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El Catoblepas, número 58, diciembre 2006
  El Catoblepasnúmero 58 • diciembre 2006 • página 4
Historia del pensamiento latinoamericano

Historia del pensamiento latinoamericano III

El papel de México, y su revolución, en Hispanoamérica

Ismael Carvallo Robledo

A propósito del libro de Pablo Yankelevich, La revolución mexicana en América Latina. Intereses políticos e itinerarios intelectuales, e implantados en la dialéctica política de nuestro presente (desde México), se ofrece en esta entrega un cuadro de interpretación que, se espera, nos permita aquilatar el ineluctable peso político e ideológico que México tiene, y ha tenido siempre, dentro del conjunto de las naciones hispanoamericanas y que hace de él un potente atractor de gravitación histórica

Venustiano Carranza (1859-1920) Jefe del Ejército ConstitucionalistaLuis Cabrera (1876-1954) RevolucionarioIsidro Fabela (1882-1964) Revolucionario, diplomático y políticoJosé Vasconcelos (1882-1959) Revolucionario, ideólogo de América, filósofo y político

«Para ellos [el resto de América Latina], México es el escenario central en el cual ven cómo se libran sus propias luchas, […] por eso México conecta o desconecta la solidaridad latinoamericana.» Anita Brenner{1}

«Sólo uno de los 12 mandatarios de los países de América del Sur asistirá esta mañana a la toma de protesta de Felipe Calderón como presidente de la República: el colombiano Álvaro Uribe –considerado de derecha– será el único que estará presente hoy en el acto oficial. El resto de los gobernantes de Sudamérica: Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile, Bolivia, Brasil, Ecuador, Perú, Venezuela, Surinam y Guyana, la mayoría con tendencia de izquierda, prefirieron no asistir por diferentes razones. [Por otro lado], ayer comenzó el arribo de los mandatarios centroamericanos, que encabezarán sus respectivas delegaciones. Los presidentes de Panamá, Martín Torrijos Espino; de El Salvador, Elías Antonio Saca; de Costa Rica, Oscar Arias, y el primer ministro de Belice, Said Musa, llegaron ayer por la tarde al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México; la mayoría sostendrá reuniones bilaterales con Felipe Calderón.» La Jornada, 1 de diciembre de 2006.

«Creo muy conveniente que usted conozca a Manuel Ugarte. Creo que será un activo, inteligente y entusiasta propagandista de nuestra causa nacional y continental.» Isidro Fabela a Venustiano Carranza. Telegrama enviado desde Río de Janeiro el 1 de septiembre de 1914{2}

I

Comenzamos introduciendo un criterio de clasificación de los hechos históricos que, ofreciéndolo como núcleo de una teoría de la historia, nos permita identificar los momentos en los que éstos –los hechos históricos– aparecen en su grado más alto de consistencia y densidad.

Y tal criterio es el siguiente: la Historia (la Historia universal) aparece en los momentos en que se perfila, para luego configurarse materialmente, una totalidad atributiva, es decir, una totalidad constituida de tal modo que, en una específica convergencia histórica objetiva, en cada una de sus partes aparece reflejada la totalidad de su conjunto, y es sólo, por tanto, a través de esa totalidad que pueden adquirir sentido las partes mismas que la conforman. Fuera de ella, tal sentido, o se debilita o de plano se desvanece hasta que se incrusta en otra totalidad atributiva.

Desde este punto de vista (histórico y político) consideramos a la idea de autonomía (autodeterminación) como metafísica, puesto que toda determinación es una co-determinación entre partes materiales. Nada puede ser por tanto, “salvo Dios Padre”, causa de sí mismo. Y dado que, por materialista, nuestra óptica es atea –y no al revés–, nada es entonces causa de sí mismo.

