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El Catoblepas, número 47, enero 2006
  El Catoblepasnúmero 47 • enero 2006 • página 16
Artículos

La Ciencia ficción: los recuerdos del mañana

Carlos Pérez Jara

Abordamos el género de la llamada ciencia-ficción, sobre las ideas que, históricamente, han ayudado a construirlo en los distintos medios de expresión artística, los posibles elementos que la hacen tan característica, así como la secularización de ideas religiosas en las que se apoya, principalmente a través
del fundamentalismo científico, impregnado de mitos y leyendas antiguas
(como el Big Bang) y los amantes de las causas galácticas

«Se detuvo y miró por tercera vez su reloj.
—Ya es casi la hora de que te vayas, camarada –le dijo a Julia–. Espera. La botella está todavía por la mitad.
Llenó los vasos y levantó el suyo.
—¿Por qué brindaremos esta vez? –dijo, sin perder su tono irónico.– ¿Por el despiste de la Policía del Pensamiento? ¿Por la muerte del Gran Hermano? ¿Por la humanidad?, ¿por el futuro?
—Por el pasado. –dijo Winston.
—Sí, el pasado es más importante –concedió O'brian seriamente.»
1984, George Orwell

1. Prólogo: sobre la idea de ciencia para el género científico

De manera muy común, y casi sin reserva alguna, se tiende a decir que un género presenta, ante todo, una serie de características básicas e inmutables que lo distinguen como una parcela bien definida. Bajo el campo de la lógica, el género es la clase que agrupa, en su extensión, a otras que son denominadas especies. Por tanto, hay un aspecto reiterativo que conforma la propia naturaleza de las obras catalogadas bajo la cúpula genérica, lo que no implica, como resulta notorio, que el propósito que guíe a cada trabajo de género sea siempre el mismo: muy a menudo, se trata de una corteza formalista que, aunque condiciona el fondo de cada obra, no lo determina hasta hacerlo absolutamente dependiente a sus proposiciones. Por ejemplo, un western puede presentar una serie de rasgos comunes, si bien su construcción no se articula por fuerza entorno a relatos de la segunda mitad del siglo XIX, dentro del territorio norteamericano, y en concreto en la extensa área del lejano Oeste: es decir, el género trasciende su propio origen histórico, social y geográfico para envolver a una serie de obras artísticas que, aunque no sean ambientadas (y menos realizadas) en EEUU, se alimentan de los mismos patrones para sus argumentos; así, como bien se sabe, el director nipón Akira Kurosawa (discípulo cinematográfico de John Ford), no fue, en gran medida, sino un autor de westerns como Yoyimbo o Sanjuro, lo que no impide que las tramas de sus largometrajes se construyan, casi todas, sobre samurais solitarios (el mismo llanero que va a caballo y que no sabe dónde dormirá mañana, si en algún pueblecito o bajo las estrellas del desierto) o señores feudales del Japón del siglo XVII. El elemento genérico contamina entonces los rasgos formales de una obra artística, con independencia de que haya westerns que no se rueden bajo el sol blanco y rabioso de la baja California.

Cuando nos acercamos al llamado género de ciencia-ficción se presenta el mismo problema que con la novela negra, la pornografía o el propio western: ¿cuáles son, en efecto, los esquemas que definen su estructura? Valga la pena decir que la acepción de «ciencia» empleada para la ficción científica es, a veces, puramente coloquial, e incluso solo una manera oscura o gratuita de comprender una idea tecnológica del entorno, si bien es cierto que existen autores tan interesados por los adelantos científicos que los «utilizan» para su provecho fabulador, ya sea como una mera forma escapista (de fondo a menudo vacuo) o como planteamiento riguroso con un fin más profundo. Pero del mismo modo que no es preciso describir un western en el Oeste americano –siempre que las pautas que lo vertebren «sigan» las reglas, no ya temáticas, sino formales (extensiones polvorientas, tierras deshabitadas, jinetes, luchas por el poder del territorio)–, la c-f no necesita de una información fidedigna de las últimas aportaciones científicas, y ni siquiera de un conocimiento mínimo en física cuántica, biogenética u otra materia oportuna. Luego, ¿sobre qué idea real de ciencia nos manejamos? Como sabemos, la ciencia no viene representada por una única idea sino por varias al respecto. Podemos distinguir cuatro acepciones primordiales:

1) La ciencia como un saber hacer, de la misma forma que el fontanero conoce su oficio pudiendo usar su técnica respecto a las cañerías materia de su trabajo. Desde nuestros parámetros, también está relacionada con el arte (la técnica pictórica de Zurbarán) o la prudencia, una de las cuatro virtudes cardinales que se vinculan a la llamada reflexión y a las amenazas posibles frente a la vida.

2) La ciencia como un sistema de proposiciones derivables de principios, tales como suceden en la Aritmética, o en la Geometría. Dicho sistema puede también trasladarse a una gran cantidad de disciplinas teológicas y filosóficas.

3) La ciencia como un conocimiento positivo (llamada ciencia categorial estricta), que también comprende un entorno propio caracterizado por elementos bien definibles (científicos, métodos, &c.).

4) La ciencia como un conocimiento categorial ampliado a otros campos como el antropológico, el lingüístico, &c. (ciencias positivas culturales).

En realidad, la idea de ciencia que manejamos para el género científico no es otra que la de la tercera acepción, en cuanto campo categorial perfectamente definible. Las ciencias, que no la ciencia como una entidad autónoma y solitaria, se establecen (en base al materialismo filosófico, y desde su gnoseología) como conjuntos de materiales organizados y conformados operatoriamente que, sobre su propia disposición sintáctica, semántica y pragmática, se van «enlazando, ligando, tejiendo hasta el punto de llegar a producirse en el seno mismo del espacio gnoseológico, y como resultado de esta roturación operatoria, cierres categoriales entorno a materiales así reorganizados, alcanzando dicha reorganización la forma demostrativa, teoremática característica de las ciencias». Pero las concepciones gnoseológicas de ciencia son a su vez cuatro: el teoreticismo, el descripcionismo, el adecuacionismo y el circularismo, si bien en la ficción científica existe un curioso predominio de una interpretación falsa, o falseada de ciencia, sobre todo en cuanto al teoreticismo que tanto abunda en las comunidades científicas bajo la ideología dominante, y que no hace sino recoger, a su vez (y a su manera) la tradición mitológica más antigua respecto a ciertas cuestiones.

Por eso, las obras de la c-f tienen como patrón ineludible a los propios hombres de ciencia y a su entorno de estudio concreto (laboratorios, centros de astrofísica, telescopios, probetas, &c), pues de lo que se trata es de especular sobre los aparentes avances que el propio conocimiento científico tiene sobre la humanidad –vista como un todo genérico y homogéneo– y que se hallan materializados bajo la forma de una nueva tecnología posible que haga pertinente subir hasta la cumbre del progreso. En consecuencia, la idea de ciencia de la ficción científica nos conduce hasta otra idea angular de importancia absoluta: el progreso. Progreso, que procede del latín progressus, es fundamentalmente un concepto asociado al avance mismo que se produce ante una actividad determinada; la raíz etimológica de la palabra se encuentra en progredi (caminar adelante), lo que supone que todo acto progresivo supone un «movimiento» hacia delante representado por las fuerzas que han sido necesarias para desencadenar dicho desplazamiento. Movimiento que es, muchas veces, puramente figurado en el sentido material del término, pero que expone el avance en otros campos (desde el plano histórico, un adelanto en cuanto a la complejidad de la técnica, los beneficios sociales, &c) que lo definen sin ninguna duda como un desarrollo propio. No obstante, lo que caracteriza con simétrica certeza al género que nos ocupa no es otra cosa que su fondo paradójico al establecer que las fuentes del progreso son el origen de nuestra futura desgracia. La idea de progreso ocupa entonces la corriente sanguínea de la c-f, sobre todo como resultado de una positivización de la teología cristiana (lo que refuerza la tesis de los vínculos entre la ficción científica, la ideología envolvente desde un plano histórico y los mitos religiosos que la estructuran desde sus distintas partes) tal como establece Federico Schiller al decir que la Historia de la Humanidad es «el juicio final».

Poco importa que la conquista de cierta terra incognita (centro del género científico) se halle a miles de años luz de nuestra galaxia o en el propio interior del cuerpo humano –como ya exploró Isaac Asimov en su obra Viaje alucinante–, o que incluso todo se reduzca a un salto de acróbata temporal: los adelantos del conocimiento científico producen, por lo común, una visión un tanto cruel sobre el propio mañana; como también da lo mismo que se imaginen tantos futuros como escritores, guionistas o visionarios haya realmente, pues lo cierto es que el uso de ese horizonte imaginario sirve para mostrarnos la realidad contradictoria de cierta confianza muy común entorno al progreso; y así el progreso nuclear nos conduce a esa tierra apocalíptica que reflejan tantas obras (películas como la saga de Mad Max, novelas como El doctor moneda sangrienta de Phillip K. Dick, o comics como Mundo mutante, de Richard Corben, o Basura, de Juan Jiménez, son solo un ejemplo), donde la supervivencia darwinista se convierte en el propio motor de la historia narrada; pero si la bomba atómica produce la devastación de una humanidad convertida en un residuo de lo que era, otros sistemas alternativos posibles, como los basados en un Estado feliz que concibe a sus hijos sobre una cadena genética planificada (Un Mundo feliz, de Aldous Huxley) nos llevan hasta otra pesadilla burlona sobre los avances y adelantos contemporáneos.

