del propio estrategos en el friso del Partenón– el regio ideal de vida de su compañero.

Por lo demás Damón y Fidias tienen un destino semejante, pues los atenienses condenan al primero al ostracismo, bajo la sospecha de medismo, y meten en la cárcel, muy probablemente por la misma razón, al segundo, acusado oficialmente de lo que ahora se diría culto a la personalidad.

De todas formas el proceso más espectacular es el de su maestro y amigo Anaxágoras, porque se va a prolongar en un estado de opinión contrario a los filósofos de Atenas y será el antecedente de la condena de Sócrates. No se sabe a ciencia cierta si el proceso es único o doble, ni tampoco su fecha exacta, pero en cambio hay documentación sobre su contenido. El filósofo es acusado de impiedad, porque profana con su mirada los cielos, niega a los dioses astrales y sólo admite un principio, el Noûs o la Inteligencia, separado de todo y por eso mismo capaz de mover y dirigir el universo.

Pero junto a esta imputación y mezclada inseparablemente con ella, hay otra, la de medismo. Aparte de otros abundantes indicios sobre los que después será preciso insistir, el maestro de Pericles, quien le comunica su actitud de olímpica dignidad ante el pueblo, introduce por primera vez en Atenas una doctrina monoteísta, que por oposición al anárquico panteón politeísta de los helenos, simboliza una forma política monárquica y antidemocrática. La doble posición de filósofo y maestro de príncipes explica de sobra la conexión entre las dos acusaciones a Anaxágoras.

Pero al lado de todas estas condenas, que denuncian el carácter aristócrata del Olímpico, están las que precisamente ponen de relieve un aspecto totalmente opuesto de su compleja personalidad. Su propia mujer Aspasia es llevada ante los tribunales, pero no por pretender la realeza, sino al revés por introducir en Atenas las costumbres al parecer libertinas de su propia ciudad, crear una especie de club de ilustrados en torno a ella y simbolizar por medio de su conducta el primer balbuceo de la emancipación femenina.

Es significativo que el otro gran colaborador de Pericles, Protágoras de Abdera haya tenido que abandonar intempestivamente la ciudad, después de una conferencia escandalosa donde proclamó su agnosticismo teológico. Justamente el desconocimiento de una referencia absoluta que oriente la acción colectiva del hombre es la base del relativismo y en último término del pluralismo. Cuando la divinidad está ausente o es desconocida sólo cada hombre individual puede ser el criterio de la verdad de las cosas.

Según esto la genialidad del estrategos consiste en integrar en un sólo proyecto político la idea real de los medos y la democracia en su forma más directa y radical al modo de los helenos. Sus amigos y ayudantes, y por lo que interesa a la historia de la filosofía, Anaxágoras y Protágoras van a ser los encargados de dar fundamento ideológico a esta colosal tarea, por medio de sus doctrinas complementarias y en cierta forma contradictorias.

Anaxágoras

Anaxágoras nace en el año 500 en Clazomene, una de las ciudades estado del Asia Menor –las otras dos son Colofón y Efeso– donde más influye la forma de ser y de pensar de los persas. En el 480 llega a Atenas con el ejército multinacional preparado por Jerjes para vengar la derrota de Maratón y anexionar al imperio toda la Grecia continental. Gracias a la minuciosa narración de Heródoto se sabe que los jonios ocupan cien galeras –el total supera las mil doscientas– y van armados y equipados como el resto de los helenos.

No está muy claro cuál es el papel de los aliados jonios en la decisiva batalla de Salamina, pues mientras los fenicios les acusan de desertar, algunos de ellos protagonizan escenas heroicas que llaman la atención del propio Rey de Reyes. Como quiera que sea, después de la guerra mantienen la misma actitud ambigua y muchos de ellos –y en la cuenta entra Anaxágoras– se quedan en la ciudad y se integran plenamente en su vida.

Es un error suponer que tras las Guerras Médicas Atenas es una luz que ilumina a toda la Hélade, porque lo que sucede es justamente lo contrario. Los protagonistas del movimiento ilustrado son metecos procedentes de la Jonia o de las costas de Italia y Sicilia, que enseñan sus doctrinas a unos ciudadanos timoratos e intolerantes. A su cabeza está el filósofo de Clazomene, que más que ninguno va a escandalizar a sus vecinos.

Pericles, que nace en el 495, tiene la suerte de conocer a Anaxágoras, se convierte en su discípulo y lo que es más importante, sabe traducir su doctrina a una actitud ante la vida, lo mismo individual que colectiva. Desde entonces el tandem formado por los dos amigos seguirá los pasos de la gran aventura al mismo tiempo política y cultural del siglo de oro de Atenas. Los demás componentes del círculo que los rodea completan su doble perfil humano.

