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El Catoblepas, número 47, enero 2006
  El Catoblepasnúmero 47 • enero 2006 • página 13
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Materialismo filosófico, Implantación política
e Implantación gnóstica de la Filosofía

José Manuel Rodríguez Pardo

Acerca de la crítica de Tomás García López a Alberto Hidalgo Tuñón y de la metafísica idealista que este último ejercita en su análisis de Martín Heidegger

«Es verdad que la Inglaterra ha mostrado no pocos genios tan altos, o de tan superior nota, que ha movido a algunos Literatos de otras Naciones a concederle alguna ventaja genial sobre las demás. Heideggero, Autor Alemán, reconoció en los ingleses un genio más sutil que en las demás Naciones.»
Feijoo, Cartas Eruditas y Curiosas, tomo IV, carta 13, 15.

Tomás García López ha realizado una crítica («Comentarios impertinentes») a Alberto Hidalgo Tuñón a raíz de su artículo «Crítica al 'pensar' de M. Heidegger desde el materialismo gnoseológico (a propósito de la distinción entre 'Ciencia', 'Weltanchauung' [sic] y 'Filosofía')», que abarca las páginas 77 a 107 del IV número de Studia Philosophica (2005), revista del Departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo. En esa crítica ha señalado la filosofía de carácter idealista que esconde una comparativa entre Heidegger y Gustavo Bueno realizada por el propio Hidalgo en la Nota 2 de su escrito. Hemos de decir que el artículo de Tomás García es de por sí suficientemente brillante, pero consideramos conveniente analizar el resto del artículo, es decir, las tesis que Hidalgo Tuñón suscribe sobre Heidegger y el tipo de Filosofía que ejercita para defenderlas.

Para ello utilizaremos como base fundamental los conceptos de Implantación política e Implantación gnóstica de la conciencia filosófica, expuestos en el libro de Gustavo Bueno Ensayos materialistas (Taurus, Madrid 1972; págs. 235-263) y de forma más escueta en el opúsculo Qué es la filosofía (Pentalfa, Oviedo 1995).

La definición que aporta el materialismo filosófico de la implantación política de la filosofía es la de una formación histórica y cultural, subsiguiente a otras formas de conciencia asimismo históricas; es decir, que la Filosofía sería considerada como un producto dependiente (aunque no reducible a ellas) de las propias condiciones históricas y sociales. Por el contrario, la implantación gnóstica se define respecto de aquella Filosofía que se considera nutrida de sí misma, exenta de cualquier otro saber del presente (la vida teorética de Aristóteles, por ejemplo, que solamente se preocupa de sus propios pensamientos). Desde esta distinción, podemos diagnosticar como de implantación gnóstica a la Filosofía ejercida por Alberto Hidalgo en su análisis de Martín Heidegger –o Heideggero, según señala Feijoo en la cita inicial, autor alemán más generoso que su compatriota del siglo XX, ya que consideraba que también puede pensarse en inglés–. Las siguientes líneas son un desarrollo de esta tesis.

* * *

En Studia Philosophica IV dice Hidalgo: «Como se sabe, Heidegger defendió la tesis de que sólo se podía filosofar en griego o en alemán, pues la filosofía es la forma genuina de pensar europeo. Mas allá de la irritación que este argumento provocó en Víctor Farías y otros hispanos que sufrieron en sus carnes el desprecio teutón, es preciso entrar a juzgar su validez con 'otros' argumentos. Descalificar a Heidegger por nazi no es más que practicar la recíproca ideológica, mediante la cual los nazis se permitieron el lujo de prohibir la teoría de la relatividad, porque su autor era judío» (págs. 78-79).

Y, por supuesto, también incluye la referencia que ha suscitado el artículo de Tomás García, tras afirmar, citando a Félix Duque, que es absurdo tildar la Política de Aristóteles de esclavista por su defensa de la esclavitud: «Ceteris paribus, tan insensata, diría yo, como creer que el materialismo filosófico de Gustavo Bueno es aznarista o, peor aún, que es ideológicamente heredero de la Falange Española de las JONS por el hecho de que su autor haya llevado camisa azul en su juventud, o haya tenido la veleidad de defender peregrinas (más que discutibles) y nunca justificadas decisiones políticas, como nuestra participación en la guerra de Irak, utilizando algunos argumentos de su filosofía política y de su potente reelaboración de la idea de Imperio» (Nota 2, págs. 78-79).

