Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 53, julio 2006
  El Catoblepasnúmero 53 • julio 2006 • página 9
De historia y de geografía hispánico modo

Sobre topónimos y sufijos

Millán Urdiales

Los topónimos son las palabras que más resisten a lo largo de la incesante
transformación de las lenguas, pues son referencias espaciales
para los humanos durante siglos y siglos

Por toponimia se entiende el conjunto de nombres que designan lugares más o menos determinados: decimos más o menos determinados porque tal determinación es relativa y está en íntima relación con la distancia y con la familiaridad existentes entre el lugar en cuestión y el hablante que menciona el nombre de tal lugar. En toponimia deben separarse en dos grupos distintos las palabras que designan núcleos de población, por modestos que sean, de las que designan accidentes o peculiaridades geográficas; las voces de este segundo grupo suelen recibir el nombre de toponimia menor y es frecuente que en todas las lenguas, tales voces aludan a circunstancias topográficas, geológicas, botánicas, &c.; es decir, que esas palabras suelen referirse a valles, colinas, cursos de agua, tipos de bosque, animales, plantas, &c. Los orígenes de los topónimos suelen ser muy antiguos y a menudo corresponden a lenguas desaparecidas, o a lenguas desplazadas y sustituidas por otras, traídas por nuevos pobladores o nuevos invasores, lo que viene a ser lo mismo: podemos así hablar en español de nombres de origen ibérico, céltico, árabe, &c. Como el español es el resultado del latín que los Romanos trajeron a la Península Ibérica, se emplea normalmente el adjetivo prerromano para referirnos a voces que datan de tiempos anteriores a la romanización, aunque puedan estar más o menos transformadas.

Los nombres de los lugares que designan núcleos de población son los más interesantes porque permiten conocer mejor la historia de los sucesivos pobladores de tales núcleos y de las instituciones y formas de vida que han regido el vivir de las sucesivas generaciones asentadas en dichos lugares a través de los siglos. La institución más duradera en España –y aun en Europa– ha sido y es la Iglesia: las diócesis, con sus obispos, aunque hayan podido variar en número y en dimensiones a lo largo del tiempo, datan en muchos casos de la época romana y a veces vinieron a sustituir a divisiones administrativas romanas más o menos consolidadas. Es frecuente por tanto que los nombres de poblaciones que son cabeza de una diócesis sean muy antiguos.

Dada la peculiar historia medieval española a causa de la Reconquista, es decir, de la larguísima guerra religiosa que enfrentó a cristianos y musulmanes, resulta posible hacer unos cuantos grupos distintos con la mayoría de los topónimos. Hay muchos que están directamente ligados a aquel enfrentamiento bélico secular: son los nombres en plural que aluden a los nuevos pobladores o repobladores, cristianos que se instalaban en áreas conquistadas a los musulmanes; es el caso, por ejemplo, de pueblos denominados hoy Bercianos, Gallegos, Báscones, Castellanos, &c. También hay nombres debidos a repobladores mozárabes, es decir, procedentes de la España musulmana, que venían a instalarse en la España cristiana: es el caso, por ejemplo, de Toldanos y de Cembranos, ambos en las proximidades de León y que aluden a pobladores procedentes de Toledo y de Zamora, respectivamente.

Otro tipo frecuente de topónimos es el que se debe a la advocación religiosa de la parroquia del lugar, es decir, nombres como San Cipriano, San Román, Santa Marta, &c.; muchas veces, la evolución fonética puede haber transformado y enmascarado más o menos el nombre: los numerosos Santa Olaja o Santa Olalla, se refieren a Santa Eulalia y los numerosos Santibáñez aluden a San Juan; en las denominaciones eclesiásticas medievales, todavía latinas, el nombre entero era, por ejemplo, ecclesia Sancti Joanis, nombre que terminó designando al lugar, a la aldea cuya iglesia estaba bajo la advocación de aquel santo.

