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El Catoblepas, número 53, julio 2006
  El Catoblepasnúmero 53 • julio 2006 • página 16
Libros

Metafísica e izquierda indefinida
en el siglo XXI

José Manuel Rodríguez Pardo

Reseña del libro de Ramón Cotarelo, La izquierda en el siglo XXI,
Universidad Externado de Colombia, Bogotá 2006, 183 págs.

Ramón Cotarelo, La izquierda en el siglo XXI, Universidad Externado de Colombia, Bogotá 2006, 183 págs. Ramón Cotarelo parece ser un habitual entre los numerosos autores que se dedican a analizar las cuestiones relacionadas con la izquierda política. Hace ya un año tuvimos la ocasión de conocer el punto del vista del Opus Dei al analizar los libros de Héctor Ghiretti acerca de la cuestión y su crítica a El mito de la izquierda, de Gustavo Bueno, y ahora tenemos la oportunidad de leer el último libro del Catedrático de Ciencia Política Ramón Cotarelo{1}, La izquierda en el siglo XXI, quien había mostrado interés (al menos formalmente) en la posición del materialismo filosófico con su reseña de Revista de Libros en el año 2004, «La(s) izquierda(s)». En este libro, publicado en una institución no oficial, como la Universidad Externado de Colombia, curiosamente se acerca mucho a la visión del citado Héctor Ghiretti. No deja de ser sintomático de su análisis que Ramón Cotarelo comience su libro de la siguiente manera:

«La izquierda es venero inagotable a fuerza de misterio. Una de sus características es su afán intermitente de examen de conciencia, un modo de ser fundamentalmente introspectivo. Algo que no sucede con la derecha. Aquélla, cuya función parece ser cuestionar todo lo existente, encontrándose a sí misma, lógicamente, se cuestiona. Recuerda al extraño ser bípedo de los dibujos animados del film Yellow Submarine provisto de una especie de trompeta a modo de morro con la que absorbía todo lo que estaba a su alcance; por fin, absorbe el paisaje y, para terminar, viendo su extremidad caudal, se absorbe a sí mismo, quedando la nada, o lo que no es, como se sabe.» (pág. 9.)

Definición de izquierda que refrenda en otras partes del libro, como cuando señala que «a fin de no dejar el asunto en la indigencia intelectual podría aventurarse que la izquierda tiende a identificarse con quienes atacan al orden constituido siempre y cuando lo hagan en nombre de ideales de emancipación del ser humano de cualesquiera vínculos que cada cual juzga lo sujetan» (pág. 27). O tras mostrar estadísticas en las que se señala el desdén actual de la política por los ciudadanos y decir que «la izquierda y la derecha son los correlatos políticos de las dualidades que estructuran el mundo humano: el bien y el mal, la verdad y la mentira, la justicia y la injusticia, la belleza y la fealdad, &c.»: «La propuesta de conceptualización de la izquierda es la siguiente: adjudicar a la izquierda una actitud de disconformidad con la realidad en que se vive y un empeño por cambiarla en función de un plan de mejora de la condición humana, especialmente orientado a los más desfavorecidos» (pág. 53). Y más adelante precisa: «considero de izquierdas toda actividad que cuestiones el orden social existente y pretenda transformarlo en la realidad material mediante el empleo de los instrumentos legales en el Estado democrático de derecho, no para volver a algún statu quo ante, sino para alcanzar un orden social nuevo que descanse sobre la trinidad revolucionaria de la libertad, igualdad, fraternidad» (pág. 66).

Para confirmar nuestro diagnóstico (al que habrá que añadir el comentario a ese fundamentalismo democrático fuera del cual parece no haber salvación), comprobamos que Cotarelo cita a Ghiretti en la nota 12 de la página 15 de su libro, en concreto el titulado Siniestra, al que clasificamos, en el número 34 de El Catoblepas, como izquierda indefinida, cerca de la izquierda que busca el «ocultamiento del ser», en el sentido de teólogos como Maritain o Tomas Molnar, el Modelo 1 que aparece en la tabla de la página 62 de El mito de la izquierda (descrito en las páginas 69 a 74); tabla que Cotarelo ha rechazado, no lo olvidemos, por ser demasiado «intrincada y compleja» para su intelecto.

Sin embargo, si el libro de Ghiretti al menos tenía el mérito de estar escrito desde la perspectiva de la filosofía escolástica propia del Opus Dei, el libro de Ramón Cotarelo, al igual que su reseña del año 2004, adolece de una indefinición y carencia de teoría ciertamente preocupantes. Tanto es así, que difícilmente puede extraerse una definición precisa de los conceptos que maneja, fundamentalmente el de la izquierda, y se aproxima a una suerte de teología metafísica en su ejercicio («latente», como gusta decir a Cotarelo siguiendo a Merton), por mucho que en su representación («manifiesta», como diría el mertoniano Cotarelo) crea no tener nada que ver con tales veleidades.

