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El Catoblepas, número 48, febrero 2006
  El Catoblepasnúmero 48 • febrero 2006 • página 2
Rasguños

Sobre el «respeto» a Mahoma y al Islamismo,
y sobre la «condena moral» de las caricaturas

Gustavo Bueno

Se tratan algunas cuestiones de carácter teológico y estético
suscitadas por los dibujos en torno a Mahoma

Representación de Mahoma en el siglo XVII (en Alexander Ross, Pansebeia, or a View of all Religions in the world, Londres 1653) cuando todavía Lepanto mantenía frenada la Yihad

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Desde un punto de vista práctico, acaso pueda decirse que la publicación de las llamadas «caricaturas de Mahoma» puede servir a «Occidente» para desvelarle el alcance que tiene hoy el resentimiento del mundo islámico contra ese mismo Occidente, y cómo está sirviendo también a los propios musulmanes para aflorar o consolidar unas vinculaciones entre las diferentes partes de la Umma que antes no existían. No es que no preexistiera una conciencia difusa de estos vínculos; lo que ocurre es que esta conciencia difusa puede estar transformándose en un tejido objetivo de unidad frente a Occidente, a partir de la traducción de tan abundantes e intensas protestas musulmanas por los canales de televisión y por los medios durante varias semanas. También es verdad que esta movilización «universal» del Islam contra Occidente, que, a su juicio se ha reído de sus valores más preciados, puede moldear también un cauce de prudencia en amplios sectores del Islam, político y económico, más directamente vinculados a la explotación de esa «bendición de Alá» que llamamos petróleo. Pues los políticos musulmanes, incluso aquellos que se apresuran a producir energías alternativas, saben que dependen económicamente de Occidente, saben que él fue quien pudo extraer el petróleo de los yacimientos que ellos ocupaban de modo ignorante, y de meterlo, tras refinarlo, en millones de barriles y transportarlo a esas «tierras irredentas» en donde el número de inmigrantes musulmanes aumenta cada día, sin perder la fidelidad al Islam.

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En cualquier caso no nos parece que las oleadas de protestas que en muchos países mahometanos se han producido a raíz de la publicación de las famosas «caricaturas de Mahoma» puedan ser explicadas como una reacción espontánea de los creyentes musulmanes indignados ante un ataque gratuito e intolerable a su fe más profunda. Y no puede ser explicado así –y en este punto los «analistas occidentales» han alcanzado amplio consenso– porque la inmensa mayoría de los manifestantes no vieron ni podrían haber visto estas caricaturas, y no solo porque su religión se lo prohíbe, sino porque los medios de comunicación no dan para más entre analfabetos. Han tenido que esperar a que otros correligionarios, o acaso aliados, informasen a los cuatro meses de su publicación en el Jyllands-Posten de Copenhague.

Este intervalo es significativo, no es un «detalle oligofrénico». Si la reacción se hubiera producido en octubre, es decir, en el tiempo preciso para que los imanes daneses hubieran transmitido la noticia de la blasfemia a sus colegas asiáticos o africanos, y a través de ellos a los pueblos islamizados, se entendería por qué se habría producido en tal fecha, en caliente, semejante reacción. Pero sabiendo que el pueblo musulmán, la Umma, no se enteró durante meses, la pregunta obligada es esta: ¿por qué enteraron al pueblo musulmán en enero de 2006? Damos por supuesto que los dirigentes del Islam más activo (el Irak de Al-Qaeda, por ejemplo) ya conocieron las caricaturas al publicarse; sabemos también que en diciembre de 2005 se reunieron en La Meca los 57 dirigentes de una Conferencia Islámica, y allí acordaron sin duda organizar las protestas. Pero, ¿por qué esperar a febrero para mover a los pueblos musulmanes, contando, eso sí, con la disposición resentida de estos pueblos a exaltarse? En modo alguno cabe pensar que las reacciones fueron impuestas por ulemas o imanes, cuyas palabras incendiarias poco podrían haber hecho si no actuasen sobre una población inflamable.

Cabe bosquejar diversas respuestas, que van desde la victoria de Hamas en Palestina, hasta la política de desarrollo de la energía nuclear en Irán. Tanto Palestina como Irán mantienen una clara actitud beligerante, de yihad, contra Occidente (Israel, EEUU, Europa). La fecha elegida para garantizar el éxito de las reacciones podría ser una fecha estratégica, que respaldase la actitud de los beligerantes y de aviso a los «cafres», una ocasión de cerrar filas contra los enemigos del Islam. Según esto, los pueblos islámicos estarían reaccionando, por tanto, no ya contra el contenido irónico o insultante de unas viñetas, sino contra los occidentales, judíos o cristianos, que las publican o reproducen.