También son muy frecuentes en español los núcleos de población que comienzan con villa, voz a la que pueden seguir adjetivos como nueva, rica, mayor, viciosa, &c.; en muchos casos la palabra que se ha unido a villa puede ser un nombre propio, de persona, de origen latino o no, más o menos transformado y más o menos reconocible: en Castilla y en León abunda este tipo de nombres, tales como Villacid, Villamondrín, Villaselán, Villambroz, &c. Como en su origen la voz latina villa designaba una explotación agrícola, más o menos importante, otros tipos de palabras, además de los nombres de personas, podían amalgamarse con villa y por eso resulta muchas veces imposible adivinar el segundo segmento de tales topónimos.

Como la arabización fue muy intensa en gran parte de la Península, sobre todo en el sur y en el este, son numerosísimos los nombres de lugar de origen árabe; todo el mundo sabe que los nombres de ríos que empiezan por Guad-, fueron consecuencia de ella: por ejemplo, el viejo nombre Betis de la época romana se convirtió por sustitución en Guadalquivir.

Los topónimos son las palabras que más resisten a lo largo de la incesante transformación de las lenguas; puede ocurrir así que el sentido de la voz origen del topónimo se olvide o se confunda con otra en épocas posteriores; es el caso de León, palabra que es el resultado de la palabra latina legione: la ciudad nació como consecuencia del emplazamiento de una legión romana, pero como el león era un animal emblemático en la heráldica medieval por su fuerza y su fiereza fue pronto adoptado por las insignias o banderas del Reino del que la ciudad había venido a ser cabeza.

Los topónimos son, pues, referencias espaciales para los humanos: durante siglos y siglos, la mayoría de los hombres han necesitado sentirse ligados a un punto de referencia, el núcleo de población en el que habitan, lo que en el español coloquial podemos llamar el pueblo de cada uno. La creación del concepto de pueblo, como tal núcleo de población y frente a otros pueblos, supuso el comienzo de la civilización, lo que, a su vez, representa la sedentarización del hombre agricultor frente al hombre cazador de épocas anteriores. No deja de ser curioso que en ciertas zonas del planeta hayan pervivido agrupaciones humanas nómadas. Los nómadas han tenido que sentir hacia los topónimos una relación muy distinta de la que sienten los humanos sedentarios, aunque el espacio en que se mueven tenga que tener también acotaciones toponímicas. Es de suponer que el concepto de clan o de tribu habrá servido a tales nómadas como punto de referencia, semejante al desempeñado por el nombre del pueblo para los sedentarios. El clan o la tribu serían así como topónimos móviles, aunque probablemente con límites impuestos por factores geográficos y comerciales. Los hombres sedentarios, agrupados en núcleos de población individualizados unos frente a otros, pueden luego sentirse pertenecientes a unidades mayores, unidades que reciben el nombre de naciones o países.

La fortaleza de los topónimos sólo recientemente parece poder resentirse de un fenómeno nuevo, la aparición de lo que todavía llamamos en español suburbios, es decir, las vastas áreas que han terminado por desbordar a lo que ya eran grandes ciudades: aunque esas zonas tengan todas algún nombre cabe pensar que sus pobladores, víctimas también, pero en mayor medida que los «centrales» de la movilidad cotidiana a que suele obligarles el distinto lugar de su trabajo o su actividad, no pueden sentir por sus espacios de residencia –a los que en realidad resulta imposible llamar núcleos, dada su implantación espacial sucesiva, solapada y siempre creciente– el mismo apego que sienten por sus pueblos o ciudades respectivas los habitantes de éstos. Es probable que los habitantes de tales zonas compensen esa ausencia de amor a un terruño que no poseen con un apego mayor a la unidad superior que constituye su provincia, estado o nación. Es probable que el nacionalismo de nuestros días sea más notable y más fuerte en los países donde existe ese tipo de grandes ciudades, alguna de las cuales suele ser además la capital del país en cuestión. Ese tipo de suburbios a que nos referimos es el que en inglés recibe el nombre de conurbation, y aunque empezaron siendo típicos de las grandes ciudades norteamericanas, hoy existen en todos los continentes. En todo caso, son consecuencia del tremendo crecimiento de la población en general y de las ciudades en particular, a partir del desarrollo de la civilización industrial que ha afectado al planeta en el curso de los dos últimos siglos.

