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El Catoblepas, número 52, junio 2006
  El Catoblepasnúmero 52 • junio 2006 • página 10
Artículos

Baroja y las guerras civiles

Ignacio Gracia Noriega

Al ocuparnos de la obra de Baroja, en la que la guerra civil tiene tanta
importancia, hemos de determinar primero a qué guerra civil
se refiere en cada caso concreto

Treinta y ocho años después de la pérdida de las colonias, lo que produjo una convulsión nacional, expresada principalmente por el espíritu crítico y rebelde de algunos escritores, enseguida agrupados bajo el rótulo de Generación del 98, estalla la guerra civil de 1936-1939, cuyo preámbulo fueron los sucesos revolucionarios de Asturias y separatistas de Cataluña de octubre de 1934: con lo que se evidencia, tanto en 1934, como en 1936, como en la actualidad, que el socialismo radical y el separatismo burgués, aunque compongan una «unión contra natura», en España es unión frecuente.

Pero en 1936, la actitud de aquellos escritores no era la misma que ostentaron en 1898 y años siguientes, no porque hubieran dimitido de su rebeldía ni abandonado su sentido crítico, sino que lo dirigían en otra dirección; pues como escribió uno de ellos, Miguel de Unamuno, el hombre no es un pedrusco, ni siquiera Sabino Arana, y por eso cambia de opiniones y actitud. A propósito del cambio por parte de los escritores más representativos de la Generación del 98, Luis Cernuda, un poeta y crítico que, habitualmente, dejaba la política al margen de su obra, emitió sobre ellos un juicio violento en un ensayo sobre Valle-Inclán: «Si la obra de Valle-Inclán es admirable, la dramática esencialmente admirable y única, su vida es ejemplar; aún más por contraste con la de aquel grupo de traidores y apóstatas (excepción hecha en el mismo, claro, de Antonio Machado), donde se destaca la suya, tan noble.» Mas, ¿como se les puede reprochar a los del 98 que no optaron por las hordas, después de habérseles llamado «reaccionarios» y «pequeños burgueses» hasta la saciedad? ¿No es acaso el marxismo quien define y defiende la «lucha de clases»? Aunque para la izquierda, claro es, parece que sólo tiene derechos una clase.

Unamuno, en su juventud, había sido socialista y Azorín anarquista; también fue anarquista Julio Camba. Baroja, acaso porque había sido propietario de una panadería en Madrid, tenía las cosas más claras, y ya en 1904, en un artículo titulado «Burguesía socialista», incluido en El tablado de Arlequín, manifiesta una actitud beligerante contra el socialismo. Esta actitud de pequeño burgués y liberal decimonónico (como tantas veces se le ha calificado) es la misma que manifiesta durante la guerra civil de 1936. A fin de cuentas, ¿no es más coherente y lúcido, e incluso más digno, reconocer que entre dos bandos enfrentados, y rechazables y absolutamente abominables ambos, es mejor, en cualquier caso, el que propone la dictadura de uno a la dictadura de muchos, que pedir disculpas a las juventudes socialistas por haber sido un burgués, como hizo, o tuvo que hacer, Antonio Machado? Con la excepción de Antonio Machado (el otro Machado, Manuel, se encontraba en Burgos: por ese motivo escribió el soneto a José Antonio, en lugar de hacerlo, como su hermano, al pistolón de Lister), los demás escritores noventayochistas representativos prefirieron, entre dos grandes males, el mal nacional al mal socialista. Aunque sin sacar partido de ello, y a alguno, como a Maeztu, su postura política le costó la vida. Porque no fue García Lorca el único escritor asesinado durante la guerra civil. Lo que ocurre es que la propaganda roja sacó excelente partido del asesinato de Lorca, de la cárcel de Miguel Hernández y del exilio de Antonio Machado, y como suele ser frecuente en estos casos, se da tal propaganda por buena, sin tener en cuenta, por ejemplo, que Franco fusiló a más generales que la República, y que hubo muchos más escritores asesinados por los rojos que por los blancos (por seguir la terminología barojiana): entre otros, Ramiro de Maeztu, Pedro Muñoz Seca, Manuel Bueno, José Mª Hinojosa, &c.