Estos son los momentos, decimos, en los que se cifra la Historia universal en tanto que aparece compendiada –reflejada– en la dialéctica concreta de una coyuntura política (la política es la trama de la historia, Mariátegui); una coyuntura que, en apariencia, parece determinarse tan sólo en la inmanencia de sus componentes específicos –en su dintorno– pero que, dada la escala en la que estos componentes están dados, y por la densidad y racionalidad que en ellos se encierra, es una coyuntura desbordada en su horizonte de sentido. Una coyuntura, en otras palabras, cuyo contenido está llamado a influir más allá de sus límites –en su entorno–:

«Los sucesos que relata Tucidides están vinculados por relaciones y operaciones que tienen funcionalmente, por su racionalidad, un alcance que desborda el horizonte mediterráneo que él pudo contemplar. Podríamos acordarnos de que Tucidides fue discípulo de Anaxágoras y que, por tanto, tenía que saber que ocupándose de una Historia tan parcial como, sin duda, lo eran las Historias de las guerras de los peloponesios, podía también estar ocupándose de la Historia universal: porque cada parte (cada homeomería) refleja la totalidad de las partes, el mundo entero.»{3}

La figura política que, desplegándose como una realidad histórica antes que ideológica, es a nuestro juicio la que ofrece las virtualidades propias de una totalidad histórica atributiva es la figura del Imperio (con distintas –para efectos prácticos– modulaciones denominativas: Unión, Comunidad de naciones, Confederación, Bloque, “Zona de influencia”, etc.). La dialéctica efectiva de la Historia universal es entonces la que aparece protagonizada por una sucesión determinada de “bloques” o “zonas de influencia”, es decir, de Imperios, en conflicto permanente por la organización universal del género humano, por impulsar y defender, siempre desde alguna parte aunque siempre, también, en nombre de toda la humanidad –he aquí la cuestión–, una “forma de vivir” –una paz, pero no la paz, por que ésta, en abstracto, no existe ni ha existido nunca–.

Este es el sentido en el que nos atrevemos a hacer consistir el planteamiento general con el que Polibio desarrolla su Historia Universal durante la República Romana; por lo menos así nos lo parece si atendemos a lo que a continuación se nos afirma:

«Mas los romanos, al contrario, sujetaron, no algunas partes del mundo, sino casi toda la redondez de la tierra, y elevaron su poder a tal altura que los presentes envidiamos ahora y los venideros jamás podrán superarle.[..] En los tiempos anteriores a éste [a Roma], los acontecimientos del mundo casi no tenían entre sí conexión alguna. Se nota en cada uno de ellos una gran diferencia, precedida, ya de sus causas y fines, ya de los lugares donde se ejecutaron. Pero desde éste (la Segunda Guerra Púnica) en adelante, parece que la historia como que se ha reunido en un solo cuerpo{4} (énfasis añadido, I.C.)

II

Bien. Si nos ceñimos a la teoría de la historia que hemos propuesto aquí como punto de vista analítico, podremos abordar entonces la cuestión de la que en esta ocasión nos ocupamos con el sentido que nos interesa resaltar, a saber: el papel de México y su revolución (o revoluciones) en Hispanoamérica en tanto que parte de una totalidad histórica atributiva, acaso la parte con mayor peso específico (por lo menos viendo las cosas desde una óptica cuantitativa: México es el país con el mayor número de hispanohablantes en el mundo).

El material de nuestro desarrollo lo tomamos, comentándolo, del interesante libro de Pablo Yankelevich La revolución mexicana en América Latina. Intereses políticos e itinerarios intelectuales, editado por el Instituto Mora, en la Ciudad de México, en el 2003.

Pero dándose siempre nuestra crítica de un modo políticamente implantado en nuestro presente, estos comentarios se ofrecen también buscando arrojar luz, esta vez de modo tangencial, sobre la circunstancia en la que la crisis orgánica del Estado mexicano, cuyas características se han analizado ya en otras entregas de Los días terrenales, no ha sido en modo alguno ignorada por las principales naciones integrantes del bloque iberoamericano (casi todas ellas con gobiernos orientados a la izquierda del espectro ideológico político), por lo menos si dirigimos nuestra atención al hecho de que la toma de protesta del señor Felipe Calderón como presidente de México, el primero de diciembre pasado, estuvo signada por la lapidaria y evidente ausencia de los mandatarios de todas las naciones sudamericanas, con la excepción de Álvaro Uribe de Colombia, Martín Torrijos Espino de Panamá, Elías Antonio Saca de El Salvador, Oscar Arias de Costa Rica y el primer ministro de Belice, Said Musa.

Esta ausencia –aquí va nuestra tesis– no es en absoluto gratuita: registra, nos parece, una forma de solidaridad; pero una solidaridad que –así la queremos entender para cerrarle el paso a los eufemismos del formalismo diplomático y el fundamentalismo democrático– no es ni armonista ni abstracta, sino que es una solidaridad dialéctica: “contra alguien”. La ausencia de los mandatarios de las naciones más importantes de Sudamérica este primero de diciembre de 2006 es una ausencia dada “contra alguien”: por que ‘para ellos –coincidimos aquí con lo que, según el epígrafe de Yankelevich, sostiene Anita Brenner–, México es el escenario central en el cual ven cómo se libran sus propias luchas, [...] por eso México conecta o desconecta la solidaridad (la solidaridad dialéctica, decimos nosotros) latinoamericana’.