Las creencias izquierdistas de Ramón Cotarelo

De hecho, centrándonos en esa «crítica» al estilo del instrumento de Yellow Submarine que manifiesta en la página 9, si la izquierda todo lo absorbe y sólo queda la nada o lo que no es, el ocultamiento del ser al estilo del católico Maritain, entonces ¿cómo puede existir una izquierda si ya no existe nada? Eso es pura metafísica especulativa, y si Cotarelo tuviera un mínimo de conocimientos no lo plantearía así: si la izquierda todo lo tritura y no queda nada, ¿dónde queda la acción política? Es imposible hablar de la Nada en un sentido absoluto, del mismo modo que tampoco cabe hablar de un Ser en sentido absoluto. Tal Nada tendrá que valorarse respecto a unos parámetros concretos, respecto a algún contexto concreto que habrá sido «vaciado». ¿Cuáles son los parámetros que establece Cotarelo? Parece declararse seguidor del criterio posicional de la izquierda y la derecha señalado por Norberto Bobbio («lo que es de izquierda lo es con respecto a lo que es la derecha»):

«Según éste criterio, derecha e izquierda no tienen contenido substancial alguno, sino que son términos opuestos de una relación. Lo que es permanente es la relación, la oposición, la confrontación y el conflicto. Para que exista un conflicto (fuera del que cada ser humano lleva en sí mismo) es necesaria la presencia de dos partes enfrentadas cuando menos. Nada se sabe de lo que sostengan las partes, pero sí se sabe que una será la izquierda y otra, la derecha» (pág. 14).

Y comienza poniendo como parámetros la crítica al Trono y el Altar realizada en Francia en 1789 y también (suponemos) la abolición de los derechos de cuna propios del Antiguo Régimen:

«Es del dominio común: las determinaciones izquierda y derecha aplicadas a opiniones políticas proceden de la ubicación de los diputados en la Asamblea Nacional francesa durante los años de la revolución. A la derecha de la presidencia, ya en los Estados Generales, se sentaba la nobleza, porque la derecha es de siempre el lugar de preeminencia, según todos los protocolos. Recuérdese el que establecen los Evangelios, cuando Cristo asegura que el día del juicio final, los justos se sentarán a su derecha y los injustos a su izquierda. [...] Tradicionalmente la gente asocia con la izquierda cuanto es desafortunado, desgalichado, torcido, impropio, de mal augurio y siniestro; y con la derecha cuanto es recto, bien hecho, acomodado, adecuado, legal y diestro». (págs. 14-15)

Acto seguido señala la posibilidad de que la derecha tenga prioridad, pero para desmentirla como parámetro válido:

«Parece razonable pensar que los conservadores y partidarios del ancien régime no se sentaban a la derecha de la presidencia por casualidad, sino para subrayar su posición de preeminencia, en el entendimiento de que la derecha es el lugar de honor, el de la gente de orden. Si esto fuera así, si los conservadores, con su elección de lugar, adjudican a sus adversarios el lugar del deshonor, de los que se condenarán por sus muchos pecados, resultaría que la izquierda habría aceptado una denominación impuesta por su oponente. ¿Y cómo podría hacerlo si no planteándose la posibilidad de regenerar el concepto, vinculando la crítica y la oposición al antiguo régimen con la causa de los desfavorecidos, los explotados, los mal vistos y, en último término, los condenados?» (pág. 18.)

Sin embargo, la derecha tiene prioridad genética, pues sin Antiguo Régimen no puede haber crítica a ese Antiguo Régimen. Pero Cotarelo rechaza esta opción para señalar que esta interpretación:

«parece traída por los pelos pero no menos lo está la que atribuye significado moral y eficaz en el ámbito político a la leyenda y la superstición. Y ello sin contar con que una lectura más atenta de los evangelios depara sorpresas. Porque, una vez decidido que los justos se sentarán a la derecha y los injustos a la izquierda en el día del juicio, queda por determinar quiénes sean los unos y quiénes los otros y ello no puede deducirse de la ubicación a la derecha y a la izquierda so pena de incurrir en un círculo vicioso. La cuestión queda aclarada por el mismo JESÚS con su habitual contundencia: justos son los que le dieron de comer cuando estaba hambriento, de beber cuando estaba sediento, los que lo vistieron cuando estaba desnudo, etc. (Mt. 25, 35-37). En cambio, los injustos son los que no hicieron nada de eso (Mt., 25, 42-43). Ahora bien, la causa de los hambrientos, los sedientos y los desnudos ha sido de siempre ocupación preferente de la izquierda política [...]» (págs. 18-19).

