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El Catoblepas, número 47, enero 2006
  El Catoblepasnúmero 47 • enero 2006 • página 21
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Las Cartas (1795) del Conde de Cabarrús

Felipe Giménez Pérez

Reeditadas por la Fundación Banco Exterior, Madrid 1990, 157 páginas

El conde de Cabarrús era un pensador ilustrado español que sostenía de manera optimista que «La sociedad es naturalmente buena, o lo que es equivalente, es buena en su origen, aunque haya sido luego encaminada su historia hacia direcciones falsas; si se encuentra pervertida no es por vicio suyo, sino por la defectuosa organización y acción del poder que la oprime.»{1} Esta actitud se puede denominar intelectualismo moral y político o simplemente progresismo. Se trata de sostener que la virtud es enseñable y que todos los males son fruto de la ignorancia. Afirma Cabarrús que «los delitos nacen del error» (pág. 11). Esto también lo afirmaban Sócrates y Platón, a saber, que nadie hace el mal a sabiendas, que el sabio es bueno y es feliz y que el malvado es ignorante y desdichado. Nos queda ahora saber quién fue Francisco Cabarrús.

Cabarrús es uno de los primeros pensadores liberales españoles. Francisco de Cabarrús (1752-1810), primer conde de Cabarrús, hijo de un comerciante francés que tenía negocios en España, viene a Valencia enviado por su padre para formarse como su agente en España. Debido a su actividad económica, Cabarrús tuvo fácil entrada en los círculos intelectuales y políticos de Madrid. En seguida fue miembro de la recién fundada Sociedad Económica Matritense. A través de Foronda trabó amistad con Campomanes, al que aconsejó en política económica. Acabó nacionalizándose español.

Cabarrús es el fundador del Banco de España, antes llamado «Banco de San Carlos», en 1785. Él preparó tal acontecimiento con su Memoria para la formación de un Banco Nacional (1781). Fue nombrado director del Banco de San Carlos en 1785. En su Memoria sobre las rentas y créditos públicos (1783) propone la supresión de alcabalas y aduanas interiores, y su Informe sobre el Montepío de Nobles de Madrid (1784), define su pensamiento económico individualista y liberal, rechazándose el paternalismo social del Despotismo Ilustrado. Por iniciativa suya se crea la Compañía de Filipinas para el comercia con Asia (1785) de la que fue presidente. Era entonces el financiero más importante de España y el hacendista asesor de Carlos III en asuntos económicos. En 1789 recibe el título de Conde de Cabarrús. Cae en desgracia y es acusado ante la Inquisición, destituido de la dirección del Bando, acusado de contrabando de moneda, y finalmente es encerrado preso (1790). Cuando sube Godoy al poder, Cabarrús es liberado de su prisión en el castillo de Batres (Madrid) en 1792 y es nombrado embajador de España en Francia, pero el Directorio no dio el placet, por su origen francés. Fue luego consejero de Estado (1798) y de nuevo fue destituido y desterrado de la Corte. Cuando llegó a España José Bonaparte (1808), Cabarrús aceptó entrar en el Gobierno como Secretario de Hacienda e intentó inútilmente convencer a Jovellanos para que colaborara. Murió al poco tiempo (1810).

Entre las obras de Cabarrús, son las Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública (escritas en 1792, publicadas en 1808), dirigidas primero a Jovellanos y dedicadas luego a Godoy, junto con la Carta al Príncipe de la Paz (1795), el lugar en su obra en donde encontramos expuesto su pensamiento político y social maduro desde el punto de vista de la economía y de la política. Cabarrús es de los ilustrados españoles el que más se inspira en Rousseau, del que hace un encendido elogio en la última obra citada.

El Estado tiene que defender los derechos de los ciudadanos entendidos éstos naturalmente como propietarios libres. Defender pues los derechos y libertades individuales y sobre todo la propiedad privada así como la libertad económica individual es la función del Estado. Esta defensa de la libertad y de la propiedad justifica algunas restricciones de la libertad y de la propiedad: «la defensa de la libertad y propiedad de los individuos que componen un Estado, pide el sacrificio de una parte de esa misma libertad y propiedad. La libertad pública se asegura con el desprendimiento que cada individuo hace de la suya por medio de las leyes, y la imposición resguarda por los mismos términos la propiedad» (pág. 14). Como muy bien dice Maravall en el prólogo a las Cartas en la presente edición que estamos utilizando, Cabarrús se orienta decididamente hacia un cierto utilitarismo político liberal, hacia una aritmética de placeres y hacia una utilidad social. Se trata de lograr el máximo bienestar para el mayor número posible. Se trata de maximizar la utilidad total social. Esto es lo que afirmaba Bentham, autor británico que influirá decisivamente en el liberalismo español del siglo XIX.