III

El propósito de Yankelevich en el libro que aquí comentamos es mostrar la influencia que la Revolución mexicana tuvo en el resto del continente hispánico y en toda una generación de intelectuales y líderes políticos iberoamericanos. Al hacerlo, ofrece un cuadro de la historia de México en perspectiva iberoamericana en un período que marca su derrotero político contemporáneo puesto que en él alcanza, así nos parece, su grado más alto de consistencia y densidad histórica, y desde el específico horizonte continental en el que se desplegó la estrategia diplomática, ideológica y de propaganda de las fuerzas revolucionarias, fundamentalmente las organizadas en torno de Venustiano Carranza tras la usurpación de Victoriano Huerta en 1913.

Siguiendo su nota introductoria, llama con gran interés nuestra atención el hecho de que el sector social en el que la Revolución mexicana tuvo su más acusada influencia fue un sector muy específico, portador de la misma energía política y receptividad ideológica, tan abierta como intensa, con la que, unas cuantas décadas después (a partir de 1959, para ser exactos), fue influenciado también por otra Revolución, la cubana, a saber: el movimiento estudiantil (el que conformó a la postre el llamado movimiento de la reforma universitaria, la generación del 18):

«Hace más de una década al estudiar los orígenes del movimiento universitario rioplatense, procedí a entrevistar a algunos protagonistas de aquella historia. Las referencias a la revolución mexicana aparecieron una y otra vez en el curso de esas conversaciones; sobre todo en el relato de aquellos cuya militancia universitaria se desenvolvió en los años veinte y treinta del siglo pasado. Llamó poderosamente mi atención la persistencia de un mismo recuerdo: el ejemplo de la lucha mexicana al desafiar la voluntad de los poderosos de adentro y de afuera, intentando construir una sociedad más justa e igualitaria.
Un mosaico de figuras estaba grabado en la memoria de mis entrevistados: Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, José Vasconcelos, Felipe Carrillo Puerto, Daniel Cosío Villegas y Vicente Lombardo Toledano. ¿Cómo fue que esos personajes y aquellas ideas se instalaron en el recuerdo de una generación universitaria en el extremo sur del continente?»{5}

Con esta indagación como hilo conductor de su investigación, y haciendo balance de la historiografía de la revolución centrada en el análisis de la dialéctica internacional en ella desarrollada,{6} Yankelevich subraya la ausencia total –o la presencia marginal– de referencias hechas al papel jugado por el movimiento revolucionario mexicano en los países de Iberoamérica y el papel que éstos tuvieron, a su vez, en aquél. Todo el interés de la historiografía revisada se concentra en las relaciones dadas entre la Revolución mexicana y los Estados Unidos o las potencias europeas (Francia, Alemania, España y Gran Bretaña).

A esto se debe quizá el desconocimiento u olvido (o ambas cosas a la vez y rematadas por si fuera poco con el auto-desprecio por todo lo grande que este continente ha dado) de nombres como los de Manuel Ugarte, Alfredo Palacios, José María Vargas Vila, José Santos Chocano, José Ingenieros, Gabriela Mistral, Víctor Raúl Haya de la Torre (quien, en mayo de 1924 y siendo secretario particular de Vasconcelos, fundó en México el APRA) y José Carlos Mariátegui, entre muchos otros, identificados no ya como intelectuales, poetas, escritores o líderes sudamericanos, sino como promotores, propagandistas, ideólogos y participantes decididos de la mismísima Revolución mexicana, una revolución que, por haber encontrado en ella el reflejo de sus luchas, hicieron, de una u otra forma, in situ o a la distancia, suya.

