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El Catoblepas, número 47, enero 2006
  El Catoblepasnúmero 47 • enero 2006 • página 9
De historia y de geografía hispánico modo

Sobre la unidad

Millán Urdiales

Qué es la unidad cuando se habla de países y de naciones

A pesar de la variedad de acepciones que pueden atribuírsele a la palabra unidad, parece evidente que se opone esencialmente a pluralidad; ello no impide que en muchos contextos pueda dotársele de un plural, unidades, que, a su vez, pueden constituir conjuntos de miembros idénticos, como cuando se habla de unidades militares, por ejemplo.

La unidad, aplicada a un conjunto de individuos, a un grupo humano, designa la homogeneidad, relativa, que caracteriza a tal grupo frente a otros grupos humanos; ese contraste empieza manifestándose, como es natural, con relación a los grupos más próximos, a los vecinos: cuando el grupo humano en cuestión tiene conciencia de ser distinto, en mayor o menor grado, de otros grupos humanos, podemos decir que ha alcanzando un determinado grado de unidad. Los factores distintivos van desde el aspecto físico, el color de la piel, por ejemplo, hasta los hábitos gastronómicos, la vestimenta, los horarios, etc., pasando de modo muy significativo por la religión y la lengua.

Huelga decir que los grupos humanos a que aludimos reciben hoy el nombre convencional de países o naciones, pero no debe olvidarse que en ciertos contextos ha podido o puede llamárseles pueblos, potencias, monarquías... Esto da idea de la dificultad que entraña definir tales grupos humanos. Los límites que los separan reciben el nombre de fronteras y el lugar donde reside la autoridad que los rige y gobierna recibe el nombre de capital. En el mundo moderno, es decir, de doscientos años acá, la identidad de tales grupos humanos se ve reflejada y reforzada gracias a los mapas, esas representaciones cartográficas que asignan un color determinado a cada uno de esos territorios habitados por los respectivos grupos humanos. Si bien es cierto que los mapas ayudan a los individuos de cada grupo a sentirse distintos de sus vecinos –y en este sentido cabe decir que contribuyen a reforzar su unidad como tal grupo– no es menos cierto que pueden también contribuir a engañar a dichos individuos haciéndoles creer que constituyen un grupo más homogéneo de lo que en realidad es, simplemente porque todos ellos caben bajo aquel determinado color, en contraste con el color del grupo vecino.

Dicho todo esto hay que emplear la voz historia; la historia de un grupo humano llamado nación son los hechos de que tal cuerpo colectivo tiene memoria y que se refieren a él; la visión de esos hechos puede variar de unos historiadores a otros, de unos individuos a otros: cabe afirmar que mientras menos varíe la visión de tales hechos, mayor será la unidad de los individuos que componen tal grupo humano, llamado hoy país o nación; y al revés, mientras más variación, menos unidad. Ahora bien, la visión de esos hechos que llamamos la historia de un país puede deberse a individuos que pertenecen al propio país, pero puede deberse también a individuos pertenecientes a otros grupos humanos, a otros países, que pueden ser o haber sido amigos o enemigos del grupo historiado.

Nos parece evidente que los países capaces de historiarse a sí mismos con menos diversidad de puntos de vista y capaces, en general, de historiar a otros países, son aquellos que poseen un más alto grado de unidad, es decir, de cohesión, solidez, fortaleza; y al revés, los que de sí mismos tienen ideas varias y aun opuestas, son aquellos que tienen un índice de unidad bajo, endeble, frágil. Cuando un país tiene ideas contradictorias acerca de su propio pasado, es porque los datos en que se basan esas ideas se prestan a la ambigüedad, es decir, no son verdaderos datos y el historiador, o simplemente el intérprete que los maneja, suple de modo más o menos consciente las partes dudosas que aquellos ofrecen con sus propias inclinaciones emotivas. De modo semejante, cuando se trata de grupos humanos de un pasado remoto, puede decirse, por ejemplo, que ciertas tradiciones y hechos legendarios les han servido de pauta y guía para mantener un rumbo determinado con relación a otros grupos de su entorno.