Por otra parte, la adhesión a la causa nacional de los escritores del 98 presenta diversos grados. Unamuno la defendió al principio, fue reintegrado en su cargo de rector de la Universidad de Salamanca (del que le había desposeído la República) y, finalmente, cantó las cuarenta a los nacionales en el acto de apertura del curso 1936-1937, sin que ello tuviera para él mayores consecuencias. Baroja y Azorín se exiliaron en París. Aunque a Baroja le dieron un susto los carlistas al comienzo de la guerra, los dos huían del terror rojo. A Baroja estuvieron a punto de fusilarle los carlistas, y Claridad, el periódico ugetista de Largo Caballero, lamentó que no lo hubieran hecho. Refiriéndose a aquellas posturas, escribe en «Ayer y hoy»: «El caso de Unamuno está bien. Era en el fondo reaccionario y obró como tal. El caso mío está también justificado. Yo siempre me he inhibido de la política, que me ha parecido un juego sucio de compadres. Si a veces me he asomado a ella, ha sido por curiosidad, como puede uno entrar en una taberna o en un garito.» Pero una vez establecida la dictadura blanca, que él consideraba abominable, aunque preferible a la roja, no coqueteó con el nuevo régimen, que, a su vez, le consideró casi siempre con suspicacia a causa de su liberalismo, de su anticlericalismo y de su independencia. La independencia, tanto de Unamuno como de Baroja, les impidió aceptar por entero el golpe militar del 17 de julio de 1936, aunque Unamuno entendía que era la única manera de atajar los dos graves peligros que, entonces como ahora, se cernían sobre España, el separatismo y el socialismo, y los dos, como viejos liberales que eran, intuían que, a pesar de los pesares, el liberalismo podría sobrevivir mejor en la dictadura blanca que en la dictadura roja. Azorín, por el contrario, se amoldó mejor a la nueva situación, y fue más respetado y hasta mimado por el franquismo que Baroja.

Baroja, salvo el incidente con los carlistas al que hemos aludido, vivió la guerra civil en París. Pero hay numerosas referencias a la guerra en sus escritos de esta época y posteriores. Sin embargo, al ocuparnos de la obra de Baroja, en la que la guerra civil tiene tanta importancia, hemos de determinar primero a qué guerra civil se refiere en cada caso concreto. El vasto mundo de ficción barojiano compone un extenso y complejo fresco histórico que se desarrolla a lo largo de unos ciento cincuenta años, entre 1808 y, aproximadamente, 1950. Durante ese tiempo, sobre el suelo de España se libraron cinco guerras civiles: la de la Independencia (entendida también como guerra civil), y, sin contar los enfrentamientos entre liberales y absolutistas hasta la muerte de Fernando VII, las tres guerras carlistas, que ocupan buena parte del siglo XIX, y la guerra civil de 1936-1939, en la que vuelven a enfrentarse una vez más la revolución y la contrarrevolución bajo el aspecto de dos feroces totalitarismos, el socialista y el fascista, y que al cabo, como ahora se demuestra, no consiguió resolver el secular enfrentamiento entre carlistas y liberales.

Las guerras civiles del siglo XIX dieron lugar a grandes series novelescas, como los Episodios nacionales, de Benito Pérez Galdós; La guerra carlista y la Sonata de Invierno, de Ramón del Valle-Inclán, y las Memorias de un hombre de acción, junto con otras novelas como Zalacaín el aventurero, de Pío Baroja, y a la excelente Paz en la guerra de Miguel de Unamuno, por citar tan sólo las obras más representativas, las tres últimas dentro del ámbito de la Generación del 98. Las Memorias de un hombre de acción es una serie de veintidós novelas en torno a la figura sugestiva y aventurera de don Eugenio Aviraneta, conspirador liberal, antepasado de Baroja. Las principales novelas de esta serie se desarrollan durante la Guerra de la Independencia y la primera guerra carlista. La guerra civil de 1936-1939, pese a que los dos totalitarismos enfrentados, el socialista y el fascista, son las grandes expresiones del infierno que fue el siglo XX, esto es, dos terribles manifestaciones de la «modernidad», en realidad es prolongación de las guerras civiles del siglo anterior, pues como escribió T. S. Eliot en su ensayo sobre John Milton, «la guerra civil no ha terminado, y dudo que ninguna guerra civil seria finalice nunca».