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Ahora bien: ni siquiera es fácil explicar por qué el «pueblo musulmán» considera insultantes, menos aún, irónicas, a las caricaturas, fuera aparte de lo que tienen de trasgresión del tabú de la imagen. Porque es evidente que si el contenido hubiera tenido otro signo –por ejemplo una imagen bondadosa y pacífica de Mahoma– la reacción no se hubiera producido, a pesar del tabú de evitación vigente.

Pero, ¿por qué tendrían los musulmanes que sentirse ofendidos al contemplar a un supuesto dibujo de Mahoma, a cuyo turbante va amarrada una bomba? ¿Por qué tendrían que sentirse ofendidos por una caricatura, pensada desde un sincretismo extravagante, en la que una especie de San Pedro detiene la entrada al edén musulmán a unos mujaidines que acaban de inmolarse diciéndoles algo así como esto: «no sigáis viniendo porque ya han entrado tantos compañeros vuestros que no quedan disponibles vírgenes huríes»? ¿Acaso los musulmanes fundamentalistas no consideran un acto glorioso el hacer estallar, en nombre de Mahoma, una bomba en medio de una embajada? ¿Acaso, cuando van a poner la bomba, no van acompañados de la esperanza segura de acercarse de inmediato a las vírgenes que les esperan en el Cielo? Teniendo en cuenta estos presupuestos, la cosa no sería para ponerse así. Tampoco un cristiano se ofende cuando ve una viñeta en la que aparece en encantadora escena doméstica la sagrada familia –San José cepillando con su garlopa un tablón; el niño Jesús jugando con las virutas; la Virgen María bordando una tela en un bastidor– junto con una paloma que acaba de posarse en el alfeizar de la ventana. La viñeta ofrecía un «globo» que salía de la boca de San José, que, sin dejar de cepillar, tranquilamente, decía: «María, apártate de la ventana que no quiero más disgustos.» Esta viñeta, para un cristiano no constituía propiamente una blasfemia (de hecho era tema de conversación entre algunos sacerdotes católicos); a lo sumo era una irónica manera de suscitar al cristiano una meditación sobre los símbolos por los que se expresa el Dogma de la Encarnación. Podría ser una viñeta piarum aurum offensiva, sobre todo en algunas épocas históricas (en las décadas españolas de los cuarenta y cincuenta no hubiera podido ser publicada en España, pero sí podía circular entre muchos católicos practicantes y entre muchos sacerdotes, como hemos dicho).

Esto da pie a pensar que las reacciones tan violentas de febrero corriente no representan sólo a los fundamentalistas (cuya fe les impediría incluso ver los componentes ofensivos de las viñetas), sino también a los islamistas no fundamentalistas, acaso excesivamente inertes o interesados sólo por su enfrentamiento contra Israel o EEUU, pero no tanto contra Europa, objetivo de Al Qaeda (11 de marzo de 2003 en Madrid, 7 de julio de 2005 en Londres). Al informarles a su modo sobre las viñetas, acaso los imanes buscaban «ampliar el horizonte», descorriendo el velo que les impide ver más allá de unas narices, que sólo huelen a Israel o a Estados Unidos, haciéndoles ver que también Dinamarca, Noruega, Alemania, Francia, Inglaterra o España son «objetos imprescindibles de odio» desde la perspectiva de la expansión islámica. En resumen, las reacciones desproporcionadas –según tantos analistas– de los pueblos musulmanes con la disculpa de las viñetas de Mahoma no irían dirigidas directamente por el Islam o por la Umma contra Occidente, sino que irían dirigidas desde una parte del Islam (la parte fundamentalista) hasta la otra parte del Islam menos activa, a fin de excitarla adecuadamente (si nos atenemos a las estimaciones de Gustavo de Arístegui, cabría cuantificar de este modo la situación: irían dirigidas, desde los 400 millones de musulmanes comprometidos con la Yihad, a los 800 millones de musulmanes tibios o pacifistas).

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Pasemos ahora a analizar brevemente las reacciones que «Occidente» mantiene ante las viñetas. No son unánimes.

