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El Catoblepas, número 52, junio 2006
  El Catoblepasnúmero 52 • junio 2006 • página 9
De historia y de geografía hispánico modo

Sobre las fiestas

Millán Urdiales

Hay que suponer que la idea de fiesta es universal, pero es en España donde alcanza una intensidad muy particular y donde sus características son únicas

La palabra fiesta es una de las voces de empleo más frecuente en el español peninsular de nuestros días. A su familia lingüística pertenecen otros vocablos como festejo, festejar, festivo, festividad, festival, festín, fiestero y el propio sustantivo fiesta se ve enriquecido en el habla coloquial y en las hablas dialectales con variados sufijos: fiestona, fiestina, fiestaza, fiestorra, fiestucha. Todo esto es prueba de la vitalidad de esta familia léxica y reflejo, a su vez, de la vitalidad que poseen los hechos que tales voces definen y describen. Las raíces de esta vitalidad son antiguas y latinas y de ahí que en todas las lenguas romances tenga esta familia léxica buenos representantes, pero es sin duda en español donde, en nuestros días, goza de un particular esplendor que llama la atención de otros países.

En su Diccionario etimológico Corominas nos dice de esta palabra: «descendiente semiculto del lat. tardío festa, id.; primitivamente plural del lat. festum, id., y éste del adjetivo festus, -a, -um, 'festivo', emparentado con feria ... fiesta es general desde antiguo, aunque su f- conservada es explicable en vocablo de carácter eclesiástico».

En efecto, desde la llegada del Cristianismo, la voz fiesta se asoció de un modo especial con el significado religioso, de día dedicado a rememorar a un santo o a celebrar alguna efeméride teológica, como el Corpus, la Ascensión, la Navidad, &c. Esto explica las expresiones tradicionales domingos y fiestas de guardar, la fiesta del pueblo, mañana es fiesta, ir de fiesta, estar de fiesta, guardar la fiesta, &c.

Durante siglos la voz fiesta estuvo así íntimamente asociada al santoral y al calendario casi de modo exclusivo. Ha sido la llegada de la civilización industrial la que ha hecho que fiesta, en muchos aspectos y contextos, haya pasado a identificarse con vacación, día de descanso. Durante siglos, los párrocos tenían que insistir ante sus feligreses, que eran campesinos en su inmensa mayoría, para que no trabajaran los domingos y guardasen la fiesta; así es como la palabra vino a asociarse con la idea de descanso; se les prohibía lo que pudiéramos llamar trabajos agrícolas de cierta envergadura, pues los labradores que tuvieran ganados tenían que atenderlos también en los días de fiesta, atenciones que implican esencialmente alimentarlos y limpiar sus establos. La Iglesia fue haciéndose cada vez más tolerante y comprensiva en este aspecto. Durante siglos, pues, la palabra fiesta se identificó con un día, el domingo, frente a los otros seis días de la semana, que en el español tradicional recibían la denominación bien expresiva de días de labor. A los domingos había que añadir, como ya hemos apuntado, algunas festividades señaladas, en especial las de los ciclos de Navidad y Pascua de Resurrección.

Todos sabemos hoy que, en nuestro siglo, se ha consolidado ya la llamada conquista social del sábado como día festivo. En el camino de la Humanidad hacia los horizontes del ocio es una conquista importantísima, sobre todo por lo que tiene de ruptura de una estructuración mental milenaria: la mente humana, al menos en el seno de las tres grandes religiones monoteistas, se acostumbró a dividir el continuum temporal en unidades complejas de 6+1, o de 1+6 y solo ahora, en nuestros días, va adaptándose a una situación nueva y más fluida, por llamarla de algún modo. Esta fluidez representa, en mi opinión, un debilitamiento de lo que fueron seculares y sólidas delimitaciones del acontecer humano, por lo que no tiene nada de extraño que ello repercuta de modo muy acusado en las conductas. Como todo ello es legal y se considera en todas partes un éxito y un progreso, el fenómeno se ve automáticamente reforzado: esta contradicción es la que explica, y permite, que muy a menudo empleemos la palabra crisis para referirnos a ella.