Claro que los impuestos son una limitación del derecho de propiedad, pero son necesarios en última instancia para que exista propiedad privada. Como afirma Maravall: «el mal de los impuestos para mantener y preservar el bien de la propiedad; el mal de las leyes restrictivas de la libertad, para con el orden hacer posible ésta»{2}.

Existen unos derechos naturales del hombre previos a la constitución de la sociedad y del Estado y que por eso mismo son inalienables. El pacto social «se dirige a proteger la seguridad y la propiedad individual, y por consiguiente la sociedad nada puede contra estos derechos que le son anteriores: ellos fueron el objeto, la sociedad no fue más que el medio, y ésta cesa con el mero hecho de quebrantarse aquéllos.»{3}

Las leyes son la expresión de la voluntad general. La ley expresa el interés general. Esta ley debe garantizar «los derechos sacrosantos de seguridad y propiedad» (pág. 36).

Como buen liberal, Cabarrús afirma la división de poderes, idea típicamente liberal enunciada anteriormente por Locke y por Montesquieu. Un Estado sin división de poderes carece de constitución:

«El príncipe, que nunca puede hacer otra cosa que poner su sello exterior a la formación de las leyes y su aplicación, debe procurar evitar las equivocaciones y las injusticias, y para esto le basta poner en distintas manos la administración de justicia y el gobierno, sin permitir que estas cosas, distintas por su naturaleza, se reúnan, conservando al mismo tiempo a cada una de ellas los atributos que la son esenciales» (pág. 43).

El principio fundamental de un ilustrado consiste en atenerse a la naturaleza y a la razón. La razón debería regir el mundo, pero por todas partes encontramos el error. Cree Cabarrús que la Humanidad ha vivido la mayor parte del tiempo en el error, que tiene su morada en la tradición. La Historia es un error. La verdad es algo muy reciente, cuando con la Ilustración los hombres se decidieron a romper con la tradición y seguir sólo a su razón.

«La verdad es, digámoslo así, de ayer, y el error tiene veinte siglos de posesión, la verdad ha llegado a ser un esfuerza de la razón, y el error tiene todas las predilecciones cariñosas de la niñez y de la costumbre»{4}.

La razón nos enseña que la sociedad es el resultado de un pacto contractual para la consecución de la felicidad. Aquí Cabarrús está más cerca de Locke que de Rousseau. «La felicidad de los súbditos es el grande objeto de toda soberanía»{5}. Todos los hombres buscan la felicidad, que es el fin de toda asociación humana. El gobierno pues debe limpiar de obstáculos el camino que conduce a la felicidad a los individuos, que la deben buscar por sí mismos. Esto es coherente con el planteamiento liberal de Cabarrús. Cabarrús cree que hay una armonía entre el interés individual y el interés general. Cada uno buscando su interés individual contribuye a la edificación de la felicidad pública siguiendo en esto a Locke.

«El interés personal es el medio para alcanzar el interés general, a la vez que es el último fin de ese interés general. Pero en medio se pueden levantar obstáculos y es necesario organizar las fuerzas de la sociedad para perseguir en común esos aspectos del interés de todos que cada uno de por sí no podría conseguir, por la imposibilidad de vencer los impedimentos con que tropieza.»{6}

Los obstáculos son el tema reiterado de la presente obra de Cabarrús. Hay obstáculos heredados de una situación social anterior y puede haber obstáculos producidos por los individuos al dejarles con libertad de obrar en la nueva situación, puesto que no toda libertad es ilustrada. Cabarrús piensa que la verdadera amenaza al interés general viene de los intereses particulares de grupos, en concreto de los gremios. Por lo tanto, hace falta la acción del gobierno que proteja la libertad: frente a la reglamentación de promoción del Despotismo Ilustrado, Cabarrús propone la reglamentación de defensa de la libertad. El objetivo fundamental de las leyes es el de facilitar la acción libre de los individuos y, en este sentido, tienen un carácter directamente negativo., lo cual no impide, que, cuando la remoción de los obstáculos exija una acción superior a las fuerzas individuales, Cabarrús pida la intervención directa del gobierno, según la siguiente fórmula:

«El principio de confiar al interés particular cuanto pueda hacer y de reservar a la acción del gobierno, sólo lo que es inaccesible a las fuerzas aisladas de una fracción del imperio.»{7}

Es lo que se llama ahora principio de la subsidiariedad. Todo lo que puedan hacer los particulares lo deben hacer ellos y sólo lo que no puedan hacer los particulares debe hacerlo el Estado.

Éste es el caso de la educación. La educación es necesaria para el progreso de las luces y es necesaria para que el cambio de sociedad se opere pacíficamente. «Los gobiernos, por consiguiente, tienen el mayor interés en el progreso de las luces, pues nuestros pueblos, embrutecidos y contagiados por la opresión y el error, no son susceptibles de ninguna reforma pacífica mientras no se les cure, y como esta curación se puede tener por desesperada, es preciso dirigirse a la generación naciente, y tal es el objeto de la educación nacional.»{8} La educación es todo lo que le pasa a uno desde que nace hasta que muere, pero siguiendo a Rousseau, la educación debe fomentar el patriotismo, el sentimiento nacional de pertenencia a la comunidad política, la adhesión al Estado, los sentimientos morales.

«La educación comprende, además de estos primeros rudimentos de la infancia, todas las influencias de nuestra vida, la de las cosas, de los sucesos, de los hombres, las del clima como las del gobierno, lo que vemos como lo que oímos, pero es menester ceñirse en campo tan dilatado, y no descuidar por la indagación de una perfección quimérica el bien que es hacedero y útil. Rectifiquemos, o por mejor decir, impidamos, que se degrade la razón de los hombres; fortifiquemos su cuerpo, inspirémosle el amor a las leyes de su patria, de sus conciudadanos, y después dejemos que aprovechen las luces que la libertad de la imprenta y el progreso del espíritu humano habrán reunido» (pág. 79).

Cabarrús propone que para la educación específicamente política se publique y se imponga un «catecismo político»{9}. Se trata de difundir los conceptos fundamentales sobre la sociedad que han de ser patrimonio común de todos los ciudadanos. Es un proyecto de enseñanza laica{10}, gratuita, igualitaria y obligatoria.

«Esta enseñanza elemental y tan fácil ha de ser por consiguiente común a todos los ciudadanos: grandes, pequeños, rico y pobres: deben recibirla igual y simultáneamente. ¿No van todos a la Iglesia? ¿Por qué no irían a este templo patriótico? ¿No se olvidan en presencia de Dios de sus vanas distinciones? ¿Y qué son éstas ante la imagen de la patria? Por descontado en ambas partes se acostumbrarán a la virtud, y acaso, ¿pueden existir las que la religión previene sin las que la patria necesita?, o por mejor decir, ¿la religión hace más que santificar las virtudes de hombre y de ciudadano?»{11}.

Es ésta la enseñanza nacional que debe cohesionar la Nación política de los ciudadanos. Así es como se puede formar la nación política española que aparecerá públicamente en 1812 con la Constitución elaborada por las Cortes de Cádiz. Además, conviene según Cabarrús emprender una drástica reforma universitaria, sin descartar el cierre de algunas universidades debido a la degradación a la que han llegado.

«Ciérrense, por descontado, ciérrense aquellas universidades, cloacas de la humanidad y que sólo han exhalado sobre ella la corrupción y el error; es tan fácil reemplazar el poco bien de que son susceptibles, y no puede atajarse con demasiada prontitud el daño que causan» (pág. 83).

Cabarrús piensa en una sociedad radicalmente distinta de la sociedad del Antiguo Régimen. El cambio de la sociedad tradicional a la nueva sociedad es una verdadera revolución. Esta sociedad nueva vendrá necesariamente. El gobierno puede controlar el proceso y dirigirla desde arriba para evitar que venga desde abajo. El dirigir la revolución desde arriba impedirá que la revolución sea violenta y que venga desde abajo. Era aprender en cabeza ajena –Francia– lo que podría suceder en España. Había que evitar una traumática revolución burguesa por la vía pacífica de las reformas adecuadas introducidas por el gobierno.