Anaxágoras se va a dedicar ya desde su llegada a Atenas a la astronomía de observación, es decir, a la contemplación de los fenómenos celestes, lo único que da sentido, según él, a la vida del hombre. Sobre este tema de estudio escribe un libro corto pero extraordinariamente denso, del que se conserva una buena cantidad de fragmentos. Parece que este documento se prolonga y completa con una enseñanza oral a sus contemporáneos y se filtra a una opinión pública, cada vez más suspicaz y hostil.

Hacia el año 433 Diopeítes, un cultivador de la ciencia mántica, hace aprobar un decreto según el cual es reo de impiedad quien enseñe doctrinas referentes a los fenómenos celestes, convirtiendo en ciencia positiva la creencia en el poder de los dioses. Este decreto deja fuera de juego la actividad de Anaxágoras y sus discípulos, y proporciona un instrumento legal a quienes quieren eliminar la indeseable actividad de sofistas y filósofos.

Precisamente por estos años, inmediatamente anteriores a la Guerra del Peloponeso, la oposición política empieza a hostigar a Pericles llevando a juicio a sus mejores amigos. El decreto de Diopeítes da base en estas circunstancias a una acusación contra Anaxágoras por asébeia, y está tan ajustado a sus actividades científicas que parece pensado para él.

Hay que decir que las observaciones y las doctrinas del filósofo establecen en el universo entero y en particular en los cielos un rígido determinismo mecánico. El Noûs se limita a imprimir a la esfera un movimiento circular que explica de golpe la posición concéntrica de los cuatro elementos, el movimiento y la naturaleza del Sol, la Luna y las demás estrellas y la misma cosmogonía, surgida de un caos inicial. Anaxágoras elimina de raíz cualquier conocimiento esotérico sobre una pretendida teología astral, y justifica y da pié al proceso de asébeia.

Por lo demás la acusación contra Anaxágoras se completa con el cargo de medismo, que apunta ya más directamente por su carácter político, a Pericles. Es cierto que el filósofo por sus orígenes y por las circunstancias de su llegada a Atenas no parece un cristiano viejo, pero además su enseñanza y su amistad comunica al estrategos un modo de ser verdaderamente real. Cuando él mismo pasea por la ciudad, sus vecinos le llaman Noûs, pero esta burla no puede disimular la oculta admiración ante alguien al que sienten superior.

Por supuesto, la introducción de una única Inteligencia que es distinta y está por encima de todo y todo lo gobierna anuncia un monoteísmo, que en esos momentos está ligado al sistema monárquico de los medos y que se opone polarmente a la democracia y al panteón politeísta de los dioses nacionales de cada ciudad. La forma de ser de Pericles y de todo su círculo sirve para resaltar esta segunda acusación.

El derecho ático condena teóricamente al culpable de asébeia a muerte, pero le ofrece la posibilidad de huir lejos de la ciudad en los sucesivos momentos del proceso a través de un preciso ritual jurídico. Lo que en realidad se busca con esta acusación es la muerte civil de ciudadanos insoportables con su exilio definitivo. Es el camino que toma Anaxágoras, probablemente seguido de su discípulo Arquelao.

El lugar que los dos filósofos escogen para cumplir su condena invita a pensar otra vez que buena parte de la acusación tiene fundamento. En efecto, Lámpsaco en el Helesponto es un dominio del Gran Rey, que Artajerjes concede en forma de feudo a Temístocles en el 465, y es además un foco de propaganda de la doctrina y de la forma de ser de los medos. Allí se dirige Anaxágoras, comentando imperturbable y desdeñoso que todos los lugares están a la misma distancia del Ades. Muere aproximadamente en el 428.

La física

Las dos ciencias que Anaxágoras expone en su escrito clandestino son la física y la astronomía de observación, y ambas desembocan por distintos caminos en la idea verdaderamente original del filósofo, la de una Inteligencia trascendente y dotada del máximo poder. Las graves consecuencias astronómicas, teológicas y políticas de este descubrimiento obligan a reflexionar sobre su doble punto de partida.

En primer lugar, el mundo físico y todos los cuerpos que lo integran está compuesto de un número infinito de seres elementales, que de suyo son cualitativamente simples, pero están tan reciamente mezclados que ninguno de ellos puede separarse de todos los demás. Cada uno de estos principios define, desde siempre y para siempre, una determinada forma de ser distinta de las demás, y en tal sentido es obligado decir que hay en el universo semillas de todas las cosas. Si no fuese así alguna de éstas nacería ex nihilo, dejando fuera de juego uno de los principios centrales de la filosofía griega.

Por lo que se refiere a su composición interna, las semillas son infinitamente divisibles, pues toda magnitud es relativa y no cabe hablar de tamaños absolutamente pequeños o absolutamente grandes. Cada una de estas partes sigue evidentemente siendo simple en cualidad, pero está también mezclada en mayor o menor grado con porciones de todas las demás semillas. En este sentido viene a ser una reproducción en pequeña escala del principio elemental, que es un agregado de partes iguales.