El peligro de la cartografía en el mundo moderno, como decíamos antes, consiste en hacer creer a los respectivos pobladores de las respectivas zonas coloreadas que ellos son de tal o cual manera, frente a los de las otras; y también –y eso es más grave– que, como tales grupos, son «iguales» en tanto que grupos: las modernas organizaciones de Estados, calificadas de internacionales, y las banderas respectivas (otra vez los colores), ayudan a mantener esa equívoca noción de paridad.

Todas estas reflexiones pretenden convencer al lector de que la visión que cada grupo humano llamado país puede tener de sí mismo y de su historia puede diferir mucho de la que otros países pueden tener de él. Cada país, en su presente, es el resultado más o menos claro y comprensible de los sucesivos momentos que componen su pasado, es decir, su historia.

Parece también evidente que las vicisitudes de cada grupo humano están condicionadas, sobre todo, por las de sus vecinos respectivos, aunque en nuestra época, la tecnología aplicada al transporte, al movimiento, puede hacer variar considerablemente el concepto de vecindad. Al hablar de vecindad se impone hablar de geografía; en el caso de la Península Ibérica parece innegable, que, dada la importancia que se concede al mar como elemento separador, resulta ser el apéndice extremo de lo que llamamos Europa. La primera imagen de una Hispania (o Iberia) «unida», de una unidad hispana, quizá se deba a la romanización; pero de nuevo es el mapa de la Península el que contribuye a oscurecer un tanto los hechos; aunque estuviese sometida durante siglos a una administración romana, la Península Ibérica no estuvo romanizada de modo homogéneo y profundo en su totalidad, es decir, que su unidad cartográfica distaba de corresponderse con su unidad vital y fue sin duda su conformación geográfica peninsular la que contribuyó a fortalecer una situación equívoca.

Frente a esa realidad, en la llamada Edad Media y también durante varios siglos, la Península fue más bien un apéndice de la civilización musulmana, que irradiándose desde el Oriente Próximo, se extendió a lo largo del norte de África. Como en el caso de la romanización, que se había propagado a partir del este y del sur, la islamización, por razones geográficas también, se extendió partiendo del sur, y lo que, grosso modo, pudiéramos llamar el cuadrante noroccidental, así como la franja más norteña del resto de la Península, no se vieron nunca islamizados.

Tras el fin de la llamada Reconquista, quedó bastante segura la frontera sur de la Península. Pero debe tenerse muy en cuenta que, por aquel entonces, la Península Ibérica no era ya una unidad: había un territorio llamado Portugal, que tenía más de tres siglos de existencia independiente, y en el resto de la Península había dos Monarquías o Coronas, la de Castilla y la de Aragón, que gobernaban, cada una de ellas, territorios variados y diversos. Lo más curioso de esta situación quizá fuera que ni Castilla ni Aragón tenían una capital estable y fuerte, donde la Corte, es decir, el poder, pudiera estar asentado con autoridad y solidez. Ambas Coronas o Monarquías, representaban un conjunto de territorios, donde la diversidad predominaba sobre la homogeneidad; el único factor que era común a los habitantes de todos esos territorios era el religioso. Parece también que, gradualmente, la lengua hablada en ciertas zonas de la Monarquía castellana se expandía en todas direcciones, aunque la frontera con Portugal fuese ya un hecho consolidado.