Estas ideas que venimos esbozando son de aplicación universal, pero por razones de índole varia y no siempre clara el fenómeno y la idea que se implican en la palabra fiesta ha ido adquiriendo en España características propias. A ello han podido contribuir factores como la geografia y el clima, en realidad benévolo en conjunto a pesar de sus posibles extremosidades. Parece lógico que, desde el momento en que la fiesta abandona el ámbito puramente religioso y conmemorativo para teñirse cada vez más con la idea de ocio, sus posibilidades de realización se vean muy aumentadas por las facilidades que ofrece el clima. Estas facilidades consisten sobre todo en que no hay que refugiarse en casa o bajo un techo demasiado tiempo y tanto de noche como de día. A la casa se opone lo que, de un modo general pero bien expresivo, solemos llamar en el español de hoy la calle. Sin pretender exagerar las cosas acudiendo a los significados del latín callis frente a via, ruga u otras, es bien sabido que en la jerga política de nuestros días es corriente una frase como la calle es mía, frase que vale por todo un tratado de sociología y de historia cultural. Es un hecho que en los países mediterráneos se vive mucho en la calle y de modo más acusado en las áreas donde el clima es más benigno. La calle significa, en este sentido, lugar de encuentro, de gentes que se ven y se miran entre sí, que conviven y comparten espacios, ofertas de placer, comunidad de intereses, con tan alto y tan variado número de individuos que la distracción está garantizada, dándole a esta voz el significado de entretenimiento placentero en oposición a aburrimiento. Es en este ambiente donde la fiesta adquiere su más alta expresión en la España de nuestros días.

A la realidad actual se ha llegado desde orígenes remotos y de significado muy distinto. Como apuntábamos más arriba, el santoral cristiano es la fuente: cada comunidad, la aldea, el pueblo, incluso la villa o ciudad, estaba colocada en lo religioso bajo la advocación de un santo al que se rendía culto en la iglesia parroquial o en la catedral; dicho con mayor exactitud, cada templo, e incluso cada ermita estaba consagrado –y aún lo están hoy– a un santo patrón o a alguna de las advocaciones que recibe la Virgen María. Cada comunidad celebraba y celebra así el día de la fiesta –expresión aún viva en muchas áreas rurales– que solo en casos de excepción coincidía con un domingo. En los pueblos pequeños, que eran la mayoría, el día de la fiesta tenía un prestigio extraordinario, superior al de fechas como la Navidad o la Pascua, debido sobre todo a que ese día acudía al pueblo gente forastera, es decir, familiares y conocidos de otros pueblos próximos: en la escasa movilidad secular de las áreas rurales –y todas lo eran de modo casi exclusivo– la presencia de forasteros era el motivo que más contribuía a realzar la fiesta.

De la visita de forasteros al hecho social conocido con el nombre de feria no hay más que un paso. Y bien sabido es que en el español de hoy, en muchos pueblos y ciudades, los significados de fiesta y feria han venido a coincidir. Cierto es que la feria solía ir asociada a una comunidad no demasiado pequeña y geográficamente bien situada. Y cierto es también que ambas voces, y quizá más la segunda, se han visto enriquecidas en el español de nuestros días por usos en plural, fiestas y ferias, que en determinadas y diversas frases pueden llegar a significar cosas específicas y particulares. De la voz feria nos dice el Diccionario de Corominas:

...descendiente semiculto del lat. feria 'día de fiesta'... En latín clásico feriae se halla solamente en plural y con el significado de 'día festivo', pero el latín cristiano desde el s.V lo empleó en singular para designar cada uno de los días de la semana: uso conservado en portugués (segunda feira 'lunes', terça feira 'martes', &c.), y basado en el deseo de evitar las designaciones paganas dies Martis, dies Mercurii, &c. En Berceo todavía feria es 'fiesta'. Pero ya desde antiguo se generalizó la costumbre de celebrar con mercados junto a los santuarios e iglesias los días de las grandes fiestas religiosas, y de ahí que mientras fiesta ensanchaba su área semántica, feria pasaba a quedar restringido a la nueva acepción en que designaba estos mercados.