Cada uno de los seres compuestos es un conglomerado de toda clase de semillas, sin que falte ninguna de las infinitas que componen el mundo. Según Anaxágoras cada uno de esos agregados se define por aquella semilla cuya cantidad es mayor sin que esta frecuencia numérica anule la mezcla universal de todas las demás. De esa forma las realidades son evidentemente diferentes y reciben el nombre de acuerdo con el elemento que predomina entre los infinitos que lo componen. A partir de aquí la idea de una trasformación cualitativa y mucho más la del nacimiento y la muerte se reduce a una combinación mecánica, mucho más fácil de entender.

La física de Anaxágoras es de una coherencia total, pues según él todos los niveles de la realidad tienen una estructura homogénea. Lo mismo las semillas, que las porciones infinitesimales en que se dividen y los cuerpos compuestos que se forman a través de una combinación de los principios elementales, todo está sometido a una mezcla universal, sin que nada sea absolutamente simple ni pueda liberarse de las demás cosas ni mucho menos ejercer su poder sobre ellas.

«Nada excepto el Noûs.» Toda la física de Anaxágoras es una preparación a este golpe de teatro. Tiene que existir una entidad absolutamente simple, libre de toda mezcla y por lo mismo separada de las demás semillas y de las realidades que componen el universo. Sólo la Inteligencia por su pureza trascienda cualquier otra realidad, ejerce un dominio total y es el principio que pone orden y movimiento en la totalidad del Cósmos.

La astronomía

La astronomía de observación de Anaxágoras se va a desarrollar dentro del marco de esta física, completándola y comprobándola. Se conocen muy bien sus comienzos, ciertamente espectaculares. Poco después de su llegada a Atenas, en el 476 cae en pleno día sobre Agios Pótamos en la parte de Tracia que da sobre el Helesponto un gran astrolito. El filósofo tiene la oportunidad de ver de cerca y hasta de tocar ese cuerpo celeste, que resulta ser una piedra de hierro, del todo igual a las que hay en la Tierra.

Anaxágoras mediante un razonamiento verdaderamente audaz consigue falsar la teoría según la cual la tierra y el cielo tienen distinta naturaleza, y haciendo frente a la forma de pensar del pueblo y de los científicos griegos, afirma la homogeneidad de todas las cosas. Pero no se detiene en esta primera experiencia y va a someter a todos los meteoros, incluidos el Sol, la Luna y los astros a pruebas sucesivas y a conclusiones cada vez más escandalosas. Precisamente este método de observación de los cielos (metarsía) va a ser el motivo inmediato de su proceso y condena.

En primer lugar Anaxágoras contempla un eclipse de sol y explica con todo rigor y exactitud sus causas. Según esto, la Luna que lo produce al interponerse, es una gigantesca piedra opaca de una magnitud aproximadamente igual al Peloponeso –al parecer la unidad de medida de esta particular astronomía–. Como además tiene la misma naturaleza que la tierra está llena de llanuras y montes y habitada por hombres, que aran el suelo con bueyes y con asnos.

Por lo que se refiere al Sol, es también una piedra incandescente, mucho mayor que el Peloponeso y tan cercana que es capaz de iluminar y de dar calor. En cambio las demás estrellas son otros tantos soles, pero sólo dejan un ligero destello por su extremada lejanía. La Tierra, probablemente cilíndrica, ocupa un lugar central en el sistema y en un principio sus polos coincidían con los de los cielos, pero una violenta catástrofe sucedida poco después de la aparición de los seres vivos, inclinó su superficie hacia el sur, determinando su actual posición con relación a los astros.

Según el testimonio de Sileno, al estar todo el cielo compuesto de piedras, es necesario explicar por qué no se desploma sobre nosotros. El movimiento circular de todos los astros permite intuir una solución tan elemental como el propio problema. Al parecer la velocidad del giro es tan grande que puede sostenera todos los cuerpos en sus órbitas, igual que sucede con la piedra en la honda o el agua volteada violentamente dentro de un recipiente.

Hay que suponer entonces que la esfera celeste, en rotación alrededor del eje que une sus dos polos, arrastra consigo a todos y cada uno de los astros, considerados como sus puntos internos. De esta forma se explica por lo menos el giro constante y la posición relativa e inalterable de todo el conjunto de las estrellas fijas, que tienen como centro una tierra inmóvil de estructura cilíndrica. Y esto a través de un solo movimiento circular, el más sencillo, regular y fácil de entender.

El Nous

Es muy fácil criticar la teoría de Anaxágoras considerándola como desarrollo de una astronomía científica. Por una lado la no esfericidad de la tierra deja sin explicar la variación de los mapas celestes en las diferentes zonas, algo que forzosamente debía ser más que conocido por todos los pueblos marineros. Pero además la rotación única de una esfera y de todos sus puntos contradice al hecho evidente de que el Sol, la Luna y los cinco planetas tienen una posición irregular y cambiante con relación a la de las estrellas. El filósofo, que está mucho menos preocupado de lo que parece por la construcción de una astronomía se limita a explicar ese comportamiento caprichoso por una causa tan poco científica como la presión cambiante y azarosa del viento.