En consecuencia, uno de los caracteres que mejor definen a la ciencia-ficción como género es el de su naturaleza paradójica al establecer el progreso tecnológico como principio de la inestabilidad y malestares del hombre; un planteamiento que se aleja de la utopía social (como la de Tomás Moro) para adentrarse en el dilema que mueve a cada ser humano respecto a sus propias contradicciones; si la felicidad es de plebeyos, la desgracia y la insatisfacción son el propio núcleo del género científico, pues no puede faltarnos alguien, o algo, que haga cosas en principio contrarias de lo que se hubiese esperado: por eso, los androides de Blade Runner (basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de K. Dick, y producida en 1984) acaban asesinando a su propio «creador», de la misma forma que el monstruo «científico» se revela contra el doctor Frankenstein; por eso, Hall 9000, la supercomputadora que maneja la nave de la película de Stanley Kubrick, 2001, una odisea en el espacio, de 1969 –obra inspirada en el relato El centinela, del escritor de género Arhur C. Clarke– , acaba siendo demasiado humana (en palabras de Nietzche) y destruye a la tripulación para su propia supervivencia; por eso, el protagonista de Un Mundo feliz, es al fin devorado por la felicidad suprema y clónica del entorno donde habita. En definitiva, todo adelanto tiene el reverso tenebroso de sus efectos futuros, de modo que no importa mucho que el viaje, metáfora espacial por la psique humana, se lleve a cabo por galaxias o en la propia Tierra: si alguien viaja a un mundo olvidado no es sino para encontrarse con alguna extraña criatura que (otra vez, como en el recurso apocalíptico) mantenga a los supervivientes de sus ataques bajo el amparo de las «leyes de la selva»; si se construye una utopía «perfecta» basada en la ingeniería genética no es sino para, finalmente, exponer el infierno social mismo, la pesadilla moral que se retuerce dentro de la cáscara del optimismo supremo; si se avanza en la era tecnológica, basada en el hardware y las pistas de comunicación de internet, no es sino para presentarnos un mundo donde las máquinas (como en la «filosofante» Matrix, de 1999) se han adueñado del «destino» del hombre, &c. Sea como sea, o se acaba siendo prisionero de los logros tecnológicos, o éstos nos sirven para enfrentarnos a nuestras propias amenazas.

Una novela como la mencionada Frankenstein (1810), de Mary Shelley, es, sobre nuestros patrones, una obra de ciencia-ficción (y no de terror, como tanto ha venido a decirse gratuitamente), pues el doctor de la novela ha usado la técnica disponible para encontrar un nuevo dominio del hombre, a saber, la conquista sobre la propia vida; por eso, el científico del relato se autoproclama como un digno rival de Dios (como lo hacen, por cierto, numerosos científicos de sectas como las de la actual Cienciología) al verse con la capacidad de poder resucitar a los muertos; y este es un punto importante, pues el doctor Frankenstein no resucita a su criatura por medio de una invocación nigromántica, ni de un pacto con el demonio, ni de ninguna clase de magia oscura, sino con sus propios «conocimientos» científicos; un saber que, como ya hemos remarcado, no está, o no tiene por qué estar solapado fielmente a las revelaciones de la realidad histórica; la ciencia es muchas veces (si no siempre) la excusa idónea para tratar una idea concreta; idea que, como tantas veces ocurre, no está directamente implicada en el conocimiento o la técnica del investigador y su criatura, sino en otros problemas filosóficos notorios. Nótese, asimismo, que en los albores del género se produce el ciego impulso de asociar el fenómeno técnico y científico a la mitología secundaria pagana construida sobre el Olimpo. Shelley, que como Lord Byron (su amigo), poseía un conocimiento de la literatura griega considerable, no pudo eludir esa moda romántica de construir un nuevo mito con las mismas premisas antiguas. Por eso, la novela se titula Frankenstein, o el moderno Prometeo. Curiosamente, y a modo de comentario anexo, puede decirse que más tarde, a lo largo del siglo XX, la mitología pasaría (si dejamos a un margen la alusión primaria al numen alienígena) por las estructuras recrecidas terciarias entorno al Salvador, la Profecía, el Apocalipsis, &c, aunque de todos esos temas hablaremos en nuestro epílogo.

Si la dialéctica hombre-máquina es la columna de la c-f, esto no quiere decir que sea la única meta de las obras concebidas bajo sus postulados, pues es a menudo la «coartada» para el desarrollo de historias que bien pueden aplicarse a otros géneros. Así, el protagonista de Solaris (novela de Stalislav Lem, adaptada al cine por Tarkovski en 1972) se enfrenta al fantasma del ser amado – ya fallecido– casi por medio de los mismos rigores argumentales de una novela gótica o de mansión maldita, solo que para Lem la «mansión» no es otra que una base espacial anclada en medio de una nebulosa pseudo-orgánica «pensante». La máquina transforma al hombre porque el viaje espacial de la novela del ruso se convierte en el periplo simbólico hacia unas regiones muy lejanas del olvido, hasta donde se encuentra con el supuesto espectro. Pero una vez fermentado el esqueleto «científico» (el viaje por medio de la técnica humana, las explicaciones «científicas» de lo que representa esa constelación llamada Solaris) la trama se expande para la concepción de una Idea que, como ya hemos señalado, podría solaparse también a otro género, como el gótico: así, pues, si el centro de esta novela se adapta a un cuento de fantasmas, ¿cuál es la frontera oportuna? Nuevamente vemos que es el supuesto conocimiento gremial de la llamada comunidad científica y sus efectos derivados, lo que distingue la silueta genérica de este tipo de ficciones. La máquina transforma al doctor Frankenstein al conseguir, por medio de sus conocimientos corporativos, la resurrección de su criatura, pero a partir de ahí el asunto no se detiene en las vicisitudes futuristas de la comunidad científica por revivir cadáveres, sino en el drama de un ser apartado del núcleo social por el temor que inspira su naturaleza; los prejuicios, la crueldad, la soledad o las ambiciones son las ideas que circulan por la novela sin perjuicio de haberse apoyado en el «artificio» científico para expresarlas. De igual forma, nadie puede «conocer» Solaris y los misterios que encierra sino es a través del medio técnico, es decir, de la nave espacial; el viaje se logra gracias a la técnica empleada: en consecuencia, la nave es así la metáfora perfecta para adentrarse en la nebulosa orgánica del «subconsciente».

En definitiva, lo que procura retratar el género científico es el impacto tecnológico sobre las sociedades humanas, siempre por medio de métodos especuladores cuyas tendencias revierten hacia un posible futuro, resultado directo de ese mismo choque. En ese sentido, y como acabamos de apuntar a propósito, el viaje espacial es, sin duda, uno de los puntos comunes de la c-f, aunque no el único, desde luego. Pero a la ficción científica le sucede algo radicalmente diferente de lo que le ocurre a la fantasía, por ejemplo, pues mientras el género fantástico se apoya en leyendas e historias antiguas (de la misma forma que el anillo de Sauron es primo hermano de ese anillo del que habla Platón, o del forjado por los nibelungos) la ciencia-ficción tiene sus miras puestas siempre en el avance tecnológico: un avance que nos permita comprender cosas que aún no comprendemos, realizar viajes imposibles hacia otras galaxias o por el organismo humano, o construir androides que nazcan a imagen y semejanza nuestra. Y aún así, el progressus genera como respuesta un regressus inevitable, ya sea como origen de una crisis social (que pone en jaque a la civilización de turno) o de una vuelta al pasado definida por una nueva época de atrasos y desconcierto, principalmente de clase anárquica (un retorno al medievo). Esta es, pensamos, una de las causas por las que, a lo largo del tiempo, la c-f ha sido generalmente denostada al considerarla como una distracción prosaica, una carcasa vacía para niños y jóvenes, y sin aspiración alguna a «profundizar» en la naturaleza humana. Por supuesto, la raíz de esta creencia descansa en la misma clase de falacias a las que se ven abocados todos los prejuicios.

2. Sobre su origen histórico

Una vez acotado el concepto de ciencia ficción como género, es necesario precisar su propio origen. Este propósito plantea el problema de definir con rigorosa exactitud cuándo nacen las primeras historias, y si éstas lo hicieron en el cinematógrafo o, en cambio, hubo claros precedentes en Literatura. Es obvio que el cine captó la esencia argumental de las novelas y relatos decimonónicos de personas como Mary Shelley (1797-1851), el celebérrimo Julio Verne (1828-1908), H.G. Wells (1866-1946), Abraham Merrit (1884-1943), o H.Goodwin (1914-1990), por ejemplo. Pero es que incluso antes del siglo XIX encontramos a visionarios «científicos», como el señor F. Bacon (1561-1626) con su La nueva Atlántida (1624), donde, entre otras cosas, se adelanta a sus seguidores decimonónicos en cuanto a la visión futurista de aviones, submarinos, el crecimiento artificial de frutos, &c. Y es que antes de que el director de cine Georges Melies mandara a sus personajes de ficción a la Luna hacia el año 1902 (ese inolvidable queso redondo que mira con rostro de enfado el impacto del cohete viajero en uno de sus ojos) ya lo hizo el propio Verne, en su imprescindible De la Tierra a la Luna (1865), donde, con todo tipo de artificios físicos y matemáticos, y apoyado en una idea de ciencia que incluye tanto conocimiento considerable para la época como, en ocasiones, completamente gratuito –nada científico, por cierto– se proyecta una nave que viaja sin escalas hasta el satélite terrestre. Sería interesante saber cuántas veces pisó el hombre la Luna antes de que lo hiciera el propio Amstrong, pero, de cualquier modo, Verne puede ser considerado como uno de los grandes padres fundacionales del género: con Verne, al igual que con Wells, la ficción fantástica (en el sentido en que los hechos narrados obedecen al criterio de la fabulación) adquiere un rango preciso, se separa de la simple fantasía tradicional y pasa a «preocuparse» de la interacción entre la conquista de espacios inexplorados y la técnica necesaria para dominarlos.