Tras estas generalidades vamos a tratar de observar cuáles son las posibles actitudes anímicas sentidas por los distintos pobladores hacia sus respectivas poblaciones. La más curiosa es consecuencia de un hecho cierto: la existencia de muchísimos núcleos de población que, aun siendo muy pequeños, pueden ser muy antiguos, cosa normal en España e incluso en Europa. El gran equívoco está en que los pobladores actuales de tales núcleos tienden a creer, por el hecho de esa antigüedad, que los habitantes anteriores de esos mismos núcleos eran «iguales» o participaban de los mismos intereses, actitudes y entusiasmos que ellos. Como siempre, el equívoco consiste en confundir la realidad con el deseo: cuando lo que este pretende es alardear de una identidad preclara e ideal, siempre frente a otras identidades vecinas, a fin de sentirse superior a ellas, no tiene reparos en identificarse con hechos, circunstancias y cosas que son sólo producto de su fantasía. Ese desenfrenado amor al topónimo impide a los habitantes actuales comprender lo que es la historia, el devenir secular de las sucesivas generaciones que, aun habiendo poblado el lugar sin interrupción desde sus lejanos orígenes fundacionales, a veces conocidos y a veces no, han vivido con sus respectivas circunstancias, muy distintas de las actuales. Esas circunstancias, ya de por sí imposibles de acotar entre límites cronológicos, van variando incesante y gradualmente, y aunque puedan parecerse bastante entre sí las de dos siglos consecutivos, por ejemplo, cuando se toma en consideración un período mucho más largo, la transformación y las diferencias suelen ser enormes y tales circunstancias constituyen por lo tanto, otra realidad. Si en el período contemplado ha llegado incluso a cambiar la lengua de los hablantes que han habitado en tales topónimos, muy a menudo cambiando hasta la forma de estos, fenómeno que ha ocurrido de manera notabilísima en la Península Ibérica en los últimos quince siglos, por no referirnos más que a la transformación del latín en lenguas y dialectos románicos diversos y a la implantación y luego desaparición del árabe y demás dialectos semíticos en grandes áreas de dicho territorio, resulta de una ingenuidad increíble pretender «trasladar» la identidad actual de tales núcleos de población al remoto pasado, apoyándose simplemente en el topónimo. Ya sé que los entusiastas de semejante actitud no hablan de «trasladar»: simplemente creen que sus virtudes actuales estaban ya presentes en el pasado remoto y aureolado de sus orígenes. Aunque los testimonios históricos en forma de textos o de restos arqueológicos sean exiguos y no prueben gran cosa, el afán de «crecer» en su identidad, frente a otras identidades vecinas que son víctimas de la misma manía, les hace proclamar que ellos ya eran tales o cuales, «cuando el descubrimiento de América», «cuando los moros», «cuando los visigodos» y hasta «cuando los romanos»... Y ello simplemente porque el nombre de su pueblo, a veces con forma muy distinta de la actual, «ya estaba allí dándole nombre al lugar». Esta situación es consecuencia en gran medida de un hecho lingüístico, a saber: del gentilicio creado sobre el topónimo con un sufijo más o menos largo. El fenómeno no afecta por igual a todos los núcleos de población: cuando estos son pequeños, aunque lingüísticamente pudieran dotarse de tales gentilicios, estos no llegan a usarse o a propagarse, sencillamente porque el número de sus pobladores no es lo bastante crecido para irradiar su influencia; basta observar el hecho en cualquiera de las actuales provincias españolas para comprobar que el gentilicio derivado del nombre de la capital de provincia lo emplea todo el mundo mientras que los gentilicios derivados de los nombres de los pueblos de la provincia, o son prácticamente inexistentes, o los emplean sólo los propios habitantes y los de los pueblos más próximos; sin embargo, cuando un núcleo de población, aunque no sea la capital de la provincia, se hace importante, el gentilicio correspondiente, se difunde enseguida: así ocurre, por ejemplo, con las voces gijoneses, jerezanos, vigueses, cartageneros, &c.

