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El Catoblepas, número 51, mayo 2006
  El Catoblepasnúmero 51 • mayo 2006 • página 19
Libros

Pío Moa recrea el asalto final a la República

Felipe Giménez Pérez

Reseña del libro de Pío Moa, 1936: El asalto final a la República,
Editorial Áltera, Barcelona 2005, 347 páginas

En 1936: El asalto final a la República insiste Pío Moa en la tesis suya ya bien conocida de todos consistente en la afirmación de que fueron las izquierdas las que destruyeron la II República Española –que por cierto, va a ser recordada en diversos actos políticos e institucionales por parte de los herederos históricos, políticos e ideológicos de los que la crearon, destruyeron y provocaron una guerra civil que terminó en una dictadura– y las que empezaron la Guerra Civil en 1934.

Hoy día la historiografía en España se ha convertido en una tarea política de falsificación de la Historia, de los hechos, silenciamiento de datos y manipulación interesada por parte de historiadores-espadachines a sueldo del progresismo, instalado como bloque histórico de poder en las instituciones políticas españolas. Desde los años 70 los historiadores progresistas han fabricado una versión progresista de los hechos históricos de la Historia de España. Sólo Pío Moa y César Vidal entre otros constituyen honrosas excepciones en España.

Según los historiadores progresistas, el Frente Popular era una coalición reformista y democrática. Eso es radicalmente falso. Siendo falso que el Frente Popular sea como se ha representado y ello a la luz de los hechos, «Asombra, por tanto, la terquedad propagandística de numerosos intelectuales y políticos en presentar la situación en el 36 como esencialmente normal y democrática, sólo perturbada por una injustificable sublevación 'fascista' o 'reaccionaria'». (pág. 17.)

Lo peor es que los historiadores progresistas se niegan a discutir porque no quieren reconocer públicamente su error y su sectarismo. «A quien conozca ciertos enrarecidos ambientes académicos no le chocará que la respuesta a la divulgación de estos hechos históricos haya consistido a menudo en el insulto, la descalificación personal y... ¡la exigencia de censura!, contra los divulgadores» (pág. 18.)

Está claro que la Antiespaña existe y que lucha y desprecia la libertad. Ni hay honestidad intelectual, ni hay libertad de expresión en muchas universidades y éstas son focos de propaganda antiespañola.

En lo que respecta a la insurrección revolucionaria de octubre de 1934, «Los líderes sabían que el sector decisivo de la derecha, la CEDA, no era fascista ni preparaba ningún golpe, como puso de relieve Besteiro, y utilizaron adrede esos pretextos para justificar su propio golpe, excitar a las masas ante un imaginario peligro, y paralizar la reacción de las derechas, muy sensibles a tales acusaciones.» (pág. 19.)

La mejor prueba de que la CEDA no era fascista es que no realizó ningún golpe de Estado. Franco tampoco dio un golpe de Estado en octubre de 1934 pudiendo haberlo hecho en una ocasión tan favorable para sus intereses políticos de haber sido tan ambicioso y tan fascista.

En las elecciones de febrero de 1936 el Frente Popular presentó un programa electoral que tradicionalmente los historiadores progresistas han denominado moderado. Eso no es realmente así. El programa conducía al corrupto sistema jacobino mejicano del PRI establecido en 1928. Era pues un programa revolucionario. «Aunque este programa ha recibido a menudo el título de moderado, no lo es bajo ningún criterio, salvo el de la comparación con los planes bolcheviques o anarquistas». (pág. 53.)

El libro de Pío Moa tiene detalles bastante interesantes. Hay que destacar por ejemplo, la enemistad existente entre Alcalá-Zamora y Azaña. «Cuando el presidente invocó su derecho a hacer observaciones al Gobierno, le contestó: «Las hará usted mientras haya aquí alguien que se crea en el deber de escucharlas. En otro caso se las hará usted a los muebles» y comenta «Esto es lo más suave que nos decimos». «Sólo me falta cogerle por las solapas». (pág. 82.)