También podría destacarse (al igual que con Verne, o Wells) a Howard Phillip Lovecraft (1890-1937), verdadero genio e inventor del llamado cuento «materialista» al fundir la tradición clásica de fantasmas y criaturas abisales con horrores cósmicos dentro de una mitología portentosa, y donde, como explica Rafael Llopis a propósito de la obra Los mitos de Cthluhu, «las claves mágicas dejan paso a fórmulas de geometría no euclidiana, extraños híbridos prehumanos ocupan el lugar de los demonios y confusas manifestaciones reguladas por leyes cósmicas desconocidas desplazan a los fantasmas del relato de horror clásico.» Lovecraft es, por ello, un escritor de ciencia ficción, si bien su obra también ocupa un lugar decisivo en la fantasía, como lo prueban los viajes oníricos de Randolph Carter hacia un mundo extraño (En busca de la ciudad del sol poniente), perfectamente delimitado en su geografía y habitantes, que precede a los mitos tolkinianos casi 30 años. El morador de las tinieblas o En la noche de los tiempos son solo unos ejemplos mínimos de lo que constituye la obra de este visionario escritor norteamericano (por no hablar de su temprana revisión de Frankenstein en su Reanimador). Lovecraft comenzó con los ecos tradicionales de criptas y fantasmas, y su fantasía se impregnaba en la juventud de otros escritores de renombre como Lord Dunsany (La hija del rey del país de los elfos) o el propio H.G. Wells (El alimento de los dioses), pero, poco a poco, fue fraguando un nuevo género basado en una hipótesis fantástica formidable: todas las mitologías de los diferentes pueblos y civilizaciones humanas a lo largo de los siglos podrían ser un eco deforme de auténticas criaturas que dominaron la Tierra (y otros lugares del Universo) desde su origen. Pero lo que define la ficción científica de la obra de Lovecraft es su elaborada explicación de esos seres amenazantes que dormitan aletargados en alguna dimensión ajena: los viajes espacio–temporales de Carter hasta un recóndito punto de una galaxia perdida, donde ocupa la conciencia de un monstruo de otra civilización (extinguida millones de años antes de que el propio Carter naciese), son una muestra del mejor género «científico».

Muchas veces se recurre (cómo no) a una supuesta sabiduría de clase científica para explicar los viajes al espacio, bajo las aguas del mar o través del tiempo, cuando lo único que importa es introducir al lector en la aparente consistencia de sus hallazgos; por eso, a diferencia del género fantástico, la llamada Science-fiction (término que, por excepción a la regla, ponemos aquí en inglés solo para remarcar precisamente el hecho de que el término surge en EEUU como designación que engloba a una serie de productos literarios y cinematográficos pertinentes, con particularidades comunes) crece bajo el propósito de atribuir causas eficientes a los hechos de naturaleza técnica, si bien eso no implica que luego se hayan desarrollado multitud de historias donde la «explicación» científica de los sucesos ficticios es tan somera que podríamos ubicarla sin resistencia en el otro género fantástico. Y no solo se remite a los hechos técnicos (producto del conocimiento humano) sino a descubrimientos ilusorios, ya sea de alguna civilización perdida o de seres de otra galaxia, como ocurre con el propio Lovecraft y con la mayoría de todos sus seguidores –aunque de menor forma, pues carecieron de las dotes de su maestro. Veamos, si no, una muestra de literatura científica lovecraftniana en su relato A través de las puertas de la llave de plata:

«Tras un silencio impresionante, las ondas continuaron diciéndole que lo que los habitantes de menos dimensiones llaman cambio, no es más que una simple función de sus conciencias, las cuales contemplan el mundo desde diversos ángulos cósmicos. Las figuras que se obtienen al seleccionar un cono parecen variar según el ángulo del plano que lo selecciona, engendrando el círculo, la elipse, la parábola o la hipérbola sin que el cono experimente cambio alguno; y del mismo modo, los aspectos locales de una realidad inmutable e infinita parecen cambiar con el ángulo cósmico de observación. Los débiles seres de los mundos inferiores son esclavos de esta diversidad de ángulos de conciencia, ya que, aparte de alguna rara excepción, no llegan a dominarlos.»

Desde sus comienzos, la ciencia ficción presentaba cualidades propias para diferenciarla del resto, y de las que ya hemos señalado algunas de cierto interés, en nuestro prólogo. Evidentemente, la propia estructura se halla solapada a la realidad histórica pero, como también hemos sugerido, no se encuentra perfecta y estrictamente condicionada a ella, pues no existen géneros puros, y en casi toda historia de ficción se producen mezclas razonables donde se funden la novela negra, la comedia, e incluso la pornografía: es el caso de la propia ciencia ficción en películas como Atmósfera Cero (Outland, 1981), revisión galáctica del western Solo ante el peligro (High Noon, 1952). Si los anteriores autores son los padres fundacionales de la criatura, lo cierto es que fue el señor Hugo Gernsback (1884-1967) quien la popularizó de modo considerable, dentro del mercado anglosajón, en su archifamosa revista Amazing stories («Historias asombrosas») hacia el año 1926; hoy, por cierto, se conceden en EEUU unos prestigiosos premios literarios llamados Premios Hugo y donde se galardona a las mejores obras del género publicadas en el año. Si, entre EEUU e Inglaterra, a estos relatos se los llamaba ciencia-ficción, en España se prefirió bautizarlos como «relatos de anticipación», pues se produjo la conciencia (tal vez errónea, o no del todo acertada) de que lo que caracteriza al género es una preocupación casi exclusiva por momentos futuros. Amazing Stories fue bastante importante en su época, qué duda cabe, pero en realidad la eclosión mayor de la ciencia-ficción no surge sino hasta después de la década de los años 40.

Desde un punto de vista histórico, la segunda guerra mundial supone el fermento idóneo para la futura proliferación de revistas, series televisivas, películas, novelas y comics entorno al género «científico»: la magnitud del conflicto, unido a los desastres imponderables que habían ocasionado las tecnologías más avanzadas, producto de la industria armamentística de los dos mayores imperios, generaron la conciencia de que la Humanidad vivía bajo el peligroso filo de la navaja. Casi un grueso fundamental del nuevo género aparece como consecuencia de los efectos de esa guerra que acaba en 1945. De la destrucción masiva por las bombas sobre Nagasaki o Hiroshima se produjo lo que luego habría de ser uno de los puntales favoritos del imaginario nipón: la desintegración de las civilizaciones existentes y las consecuencias genéticas que la radioactividad produce. Los monstruos gigantes, calamares despiadados y ociosos que destruyen con sus tentáculos alguna ciudad costera; los insectos del tamaño de barcos (descendencia directa, por cierto, de los artrópodos de cierta novela de Wells) que asolan a alguna población indefensa; los bichos raros, como el inefable Godzilla, que de cuando en cuando emplea todas sus fuerzas en la conveniente destrucción de una humanidad de ojos rasgados que lo contempla incrédula; en definitiva, los mutantes o seres monstruosos de tamaños imposibles que aparecen en las tramas del género responden al principio de un temor, siempre oculto, a circunstancias verdaderamente reales, es decir, a las consecuencias imprevisibles de otra guerra mundial con un armamento definitivo. La radiactividad se convierte entonces en el motor de tantas narraciones ficticias, donde el argumento barato de una amenaza monstruosa esconde, de forma subrepticia, la inquietud hacia el peligro nuclear, ya patentado por los fascinantes (aunque no por ello menos desoladores y trágicos) hongos blancos que la televisión de la época pudo captar fielmente.

Y si de la nube radioactiva no brotan monstruos horribles o mutantes amorfos, es el propio hombre el que se convierte en un extraño, ya sea al convertirse en un ridículo híbrido de mosca humana (en el relato La mosca, de George Langelaan, de la que hay dos versiones en cine, aunque, por supuesto, la más recomendable sea la de David Cronenberg), como metáfora kafkiana de la alienación absoluta o de la enfermedad física, ya sea al transformarse en otra curiosa especie. Películas de la posguerra americana como El hombre con rayos X en los ojos (1963) son un ejemplo notorio de lo que hablamos: un individuo que veranea tranquilamente junto al mar recibe una desconocida radiación que le posibilita ver luego a través de los cuerpos opacos. También destaca El increíble hombre menguante (1957), donde los efectos de la «ciencia» pasan a convertir a un honorable padre de familia en un pitufo casero al que su mujer tiene que construir una casa de juguete. Eso si no nos olvidamos de El hombre invisible ataca de nuevo (1967), basada en la novela homónima de H. G. Wells (por cierto, ¿no hay ninguna mujer mutante en estas historias?, al menos no lo parece, algo de lo que deben sentirse satisfechas las neo-feministas actuales) y donde el sempiterno científico es finalmente la víctima de su descubrimiento. Y es que uno de los rasgos más significativos de estas desventuras de humanos «monstruosos» es que las consecuencias tecnológicas –ya sean directas o indirectas– acaban por destruir al sujeto protagonista: y el hombre–mosca cae al fin en la telaraña, de la misma forma que el individuo de los rayos X (el personaje menos erótico de la c-f, pues cuando puede verse completamente todo ya no queda nada para la sugerencia morbosa, propia del erotismo) queda ciego por completo. De cualquier manera, hay una cualidad inequívocamente perturbadora en las tramas «radioactivas», o producto de la técnica más avanzada, cuando es el personaje el que se convierte en un monstruo, alguien deforme o distinto al resto de una Humanidad que lo observa con rictus de asco o miedo.

Durante la década de los cincuenta y sesenta proliferan escritores anglosajones de gran calidad literaria que dan un vuelco al género a través de sus obras: desde Ursula K. Le Guin (1929), pasando por Ray Bradbury (1920) o Barroughs (1914-1997), hasta el celebérrimo Arthur C. Clarke (1917). La ciencia-ficción madura entonces por medio de propuestas que, o bien se centran en planteamientos supuestamente rigurosos (destacando el aspecto técnico del relato en cuestión, al igual que Verne en su época), como lo hace Clarke, por ejemplo, o bien usan dicha técnica como una excusa formal sobre la que erigir las historias, como lo plantea Bradbury. De hecho, se forman los dos senderos principales sobre los que discurre la ficción científica: uno, construido sobre revelaciones físicas más o menos sólidas, preocupado tanto por la consistencia de los desarrollos tecnológicos que se narran como por la trama interna de los personajes, y otro que utiliza el elemento tecnológico como un mero apoyo sobre el que ir contando alguna historia. Del subgénero menos riguroso de ficción tecnológica surge lo que se conoce como «fanta-ciencia», al ser, de alguna forma, una fusión entre el género «científico» y la fantasía tradicional; obras como Crónicas Marcianas (1950) se incluyen dentro de esta última línea, y se hallan –aunque inmersas en la misma «cápsula» creativa– lejos de las novelas y cuentos de Clarke y otros autores. Luego otros literatos de renombre han recogido las influencias más dispares para centrarse en la revelación de ciertos problemas filosóficos, como hace Michael Moorcook con sus novelas del detective galáctico J. Cornelius, dentro del ciclo gigantesco del Campeón Eterno, o el famoso (en su terreno) Tad Williams con su saga semi fantástica Otherland. De cualquier modo, ya hacia la década de los años 40, la ciencia ficción había comenzado a desarrollarse como las contradicciones de la tecnología y el hombre que la utiliza, una idea ya existente en sus propios inicios, aunque aún de forma embrionaria, lo que pone de manifiesto el hecho de que todo género cumple una finalidad que se encuentra muchas veces solapada al propio periodo histórico, pues tras el esplendor industrial de principios del siglo XX el hombre parece dueño y señor de sus máquinas, como el automóvil, pero luego, tras las dos guerras mundiales, son estas máquinas –principalmente las bombas y el armamento militar– las que se erigen en una amenaza constante contra los intereses humanos.