Sin embargo, lo que primero y principalmente preocupa a Anaxágoras –y también a todos los atenienses que le acusan de impiedad– no es la descripción del universo físico, sino la desmitificación de la teología astral y la sustitución de todos los dioses que pueblan el cielo por un solo principio supremo que pone en movimiento un universo único y circular. Este monoteísmo simboliza al mismo tiempo de modo indirecto una vida política centrada en la eminencia de un gobernante y mejor todavía de un rey. Otra vez Aristóteles acierta a juntar magistralmente estas dos dimensiones cuando en las vísperas de un imperio afirma la unidad de Dios. «Es preciso que mande uno solo.»

La primera condición que ha de cumplir este primer principio según Anaxágoras es la trascendencia. Mientras que las demás semillas forman parte de cada uno de los cuerpos compuestos –porque hay de todo en todo– sólo la Inteligencia es indeterminada y al no mezclarse con nada está sola y existe por sí misma. Esta separación radical le permite actuar desde fuera sobre todas las cosas gobernando un universo en el que no está incluida.

Además el Noûs, precisamente por ser inteligente, no puede por su misma naturaleza imprimir al universo un movimiento azaroso. Su acción tiene que ser sencilla y ordenada hasta el máximo y además tan rica en resultados que no deja de explicar ningún fenómeno físico o astronómico. Se reduce en principio a poner en rotación a la esfera celeste desde un punto situado en su polo norte en un proceso geométricamente perfecto.

A partir de aquí, por el mismo efecto de este violentísimo giro y sin necesidad de ninguna hipótesis adicional, las distintas semillas, que primero estaban unidas en una mezcla indiferenciada, se van separando en capas concéntricas, que por sus caracteres generales recuerdan los elementos de Empédocles. El éter, que es luminoso, cálido y sutil ocupa el lugar superior, mientras que lo líquido se precipita desde la atmósfera y lo más denso tiende al centro, donde queda inmóvil.

Además la perikhóresis es tan veloz que desgaja trozos de esos elementos que caen y los hace girar con una fuerza que anula a la gravedad. Son las estrellas, el Sol y la Luna, los meteoros errantes y los mismos bólidos que de vez en cuando hacen acto de presencia. Es verdad que esta acción al mismo tiempo única y plural del Noûs no explica los movimientos variados e irregulares de la mayoría de los cuerpos celestes, pero en cambio –y de eso se trata– establece un principio único para toda la realidad.

No es del todo exacto que Anaxágoras sea quien introduce en Grecia una teología monoteísta. Antes de él hacen lo mismo Heráclito y Jenófanes, y todos tres se inspiran inmediatamente en sus vecinos medos. Pero el filósofo de Clazoméne consigue separar esta doctrina de sus orígenes orientales, incorporándola plenamente a la forma de pensar propia de os helenos. Esa difícil operación intelectual es semejante y corre paralela a la aventura política de Pericles, cuando dentro de los esquemas de la democracia tradicional introduce una forma de ser y de actuar autocrática.

La política

Es precisamente aquí donde hay que inscribir la decisiva influencia del filósofo sobre su discípulo y amigo. La espléndida descripción de Plutarco en su biografía de Pericles permite desterrar de una buena vez el tópico de un gobernador rabiosamente demócrata. Es cierto que defiende la causa de la mayoría y de los pobres, pero lo hace para formar un partido poderoso, que se oponga a la facción oligárquica y mantenga unida a la ciudad.

Su carácter no tiene nada de popular y está trenzado de dos componentes, la altivez y el dominio total sobre la plebe. El poeta Ión dice que su trato une la arrogancia y soberbia con el desprecio a sus conciudadanos. Sus centros de acción son el ágora y el consejo exclusivamente, y sólo una vez –en la boda de su primo– se mezcla con los demás en un banquete o una diversión pública, porque la familiaridad es incompatible con la altanería.

Tucídides, jefe del partido conservador y enemigo político de Pericles, dice que su gobierno es teóricamente –de palabra– una democracia, pero en la realidad es el mando de uno solo. En efecto, después de entrar en conflicto con los aristócratas enemigos de Persia y los proespartanos, consigue anular a unos y otros quedando dueño de la situación. Entonces comienza una política de obras públicas, típica de todas las dictaduras, que adorna a Atenas con los memorables monumentos de su Acrópolis. Los comediantes relacionan todas estas construcciones con el carácter cada vez más autárquico del gobierno y se escandalizan sobre todo del Odeón - hecho al parecer a semejanza del pabellón del Gran Rey donde el estrategos dirige en persona los concursos musicales que él mismo ha añadido al programa de las Panateneas.