Entre los derivados de feria están feriado, ferial, feriar, feriante.

El hecho social es, pues, esencial en el concepto expresado por la voz fiesta: en su versión más elemental constituye la procesión del santo, es decir, el desfile que, encabezado por la imagen del santo, sale de la iglesia, recorre un determinado itinerario por el pueblo y vuelve al templo. El hecho de que esto tuviese lugar sólo un día en el año es lo que le daba la suprema solemnidad, comparable a la que para cada persona tiene su cumpleaños: el día de la fiesta podría así calificarse de cumpleaños social de la comunidad en cuestión. Es comprensible que un desfile como el que constituye una procesión esté íntimamente ligado al tamaño de la comunidad: es decir, que mientras más crece ésta, menos posibilidades va teniendo de parecer solemne aquel desfile. Esto explica que en las ciudades sólo la procesión del Corpus haya ido quedando viva hasta nuestros días. Sin duda acudirán inmediatamente a la imaginación del lector los desfiles de Semana Santa, las procesiones con sus pasos y cofradías. Es un fenómeno que no vive por igual en toda España, que tiene su mayor esplendor en ciertas ciudades andaluzas y castellanas y cuya génesis y desarrollo dejamos a los especialistas. Hoy, a causa del turismo, se han convertido en un aliciente comercial de gran importancia, compatible con el hecho social y religioso.

Tradicionalmente, en los núcleos de población pequeños y muy pequeños, la fiesta religiosa consistía esencialmente en una misa cantada y de asistencia (es decir, de tres curas, el del pueblo y dos curas de aldeas vecinas), más la procesión por las calles del pueblo con volteo de campanas y cohetes. La comida de ese día era en todos los hogares mejor que la habitual y se terminaba con postres caseros. La fiesta profana tenía lugar por la tarde y consistía sobre todo en bailar al aire libre al son de la música y de los instrumentos tradicionales en cada región; podía y solía haber, al mismo tiempo, algún tipo de competición deportiva, como carreras, juego de bolos, &c. El día (de) la fiesta, en la mayor parte de los pueblos, tiene lugar en torno al verano, es decir, en un tiempo en que el clima y las tareas campesinas la hacen más fácil y la estimulan a causa de la recolección de cosechas y frutos; de ahí que sean Agosto y Septiembre los meses en que más abundan las fiestas patronales, aunque, dada la variedad geográfica de España, puede haber variaciones notables. El hecho de que muchas de las fiestas se celebren en un tiempo en que se recogen las cosechas puede tener antecedenes precristianos, ligados a cultos relacionados con las ideas de fertilidad, supervivencia invernal, acumulación de provisiones hasta la siguiente cosecha, &c.

En ciertas regiones era costumbre guardar la fiesta también el día que seguía al del santo patrón; este segundo día de fiesta, en el que aún quedaban restos de las viandas y dulces del día anterior, recibe todavía en las hablas leonesas el diminutivo afectivo -ín, -ina; y así, junto a el día (de) Nuestra Señora (15 de Agosto) se oye el día (de) Nuestra Señorina, el día (de) San Roque y el día (de) San Roquín, &c.

Es interesante lingüísticamente el contagio y mezcla de significados entre fiesta y feria: en un principio las ferias no eran necesariamente fiestas, aunque, como todos los días del año tenían su santo, es natural que en lugar de mencionar una fecha y el nombre del mes en cuestión, se dijese el nombre del santo, es decir, San Miguel en lugar del 29 de Septiembre, San Martín en lugar del 11 de Noviembre, &c. Sabido es además que, durante siglos y en todo el orbe cristiano, ciertos períodos de tiempo recibían sólo nombres religiosos; ese era precisamente el caso de San Miguel que equivalía al otoño, o a la llegada del otoño, al fin del verano, o, para ser exactos, a los días de la recolección de los frutos, labor que en vastas zonas de Europa tenía lugar en Septiembre. La voz feria, como dijimos más arriba, se utiliza también en plural, ferias, con un significado distinto. Si en singular es un mercado de ganados en plural ha pasado a significar el período en que la ciudad celebra sus fiestas, también en plural. Empleamos adrede la palabra ciudad porque solo en núcleos de ese convencional tamaño cabe oir frases como estamos en ferias, por ferias viene mucha gente, en Septiembre son las ferias, &c. El sustantivo ferial designa el emplazamiento del mercado de ganados de modo específico, pero en ciertas ciudades puede designar también el espacio ocupado por las diversas instalaciones, más o menos mecánicas que proporcionan diversión y placer, es decir, las casetas, tiovivos, &c. Las voces feria, ferias y ferial pueden tener en Andalucía acepciones específicas, que a su vez pueden contagiarse a otras regiones.