3. El dilema tecnológico: dominar o ser dominado

Al contrario que con el reino medieval de la fantasía, la ciencia-ficción se apoya a menudo en los descubrimientos de cada época, o en el grado de desarrollo de una cierta civilización existente. Luego el género, a diferencia del argumento fantástico clásico (anclado en la leyenda anacrónica), se alimenta de forma periódica del llamado progreso tecnológico, y a sus autores siempre les alcanza una vocación de exponer esa nueva realidad científica, ya sea como metáfora de los sueños de progreso del hombre actual –nuevos Frankenstein de la era moderna–, o como la exposición desoladora de sus propias ambiciones, caso éste último del ya aludido subgénero que se produce tras la II guerra mundial y que tiene como principio a las mutaciones genéticas producidas por las bombas nucleares americanas. Por eso, puede decirse que la c-f ha adquirido más fuerzas a medida que la tecnología ha avanzado a pasos de gigante; desde finales de los años 40, el progreso tecnológico es tan enorme que obliga a los autores de ficción a «echar un pulso» con la propia realidad científica; los avances se producen tan deprisa que lo que 10 años antes era pura «ciencia ficción», al fin no deja de ser sino una realidad patente. Los visionarios lo son cada vez menos; es decir, la realidad de los avances científicos se desarrolla tan velozmente que ni la imaginación de ciertos autores alucinados podría anticiparlos. Es cierto que hace ya más de medio siglo que los robots humanoides «funcionan» (al menos sobre el papel) bajo las reglas de la robótica de Isaac Asimov (1920-1992), pero lo que parece indudable es que ninguna de las novelas de este científico y novelista ruso-americano podría haberse llevado a cabo sin la información previa respecto a la técnica empleada en el momento en que se escribieron sus obras. Lo que faltaba a los experimentos de robótica de los años 30 era una técnica que entonces resultaba insuficiente, pero de la que Asimov se «aprovechó» para sus relatos visionarios.

A lo largo del siglo XX, y en los comienzos del XXI, la tecnología ha experimentado tales cambios que, en el fondo, lo difícil es construir un género de ficción que supere de alguna forma a la realidad impuesta. Mientras eso ocurre, la c-f se sigue retro-alimentándose por medio de los conflictos entre humanos y androides, la inteligencia artificial, o la vida en otros mundos, no necesariamente mejores que éste. Sin embargo, al igual que con el género fantástico, el extraño planteamiento de las propuestas no impide que las historias que hayan de contarse estén íntimamente relacionadas con los hombres, su naturaleza y los sistemas sociales reales. La planificación ordenada de una sociedad por clases genéticas de Un Mundo feliz (un tema de gran actualidad hoy bajo los propios adelantos científicos que, por entonces, cuando el señor Huxley escribió su famosa novela, apuntaban hacia este desenlace entre quienes poseen una firme convicción de «respetar» las «reglas naturales» y quienes juegan, en pos del progreso, a manipularlas según la conveniencia), es una muestra clásica del género que representa, una vez más, la paradójica interpretación del futuro sobre las expectativas del progreso. Normalmente, la c-f revierte en ideas acerca de sociedades corruptas o sometidas al yugo de su propio desarrollo; y así, en Matrix, que no es sino un producto de novelas del llamado cyberpunk (con William Gibson y su Neuromante como piedras angulares), de miles de mangas –comics japoneses– y películas predecesoras –como la discreta Nivel 13– el hombre, que ha llegado a la cima de su bienestar sobre el progreso tecnológico respecto a las máquinas, acaba siendo víctima de ellas; los humanos se transforman entonces en meras larvas encapsuladas que sueñan vivir en un pasado referido a una tierra que ya no existe y que no es sino las sombras de una caverna tecnológica e implacable. No importa a dónde vaya el hombre en estas historias, siempre es el prisionero de sus propios conocimientos, de forma que si se viaja en el Tiempo (como ya lo puso de relieve H.G. Wells con su «máquina») no es sino para conocer una parodia melancólica del sistema capitalista, con unos morlocks, seres medio ciegos y albinos, como antiguos proletarios que viven bajo tierra y que dominan a los leroi, los andróginos descendientes de los dueños de fábricas y del capital, que existen tan solo como comida predilecta de la raza subterránea.

Una de las obras paradigmáticas del género, origen de influencia constante para sus seguidores a lo largo de las décadas, es la película Metrópolis (1927), verdadera pieza maestra que narra la historia de una civilización consumida por los rigores del capitalismo desaforado (de nuevo, la revolución industrial, punto de partida del gran capitalismo, sirve de crítica implacable con la que demostrarnos las consecuencias del «progreso») con una clase obrera que vive bajo tierra –como lo hacen los morlocks, en una metáfora inagotable de lo que pervive bajo la superficie de las apariencias– y que es esclava de los grandes capitalistas que habitan arriba, en Metrópolis, rodeados de todo tipo de lujos. La insurrección proletaria en la que se desemboca gracias al ímpetu de la figura del líder, convierte esta obra del mejor cine mudo alemán en algo parecido a lo que es, de hecho hoy, la gran novela 1984, ambas obras de calado político que usan el artificio tecnológico para mostrarnos, no ya los conocidos efectos sobre la «masa social» de la economía capitalista desaforada, sino sus futuras consecuencias, imaginando dos capas (una sobre la superficie, otra bajo tierra, igual que en La máquina del Tiempo) que cohabitan hasta que un líder obrero saca a los trabajadores de su «sueño» cavernícola, al modo de un improvisado Marx del futuro que pone de relieve, y con un papel en la mano lleno de ecuaciones, las infamias del sistema y las recompensas de la plusvalía. En rigor, pues, la novela de Wells y la película de Lang son muy semejantes, pues ambas se construyen como críticas de naturaleza política revestidas por la visión futurista de una técnica muy desarrollada.

Otro elemento que aparece con frecuencia es el de la invasión extraterrestre, lo que, en principio, podría poner en duda nuestra definición anterior sobre la base de una técnica aplicada por el hombre y que le permite conocer, o enfrentarse a sus propios dilemas. Pero, en realidad, el subgénero alienígena es solo una sutil transposición de lo que apuntamos. Rara vez se dibuja el contacto extraterrestre (en películas, comics, novelas) como una simpática forma de «tolerancia» que conduzca a ambas especies a convivir bajo alguna supuesta «alianza de civilizaciones» –solo la almibarada visión de Spielberg lo ha hecho, dos veces, pero sobre todo en Encuentros en la tercera fase; al contrario, el subgénero de «marcianos» se presenta como el modo idóneo de exponer una serie de historias que entroncan con las llamadas religiones primarias, pues el extraterrestre pasa a ser el numen divinizado. A excepción de cándidos (aunque no por ello menos repulsivos) extraterrestres como E.T., (1982) que confraternizan con niños solitarios dentro del cerebro de un adulto con nostalgia –acaso de las revistas de género que leía en su juventud–, o bien de seres misteriosos con vocación de Frankenstein, pues aleccionan e indican la luz del progreso a la humanidad, como en 2001, una odisea en el espacio, los extraterrestres llegan a la Tierra para dominarnos, enfrentándonos con la evidencia de que los imperios, ya sean de este planeta o de otro, necesitan imponer su orden basado en la fuerza misma. El extraterrestre posee una tecnología superior a la humana, pero eso no impide que la técnica del hombre (su grado de desarrollo, su «nivel» de civilización, etc) no se estén poniendo sobre el tapete de la mesa; es decir, una vez más, el conocimiento científico se representa de modo patente, aunque de otra forma, en este caso de una manera negativa, es decir, como la certeza de lo que nos falta para alcanzar el dominio sobre las especies de otros mundos. Y los cañones de la novela La guerra de los Mundos (1898), de Wells, apenas significan más que un chiste barato cuando llegan los alienígenas con sus rayos desintegradores y sus platillos flotantes.

Por tanto, la invasión del espacio es una de esas temáticas recurrentes que se repiten en novelas, comics, películas, series televisivas (¿alguien recuerda «V», aquella serie cuasi-erótica donde neumáticas hembras con alma de lagarto se iban zampando ratones al tiempo que dominaban el orbe varonil?), todo un amplio abanico que deja constancia de la obsesión que nos sacude ante el numen del espacio, «reencarnación» verdadera de las religiones ya perdidas por el propio conocimiento científico (aunque con reservas, por supuesto) pero sobre todo filosófico. Y si se presenta un supuesto acuerdo de civilizaciones, no es sino aparente, pues pronto se muestra que cada sociedad política ejerce el control sobre aquella que posee menor tecnología, fundamentalmente de tipo militar, o sea, disuasoria. Tanto las conspiraciones galácticas de la saga de Asimov Fundación (1942-1949) como largometrajes de cine tales como Alien Nacion, del año 1988, (revisión de un sistema político gobernado por una raza «alienígena» que ejerce un apartheid sobre los humanos); la casposa Están vivos (también de 1988), de John Carpenter; la agresiva y satírica Starship Trooper (1997), del morboso holandés Paul Verhoven; la aborrecible superproducción El día de la independencia (1996), y tantas y tantas otras, exponen la realidad de que los sueños de convivencia con las especies «cósmicas» son solo eso, sueños, y que tarde o temprano se producirían entre unas y otras conflictos de intereses irreconciliables, una pugna que desembocaría en un ineludible enfrentamiento del que solo sale victorioso quien posee un mayor nivel de desarrollo tecnológico posible. En realidad, y regresando al núcleo paradójico del género «científico», poco importa que el avance humano sea tan acelerado que se acabe siendo prisionero de las «máquinas» (productos de la tecnología humana), o que sea una raza del espacio la que patente el hecho de que nuestra creencia de vivir bajo el desarrollo más absoluto fuera solo una pura falacia, pues la técnica y el desarrollo aplicado de la misma se convierten (ya sea de forma abierta, o negativa, es decir, por cierta ausencia que nos posibilite la lucha contra un poder externo) en la semilla vital, el auténtico caldo de cultivo.