Este rechazo en base a consideraciones emic (la izquierda como algo torcido, errado) le lleva a una posición indefinida, porque aquí la cuestión no es si quienes toman el nombre de izquierda lo hacen por imposición del contrario (que se reservarían para sí lo mejor, lo recto, lo justo, &c.), sino a qué se oponen quienes toman la determinación de la izquierda. Y a lo que se oponen es al Trono y al Altar en 1789. Por eso no deja de ser curioso que después de señalar el origen de la distinción política apele al mismo Jesucristo, es decir, al Altar, para hablar de las finalidades de la izquierda política: defender la causa de los hambrientos, los sedientos, los desnudos, &c. Pero estas funciones han sido desde siempre el objetivo de la Iglesia católica, es decir, del Altar sujeto al Trono en el Antiguo Régimen y la sociedad de castas y privilegios, por lo que las tesis de Cotarelo acaban siendo verdaderamente una apología del Trono y el Altar, es decir, una auténtica contradicción en los términos, propia de su indefinición política y teórica.

El problema principal se vislumbra al comprobar que, para nuestro autor, «lo más sensato es considerar izquierda en principio a aquella corriente que se califique a sí misma de tal. El único inconveniente de este método es la dificultad a la hora de explicar fenómenos que utilizan la denominación de izquierda como mixtificación» (pág. 22), para después, en la siguiente página afirmar que «tampoco merece la pena deliberar sobre si ciertas fuerzas calificadas desde fuera como izquierda lo son desde la perspectiva de su discurso interno [...]» (pág. 23).

Para tal fin utiliza la distinción emic-etic, pero demuestra no entenderla a pesar de representarla, ya que en su ejercicio mezcla constantemente ambos planos, el de los fenómenos de la izquierda y la teoría que intenta describir el quid de la cuestión, incluyendo cuestiones accesorias, como los referentes pasados que toman las izquierdas (emic), junto a cuestiones más cercanas «al siglo XXI» de las que dice escribir. Algo lógico, pues Cotarelo sigue a los antropólogos y sociólogos en su interpretación de la distinción emic-etic, con lo que cae en un relativismo teórico (emic-etic entendida como distinción entre «dentro» y «fuera», y no como fenómenos y esencias en el sentido del materialismo filosófico) que le impide discriminar y precisar lo que denomina como izquierda, donde caben fenómenos tan heterogéneos como la revolución francesa, el cartismo inglés, la socialdemocracia, los movimientos de liberación nacional, &c. (pág. 21). Tampoco duda en decir que un concepto histórico de izquierda no puede servir para discutir sobre la esencia de la izquierda política (págs. 20-21), lo que implica que Cotarelo piensa que la esencia de la izquierda es eterna, es decir, que también había izquierda política cuando Jesucristo pedía auxiliar a los enfermos y a los desnudos, como nos confirmó anteriormente.

De todos modos, al igual que sucede con Ghiretti, Cotarelo toma partido por las concepciones emic de quienes se consideran de izquierdas, con un resultado tan desastroso como el de su definición inicial. Así lo manifiesta al complementar las autoconcepciones de derecha e izquierda con un centro político con objetivos puramente electoralistas, que busca «no politizar», y traiciona las esperanzas de una humanidad que pide una definición política de corte maniquea, todo desde el punto de vista emic (págs. 39 y ss.).

De hecho, Cotarelo demuestra una gran obsesión por el dogma de la democracia como fin del espíritu humano, al decir de sociedades tan heterogéneas como las islámicas o China que son capaces «de conformar de modo tal las voluntades que toda elección individual se verá como un desatino o un crimen» (pág. 48), mientras que «La época actual permite esa libre decisión [¿libertad para qué, señor Cotarelo?]. En los países occidentales. Antes, no. Es una conquista de la democracia en la medida en que las opciones en liza excluyen toda referencia a lo trascendental, a los efectos de poder llegar a decisiones mediante la regla de la mayoría, ya que muchas veces no hay otro procedimiento» (pág. 49).

Por lo tanto, Cotarelo se declara un demócrata que en consecuencia tendrá como dogma de fe la Constitución española de 1978, algo que parece refrendar en la página 141 cuando dice que la Constitución, así como el Estado de Derecho, son «deslumbrantes conquistas del espíritu humano», viendo como opciones desviadas todas aquellas que prediquen cualquier tipo de violencia revolucionaria. Tesis que confirma al afirmar que las utopías y programas políticos han sido sustituidos por la democracia, que «es alternancia en el poder en función de debates sobre medidas factibles que se proponen a valoración de un electorado moderado y centrista» (pág. 64). Sin embargo, si en la democracia la única forma de alcanzar el poder es ganando las elecciones y manteniendo el mercado capitalista, los derechos y libertades individuales puramente formales, &c., ¿dónde estarían las diferencias entre izquierda y derecha? No habría posibilidad de establecerlas, lo que llevaría a la indefinición política que muestra Cotarelo constantemente.