Cuando en un segundo momento, después de lograr el ostracismo de Tucídides y eliminar cualquier sombra de oposición, hace que la ciudad sea única y tenga una sola forma de sentir, entonces –dice casi literalmente Plutarco– ya no es él mismo ni se deja llevar por los deseos de la mayoría. Al contrario, abandona la demagogia y plantea un gobierno aristocrático y en cierto sentido monárquico. Gracias a su capacidad oratoria y a su conducta íntegra consigue la confianza de sus conciudadanos y puede actuar sobre ellos –la imagen va a ser tópica en Platón– igual que el médico que sabe curar una enfermedad complicada utilizando el remedio agradable de la persuasión o el más desabrido de la violencia quirúrgica.

Entre todos los filósofos y artistas que rodean a Pericles es precisamente Anaxágoras quien está continuamente junto a él y quien le proporciona su actitud política, hecha de majestad, altivez y dominio. Otra vez Plutarco señala que, inspirado por su altísima metafísica, adquiere un carácter elevado e imperturbable, un tono de voz siempre igual y libre de cualquier vulgaridad, un continente grave que no se deja llevar por la risa.

Además gracias al trato con el filósofo de quien al parecer se asesora con frecuencia, adquiere una forma de pensar y de decir que une el conocimiento de un principio racional del universo físico con los artificios de la retórica. Los autores de comedias intentan criticar su modo de hablar en público, pero no pueden disimular en medio de su burla el poder de sus palabras, cuando dicen que lanza truenos y centellas y que lleva en la lengua un formidable rayo.

Es importante señalar que los ciudadanos de Atenas otorgan a los dos amigos un tratamiento y hasta un nombre parecido, como si se tratase de dos gemelos. Los contemporáneos de Anaxágoras, que han podido leer de forma clandestina o legal su libro, le llaman Noûs o Inteligencia. Sólo él ha sido capaz de observar el cielo y de llegar al conocimiento de un ser supremo, que está separado de todo y que por eso mismo tiene dominio y poder sobre todo.

Esos mismos atenienses llaman a Pericles –también con mezcla de admiración, burla y envidia– el Olímpico. Igual que Zeus tal como lo representa Fidias su otro compañero, está por encima de todos en una altura inaccesible. Pero precisamente esta separación de los demás ciudadanos proporciona a su palabra un poder invencible ante el pueblo, como el rayo al que todos obedecen porque lo admiran y lo temen. Así pues, los nombres y los correspondientes conceptos que los vecinos de Atenas aplican al filósofo y al político son rigurosamente análogos.

Cuando los cómicos, los poetas y los mismos miembros del partido de oposición –aristócratas conservadores enemigos de los persas– inician su ataque frontal contra Pericles y su círculo, la acusación de medismo se va a repetir constantemente. El estrategos según ellos se parece por su forma de dirigir la pólis al propio tiempo popular y autárquica, por su política exterior, y hasta por su aspecto físico a su antecesor Pisístrato. Algunos cómicos llegan a exigirle bajo juramento que renuncie a la tiranía, pues su naturaleza altanera no cabe de otro modo en la democracia.

Más grave es el destino de sus amigos, que reciben el nombre oprobioso de Pisistrátidas, en memoria de los hijos del tirano que llaman a los medos en su auxilio. La acusación de alta traición cae sucesivamente sobre Damón, maestro de música de Pericles, enviado al ostracismo por favorecer la tiranía, sobre Fidias, ministro de obras públicas del estrategos y sobre la misma Aspasia de Mileto, que además de feminista y libertina sabe atraer a los hombres más principales entre los griegos al partido del Rey, sembrando en Atenas la primera semilla del medismo.

Queda todavía Anaxágoras, que con su teología monoteísta y con su indudable influencia sobre Pericles trae a la ciudad un sistema de gobierno real. Su figura parece en principio inatacable, pero la oposición tiene en la democracia ateniense recursos sobrados para llevar a juicio a sus virtuales enemigos. El decreto de Diopeítes extiende el delito de impiedad también a quienes hablan en su enseñanza de las cosas del cielo, en clara alusión a la práctica científica y a la teoría filosófica y política del filósofo y de sus discípulos.

El proceso a Anaxágoras, igual que el de sus amigos del círculo de Pericles, incluye junto a la asébeia el delito político de colaboración, al menos intelectual, con los persas. Lo único cierto en esta acusación es el hecho indudable de que el filósofo define una de las dos dimensiones de la personalidad y la obra del estrategos, capaz de hacer compatible su talante real con la dirección del partido popular y el desarrollo de una democracia, al menos teórica, en Atenas.