Sin embargo, esta afirmación de Hidalgo, desenmascarada por Tomás García, en realidad es inexacta. Gustavo Bueno ni llevó camisa azul en los tiempos del franquismo{1}, ni mucho menos justificó la guerra de Iraq; su única realización fue explicar los motivos que llevan al estallido de un conflicto bélico, desde una Filosofía que el propio Alberto Hidalgo califica como «potente», sin aclarar si está de acuerdo con ella o no. Es más, quien sí justificó la guerra de Yugoslavia de 1999 capitaneada por Estados Unidos fue el filósofo posmoderno y seguidor de Martín Heidegger, Juan Vattimo, reciente Doctor Honoris Causa por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), con fervoroso y entusiástico discurso de acogida de la heideggeriana Teresa Oñate. Ignoro si tales veleidades son conocidas por Alberto Hidalgo, pero desde luego éstas sí que son totalmente ciertas; ahí está la prensa de la época para constatarlas.

En segundo lugar, porque tal afirmación de Alberto Hidalgo implica un condicional, a saber: que quienes acusen a Heidegger y su Filosofía de ser nazis, tendrán que asumir la acusación que ha caído sobre Gustavo Bueno de falangismo y de «aznarismo». Afirmación no exenta de trampa, similar a la que habría en un debate de Televisión Española sobre los matrimonios homosexuales con el Ministro del ramo que ha promovido esa moción, o en un posible debate sobre el estado de la Universidad española con un rector o vicerrector de una de las Universidades españolas presente; en ambos casos, tanto el Ministro de Justicia como el Rector o Vicerrector, en tanto que cargos públicos, se dedicarían a decir que todo está muy bien y que poco hay que discutir, y que por supuesto si hay algún problema o defecto en los asuntos pertinentes, a ellos no les consta tal circunstancia.

Y así obra en el fondo Alberto Hidalgo, como que no le constan las consecuencias filosóficas que se derivan de tan ambiguas y erróneas afirmaciones. Y sin embargo, estas afirmaciones a pié de página en la Nota 2 son muy significativas, todo un síntoma de una Filosofía de corte idealista que absolutamente nada tiene que ver con el materialismo filosófico desde el que Alberto Hidalgo Tuñón pretende analizar a Heidegger, y desde el que busca equiparar la trayectoria biográfica y filosófica del teutón y su Fenomenología Hermenéutica a la de Gustavo Bueno y el materialismo filosófico.

Sin embargo, debería cuidarse Alberto Hidalgo de identificar su forma de razonar con el materialismo filosófico, pues ignora detalles fundamentales; detalles que no habría que menospreciar pensando que son supuestas derivas mundanas, contingencias, sino elementos de suma importancia. Por ejemplo, que el propio materialismo filosófico ya trató, si acaso brevemente, sobre las tesis del chileno Víctor Farías, por propia persona de Gustavo Bueno, en una reseña sobre el citado libro titulada «Fascismo y filosofía», en El Basilisco nº 1 (2ª época) (1989), págs. 85-87 –curiosamente, en las páginas 89-91 de ese mismo número aparece una reseña del propio Alberto Hidalgo Tuñón, con lo que resulta extraño que ni siquiera tuviera conocimiento de esta otra reseña–. Lo interesante es que en tal reseña Gustavo Bueno no censura a Farías por presentar un libro sociológico o sociologista, sino que lo considera un libro fundamental, pues lo que se puede deducir a través de él es que la tesis de Heidegger «sólo se puede pensar en alemán» u otras tesis sobre el destino de Europa y Alemania se refieren a la propia forma de expresión de la Filosofía, que no puede ser científica, sino la del lenguaje común, ya sea español, inglés, francés o alemán. A juicio de Bueno, Farías no reduce a Heidegger al nazismo, sino que el nazismo ha sido reducido a Heidegger:

«Pero si el interés del libro de Farías es tan profundo como suponemos, habrá que pensar en que la reducción de referencia es aparente (al menos en el sentido de una reducción «descendente» de la metafísica a la política). Por lo menos porque, a la vez, lo que se está reduciendo (ahora de modo 'ascendente', la política a la metafísica) es el nacional socialismo, o, por lo menos, Alemania, o, por lo menos, Europa, a la condición de una concepción metafísica, es decir, de una concepción del hombre y del mundo capaz de autorizar incluso un holocausto futuro, si no ya de millones de judíos, sí de millones de negros, de chinos, de tullidos, o de ancianos. (Tampoco puede decirse que Hegel redujo Dios al espíritu humano, si a la vez no se tiene en cuenta que elevó el espíritu humano a la condición divina).» (pág. 86.)

Entonces la cuestión toma un cariz distinto, porque el problema no es que Heidegger se desenvuelva en un contingente momento de dominio nazi e ingrese en el NDSAP como quien apoya una decisión política extemporánea y no bien explicada (como Hidalgo le imputa a Gustavo Bueno a propósito de la guerra de Iraq); el problema reside en que las tesis de la Fenomenología Hermenéutica de Martín Heidegger sirven para explicar (bien o mal, la potencia de esa Filosofía es otra cuestión) el nazismo, del mismo modo que no cabe decir, siguiendo la cita de Félix Duque, que la Política de Aristóteles sea esclavista, sino que sólo desde la Política de Aristóteles puede explicarse el esclavismo (estas cuestiones del ordo essendi y el ordo cognoscendi aparecen tratadas con mayor extensión en La Metafísica Presocrática, Pentalfa, Oviedo 1974, páginas 7-35). De hecho, la potencia de una filosofía habría que medirla no en el ordo essendi, en sus origenes, sino en el ordo cognoscendi, en su capacidad para explicar los fenómenos de su época; en el caso del materialismo filosófico, no es la guerra de Iraq la que explica la filosofía materialista, sino que es el «potente» (en palabras del propio Hidalgo) materialismo filosófico el que es capaz de ofrecer la mejor explicación a la Guerra y la Globalización; al menos mucho mejor que el idealismo de la paz perpetua desde el que parece moverse Alberto Hidalgo, como bien ha diagnosticado Tomás García.

De hecho, en la citada Nota 2 señala que Habermas «parece apoyar a Farías al prologar el libro». Pero el propio Habermas, después de haber señalado que hay referencias explícitas al nazismo en las obras de Heidegger, quien considera el nacional socialismo como una etapa de la Historia de la Metafísica, culmina su análisis diciendo:

«Una cosa es el compromiso de Heidegger con el nacionalsocialismo, que tranquilamente podemos dejar al juicio histórico, moralmente más sobrio, de quienes nos sucedan; y otra cosa es el comportamiento apologético de Heidegger tras la guerra, sus retoques y manipulaciones, su negativa a distanciarse públicamente del régimen al que públicamente había prestado su adhesión. Esto nos afecta como contemporáneos. Pues, en la medida en que compartimos con los demás un mismo contexto de vida y una historia, tenemos derecho a pedirnos explicaciones unos a otros.» (Jurgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales. Tecnos, Madrid 1989, pág. 57.)

Es decir, que para Habermas el nuevo régimen socialdemócrata alemán inaugurado por Conrado Adenauer era en realidad otro «mundo de la vida» (Lebenswelt) que nada tendría que ver con el nazismo. Sin embargo, Habermas no duda en mostrar su malestar porque Heidegger nunca se haya distanciado públicamente del nazismo. En el fondo, lo que Habermas está criticando es que Heidegger reconoce con su silencio que el nazismo no es un episodio pasajero o accidental de la Historia de Alemania, sino su momento culminante, en el que pudo dominar el mundo y fracasó, conformándose con la paz de la derrota, la imposición de los vencedores. Así, la memoria histórica de Habermas –donde el nazismo sería un episodio ajeno a la Historia de Alemania, y que en todo caso habría que dejar al juicio de posteriores generaciones– demostraría ser inexacta, pues siempre sería truncada por el silencio del fundador de la Fenomenología Hermenéutica. De hecho, bien puede decirse que la afirmación de Gustavo Bueno repetida en varias conferencias –«De Lutero se va a Hegel, Nietzsche y Hitler»–, no resulta una anécdota, sino una referencia al mismo ortograma o proyecto histórico compartido por estos autores, que desembocaría en Hitler y tendría en Heidegger uno de sus últimos jalones, siguiendo lo afirmado por Leoncio González Hevia en su artículo «El régimen nazi y su germanismo protestante».