La obra de Pío Baroja dedicada, directa o indirectamente, a la guerra civil de 1936-1939, sin alcanzar la amplitud y calidad de la dedicada a las guerras carlistas, es digna de ser considerada, sobre todo por poco conocida. Se ha escrito bastante sobre la actitud de Baroja durante la guerra civil, desde un punto de vista y desde el otro (y hemos de reconocer que no ha salido demasiado malparado, incluso cuando le juzga el revanchismo, de tendencia socialista), pero sin detenerse demasiado en sus escritos que la abordan. Baroja dedica a la guerra tres novelas: Susana y los cazadores de moscas (1938), Laura o la soledad sin remedio (1939) y El cantor vagabundo (1950), además de dos libros de carácter político, Aquí, París y Ayer y hoy, y algunas otras referencias en otras obras; por ejemplo, El hotel del Cisne (1946), trasmite la impresión de un mundo que se hunde de manera mezquina, entre la guerra civil española y la segunda guerra mundial. Curiosamente, tanto en esta novela como en El cantor vagabundo, abundan las escenas oníricas. La historia se ha convertido en una pesadilla, y si el siglo XIX fue «caótico, confuso y discorde», en el XX se ha entrado en un negro túnel, del que no se vislumbra el final. Por eso Baroja, al final de su vida, cuando no da su testimonio amargo de una época que no considera la suya, pero que le toca presenciar, se refugia en el pasado, en las Vascongadas rurales, en el mundo de ilustrados y aventuras marinas de novelas como El caballero de Erláiz y El Puente de las Animas, tan deliciosas como las de los viejos tiempos.

La mayoría de las novelas que tienen la guerra civil por asunto o por telón de fondo (Susana y los cazadores de moscas, Laura o la soledad sin remedio, El Hotel del Cisne, el cuento «Los caprichos del destino», de Los enigmáticos) tienen el mismo escenario: París. El cantor vagabundo, en cambio, se desarrolla en España. Las dos novelas en las que se presenta a la guerra de manera directa, la primera parte de El cantor vagabundo y algunas escenas de Laura o la soledad sin remedio, tienen la zona republicana por escenario (recientemente se publicó su novela inédita, Miserias de la guerra, Caro Raggio editor, Madrid 2006, perteneciente a la serie Saturnales): lo que ya de por sí puede suponer una toma de postura. Aunque Baroja insiste en que no está ni con los unos ni con los otros, señalando que los nacionales bombardearon su piso de Madrid y los carlistas, asimilados al bando nacional, estuvieron a punto de darle un disgusto, lo cierto es que su postura se aproxima más a los nacionales que a los rojos. Él mismo lo reconoce sin disimulos: «Los ojos quieren castigar, vengarse. Tienden a la crueldad y al sadismo. Los blancos quieren vencer, puede que luego quieran castigar. Y es que los rojos actuales son fanáticos sectarios, tan próximos a los antiguos absolutistas como los blancos.» Ciertamente, los nacionales castigaron severamente, una vez ganada la guerra; como decía aquella señora de Sevilla, según recuerda Manuel Halcón: «¡Qué lástima que haya que castigar tanto!» Pero el hecho de que los rojos hayan sido las víctimas de la represión no autoriza a suponer que de haber ganado ellos la guerra no hubieran continuado convirtiendo a España en una carnicería, como la convirtieron durante la guerra.

Antes de continuar exponiendo la actitud de Baroja durante la guerra civil, conviene señalar qué hizo durante la guerra antes de ponerse a escribir sobre ella. A los dos o tres días= de iniciada la guerra, Baroja, que se encontraba en su casa de Vera de Bidasoa, cometió la imprudencia de ir a ver una columna de carlistas y soldados que se disponían a entrar en Lesaca. Seguramente, después de haber escrito tanto sobre las guerras civiles del pasado, sentía curiosidad por comprobar cómo era una guerra civil vista en directo. Marchó hacia Lesaca en automóvil, en compañía de un médico amigo y de un policía republicano. A la entrada del puente de Santesteban, un individuo llamado Moreno, fondista de Pamplona y voluntario requeté, reconoció a Baroja y le acusó de haberse pasado la vida atacando al tradicionalismo. El médico, el policía y el propio Baroja fueron detenidos, trasladados a la cárcel de Vera, y después de pasar allí la noche, el médico y Baroja fueron puestos en libertad. Este no lo pensó dos veces, y marchó a Francia andando: ventajas de vivir al lado de la frontera. Según refiere Miguel Pérez Ferrero en Pío Baroja en su rincón: «Pío Baroja fue recibido en Francia con aplausos en el instante mismo de cruzar la frontera. Unos cuantos jóvenes españoles, que habían ido allí para tratar de ver y enterarse algo de los acontecimientos, reconocieron al novelista y le aplaudieron. Sin duda sabían que Baroja había estado preso.»