Protágoras

Protágoras es el pensador que mejor representa la otra dimensión política de Pericles, que además de ser un aristócrata y si nos descuidamos hasta un rey, lleva durante muchos años la dirección del partido popular y es el símbolo de la democracia ateniense. Nace aproximadamente el año 484 en Abdera de Tracia pero, al revés que su conciudadano mucho más joven Demócrito, viaja continuamente por todas las ciudades de Grecia haciendo frecuente escala en Atenas. Si hay que creer a la descripción de Platón en el diálogo que le dedica, su aparición produce un verdadero tumulto en los ilustrados, que llegan al crimen, totalmente inexplicable, de despertar a Sócrates en plena noche.

Protágoras se dedica a la enseñanza de las técnicas de lenguaje relacionadas con la actividad política en marea creciente durante aquellos años en toda la Hélade. Aunque se le incluye en la nómina de los sofistas –es decir, de los profesores que cobran dinero por sus lecciones a la clase de los nuevos ricos– la época temprana de su florecimiento, su amistad con Pericles, el carácter itinerante de su magisterio y las menguadas y extrañas noticias en torno a su carrera profesional, le definen más bien como un filósofo, que ha descubierto en la ciudad el nuevo continente de su investigación.

Es un valioso colaborador en la colonización ateniense de Tracia, Italia y las islas. El estrategos le pone al frente de su proyecto más ambicioso, encargándole que presida el reducido comité de expertos que van a elaborar una constitución para los ciudadanos que hacen apoikía en Túrios, sobre las ruinas de Síbaris. La nueva ley fundamental y el sistema de gobierno derivado de ella son una reproducción bastante fiel del pacto entre aristócratas y pueblo llano tal como funciona en el partido popular de Atenas.

Después de la muerte de Pericles y durante la primera fase de las Guerras del Peloponeso, el filósofo sigue visitando su ciudad preferida y es recibido con entusiasmo por sus amigos ilustrados. Pero cuando, después del golpe de estado del año 411 preparado por las eterías de oligarcas, se impone la primera tiranía de los cuatrocientos, Protágoras se ve obligado a permanecer lejos de Atenas por haber expuesto públicamente, en conexión con su programa democrático, ideas agnósticas sobre los dioses. Poco después este viajero impenitente muere en un naufragio cerca de las costas de Sicilia.

Sólo se conocen escasísimos fragmentos de Protágoras, aunque todos ellos muy significativos. El título de su obra central, Razonamientos Demoledores, denuncia inequívocamente su carácter dialéctico. Se trata, no de demostrar la tesis propia caminando desde un principio a su conclusión por vía apodíctica, sino al revés, de refutar el punto de partida del rival con quien se discute desde la falsedad de los enunciados derivados de él. El filósofo y político se mueve evidentemente dentro del ámbito de la democracia oral y directa.

Sobre este mismo tema parecen tratar el Arte de Discutir, los dos libros sobre Contradicciones, Acerca de la Polémica y sus Aporías. Mucho más específicamente políticos son La República, Las Virtudes, La Ambición. Su obra Sobre los Dioses, de la que únicamente se conserva el párrafo inicial, ha sido evidentemente la causa de que los atenienses le consideren "persona non grata". Gracias a Platón, que se refiere a él en muchos diálogos y lo trata con gran respeto, se puede completar el sentido de estos textos escuálidos.

El fragmento fundamental y casi único de Protágoras parece un juego de palabras tan breve como complicado y vacío de sentido. Sin embargo, los documentos posteriores lo reproducen con una reiteración y una constancia, que muestran a las claras su capital importancia histórica. Primero que nadie se refiere a él Platón en el Teetétos, señalando que ya a finales del siglo V es un lugar común del diálogo filosófico y político. Mucho después lo recoge Diógenes Laercio en su biografía y Sexto Empírico en la historia crítica del pensamiento antiguo.

Según la letra del texto «el hombre es la medida de todo, de lo que es en tanto que es, de lo que no es en tanto que no es». Traducido a un lenguaje técnico actual, quiere decir que los hombres son el criterio de verdad de todas las cosas, el único punto de vista desde el que se puede aparecer su realidad o su no realidad. Después de esa traducción el fragmento abandona la forma de adivinanza, pero seguiría siendo ininteligible si no estuviese acompañado de una interpretación muy clara en la que además coinciden punto por punto todos los testimonios.

En primer lugar, Protágoras no se refiere a una naturaleza abstracta, ni a una condición común, ni siquiera a la colectividad de todos los humanos. El criterio de verdad o de falsedad está, según él, en cualquier hombre concreto, lo mismo Teetétos que Sócrates. Porque en esos dos casos y en todos los otros infinitos semejantes a ellos, las cosas serán o dejarán de ser para cada uno según se le aparezcan.

Esta correspondencia objetiva entre el ser y el parecer, los dos referidos al individuo que conoce, implica necesariamente al nivel subjetivo la igualdad entre ciencia y sensación. El ejemplo de Platón es luminoso y permite mejor que nada descifrar el acertijo, en principio extraño, del homo mensura. Si un mismo soplo de viento le parece frío a un hombre pero a otro no, eso no significa que en sí mismo y de modo absoluto sea al propio tiempo frío y no frío, sino más sencillamente que, tomando como medida al que está temblando, es efectivamente frío, mientras que para su compañero es tibio y hasta cálido. Las dos sensaciones son verdaderas, por muy relativa que sea su verdad.