«La luz triunfa de todos los obstáculos, se introduce por todos los resquicios, y el gobierno si no se anticipa a recibirla, si no prepara los ánimos, el gobierno, vuelvo a decirlo, será víctima de la lucha sangrienta que hubiera podido evitar» (pág. 78).

Efectivamente, en todos los ámbitos del pensamiento político de la Ilustración, el período ilustrado de Carlos III apuntaba, no a la estabilidad, sino al cambio, al conflicto. Lo expresa inmejorablemente el conde de Cabarrús al pronunciar ante Floridablanca el elogio fúnebre del monarca (elogio que por cierto será inmediatamente denunciado al Santo Oficio):

«¿Y qué monarca ha hecho a su favor mayores y más continuados esfuerzos? Interpelo hoy a sus ministros y a las personas que le eran más inmediatas: ¿habrá resistido, habrá detenido voluntariamente una sola proposición que tuviese la apariencia de conducente al bien de sus reinos? ¿El malogro de las muchas que había adoptado acaso le cansó o le entibió para no admitir otras? No, señores: si la industria no ha florecido tanto como se podría presumir, y como parece que lo exige el estado de las demás naciones de Europa, es, digámoslo abiertamente, porque nuestro sistema es esencialmente malo: porque su combinación exige que se junten a una teoría muy sencilla, muchos conocimientos particulares y muchas observaciones, que los soberanos no pueden tener ni formar; y porque este sistema, que fue inaccesible al gran Federico en una monarquía mucho más reducida, será siempre un efecto del progreso de las luces generales de la nación (...). No desmaye V. E. por la contradicción o las murmuraciones, ni por el abuso mismo de esta libertad. Es imposible a V. E. hacer felices a todos los individuos de la nación, pero está en su mano que todos se instruyan de los medios de serlo y los adopten: los delitos nacen del error, y la autoridad legítima se afirma más con la propagación de las luces.»{12}

Cabarrús propone la instauración en España de un nuevo régimen político liberal. Es el régimen nacido del contrato social, cuyo núcleo político es la voluntad general. Ésta no es un concepto teórico y abstracto, sino concreto y de posible realización, porque en términos rusonianos, que incluyen incluso la visión simplista y primitiva de Rousseau sobre la sociedad. Dice Cabarrús:

«El interés, la voluntad y la fuerza común están íntimamente unidas: todos conocen y quieren lo que a todos conviene, y todos defienden lo que todos mandan.»{13}

El contenido esencial u objeto de la voluntad general es entendido en términos claramente liberales:

«Llámese mi gobierno como se quisiere, les diría: dejémonos de nombres y tratemos de la esencia de las cosas: lo que exijo es la seguridad de las personas, la propiedad de los bienes y la libertad de las opiniones, este fue el objeto de toda sociedad: asegúreseme en tales términos que la fuerza esté siempre de acuerdo con la voluntad y el interés general, y después haya un solo magistrado encargado de hacer ejecutar esta voluntad; subdivídase la ejecución en seis o veinte ministros, ¿qué me importa, como ni aquél ni éstos puedan alterar la felicidad que busqué en el pacto social?»{14}

Aquí se formula un programa liberal que contiene las garantías de las libertades y derechos individuales. La única formación legítima de la voluntad general es la democrática. Cabarrús no cree ya en la conciliación entre el Despotismo Ilustrado y la voluntad general a la manera de Kant.

«Un hombre es sumamente débil y limitado en la extensión de sus luces, como en la de su existencia; y tal vez sólo está concedido a la reunión de muchos y a los progresos de la especie humana acercarse con menos distancia a concebir la prosperidad de que son susceptibles las sociedades políticas.»{15}

El Estado del Antiguo Régimen se funda en principios irracionales y antinaturales. Está condenado pues a desaparecer de una manera o de otra.