Por eso mismo, no se entiende que diga que el «conflicto entre la izquierda y la derecha sigue más vivo que nunca, una vez desmoronados los sistemas del socialismo real que la izquierda no tiene otro remedio que condenar sin ambages como contrarios a sus ideales más profundos de libertad, igualdad y fraternidad» (pág. 92), puesto que esos principios de libertad, igualdad y fraternidad (solidaridad en algunos casos recientes) son reconocidos en todas las constituciones de los países democráticos, y así ningún partido político, tenga el ideario que tenga, puede ignorarlos. En este sentido, la democracia ha servido para ecualizar a izquierda y derecha y volverlas indistinguibles.

La indefinición política de Ramón Cotarelo no desaparece, pues dice que «[...]la religión, ha absorbido los esquemas de la izquierda para dar forma concreta a su ideal último, de carácter evangélico. ¿Qué otra cosa es la teología de la liberación? Y esta es la circunstancia, entiendo, que explica la presencia de curas en los movimientos armados populares en América Latina, a veces, incluso, en condición de caudillos, como fue el caso de Camilo Torres [...]» (pág. 58). Pero lo que afirma Cotarelo es imposible: el segundo elemento que caracteriza el Antiguo Régimen, el Altar, no puede identificarse precisamente con la izquierda que lo derribó. Otra cosa es que la Iglesia católica, por medio de ese bulto sospechoso denominado Teología de la Liberación, lograse controlar los movimientos de liberación nacional patrocinados por la Unión Soviética durante la Guerra Fría, y que algunos párrocos cortos de miras llegasen a creer que ayudaban a la redención de las masas por medio de la violencia revolucionaria que tanto parece aterrar a Cotarelo, a tenor de su apelación ocasional a una legalidad internacional carente de fuerza de obligar, y que por lo tanto no es Derecho, como diría Kelsen. En cualquier caso, la liberación defendida por estos teólogos, armados de fuego pero no de verdad, sería la liberación ultraterrena, sobrenatural, cuyo reino no es de este mundo. Por lo tanto, no sería una liberación política, y caería en una izquierda indefinida políticamente, izquierda extravagante concretamente, en tanto que toma forma de movimiento político en ocasiones, pero sólo con fines instrumentales para la salvación ultraterrena que predica.

Indefinición política en Ramón Cotarelo

El capítulo tercero (págs. 69 y ss.) lo dedica Cotarelo a analizar la caída de la Unión Soviética y el desprestigio del marxismo, que no se hunde como un sistema político, pues «las teorías son inmateriales» [sic] (pág. 69), señalando que la izquierda (sobre todo la comunista) tiene que explicar «qué parte de su programa queda contaminado por el fiasco soviético y qué parte sigue incólume y puede aplicarse. Que el mercado sea la anarquía, como creía Karl Marx, y haya de ser sustituido por un mecanismo racional de producción y distribución orientado por las necesidades y no por el beneficio [...], no lo sostiene en el mundo prácticamente nadie» (pág. 75). Sin embargo, se le ve bastante indocto a Cotarelo respecto al marxismo. En primer lugar, porque esa anarquía del mercado sigue existiendo y se manifiesta en la forma de estafa: ¿cómo denominar si no a la especulación que hace fluctuar los precios de las mercancías de modo escandaloso de un vendedor a otro, sin que los gobiernos respectivos hagan lo más mínimo por sancionar esas prácticas? Asimismo, Cotarelo critica el sistema de economía planificada (págs. 72-74), sin ni siquiera señalar que tal sistema acabó contagiando a los países capitalistas, hasta ser más eficientes que la URSS en la planificación de la Economía por medio del Estado del Bienestar.

En todo caso, no se entiende muy bien por qué la izquierda, en un sentido no unívoco y funcional (contrario al que defiende Cotarelo) tiene que hablar de las variaciones de su programa a propósito de la caída de la URSS: sobre todo porque la Unión Soviética ya no actúa igual que los jacobinos o los liberales, contra el Trono y el Altar, así como los privilegios y los derechos de cuna propios del Antiguo Régimen (a pesar de que Lenin ordenara ejecutar al Zar), sino enfrentada contra los derechos individuales puramente formales (los mismos que, precisamente, defiende Cotarelo) que esas dos primeras generaciones de izquierda defendían y que permitían escandalosas diferencias económicas y sociales. Ni siquiera podría aplicarse esa presunta variación a una izquierda socialdemócrata que ha renunciado al marxismo y que se encuentra igualada a las demás fuerzas políticas en la democracia actual. Lo que sí obliga es a encontrar nuevos parámetros para definir la izquierda política, una vez derrumbada la URSS, pero no por eso la izquierda en bloque, en sus distintas variaciones, queda comprometida. ¿Qué decir entonces del comunismo chino, que sigue rozagante y actuando de forma efectiva en la actualidad?

