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El Catoblepas, número 59, enero 2007
  El Catoblepasnúmero 59 • enero 2007 • página 5
Voz judía también hay

Los criptodrinos judíos y sus secuaces

Gustavo D. Perednik

La judeofobia de Maruja Torres, Neturei Karta y Slavoj Žižek

Maruja Torresuno de los Neturei KartaSlavoj Žižek

Como método para encubrir su propio odio, muchos perpetúan un par de errores habituales acerca de la judeofobia. El primero es que la única posible es la que aspira a matar a todos y cada uno de los hebreos. Para ello se aferran a la mentira de que el único modo de la animadversión antijudía es el nazismo, cuando en rigor éste fue excepcional y no la norma. A lo largo de la historia la judeofobia dispensó al israelita algunas vías para evadirse de su aniquilación. Cuatro de ellas fueron el sometimiento a la religión dominante, la apostasía, la asimilación cultural al medio, y la emigración.

Con el nazismo el odio se deslizó a su extremo más patológico: todo bebé judío era un enemigo mortal, aún el nacido en Alaska y sin considerar su grado de judeidad. Pero este criterio absoluto fue históricamente excepcional.

Por lo tanto, ni la ultraizquierda ni los otros criptodrinos dejan de ser judeofóbicos por el hecho de aceptar al tipo especial de judío que responda a sus exigencias (usualmente una categoría muy minoritaria entre ellos) ni siquiera en el caso en que hipotéticamente estuvieran dispuestos a aceptar a los judíos como grupo en la medida en que se desvincularan de lo más preciado para ellos.

Así, no deja de ser judeófobo Hugo Chávez meramente por admirar a Noam Chomsky, ya que al mismo tiempo demoniza al país judío y actúa para su destrucción, y además combina los dos peores mitos judeofóbicos al aseverar (y jamás desdecirse) que «los descendientes de los que crucificaron a Cristo se han apoderado de las riquezas del mundo» (24-12-05).

Tampoco deja de serlo Maruja Torres aun cuando no desee matar a todos los judíos. Los dislates que escribe en El País pueden ser engendrados sólo por la irracionalidad más extrema. En su última diatriba (16-11-06) sentencia la Torres:

  1. Que la nación israelí (de seis millones de habitantes), gobierna a la primera potencia mundial (de unos trescientos millones). Se confirman así los Protocolos de los Sabios de Sión.
  2. Que «ser nazi hoy consiste en ser racista con los árabes», una definición tan arbitraria y racista que linda en lo cómico. Aunque sería rechazada por cualquier diccionario, la neonazi Torres se ingenia para aplicarla sólo a una persona: un ministro israelí. Por supuesto que no requiere justificar su abuso del maldito término, porque nos hemos habituado a que sádicamente se reserve el epíteto «nazi» a la mayor víctima del nazismo. Sepa el lector que el ministro en cuestión propone la creación de un Estado árabe-palestino y el respeto a los árabes israelíes que se identifiquen con él. Uno podrá coincidir o disentir, pero se requiere siniestra sagacidad para equiparar esa propuesta al nazismo de Maruja Torres.
  3. Que de los 192 países del mundo «hay que detener a Israel y decir la verdad acerca de sus matanzas, su codicia y su racismo absoluto». En este veredicto se le ha filtrado a la autora una palabrita que delata su enfermiza judeofobia: «absoluta».

A diferencia de los demás países del mundo, el defecto del judío es «absoluto». No importa qué haga Israel o deje de hacer, no importa que se retire, desmantele, ayude, prometa, se incline o renuncie a territorios. No importa que los palestinos israelíes gocen del mejor nivel de vida y libertades y derechos humanos que los de los árabes de cualquiera de sus veinte dictaduras. No importa que colaboremos en salud y agricultura con decenas de países, no importa nada porque la Torres y su caterva siempre, siempre, siempre, nos odiarán. Absolutamente. Se permiten ser relativos sólo con los jeques árabes y su petróleo, la opresión de la mujer, las decapitaciones públicas y las otras perlas del islamo-fascismo.

Anti-modernos y post-modernos, uníos

El segundo error intencional de los judeófobos consiste en que no admitir la posibilidad de la judeofobia israelita, sobre la que nos hemos explayado en otro artículo con varios ejemplos. La cuestión se puso de relieve a partir de la publicitada presencia en Teherán (11-12-06) de los «Neturei Karta», cuatro judíos ultraortodoxos que acompañaron a Ahmedineyad en su congreso para la negación del Holocausto (el régimen de Irán ha elevado la NH a una política estatal). Trae a la memoria el olvidado caso de Helene Mayer.

uno de los Neturei Karta al servicio de los mahometanos encuentra su tribuna en una televisión islámica

Hitler era renuente hasta que lo convenció su ministro de propaganda Goebbels: para mostrar en la nueva Alemania una grieta de confraternidad humana, nada les era tan útil como la organización de los Juegos Olímpicos en Berlín en agosto de 1936, una quincena durante la cual el nazismo fue maquillado para debilitar las defensas del mundo contra él.