Ante todo, hay que tener en cuenta que las viñetas no fueron una simple ocurrencia de unos dibujantes: fue la dirección de un periódico danés de gran tirada quien las promovió. ¿Cual fue el motor que impulsó al periódico a invitar a varios artistas a ensayar dibujos sobre Mahoma? Desde luego no cabe pensar que se tratase de una invitación gratuita, destinada a manifestar el ingenio de los artistas. Tampoco hay por qué pensar en un ataque directo contra los fundamentalistas, pues todos tenían que saber que tales ensayos, o no serían vistos como agresivos o no les convencerían. Acaso era un test para medir la sensibilidad de los inmigrantes, por tanto, su grado de integración en Dinamarca; un test dirigido a los inmigrantes musulmanes más tibios, y a la vez colaborar a la reflexión (caricaturas similares habían aparecido en Alemania años antes, y no provocaron tales reacciones entre los países musulmanes). Tampoco hay que pensar que los autores de las viñetas actuaron «en nombre de la libertad de expresión»; en el nombre de esta libertad habrán actuado, a lo sumo, ciertas revistas europeas que reprodujeron las viñetas o crearon otras nuevas.

La reacción a los manifestantes musulmanes en nombre de la «libertad de expresión conquistada por la democracia», nos parece una justificación demasiado formal y genérica y, en todo caso, ex post facto. Porque la libertad de expresión (dado que es muy difícil reconocer la existencia de la libertad de pensamiento) es sólo una libertad-de (es decir, respecto de quien me lo impide), y la libertad real es una libertad-para, es decir, una libertad material que atiende a los contenidos. Y, ¿para qué se dibujan las caricaturas de Mahoma? Los dibujantes, intelectuales y artistas, proclamarán su derecho a dibujar cualquier «creación», pero esta justificación no es suficiente. Concedamos esa libertad, pero ella no justifica la «creación» y la publicación de cualquier viñeta. Por ejemplo, algunos han dicho, en Francia y en España sobre todo, que está justificado ironizar contra Dios porque «Dios es humor». Pero esta es una simple tontería teológica, cuando se refiere al Dios de las religiones terciarias; además las caricaturas acerca de Dios –como las que Máximo acostumbra en El País– son puros sinsentidos, tanto si se piensa que Dios no existe como si se tiene en cuenta que Dios es único, infinito e invisible. Dios no puede representarse, en efecto, ya sea por ser espiritual, ya sea por ser infinito, ya sea por ser ambas cosas a la vez: y en estos supuestos se fundó el iconoclasmo desencadenado por León III en Bizancio (bajo influencia musulmana) en la época de Alfonso II de Oviedo (algunas veces hemos pensado si acaso los ángeles que figuran en la Cruz de Oviedo fueron en realidad traídos por unos orfebres que, confundidos con ángeles, venían huyendo hacia Occidente de la inquisición iconoclasta bizantina).

Pero en cualquier caso, y esto se ha olvidado excesivamente a lo largo de los debates, el tabú iconoclasta ante Dios no afecta a Mahoma, porque Mahoma no es Alá, sino su profeta, es decir, un hombre. De hecho, Mahoma fue representado por musulmanes durante los siglos medievales, y más tarde fue cristalizando el tabú de su imagen. Y la escasez de iconografía hace dudosa la posibilidad de hacer caricaturas de Mahoma, porque la caricatura sólo es posible cuando se dan por supuesto los rasgos del original.

Sin embargo esto no altera el fondo de la cuestión: las viñetas, sean o no caricaturas, son dibujos que quieren representar a Mahoma, acaso según las técnicas del retrato robot, y esto bastaría para incumplir el tabú. Y también para justificar la razón por la cual un importante diario danés, Jyllands-Posten, publicase la hoy ya famosa serie de doce dibujos sobre Mahoma. Una razón que tiene mucho que ver con los debates sobre el iconoclasmo y que afecta a la base misma de nuestra civilización racionalista. Pues no se trataría en este caso, por parte de los artistas daneses, o europeos en general, de reivindicar una libertad-de, sino de reivindicar una libertad-para dibujar o representar cualquiera de las realidades o morfologías de nuestro mundo, como única forma de lograr entenderlo («nada puedo entender, decía Lord Kelvin, si no puedo dibujarlo»). Por ello, no puedo entender como verdadero al decaedro regular ni tampoco al Acto Puro, precisamente porque no puedo representarlo, ni en dos ni en tres dimensiones. El tabú de la representación de Dios es un pseudo tabú, porque no puede considerarse opuesto a la «representación de Dios». Tampoco cabe hablar del tabú para esculpir un decaedro regular, como tampoco podemos considerar como norma de un sistema moral o jurídico un precepto que prohíba o establezca el tabú de comer carne de hipogrifo. Ni el hipogrifo, ni el decaedro regular, ni el Acto Puro, ni Dios existen.