A tenor de estas interpretaciones, Cotarelo parece juzgar que las teorías marxistas son falsas y desdeña el interés de Lenin por la teoría (págs. 77-78). Por ejemplo, cuando señala que las controversias acerca del estructuralismo alrededor de 1970 eran «disquisiciones dogmáticas sobre conceptos de una teoría muerta» (pág. 78), sin explicar los motivos de tal conclusión. También (pág. 90) señala que «El marxismo ayuda a entender por qué los hombres inventan el mundo que inventan, pero no a predecir con qué invención saldrán al final». El desdén de Ramón Cotarelo por la teoría le delata: dado que se mueve en la cómoda ambigüedad, le parece una cuestión accesoria definirse, llegando a decir en un mismo libro que el marxismo es una teoría muerta y que sirve para entender cómo los hombres inventan su mundo.

Así, en el capítulo siguiente, dedicado a la globalización, Ramón Cotarelo continúa hablando de la URSS, al señalar que la izquierda no pudo internacionalizarse al tiempo que sí se internacionalizaban los capitales y la economía: «El cosmopolitismo del marxismo y el comunismo no era compatible con el clima de la guerra fría; con éste a lo más que cabía llegar era a la coexistencia pacífica, que resulta andamiaje endeble para edificar una sociedad planetaria» (pág. 94). Pero aquí Cotarelo vuelve a caer en la indefinición política, pues la URSS no era sin más una sociedad planetaria, sino una sociedad política que luchaba por expandir la revolución universal, en un sentido análogo a lo que hoy representa Estados Unidos.

De hecho, su propio economicismo respecto a la globalización y el poderío del capital (dice que «si nadie es capaz por ahora de someter a normativa las corrientes internacionales de capital ni de garantizar un comercio más justo, a pesar de la existencia de la OMC, el capital, por su parte, sí intriga para establecer un marco jurídico satisfactorio que asegure su beneficio incluso a costa de la soberanía de los Estados, especialmente de los más débiles» en las páginas 96-97) queda desmentido al decir más adelante sobre la balanza comercial mundial que tienen «razón aquellos que dicen que dicho resto del mundo financia el déficit de la balanza comercial estadounidense. Pero también es cierto que, al menos hasta el momento, esa financiación es un buen negocio y no se ve cercana la posibilidad de que deje de serlo en tanto Estados Unidos siga dando pruebas de su poderío militar» (pág. 101). Por lo tanto, la globalización no es un fenómeno económico, sino político: el consecuente dominio político de Estados Unidos, y no del capital, tras la caída de la Unión Soviética.

Nuestro catedrático de Ciencia Política se alinea asimismo con quienes están presos del Síndrome de Pacifismo Fundamentalista al señalar que «No hay duda de que la mayor parte de la izquierda se situó en contra de la guerra del Iraq y la mayor parte de la derecha, a favor. Es obvio que, en su mayoría, la izquierda no quiere la guerra; ninguna. La derecha es bastante más belicosa» (pág. 103), añadiendo que «la revolución implica violencia y la violencia, como la guerra, es de dificilísima legitimación» (pág. 66). Desde este punto de vista, Cotarelo haría bien en decir que el Papa es el principal referente de la izquierda, pues nadie ha clamado más por la paz en el mundo que el antiguo pontífice (Juan Pablo II) y el actual (Benedicto XVI). Nueva prueba de la contradicción de la teoría de Cotarelo, que siempre está poniendo al Altar (de momento el Trono no ha aparecido), uno de los pilares del Antiguo Régimen, como fundamento de la izquierda política que nace oponiéndose a ese mismo ancien régime.

En consecuencia con este pacifismo fundamentalista, no era raro que Cotarelo dijese que «la alianza de las civilizaciones es una propuesta de izquierda, en tanto que la del choque es de derechas» (pág. 119), así como que mostrase su relativismo cultural al decir que «el multiculturalismo no puede fracasar porque no tiene alternativa» (pág. 115), en base a que las guerras y la pobreza atraen a los inmigrantes de otras culturas a occidente. Sin embargo Cotarelo, en un alarde de ocultación de fenómenos, olvida que ese multiculturalismo no puede triunfar precisamente porque los rasgos culturales de esos inmigrantes, especialmente los islámicos, son incompatibles con los de nuestras sociedades, y eso provoca conflictos que desde luego son inevitables y que sólo pueden acabar con la postración y derrota del contrario.

