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El Catoblepas, número 47, enero 2006
  El Catoblepasnúmero 47 • enero 2006 • página 17
Artículos

Las legiones como puente
entre Roma y Asturias

Eduardo García Morán

Roma, en la Segunda Guerra Púnica, entra en la Península Ibérica,
una vez que, por la primera de las guerras contra Cartago,
sale de Italia e inicia su política imperialista

1. Si titulamos este trabajo Las legiones como puente entre Roma y Asturias es debido a la estructura dual que proponemos: una, las legiones del ejército romano que participaron en la conquista del Noroeste peninsular y, como entendemos que este ejército fue una de las más potentes 'máquinas' militares de la Historia Universal, nos ocupamos, eso sí, muy brevemente de su estructura; otra, Roma y Asturias: es decir, cómo Roma, en la Segunda Guerra Púnica, entra en la Península Ibérica, una vez que, por la primera de las guerras contra Cartago, sale de Italia e inicia su política imperialista, y acaba ejerciendo su dominio efectivo en el 19 a.n.e., precisamente cuando vence a los astures (y cántabros y galaicos). Y justamente la expresión «como puente» es el eje que une a esas dos partes, una suerte de vínculo por el que el ejército romano es una de las vías por las que Asturias entra en un proceso de culturización llamado romanización y en el que la presencia de jóvenes guerreros indígenas en las tropas auxiliares, y aun en las legiones, será decisiva, pues llevará los modos de vida romanas a su solar, involucrando a las distintas tribus en este proceso, aunque sólo a partir de finales del siglo I d.n.e.

2. La Legión I, cuyo apelativo no es seguro, pues bien pudiera llevar el de Vernácula, bien el de Augusta, del ejército romano, fue la que llevó el peso de la conquista de la franja cantábrica, que se conoce con el nombre de guerras astur-cántabras, que, no obstante, además de los territorios de las actuales comunidades autónomas de Cantabria y de Asturias, también se extendió a Galicia. Otras seis legiones, tres alas y dos cohortes intervinieron asimismo en los combates que acabaron con el dominio de Roma del noroeste peninsular.

Pero, antes de proseguir, habremos de contestar, sin extendernos en demasía, a la siguiente pregunta: ¿cómo llegó a ser esa Legión I, y otras –el ejército en su conjunto–, que atravesó la Cordillera Cantábrica, una 'máquina' militar tan poderosa y admirada desde entonces y hasta nuestros días por los estrategas de todos los tiempos? No nos parece que caigamos en un error craso si sostenemos que el ejército de Roma, muy concretamente el surgido tras la reforma de Mario, fue uno de los más eficaces y contundentes que conoció la Historia Universal, capaz de derrotar a las falanges griegas y contribuir a la constitución del Imperio por excelencia. La Esparta de Leónidas, la Atenas de Milcíades o la Roma de César (o de Trajano) dieron el arquetipo de soldado y de conjuntos de soldados en acción, y ese es el modelo de los ejércitos modernos más efectivos, como es el estadounidense.

Cómo era, pues, ese ejército, cuáles fueron sus comienzos y por qué llegó a ser lo que fue durante seis siglos (dos más si tenemos en cuenta el no profesional), y esto aunque sólo sea para responder afirmativamente a aquellas palabras de Polibio en las que se preguntaba «quién es tan indigno o indolente para no deseas saber de qué modo los romanos han tenido éxito en sujetar a casi la totalidad del mundo habitado bajo su único gobierno». En las frecuentes confrontaciones que la ciudad-estado de Roma mantuvo con sus competidoras del Lacio y, más adelante, de Italia, serían los aristócratas quienes, y de un modo no disímil a la práctica habitual en la Edad Media, iban al combate con sus huestes y, luego, en la República, implicaba asimismo a todos los ciudadanos que pudiesen pagar su equipamiento militar, retornando a sus vidas civiles cuando las campaña que les había convocado finalizaba. Este sistema no varió hasta Mario, aun a pesar de que los pueblos más potentes de la época habían derivado hacia el ejército profesional. No obstante este retraso en adoptar los postulados profesionales, Roma se fue configurando como una potencia de primer orden, por medio de la retroalimentación; esto es, y utilizando a Hegel, «la práctica de la guerra y el éxito en ella conseguido permitió a los romanos hacer acopio de fuerzas; así entraron en el segundo período de su historia, ocupando íntegramente el panorama de la escena universal.»