Baroja no se demoró demasiado en la frontera. Marchó a París, donde residió en el Colegio de España de la Ciudad Universitaria, por recomendación de Aurelio Viñas, lector de español en La Sorbona. Allí coincide con Azorín y con los hermanos Gutiérrez Solana, con quienes no congeniaba y llegó a llevarse muy mal, sobre todo con el pintor, pues José Gutiérrez Solana pretendía que su obra literaria, por lo demás muy estimable, había servido de fuente para Baroja, cuando en realidad sucedió al revés. Baroja vivía de sus colaboraciones en La Nación, de Buenos Aires, y aprovechó su estancia en París para hacer un viaje a Suiza, a visitar a sus viejo amigo Paul Schmitz, a quien debía el conocimiento de Nietzsche. También tuvo trato, en París, con el doctor Gregorio Marañón y el escultor Sebastián Miranda. En 1937 vuelve a España por poco tiempo, llamado a participar, por su condición de académico de la Española, en la fundación del Colegio de España, que abarcaba a las reales academias en la zona nacional. Por este motivo hubo de trasladarse a Salamanca en pleno invierno, y dar su juramente sobre la Biblia y el Quijote, en una ceremonia bastante ridícula, cuya invención él atribuye a Eugenio d'Ors. Según Pío Caro Baroja, «tuvo una acogida bastante fría», y como le preguntaran esa ridiculez de si «jura o promete», don Pío contestó: «Lo que sea costumbre.» De vuelta a París, al cerrarse el Colegio de España al término de la guerra, se estableció en la calle Clement Marot, en la que vivió hasta que el 14 de junio de 1940 los ejércitos hitlerianos ocuparon París. El 24 de junio estaba de regreso en España. Había abandonado España en julio de 1936, escapando de los carlistas y de los socialistas, y regresaba a ella en junio de 1940, ante el empuje de los nacionalsocialistas. Evidentemente, los totalitarismos, sean socialistas o nacionalsocialistas, no permiten jamás que un escritor liberal pueda sentirse cómodo, ni seguro.

Baroja pretendió escribir una serie de novelas sobre la guerra civil de 1936 que llevarían el título genérico de las Saturnales, a la que pertenece El cantor vagabundo. Pero existen en poder de su familia dos carpetas de tamaño folio, una azul, que contiene Madrid en guerra y Madrid revolucionario, y otra gris, también con el título de Saturnales, que alberga los textos titulados Madrid revolucionario, Miserias de la guerra y A la desbandada. Miserias de la guerra acaba de publicarse, como ya se ha indicado.

La actitud de Baroja ante la guerra civil ya estaba bien decidida y perfilada antes de que ésta estallara. La antipatía que le producía el socialismo es incuestionable desde muy atrás. También le parecía nefasto y peligroso el separatismo, y en Momentum cathastrophicum opone al fanatismo, al sinsentido y a la estupidez del nacionalismo aranista la noble imagen de los ilustrados vascos. La coyunda antinatural de separatistas y socialistas le produce repugnancia y escándalo: «En esta revolución se dan fenómenos curiosos –escribe–. Los nacionalistas vascos, principalmente católicos, se unen a los socialistas y los comunistas antirreligiosos, y los carlistas van del brazo con los fascistas, medio socialistas.» La guerra civil de 1936 es la exasperación del esperpento: socialistas y fascistas, ávidos de muerte, se contemplan en espejos deformantes.

Para Baroja, la guerra es brutalidad y absurdo, y tal explosión de violencia y odio en realidad no ha de servir para nada bueno; y, para colmo, «durante este tiempo, toda España se dedica a la retórica». En Laura o la soledad sin remedio se produce el siguiente diálogo:

«—Y usted cree que todos estos crímenes y barbaridades, la guerra mundial con sus bombardeos y cámaras de gases asfixiantes; la guerra civil de aquí, con su cárceles y fusilamientos, ¿servirán para algo?
—¡Qué van a servir!»

La guerra, además de inútil, es arbitraria, y la actitud de cada uno depende, más que de las ideas, del lado en el que se ha caído: o el soneto a José Antonio o al pistolón de Lister. «Esta es la lotería, igual para los políticos que para los que no somos políticos. Cae uno en el bando rojo o en el bando azul, sin haber elegido ningún color, y se sigue la suerte de los demás, aunque no se sea de un lado ni del otro», escribe en El cantor vagabundo; y en Laura o la soledad sin remedio: «Todo tomaba (en la cárcel) un carácter miserable de venganza; ni los unos eran revolucionarios ni los otros reaccionarios. La mayoría no eran más que palurdos y cucos, unos caídos en la trampa y otros que querían vivir sobre ellos sin trabajar.»