Y lo mismo (desconocimiento, olvido, las dos cosas a la vez y auto-desprecio) se nos ofrece en sentido inverso: poco se dice en nuestros días –¿para qué?, dirían algunos jóvenes políticos con carreras en asenso, si lo que está de moda y vende hoy en día es la elección racional y los “incentivos” o ser de “izquierda moderna”–, poco se dice, pues, de las campañas diplomáticas y de propaganda revolucionaria que hicieron recorrer el sur del continente a tantos hombres fundamentales de México como Isidro Fabela, Amado Nervo, Jesús Urueta, Enrique González Martínez, Alfonso Reyes, Luis G. Urbina, Luis Cabrera, Antonio Caso (cuya visita a Perú en 1921 propició la reapertura de la Universidad de San Marcos), José Vasconcelos, Genaro Fernández MacGregor, Julio Torri, Antonio Médiz Bolio y Carlos Pellicer.

Poco se dice también de la influencia que, a través de Regeneración, el magonismo ejerció a principios del siglo pasado en el anarquismo uruguayo y rioplatense, o del paso por Cuba de porfiristas y anti-porfiristas que hicieron de esa isla su refugio, escala o sede de escapatorias, exilios o conspiraciones: por las calles de La Habana se pasearon desde el muy porfiriano Federico Gamboa hasta el zapatista Genaro Amezcua, pero también Toribio González Obregón, Nemesio García Naranjo, Carlos Pereyra, José Vasconcelos, Amado Nervo, Victoriano Salado Álvarez, Martín Luis Guzmán y, también, Isidro Fabela, éste último, a la postre, connotado e ilustre diplomático y político mexicano quien, rumbo a Nueva York, en escala en Cuba, escribe el siguiente mensaje a Venustiano Carranza el 12 de mayo de 1913:

«Soy abogado y escritor; y como tal, quizá pudiera serle útil; pero siendo mi firme propósito el servir a la revolución en cualquier actividad por modesta que ésta sea, usted podrá ocuparme, señor Carranza, como simple soldado si así lo determina.»{7}

IV

En cinco capítulos, Yankelevich analiza el correspondiente número de experiencias concretas en las que la Revolución mexicana, al tiempo de “alertar y alentar” a la dirigencia iberoamericana, recibió el apoyo y participación activa de líderes e intelectuales del subcontinente.

Tres de estos capítulos están dedicados de modo exclusivo a tres figuras sobresalientes: el argentino, socialista heterodoxo e hispanoamericanista Manuel Ugarte (1875-1951) –al que dedicaremos un estudio aparte en otro momento por considerarlo un pensador e ideólogo fundamental–, el colombiano José María Vargas Vila (1860-1933) y el –en extremo– polémico y contradictorio peruano José Santos Chocano (1875-1934). Todos ellos participaron directamente, tanto en México como en el resto del continente, en las distintas fases de la Revolución, fundamentalmente en labores de propaganda política, apoyo ideológico y proyección iberoamericana del movimiento: con el maderismo (Ugarte visitó México en 1912, provocando una intensa polémica por su radicalismo socialista y antiimperialista), con el carrancismos, con Álvaro Obregón y con Plutarco Elías Calles.

En un cuarto capítulo se analiza la región de Centroamérica, puntualizando sobre todo el periplo de emisarios del carrancismo, como Luis Cabrera, en busca de armas y municiones y realizando tareas de propaganda y difusión en revistas como Repertorio Americano (Semanario de Cultura Hispánica), de San José de Costa Rica.

El último capítulo lo dedica a cuatro figuras ideológicas fundamentales de nuestro continente: los argentinos José Ingenieros (director de la importante revista argentina Revista de Filosofía y quien tuvo una influencia ideológica decisiva y una cercanía total con Felipe Carrillo Puerto, fundador del Partido Socialista del Sudeste y quien, en 1921, gana el gobierno del estado de Yucatán e instaura el “Gobierno socialista del estado libre y soberano de Yucatán”) y Alfredo Palacios (quien fuera el primer diputado socialista de Iberoamérica y Decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de La Plata).

Los otros dos personajes que en este último capítulo se abordan son los peruanos Víctor Raúl Haya de la Torre (líder del movimiento universitario peruano del 18 y fundador del APRA en México) y José Carlos Mariátegui (sillar fundamental del marxismo iberoamericano, fundador e ideólogo del Partido Socialista Peruano –transformado, a semanas de su muerte, en Partido Comunista– y creador, en 1926, de la histórica revista Amauta, en donde colaboraron, desde México, entre otros, José Vasconcelos, Diego Rivera, Gerardo Murillo, Jesús Silva Herzog y Tina Modotti. En una serie de artículos aparecidos en Variedades de 1924 a 1930, analizó Mariátegui con gran lucidez el curso de los acontecimientos de México).