Comoquiera que los propios romanos no comenzaron a escribir su propia historia hasta finales del siglo III a.n.e., y aún así sus fuentes eran escasísimas (Tito Livio y Dionisio de Halicarnaso, que se ocuparon de los orígenes, son autores de finales del siglo I a.n.e.), y las fuentes griegas nada nos dicen, no sabemos cuándo la ciudad del Tíber adoptó la falange hoplita griega, cuya característica más notoria era su formación cerrada, lo que implicaba compañerismo, solidaridad. Los hoplitas eran lanceros fuertemente armados, cuyo nombre deriva del escudo circular, el hoplon, y la formación en falange constituyó la base de una fuerza sin precedentes en la Antigüedad: baste citar las batallas de Maratón y la de Gaugamela. Los romanos atribuían a Servio Tulio, el sexto de sus siete reyes (578-543 a.n.e.), una reforma fundamental del ejército, y el núcleo de esta reforma se conservó hasta el final de la República en la estructura de la Comitia Centuriata, una de las asambleas con votación más importante del pueblo romano. Por la reforma serviana, un censo de todos los hombres ciudadanos adultos registraba el valor de sus propiedades y los repartía, acorde con ello, en varias clases. Estas clases eran a su vez divididas en centurias, que pueden haber significado grupos de cien hombres, y cada clase debía hacerse por sus propios medios con una panoplia militar mínima, de tal manera que los más ricos (equites: orden ecuestre) servían en las dieciocho centurias de caballería. La clase I pudo estar integrada por los hoplitas mejor armados, y se especula con la posibilidad de que estos hombres formasen la falange original y que las otras clases fuesen añadidas a medida que la población y la prosperidad crecieran a lo largo de los años.

Según Polibio, que escribe en el siglo II a.n.e., el ejército apenas había variado desde principios del III a.n.e., asentándose sobre la base de una milicia temporal, y era el Senado quien decidía cuántos hombres reclutar para cada campaña. Los ejércitos eran dirigidos por dos magistrados electos que estaban revestidos de imperium por un período de doce meses, que el consejo de ancianos podía prorrogar en circunastancias que considerasen como extraordinarias. Lo habitual era que el ejército de dos legiones, que era el habitual en tiempos de Polibio, las mandasen los cónsules –magistrados de primer rango–, reservando la dirección de una legión a los pretores –magistrados que seguían en importancia a los cónsules. Una legio típica estaba integrada por 4.200 infantes (entre ellos, un cuarto aproximadamente, lo constituían los ciudadanos propietarios con menos recursos, los velites, y los más jóvenes e inexpertos para estar en primera línea) y 300 hombres a caballo (aquí estaban los más ricos: los equites). Como apoyo, las legiones podían contar con alae, tropas de aliados, y cada ala tenía un número similar de infantes que la legión y el triple de caballeros. La cohorte, empero, no sobrepasaba los seiscientos. Estas unidades auxiliares eran mandadas por romanos de la clase ecuestre, y las legiones, de la clase senatorial.

El campesino era el elemento básico de la legión en el sistema de milicias, pero a lo largo del siglo II a.n.e., la República se vio forzada a ir profesionalizando el ejército porque las victorias ante los helenos y los cartagineses suponían largas permanencias de los productores agrícolas en los territorios ganados y muchos frentes bélicos abiertos, donde las derrotas no eran la excepción. Aunque esta decisiva transformación no se hizo 'de golpe', la historiografía suele atribuir a Mario, cuando fue nombrado cónsul en el 107 a.n.e., el gran cambio, que consistió en romper el vínculo establecido entre propietario y soldado. Él llamó a filas a los pobres, a los capite censi, que respondieron masivamente y resultaron ser magníficos soldados. Ser ciudadano de Roma era suficiente para ser soldado de Roma.