A partir de febrero de 1936 se reanudan los asesinatos políticos y actos de barbarie terrorista por parte principalmente de las fuerzas políticas y sindicales de izquierdas. El gobierno del Frente Popular simplemente, deja hacer. Sólo detiene a los de derechas. El gobierno del Frente Popular quería destruir la Constitución. Lo primero que hizo para empezar fue privar de sus actas electorales a muchos diputados conservadores. «Al final, las derechas hubieron de ceder nada menos que 32 escaños, la mayoría a favor del Frente Popular, más algunos a otras formaciones menores, a fin de dar una vaga sensación de imparcialidad.» (pág. 88.)

Respecto a la insurrección que preparaban algunos generales en 1936, hay que destacar que «Algunos querían marcar una fecha y darle un carácter monárquico, pero Franco habría impuesto que sólo se llevara a cabo «en el caso de que las circunstancias lo hicieran absolutamente necesario», y «exclusivamente por España, sin ninguna etiqueta determinada». (pág. 111.)

El plan del Gobierno del Frente Popular era esperar a que se produjera la insurrección armada y aplastarla sin contemplaciones, seguro como estaba de su triunfo por contar con la mayoría de las fuerzas armadas. El Gobierno no quería hacer una depuración total porque si lo hubiera hecho, habría quedado a merced de los revolucionarios socialistas, comunistas y anarquistas. El Gobierno del Frente Popular, compuesto por republicanos radicales burgueses jacobinos se enfrentaba a las derechas, pero también a sus propios aliados.

Las derechas si se sublevaban corrían el riesgo de ser exterminadas y si no lo hacían también. La situación de terror se apoderó de los conservadores. «El auge revolucionario empujaba a las derechas a un dilema fatal. Si no se rebelaban, corrían el peligro de ser aniquiladas legalmente desde las Cortes e ilegalmente desde la calle; pero si osaban sublevarse, tenían la mayor probabilidad de resultar completamente destruidas.» (pág. 122.) Una insurrección conservadora provocaría una aceleración del proceso revolucionario. «Sin duda, una revuelta derechista fallida acabaría de desencadenar la revolución, como predecía Largo Caballero. Fuera o no táctica deliberada de la izquierda, los conservadores se veían abocados a una batalla perdida. La CEDA carecía en absoluto de preparación insurreccional, y las violentas réplicas falangistas o los aprestos carlistas no pasaban de acciones marginales, interpretables como coletazos del monstruo 'burgués' agonizante.» (pág. 123.)

El Frente Popular era la Antiespaña porque estaba aliado con los secesionistas. Sabino Arana decía, recuérdese: «Tanto nosotros podemos esperar más de cerca nuestro triunfo, cuanto España se encuentre más postrada y arruinada.» (pág. 136.) Entonces, como hoy, se empezaba con el estatuto de autonomía y se terminaba por la secesión. A los independentistas les favorecía la teoría leninista de la autodeterminación de los pueblos. Comunista y socialistas eran los tontos útiles de los separatistas, exactamente como hoy día. No es de extrañar la alianza entre los separatistas y las izquierdas jacobinas, anarquistas, socialistas y comunistas. Odio a España, odio a la historia de España. Ahí coincidían todos ellos. «Así, tras el triunfo del Frente Popular se produjo una alianza, no nueva históricamente, entre los revolucionarios, los republicanos de izquierda y los separatistas. La base de esta alianza consistía en la común oposición a la derecha y a la propia historia de España, considerada muy negativamente por todos ellos. Los comunistas y los partidarios de Largo Caballero, especialmente, no vacilaban en propugnar el «derecho de autodeterminación», siguiendo los tópicos de Lenin y Stalin al respecto. Esto beneficiaba mucho, desde luego, a los secesionistas catalanes y vascos.» (pág. 137.)

Los desórdenes y los asesinatos políticos protagonizados por las izquierdas provocaron que los afiliados de la CEDA se afiliaran a la Falange y que apoyaran con más fuerza cada vez el golpe militar. Tal era el miedo de las derechas. «La marcha del país había corroído, en efecto, el legalismo de los afiliados de la CEDA, y el propio Gil-Robles estaba pasando a apoyar los planes de sublevación, más por fatalismo que con fervor.» (pág. 143.)

El golpe de gracia a la II República Española lo constituyó el asesinato de José Calvo Sotelo. Fue éste un asesinato político parecido al de Matteotti en Italia en 1924.