Las olimpíadas fueron una herramienta de propaganda del hitlerismo organizada por el nazi Hans von Tschammer und Osten. Ningún país se atrevió a boicotear los juegos, del mismo modo en que ninguno se atreve aún a detener el terror de ayatolás iraníes.

Las circunstancias de entonces incluyeron un dato que impidió toda respuesta digna de parte de Occidente: EEUU, el único país dispuesto a boicotear las Olimpíadas nazis, tenía a la sazón nada menos que a un filonazi como presidente de su Comité Olímpico, Avery Brundage, quien en 1935 adujo una «conspiración judeocomunista» para excluir a los EEUU de los juegos.

Cuando Goebbels prohibió a la prensa «mencionar que hay no arios entre los competidores alemanes» se refería a Helene Mayer, la esgrimista de origen judío que se avino a las condiciones que le impusiera el régimen judeofóbico y, cuando eventualmente ganó para el Reich una medalla de plata, hizo el saludo nazi desde el podio de los galardonados (luego retornó a los EEUU para continuar allí su carrera atlética, sin jamás inquietarse por el destino de los judíos en Europa).

Peor suerte tuvo Wolfgang Fürstner, director de la villa olímpica nazi, quien se suicidó dos días después de concluidos los juegos porque se revelaron sus «ancestros judíos» y por ello se lo despojó de su rango de capitán.

Los helenemayers de hoy son los «Neturei Karta», que significa Guardianes de la Ciudad en arameo (el idioma del Talmud y el de Jesús). El grupo, que no supera algunos centenares de fanáticos medievales, fue creado en 1935 cuando se escindieron de la ultraortodoxia general por considerar (con razón) que ésta no combatía la «herejía sionista». Los Neturei Karta exigen que la creación de un Estado judío en Palestina sea precedido por la llegada del Mesías. La caterva disminuyó notablemente cuando su anterior líder, Amram Blau, se casó con una conversa al judaísmo. Son rechazados aún por los ultraortodoxos más extremos. El actual líder, Moshé Hirsch, era funcionario pago de Arafat y hoy de los ayatolás, quienes lo usan para «mostrar» que no son judeofóbos.

Ahora bien, podría argumentarse que Neturei Karta no niega la Shoá, pero recuérdese que la NH no expresa sólo en negación total sino también en la banalización del genocidio organizado de seis millones de judíos por ser judíos.

Así proceden los post-modernos que se unen a estos anti-modernos.

Ayer Saramago, hoy Slavoj Žižek. El primero considera que el Holocausto es equiparable a la situación de los palestinos en Ramala. En cuanto a Žižek, es un sociólogo esloveno de moda, que se ha valido de Jacques Lacan para reciclar el comunismo.

En 1990 tanto Žižek como Vargas Llosa presentaron sus candidaturas a las presidencias de sus respectivos países. Ambos perdieron y la frustración los llevó paulatinamente a un creciente resentimiento contra el sionismo e Israel.

En su reciente libro The Parallax View de más de 400 páginas, el esloveno incluye un capítulo espeluznante titulado El camino sin salida del anti-antisemitismo en el que sostiene que criticar a Israel no es sinónimo de judeofobia. Sólo omite que esta perogrullada no significa que toda crítica contra Israel sea racional.

Es en efecto judeofóbica la «crítica» que utiliza contra Israel un lenguaje demonizador («cáncer de Medio Oriente», «país nazi», «pueblo deicida») y también lo es la que se obsesiona contra los defectos de Israel y perdona los de todos los demás países.

La de Žižek es judeofobia pura. Todo el nazismo y la Segunda Guerra Mundial se reducen para él a un encuentro que el 26-9-37 mantuvieron en El Cairo Adolf Eichmann (el jefe de la «Solución Final» juzgado y sentenciado en Israel) con Faivel Polaks, un miembro menor de la Haganá (la autodefensa judía contra los ataques árabes). Se proponían discutir la posibilidad de salvar a judíos alemanes por medio de permitirles emigrar. Que nada haya resultado de esa reunión es irrelevante para Žižek. A partir de la mera interacción entre victimarios y víctimas, llega a la brutal conclusión de que el sionismo perpetró el Holcausto asesinando a seis millones de judíos. El sionismo es para Žižek el verdadero antisemitismo y por eso «los nazis lo apoyaron» (sic).

Los judeófobos van ampliando así su arsenal mitológico. No sólo el Holocausto nunca ocurrió, sino que además lo perpetramos los israelíes.

 

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