Esta confusión es caldo de cultivo del oportunismo más desaforado. El Cornejo, en El cantor vagabundo, «era hombre que sabía sortear las dificultades con una astucia de animal instintiva. Se las arreglaba para vivir. En unas partes se presentaba como víctima de los rojos así como en otras se presentaba como víctima de los blancos. Llevaba un crucifijo de cobre atado con una cuerda al cuello...» Hasta que algunas personas que habían padecido la persecución de los rojos le reconocieron, le arrojaron a un pozo y le mataron tirándole piedras. Porque lo mismo da que se trate de rojos que de blancos; en todas partes la misma bestialidad: «Unos fusilan y otros fusilan. Unos prenden y otros hacen lo mismo. De las ideas de unos y otros no quedará nada. Únicamente, más huesos y más carne podrida en la tierra. Nada más. Todo es igual. No cambia más que la retórica. Fascismo, comunismo, todo eso es nada.»

Porque «España es siempre lo mismo: se lanza a la tragedia como a una corrida de toros; se llena de sangre, de lágrimas, de dolores... ¿Qué ha ganado? ¿Qué ganará? Nada». Aunque en medio de esta confusión, se producen cuestiones de matiz: «Como en todas las guerras españolas, el sadismo aparecía más en el sur que en el norte. En el norte era más la brutalidad simple: el fusilamiento y el incendio.» También rechaza Baroja el complaciente lugar común de que los asesinatos de la zona roja fueron cometidos por los anarquistas y por la FAI. No, señor. También los socialistas del PSOE cometieron infinidad de crímenes. El chequista García Atadell, sin ir más lejos, era socialista.

Aunque a la vista de lo que era la mostrenca Francia de la Tercera República, Baroja reconoce que «únicamente España está dando ejemplo de romanticismo; pero, pasado el momento, se hundirá como todos los países en la vida prosaica y mercantil». Ya mucho antes, en un artículo publicado en 1913, había previsto el extraño pacto social del que sale el actual mundo, consumista y colectivista a la vez: «Esta coalición banquero-proletaria es la que afemina al mundo actual.» Casi cien años más tarde, estamos comprobando que, efectivamente, los afeminados tienen un poder desmesurado en el mundo moderno.

La actitud de Baroja frente a la guerra civil es de rechazo absoluto y de condena moral. En El cantor vagabundo, una maestra, antigua beata reconvertida en socialista fanática, le reprocha al protagonista:

«—Usted no es más que un escéptico –dijo la Maestra.
—Creo que es lo único decente que se puede ser en esta época. Abstenerse en la lucha (...) Estas guerras son como las antiguas guerras de religión, con la misma ferocidad, la misma crueldad y la misma oquedad. Unos y otros creen que están haciendo algo nuevo, y sin embargo, todo es igual, siempre igual.»

Este personaje expresa la actitud de Baroja: «Yo no pretendo nada; pero si pudiera aconsejar, aconsejaría que dejaran a los demás con su espíritu mixto de tradición y modernidad, sin querer darles un alma uniforme, porque los hombres siempre han sido de una manera mixta, y seguirán siendo lo mismo, antes de la guerra y después de la guerra (...) Torquemada y Lenin se pueden dar la mano afectuosamente, como San Ignacio de Loyola y Karl Marx.»

Ambos bandos, rojos y blancos, son iguales. Baroja no se siente atraído por ninguno: «¡Qué plebe esta socialista, comunista y fascista! –escribe en Ayer y hoy– Tiene los odios reconcentrados de todas las sectas.» Y, sin embargo, Baroja se inclina, aunque no lo desee, hacia uno de los dos bandos; pero es inevitable que lo haga. En una guerra civil no se dan opciones, por lo que Baroja considera: «Yo no tengo ningún motivo de interés personal para desear actualmente el triunfo en España de militares. Los carlistas navarros me detuvieron hace un año y estuvieron a punto de fusilarme y tuve que escapar a Francia. Mi casa en Madrid ha sido bombardeada por los nacionales. Eso no importa para que yo intente ver la realidad de lo ocurrido en mi país.» Añade que entre la barbarie roja y la barbarie blanca, «ya se ve que la alternativa es pobre, triste y mísera para un español; pero en último término, y si no queda más que esa alternativa, es preferible volver a una autoridad rígida y violenta que no al capricho cruel y brutal de las masas». No por esto se puede tachar a Baroja de franquista, que no lo fue nunca, ni el franquismo barojiano, a pesar del esfuerzo de Giménez Caballero con la antología Comunistas, judíos y demás ralea. Como liberal prefería, lo mismo que Goethe y Chateaubriand, la injusticia al desorden. Cualquier cosa era preferible a la violencia, la mentira y la pedantería socialistas.

 

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