Nacían de este modo las nuevas legiones, cuyo número y nombre se mantendrían durante su existencia, cada una de ellas con un estandarte, el águila plateada, y en las que los soldados pasaban veinticinco años (los no romanos, como los astures, al terminar el servicio, adquirían, para sí y para sus hijos, la ciudadanía romana: elemento de romanización): era ya una profesión, una referencia, y un orgullo pertenecer a una legión, frente a otras, que podían incluso despreciar, esto es, no ha de extrañar que hombres como César utilizasen estos vínculos en su propio beneficio durante las guerras civiles –ejemplo, la Legio XIII–, y no ha de extrañar en este contexto el fin de la República y la llegada del Principado. Será precisamente Augusto quien culminaría la reforma de Mario: las redujo de 60 a 28 y les dio carácter permanente; al frente de cada una estaba un senador, el legatus legiones, que era el comandante de una fuerza de 120 hombres a caballo y 4.800 infantes –la suma de las diez cohortes–, divididos éstos en seis centurias, y cada centuria poseía diez secciones o contubernia de ocho soldados cada una.

3. De acuerdo a las notas aportadas por Dión Casio, la Legión I combatiría en los años 24 y 22 a.n.e., y la encontramos igualmente en el 19 a.n.e. –año en el que finalizaron estas guerras, iniciadas diez años antes por Augusto–, por expreso deseo de la 'mano derecha' de éste, Agripa, tal vez como castigo por la pérdida del águila en combate, castigo que también incluiría la privación del sobrenombre de Augusta.

Sea como fuere, esta legión es la que más tiempo pasó combatiendo a los indígenas indoeuropeos del cuadrante noroccidental –y ello no presupone que fueran celtas, cuya presencia fue escasa y, en todo caso, testimonial; será durante la conquista cuando Roma incorpore a su ejército tropas auxiliares celtas y, tras la pacificación, traerá gentes celtas para la repoblación de un territorio diezmado por las muertes de combate, los suicidios en masa, la represión y la esclavitud–, y si bien no es desechable la pretensión de Augusto de acabar con las incursiones de cántabros y astures en la meseta para obtener botín, tal y como interpretan algunos autores las fuentes clásicas –Tito Livio, y desde él, Floro, y desde éste, Orosio–, entendemos que la primera causa de la conquista es la económica: Asturias contaba con recursos minerales y humanos muy pertinentes para el Imperio Tampoco parece muy acertada la interpretación de L. Harmand, que alude al interés de Augusto por fijar unas fronteras seguras que permitieran el objetivo último augusteo, la 'pax romana'.

Hispania tuvo una importancia económica capital para Roma. Desde este punto de vista, la estrategia de Augusto fue admirable, y actúa a la par movido por la captación de otro recurso 'natural': el hombre. En efecto, el Imperio –todo imperio es un gigantesco conglomerado de núcleos económicos capitalizados por las clases medias, incluidas las que van siendo romanizadas, que sirviéndose a sí mismas, sirven al poder central, de raíz igualmente económica, procurando el poder central, del mismo modo, beneficiar y sostener a esa red de núcleos para beneficiarse y sostenerse él mismo, en una cooperación no disímil a la que mantienen huesos y tejidos— se 'apodera' de los hombres a través de la fórmula del reclutamiento en su ejército que es, finalmente, el garante de la continuidad e incluso el crecimiento del Imperio.