Estos gentilicios aumentan aún más su importancia cuando designan a los habitantes de regiones dotadas de nombres que en algún momento denominaron unidades políticas llamadas reinos. A mi juicio, esto es lo que hace al regionalismo español único y distinto de los regionalismos de países vecinos como Francia o Italia: en la Francia actual se habla de normands, de bretons, de provençaux, de bourguignons, de vendéens, &c., pero estos plurales, aun evocando en el interlocutor rasgos de carácter, «vicios y virtudes» característicos, no son en absoluto comparables al efecto que tienen y producen entre los habitantes de las distintas regiones españolas palabras como aragoneses, catalanes, castellanos, gallegos, navarros, &c. Lo curioso del caso es que las formas de vida actuales, horarios, vestimenta, ocio y trabajo, y hasta la alimentación (esta un poco menos) de los habitantes de las diversas regiones españolas son tan uniformes como puedan serlo en Francia las de los respectivos pobladores de las regiones mencionadas; y esto es aplicable a otros países europeos también.

La diferencia entre tales regionalismos tiene unas raíces históricas que hoy pasan desapercibidas. En el caso de España es un hecho que en los siglos medievales hubo diversos reinos, a veces contemporáneos y rivales entre sí, como resultado de la aparición de diversos focos cristianos que se enfrentan al Islam desde sus lugares respectivos. Antes de la invasión islámica ya se había hablado del reino visigodo y del reino suevo o de los suevos, por ejemplo, pero es a partir del siglo VIII cuando los distintos caudillajes militares van a ir engendrando una serie de territorios individualizados, llamados a veces condados, a veces reinos; tampoco hay que olvidar que estas primeras denominaciones son latinas lingüísticamente. Estos variados territorios van a ir reduciéndose en número en la España cristiana a lo largo de los siglos mediante alianzas matrimoniales y herencias, hasta llegar a la gran unión de Isabel y Fernando, es decir, de las Coronas de Castilla y de Aragón. En la España musulmana, aunque hubo períodos de fuerte unidad política, como la representada por el Califato de Córdoba, fueron más los períodos en que los territorios islámicos estuvieron divididos y muchas veces enfrentados entre sí e incluso aliados con otros reinos cristianos; son famosos los llamados reinos de Taifas, expresión más bien propia de los historiadores modernos; quizá más que el reino de Sevilla se decía, por ejemplo, Mutamid, rey de Sevilla, dándole a la palabra rey el significado genérico de autoridad máxima. Desde un principio la voz reino designó un territorio incorporado al reino cristiano correspondiente mediante la conquista. Eso explica que en algunos de esos reinos nuevamente conquistados no hubiera dinastías claramente definidas o sustentadas en bases jurídicas claras. La voz reinos, en plural, vino a ser un nombre general que designaba los territorios pertenecientes a la Corona; con el tiempo, el plural provincias adquirió como latinismo un sentido semejante. Debe recordarse siempre que expresiones como nuestros reinos o de estos reinos, conceptos en los que, a partir del siglo XVI se incluye a los territorios americanos gobernados por virreyes, eran expresiones utilizadas por monarcas e historiadores hasta el siglo XIX: los reinos (o las provincias) de la Corona de Castilla eran el conjunto de territorios cuyos habitantes consideraban al Rey de tal Corona como su señor natural, según la expresión viva aún en los textos administrativos del siglo XVIII.