«Son muy efímeras, amigo mío, todas las instituciones que no se fundan en la razón y en la utilidad común: ya que todos los hombres saben que Dios no formó ni las monarquías ni las repúblicas; que se desaparecen a sus ojos las diferencias accidentales de familias, de individuos, de gobiernos, y que sólo exige de todos la justicia, pues colocó el castigo de los delitos en el exceso de ellos.»{16}

Las instituciones políticas y sociales tradicionales, no fundadas en la razón ni en la naturaleza son inestables y no garantizan pues ni la felicidad pública ni el progreso. Deben ser eliminadas por tal razón.

Para Cabarrús lo importante es el pueblo, es la nación entera, que ha de expresarse en una cámara representativa, cuyo ejemplo lo encuentra en la Asamblea Constituyente de la Revolución Francesa. Cabarrús le propone a Godoy en 1795 lo siguiente:

«Sentemos, pues, que el único medio de perpetuar y asegurar las monarquías es el reconciliarlas con el interés y la voluntad general, o con el objeto del pacto social, y a la verdad, ¿se pudo creer sin violencia que los inconvenientes de hacer hereditaria la suprema magistratura cedían a los inconvenientes mayores de las elecciones?» (pág. 40.)

Además, propone Cabarrús «Sustituir al Consejo en el reino y a los acuerdos en las provincias, cuerpos mejor organizados para consultar a S. M. las leyes o providencias gubernativas por medio de las secretarías, a esto ciño yo todo el sistema de gobierno» (pág. 45). Finalmente, Cabarrús concluye su propuesta político-constitucional afirmando que

«Se había de declarar este Consejo el primero de la nación, dándole el nombre de Consejo de Administración o de gobierno. Había de constar de un presidente y vicepresidente, dos promotores y dos secretarios nombrados por el rey, y de los diputados del reino nombrados por provincias sin acepción ni exclusión de clases o carreras. Tres diputados por provincia formarían un cuerpo de 66 individuos, bastante numeroso para subdividirse en comisiones para los varios trabajos que los habían de ocupar, y este número nunca podía causar ni confusión ni recelo. Este Consejo se había de renovar por épocas, para evitar los inconvenientes de la perpetuidad, y que sus individuos no perdiesen de vista por su demasiada mansión en la capital los intereses de las provincias que habían de promover. Este Consejo, meramente gubernativo, nada podría mandar por sí, sino proponer y consultar a S. M. a inspeccionar la ejecución» (pág. 45).

Cabarrús admite que haya una segunda cámara como elemento de moderación, pero –consecuente con su ataque a la nobleza– no admite que sea de composición hereditaria.

«Cabarrús asume, entre nosotros, el papel de ser el escritor que más contundentemente reivindica el poder político para la burguesía, esa clase de los ricos burgueses que por no verse todavía jurídicamente distinguidos y por hablar –como lo ha hecho siempre toda clase con aspiraciones revolucionarias- en nombre de todos, se presenta como el pueblo por antonomasia.»{17}

Esta visión de clase hay que conjugarla con una defensa de la igualdad que quizá es la más vigorosa de toda nuestra Ilustración, vigor que tiene su origen en la inspiración rusoniana de nuestro autor y tiene su impulso en el planteamiento polémico de las nuevas ideas sociales frente a la sociedad jerárquica estamental que hay que destruir.

«La desigual distribución de los bienes, sea el que fuere su origen, es uno de aquellos males cuyo remedio pide más pulso y más prudencia, porque el Legislador camina entre dos precipicios terribles en que fácilmente puede deslizarse: la conservación de la sociedad, que es la ley suprema, y la propiedad de los individuos, que es una ley fundamental.»{18}

Como se puede ver, Cabarrús tiene una clara conciencia de clase burguesa que pide propiedad y seguridad jurídica para tal propiedad, pero al mismo tiempo manifiesta una conciencia social muy avanzada que se explica por su inspiración rusoniana. La síntesis entre la conciencia social y la conciencia liberal burguesa cree encontrarla en un liberalismo económico en el ámbito de la producción, pero con intervenciones estatales en la distribución, de modo que la riqueza no se acumule en unos pocos. Esta intervención y redistribución se consigue mediante un sistema tributario que grave la renta y no el consumo. Un sistema tributario basado sobre el consumo es, para Cabarrús, terriblemente injusto. Razona que, puesto que el pobre gasta todos sus ingresos en vivir, contribuye a la Hacienda con todos sus ingresos; el rico, por el contrario, sólo gasta una parte de sus ingresos, es decir, sólo contribuye con una parte de su renta. Por tanto, los impuestos sobre el comercio cargan sobre toda la fortuna y toda la existencia del pobre, mientras que sólo gravan una parte de la del rico. La contribución de aquél es proporcionalmente mucho mayor que la de éste. En el fondo de este razonamiento está actuando el principio puesto en circulación por Bentham{19} de la mayor felicidad para el mayor número. Cabarrús propone eliminar el impuesto sobre el consumo y establecer un impuesto general sobre la propiedad, «aliviando al pobre del peso excesivo que le oprime, repartiéndose, sin distinción de clases o personas, sobre las propiedades del rico.»{20}