El sentido general de la investigación de Yankelevich se cierra, a nuestro juicio, en función de las siguientes consideraciones:

El grado más alto de densidad histórica de la Revolución mexicana, densidad en virtud de la que desbordó sus propios límites históricos para influir en toda una corriente continental, organizando su sentido y, sobre todo, por su racionalidad, otorgándole consistencia ideológica, no se dio “única y exclusivamente” –como comúnmente se piensa, según historiografías que consideramos, aunque funcionales, demasiado simplistas por ideológicas– en función de las luchas zapatistas o la rebeldía y valentía de Villa, sino que se alcanzó en un momento bien preciso: alrededor de 1914, con un usurpador, Victoriano Huerta, en el poder presidencial; un ejército constitucional, el comandado por Venustiano Carranza, organizado en resistencia revolucionaria contra ese régimen; y –esto fue definitorio– una invasión de los Estados Unidos con marines destacados en el puerto de Veracruz a raíz de una controversia.

En este momento la Revolución mexicana se convierte en el dispositivo que, inmerso en la dialéctica de las específicas tensiones internas en México, anuda en torno suyo a las figuras ideológicas iberoamericanas que, provenientes de derroteros socialistas –como Manuel Ugarte y Alfredo Palacios–, arielistas (el anti-sajonismo del uruguayo José Enrique Rodó), estudiantiles (el movimiento de la reforma universitaria del 18) y luego marxistas y comunistas (Haya de la Torre, Julio Antonio Mella, José Carlos Mariátegui), gravitan y se unifican, de una u otra forma, siempre dialécticamente (polémicamente), alrededor de un principio histórico que fungió como atractor ideológico fundamental: el nacionalismo anti-imperialista iberoamericano. Aquí y no antes fue cuando, verdaderamente, en una de las partes de la totalidad: la Revolución mexicana, apareció reflejada la totalidad misma: Iberoamérica entera.

Esta convergencia histórica conformó así un gran bloque histórico continental que tuvo como vanguardia política a la Revolución mexicana (Carranza, Isidro Fabela, Luis Cabrera) y como vanguardia ideológica al iberoamericanismo de Vasconcelos (y el Ateneo de la Juventud) y la generación de la reforma universitaria de 1918 (en Argentina y Perú, fundamentalmente).

Esto no significa, claro lo tenemos, que esta convergencia histórica se haya dado sin fisuras ideológicas y políticas: en modo alguno, Vasconcelos rompió de hecho tanto con Carranza como con Obregón y Plutarco Elías Calles; Carranza no pudo entenderse a la postre ni con el zapatismo ni con el villismo (fracaso de la Convención de Aguascalientes de 1914); Mariátegui, por otro lado, rompió también con Haya de la Torre (saliéndose del APRA y fundando el Partido Socialista Peruano), ruptura producida, como sabemos, en función de los debates abiertos por los partidos comunistas iberoamericanos, la COMINTERN y todos los movimientos que eran, antes que comunistas, nacionalistas: como el APRA .

Decimos esto teniendo a la vista las posibles críticas que acaso podrían dirigírsenos desde ya: la verdadera revolución fue la de Zapata, nos dirían algunos neo-zapatistas; Carranza no representó otra cosa que los intereses de la burguesía, nos dirían desde el marxismo –siguiendo acaso los desarrollos, interesantísimos e imprescindibles por otro lado, de José Revueltas en su Ensayo sobre un proletariado sin cabeza–; Luis Cabrera fue un pequeño-burgués con cuya Ley de 1915, preludio del artículo 27 constitucional, se frenó el impulso agrarista del zapatismo contenido en el Plan de Ayala, nos podrían decir otros; Obregón fue simplemente un caudillo autoritario más; etc. etc. etc.