La llamada Reconquista fue pues una labor iniciada en distintos focos de la España norteña, focos que pronto pasaron a llamarse a sí mismos reinos: reino de Asturias, que a partir del siglo X pasaría a llamarse por razones geográficas reino de León, reino de Navarra, reino de Aragón; estos reinos no tuvieron desde el principio una corte fija como residencia del rey, una capital; eso explica que en ciertos períodos se dijera por ejemplo, reino de Galicia para referirse a un territorio heredado, junto a León y Castilla, por sendos hermanos. La asociación entre capital del reino y rey era muy leve en los siglos medievales en la Península Ibérica, mucho más que en el caso de las monarquías francesa e inglesa, que nunca conocieron estos plurales de las tierras hispánicas, y donde desde muy pronto no hubo sino le royaume y the kingdom, respectivamente, ligados también desde fecha temprana a dos topónimos ilustres, cuya importancia y magnitud los convirtió en grandes centros de poder irradiador, París y Londres.

Las peculiaridades de la Reconquista explican así que nunca existiese el reino de Cataluña, sino el Principado de Cataluña, quizá porque la Corona de Aragón englobaba un territorio triple, incluso con Cortes propias, formado por Aragón, Valencia y Cataluña. En contraste con la no existencia de un Reino de Cataluña pudo decirse, a partir de un cierto momento Reino de Valencia, Reino de Murcia y como dijimos antes, Reino de Galicia. Tampoco hubo un Reino de Andalucía ni un Reino de Extremadura, aunque sí hubo un Reino de Granada que se consolidó durante un par de siglos como el último baluarte del Islam frente a los cristianos. Lo interesante desde el punto de vista lingüístico es que, desde un principio, los gentilicios correspondientes a estos topónimos que designaban reinos, adquieren carta de naturaleza y sin duda se emplearían estadísticamente más que los propios nombres de los reinos porque las circunstancias de la vida diaria así lo exigirían: eso explica el vigor todavía hoy presente de voces como asturianos, leoneses, gallegos, aragoneses, navarros, catalanes y castellanos; por las razones antes descritas, se emplearían pronto también, en los contextos adecuados –y siempre teniendo en cuenta las distintas lenguas en que se usasen, es decir, el romance o romances entre los cristianos y el árabe y sus dialectos entre los musulmanes– voces como valencianos, murcianos y granadinos.Todas estas palabras están hoy muy vivas como gentilicios, además de otras como andaluces y extremeños, aunque no haya habido nunca un Reino de Andalucía ni un Reino de Extremadura. El valor descriptor de los gentilicios hace que hoy, dado el Estado de las Autonomías, se hable también con la misma frecuencia de riojanos, canarios y manchegos. Como la voz cántabros designa esencialmente a los pobladores de la Cantabria prerromana que resistieron (junto a los astures) a la conquista de Roma, quizá el gentilicio montañés, anterior a las actuales Autonomías, pueda desempeñar el papel correspondiente. En cuanto a los habitantes de las islas Baleares no parece que en español se oiga un gentilicio baleares o baleáricos, quizá porque la palabra Baleares designa a las islas; en el caso del otro archipiélago, la dificultad queda resuelta gracias al género: los canarios son los habitantes de las islas Canarias. Es también un hecho que, a partir de la división del territorio español en 50 provincias, llevada a cabo en 1833, los gentilicios correspondientes a cada una de estas provincias (cuyos nombres, además, coinciden en la mayoría de ellas con el nombre de la capital respectiva, a diferencia de los nombres de los départements franceses que aluden a otros nombres geográficos de ríos, de montes, &c.), adquirieron una frecuencia de empleo extraordinaria; no obstante, algunas de esas voces, las que por su carácter culto se separan más del topónimo, son menos empleadas o incluso ignoradas por las gentes menos cultas; eso ocurre, por ejemplo, con turolense, tarraconense, lucense, pacense.