Tras la unión de Aragón y Castilla, lo más significativo es el hecho de que la primera tarea que la monarquía unida se propone llevar a cabo sea la conquista del último reducto musulmán peninsular, el reino de Granada. Para el español de hoy no resulta fácil entender el alcance de semejante empresa, es decir, la asimilación de los habitantes de dicho territorio, imponiéndoles no sólo la lengua, sino la religión enemiga; y todo ello en un espacio adyacente a aquel otro, mucho más vasto, en el que, durante los dos o tres siglos anteriores, había tenido que producirse el mismo fenómeno, la cristianización de todo el sur peninsular. Sólo puede uno acercarse a comprender lo ímprobo de tal empresa a través de situaciones parecidas en otras áreas, como es la del Cercano Oriente, por ejemplo: las dramáticas y violentas vicisitudes que las poblaciones de esa zona han venido atravesando hasta hoy constituyen el mejor espejo para juzgar el éxito que representó en su día la recristianización de la Hispania islamizada. En esta recristianización entraba, naturalmente, también la población judía. Si la unidad de España tenía fatalmente que basarse entonces en el hecho religioso, la expulsión de los judíos no resulta tan ilógica, absurda, cruel o desafortunada como por muchos ha sido vista después. Piénsese que un siglo más tarde todavía se creyó necesario expulsar a los moriscos. No tratamos aquí de probar lo acertado o desacertado de tales medidas para unos y otros, sino, simplemente, de hacer ver al lector de hoy que esa unidad española se sentía como un hecho religioso, y, en tal caso, no parece tan extraño que los seguidores de otros credos se viesen como enemigos en potencia. Después de todo, la poesía épica carolingia había subrayado con total claridad, varios siglos antes, que no era posible la coexistencia entre cristianos y musulmanes.

Hechos de tal envergadura no podían llevarse a cabo sin una voluntad firme y sin un principio de autoridad a toda prueba: ése fue el papel que jugó la Inquisición. Esta institución, dicho sea de paso, es muy anterior y había funcionado eficazmente contra los albigenses del sur de Francia, es decir, que no fue una creación del Papado para uso exclusivo de los españoles. El papel desempeñado por el Santo Oficio es mal comprendido por el hombre moderno, de dos o tres siglos a esta parte, que no ve en él más que una especie de fanatismo teñido de crueldad. Fue sin duda el factor más importante capaz de contribuir a la unidad de la nación, aunque a posteriori pueda acusársele de haber sido una de las semillas que contribuyeron a todo lo contrario, es decir, a la desunión, toda vez que el anticlericalismo moderno, de 1800 acá, echa algunas de sus más vigorosas raíces en el odio a tal institución. Hay que tener también presente que los países vecinos y rivales sacaban buen fruto denostando y atacando a tal institución, pues contribuían así a debilitar la ya precaria unidad de los españoles. No está de más recordar aquí que el vigoroso nacionalismo de Inglaterra data de la Reforma, que se permitió nada menos que hacer cabeza de la Iglesia nacional al soberano y que, durante varios siglos, después de haberlos perseguido abiertamente en los primeros tiempos, mantuvo a los católicos apartados de los puestos de poder. Si en la España de la Contrarreforma se desconfiaba de los cristianos nuevos, en la Inglaterra de la Reforma se desconfiaba de los cristianos viejos, y se los perseguía. Como es bien sabido, también Francia tuvo sus guerras de religión.

Con el siglo XVI comienza, pues, una época en la que se identifica la unidad religiosa de España con la unidad de lo que muy a menudo los propios súbditos llaman las Españas. Expresiones como Primado de las Españas, para referirse a la primacía religiosa del arzobispo de Toledo, han llegado hasta nuestros días. El empleo de semejante plural se veía muchas veces acompañado de otro aún mucho más duradero y frecuente, el de la voz reinos, que en boca de los propios monarcas solía aparecer en las expresiones nuestros reinos o estos reinos. En numerosos contextos los nombres de los diversos territorios medievales que constituyeron reinos han seguido usándose hasta hoy y no sólo en la pluma de los historiadores: semejantes usos revelan el peculiar concepto que los hispanos pueden tener de la unidad y de la historia de su propio país.