4. El Hombre creó al androide a su imagen y semejanza

El androide surge como configuración antropomórfica de los clásicos robots del género. Robot significa, básicamente, siervo, y se emplea muy a menudo dentro de la disciplina mecánica en la que se levantaron estas máquinas como fusión de la informática y la automática. En 1920 el escritor checo K. Capek dio luz a esta palabra en su novela RUR (Los robots universales de Rossum). Los robots se conciben entonces, no solo como medio del artificio tecnológico de la industria (las cadenas de producción fordista) sino como los elementos necesarios para la liberación de la Humanidad de las cadenas que le habían tenido apresada. En un principio, se los consideraba como artificios mecánicos capaces de producir secuencias simples de actividades dentro de una empresa de naturaleza industrial, de modo que, a diferencia del marciano o de criaturas de otra galaxia, puede decirse que el androide es la única invención del género narrativo de la c-f que nace de un objeto realmente existente. Como anécdota, el mismo año que Capek publicaba su novela sobre robots, nacía en Petrovsk el escritor y científico –luego nacionalizado americano– Isaac Asimov, uno de los padres de este subgénero. Treinta años más tarde surgiría su imprescindible (para entender esta parcela de la ciencia-ficción) Yo, robot, donde la ciega y automática máquina pensante pasa a convertirse en un ser racional con conciencia de sí mismo. Divulgador científico (al modo en que divulga hoy la «ciencia» cierto autor paralítico) Asimov ha ayudado a que el género de ficción tenga una relevancia pública en la propia realidad, pues muchos consideran que el robot de ficción será el producto de lo que hoy surge en ferias célebres como las de Tokio, donde cada año se presentan las mayores novedades en el ámbito de la robótica; novedades que, por cierto, van muchas veces encaminadas a la aparición sobre la faz de la tierra de un híbrido perfecto de máquina y humano.

Como los diez mandamientos cristianos, la ciencia ficción robótica también se alimenta de una tabla de principios que supongan un cuerpo de conducta. Producto, según parece, de una conversación mantenida con John W. Campbell en 1940, el escritor Isaac Asimov concibió las llamadas leyes de la robótica básica, que, aunque en un principio fueron atribuidas al propio Campbell, lo cierto es que finalmente su mérito recayó en la figura de nuestro autor de origen ruso. Estos códigos son, esencialmente, tres:

1º) Un robot no puede hacer daño a un humano o, por inacción, permitir que un humano sufra daño.

2º) Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los hombres, excepto si éstas entrasen en conflicto con la primera ley.

3º) Un robot debe proteger su propia existencia en la medida que esta protección no entre en pugna con la 1ª o 2ª ley.

De esta forma, se aseguraba, dentro del campo ficticio de la robótica servil, una protección lógica y permanente contra las posibles contradicciones que pudieran producirse en la conducta del individuo artificial respecto a su relación con los humanos. Estos tres principios, en apariencia triviales, han supuesto el espinazo de la mayor parte de las obras que tratan sobre estos temas, ya sea a la hora de representar a los replicantes de K. Dick como «revolucionarios» que destruyen el antiguo «régimen robótico» asesinando a hombres y mujeres, o como computadoras que, en contra de los códigos «éticos» para los cuales fueron programadas –Hall 9000–, destruyen a un grupo de humanos sin piedad alguna. Quien dude sobre la influencia de las leyes de Asimov, debería darse cuenta de que no hay obra artística donde no se muestre a los robots sin algún principio de contradicción ético entre la base de memoria implantada para su comportamiento social y la realidad definitiva de sus actos. Pues, en el fondo, no nos interesan los seres incapaces de salir de la cáscara de normas implantadas por el hombre, sino aquellos que precisamente las vulneran en su rebelión contra el «creador». El replicante, como tantos otros robots asesinos, ha pulverizado los códigos humanos para seguir existiendo como entidad autónoma con una nueva ética «especial», ya que, a partir del acto que le revuelve contra los humanos, logra «escribir» con buena letra su propia norma robótica; una ética que va más destinada a la salvaguarda de sus «congéneres» que a la protección efectiva de los hombres a los que, se supone, defienden. Y si hay algún choque entre un personaje que sea mitad máquina, mitad hombre, la desintegración absoluta de los códigos injertados en su cerebro será, entonces, la pauta a seguir por nuestros atormentados seres medianamente artificiales; es lo que le pasa, por ejemplo, a Robocop (1987), de la película de Verhooven, cuando consigue destruir la 4ª directiva que le mantenía atado a su condición robótica.

Sea como sea, los robots clásicos nacen de la imaginación humana como mayordomos que nos ponen las zapatillas y nos traen el periódico, de la misma forma en que a algunos les gustaría que lo hiciese su propio perro. Son serviciales, lógicos y no tienen emociones humanas que los introduzcan en los mismos problemas que sus dueños de carne y hueso. Pero, ¿quién no recuerda de forma entrañable al robot de la película Forbidden Planet (El planeta prohibido, del año 1956), esa lavadora errante que contrae pensamientos impropios a su naturaleza? Y es que el robot, como subgénero científico, desemboca, casi inevitablemente, en la problemática de su propia percepción, y lo que en un principio era un leal siervo de los intereses humanos se transforma al fin en un sujeto independiente que toma decisiones propias y que no duda siquiera en luchar, si hace falta, contra los individuos que lo construyeron. Ya sea en las primeras décadas del siglo XX, o en las últimas, los robots son la excusa ideal para la reflexión de un nuevo género «humano»; el robot que se humaniza es la percepción de una nueva humanidad que recela de sus propios «creadores», como en el caso de la magnífica película de dibujos animados japoneses (anime) Ghost in the Shell, –Fantasma en el armazón, de 1996–, donde la maquinaria electrónica conforma nuevos entes con sentimientos complejos. Es decir, el paso relevante que nos importa en la robótica de ficción es el que afecta al estadio en que una fría y hermética cáscara de cables y circuitos pasa a convertirse en una contradictoria fusión de emociones humanas, como le sucede al Hombre bicentenario (1976), la famosa novela de Isaac Asimov, insertada en su universo robótico.

Lo que ocurre con el androide es singularmente distinto de lo que le pasa a los modelos automáticos de donde proceden sus antecesores, pues su aspecto humanoide perturba profundamente a la inteligencia de quienes han disfrutado con tantas historias de ciencia-ficción. No es lo mismo destruir a un tosco artefacto ambulante que habla con fría voz electrónica y cuya noción del erotismo, por ejemplo, pasa por la descripción lógica y pormenorizada de las endorfinas que afectan al cerebro humano, que un ser artificial que se debate en el conflicto interno de descifrar qué es realmente, y si su conducta puede adscribirse a la de sus creadores. Los seres artificiales de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) pertenecen a ese apartado de individuos –los llamados replicantes– que reniegan de la comunidad humana para la que trabajaban solo para definirse mejor como una entidad propia. Igual sucede con el robot María, de Metrópolis, con El Hombre Bicentenario, y con un sinfín de productos (como Robocop, mitad máquina, mitad hombre) cuyos argumentos versan siempre acerca de seres artificiales que se debaten entre la naturaleza de máquinas lógicas y una inteligencia humanoide que les permite comprender las locuras y paradojas de sus diseñadores. A. I. (Inteligencia Artificial, de 2001), de Steven Spielberg, se reitera en esa obsesión contemporánea que tiene a la máquina desarrollada y pensante como centro de sus historias. Obsesión que, por cierto, comparten ampliamente en países como Japón, donde el subgénero androide es tan importante como el referido a los viajes espaciales.

Por supuesto, a veces la máquina inteligente es una fiel servidora que ayuda en sus propósitos humanos con una abnegada eficacia. Es el caso de los robots–niñeras de los cuentos y relatos del escritor Ray Bradbury, donde los especimenes son amables reflejos de hombres y mujeres inalterables, eternos... hasta que algo pone de manifiesto que también ellos están sometidos a los rigores implacables de la muerte, como le sucede al robot institutriz del cuento «Canto el cuerpo eléctrico» (del libro Fantasmas de lo nuevo), del autor de la famosa Fahrenheit 451. O como pasa en tantas y tantas otras obras del género, done los siervos artificiales sirven sin discusión alguna a la causa humana. Normalmente, el robot está dotado de algún rasgo humano, de alguna personalidad apropiada que lo diferencie de una fría computadora; es lo que sucede, por ejemplo, con C3-PO y R2-D2, la simpática parejita cómica de la saga galáctica La guerra de las galaxias (1977-1985); obra que, aunque ambientada en un espacio y tiempo impreciso, sigue revelando las interacciones entre la tecnología y el hombre que se hace cargo de ella, lo que, por cierto, también sucede en la otra saga archifamosa, Star Trek. El caso es que los dos robots de la obra de George Lucas parecen sacados directamente de una revisión futurista y robótica de Laurel y Hardy, el gordo y el flaco, pues mientras uno de los personajes hace de intrépido y testarudo, el otro actúa como un auténtico neurótico, al modo en que, precisamente, se representan las comedietas absurdas del circo donde siempre hay un payaso tonto y uno listo.

Sin embargo, repetimos, lo común es que la inteligencia artificial se revele contra los creadores desarrollando un ego propio e independiente, lo que se puede observar, no solo en la saga electrónica de Matrix, sino también en la mencionada obra de K. Dick, o en la computadora Hall 9000 de 2001. Una odisea en el espacio. Sea como sea, el robot, el androide o la mera inteligencia artificial que se encapsula dentro del armazón de una máquina como un fantasma (en la soberbia película de anime ya señalada), no dejan de ser resultados contradictorios, polémicos y, hasta cierto punto, paradójicos de la propia condición humana, pues pronto observamos que lo que realmente perturba en el género no es la construcción de seres perfectos e implacables que, o bien se solapan a nuestros deseos o los niegan presentando batalla, sino el relieve de algún rasgo humano creciente. Y así Hall 9000 decide matar en contra de sus propias directrices, como los androides de la novela de Dick, de la misma forma que el Hombre bicentenario decide morir para saber qué es lo que se experimenta cuando uno desaparece del todo. En definitiva, sea como aliada o como enemiga, la inteligencia artificial muestra, hasta sus últimas consecuencias, los efectos de una tecnología tan desarrollada que ya el hombre apenas participa en ella más que como un mero observador de su propio y futuro desastre.