Si de nuevo comparamos los abundantes gentilicios españoles con los existentes en Francia o en Italia, no es el número lo que constituye la peculiaridad de los españoles, sino el hecho de que, en la conciencia de los hablantes, de manera quizá inconsciente, el topónimo que ha engendrado tales gentilicios tiene aún vida propia frente a los otros y está todavía teñido de la autoridad y del prestigio que en su momento le confirió la voz reino, voz inseparable a su vez de rey. Esto ayudaría a explicar la peculiar conciencia que de la unidad de su país tienen los españoles, o si se prefiere, los pobladores de lo que llamamos España. Tampoco debe olvidarse que la llamada concepción centralista del Estado, que pasa justamente por ser una importación de la dinastía borbónica, tuvo serias dificultades para consolidarse: lo probaron desde el primer momento sucesos bélicos como la llamada Guerra de Sucesión.

Inseparable de la vitalidad de los gentilicios que designan a los pobladores de los antiguos reinos parece ser la abundancia de apellidos derivados de nombres de lugar y cuyo origen se debe precisamente al desplazamiento de los repobladores de la Reconquista en los siglos medievales. El hecho de ser sentidos por otros pobladores, desplazados o no, como nuevos en aquel territorio, explicará el origen de apellidos de tipo gentilicio; prescindiendo de los derivados de núcleos de población pequeños, como Navianos, por ejemplo, o de zonas no muy extensas como Bercianos, se podría hacer una lista que de norte a sur, englobaría a voces tales como gallego, vizcaíno, navarro, catalán, aragonés, castellano, zamorano, soriano, toledano, valenciano, murciano y sevillano todas ellas voces frecuentes como apellidos. Puede que haya otros apellidos derivados de otros nombres de lugar pero nos llamarían mucho la atención apellidos como burgalés, vallisoletano, manchego, salmantino, granadino, malagueño, &c. Estos gentilicios convertidos en apellidos, serán debidos a particulares condiciones cronológicas y espaciales en las que tuvieron lugar las repoblaciones de la Reconquista. En el caso de montañés no es seguro que como apellido sea el gentilicio correspondiente a la Montaña, nombre que se ha aplicado a la provincia de Santander desde el siglo XIX.

Aparte de los hechos de lengua, el amor al topónimo es capaz de desempeñar en el mundo de nuestros días toda una serie de funciones que responden a un vasto entramado de intereses comerciales, políticos y sociales. Así se explica que las autoridades, que lo son en función de los votos recibidos, en todas las Autonomías compitan desaforadamente en un verdadero campeonato de amor a su territorio; desde la llamada oposición se practica, como es natural, la misma técnica y como los pobladores de tales Autonomías responden vigorosamente al mismo estímulo, el mecanismo funciona a la perfección y se ve así aplicado a zonas más reducidas, el concejo, la ciudad, el pueblo. La lectura de los periódicos locales, provinciales o regionales da fe de lo que decimos. Paulatinamente disminuye el interés por las otras Autonomías, o más bien se las ve como rivales y aun enemigas puesto que en la realidad los intereses de unas y otras pueden entrar en colisión. Las estadísticas de todo tipo, cada vez más frecuentes a propósito de cualquier tema, se presentan por Autonomías, de modo semejante a las que comparan a los distintos países de la Unión Europea, por ejemplo. Incluso los vaticinios de los servicios meteorológicos han pasado a describirse desde hace años por Autonomías: ya no se habla de las cuencas del Duero o del Ebro, o del valle del Guadalquivir, &c. La consecuencia de esta nueva descripción no hará sino aumentar la ignorancia que de la geografía de su país han tenido siempre los españoles. A esta tremenda inflación toponímica contribuyen también los abundantes premios literarios que incluyen en su título o denominación el nombre de la ciudad o de la región que los crea y los paga: los intereses que se entrecruzan y desarrollan con motivo de tales premios, y en los que entran los candidatos, los jurados que los otorgan, las autoridades del topónimo cuyo nombre llevan y los poderosos altavoces periodísticos, radiofónicos y televisivos que hoy nos rigen y gobiernan, constituyen por sí solos todo un mundo de combinaciones, confabulaciones y agradecimientos entrecruzados que no tiene límites y que, año tras año, se recrea con elementos y sumandos nuevos.