Y llegamos así a uno de los más importantes focos irradiadores de lo que tradicionalmente se entendía por fiesta profana, frente a la religiosa y patronal: nos referimos a las corridas de toros, que alguien bautizó con éxito con el nombre de fiesta nacional. Aunque la historia de este espectáculo haya sido escrita por especialistas, la mayoría de los españoles la ignoramos; tal como hoy se practica parece ser un espectáculo relativamente moderno y hasta cierto punto distinto o independiente de los espectáculos en que intervenían toros en los siglos XVII y XVIII. La inmensa mayoría de las plazas de toros datan de la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX. Como en otros aspectos (la gastronomía, la bebida en lugares públicos, &c.), cabe hablar de una España «torera» frente a otra que lo es muchísimo menos o nada: geográficamente estas dos Españas vienen a representar en cuanto a latitud la mitad sur y la mitad norte, y nos apresuramos a añadir que Madrid entra en la mitad sur. En Levante la frontera entre la España torera y la otra es quizá más fluida; en el Oeste, el campo de Salamanca entra en la mitad del toro, a pesar de su latitud. Como en las ciudades grandes y en todas las capitales de provincia hay plaza de toros, pudiera, a primera vista, creerse que la afición a los toros es semejante en todo el país; pero no es así; la estadística del número de corridas bastaría por sí sola para establecer las diferencias; pero la diferencia esencial es la que se revela a través de los núcleos de población pequeños o más pequeños; no obstante, el prestigio de la fiesta nacional hace que también en la España no torera sean numerosos los pueblos que, el día de su fiesta patronal, improvisan en la plaza del pueblo un coso taurino y celebran una novillada o corren vaquillas, por emplear expresiones corrientes.

Lo que interesa subrayar es el hecho sociológico y literario que ha representado en la España de los últimos 150 años la llamada fiesta nacional; a su expansión y a su prestigio y éxito han contribuido sin duda de manera notabilísima los periódicos, que ya en el siglo pasado proliferaban; de modo un tanto semejante la televisión fomenta hoy la popularidad de las corridas. El adjetivo nacional, que sin duda existe en todas las naciones, ha adquirido al lado de la voz fiesta un sentido un tanto peculiar, al que, curiosamente, se asemeja el que recibe junto a la voz himno. La corrida de toros representa, pues, el festejo por antonomasia de muchos pueblos y ciudades de España pero especialmente de la mitad sur del país, y aun dentro de esa mitad está íntimamente ligado a Andalucía y a algunas de sus ciudades. Las corridas de toros, aunque han sobrevivido con éxito a la competencia de los grandes espectáculos del siglo XX, en especial el fútbol, conservan rasgos típicamente decimonónicos: el día de toros por antonomasia es el domingo y la hora las 5 de la tarde, es decir, dos hechos anteriores a la conquista social del sábado y a la todopoderosa luz eléctrica que ha permitido que los partidos de fútbol se jueguen por la noche en muchas ocasiones, por lo que su horario no choca con el de las corridas en caso de que quiera evitarse la coincidencia. El número total de éstas sigue aumentando a causa del aumento de población en todas las ciudades. Esto explica que, en los períodos en que éstas celebran sus fiestas patronales, pueda y suela haber corrida de toros varios o todos los días de la semana. La semana es el período de tiempo frecuentemente elegido por muchas ciudades para celebrar sus fiestas. Obsérvese en esta expresión el paso al plural de la palabra fiesta; el día de la fiesta religiosa sigue siendo uno, una fecha del calendario: San Mateo, San Miguel, San Isidro, &c., pero los festejos no religiosos duran, por ejemplo, una semana. En el caso de Madrid, a causa de su tamaño y de su importancia cultural y capitalina, los festejos pueden durar todo el mes de mayo y el número de corridas también. En el caso de las ciudades grandes, donde el espectáculo taurino se ha convertido en algo emblemático, la voz feria designa el conjunto de corridas celebradas en torno a la festividad patronal: y así se dice la feria de San Isidro (para Madrid), la feria del Pilar (para Zaragoza), &c.