5. Y mañana, el Apocalipsis

Ya hemos apuntado que una vértebra prioritaria del género de ciencia-ficción se encuentra en divagar acerca de los efectos y consecuencias futuras de nuestro propio grado de desarrollo. De esa forma, y al margen de un innegable carácter fantástico que salpica las obras de tantos autores, la naturaleza hipotética recorre los productos del género como base para conocer nuevas perspectivas posibles. Si se viaja al futuro no es sino como elucubración sobre posibles modelos sociales, acaso reflejos más o menos deformados (con la consiguiente tonalidad satírica) de los nuestros; si se muestra el esplendor de un imperio sobre la fuerza tecnológica de sus armas más temibles, no es sino para luego enseñar –no forzosamente con carácter moralista, sino como una hipótesis fría y objetiva de los efectos radiactivos– una tierra futura desolada, con criaturas mutantes y bajo el nuevo orden del caos y la destrucción. Las obras apocalípticas ocupan un grueso casi tan importante como el de las historias de robots y androides, y eso sin perjuicio de que pueda haber (como de hecho, las hay) fusiones de ambas materias tomando, desde luego, la tecnología como origen y destino de ambas: si el robot es el resultado feliz y brillante del genio humano –un resultado que, como hemos visto, puede conducirle a su propia destrucción– el Apocalipsis posnuclear es la evidencia de los peores efectos de la ultra-tecnología. Las obras post–nucleares reflejan mundos invariablemente devastados, y con un residuo de humanidad que lucha por sobrevivir en medio del desastre: ya no existen instituciones estatales, organización política alguna ni ejércitos, por lo que el grupo superviviente ha de esforzarse por la reconstrucción de unas estructuras que no son sino una simple nostalgia.

En el cine hay muchos casos más o menos recientes que ilustran el fervor de retratar mundos destruidos por viejas catástrofes: desde la desintegración casi completa de la Tierra por el efecto de un meteorito –como ocurre con películas que exploran esta hipótesis, como Deep impact (Impacto profundo, de 1998)– o de alguna guerra ultra-tecnológica (armas super poderosas que reducen a escombros lo que parecía una Humanidad feliz, recogida en su propia ignorancia), hasta algún curioso y temible virus que asole a la población (28 días después, de 2002), las variantes no dejan de transmitir la misma información oculta: que la llamada civilización, junto con sus supuestas comodidades, su grado de desarrollo tecnológico y su cacareado progreso social y económico, puede reducirse a cenizas en muy poco tiempo, tanto que no haya espacio para comprender realmente lo que ha sucedido, y cuáles son los pasos para volver al status quo. Archifamosa es la saga de Mad Max (héroe que bebe de las influencias del comic adulto), donde el planeta se reduce a unos enormes eriales surcados por carreteras donde los supervivientes, la mayoría horrendos moteros de algún sucio garito, van de un lado para otro en busca de gasolina (un prisma absurdo y apocalíptico del American graffiti de George Lucas); por fortuna, el héroe Max intenta poner un poco de orden en este desconcierto. De cualquier modo, dentro de las tramas apocalípticas caracterizadas por catástrofes naturales, suele existir un mensaje claro de ecologismo al uso, pues, por lo común, también los cambios climáticos se generan a causa de la «mano» del hombre, como sucede, por ejemplo, en El día después de mañana, de 2004 (¿por qué no la titularon «Pasado mañana»?, me temo que nunca lo sabremos), donde una serie de trastornos en el clima «mundial» desencadenan el enésimo desastre (¡oh, no, otra vez no!) sobre la ciudad americana de Nueva York.

De modo que la virtud aleccionadora de aquellos que salvan ballenas y se atan a la puerta de alguna embajada en contra de los aerosoles, recubre un buen puñado de películas de este subgénero. En Hollywood, por cierto, es donde el argumento del tremendismo ecológico toma su forma y su completo dominio. Largometrajes como El núcleo (2003), o tantas y tantas series sobre catástrofes naturales (bastante de moda tras el Tsunami sobre Indonesia) evidencian esta moda de retratar situaciones extremas debidas a tornados, olas gigantes, tormentas disparatadas y fuegos subterráneos. Da igual si el peligro procede del cielo o de la profundidad de un volcán aletargado (caso de la inefable Volcano, de 1997); con frecuencia suele prevalecer un contenido moralizante entorno a la vida del hombre del llamado primer mundo, pues de lo que se trata no es de retratar cómo uno de esos cataclismos bíblicos se apodera de alguna región subdesarrollada (eso no vende, no alecciona), sino imaginarlo sobre la civilización más poderosa; el científico en estas películas suele verse en la obligación de dar el incontenible discurso de cómo estamos todos fustigando a la Madre Tierra; naturalmente, el tremendismo ecológico de la ciencia ficción moderna alude muy a menudo a la doctrina severa de exponer, en clave de hipótesis futuristas (o no tan futuristas, pues muchas de las tramas se centran en el propio presente) la acción del humano sobre la Naturaleza –concebida como un mito, un ente casi unitario– y los perjuicios que sus desmanes producen, una y otra vez, sobre el entorno; así aparece en El día después de mañana (2004), donde se advierte, con grandes rótulos parpadeantes, acerca de las consecuencias de la destrucción de Tratados internacionales como el de Kyoto, por lo que la Naturaleza, que es sabia (dicen los barbudos peregrinos de Greenpeace) se revuelve contra la criatura que la hostiga, lanzando un golpe contra la administración de Washington.

Es curioso percatarse de que en el subgénero apocalíptico suele existir una preferencia casi absoluta por la destrucción originada por algún artefacto de la tecnología presente o futura; es decir, si bien no son ignorables las otras hipótesis (cataclismos, meteoritos, epidemias, &c.) no cuentan con tanta simpatía por parte de sus autores visionarios. Y es que, por lo general, la bomba atómica es el auténtico clásico de la ciencia-ficción apocalíptica, como ocurre en obras cinematográficas como El día después (1983), El juego de la guerra (War game, 1965) la mencionada Mad Max (1979) o su reflejo acuático, Water World (1995), o en novelas tales como El doctor moneda sangrienta, de K. Dick., o «mangas» como Akira, de K. Otomo. La segunda guerra mundial y, sobre todo, los ataques de la aviación americana sobre ciertas ciudades japonesas en 1945 (en un lapso muy breve) dejaron bien sobre la retina la certeza de una posible destrucción completa entre dos potencias lo suficientemente poderosas como para aniquilarnos al resto pulsando un botoncito, una idea que, bien a propósito, recoge Kubrick en su sátira Teléfono Rojo, ¿volamos a Moscú? (1963) Aún más, con el paso de las décadas, la obsesión de disponer de las claves de nuestra propia destrucción futura se han acentuado, no solo por medio de la bomba H, por poner un caso (bombas que, de continuo, se explotan en desiertos solitarios o en arrecifes coralinos, donde los militares juegan a construir su propio «género» a pequeña escala) sino a través del uso de nuevas armas de naturaleza química, «diabólicos» artefactos que extienden sobre la población una nube gaseosa letal y permanente. De cualquier modo, y corroborando lo que ya hemos señalado en su momento, la tecnología será, de forma paradójica, no la llave hacia un nuevo escalón del progreso, sino la puerta al infierno del caos o la muerte.

Pero si la variante se toma por el lado del fenómeno natural no se resta con ello importancia alguna a la técnica, pues pronto alertamos que el mundo que luchan por reconstruir los supervivientes precisa de un nuevo desarrollo tecnológico que lo haga posible. Películas como la casposa 1999, rescate en Nueva York (modelo de obra de género B, que recoge las influencias de las obras literarias de los años 50, y sobre todo de la revista Amazing Stories) revelan una desintegración, si no total, al menos parcial, del modelo político estructurado existente en un sitio concreto, lo que define los mismos rasgos que en el caso atómico, es decir, hombres que luchan contra hombres persiguiendo la reconstrucción idealizada del antiguo modelo, o bien la implantación de otro nuevo definido bajo sus propias reglas. Por cierto, los reflejos de la ficción encuentran su reposo en hechos reales, pues los terroristas islámicos de la nueva hornada contribuyen de forma considerable a la amenaza de una civilización particular. Curiosamente, existe un gran prejuicio en denostar el subgénero apocalíptico al considerarlo como la fantasía juvenil (nunca del todo completada) de sus propios autores, pero cuando una bomba química explota en el metro de Tokio sembrando el caos, o cuando dos aviones destruyen dos rascacielos simbólicos se callan para no volver a abrir la boca, al menos hasta durante un rato, pues la memoria es a menudo demasiado leve.

6. Los mejores escritores de ciencia ficción son los propios «hombres de ciencia»

Entre la realidad de los hechos científicos y la fantasía que pueda dimanarse de ella existe, a veces, una relación tan intensa y curiosa que nos permite asistir a un extraño fenómeno: se trata de la conversión del positivismo exacerbado de ciertos teoreticistas en un nuevo género metafísico y, en consecuencia, una nueva forma de expresión fantástica. Ya no se trata de que un 70% de la población de EEUU crea tanto en los ángeles como en los marcianos, sino de las tesis de muchos renombrados hombres de «ciencia» que publican en revistas prestigiosas sus hallazgos singulares. Por supuesto, siempre nos cabe diferenciar descubrimientos auténticos en el campo tecnológico (dentro de investigaciones serias y rigurosas) con simpáticos fraudes que se venden al público bajo la dudosa convicción de ser irrefutables; y no nos referimos con ello a episodios burlones como la célebre broma radiofónica de Orson Wells haciendo creer a medio país que su gran Nación estaba siendo atacada por los extraterrestres (lo que puso en evidencia no solo el grado de conocimiento filosófico de sus conciudadanos, sino también la estupidez común de quien decide creerse antes un bulo sugerente que regresar a la realidad tosca y aburrida de lo obvio) sino, sobre todo, al cuerpo de científicos de renombre que, en pos del positivismo y teoreticismo más crítico, acuden en masa al espacio de las versiones futuristas. Si Borges opinaba que la metafísica es un género de ficción, muchos de los análisis que hoy en día se publican bajo la estela de ser, supuestamente, científicos, pertenecen sin duda al género que nos ocupa.