En lo lingüistico, el adjetivo que califica a cada una de las Autonomías se prodiga y se utiliza con todo tipo de nombres, por generales y abstractos que sean. En una lengua como el español, donde estos adjetivos, además de tener mucho «cuerpo», es decir, de ser voces polisílabas, tienen también género en muchos casos, el empleo de esas palabras refuerza al sustantivo del que se derivan y que es precisamente el que da nombre a la ciudad, la región o la Autonomía. En todas las lenguas existen sin duda gentilicios derivados del topónimo en cuestión, ya sea este el nombre del país, de la región, de la provincia o del pueblo. En principio, el español funciona como las lenguas de los países vecinos, es decir, que español corresponde a España como français a France o english a England; pero mirando bien las cosas, aparecen diferencias no desdeñables entre unas y otras: por de pronto, el español es una lengua donde el género y el número, aun siendo redundantes en muchas situaciones, propenden a agrandar y a aumentar la importancia de la palabra en cuestión: frente a las dos posibilidades fonéticas y tres gráficas del francés (français, française, françaises) y frente a la única posibilidad fonética y gráfica del inglés (english lo mismo se aplica a él que a ella, a ellos que a ellas), los gentilicios españoles, salvo balear, tienen cuatro formas diferentes, fonéticas y gráficas: gallego-a, -os, -as; andaluz-a, -es, -as, &c.

Gracias a nuevos sufijos se puede ir más allá: se puede alargar el singular de cualquiera de los gentilicios, creando así una palabra nueva con su significado correspondiente. El sufijo –ismo, aunque sea antiguo en español y aunque desde un principio tuviera significados varios, conoció desde el siglo XIX una enorme difusión en todos los campos: literarios, científicos, políticos, &c. En el campo lingüístico, voces como latinismo, barbarismo, arabismo, galicismo, deben ser bastante antiguas; voces con el mismo sufijo para designar una locución o un giro procedentes de otra lengua peninsular o de un dialecto e incorporadas al español, son, por ejemplo, andalucismo, aragonesismo, castellanismo, catalanismo, galleguismo, leonesismo y valencianismo; estas son las voces que recoge el Diccionario Académico con esta acepción; uno puede preguntarse si no son también posibles madrileñismo, murcianismo, navarrismo, riojanismo y vasquismo, con esa misma acepción. El sufijo –ismo, como hemos dicho antes, puede contener otros valores semánticos. En el ámbito religioso alude al conjunto de ideas organizadas en torno a unas creencias y así se dice cristianismo, budismo, islamismo, judaísmo, &c. Con acepción semejante se emplea para describir idearios políticos como carlismo, comunismo, fascismo, republicanismo, &c. Muy próxima a esta acepción está la que utiliza el sufijo –ismo para describir la identidad espiritual y la idiosincrasia de una región frente a otras, y al mismo tiempo, el amor y el fomento de esa identidad con fines cada vez más diferenciadores; el DRAE sólo recoge con esta acepción andalucismo, catalanismo, galleguismo, montañesismo (derivado de La Montaña, como nombre de Cantabria) y valencianismo, pero parece evidente que todos los demás nombres de las actuales y flamantes Autonomías pueden crear su correspondiente y apasionado –ismo: riojanismo, navarrismo, asturianismo, &c. Pueden sonar un tanto extraños al oído balearismo, extremeñismo y canarismo, pero nada impide la acuñación de tales voces y la extrañeza acústica dependerá sólo de la frecuencia de su empleo.