En las ciudades costeras del norte que cuentan con visitantes y veraneantes durante dos o tres meses, se emplea la expresión la semana grande para referirse a aquella en la que tienen lugar los festejos más caros o importantes y las corridas de toros y en la que se inserta la festividad patronal de la ciudad; la semana grande es expresión que se aplica a esa determinada semana de Agosto en San Sebastián, Bilbao, Santander, Gijón y La Coruña, por ejemplo y quizá en otras.

Antes de la consolidación y del gran crecimiento de la afición al fútbol y demás deportes, fenómeno que data de este siglo pero especialmente de su segunda mitad, parece indiscutible que las corridas de toros eran ciertamente la fiesta nacional por antonomasia. A pesar de su importancia, mucho mayor, como decíamos arriba, en la mitad sur del país han perdido aquel halo de exclusividad; lo cual no impide que se celebren hoy muchas más corridas que antes pero ello es consecuencia del enorme crecimiento de las ciudades y del llamado nivel de vida, es decir, en este caso, la cantidad de dinero que los españoles de nuestros días pueden dedicar al ocio en general. No vamos a filosofar aquí sobre las posibles y acaso profundas relaciones entre las corridas de toros y la idiosincrasia española o ibérica, ni sobre si tal espectáculo está de algún modo ligado a la decadencia o al progreso de la nación, o de unas regiones frente a otras, &c. Sí nos interesa , por el contrario, destacar que la lengua española actual, tanto la escrita literaria y sobre todo la periodística, como la oral, coloquial y familiar, ofrece a diario abundantes expresiones metafóricas tomadas del espectáculo taurino; en los textos de los columnistas de los periódicos es normal encontrar cada día frases de ese jaez: desde coger al toro por los cuernos hasta si el tiempo no lo impide, se cuentan por docenas las alusiones al mundo del toreo, y lo interesante del hecho lingüístico es que los españoles entienden esos usos metafóricos aunque no sean aficionados a los toros ni vayan a presenciar corridas. Sabido es también que los críticos taurinos alardean en sus reseñas periodísticas de una lengua que puede resultar incomprensible para el no entendido y con la que creen dotar al espectáculo de una «profundidad» única e inigualable.

Los toros siguen siendo, pues, en muchos pueblos y ciudades de España la culminación, la parte más solemne o vistosa de sus fiestas patronales. Pero ya no son, como lo eran en el siglo XIX, y los primeros decenios del XX, el festejo por excelencia, el festejo por antonomasia, con carácter de exclusividad. No hemos dicho hasta ahora que las corridas de toros están esencialmente condicionadas por el clima, es decir que son inseparables del sol, del calor y del cielo azul; de ahí que la mitad sur del país –y el Levante también– puedan ofrecer muchos más días aptos para el espectáculo taurino que el resto y de ahí que en las zonas meridionales el calendario de las corridas vaya de Febrero a Octubre, por ejemplo. Puede decirse que si el fútbol es espectáculo no veraniego y no exclusivamente diurno, el de los toros representa justamente lo contrario, aunque en la práctica suponga un larguísimo verano. Quizá la mayor diferencia entre ambos consista en que el fútbol incrementa la rivalidad entre ciudades y regiones, rivalidad que se tiñe automáticamente de sentimientos de antipatía y de odio; en el caso de los toros ni siquiera la procedencia geográfica de los toreros o de los toros despierta la pasión de una ciudad frente a otras.