La penetrante crítica con derecho a réplica que Platón introduce en el Teetétos sirve para subrayar, uno tras otro, estos tres caracteres, rigurosamente conexos entre sí. A una primera objeción que iguala al hombre con las bestias, si es verdad que el único conocimiento y la única ciencia es la sensación, Protágoras contesta en una apología tan imaginaria como magistral que «hablar de puercos o de cinocéfalos es situarse a sí mismo en el punto de vista del puerco o del cinocéfalo». Esa misma objeción, tomando un camino inverso, puede advertir que la sensación, justamente por ser siempre verdadera, acerca el conocimiento humano al de los dioses, perpetuamente sabios e infalibles, pero desde nuestra perspectiva, corta de vista y de vida, nada se sabe ni se puede saber de los dioses. La hipótesis del homo mensura es en un caso y otro la fortaleza invencible contra la que tropieza cualquier intento de refutación de la teoría sensista.

Queda por hablar del carácter relativo del conocimiento, que sólo tiene validez referido a un determinado sujeto individual, y dentro de ese mismo sujeto a cada una de las situaciones concretas por las que atraviesa. Llevada esta hipótesis al límite, parece caer en una contradicción palmaria consigo misma, a medida que se desarrolla dialécticamente. Efectivamente, afirmar la teoría de Protágoras implica necesariamente dar la razón a quien desde su propio puno de vista la niega, y en este sentido esta particular filosofía será contradictoria, no sólo en cada uno de sus contenidos concretos, sino en las propias categorías globales que la definen. Si se quiere salvar este último ataque, hay que recurrir una vez más a la infinita variedad de puntos de vista individuales y al conocimiento de cada uno de ellos, que a fuerza de ser relativo, es radicalmente irreductible a todos los demás.

Los otros ensayos de crítica de Platón sirven para situar a Protágoras en su propio ámbito. En primer lugar, la doctrina sensista del alma medida supone por parte de las cosas que se conocen una universal y continua variación de cada uno de sus aspectos. Querer conocer a través de sensaciones –todas verdaderas y relativas– no sólo la geometría sino las ciencias derivadas de ella, es un intento condenado al fracaso, y la severa presencia del pitagórico Teodoro en el diálogo cierra el paso a esta catástrofe. Únicamente el saber práctico –la política en el sofista de Abdera, la ética en sus epígonos de la escuela de Cirene– pueden ocuparse de los objetos de un mundo infinitamente cambiante.

Pero además en este ámbito concreto, no interesa tanto la verdad de los distintos pareceres - pues en principio todos tienen el mismo carácter de verdaderos - como su valor. Es cierto que el vino parece dulce a un hombre sano y amargo al enfermo, y que las dos sensaciones son igualmente respetables desde el punto de vista del conocimiento. Pero es también cierto que el modo de ser de quien está sano tiene un valor muy superior al del enfermo, y por eso la labor del sabio –en este caso concreto el médico– consiste en invertir gracias a sus remedios los dos estados. Una actividad semejante desarrollan en la ciudad el sofista y en la vida el filósofo.

La fundamentación de la democracia

Los principios proclamados por Protágoras no tendrían sentido si no estuviesen insertos en una realidad histórica a cuyo desarrollo sirven de firme fundamento teórico. Efectivamente, Pericles se apoya en Anaxágoras para establecer la dimensión aristocrática y real de su gobierno, pero en compensación solicita la ayuda del sofista de Abdera para no perder de vista ni dejar de la mano la otra dimensión popular. Si el gran estrategos quedase privado de uno de estos dos complementos políticos e ideológicos su gobierno perdería su equilibrio y originalidad y al mismo tiempo su eficacia.

Cualquiera que sea el prestigio del Olímpico en la Asamblea y el Consejo, tiene que contar en todo momento con que el régimen de la ciudad es una democracia en su forma más radical, es decir directa y asamblearia. Eso significa, que los votos a mano alzada de cada ciudadano y los de la ciudad en su conjunto expresan en cada situación concreta un punto de vista y un parecer que merece el máximo respeto, pues su verdad es inmediata e irreductible. Sin embargo no es definitiva y puede ser corregida continuamente siempre que el Démos, en ejercicio de su poder soberano, cambia de opinión.

Los protagonistas de este sistema de gobierno no son en última instancia los estamentos sociales ni los partidos políticos, sino los individuos que forman parte de una Boulé totalmente atomizada, cuyos componentes se comunican entre sí sin ningún intermediario por medio del lenguaje oral. Hasta tal punto cada uno de los ciudadanos lleva la voz cantante que en una de las cuatro sesiones de la Boulé en cada pritanía está autorizado a dirigir su palabra a todo el pueblo que en respetuoso silencio debe oír sus problemas y sus quejas, lo mismo públicas que privadas. Estos hombres individuales son el último criterio y la medida de toda deliberación o decisión política y de la verdad o no verdad de los asuntos de la ciudad.