Sin embargo, hay que distinguir entre los verdaderos pobres –aquellos que queriendo trabajar no pueden trabajar– y los pobres falsos –aquellos que pudiendo trabajar no quieren trabajar–. Una política verdaderamente social no puede fomentar el parasitismo social, la pereza y la vagancia.

«Fijémonos, por consiguiente en los único pobres que reconoce una política ilustrada, los que no pueden trabajar; y desde luego esta definición abrazará todos los géneros de pobreza, a la imbecilidad de la infancia o de la decrepitud, de la salud y del sexo, y a la falta de trabajo periódica u ocasional.»{21}

Porque desde luego, para un ilustrado «un holgazán no es más que una especie de salvaje.»{22} Por esta razón propone terminar con la lotería, «En fin, si se tratase de aquel otro estanco más detestable y más ridículo, del estanco de esperanzas mentirosas, o de la infame lotería, corruptora de la moral pública, ¿podría dudarse todavía de la necesidad de suprimirla, y de no dejar a la imaginación de los pueblos asilo alguno entre la miseria y el honroso trabajo?»{23} Todavía sigue entre nosotros la lotería y ocasiona los mismos efectos denunciados por Cabarrús.

La conciencia social igualitaria de Cabarrús no es un producto de una teoría social, sino la toma de conciencia de una situación de crisis económica que tiene ante sus ojos:

«¿Quién no ve destruirse insensiblemente la clase de los pequeños propietarios, aumentar de continuo la superabundancia de riqueza y de poderío de los ricos, reducir a mendigos y vagos nuestros jornaleros, acabar con nuestra población en los hospitales y hospicios?» (pág. 82).

Maravall comenta:

«Proletarización de las masas, pauperización y formación de un ejército de reserva industrial, concentración del capital, apropiación del poder político por el poder económico: estas ideas se encuentran en Cabarrús y en quienes como él hicieron la crítica de la sociedad burguesa, desde los supuestos de la propiedad burguesa, antes de que terminara el siglo XVIII. Marx no tendría más que reunir estas piezas y articularlas sistemáticamente. Lucha de clases, incluso levantamiento de esas masas proletarizadas contra la sociedad es el terrible resultado que Cabarrús vislumbra.»{24}

Todos los males de la sociedad proceden de un déficit de racionalidad. A más males más racionalidad, más luces: «los delitos nacen del error.»{25} De la expansión de una conciencia ilustrada depende el buen gobierno y la sociedad feliz.

Para un ilustrado que preconiza una modernización capitalista, es menester establecer unas reformas económicas que aparten las trabas que se oponen a un desarrollo capitalista de las fuerzas productivas. Por ejemplo, la libertad de comercio es fundamental para acabar con el contrabando.

«El contrabando resulta de los malos aranceles, y éstos deben refundirse enteramente, y arreglarse a los verdaderos principios: toca al gobierno sentar éstos, encargar a una junta de comerciantes prácticos su aplicación, y verificarla después.»{26}

Por otra parte, como ferviente admirador de Jovellanos y de su Informe sobre la ley agraria, Cabarrús deplora la formidable concentración latifundista de la propiedad en España en manos de unos pocos propietarios. Esto es causa de la ineficiencia económica de la agricultura a su juicio. Los mayorazgos son un perjuicio para la economía nacional por su ineficiencia en cuanto a su administración debido a que los propietarios se ven incapacitados de administrar tan gigantescas propiedades:

«Sin esta comprobación la razón basta a enseñarnos que cuantas más posesiones se junten en una mano, menos bien se administrarán y aprovecharán, ya porque crece la desproporción de tiempo y de fuerzas intelectuales de todo individuo a medida que se van delatando el número y la distancia de los objetos, ya porque se amortiguan más en el poseedor los estímulos preciosos de interés y de necesidad, ya porque cuanto más entorpecido está su ánimo y más queda expuesto a las seducciones disipadoras, crecen sus gastos por la idea del aumento de sus rentas, disminuyen éstas por una menos cuidadosa administración, cobra menos, gasta más que todos sus antepasados reunidos, y la misma causa que disminuye la suma de las producciones territoriales para el Estado, de resultas de los mayorazgos y de su acumulación, disminuye asimismo la cuota respectiva de sus poseedores.»{27}

Por eso se hace necesaria una desamortización que haga que las propiedades agrarias puedan ser libremente vendidas y compradas e ingresar en el mercado capitalista de bienes y servicios. A eso se dedica la Carta Cuarta. Como hemos visto más arriba, Cabarrús está en contra de la nobleza hereditaria. «Pero ¿por dónde justificar la nobleza hereditaria y la distinción de familias patricias y plebeyas?, ¿y no se necesita acaso toda la fuerza de la costumbre para familiarizarnos con esta extravagancia del entendimiento humano?» (pág. 128). La nobleza si existe, ha de ser de la virtud, del mérito, del talento. «Reclútese a sí mismo aquel senado, o por los servicios o por los conocimientos, y ésta será otra nobleza mucho más respetada todavía; la nobleza de la educación, de los talentos y de la virtud» (pág. 128).

Cabarrús ya unos años antes había comenzado la crítica a los privilegios de la nobleza, sobre todo en su crítica al montepío de nobles (1784), donde enlaza la concepción individualista liberal con el rechazo de la desigualdad basada en el privilegio:

«Una piedad mal entendida dio el origen y el nombre a estos establecimientos, y si consultamos la historia, los veremos nacer en los países en que la ociosidad y la miseria, efectos inseparables y consiguientes de una mala legislación, han reducido los hombres a aquel grado de indolencia y de desaliento que es la enfermedad más funesta para los Estados; veremos los pobres crecer siempre en proporción de las fundaciones hechas para socorrerlos y éstas multiplicarse coetáneamente con las causas del empobrecimiento, de forma que bastaría para resolver todas las cuestiones de esta naturaleza un cotejo exacto y anual de los pobres hechos con los pobres socorridos; pero prescindiendo de las inducciones históricas y de una comparación de las naciones que han adoptado los Montes Píos con las demás, examinemos por el mero raciocinio su objeto y sus efectos. El fin de cualquier sociedad política es el de impeler a cada miembro a que contribuya con su propio interés a la armonía del todo y a que, multiplicándose la acción de cada individuo, sea por consiguiente mayor la acción general, que es la suma de todas las particulares; si este principio es cierto, si son tan necesarias la vida y el movimiento en los cuerpos políticos como en los físicos, ¿qué diremos de los establecimientos que no sólo entorpecen este movimiento, pero le suspenden del todo, rompiendo los resortes poderosos que debían producirle?
Dios, condenando al hombre al trabajo y dotándole de la perfectividad, vinculó el cumplimiento de la pena que le impuso y el uso del don que le hizo en los efectos primordiales del corazón humano, el deseo del bien y el miedo del mal, y estos dos principios se subdividen en cuantas relaciones forman o nutren la sociedad (...).
Pero si estos principios son aplicables a todas las monarquías, cuánto más se deberá temer cortar el vínculo que precisa a los particulares a contribuir a la prosperidad pública en una monarquía en la que la desigual distribución de los bienes, su vinculación y otras causas más conocidas que remediadas parece que han apagado las llamas criadoras y vivíficas de la emulación y del aliento, en una monarquía en la que los ánimos y los brazos se ven tan encadenados como las propiedades, en que la vocación general es de tener empleos, en que las clases estériles y consumidoras se han ido multiplicando sin proporción, en que la opinión hija de las leyes no se ha contentado con abandonar las profesiones útiles, sino que las ha condenado al ridículo y al oprobio.»{28}

Hay que fomentar el trabajo, la producción, el individualismo y liquidar el paternalismo del Antiguo Régimen que lo único que hace es crear pobreza y holgazanería. Las instituciones caritativas sólo multiplican la pobreza, la reproducen en escala ampliada. No resuelven pues el problema de la pobreza. Los hombres responden a incentivos económicos dicen los liberales y eso es lo que piensa Cabarrús: la caridad desalienta a los pobres a emplearse en oficios útiles. Es un incentivo para la holgazanería, para el parasitismo social. Al final, la caridad con los pobres produce unos efectos o remedios peores que las causas o la enfermedad que se quería combatir bienintencionadamente.