No obstante, aun habiendo localizado ya el carácter gnóstico de la Filosofía de Alberto Hidalgo, que ha renunciado a señalar cualquier tipo de relación de la Filosofía de Heidegger con su presente histórico, no menos interesante resulta constatar que el propio Alberto Hidalgo cae en contradicciones como las que siguen:

«El imperio del funcionalismo pragmatista nos ha hecho olvidar los aspectos sintácticos y semánticos del conocimiento, que gozan de materialidad propia, y son capaces de imponer su lógica relacional, a veces por 'encima de la voluntad de poder'. Que el conocimiento sea una 'construcción' no implica que sus constructos sean meramente sociales, 'sociofactos', ni exclusivamente técnicos, 'artefactos'. Las vitaminas o los plásticos no sólo han cambiado ontológicamente la composición del mundo, sino también gnoseológicamente la cosmovisión y las estructuras cognitivas de las culturas y civilizaciones coetáneas. De la misma manera que la superioridad militar mengua el juicio sobre los aspectos sociales y culturales de las civilizaciones [sic], la espectacular influencia filósofica de Heidegger en el siglo XX, exacerba la confrontación entre 'adeptos' y 'detractores', haciéndonos renegar del sobrio razonar que constituye la esencia de la filosofía y obligándonos a incurrir en la deleznable condición de fabricantes de ideologemas.» (pág. 79.)

Resulta cuando menos sorprendente leer que los plásticos han cambiado ontológica y gnoseológicamente el mundo, para menospreciar unas líneas después el poder militar de una civilización determinada, comparándolo a los ideologuemas que, según Alberto Hidalgo, oscurecen el juicio sobre Heidegger. Pero el poder militar no es algo aislado de lo que no pueda dar cuenta una Ontología o Gnoseología, sino que es resultado del desarrollo de la civilización de referencia.

Por poner un ejemplo relativo a la Historia de España: el derrumbamiento de la civilización azteca residió, entre otros motivos, en su carencia de instrumentos de metal, que no sólo sirven para la rápida y eficiente construcción de una ciudad (civitas), sino también para defenderse de ataques enemigos: Cortés ganó a los aztecas gracias a sus armas, aunque sobre todo gracias a las alianzas que fraguó con las tribus que eran víctimas del canibalismo azteca y de su necesidad de mano de obra sufriente. Además, estas mismas tribus, sólo con la adquisición de herramientas metálicas (junto a la tracción animal) lograron reducir casi todo el pesado trabajo que tenían que realizar, lo que sin duda fue decisivo en la consolidación de la civilización occidental en América que representaba España. Y desde luego que sin esas mismas armas metálicas, además de los arcabuces y cañones, hubiera sido imposible que esa misma civilización pudiera consolidarse frente a amenazas externas e internas.

Y ahora, para centrarnos en el caso alemán: ¿acaso puede sostenerse que la ideología nazi que menospreciaba la racionalidad de los judíos, no tuvo efectos en su capacidad bélica? Precisamente, al menospreciar a Einstein por judío, Alemania perdió la posibilidad de llegar a construir la bomba atómica, lo que le habría dado sin duda una posibilidad de salvar la contienda mundial. Sin embargo, Alberto Hidalgo no parece muy dispuesto a analizar los contextos del mundo entorno en el que vivió Heidegger.