Ahora bien: si Mahoma existió realmente como hombre, debe poder ser representado, y el tabú de su representación es mero oscurantismo, inadmisible de todo punto. No defenderíamos por tanto a quienes han publicado dibujos de Mahoma acogiéndonos a una libertad genérica de expresión, bajo cuyo manto estuviese protegida la decisión de publicar dibujos sobre Mahoma; defendemos la justificación de los dibujos de Mahoma pensando precisamente en el propio Mahoma. Los iconoclastas que mantienen el tabú de su representación han de considerarse como incompatibles con nuestra civilización racionalista, que necesita dibujar de un modo más o menos aproximado lo que existe para entenderlo y para juzgarlo. Y aquí no caben cuestiones de respeto, menos aún de veneración o de cualquier otra cosa. Sencillamente quien se niega a que sean representadas las figuras en las que él dice creer, habrá de ser visto como un peligroso oscurantista que hace imposible su integración en la única civilización existente.

Por tanto, el tabú de esa representación no puede ser respetable, «por razones de principio», y, en consecuencia, la voluntad de representar a Mahoma por parte de un «ciudadano occidental» no podría reducirse a la condición de un capricho banal o frívolo, sino que está vinculada a la misma posibilidad de entendimiento con los musulmanes, cada vez más presente en nuestros territorios. Pero precisamente fue, al parecer, esta «voluntad pedagógica» de entender a los musulmanes a través de la representación de su profeta, Mahoma, para poder juzgarlo, lo que movió al periódico Jyllands-Posten a convocar a los dibujantes para tratar de responder a la denuncia de un escritos danés, Kaare Bluitgen, que había manifestado en el periódico Politiken, quince días antes de la publicación de los dibujos (el 30 de septiembre de 2005) las dificultades que encontraba para ilustrar un libro suyo destinado a explicar a los niños la vida de Mahoma. Un problema pedagógico, por tanto, pero que afecta al fondo mismo del conocimiento de los musulmanes por ateos, judíos y cristianos.

A nuestro juicio las reacciones de quienes apelan genéricamente a la libertad de expresión nos parecen, por tanto, injustificadas. Porque la libertad-para, como hemos dicho, sólo puede basarse en los contenidos de esa libertad: yo no tengo libertad para insultar gratuitamente a otro, aunque mis insultos se apoyen en alguna verdad. Sin embargo quienes apelan a la libertad para justificar la publicación de las viñetas, tienen mayores razones si se refieren a la libertad-para que a la libertad-de quien se lo quiere impedir por razones que no pueden considerarse objetivamente como insulto alguno, salvo que se esté dispuesto a compartir, en nombre de un extraño afán de convivencia, con personas que no tienen razón, que son irracionales.

Sin duda, la libertad-de quien nos impide algo (aún sin entrar en los contenidos) es en principio muy importante, porque mide la autoridad y poder de quien pretende impedírnosla: no se trata del huevo sino del fuero, y es lo que se dice en muchas ocasiones. Si el tabú de la imagen de Mahoma procede de los musulmanes, ¿por qué tenemos que someternos a ellos para obedecer a semejante tabú? Sería una sumisión absurda, cualquiera que fuera el contenido de esa libertad o el alcance de tal representación. En cualquier caso insistimos en que no nos parece conveniente tratar de hacer ver que los artistas dibujaron las viñetas como un modo de manifestar su «libertad de creación». La «creación de los contenidos», desde el punto de vista del materialismo, es absurda, en cuanto creación ex nihilo. Esta «creación» ha de nutrirse de conceptos e ideas sobre Mahoma, sobre el profeta y sobre el Islam, y en rigor, quienes defienden, sin límite alguno la libertad de expresión, es porque están defendiendo la libertad-de, una libertad puramente formal, y en sí misma insuficiente e indefendible como exclusiva.

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Nos interesa más las reacciones que en Occidente se han producido ante las viñetas y ante las reacciones ante las viñetas en función de sus contenidos, es decir, en función de la libertad material, o la libertad-para, y no en función de la libertad formal, o libertad-de.