Notas

{1} Prólogo: «Cabarrús y las ideas de reforma política y social en el siglo XVIII», por José Antonio Maravall, en Conde de Cabarrús, Cartas (1795), Fundación Banco Exterior, Madrid 1990, pág. 11.

{2} Maravall, op. cit., pág. 14.

{3} Cabarrús, Carta al Excelentísimo Señor Príncipe de la Paz, pág. 36.

{4} Cabarrús, Carta segunda, pág. 75.

{5} Cabarrús, Elogio de Carlos III, pág. III, citado en la página 13 de la presente edición.

{6} José Antonio Maravall, «Cabarrús y las ideas de reforma política y social en el siglo XVIII», Revista de Occidente, 69 (1968) 281.

{7} Cabarrús, Carta Primera, págs. 65-66.

{8} Cabarrús, Carta Segunda, pág. 75.

{9} En cuanto al contenido del catecismo, éste comprendería, «La constitución del Estado, los derechos y obligaciones del ciudadano, la definición de las leyes, la utilidad de su observancia, los perjuicios de su quebrantamiento: tributos, derechos, monedas, caminos, comercio, industria; todo esto se puede y debe comprender en un librito del tamaño de nuestro catecismo por un método sencillo, que cierra el paso a todos los errores contrarios. Se nos inculcan en la niñez los dogmas abstractos de la teología, ¿y no se nos podrían enseñar los principios sociales, los elementos de la legislación y demostrar el interés común e individual que nos reúne?», Carta Segunda, pág. 80.

{10} «Pero sobre todo, exclúyase de esta importante función todo cuerpo y todo instituto religioso. La enseñanza de la religión corresponde a la Iglesia, al cura, y cuando más a los padres, pero la educación nacional es puramente humana y seglar, y seglares han de administrarla», Carta Segunda, pág. 82.

{11} Cabarrús, Carta Segunda, pág. 80.

{12} Cabarrús, «Elogio de Carlos III, rey de España y de las Indias», leído ante la Real Sociedad Económica de Madrid el 25 de julio de 1789.

{13} Cabarrús, Carta al Excelentísimo Señor Príncipe de la Paz, pág. 37.

{14} Cabarrús, Carta Segunda, pág. 75.

{15} Cabarrús, Carta Tercera, pág. 126.

{16} Cabarrús, Carta al Excelentísimo Señor Príncipe de la Paz, diciembre de 1795, pág. 40.

{17} J. A. Maravall, op. cit., pág. 289.

{18} Cabarrús, «Memoria para la formación de un Banco Nacional», Madrid 1872, 2, nota 2.

{19} «La utilidad pública o del mayor número es el único equilibrio de las sociedades políticas; es el de la naturaleza, de la razón, de la moral y, por consiguiente, el único que sea cierto e inmutable.» Cabarrús, Carta Cuarta, pág. 132.

{20} Cabarrús, «Memoria para la extinción de la Deuda Nacional y el arreglo de contribuciones», Madrid 1808.

{21} Cabarrús, Carta Primera, pág. 50.

{22} Cabarrús, Carta Segunda, págs. 82-83.

{23} Cabarrús, Carta Tercera, pág. 113.

{24} Maravall, op. cit., pág. 296.

{25} Cabarrús, «Elogio de Carlos III, rey de España y de las Indias, pronunciado ante la Real Sociedad Económica de Amigos del País, de Madrid», 25 de julio de 1789, página XXXIII.

{26} Cabarrús, Carta Tercera, pág. 115.

{27} Cabarrús, Carta Cuarta, pág. 135.

{28} Cabarrús, Informe sobre el Montepío de Nobles de Madrid.

 

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