Dada la importancia que tiene a nuestro juicio, la forma del territorio, es decir, la geografía física, es importante tener en cuenta que la llamada Reconquista había empezado y había pervivido durante los primeros siglos en una serie de focos aislados de la franja norteña peninsular, uno de los lados más largos (de Finisterre al cabo de Creus) y de más difícil comunicación en su lateralidad de los que componen el triángulo cuyo vértice inferior es Tarifa. Esa diversidad inicial, enmascarada por la expansión hacia el sur a costa de territorios conquistados, explica por sí sola las dificultades que entrañaba llegar a una unidad; el nacimiento de Portugal, un nuevo foco, valga la expresión, que aparece cuando se llevan ya cuatro siglos de Reconquista, ilustra bien lo que decimos.

Cuando el larguísimo camino medieval se ve coronado por la feliz unión de los Reyes Católicos, es decir, de España (que era la Hispania peninsular romana, Portugal aparte), tiene lugar el fabuloso suceso americano, que antes de adjetivarse así, se llamó durante mucho tiempo las Indias, otro significativo plural. Los esfuerzos que venían contribuyendo a la unidad española tras la conquista del reino de Granada iban a verse debilitados por la llamada ultramarina: la metrópoli tenía necesariamente que resentirse, material y psicológicamente, con semejante dispersión, a la que en seguida se añadirían las empresas bélico- dinásticas en Flandes y en otras partes de Europa. El Imperio tuvo siempre por ello pies de barro en tanto que organización; es cierto, y muy meritorio, que España llevó a los territorios ultramarinos su religión, su lengua y aun su sangre, puesto que desde el primer momento el mestizaje no se hizo esperar, fenómeno que jamás tuvo lugar entre los colonizadores anglosajones. Los resultados de semejante empresa, con sus luces y sus sombras, están a la vista al celebrarse el quinto centenario.

Para subrayar cuánto tenía de religioso el impulso inicial, cabe fijarse en un hecho al que no suele prestarse bastante atención: la cantidad de nombres del ámbito de la religión que los descubridores y conquistadores utilizaban para bautizar los accidentes y emplazamientos geográficos del nuevo mundo; el fenómeno no se limita a los primeros tiempos de la conquista, sino que dura hasta el siglo XVIII, como bien prueban tantos nombres hispánicos de la California actual. La idea evangelizadora presidió desde el primer momento el espíritu de las empresas ultramarinas (aunque para muchos expedicionarios fuese compatible en muchos casos con el ansia de riqueza y de botín) y todavía hoy, según las estadísticas, entre los sacerdotes y misioneros que ejercen en Iberoamérica su labor de apostolado, los españoles son con gran diferencia los más numerosos. La continuidad de la influencia religiosa de España ha sido pues constante, desde el descubrimiento, y no cesó cuando los territorios ultramarinos se convirtieron en Estados independientes a lo largo del siglo XIX.

Los historiadores pueden mostrar hoy, a posteriori, que aquella unidad, que llegó a ser peninsular durante algún tiempo, era débil y que en varias ocasiones se vio sometida a embates interiores; y lo que a mi juicio es más significativo, careció siempre de una capital robusta y eficiente capaz de regir la vida de los variados territorios de la Corona. La fundación de El Escorial y la presencia de la Corte en Valladolid durante un cierto período confirman este aserto.

De la relativa independencia que Castilla y Aragón siguieron manteniendo un reino respecto del otro, son buena prueba estos dos ejemplos: en el mundo de las realidades, la huida de Antonio Pérez al Reino de Aragón, con las graves consecuencias de ella derivadas, y en el mundo novelesco, el episodio del Quijote donde se nos cuenta cómo Ginés de Pasamonte, «temeroso de no ser hallado de la justicia, que le buscaba para castigarle de sus infinitas bellaquerías y delitos... determinó pasarse al reino de Aragón y cubrirse el ojo izquierdo, acomodándose al oficio de titerero» (Cap. XXVII, Segunda Parte); y en el Reino de Aragón, camino de Zaragoza, le encuentran Don Quijote y Sancho convertido en Maese Pedro, el del retablo; en el mundo de hoy sería el caso del criminal que pasa a refugiarse en un país vecino con el que el suyo no tiene tratado de extradición.