Pero esto, con ser mucho y, especialmente, básico, no es todo: la resta de hombres a los pueblos indígenas supone menguar la capacidad de éstos para posibles rebeliones y supone su progresiva inclusión en el mundo cultural romano: lengua, costumbres, edificaciones y ciudades enteras (caso de León a partir de la Legión VII Gemina), vías de comunicación, de agua y de alcantarillado, estructuras familiares y jurídicas, etcétera, que, en buena medida, son transmitidas por los propios reclutas, y ello durante los seis siglos que Roma estuvo en una Hispania que casi desde el principio de su ocupación fue considerada como dominio –esto es: provincia, dos al principio, tres tras las reformas administrativas de Augusto–, hecho que viene a confirmar grosso modo lo que acabamos de sostener.

Prosiguiendo ahora con las legiones que intervinieron en las guerras astur-cántabras, y una vez vista la Legión I, las fuentes nos enumeran seis más: Legión II Augusta (la veremos en el año 10 d.n.e. en Maguncia), Legión IIII Macedónica (Calígula la trasladó a Germania desde Aguilar de Campoo, en cuyas inmediaciones se levantaba su campamento), Legión V Alaudae, Legión VI Victrix, Legión VIIII Hispana y Legión X Gemina (no hay datos positivos que avalen la participación de la Legión XX Valeria Victrix), cuyo origen lo hallamos en la Legión X de César y acompañaría a Augusto en la primera fase de las guerras, entre el 29 y el 26 a.n.e., estableciéndose sus veteranos en Emerita Augusta. La Legión V Alaudae acompañó igualmente a Augusto entre el 29 y el 26 y sus licenciados acompañaron a los de la XX en su retiro extremeño, e igualmente se la identifica en las campañas de César; su último destino sería el Rín. El resto de las legiones (salvo la VIIII Hispania, de la que no hemos podido obtener información acerca de su participación en las guerras astur-cántabras), la II Augusta, la IIII Macedónica y la VI Victrix entrarían en combate tras la marcha de Augusto de Hispania, especialmente en los momentos más difíciles para el ejército conquistador. En el 409, cuando Hispania dejó de ser dominio de Roma, sólo quedaba en la Península Ibérica una legión, la VII Gemina, creada por Galba; esta legión dará origen a la ciudad de León.

En cuanto a las tropas auxiliares que participaron en las guerras astur-cántabras, y siguiendo a Narciso Santos, hemos de contar el Ala II Sebosiana de los galos, el Ala II de los tracios, el Ala I de los gigurros, la Cohorte IIII de los galos (su campamento estaba ubicado en el valle del Tera, a unos 40 kilómetros al sur de Astorga y a unos 30 al oeste de Benavente) y la Cohorte IIII de caballería de los tracios.

Es ciertamente muy interesante la cuestión de estas tropas porque a través de ellas, y muy especialmente de la caballería, uno de los cuerpos que más absorbían a los soldados indígenas (en general eran mejores jinetes que los romanos: recuérdese la ayuda aportada por los germanos en las batallas decisivas de César contra los galos), y con el tiempo, los jóvenes de las provincias irían pasando a ser legionarios. La importancia de las tropas auxiliares desborda por completo el objetivo primario que, habitualmente, se le adjudica, aunque sólo sea por su razón más evidente, cual es el aporte de hombres para el combate, no en vano, un Imperio sólo es una realidad a partir de la fuerza, que ha de ser mantenida, sin que con ello obviemos las otras condiciones que la potencia anexionista ha de desplegar para mantener lo conquistado, destacando entre éstas el proceso de aculturación de los pueblos sometidos, que es precisamente a lo que queremos llegar. Porque el desbordamiento, y esto es fundamental, por uno de los lados del cuenco, si se nos permite el símil, viene de la mano de un aspecto no bélico, sino cultural; dicho con claridad: la esencia del mundo romano es transportada al mundo bárbaro (léase esta palabra en su acepción prístina: el que habita al otro lado de la frontera, de la línea que separaba el territorio civilizado de la ciudad-Estado griega del territorio no civilizado que lo circundaba) por medio del ejército. Este hecho no es insólito, ni antes ni después de la época que estamos estudiando: tras la Primera Guerra Mundial, jóvenes campesinos pudieron promocionar socialmente y alcanzaron el estatus de burgueses, en unos momentos en los que Europa vio cómo triunfaban definitivamente las clases medias, un siglo largo desde el asalto a la Bastilla y las cabezas aristocráticas rodando desde el emplazamiento de la guillotina.