Por supuesto, hay investigaciones dignas de ser tenidas en cuenta, como las que afectan al núcleo del estudio genético, o al desarrollo extraordinario de la robótica. Tanto unas como otras siembran el abono perfecto para la imaginación de los narradores con ganas de hablarnos de estos temas. Respecto a la robótica, se puede seguir ahondando en la perspectiva del «nuevo hombre», criatura réplica que lucha contra su propia naturaleza artificial; respecto a la genética, las variantes son miles, pero todas pasan por los patrones de individuos preconcebidos en laboratorio. También puede señalarse el influjo de una cuestión ya construida por el género narrativo aplicado a la «ciencia» futurista, y es el desarrollo extraordinario de la llamada nano-tecnología, la construcción de robots microscópicos que circulen por las arterias humanas con el fin de reparar algún desperfecto orgánico; curiosamente, la nano-tecnología, como los robots, los viajes a la Luna o a Marte, forman un conjunto de temáticas narrativas, ficticias en su momento, pero que, de alguna forma, se «antecedieron» a los propios hechos científicos. No obstante, nótese que ya sea en un área de la c-f como en otro, la calidad y, sobre todo, la profundidad de Ideas de las obras narrativas –películas o novelas– radica en sus cuestiones filosóficas, pues en el arte poco nos importa que un narrador sepa mucho de física cuántica si con ello no sabe mostrar la naturaleza humana tomando como excusa el «fenómeno tecnológico». Esto han sabido entenderlo autores como Ray Bradbury, quien, pese a no tener unos conocimientos científicos tan grandes como puedan tenerlo otros visionarios (tales como C. Clarke) desarrolla una obra pletórica en la medida en que basa su preocupación narrativa en asuntos de orden poético aunque también bajo una hondura filosófica indudable.

Los agujeros de gusano, el Big Bang, las dimensiones dobles, triples: toda esta caterva de literatura pseudo-científica se ha publicado en los mejores lugares del planeta, no solo generando un interés crítico muy poderoso, sino consiguiendo simpatizar con la opinión generalizada respecto a asuntos de los que la mayoría no tiene la menor idea, sobre todo cuando basan sus criterios en cualidades positivistas y no filosóficas; cuando reducen el núcleo de sus argumentaciones a modelos perfectos y cerrados, autónomos pero sin conexión alguna con el centro de alguna verdad auténtica. Y no obstante, hoy casi nadie niega que existiera un Big Bang, que los agujeros negros existan (pero no porque haya una prueba de ello sino porque lo dicen los «científicos») o que pueda haber (¿y por qué no?) otras dimensiones. Claro que lo revelador del caso no es la aceptación de esta mitología positivista por parte de la población «civilizada» (la misma, por cierto, que cree sin dudarlo en los ángeles y los demonios) sino la conformación de un verdadero género literario que crece adosado al cuerpo de las narraciones clásicas; estamos hablando de la nueva ciencia-ficción, más rigurosa en cuanto a los planteamientos matemáticos de sus conclusiones, pero no menos fantástica de lo que pueda serlo el relato tradicional de los marcianos y androides. Los invasores del espacio, esos pequeños cabroncetes enanos y cabezones que, mientras murmuran cosas como bip-bip-bip, fulminan a un hombre con su rayo ultrasónico, han sido sustituidos por los alucinantes «hallazgos» literarios de los científicos de mayor lustre que pretenden salir a la luz pública como hombres de ciencia rigurosos.

Las exigencias de la NASA al gobierno de Washington de un presupuesto suficiente se fundamentan en las bondades de la conquista espacial, o lo que es lo mismo, en el dominio de nuevos mundos, un plan que se adscribe de lleno en el género narrativo que nos ocupa; por supuesto, hay quienes pueden replicarnos diciendo que lo que persiguen los científicos de la NASA no es construir una fantasía con la que seguir recibiendo dinero de las arcas públicas –millones y millones de dólares que a veces acaban en el cubo de la basura–, sino encontrar nuevos territorios inexplorados por el hombre, pues de lo contrario estaríamos inmersos en una estrechez de miras fabulosa, propia de un cateto de pueblo que mira a las estrellas encogido de hombros. Nadie niega, por cierto, la importancia y significación científica del progreso y los avances tecnológicos que llevan a cabo tantos hombres de ciencia respetables, pero lo que parece evidente es que, muchas veces, el presupuesto asignado se otorga sobre una base más fantástica de lo que se pudiera pensar en principio, pues no se apela tanto al dominio de espacios cognoscibles, sino a áreas casi imposibles con la propia tecnología usada; y es que la NASA no solo busca fósiles de marcianos en el interior de alguna roca rojiza, sino galaxias vivas, civilizaciones ocultas detrás de alguna nebulosa. Si sumamos a esto el hecho de que muchos de los estudios que se patentan en EEUU vienen construidos por la ideología positivista de universos que nacen de explosiones inesperadas, dimensiones novedosas y agujeros de gusano, vemos que la base, el entramado del «progreso» tecnológico, se fundamenta hoy en anhelos puramente fantasiosos, cuando no metafísicos, lo que no impide, por cierto, que puedan descubrirse (como de hecho, se descubren) nuevos planetas, nuevas formaciones de galaxias, &c.

Es decir, que haya una excusa formal sobre trazados pertenecientes al género narrativo ficticio (agujeros negros, tripulantes que caen a otra dimensión, alguna civilización perdida) no obsta para que, a partir de estos presupuestos, puedan llevarse cabo descubrimientos de relevancia en el campo de la astrofísica. Si a este asunto sumamos, finalmente, el que las mencionadas ayudas por la «conquista del espacio» se articulan sobre la proyección imaginaria de nuevos mundos posibles, y lo unimos, asimismo, –como ya dejó bien claro Gustavo Bueno en su obra La vuelta a la caverna– con las investigaciones científicas desarrolladas para el aparato de defensa del imperio entorno a la bomba atómica (pues las bombas nucleares, como otras bombas de destrucción masiva de nuevo implante, no se siguen teniendo, según parece, como arma disuasoria contra otra superpotencia, sino como «respuesta» hipotética contra invasores del espacio), llegamos a la definitiva conclusión de que, sea por activa o pasiva, desde un plano de «amor por el descubrimiento» o en base al imperio realmente existente, la ciencia-ficción se ha apoderado de las ideas de tantos y tantos políticos, científicos, militares y, en general, demás ciudadanos que la asimilan creyendo, por otra parte, estar convencidos de la consistencia de sus credos galácticos. Alejados ya de la confrontación de dos superpotencias que abriesen una nueva guerra fría, el alien es, por así decirlo, la mejor excusa para el desarrollo de la técnica destructora absoluta, pues solo una bomba atómica puede protegernos de la tecnología superior de nuestros «visitantes». Por cierto, el plan de la administración Reagan de construir un fabuloso dispositivo tecnológico increíblemente desarrollado con el fin de poder interceptar misiles soviéticos, se conoció, popularmente, como «la guerra de las galaxias». Es decir, las relaciones de la energía atómica como base de la destrucción masiva y la visión popular de los cuentos galácticos no han parado de acentuarse nunca.

La aniquilación completa de una ciudad con energía atómica goza de una impopularidad evidente, por lo que es mejor exhibir el potencial destructor como posible respuesta a un invasor del espacio. En el mundo occidental, esta conciencia adquiere las veces de una paradoja insufrible, pues muchos tienden a decir que lo que hicieron los americanos en Hiroshima fue imperdonable (tan imperdonable como lo que hicieron los japoneses en los campos de concentración de China, o los alemanes en los suyos), una aberración contra la Humanidad (¿qué humanidad, la asiática, la nipona?), y sin embargo, recogiendo las cifras de muertos y la destrucción en Dresde, pocos censuran el infernal bombardeo aliado sobre los alemanes; como si, en efecto, fuese mejor ir matando a cien mil personas de una en una, que hacerlo a todas a la vez. Lo que aterraba, y aterra de Hiroshima, fue que la tecnología militar fuese capaz de destruir tanto en tan poco tiempo. Al menos, pensaban algunos, el asesinato es parcialmente limitado, y las victimas no sobrepasan nunca un número «razonable». Pero el hecho de que hubiese artefactos con poder de destruir ciudades en un segundo convirtió el panorama de las relaciones entre los Estados más potentes en una tensa calma; de hecho, como se ha venido demostrando (y con la excepción de que haya, o pueda haber, alguna organización terrorista que se apodere de esta tecnología para sus fines destructores) el arma nuclear ya no existe entre las Naciones para ser usada en efecto, sino para emplearse como idóneo mecanismo inhibidor. El mejor inhibidor estatal de las mayores potencias es la bomba atómica, de eso no cabe duda, como incluso se refleja en el conflicto entre dos países subdesarrollados como India y Pakistan. Fuera, por tanto, de los esquemas de un empleo real sobre otras potencias (es decir, sobre la convicción de que se construyen bombas de ese tipo no tanto para lanzarlas contra otro Estado como para amenazar con hacerlo, al modo en que China usa sus desfiles militares como pavoneo contra la desobediencia de Taiwan), la energía atómica es usada como propaganda contra el cruel invasor del espacio que viene a someternos como lo hacen unos hombres contra otros. La bomba será incluso una idea imaginativa para la resolución de problemas del espacio «coyunturales», como lo demuestra la película Deep Impact (1998), protagonizada por el inevitable Bruce Willis, y donde un misil perfora la base de un meteorito que viene para estrellarse contra nuestro planeta.