Estas reacciones son muy heterogéneas y caben muchos criterios de clasificación. Evitando la prolijidad me atendré a la clasificación siguiente en dos grupos:

A. Aquellos que no limitan en modo alguno la libertad-para en nombre de un principio de proliferación o, acaso, de «biodiversidad»: todo lo que se le ocurre a un artista creador ha de publicarse, en nombre del valor que la obra pueda encarnar, y ha de encarnar por el mero hecho de haber sido concebida por el artista, escritor o creador. Aquí no se justifica la publicación ni siquiera en nombre de la libertad formal, sino por la atribución de valor a cualquier obra de arte: es la justificación a la cual las vanguardias acuden una y otra vez. Es la justificación de las tallas de los judíos que observamos hoy en los coros de las catedrales, la justificación de Viridiana de Buñuel o de los dibujos absurdos de Carelman o de Escher. Estas justificaciones pueden confundirse con las formales, pero son distintas, y no nos parece aquí oportuno ahondar en esta cuestión.

B. Aquellas que discriminan los contenidos artísticos (de las viñetas, en nuestro caso). Y esta justificación puede basarse en tres fundamentos distintos:

a) En función de una libertad material, de índole «racionalista», en el sentido de la Ilustración, consistente en la libertad-para destruir dogmas o figuras consideradas supersticiosas. El prototipo de estas alegaciones a la libertad podríamos ponerlo en el libro del Barón de Holbach, Moisés, Jesús y Mahoma. Las frases que en este libro pueden leerse aún hoy dan ciento y raya a las viñetas que nos ocupan, aunque llegan a menos gentes, por aquello de que una imagen vale mil palabras (sin duda, querrá decirse: «vale más para la gente analfabeta»).

La defensa de la libertad de expresión no tiene que ver tanto simplemente con la libertad-de conquistada como libertad democrática por la Europa salida de la Revolución Francesa. Tiene que ver con la libertad-para promovida por grupos de hombres poseedores de determinados argumentos y tradiciones contra quienes mantenían o siguen manteniendo el oscurantismo y la superstición.

Esta es una justificación de las viñetas desde perspectivas no pacifistas o dialogantes, sino «militantes», que pocos se atreven a defender explícitamente (sobre todo si quienes mantienen estos argumentos son a su vez creyentes cristianos o judíos), aunque está implícitamente recogida, sobre todo, en las frases de quienes han recordado estos días a Voltaire o a Volney, incluso la cuestión de la tolerancia. Pero lo que no puede olvidarse es que la tolerancia se produjo en Europa como resultado de un equilibrio de fuerzas, cuando las fuerzas de los oprimidos llegaron a poder medirse con las fuerzas de los opresores. La Revolución Francesa, y después la Soviética, no se hicieron solo en nombre de la libertad de expresión, sino en nombre de la libertad para luchar contra la superstición propia del Antiguo Régimen, por no decir de la barbarie y del salvajismo.

¿Y por qué esta «cruzada contra la superstición» apareció en Europa (la Europa de raíces cristianas precisamente) y no entre los pueblos musulmanes, si la cruzada contra la superstición también rozaba al cristianismo?

Cabría decir –aunque aquí es imposible fundamentar esta tesis– que la Ilustración de la época moderna fue un fruto del cristianismo, más aún, del catolicismo (por paradójica que pueda resultar esta afirmación). Bastará recordar aquí que la identificación entre la Iglesia y el Estado, característica del Islam, no fue jamás propia del catolicismo. La Iglesia católica siempre mantuvo la doctrina de la separación de la Iglesia y del Estado («dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César») y fue tanto o más el Estado el que utilizó a la Iglesia («Por Dios hacia el Imperio») que la Iglesia quien utilizó al Estado («Por el Imperio hacia el Dios»), que también lo hizo, en lo que pudo, sin duda. La identidad, en España, del Estado y la Iglesia, comenzó siendo una herejía, la herejía arriana, que conducía al cesaropapismo; un cesaropapismo que se continúa en el islamismo (una herejía cristiana, según San Juan Damasceno) y que más tarde rebrotó en las iglesias reformadas (anglicanas o calvinistas), en las cuales todavía el príncipe o la princesa se confunde con el papa o con la papisa. Sobre esta base de la sociedad civil, como sociedad «perfecta en su género», según la fórmula escolástica, pudo fructificar la tolerancia que culminó en la revolución jacobina. No soy el primero que sugiere un lazo entre Robespierre y el catolicismo.

Y no es necesario subrayar aquí la importancia que la cuestión, al parecer particular, de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, tiene para el planteamiento de la cuestión de las relaciones entre la Razón y la Superstición.

b) Sin embargo las reacciones más frecuentes son las que tienen un carácter político-moral, son aquellas que apelan al respeto, a los valores de las otras culturas o civilizaciones, y a la condena moral y no solo política de toda acción que pueda dañar la convivencia armónica prevista en el proyecto de la «alianza de las civilizaciones».