No obstante todo esto, cabría decir que los dos siglos que van desde la conquista de Granada hasta la muerte de Carlos II representan un período en el que la unidad española parece haber alcanzado su mejor momento. A partir de 1492 la Monarquía española deja de tener enemigos peligrosos en lo que pudiéramos llamar su frontera sur, aunque los piratas berberiscos supusieran una labor de hostigamiento importante. El estrecho de Gibraltar pasa a ser una frontera segura frente al antiguo enemigo. Los enemigos de España iban a estar ahora al norte, es decir, lo estaban ya casi desde el momento en que había eliminado a su secular enemigo meridional. De los nuevos enemigos de España, uno, el más nocivo para los intereses hispanos ultramarinos, no tenía fronteras con España pero era enemigo religioso, y ya sabemos cuán largos siglos había durado entre los españoles (que antes de llamarse españoles se habían llamado a sí mismos sólo cristianos) la enemistad hacia los infieles; el protestantismo de los ingleses vino a sustituir con bastante facilidad en muchas mentes y corazones hispanos al islamismo de siglos anteriores. Hay que añadir aquí que Portugal, que por razones geográficas veía a España como su más peligroso enemigo, hacía ya mucho que se había procurado la protección inglesa, su más antiguo aliado, lo cual resulta perfectamente lógico. Tiene un alto valor simbólico, como reflejo de la debilidad española, el que fuese precisamente a Inglaterra a quien se cediese, mediante un Tratado, el Peñón de Gibraltar, la viejísima frontera por donde muchos siglos antes se había roto la unidad hispano-goda peninsular y que había recibido su nombre de los propios invasores; sin olvidar tampoco que la isla de Menorca iba a estar largos años en poder de Inglaterra.

El otro enemigo de España era su vecina Francia, un vecino tan poderoso que ya en la Edad Media había influido profundamente, para bien y para mal, en los asuntos peninsulares, hasta el punto de que la escisión de Portugal del reino castellano-leonés había tenido como protagonistas iniciales a príncipes ultrapirenaicos. Es bien sabido el papel que desempeñó el culto a Santiago a lo largo de la Reconquista; aquí cabe subrayar el valor que encierra el hecho de que la ruta que, desde más allá de los Pirineos, traía a los peregrinos europeos, recibiera en muchos casos el nombre de camino francés.

La instalación de la dinastía borbónica en el trono español tras la muerte de Carlos II fue sangrienta y la llamada Guerra de Sucesión tuvo ya bastante de guerra civil, o interregional cuando menos. Detrás de los respectivos contendientes de esa guerra estaban precisamente Francia e Inglaterra. España empezaba así a ser el palenque donde esas dos grandes potencias iban a disputarse su supremacía internacional, como, un siglo después, iba a ocurrir de modo mucho más sangriento y nocivo para España. En realidad había habido ya un lejano antecedente de esta situación en la España medieval: la ayuda respectiva que uno y otro país habían prestado a los contendientes de la dinastía de Trastamara, Pedro I y Enrique II.

La enemistad entre estos dos grandes pueblos del Occidente europeo era en realidad la historia de Europa en los últimos cinco o seis siglos, y ahora, en los tiempos modernos, ambos iban a colonizar el continente africano y grandes zonas de Asia, de América y de Oceanía: la descolonización de nuestra contemporánea ONU y los nuevos países de ella surgidos explican por sí solos los méritos y los deméritos de esos nuevos «resultados» francófonos y anglófonos en las diversas partes del mundo.