Así, dice que «en lugar de constatar el proceso de neutralización del sujeto gnoseológico en las Ciencias Naturales, Heidegger explica la acción científica como un 'retirarse', un 'dar un paso atrás' para dejar que se manifieste 'el ser de los entes'» (págs. 98-99). Pero al acusar a Heidegger de no conocer esta dialéctica de neutralización del sujeto propia de las ciencias que desde la Teoría del Cierre Categorial muchos han analizado y seguirán analizando (pues aún no está completa), en definitiva, el acusar a Heidegger de no haber alcanzado el nivel argumentativo del materialismo filosófico, Alberto Hidalgo usa un argumento tan anacrónico, absurdo y extravagante como sería el acusar a Platón de no haber tenido en cuenta la mecánica cuántica.

Y es que el propio Hidalgo reconoce la limitación que supone no conocer las «investigaciones paleontológicas y prehistóricas (incluidas las dataciones sobre los diversos australopitecinos y, dentro del género homo, desde el habilis al sapiens)» en la página 98 de su artículo, algo que el teutón no podía conocer durante los años de redacción de su magna obra Ser y Tiempo. Es más, para llegar al nivel del materialismo filosófico, habría que superar el dualismo entre Naturaleza y Espíritu, algo que sólo pudo realizarse ya entrada la década de 1970, con la popularización de la Etología, que prueba que también hay voluntades no humanas de las que no sólo provenimos por evolución, sino que además también razonan y hasta poseen una cultura. No obstante, es cierto que en Alemania, en la década de 1920, la Etología ya era conocida, e incluso los principales adalides de esa disciplina surgida del darwinismo eran alemanes (los futuros Premios Nobel Lorenz y Von Frisch, incluso Uexküll). Sin embargo, era perfectamente compatible esta postura con la perspectiva nazi: al fin y al cabo, que los animales demostraran conductas en apariencia racionales, era una forma de equiparar a judíos, negros y demás «infrahombres» con ellos, reservando la verdadera vida, la vida «espiritual», al pueblo alemán, el único que verdaderamente puede pensar según Heidegger.

Y es que Alberto Hidalgo, tan buen conocedor de la Sociología del Conocimiento y la Sociología de la Ciencia, olvida clamorosamente los contextos sociológicos que influyen en Heidegger, que también podrían analizarse según las influencias que señala el materialismo filosófico (Teoría del cierre categorial, §14.), por ejemplo, el «eclipse del darwinismo» (en expresión de Bowler) que aún se sentía en aquella época en la forma de la contradictoria teoría sintética (influencia limitativa); el desprecio universitario al marxismo y por lo tanto a una explicación materialista de la historia, debido a la reducción de toda vida a vida «espiritual» (influencia directiva o selectiva), y la polémica entre las llamadas Ciencias de la Naturaleza frente a las llamadas Ciencias del Espíritu, en la forma de conflicto positivismo lógico/espiritualismo en el ámbito universitario (influencia conformativa). A lo más que llega Hidalgo es a reconocer que se «comprende la fascinación que Heidegger ejerció sobre los jóvenes alemanes, atenazados entre el malestar generalizado postbélico y la auto-relativización de la cultura de la que empezaba a nutrirse una incipiente e hipercrítica sociología del conocimiento de la mano de Scheler y Mannheim, entre otros» (págs. 80-81), aparte de unas cuantas líneas sobre el concepto de intelligentsia que Heidegger y otros tenían de sí mismos, gremialismo que veían amenazado por la eclosión de la ciencia y de filosofías «populares» como el marxismo.

En definitiva, el propio Alberto Hidalgo cae en la contradicción de criticar a Heidegger por no fijar la base de la Filosofía en las ciencias de su presente, para después exigirle conocer un sistema filosófico forjado en otro momento histórico. No deja de ser curioso también que en una reseña suya al libro El marco conceptual de la Psicología de Egon Brunswik, traducido y prologado por Juan Bautista Fuentes Ortega (publicada en El Basilisco, nº 7 de la segunda época, 1991, págs. 94-97), acuse al traductor de reprochar a Brunswik el no haber llegado al nivel del materialismo filosófico. Varios años después, parece que sus propias acusaciones, en otro contexto determinante, se vuelven en contra suya.