Así, además de restar hombres, generalmente los más jóvenes, a las tribus recién sometidas, menguándoles capacidad combativa en posibles sublevaciones (en el 16 a.n.e., y en tiempos de Nerón, se produjeron, sin consecuencias, sendas revueltas, la primera protagonizada por los cántabros y la segunda, por los astures), y además de sustituir a contingentes de tropas auxiliares cuya presencia en los campos de batalla era ya prolongada, e incluso a veteranos legionarios –caso éste mucho menos habitual–, la presencia de guerreros autóctonos en las fuerzas de ocupación de Asturia fue un elemento importantísimo de promoción social y de penetración de los modos de vida propios de los romanos, en unas tierras poco propicias a la romanización por su sempiterno aislamiento del resto de la Península Ibérica (la mayor parte de su territorio, y muy particularmente el este, la cuenca del Ebro hasta su recorrido central y el sur; el norte, como ya subrayó Rostovtzeff, no llegó a tener una alta romanización); y tras licenciarse, los soldados astures podían ocupar puestos en los gobiernos municipales y otros cargos administrativos y, dado su capacidad económica, superior a la mayoría de los indígenas, invertían en los sectores agrarios y pecuarios, a imagen de Roma. Pese a todo, ha de dejarse claro que la romanización, por el aislamiento antes mencionado, sólo tuvieron peso en el Alto Imperio, y un ejemplo de ello es que las villae, herederas de esas prácticas ganaderas y agrícolas a las que empezaron a dedicarse los veteranos astures de las tropas auxiliares y de las legiones, empezaron a destacar en el paisaje a partir del siglo II, teniendo ello más significado al constatar un aumento significativo de la población y, consecuentemente, un aumento de las actividades agrícolas y comerciales.

Junto a este mecanismo decisivo de romanización, las autoridades imperiales arbitraron otras medidas drásticas y transcendentales para hacer efectivo el proceso, entre otras la acuñación de moneda, que resultó importantísima para la transformación de una sociedad de economía natural; la construcción de vías de comunicación, que vertebraría el territorio astur de un modo tan efectivo que hoy en día nos sigue siendo un referente (es la falta de caminos acondicionados para el tránsito de carruajes y grandes contingentes de tropas una de las dificultades mayores que encontró Augusto para la toma de las tierras del norte, al lado de las tácticas de guerrilla empleadas por sus moradores; a su vez, esta carencia es signo del 'primitivismo' de los astures, que contaban con sendas, y signo también del significado que tuvo la construcción de viae en tiempos de Augusto y Tiberio), y el desplazamiento de poblaciones desde las montañas a los valles, donde estaban instalados los campamentos de los legionarios, que pasaron a ser centros urbanos (Asturica Augusta es el caso más emblemático para nosotros: capital del conventus Asturum, uno de los tres conventos en que Augusto dividió, en su segunda reforma administrativa de Hispania, la provincia del Noroeste) y, por consiguiente, aptos para aplicar la administración romana.

4. Estamos, entonces, ante la consolidación de un imperio, cuyo colofón sería la anexión del Norte de la Península Ibérica y la de algunas zonas de Galia, Europa central y las islas británicas. Imperio, por tanto, con unas raíces económicas profundas pero evidentes en tanto en cuanto los intereses de las oligarquías romanas pasarían por la constitución de oligarquías provinciales, a su imagen y semejanza: la romanización de Asturias sigue esta línea, con la ciudad romana (ya nos hemos referido a las disposiciones de ocupar los llanos: por ejemplo las órdenes en Agripa en Cantabria, y al nacimiento no sólo de Asturica Augusta, sino también de Lucus Augusti y Bracara Augusta) como unidad administrativa (escasa en Asturias en tiempos de Augusto, en buena medida porque el interés de los ocupantes se centraba en la minería: oro, plata, cobre, plomo, hierro y estaño), y los veteranos de las armas accediendo a cargos de gobierno local y haciéndose con las riendas de la economía, en el marco de un escenario muy grato a todo imperio: la implantación de su cultura.