Como el campo de los sufijos está siempre abierto a nuevas posibilidades, el español posee, junto al sufijo –ismo, otros dos sufijos, con un significado, entre otros, muy próximo al mencionado y alusivo también a la identidad y al amor entusiasta a la especificidad de tal identidad: son los sufijos –ía e –idad, ambos muy ricos en posibilidades: el DRAE no recoge más que cuatro voces con esta acepción: catalanidad, castellanidad y castellanía y valencianidad, pero es un hecho que en Asturias se utiliza constantemente asturianía, y parece evidente que serían posibles leonesía (junto al frecuente leonesismo), galleguidad o galleguía, aragonesía o aragonesidad, navarría, riojanía, mancheguía, extremeñidad, murcianía o murcianidad, madrileñidad; cierto es que suenan raros al oído balearidad, cantabriedad, canariedad, vasqu(e)idad y sobre todo andaluciedad. Cuestión distinta es cómo suenan los equivalentes de estas voces españolas en la lengua vernácula correspondiente; por ejemplo, el extraño balearidad quizá en catalán suene bien y para vasquidad el vasco tendrá su propia voz. El español de hoy posee una rica gama de vocablos que enriquecen con sutiles matices el concepto inicial y distintivo del adjetivo español: el DRAE recoge españolado, españolada, españolar, españolear, españolería, españolía, españolidad, españolismo, españolista, españolización y españolizar. Y como derivados del culto hispano trae el Diccionario Académico hispánico, hispanidad, hispanismo, hispanista, hispanizar. Este último vocablo describe bien la idea de ejercer influencia en otros pueblos o territorios mediante la lengua, la administración, la cultura, las costumbres y formas de vida, es decir, la transformación y sustitución de una civilización por otra, que es superior o más fuerte; se dice así latinizar, romanizar, arabizar, helenizar, germanizar, palabras todas ellas inseparables de los sustantivos correspondientes latinización, romanización, arabización, helenización, germanización; de estas voces, unas nos suenan más familiares que otras, sin duda a causa del uso, pero no es menos cierto que no todos los gentilicios se prestan como punto de partida a la creación de derivados semejantes a los aquí enunciados: los resultados, por ejemplo, de turco, chino o escandinavo, parecen resistirse al oído; no obstante, una palabra como anglosajonización, no recogida aún en el DRAE, está llamada a propagarse cada vez más.

Sería curioso saber en qué medida las lenguas de nuestro entorno geográfico poseen voces con significados semejantes a los de los vocablos españoles aquí mencionados. Los diccionarios franceses no parecen recoger más que franciser («donner le caractère français, les manières françaises. Donner une terminaison, une inflexion française à un mot d'une autre langue») y francisation («action de franciser»), pero curiosamente no figura una voz como francesité. En inglés, existe el verbo anglicise o anglicize («to make English in form or character»), pero no es voz que se oiga fuera de un contexto culto o científico. En cuanto al sustantivo englishness, que sería comparable a nuestro españolidad, sólo muy recientemente parece haberse acuñado en contextos restringidos también.

Podríamos decir, a modo de conclusión, que si en cualquier lengua parece posible crear el tipo de palabra que llamamos un gentilicio, recurriendo a los mecanismos que son inherentes a dicha lengua, en las lenguas románicas, la formación de voces derivadas de un nombre de lugar, es decir, de un topónimo, se lleva a cabo mediante sufijos de estirpe latina. Dentro de las lenguas románicas, las que han conservado mejor diferenciados los conceptos formales de género y número están en disposición de poseer una mayor riqueza de tales voces. Esta riqueza, esta variedad, cultivada con mayor o menor artificiosidad por los usuarios con fines extralinguísticos, contribuye a engendrar conceptos o matices conceptuales más o menos claros, que pueden ser enriquecedores, pero que, al mismo tiempo, contribuyen a debilitar el concepto genérico nacional.

 

El Catoblepas
© 2006 nodulo.org