De hecho, el terrorismo islamista no es un producto accidental, sino consecuencia de los planes y programas de los creyentes en una religión, el Islam, que tiene como objetivo el proselitismo o la simple eliminación de los infieles o cafres, es decir, quienes los acogemos y les damos toda clase de garantías legales. De hecho, el multiculturalismo provoca no la superación de los problemas, sino su prolongación a costa de crear ghettos «multiculturales», dar oportunidades por medio de fondos públicos a la intolerancia religiosa islámica por medio de la construcción de mezquitas donde se predica la guerra santa contra los cafres (es decir, contra nosotros), permitir la circulación de terroristas islamitas a través de nuestras fronteras, &c. Nada raro, pues la alianza (o diálogo) de civilizaciones fue una teoría defendida por el Irán de los ayatolás, poco multiculturalistas como bien sabemos, pero ayudados por una gran cantidad de tontos útiles entre nuestros gobernantes y nuestra intelligentsia.

Asimismo, nada nos deja más perplejos que leer que «al final, los animales tendrán o no tendrán derechos reconocidos y amparados, pero está claro que el debate sobre los derechos de los animales está residenciado en la izquierda» (pág. 85). Situar a la izquierda política en la defensa de los derechos de los animales vuelve a ser una nueva contradicción, mas flagrante que las anteriores. Pues si habíamos quedado en que la izquierda sólo tiene sentido en contextos políticos, y los animales carecen de política, pues ni forman sindicatos ni participan en las elecciones de la Constitución de 1978 tan cara para Cotarelo, ¿a cuento de qué tiene sentido hablar de los movimientos de liberación animal tildándolos de izquierda? En todo caso, hablaremos de una izquierda indefinida (fundamentalista, en el sentido que aparece en las páginas 242 y siguientes de El mito de la izquierda), carente de referentes políticos claros, y que en consecuencia cree que salvar a sus mascotas es lo más importante.

El presentismo de Ramón Cotarelo

Verdadera obsesión muestra Cotarelo en este libro por analizar los ejemplos recientes, sobre todo los de España, pero interpretándolos desde una perspectiva un tanto peculiar, pues compara al Trío de las Azores que decidió atacar Iraq en el año 2003 con Hitler en 1938 (pág. 44), cuando más bien habría que comparar esa situación con las guerras de Alejandro Magno en Asia o las campañas del Imperio Romano, tal y como ha señalado Tomás García López en su artículo «Comparaciones impertinentes». Asimismo, cuando habla de la nación española, auténtico tema de nuestro tiempo, concepto «discutido y discutible» como dice a coro con Rodríguez Zapatero, distingue entre tres tipos de nacionalismo de corte psicológico, asentados en el sentimiento [sic]: el «nacionalismo comedido», el «nacionalismo descomedido» y el «nacionalismo frenético» (pág. 131). Semejante definición le lleva a extravagancias tales como poner en pie de igualdad a una nación política como España con una nación fraccionaria, y a día de hoy puramente ficticia, como pueda ser el País Vasco (o Cataluña).

Desde el fundamentalismo democrático dice, como ya vimos, que «el Estado de derecho y la Constitución son deslumbrantes conquistas del espíritu humano y sólo cabe felicitarse de que vayan extendiéndose por todo el mundo, incluida España» (pág. 141), al tiempo que atribuye a Gustavo Bueno, en El mito de la izquierda, cosas que no ha dicho: «Bueno no define la nación: identifica sus géneros, los subdivide en especies y les reconoce un atributo. El de la nación política es un Estado preexistente. La nación es una forma del Estado, una forma satisfactoria para la izquierda porque en ella se da la soberanía el pueblo» (pág. 142). Como desmentido, habría que decir, en primer lugar, que Bueno sí define la nación y señala que no es una definición unívoca, sino biológica, étnica, política y fraccionaria (la de los nacionalismos fraccionarios), según sea su característica un ser vivo, una comunidad no política, una sociedad política posterior a 1789 y una fracción de esa misma sociedad política que intenta disgregarse de ella, respectivamente. En segundo lugar, y en consecuencia, el Estado preexistente es el origen del que parte la nación política, pero no su atributo. Por último, afirmar que en la nación se da la soberanía el pueblo es digno de un metafísico idealista. ¿Dónde está ese pueblo que tanto invoca Cotarelo? En ninguna parte, pues fueron los revolucionarios jacobinos quienes hablaron, en la famosa asamblea de 1789, de «la nación que no podía esperar» e instituyeron que la soberanía reside en la ciudadanía (y no en los Borbones o los Austrias), sin que «el pueblo» instituyese nada.