Para Astura, los cambios fueron drásticos, desde la conversión de las unidades gentilicias inferiores en otras superiores (conversión lenta, en contraposición con la Bética, por ejemplo) hasta la ideología, y en el medio, todo el entramado político y económico. Si en éste destacan los recursos mineros, agrícolas y ganaderos, en aquél lo hace la administración y el derecho por medio de la ciudad, al lado de la provincia y el conventus. Será en los municipios y colonias donde los propios astures que combatieron al lado de Roma ocuparán magistraturas y cargos municipales (en menor grado que en el resto de Hispania), en contraste con una mayoría de campesinos, comerciantes y artesanos sin ciudadanía.

Durante los dos primeros siglos de nuestra era (Alto Imperio), los asturianos que se alistarían en el ejército romano no fueron pocos; unos, sustituyendo a los soldados caídos, tanto legionarios como auxiliares, dentro de la provincia hispana; otros, integrando tropas peninsulares que eran trasladadas a otras provincias, como Britannia, Germania, Pannonia, Dalmacia o Mauritania, llegando a formar alas y cohortes exclusivamente asturianas. Y así, contamos con el Ala I de los astures en el Danubio, participando, entre otras contiendas, en la guerra dácica de Domiciano; el Ala I de los astures hispanos, en Britannia desde los tiempos de Trajano y participando en la defensa y vigilancia del muro de Adriano; el Ala II de los astures, en Pannonia, ya en tiempos de Augusto o, como mucho, de Tiberio, viéndosela mucho después en el fuerte de la actual Chesters, integrado en el muro adrianeo; el Ala III pía fiel de los ciudadanos romanos astures, en Mauritania Tingitana, donde pasó, posiblemente, toda su vida activa; el Ala de los astures de numeración indeterminada, de la que casi nada se sabe, aunque pudo estar en Germania; la Cohorte I de los Astures, integrante del ejército del Nórico; la Cohorte I de caballería de los astures, en Dalmacia, Germania y Britannia; la Cohorte II pía fiel de caballería de los astures, en Germania y Britannia; la Cohorte III de caballería de los ciudadanos romanos astures, en Mauritania Tingitana; la Cohorte IV de los astures, de difícil datación y ubicación; la Cohorte V de los astures, acuartelada en Bonna (Germania); la Cohorte VI de los astures, en Germania; la Cohorte de astures y luggones, de dudosa adscripción; las Cohortes de astures y galaicos, en Germania, Pannonia y Dalmacia; los Symmachiarios astures, que intervinieron en las guerras dácicas.

A su vez, las tropas no astures que estuvieron asentadas durante tiempo en el solar que tenía por centro a Asturica Augusta fueron las legiones VI Victrix, X Gemina y IV Macedonica, y las tropas auxiliares del Ala II Sebosiana de los galos, el Ala II de los tracios, el Ala I de los gigurros, la Cohorte IIII de los galos, la Cohorte III de caballería de los tracios. Posteriormente, y dependiendo de la Legión VII Gemina, estarían el Ala II Flavio de los ciudadanos romanos hispanos, la Cohorte I Gallica de caballería de ciudadanos romanos, la Cohorte II Gallica y la Cohorte de los celtíberos.