La instalación de la dinastía borbónica en el trono español iba a suponer para la monarquía francesa la consolidación de una influencia duradera y sólida en un área vastísima; era como crear una nueva Marca Hispánica, término ahora aplicable a la Península entera, o, por lo menos, al territorio español. Como siempre, las condiciones geográficas llevarían fatalmente las cosas por cauces insoslayables: cuando, tras la Revolución francesa, aparece el fenómeno napoleónico, las dos grandes potencias terminarán dirimiendo sus diferencias en la Península Ibérica; aunque Waterloo sea el nombre del final, la verdadera guerra fue lo que los ingleses llaman The Peninsular War y fueron ejércitos ingleses los que, desde España y Portugal, terminaron entrando en territorio francés en persecución de las tropas napoleónicas vencidas.

Mientras los españoles, los historiadores incluidos, no entiendan todas las implicaciones que de esa guerra se desprenden, no podrán aspirar nunca a estar en paz consigo mismos. Es lógico que los españoles llamasen a esta guerra Guerra de la Independencia y no pretendemos aquí dilucidar en qué medida fue fructífera la colaboración entre las tropas inglesas y las españolas ni los méritos respectivos.

En todos los países pueden darse individuos y grupos de individuos que simpatizan profundamente con el ideario y las formas de vida de un determinado país vecino. Cierto es también que el prestigio de Francia y de sus intelectuales y filósofos alcanzó tales proporciones en el siglo XVIII que hubo mucha gente en muchos países que se hizo francófila. Pero en España el fenómeno tuvo caracteres muy peculiares: la distancia entre los conceptos de francófilo y afrancesado es enorme; el primero admira lo francés sin poner en peligro su propia identidad, mientras que el segundo reniega de ésta y empieza por ello a ver como enemigo al compatriota que no comparte sus opiniones y puntos de vista: a partir de ese momento el mecanismo de las reacciones comienza a funcionar automáticamente.

El fenómeno de los afrancesados es una tragedia nacional toda vez que la identidad española se ve rechazada y atacada por los españoles mismos. Una vez más, los factores y las raíces más importantes del fenómeno eran los religiosos. La precaria unidad española aparecía apoyada únicamente en una religiosidad arcaizante, tercamente opuesta a las luces de la razón, para decirlo con terminología de la época. Sabido es cuán «oriental» encontraban todavía a la Península Ibérica muchos de los viajeros extranjeros que la visitaban en pleno siglo XIX. Si los factores religiosos estaban en el origen de la unidad española, como bien simboliza el nombre de los Reyes Católicos, y habían sido la causa de hechos como la pintura de El Greco y la existencia de místicos eximios, también eran la causa de que el país se hubiera llenado de frailes y de conventos que acaparaban improductivamente una gran masa de la riqueza nacional. La solución a tan perniciosa situación llegó en plena descomposición nacional: fue la llamada Desamortización, que, como se vio después, no puso mejor las cosas.

El fenómeno de los afrancesados es, pues, único en la historia de Europa: eran gentes de las clases altas y cultas (ciertamente no numerosas) pero no parecen haber comprendido que, a partir de la invasión napoleónica, los saqueadores de su país eran los que ellos veían como sus salvadores. Semejante situación de esquizofrenia no podía traer sino lo que trajo: siglo y medio (por ahora) de discordias y guerras civiles, acompañadas de sucesivas oleadas de exiliados que, periódicamente, eran perseguidos o perseguían al volver a España. La palabra Junta que tanto se utilizó al hundirse el poder central, la Monarquía, simboliza bien la nueva situación surgida a raíz de la invasión francesa y ha tenido desde entonces usos repetidos en el lenguaje político e institucional del país como fiel reflejo de una especie de autoridad mostrenca y anónima. Bajo la etiqueta de Junta Central se esconde una realidad: la disgregación regional que entonces se inicia y que representa la interrupción definitiva de aquella larga marcha hacia una unidad que los Reyes Católicos habían llevado a cabo y que el tiempo había mostrado tan endeble.