En efecto, dejando de lado las declaraciones de Bush II (que pide contención, no solo por razones pragmáticas, sino acaso también porque sus fundamentos teístas se reconocen solidarios con los musulmanes, y piden contención en este terreno, pensando ganar en otros por vía económica o política) es en Europa en donde han prosperado más estas respuestas políticas (desde Putin hasta Zapatero). Pero, ¿qué se quiere decir con esto?

Si se habla de condena moral es porque en nombre de un grupo social se presupone la autolimitación de la libertad-para a fin de no herir las normas de otro grupo. Pero, ¿de qué grupo se habla? ¿De los grupos musulmanes o de los grupos europeos? Si los grupos europeos se rigen por la moral ilustrada, es su deber moral precisamente el que los incitará no a condenar las viñetas sino a publicarlas con valentía. Si se habla del respeto, se hará, o bien porque se apela (según la primera acepción del DRAE) a la veneración que ha de profesarse a los valores del otro, o bien porque se apela al temor, a la represalia (según la cuarta acepción del DRAE). Zapatero dijo en su discurso de Madrid, durante la cena con Putin: «Respeto la libertad, por supuesto, y respeto a las religiones de los otros.»

Pero, ¿cómo es posible a un racionalista respetar las leyendas de Mahoma relativas a las revelaciones por él recibidas del Arcángel San Gabriel? Sólo en la perspectiva armonista de la alianza de las civilizaciones podría esperarse que en la época de la Globalización puedan convivir, en el nombre del respeto mutuo, quienes creen que Cristo es una persona divina, y quienes creen que creer esto es una blasfemia, porque sólo Alá es divino. Por consiguiente el respeto de un cristiano ante las creencias de otro solo puede mantenerse, a efecto de su convivencia, poniendo entre paréntesis las creencias respectivas y relegándolas a la vida privada, es decir, abandonando las obligaciones proselitistas impuestas por el amor al prójimo. Pero esto no tiene nada que ver con la integración, tiene que ver más bien con una yuxtaposición más o menos superficial. El respeto a la libertad ajena sólo puede ser respeto de veneración o respeto de miedo (que ya justifica, sin embargo, la responsabilidad ante las reacciones).

Cabe advertir un curioso paralelismo entre esta ambigüedad, en rigor, un doble pensar implicado en la invocación al deber moral y al respeto, y la ambigüedad que viene manteniéndose en nuestros días a propósito del Estatuto catalán, en relación con la expresión «Nación» (Nación política y nación cultural). Cuando Zapatero, o Teresa de la Vega, invocan el deber moral, están utilizando una fórmula que unos interpretarán como deber moral hacia un grupo o hacia su enemigo; cuando invocan el respeto están utilizando una fórmula que unos podrán leer como veneración y otros como miedo o temor. Del mismo modo que cuando invocan el término 'nación' están unas veces (cuando se dirigen a los nacionalistas) interpretando a la 'nación' como Nación política (pero circunscrita al preámbulo) y a la vez, cuando se refieren a los españoles no nacionalistas, como nación cultural o étnica, en el sentido de las 'nacionalidades' del articulado. De este modo los nacionalistas leerán la 'nacionalidad' del articulado desde la 'nación' del preámbulo, y los no nacionalistas leerán la 'nación' del preámbulo desde la 'nacionalidad' del articulado. Se trata de un modo de pensar, no ya flexible, sino tan blando y amorfo como pueda serlo un queso de Burgos. Quienes utilizan este modo de pensar, propio del pensamiento Alicia, dirán, sonriendo ante los contendientes, y en la convicción de haber resuelto el conflicto, lo que le decía aquel ciudadano a sus dos vecinos que veía jugando al ajedrez en el Casino de la villa: «¡Todos ganando, eh, todos ganando!» Un paso más hacia la «alianza de las civilizaciones», a cuyo proyecto ya se ha adherido el señor Moratinos y el señor Koffi Anam y últimamente el señor Putin y hasta el señor Bush II por boca de Condoleza Rice.

c) Obviamente quienes actúan desde una perspectiva militante no tienen por qué defender incondicionalmente, y al margen de toda consideración prudencial, los ataques a la superstición, a Mahoma en nuestro caso. Los límites de su «cruzada» los impondrá la fuerza de reacción atribuible al supersticioso. La ocasión, el momento, el modo y la manera han de ser establecidos por el conocimiento del poder de los agentes del contraataque.

 

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