Será precisamente esta última legio, la VII Gemina, la columna vertebral del proceso de aculturación de Asturias por medio de los astures encuadrados en ella. Esto es vital señalarlo para atestiguar que esa tal romanización no fue realmente 'espectacular', porque se trataba sólo de una legión, resultando que el resto de los indígenas del norte peninsular combatieron en otras provincias y, tras licenciarse al cabo de veinticinco años de servicio, se asentaban en ellas. Sin embargo, es significativo ese trasvase cultural a través de la VII Gemina, pues estructura en clases bastantes definidas a las primitivas sociedades. Cultura, ideología, religión, instituciones y economía fueron penetrando así en la sociedad asturiana, ya en el cambio de era, cuando se empezaba a notar la recuperación demográfica después de la guerra y las deportaciones, como esclavos, de muchos indígenas. Ello, por supuesto, trajo un despegue económico y la implantación de nuevos modos de vida basados en las colonia, los municipios, el abandono progresivo de los castros y, luego, la aparición de las villae, revitalizadas por los soldados astures tras cumplir su honesta missio. Asturias entraba definitivamente en la órbita de Roma, y ello, en buena medida, gracias a que alrededor del cuatro por ciento de los hombres libres del conventus Asturum (unos diez mil), siguiendo a Plinio, sirvió en el ejército romano y, también, algunos de ellos, en la explotación de las minas de oro.

Mas no estaremos conformes si no subrayamos que la romanización del noroeste peninsular fue compleja, difícil y parcial, es decir, diferente a la del resto de Hispania. Es por esto que los soldados indígenas sí contribuyeron a la romanización, pero en este contexto limitado.

El ejército es, por consiguiente, y además un ejército tan numeroso –en torno a los 60.000 hombres–, un factor de transformación de las estructuras sociales y de los núcleos de población, y un factor poderoso y decisivo; pero este camino cuenta con otro de vuelta: ese ejército y el espacio que ocupa es moldeado por cuanto le rodea, y tiene un papel en la integración de los lugareños, lenta pero progresiva, aunque no completa si la confrontamos con otras provincias imperiales, que se constituyen, el ejército y el espacio, en los núcleos rocosos sobre los que descansará la latinización del norte español, con lo que conlleva, nada más y nada menos que la lengua latina de la que nacerán las lenguas romances, la ideología, la religión, el simbolismo, la administración, la justicia, la política, muy presentes en nuestra sociedad del siglo XXI, y, todo ello, bendecido por el sistema económico romano.

V. Los astures –también es posible escribirlo con la y griega: astyres, asturex, nombre que para Schulze es de origen etrusco, en concreto de la palabra astnei, y en Etruria tenemos el río Astrote, y en el Lacio, el río Astura, y hay otras poblaciones con esta denominación en Asia y en el Danubio, que sepamos– recibieron el impacto de las tropas de Roma, como no podía ser de otro modo, aunque más tarde, tras el final de las guerras en el 19 a.n.e., la mayor parte del territorio no 'siente' la presencia de las legiones, que se estacionan en unos pocos enclaves, cuales son Asturica, Bracara, Lucus y, más adelante, en Cantabria, Clunienses, que pasan, en consecuencia, a convertirse en los lugares, más sus zonas de influencia, con mayor grado de romanización. E igualmente, no todo el noroeste contó con el mismo grado de aculturación: Roma toleró más la 'identidad' –como hoy se dice, un tanto absurdamente a nuestro entender– de los galaicos que la de los astures y cántabros, distribuidos en dispersas tribus por, las más de las veces, recónditos sitios. Por eso, también, la represión fue mayor que en Gallaecia, y por eso, también, y para evitar amotinamientos, se trató de trasladar a los grupos humanos a los valles, clausurando algunos castros, y comenzando la labor de construcción de las ciudades, que es, desde luego, un factor de romanización de primer orden y anterior al que acometieron los soldados astures retirados tras un cuarto de siglo de milicia: los aproximadamente 25.000 ocupantes de las tres legiones que permanecieron en el noroeste peninsular tras las guerras astur-cántabras, ya emprendieron una lógica y necesaria romanización.