Asimismo, señala Cotarelo que «la vigente Constitución de 1978 expresamente dice que ella misma se fundamenta en la nación española, [...] este fundamentarse no tiene por qué presuponer una relación causal siempre necesariamente temporal, salvo en el caso del causa sui. La Constitución puede fundamentarse en una nación española que se materializa en la medida que se la invoca. Así como el que marcha a la guerra en nombre de Dios puede habérselo inventado en ese momento» (pág. 143). Increíble. Ahora resulta que la nación española no fundamenta la Constitución de 1978, sino que queda al nivel de una vulgar invocación producto de una singular ocurrencia, todo para que parezca que España surge en 1978 «por consenso» y así salvar la ideología políticamente correcta de nuestro régimen democrático. No deja de ser sintomático que Cotarelo utilice la fórmula de la causa sui de manera errónea, pues ese «fundarse a sí mismo» no es el caso de la nación española en lo respecto a la Constitución, sino más bien el derecho de autodeterminación que tanto parece gustar a Ramón Cotarelo; nuestro catedrático plantea la necesidad de un referéndum de autodeterminación para el «pueblo vasco», señalando entre otros motivos que «tanto el sujeto como las mayorías requeridas o el ámbito territorial son determinaciones convencionales, acuerdos a los que se llega por debate y compromiso. Si existe el ánimo y la voluntad de reconocer el derecho de autodeterminación, es claro que también se encontrará una fórmula respecto a quién lo ejerza, con qué criterios y dentro de qué ámbito» (pág. 167).

De lo que no parece darse cuenta Cotarelo es del carácter metafísico e idealista del concepto «autodeterminación». ¿Cómo puede determinarse a sí misma una sociedad política si previamente no existe esa sociedad política que quiere autodeterminarse? Los vascos o cualquier otra etnia (si acaso etnia burgalesa, lugar del que provienen la mayoría de los vascos) carecen de significado político, pues carecen de soberanía y no pueden autodeterminarse. En ese sentido, frente a un grupo terrorista o un partido nacionalista, cuyos objetivos políticos no pueden ser otros que la independencia, de nada sirve apelar a acuerdos, puesto que los intereses de quienes dicen ser propietarios del País Vasco y quienes dicen que es una parte de España inalienable son totalmente contrapuestos y no cabe más fórmula que la victoria de unos y la derrota de otros.

En cualquier caso, estas disquisiciones metafísicas en las que transita Cotarelo demuestran una vacuidad importante de su teoría, puesto que los únicos que pueden decidir sobre la situación del País Vasco, en tanto que es una provincia española, son los españoles. Si Cotarelo tuviera en cuenta lo que dice anteriormente acerca de la nación y que en ella «se da la soberanía el pueblo», entonces debería concluir que sólo los ciudadanos españoles, en tanto que soberanos, pueden decidir sobre el País Vasco; para los españoles tendría cierto sentido la fórmula «autodeterminación» en tanto que depositarios de la soberanía, aunque realmente no se han determinado a sí mismos, sino que están determinados por otros estados –Francia, Portugal, &c.– que delimitan sus fronteras. Pero la ambigüedad propia de la viscosa ideología socialdemócrata en la que se mueve Ramón Cotarelo le hace caer en estas flagrantes contradicciones.

Culmina su alegato Cotarelo insistiendo en que la intención de la izquierda «es siempre emancipadora y progresiva. Los métodos para realizar aquella difieren. Hay una izquierda que sólo se vale de los pacíficos y legales, cosa posible por cuanto la legalidad debe admitir su cuestionamiento so pena de ser ilegítima. Y hay una izquierda que se vale de métodos violentos, en cuya medida deslegitima su intención por cuanto la violencia no tiene justificación alguna en un sistema de libertades democráticas [sic], desde la libertad de expresión hasta la de actuación a través de los partidos políticos» (pág. 175), para concluir de manera sentenciosa y retórica que «nadie tiene la fórmula de la verdad en los asuntos humanos» (pág. 176). Sin embargo, esta fórmula muestra su inanidad y vaciedad en tanto que Cotarelo sí que sabe cuál es esa «fórmula de la verdad»: la democracia como «deslumbrante conquista del espíritu humano», destino último de la Humanidad; democracia que todos los partidos políticos aceptan a día de hoy, junto al mercado capitalista y el sistema de libertades puramente formales, y en la que, una vez aceptados estos elementos ecualizadores comunes, resulta imposible distinguir entre derecha e izquierda.