Hay otro elemento no mencionado hasta ahora y que constituye parte esencial del espíritu festivo español: nos referimos a los cohetes; incluso en las aldeas más modestas no faltan el día de la fiesta: acompañan al desfile procesional y se utilizan también como aviso de que el baile va a comenzar; funcionan como anuncio de aspectos profanos de la fiesta, paralelamente al de los aspectos religiosos que llevan a cabo las campanas. La historia de los cohetes es probablemente antigua, sobre todo en Valencia y demás zonas levantinas; suena a muy mediterránea –en el norte de África es tradición «correr la pólvora» con motivos diversos– y parece ser consecuencia del desarrollo y perfeccionamiento que desde fines de la Edad Media alcanzó la pólvora en las ciudades italianas. Aunque no sea exclusiva de España, la afición a los cohetes en nuestro país, un país que no teme jamás al ruido, alcanza durante las fiestas un apogeo sin par. Por otra parte, la geografia de la Península Ibérica, tan montañosa y accidentada, ha permitido la supervivencia de más especies animales y por lo tanto de más caza, que las vastas llanuras europeas: el instinto cazador del hombre ibérico ha hecho del país en los dos últimos siglos un país de cazadores furtivos, de escopeteros igualitarios y anarquistas, y, como los filólogos saben, de guerrilleros; en el siglo XIX las leyes contra el cazador furtivo eran en Europa severísimas, en parte porque los legisladores eran grandes terratenientes y protegían así sus propiedades; en España y a pesar de los latifundios del sur, el espíritu concejil castellano, inseparable de la existencia de los montes comunales, reforzado tras la famosa desamortización de Mendizabal, se expandió por todo el territorio y convenció a los españoles de que todo lo que vuela por los aires, corre por la tierra y nada por las aguas es de todos y por lo tanto, del primero que lo coja. Los sucesos políticos y militares del siglo pasado, desde la guerra contra Napoleón y sus franceses, pasando por las guerras carlistas y prolongándose en las guerras de África, igualaron en la conciencia hispánica al fusil y la escopeta, cuyos efectos acústicos son semejantes a los del cohete. Esto explica a mi juicio el éxito de este insustituible elemento festivo.

Como el esplendor de las fiestas contribuye a realzar la fama del pueblo o ciudad que las celebra –así lo creen al menos sus habitantes respectivos y así se lo pregonan con énfasis sus respectivos periódicos locales– además de conseguir votos para la autoridad municipal que las paga, manteniéndola así más tiempo en su cargo y posición, los alcaldes rivalizan en alcanzar cada año cotas más altas –como dicen ahora– para divertir a sus conciudadanos. La sana rivalidad entre poblaciones o regiones es universal, pero en España y de un modo muy especial en la España de hoy, el fenómeno se ha disparado: la división del país en regiones autonómicas, con sus Parlamentos, sus Gobiernos, sus Presupuestos, sus Partidos regionales y sus Historias particulares, apoyadas en sus Geografias (desde el aire, el mar y por tierra), se presta de modo particular al cultivo de esta rivalidad festivalera. Hay que tener en cuenta además que la mayoría de los hispanos, desde tiempos medievales o inmemoriales, no se han caracterizado nunca por el rigor administrativo ni por la modestia pública.

Todo esto explica, por ejemplo, que la voz chupinazo gane terreno cada año para designar el cohete oficial que abre el período festivo de la ciudad y que se caracteriza, supongo, por su extraordinaria potencia acústica. Cada vez son más los alcaldes que quieren un chupinazo más potente, convencidos de que su potencia está en razón directa de su autoridad y de su fama. Las fiestas, y de manera muy particular las patronales o locales, gustan tanto a los españoles que muchísimas juntas vecinales y municipales se hacen perdonar su mala administración, acerbamente criticada todo el año por los vecinos, cuando llegan esas fechas gracias a los festejos que las autoridades organizan con ese motivo.