Desde luego, estas primeras ciudades no pueden considerarse propiamente como tales, sólo centros con una imprescindible organización administrativa para regir a los grupos tribales allí concentrados. La categoría de municipios llegaría más tarde, precisamente a la altura de los primeros astures que llegaron licenciados de su servicio en los ejércitos imperiales. Con estos municipios y con estos sujetos, el comercio y la actividad económica en general terminarán por cerrar el círculo cultural sobre unos pueblos que, debido a su 'desventaja' civilizadora, no tenían otra opción.

Los campamentos estables como los de Asturica Augusta, Lucus Augusti y Bracara Augusta, subrayémoslo, eran verdaderas ciudades fortificadas, cuya sola visión tuvo que haber sido impactante para los nativos, aun sin que los legionarios procedieran a una efectiva romanización que, naturalmente, afectaba al radio de acción propio de un campamento de 20 Has. La romanización efectiva, o más efectiva tendremos que decir para hablar con propiedad, por cuanto no fue tan completa como en el resto de la península, empezaría en el siglo I d.n.e., que ve cómo las legiones que más prolongan su estancia son las norteñas, en sintonía con las dificultades que hemos venido desgranando que ocasionaban los pueblos sometidos y la geografía. La Legión IV Macedónica en Iulobriga, la VI Victrix en el norte de Portugal (y posiblemente también en Galicia) y la X Gemina en Galicia y, posteriormente, en la zona de Astorga, no son retiradas hasta la segunda mitad de ese siglo I, siendo Vespasiano, tras la guerra civil, quien reordena el ejército de la provincia entorno a la VII Gemina, legión creada ex professo para controlar el noroeste, y que sería ubicada en las cercanías de Astorga, en la confluencia de los ríos Bernesga y Torío. Pocos años más tarde, es reubicada en lo que hoy es León capital, de la que toma su nombre, y permanece hasta el abandono de Roma de Hispania, a principios del siglo V.

El polo de atracción que supuso para los habitantes de las comarcas donde se asentaban las legiones fue grande. Comerciantes y artesanos pronto acudieron a servir las necesidades de unos campamentos en los que vivían cerca de seis mil personas, y con ellos, sus familias y todos aquellos que esperaban vender su fuerza de trabajo. La consecuencia de esta afluencia fue el surgimiento de casas tipo barracas en los alrededores de las murallas campamentales, los canabae, que jugaron un papel primordial en la romanización de los que habitaban estos barrios y, por medio de ellos, de otros nativos más alejados, como si se tratara de una onda expansiva y que, en primer lugar, llegaba a las vici, situadas a unos dos kilómetros de las fortificaciones romanas, que recibían más a menudo que las canabae la categoría jurídica de municipio y hasta de colonias titulares.

Estas barriadas primeras, las canabae, contaron con sus consistentes ad canabas o corporaciones con carácter jurídico y en las que se sentaban muchos legionarios veteranos, entre ellos astures, cántabros y galaicos, pudiendo así estar cerca de sus antiguos compañeros de armas y de la vida que más familiar les era.

Es León el caso más emblemático de lo antedicho, pues en ese lugar no existía asentamiento anterior. León fue un agregado de campamento, canabae y vici, y en el siglo III, pasó a tener el rango de civitas, y en el IV ya fue sede episcopal. Y al lado de León y de los campamentos anteriores del noroeste de la península, al lado de todo el complejo cultural que los soldados de las legiones transmitían a los astures, aparte de las técnicas de construcción, que fueron importantísimas, tenemos a los nativos que se enrolaban el ejército de Roma y que lo utilizaban como trampolín social, muy probablemente el único que tenían los nativos, y tras la promoción, el ejercicio de la misma, esto es: las inversiones en los sectores económicos más productivos y el acceso, no siempre fácil, al gobierno municipal, y, paralelamente, aportaban el bagaje cultural romano que iban 'esparciendo' entre los suyos. 

 

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