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{1} En el mes de Agosto de 2005, Ramón Cotarelo publicó en esta misma revista un artículo titulado «Crítica a la crítica de la crítica» (EC 42:20) donde pretendía responder a nuestro análisis (EC 24:22) de la desigual reseña que el propio Cotarelo realizó en Revista de Libros sobre El mito de la izquierda. Y generosamente suponemos que Cotarelo pretendía respondernos, pues difícilmente puede considerarse como una respuesta en forma al conjunto de inexactitudes (cuando no descalificaciones, tales como «engreído») expresadas en escasas dos páginas: al parecer seguimos «dogmas de fe» [sic], al tiempo que él se define como un hombre «crítico» frente a nuestros fabulados dogmas. La cuestión sería saber desde qué teoría, una vez rechazado el marxismo como lo rechaza Cotarelo, pretende superar la crítica de la izquierda que realiza Gustavo Bueno principalmente en la página 62 de El mito de la izquierda. De hecho, una vez rechazado el análisis de la tabla que aparece en esa página por ser «intrincada y compleja», a lo más que llega Cotarelo es a defender la ambigua y viscosa ideología segregada por la socialdemocracia actualmente imperante en la cuestión derecha/izquierda.

Esto se aprecia con gran claridad cuando señala Cotarelo, citando el artículo 3.1 de la Constitución española, frente a mi crítica de las lenguas regionales utilizadas en España y el aplastamiento del español en regiones como Cataluña o Vascongadas, que de la Constitución «se sigue que hay otras lenguas españolas que no son el castellano y que serán, supongo, maternas de algunos españoles. Esto es, el castellano o español no es la lengua materna de los españoles, sin más. No lo fue antes, no lo es ahora y ya veremos en el futuro». Increíble, si no estuviera escrito en letras de imprenta. ¿Qué autoridad tiene la Constitución española para decretar si la lengua materna de España es el español o no? Un burdo formalismo jurídico constitucional no puede sustituir una argumentación de carácter histórico-filosófico como la que hemos realizado nosotros en nuestra reseña. Citar la Constitución de 1978 sí que es utilizar un «dogma de fe», que desde luego para Cotarelo no sería «opinable». Más que espíritu crítico, Cotarelo parece contagiado de una peculiar «fe del carbonero», de un espíritu lacayo y servil –que desprende un inconfundible hedor a sacristía– cuyo referente principal se encuentra en las columnas periodísticas de cada 6 de diciembre, donde se loa sin ningún recato ni la más mínima crítica la actual Constitución de 1978, elemento ecualizador de la derecha y la izquierda en España a día de hoy, para más señas. Este dogma es el verdadero «espíritu crítico» [sic] de Cotarelo.

Claro que perdido un referente sólido como el marxismo, no es extraño que Cotarelo se burle de nosotros y de Marx por señalar la intrínseca maldad [¿?] del capitalismo [sic], cuando lo único que hicimos fue hacer notar que Gustavo Bueno se inspira en el de Trevéris para hablar de la explotación capitalista en comparación con la servidumbre del Antiguo Régimen. Sin embargo, Cotarelo alude, fuera de todo contexto, a distintas instituciones del Antiguo Régimen: alcabalas, pechos, inquisición, &c. ¿Desde qué contexto se juzga la justicia o injusticia de tales instituciones? En el Antiguo Régimen, desde el punto de vista de la justicia distributiva (darle a cada uno lo suyo) era justo aplicarles latigazos a los esclavos, y lo mismo cabría decir de las alcabalas a los recaudadores, los pechos a los señores feudales, la inquisición a los herejes, &c., a poco que se posea un mínimo de conocimiento de Historia. Nosotros al menos señalamos la desaparición de los gremios y la esclavitud asalariada consiguiente para explicar la injusticia del capitalismo que señalaba Marx. Que Cotarelo nos diga la posición desde la que habla, si es que la tiene. No menos graciosas son las alusiones a las cuestiones de la constitucionalidad de las leyes en EEUU, su sorpresa por hablar de la burguesía de raza (¿es que Cotarelo olvida la doctrina del darwinismo social desde la que la burguesía estadounidense justificaba su posición de privilegio?) y otras cuestiones que no profundizan en las críticas realizadas, caso del desplazamiento de la Gloriosa de 1688 a la revolución inglesa de 1642 a 1648, como si alguna de esas revoluciones tuviera alguna influencia en la cuestión de la izquierda política (tanto manifiesta como latente). Al menos, Cotarelo no ha podido probar nada de lo que afirma.

Por último, insistir de nuevo en el carácter del artículo de Cotarelo, que no puede considerarse una respuesta en forma, y que, en consecuencia, esta reseña tampoco puede considerarse una contrarréplica a lo que él presentó en el número 42 de El Catoblepas (EC 42:20). No obstante, y ya que la crítica formulada entonces contra nosotros aparece como nota al pie en este libro que reseñamos, se hace necesario que los lectores conozcan el endeble armazón que soporta las inicuas acusaciones realizadas por Cotarelo.

 

El Catoblepas
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