En el ámbito académico, destaca la figura de Stephen Hawking, uno de los escritores de ciencia ficción de mayor calado de la actualidad, solo que, a diferencia de Asimov, por ejemplo, a Hawking pocos le consideran de tal forma, pues tienden a calificarle como un intachable científico, un «genio» a la altura de Albert Einstein. Sin embargo, los vaivenes de sus extravagantes teorías galácticas entorno al tiempo y el espacio, sus relatos «científicos» impregnados de la dulce esencia mítica del Big Bang y sus electrónicos discursos en aforos llenos hasta la bandera, le convierten en uno de los apóstoles de la nueva literatura pseudo-científica, o sea, perteneciente al género de ciencia ficción. Para más inri, el señor Hawking (que se une a la panda de físicos impregnados por la ficción científica, como Carl Sagan; son los nuevos físicos mediáticos) añade a su verborrea mecánica su grimoso aspecto televisivo, caracterizado por su presencia de paralítico genial que, desde el caparazón de su esclerosis múltiple, propaga las verdades más absolutas acerca del Mundo. Estamos completamente seguros de que su comercializada popularidad se debe, en buena parte, no tanto al interés literario de su obra (que también, pues es recomendable leer fantasía capciosa adornada con lenguaje de divulgación científica) como a su físico de pequeño hombre desamparado. Nadie niega la tragedia personal del señor Hawking, por cierto, tan solo remarcamos que el interés hacia sus obras es tan alto por esas constantes apariciones públicas en las que despierta –entre un auditorio bien nutrido– tanto una indeleble sensación de sorpresa como de lástima hacia el genio prisionero por su drama. A propósito, este escritor de cuentos meta-científicos habla por medio de un aparato electrónico que acciona con sus dedos, dotando a su voz del sesgo tecnológico de una implacable máquina que suelta verdades cósmicas, un nuevo semi–androide si cabe.

7. Epílogo: La secularización de ideas religiosas entorno al género científico

Lógicamente, detrás de Hawking, como detrás de los disparates modernos de tantos otros «hombres de ciencia», lo que pervive es la ideología positivista del nuevo milenio, adaptada a los rigores de viejos mitos que, por cierto, acaban siendo consistentes con el credo católico. Y es que la ciencia ficción se encuentra adornada por un indeleble sesgo religioso, con independencia de que quienes deciden hoy publicar sus obras «científicas» se consideren o no ateos; eso es irrelevante, pues lo que importa no es el «sentimiento» ni las convicciones personales de sus autores, sino el resultado de sus obras. La vocación del FBI de imponernos la visita fotografiada de los invasores del espacio hacia los años 50 (al margen de los propósitos reales de semejantes argucias políticas con las que ir entreteniendo a la población mientras se lanzan decenas de bombas nucleares en el desierto de Arizona) parece pertenecer sin duda a una nueva tipología de tonalidades religiosas, donde el numen es el extraterrestre antropomorfo que acude a nuestro planeta con intenciones desconocidas. Desaparecidas las religiones primitivas, la «emergencia» del alien es un punto de conexión mítico con las verdades de la religión primaria, pues el ser de otra galaxia (un animal después de todo) será hoy lo mismo para nosotros de lo que fue para el hombre prehistórico el numen que encarnaba algún animal terrestre. Por otro lado, si se habla del origen cósmico –el Génesis de la Biblia «científica»–, no es sino aludiendo a todo el espectro de historias que hacen referencia a una creación inesperada, «tocada» por el dedo de Dios, sin duda, y en consecuencia, compatible con la ideología pro–santurrona de los científicos aludidos. Y por último, el Apocalipsis nuclear se recubre de innegables referencias bíblicas que aluden, una y otra vez, al desastre de una Humanidad que ha caído en sus propios errores; la versión moderna de este juicio final (como ocurre en la nefasta Terminator 3, el día del juicio, El fin de los días, hasta un largo etcétera) corresponde con los párrafos del Libro Sagrado en los que la Tierra se agita, se abren brechas y los hombres quedan sometidos a sus propias infamias:

«El primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y fuego mezclados con sangre, que fueron lanzados sobre la tierra; y la tercera parte de los árboles se quemó, y se quemó toda la hierba verde.»

Así, la pseudo-ciencia se manifiesta hoy como el estudio de una «creación» espontánea del Mundo que cuenta con todas las bendiciones del Vaticano, o incluso de alguna secta espontánea; la visita de nuevos seres que encarnen a ídolos ya perdidos en la historia; la aparición de «agujeros» cósmicos donde el tiempo y el espacio queda devorado como por un embudo prodigioso que nos transporta (¿quién sabe?) a otras regiones recónditas, donde el Universo (sea lo que sea eso, o lo que entienda la comunidad científica por universo) se fragmenta en dos o más partes, o donde sencillamente no hay un solo Universo sino muchos otros –el Multiverso de Moorcock–, aunque siempre respetando las coordenadas de la explosión divina y sus efectos emergentes, destructores, según parece, de nuestra propia y elaborada ontología materialista; y, en definitiva, se expone un mundo donde el hombre cae por las consecuencias de su propia humanidad (de nuevo el símbolo del pecado original planea sobre la cháchara catastrofista) y donde jugar a «crear» vida de la nada –al modo en que lo hace Frankenstein con su criatura– supone tanto una nueva puerta hacia el progreso como el primer paso de una fatalidad inevitable, sin duda debida a sustituir a Dios en su papel en la existencia, como lo reflejan los credos católicos que luchan contra los estudios genéticos bajo el argumento de que, así, no se está sino haciendo algo que no nos corresponde en modo alguno. En consecuencia, vemos que una buena parte del trabajo pseudo-científico de la actualidad tiene claros referentes religiosos aunque pretenda instalarse en un «agnosticismo» objetivo y neutro, y que de la fusión de aplicaciones matemáticas y físicas, de los trabajos de laboratorio que responden a la ideología dominante, con la mitología católica de mundos emergentes y un Apocalipsis provocado por el progreso (el mismo, por cierto, que en ocasiones atenta contra los credos religiosos al plantear dudas «razonables» sobre alguna intervención divina), surge esta nueva literatura de corte fantástico en la que se basan autores menos dotados que sus «científicos» inspiradores.

El mencionado extraterrestre también tiene una función «evangelizadora» que cumplir en la Tierra, pues si no se presenta como un numen extraño, se lo expone como el principio de alguna verdad mística. En los últimos tiempos han surgido numerosas sectas que predican a cerca de un origen biológico ocasionado por alienígenas competentes: es el caso de los llamados Raelianos, famosos sectarios conducidos por un antiguo piloto de carreras que se hace llamar Rael y que, desde hace veinte años, a parte de sacarle el dinero a un buen puñado de fieles y de cepillarse a un harén de muchachas bellas y sumisas en pos de la verdad «sublime», nos habla de su propia revelación: parece que el piloto de carreras tuvo un encuentro (no sabemos si en la tercera o cuarta fase) con un extraterrestre, donde se le informó de que la especie humana había sido concebida, miles de años antes –para tristeza de Darwin– entre las paredes de un laboratorio. De modo que el hombre es un ser artificial del laboratorio alienígena de los amigos de Rael. Con su coletita de samurai caduco y su traje «espacial» plateado, el líder de esta famosa secta se nutre del mito religioso para construir un negocio gigantesco de proporciones inquietantes; con los millones de dólares que los raelianos tienen ya en la hucha, proyectan la construcción de un santuario a la altura del mensaje de su líder. Pues en sus predicados se concentra una fusión de temáticas que unen el mito extraterrestre con la perpetuidad eterna del individuo por medio de la reproducción clónica (a propósito, no debemos eludir el peso de la noticia sobre el gigantesco fraude que han resultado ser los experimentos de clonación del científico coreano Hwag Woo–suk, quien el 24 de diciembre de 2005 presentó su dimisión ante el escándalo). Así, la tecnología genética sirve de base para el credo religioso oportuno. Sobre este mismo hecho, la señora Brigitte Boisselier, una doctora francesa (con pinta de antigua estrella del cine porno retirada), miembro de la susodicha secta, aseguró públicamente, no hace mucho, haber clonado a un ser humano (¡caramba!, la llamó «Eva», ¿por qué será?), aunque hasta el momento nadie tiene la menor prueba de ello.

Poco importa que la ciencia vaya o no en contra de la religión actualmente existente –la recrecida estructura de una religión terciaria, como la ubicada en Roma– pues lo que nos atañe es la realidad de una «radiación» ideológica que tiene a «hombres de ciencia» para sus propósitos y que, sobre las leyendas modernas, concibe una nueva tradición literaria muy recomendable para los espíritus imaginativos: fabulosos cuenta-cuentos que toman el positivismo de la actualidad para narrarnos nuevas leyendas, que no son sino encarnaciones de otras mucho más antiguas que aluden a la materia y el Caos. Se mezcla una supuesta verdad científica con supersticiones medievales entorno a alguna aterradora profecía, símbolo ominoso de nuestro futuro. Esta radiación contamina, por lo común, y sin excepciones, a científicos de cierto prestigio social, a políticos de países poderosos, papas, cardenales, antiguos pilotos de carreras reconvertidos en líderes sectarios, militares, estrategas, analistas bursátiles, amas de casa, enanos de circo y bailarinas tristes. Se habla del génesis y se menciona una emergencia ad hoc, y se concluye diciendo que la gran paradoja humana se encuentra en que el avance tecnológico nos ha conducido a nuestra propia dependencia sobre los instrumentos que hemos fabricado, cayendo con ello en un nuevo moralismo santurrón o doctrinal; la máquina es así la metáfora de las falacias del hombre, –la máquina la construye el «diablo» podrá decir un clérigo que escribe su homilía frente a la pantalla de un ordenador conectado a internet– y por ella caerá en su propia desgracia. De esta forma podemos ver que la esencia de la ciencia-ficción contemporánea no es otra que la del «nuevo pecado original», al modo en que Adán y Eva quisieron probar los frutos del árbol de la Ciencia, cayendo finalmente en la peor de sus desgracias. Hoy la pareja primigenia sería, para el género que nos ocupa (y que revela, de algún modo el futuro y las singularidades humanas) dos androides de distinto sexo que acuden al nuevo árbol científico –acaso un rascacielos donde se esconde la sabiduría tecnológica suprema– en busca de una verdad completa que los aleje de las tinieblas de su ignorancia.

 

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