Pero teniendo perfectamente claro todo lo que atañe a las divergencias políticas que tanto al interior de la Revolución mexicana (la conocida “lucha de facciones”, el papel del Partido Comunista Mexicano, la dialéctica de las izquierdas) como fuera de ella –pero con relación a ella–, divergencias que habrán de ser interpretadas desde distintas historiografías (y teorías de la historia: materialistas, idealistas, etc.),{8} lo que queremos decir, en resolución, e intentando conectar a Yankelevich con el hilo conductor de nuestro planteamiento, es que en torno de esos años se perfiló, con un grado de consistencia histórica considerable y definitorio, un bloque ideológico continental iberoamericano que tuvo como detonador de una solidaridad dialéctica bien precisa a la Revolución mexicana; en otras palabras, después de la Revolución mexicana, no es que los acontecimientos en Iberoamérica comenzasen a tener conexiones entre sí (ya las tenían),{9} sino que éstas comenzaron a darse de otro modo, un modo en el que aparece esclarecida, distinguida con toda nitidez, una symploké que trabó una efectiva dialéctica de clases pero subordinada, adquiriendo así su verdadero peso específico, a una dialéctica de Estados y de bloques:

«El movimiento que estalló en 1910 y que se prolongó por casi una década no estuvo precedido ni apoyado en teorías políticas que dieran soporte a planes, programas y proclamas. Se trató de un auténtico levantamiento popular en busca de una vida mejor sin que se supiera exactamente en qué consistía ni con qué medios alcanzarla. En realidad, la revolución mexicana fue “pensada” durante los años veinte por un sector de intelectuales mexicanos que salió al encuentro de propuestas teóricas y doctrinales en muchos casos compartidas por los miembros de la generación de la reforma [universitaria del 18] en América Latina.
La revolución nunca pretendió servir de modelo, simplemente la experiencia revolucionaria proyectó la voluntad transformadora de una generación de mexicanos interesados en fundar una sociedad más justa e igualitaria. No hubo cuerpo doctrinal que exportar, tan sólo una intensa búsqueda por hallar soluciones a problemas nacionales. Estas circunstancias fueron las que hicieron atractiva la revolución mexicana en los ambientes de la izquierda latinoamericana en la década de los veinte.
México sirvió de ejemplo para una práctica política que reivindicaba un programa socialista cuya realización dependía de las peculiaridades del desarrollo histórico de las naciones latinoamericanas{10} (énfasis añadidos, I.C.)

Los acontecimientos que tuvieron a la vista los revolucionarios mexicanos estaban llamados a influir de modo decidido, desbordando sus límites, en el destino de Iberoamérica. Algunos, quizá sin consciencia plena de ello, estaban haciendo de México, según lo veía en perspectiva Manuel Ugarte, el rompeolas de todo el continente.

Notas

{1} Anita Brenner, The Wind that Swept Mexico, Austin, University of Texas Press, 1971. Esta cita es parte de uno de los epígrafes del libro que aquí se comenta, La revolución mexicana en América Latina. Intereses políticos e itinerarios intelectuales, de Pablo Yankelevich, Instituto Mora, México DF 2003.

{2} La revolución mexicana en América Latina., pág. 36.

{3} Gustavo Bueno, El individuo en la historia, Universidad de Oviedo, Oviedo 1980, pág. 28.

{4} Referencia a la Historia Universal durante la República Romana de Polibio que aparece en La ciencia de la historia de Fritz Wagner, UNAM, México 1980, págs. 26-27.

{5} La revolución mexicana en América Latina, pág. 9.

{6} La lista que nos ofrece el autor es de todo punto interesante: de Berta Ulloa: La revolución intervenida. Relaciones diplomáticas entre México y los Estados Unidos, 1910-1914, México, COLMEX, 1971; de Friedrich Katz: La guerra secreta en México, México, Era, 1981; de Lorenzo Meyer: Su majestad británica contra la revolución mexicana, México, COLMEX, 1991 y El cactus y el olivo. Las relaciones de México y España en el siglo XX, México, Océano, 2001; de Esperanza Durán: Guerra y revolución. Las grandes potencias y México, 1914-1918, México, COLMEX, 1985; y de Pierre Py: Francia y la revolución mexicana, 1910-1920. O la desaparición de una potencia media, , FCE, México 1991.

{7} Isidro Fabela, Mis memorias de la revolución, Editorial Jus, México 1977.

{8} Tengo a la vista, precisamente, el trabajo de Luis Barrón, Historias de la Revolución mexicana, de la colección Herramientas para la Historia en la que, bajo el sello editorial del Fondo de Cultura Económica en co-edición con el CIDE, en 2004, y con prólogo de Friedrich Katz, se nos ofrece una revisión tanto de la historiografía más importante sobre la revolución mexicana como la más recientemente producida en México y en los Estados Unidos.

{9} Como totalidad atributiva, las habían comenzado a tener ya en el momento en que el imperio español cubrió todo el continente, y no antes.

{10} La revolución mexicana en América Latina, pág. 161.

 

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