Además, el propio Hidalgo da claves para interpretar de otra forma alternativa a Heidegger, pues reconoce que el relativismo está presente en su Fenomenología Hermenéutica, como cuando dice que la cuestión «es si merece el nombre de filosófica la mera constatación perceptiva de que existe una realidad o ser exterior que se resiste a ser dominada por el Dasein, pues, si se admite eso, no hay diferencia entre mito y logos, ni entre magia y ciencia» (pág. 97). Por lo tanto, Heidegger nos coloca en la posición del irracionalismo que tanto caracterizó los ambientes nazis, donde el ocultismo, la magia negra y numerosas sociedades secretas, consideradas dueñas de un poder sobrenatural, campaban a sus anchas en una de las naciones que mayor desarrollo industrial había alcanzado.

Una nueva contradicción empieza a aflorar cuando Alberto Hidalgo señala que para Heidegger «sus trabajos 'prueban' que la investigación filosófica sobre los fundamentos conceptuales puede y debe preceder a las ciencias positivas. Para el materialismo filosófico, en cambio, son las ciencias las que pueden y deben preceder a la reflexión filosófica de segundo grado, pues Platón presupone la existencia de la matemática y Tales la de la astronomía científica» (pág. 84).

Sin embargo Hidalgo, después de criticar a Heidegger, dice que, a pesar de las críticas, es compatible con el materialismo filosófico, cuando la fenomenología hermenéutica es tan inmiscible con el materialismo filosófico como el agua lo es con el aceite. De hecho, Alberto Hidalgo parece inscribirse en la línea de quienes han convertido al materialismo filosófico –y en especial a la persona de Gustavo Bueno, en una suerte de culto a la personalidad– en un «grupo de transformaciones idénticas» que les permite reafirmar sus ocurrencias doctrinales identificándolas con este sistema, a pesar de sus incompatibilidades. Así, hemos visto el caso de David Alvargonzález, quien en la polémica sobre la religión primaria convirtió a sus críticos en meros elementos neutros que en nada afectaban a sus tesis, pues no le habían entendido [sic] –sin llegar a explicar cuáles eran los motivos de sus yerros–, para rematar la faena afirmando que el artículo de Gustavo Bueno («Sobre la verdad...») donde se le clasificaba junto al positivismo de Gonzalo Puente Ojea, en realidad le estaba dando a él toda la razón («Comentarios...»).

Sin embargo, esta situación no es nueva, pues ya la hemos visto en la grotesca mezcla de materialismo y liberalismo que Antonio Muñoz Ballesta nos ha ofrecido, y también en varias colaboraciones de Pelayo Pérez, quien ya en su primer artículo «Discusión o Filosofía» equiparaba a Deleuze con el materialismo filosófico, algo imposible para quien ha leído la crítica de Bruno Cicero Poo a la metafísica deleuziana («¿Qué es la filosofía según Deleuze?»). Hidalgo sería, por lo tanto, el penúltimo jalón de esta peculiar trayectoria.

Y decimos esto porque esa forma de disimular los contextos determinantes en los que se desarrolla la Fenomenología Hermenéutica, convirtiéndolos en simples y vulgares ideologuemas propios de resentidos hispanos, en realidad demuestra que Hidalgo Tuñón no se encuentra lejos de las posiciones de Heidegger, al desligar de forma gnóstica su Filosofía de tales contextos, incluso apelando a que Heidegger debería haber conocido el materialismo filosófico, como si fuera una doctrina ya prefigurada. Además, la relación entre el nazismo y Heidegger debería no haber sido pasada por alto para quien se reivindica seguidor del materialismo filosófico.