Fue asesinado el teniente Castillo el 12 de julio de 1936. La Guardia de Asalto decidió tomar represalias políticas y efectuar una incursión contra políticos conservadores. El ministro del Interior, Juan Moles autorizó tal ataque absolutamente ilegal. Se suministraron listas de nombres y domicilios. «Tal conducta no era nueva, pues ante cualquier atentado del signo que fuere, el Gobierno solía responder con el arresto indiscriminado de decenas o centenares de derechistas. Los terroristas de izquierdas nunca o muy rara vez sufrían persecución. En los arrestos solían participar milicianos al lado de las fuerzas de orden público –ello ya había ocurrido en Cataluña en 1934, bajo la dirección de la Ezquerra–, indicio de la descomposición de las instituciones. O de su 'republicanización', si se prefiere.» (págs. 147-148.)

Guardias de asalto, acompañados de pistoleros de izquierdas, del PSOE y prietistas y mandados por un guardia civil de paisano, asesinaron al jefe de la oposición junto con Gil-Robles, que se salvó esa noche por estar ausente de su casa. Esto demuestra que ya no había legalidad republicana. Demuestra también la complicidad del Gobierno con el crimen. Los autores obraron sabiendo que no les iba a pasar nada. Fueron exculpados, ascendidos y el sumario desapareció.

Pío Moa sostiene que el asesinato de Calvo Sotelo fue un crimen político planeado por Prieto. «Los datos apuntan a un crimen político deliberado y con amplias ramificaciones en la izquierda. Contra esa hipótesis aducen algunos la falta de interés de la izquierda en un acto así. Pero sí lo tenía, y mucho: el interés de provocar a la derecha a una acción prematura, a fin de aniquilarla de una vez. También se ha alegado que la operación buscaba sólo secuestrar a los jefes derechistas para impedir nuevos atentados de la Falange, o para someterlos a interrogatorio en busca de pruebas que permitieran retirarles la inmunidad parlamentaria. Tales explicaciones no rebasan el nivel de la puerilidad, aunque implican algo más real: la transformación de las fuerzas de orden público en grupos terroristas. La expedición no podía tener otro fin que el asesinato, prometido en la prensa y en las mismas Cortes.» (pág. 149.) Según Pío Moa, Indalecio Prieto fue el inductor del asesinato de Calvo Sotelo. Se trataba de inducir a un alzamiento militar derechista prematuro para luego aplastarlo.

El armamento de las masas no salvó a la República, la liquidó y facilitó el triunfo del Alzamiento del 18 de julio de 1936. Gracias al caos revolucionario, los rebeldes, inicialmente en condiciones desfavorables, pudieron rehacerse. La revolución trajo la contrarrevolución, que finalmente triunfó en España. Las derechas en 1936 no se alzaron contra un gobierno legítimo, sino contra un gobierno revolucionario.

«No hay comparación posible entre los alzamientos de 1934 y 1936. En el primero, las izquierdas se sublevaron contra un Gobierno legítimo y democrático, so pretexto de un peligro fascista puramente inventado. En 1936 las derechas se alzaron a su vez, pero no contra un Gobierno legítimo, sino despótico por sus propios méritos, además de deslegitimado por su negativa a cumplir y a hacer cumplir la ley, así como por su amparo a un rampante proceso revolucionario.» (pág. 181.)

Señala Pío Moa que las izquierdas no tenían ningún proyecto político común. Sólo les unía el odio a la Iglesia, a la Derecha y a España. En todo lo demás se odiaban entre ellas. «Otro rasgo definidor de aquellas izquierdas y separatismos fue que, si bien sabían aliarse contra la derecha, su violencia y traiciones estallaban con gran facilidad entre ellos mismos.» (pág. 183.) Pío Moa sostiene que una causa de tales conductas es la esterilidad intelectual de las izquierdas y diríamos nosotros por nuestra parte que hoy mismo ese fenómeno de la inanidad teórica de las izquierdas de ayer prosigue con el progresismo de hoy. «Una causa de tales conductas radica seguramente en la acreditada esterilidad intelectual de las izquierdas y de los separatismos españoles, incapaces de un pensamiento de alguna envergadura.» (pág. 184.)

Este libro de Pío Moa es breve, conciso, claro, contundente. Es sumamente pedagógico y ayuda a disipar las telarañas progresistas presentes en el entendimiento del público. Este libro debe ser leído para deshacer las leyendas progresistas sobre la historia contemporánea de España y en particular sobre la nefasta II República.

 

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