Por lo demás, la decisión política, al revés que el conocimiento científico o su aplicación técnica, pertenece al ámbito subjetivo, y en este sentido amplísimo se puede llamar sensación, por cuanto es una vivencia inmediata y efímera, y no una determinación objetiva y absoluta. Naturalmente, tiene que haber en cada profesión un experto, que prescindiendo de los pareceres caprichosos de sus compañeros, defina la forma de ser de cada zona de la realidad y en consecuencia dicte las normas de conducta correspondientes. Pero esto no quiere decir que los ciudadanos renuncien a esa nueva y extraña forma de conocer y de actuar, tan variable y plural como necesaria para la convivencia en una ciudad. Es aquí donde se puede insertar el brillante mito que Platón pone en boca del propio Protágoras para justificar el papel del sofista.

Según este relato, el hombre, al revés que todos los otros animales, está indefenso y como desnudo, porque los dioses han agotado todos sus dones en los otros seres que han aparecido antes que él. Pero el fiel Prometeo acude en su ayuda, entra sin ser notado en la vivienda común de Hefesto y Atenea, roba a uno el fuego y a la otra las técnicas y las entrega a sus grandes amigos. De un sólo golpe esa raza hasta entonces desasistida adquiere la creencia en los dioses, aprende la suprema técnica de la palabra, y después construye casas, cultiva sus alimentos y elabora sus vestidos.

Sin embargo Prometeo no puede llegar a la suprema Acrópolis del Olimpo donde Zeus custodia el saber político. Por eso los hombres siguen viviendo en dispersión y las fieras, que son mucho más poderosas, los destruyen. Cuantas veces intentan ponerse a salvo reuniéndose en ciudades, otras tantas entran en guerra civil al carecer de esa ciencia suprema totalmente distinta a todas las demás. Para evitar la extinción de la especie el Olímpico ha de intervenir in extremis, enviando a su mensajero Hermes –un dios andariego y comerciante igual que Protágoras– para que enseñe a todos el respeto (aídôs) y la justicia y para que de este modo haya orden y amistad en las comunidades humanas.

De esta forma quedan bien diferenciados dos tipos de técnicas o habilidades. Las profesiones que el hombre tiene gracias a la amistad de Prometeo, por ejemplo la medicina y los otros oficios, sólo se comunican a unos pocos especialistas, que son capaces de ejercitar y de aplicar sus conocimientos a un número indefinido de hombres ignorantes. En cambio las artes traídas por Hermes y particularmente la política no pueden ser patrimonio de una minoría, pues los que estuviesen privados de ellas –casi todos– al carecer de aídôs y justicia no podrían convivir ni hacer ciudades. Esta ciencia real, lo mismo por su modo de conocer que por la finalidad que los dioses le asignan tiene que ser común a todos los futuros ciudadanos.

Dentro de esta comunidad de sabios hay alguno que lo es en grado superlativo, a la letra el sofista. Su función es doble, por una parte ayudar a la fundación de las ciudades siguiendo el ejemplo de su patrono Hermes. Por otra integrarse en las distintas asambleas y consejos, rectificando por medio de sus discursos, primero el modo de ser y después el parecer de todos sus componentes. El ejemplo del médico, que al dar salud modifica y normaliza el cuadro de sensaciones del enfermo y por consiguiente sus criterios de verdad, ilustra mejor que ningún otro la eminente tarea del orador público.

El mito de Prometeo y Hermes es un espléndido cuadro, que describe en primer lugar la aparición del mundo y la paradójica situación del hombre, desnudo e indefenso pero más lleno de recursos que cualquiera de los otros seres vivos. Además en nivel inferior y más concreto, define el ámbito universal y el carácter real de la nueva ciencia política, que cierra el proceso de hominización. La miniserie de diálogos platónicos formada por la primera parte del Teetétos y sobre todo por el Protágoras dibuja, al parecer con riqueza y rigor, la singular personalidad del filósofo de Abdera.

Pero el sistema de símbolos no se agota todavía, sino que remite a la concretísima actuación de Pericles –el sofista por excelencia– y del propio Protágoras dentro de la pólis. El principio de que el hombre es la medida de la ley y la puesta entre paréntesis de los dioses –tal como canta la Orestiada en su tramo final anunciando solemnemente el nacimiento de Atenas– la alusión a la Acrópolis, al Zeus Olímpico y a su incansable mensajero Hermes, y en fin la solemne declaración de que todo el pueblo sin excepción es depositario de la ciencia política, resumen magistralmente en muy pocas líneas la segunda dimensión de la democracia ateniense y de la ilustración que le sirve de fundamento ideológico.

 

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