De hecho, el dasein, en tanto que ser arrojado al mundo (¿creado ex nihilo por Dios quizás?), dotado de facticidad (algo también señalado por Feuerbach o el existencialismo), sería para Heidegger el elemento originario de reflexión filosófica, de una Filosofía puramente autorreferencial, limitada al comentario y etimología de textos pasados. Pero en tanto que ese ser se torna inauténtico por la técnica, hay que volver a lo inmodificado por el hombre, la ciencia en el sentido aristotélico (Metafísica), que sería el objeto de las reflexiones de Heidegger. Ahora bien, si es el lenguaje alemán lo que demuestra el verdadero pensar, será porque tal lengua caracteriza al pueblo de Dios, al pueblo alemán, que ha sido agraciado por el Altísimo. Así, el logos germánico, propio del pueblo que «realmente piensa» (ya Hegel decía que los alemanes pensaban lo que otros llevaban a la práctica) realizaría funciones similares a las del Mito de la Gracia santificante, convertido ahora en Mito de la Cultura. Más que una Filosofía, el planteamiento de Heidegger sería incluso de corte teológico, una suerte de secularización de dogmas luteranos.

Por último, el añadido de la Hermenéutica a la Fenomenología del «ser ahí» implica que la Filosofía debe limitarse a analizar textos de otros filósofos (algo en lo que el discípulo de Heidegger, Juan Jorge Gadamer, se especializó con el famoso diálogo con la tradición contrapuesto a la filosofía positivista). Esto es lo que conduce a la reducción de la Filosofía al «pensar». Y al reducir el pensamiento al alemán, en consecuencia se está tomando partido por el pueblo elegido, tocado por la Gracia divina, frente a quienes serían en realidad satanizados por no ser alemanes (arios) de pura cepa: judíos, gitanos, hispanos, &c. Y aquí la crítica de Heidegger a Dilthey, que Hidalgo Tuñón se esmera en resaltar en varias páginas de su artículo, deslindando filosofía de simple cosmovisión, tiene una importancia aparente, pues la reducción de Heidegger de la Filosofía al pensamiento acaba dejando las cosas como estaban.

* * *

Por lo tanto, con Heidegger estaríamos ante un caso de implantación gnóstica de la conciencia, donde la filosofía ha quedado desligada de sus raíces y ha sido reducida a puro pensar. Diagnóstico que desde luego también habría que realizar sobre la Filosofía que ejercita Alberto Hidalgo, por su rechazo a analizar la importancia del poder militar en la consolidación de las civilizaciones históricas, y por su sustancialización del materialismo filosófico respecto a sus contextos determinantes.

Quizás entonces, más que considerar como un dualismo en la filosofía de Alberto Hidalgo su clasificación de las obras de Gustavo Bueno (distinguiendo entre las obras «académicas» frente a otras que supondría parte de su «deriva mundana», tal y como señaló en un Congreso celebrado en Murcia el año 2003), lo que subyace es una filosofía de implantación gnóstica que considera que las cuestiones sobre la Guerra, el Terrorismo, la Globalización, el nazismo, &c. son en realidad prescindibles o tangenciales para la actividad filosófica.

Parece entonces que este diagnóstico entra en contradicción con el realizado por Tomás García López, quien atribuía a Alberto Hidalgo el proverbial oportunismo socialdemócrata en su proceder. Sin embargo, pensamos que no existe ningún tipo de contradicción, ya que aunque al sabio no le importen ni las guerras ni las matanzas ni los asesinatos, como decía Plotino, sí que pueden interesarle de modo oportunista para mejorar su régimen de vida, su forma de estar-en-el-mundo. De hecho, estos últimos tiempos hemos podido comprobar cómo una filosofía de implantación gnóstica (o ingenua, para simplificar), el Pensamiento Zapatero, no ha impedido que este mismo sujeto y su partido político actualmente en el gobierno de España hayan sacado provecho político a guerras (la de Iraq), matanzas (la del 11 M) o asesinatos e intentos de asesinato (los de ETA).