Hay que suponer que la idea de fiesta es universal y ya hemos aludido a la larga tradición secular, de índole sobre todo religiosa, que el fenómeno ha conocido en Europa y también, naturalmente en América. Pero yo creo que es en la Península Ibérica y sobre todo en España (los portugueses administran mejor sus dineros) donde alcanza una intensidad muy particular y donde sus características son únicas. Las fiestas se miden sobre todo por la cantidad y calidad de espectáculos que se acumulan en un lugar –pueblo o ciudad– durante un cierto período de tiempo –un día, dos días, una semana, varias semanas– en contraste con el resto del año. Ello explica que en las ciudades muy grandes las fiestas tiendan a perder importancia pero esto no se aplica a España; en España, la religiosidad peculiar de sus habitantes y su furibundo localismo sigue haciendo compatibles las fiestas patronales con el gran número de habitantes. Es el caso incluso de Madrid, donde las fiestas de San Isidro siguen gozando de un gran prestigio popular. El tamaño lo condiciona todo, en efecto; pero en el caso de España llama la atención el hecho de que, hasta en ciudades con cientos de miles de habitantes, el ambiente festivo se traduzca sobre todo en estar más horas en las calles, en poder beber en puestos callejeros día y noche y en encontrarse con el mayor número posible de gentes aunque sean desconocidas: es la apoteosis de la muchedumbre. A esto contribuye el hecho de que España es un país en el que, incluso en los períodos no festivos, las gentes pasan mucho más tiempo fuera de casa que en ningún otro país de Europa. Esta extremosidad festejadora o festiva se refleja bien en frases como mientras el cuerpo aguante, donde el verbo principal es un conjunto de imperativos elípticos como bebe, baila, come, fuma, canta, muévete, &c. El placer de sentirse muchedumbre es de suponer que lo estudian los sociólogos, los sicólogos y hasta los psiquiatras. Al observador no especialista no le queda sino contemplar el hecho y tratar de describirlo, dejando al lector el posible placer o el posible disgusto que tal lectura pueda producir en él. Y, hablando de muchedumbres, no podemos dejar de mencionar las que se reúnen en los conciertos de música moderna, por llamarla de un modo general; aquí lo curioso es que el fenómeno es de importación, una vez más anglosajona; no podemos extendernos en su análisis; baste decir que está íntimamente ligado a la revolución de los comportamientos juveniles y sexuales surgidos tras la última Guerra Mundial en los países anglosajones y a la invención y desarrollo de la música en disco y en cinta; en otras palabras, el componente tecnológico del fenómeno es importantísimo. Por lo que a España se refiere lo interesante es notar que consiste en un festejo más que se añade a los innumerables de las fiestas locales y que entra en el juego de los presupuestos de las administraciones municipales.

Entre la gama bastante rica de posibles festejos hispánicos, según la variedad de sus regiones y de sus gentes, queremos llamar la atención del lector sobre estos dos: la Romería del Rocío y los Encierros de San Fermín. Nosotros no pretendemos aquí sacar ninguna conclusión: ambos hechos son, en efecto, acontecimientos veraniegos, uno campestre y el otro urbano (dándole a la calle del Correo de Pamplona un adjetivo verdaderamente paradójico), uno religioso (dándole a este adjetivo una acepción tan libre que aquel más bien no lo parece), y el otro profano; y este, tras lo que hemos dicho del sur y de los toros resulta que tiene lugar en el norte, y aunque los toros sean el agente aparente del espectáculo, el vino y el machismo que a él se asocian son la verdadera espoleta social. Lo interesante de ambos espectáculos es la importancia ritual que el resto del país les concede a través de los periódicos y la televisión. Ambos espectáculos son modernos: en términos históricos son incluso recientes, pero por una serie de motivos, factores, y hasta razones, van ganando prestigio, adeptos, fama. Digamos, para terminar, que una frase tan corta como (por ejemplo), España arde en fiestas, sintetiza a la perfección esta actitud y este comportamiento de sus habitantes en el aniversario anual de su existir colectivo, ave fénix perpetua. Para bien y para mal, la importancia del verbo en semejante frase no se le escapará a nadie, o no debería escapársele: el sol, el toro y el cohete, sin olvidar el vino, son los elementos que de modo más contundente convencen al español de hoy de que su pueblo está en fiestas y de que estas son cada año mejorables.

 

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