Nota

{1} Ni el nombre de Gustavo Bueno aparece colaborando en la publicaciones falangistas universitarias del momento (La Hora, Laye, ...). Activismo falangista que si tuvo, por ejemplo, el filósofo marxista Manuel Sacristán (con el que Bueno polemizó a finales de los años sesenta sobre el protagonismo que debía corresponder a la filosofía en el socialismo), autor ampliamente recordado el año pasado al cumplirse veinte años de su fallecimiento. Así en la biografía de Juan-Ramón Capella, publicada en El País, domingo 2 de enero de 2005 (y que no tienen reparos en reproducir sitios tan progres como el «Foro por la Memoria» nodo50.org o kaosenlared.net), puede leerse:

«Manolo tuvo que lidiar con los desajustes escolares ocasionados por la Guerra Civil: en 1940 superó varios cursos de bachillerato. Luego fue un escolar falangista, incluso jefe de centuria, en el instituto Balmes de enseñanza media (...). En la Universidad, simultaneando las licenciaturas en filosofía y en derecho, se situó en el ala izquierda del falangismo y, tras un incidente, la Falange y él mismo siguieron caminos diferentes. El incidente consistió en una especie de conspiración, cuyos detalles y fechas ignoro, en la que, además de Manolo, estuvieron implicados un estudiante de Santiago y otro de Madrid, todos con cargos en el aparato cultural del SEU, el Sindicato Español Universitario. (...) La vinculación falangista de Manuel Sacristán se entiende bien en el contexto del Estado totalitario y de la raíz familiar paterna. En un Estado totalitario como el español de los años cuarenta, al igual que había ocurrido en Italia bajo el prolongado dominio mussoliniano, quienes pretendían actuar cívicamente, para el interés general, sólo tenían dos posibilidades: militar en las organizaciones católicas (entonces la Acción Católica, fundamentalmente) o hacerlo políticamente en las organizaciones paraestatales de encuadramiento (si se excluye, claro está, a las organizaciones clandestinas, difícilmente localizables hasta finales de los cincuenta). Manolo no era creyente y accedió a la política a través de un encuadramiento similar al de Della Volpe, Pasolini y tantos otros en Italia. Que destacara también entre los falangistas fue seguramente inevitable. En la edad madura consideraba su adolescencia azul como un momento de su vida personal pesadamente condicionado por la historia. Entrar en la órbita de Falange fue cosa del destino; salir de ella, cuestión de consciencia. Carlos Barral, un escritor que maltrata a Sacristán en sus memorias (a Manolo, lector de poetas, nunca le interesó la lírica de Barral ni la teatralidad personal de éste), afirmó recordarle irrumpiendo en un cine en 1943 entre otros falangistas jóvenes para oponerse a la proyección de una película o algo así. Al ser preguntado sobre ello en 1976, Manolo dijo no recordarlo, pero que podía muy bien ser. En cualquier caso, esa antigua militancia facilitó que Eufemiano Fuentes Martín, delegado del Ministerio de Educación en Barcelona, cubriera su actuación al frente de la revista Laye desde 1949 hasta 1954, cuando un alarmado Consejo de Ministros decidió que la revista debía someterse a censura previa y sus redactores optaron por liquidar el invento.»

Por su parte Antonio Castro Villacañas («Puntualizaciones sobre Manuel Sacristán», vistazoalaprensa.com, nº 185, 16 septiembre 2005) escribe también: «Creo recordar que conocí a Manolo Sacristán al final de los años 40 del último siglo, cuando él todavía era –o acababa de ser– jefe de centuria del Instituto Balmes, en Barcelona, donde a diario procedía al izado de banderas y al canto del Cara al sol. Era un falangista mítico entre los jóvenes de aquella ciudad. Entonces yo intentaba, con Jorge Jordana, 'civilizar' y 'politizar' las centurias juveniles, para sobrepasar la herencia 'militar' dejada en ellas por la reciente guerra, mediante los Instructores de Formación Política que Jorge había creado a 'imagen y semejanza' –entendámoslo bien– de los comisarios políticos comunistas. Manolo Sacristán, creo recordar, no llegó a serlo porque en aquellos años era bastante más partidario de la acción directa que de la influencia persuasiva constante, hasta el punto de protagonizar –al frente de sus cocenturiones– más de una intervención violenta contra los cines que por entonces comenzaban a exhibir películas antinazis. Después, ya más sereno, escribió bastantes cosas en la revista Laye que dirigía otro falangista mítico, Paco Farreras.»

 

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