Las vicisitudes políticas de Francia a raíz de la Revolución habían de influir en la mayor parte de Europa, pero en España, que físicamente representa la prolongación terráquea de Francia, iban a tener repercusiones inmediatas y constantes. Francia iba a intervenir en la vida española a lo largo de todo el siglo XIX profundísimamente, unas veces de modo directo y otras veces indirectamente. La vida intelectual española iba a estar sometida a lo largo de todo el siglo al influjo francés, que era casi exclusivo, aun sin olvidar fenómenos como el krausismo; la única lengua extranjera que los españoles - pocos - eran capaces de hablar, era el francés y Francia pasó a identificarse con el Progreso, a la vez que con el Extranjero.

Como respuesta a la invasión napoleónica, el pueblo, las capas sociales más modestas de la población, que era esencialmente rural, reaccionó con patriotismo, pero dada la geografía del país y la pobre permeabilidad de la sociedad española como conjunto, fue un patriotismo puramente local, como bien demuestran las palabras guerrilla y guerrillero, popularizadas entonces. Las Juntas, locales o regionales, se defendían a su manera contra los invasores y les declaraban la guerra con toda seriedad, a la vez que en muchos casos, pedían ayuda a Inglaterra con la solemnidad de Estados soberanos. Ese mismo pueblo, apegado a una religiosidad que resultaba pintoresca incluso a los ojos de los católicos ultrapirenaicos, se aferró a las ideas más oscurantistas precisamente como reacción contra el liberalismo, encarnado en los antipatriotas liberales, léase afrancesados.

Todo esto no podía sino contribuir a debilitar aún más la precaria unidad nacional, que bien pronto iba a conocer la llamada Primera Guerra Carlista, una guerra de secesión y civil a un tiempo, que iba a representar el inicio de la amenaza más seria y persistente a la unidad española; esta guerra se repitió varias décadas después entre los mismos contendientes, el poder central y los defensores de las ideas carlistas, que, so capa de discutibles interpretaciones dinásticas, no eran sino los afanes independentistas de ciertas regiones españolas. Lo que después se ha llamado nacionalismo vasco y nacionalismo catalán no es sino la concienciación de unas diferencias, reales o no, según los puntos de vista, que justificarían la separación de esos territorios del resto de España; el que esas diferencias tuviesen su origen en una disputa dinástica puede parecer hoy anecdótico; como siempre, lo más significativo es el hecho geográfico: esos territorios no sólo son limítrofes con Francia, sino que, desde siempre, han sido las vías principales y casi únicas para la comunicación de los habitantes de la Península con el resto de Europa.

Esas guerras carlistas, como el resto de los episodios políticos decimonónicos, fueron posibles a causa de la debilidad del poder central, perfectamente simbolizada en la modestia cuasi rural de la capital, como bien recuerda la frase «Madrid es un poblachón manchego». Tras la impotencia española como entidad política única está siempre la geografía.

En ese largo proceso de descomposición que siguió a la invasión napoleónica resulta explicable que fuesen el Ejército y, en cierta medida, también la Iglesia, los segmentos de la sociedad española que propendiesen a defender la malparada unidad; las consecuencias de semejante fenómeno iban a durar largo tiempo y no debe olvidarse que en la última guerra civil se dieron aún esas mismas circunstancias; es más, la provocación de la contienda fue lo que el ejército sublevado llamó Alzamiento Nacional, al no estar dispuesto a tolerar que la unidad española se viese amenazada; el adjetivo nacional fue adoptado por el nuevo Estado desde un principio y el patético grito de España, Una, Grande, Libre no es sino la expresión de ese secular esfuerzo para no verse absorbido por los dos grandes vecinos norteños. Mientras los españoles no sean capaces de ver su propia historia como una cadena de hechos ligados entre sí, no podrán estar en paz consigo mismos.

Volviendo al siglo XIX, cuando llega a España el proceso industrial que avanzaba con rapidez en el oeste de Europa, bien reflejado en las redes ferroviarias de los distintos países, lo hace de la mano del capital extranjero, que, fatalmente, había de ser francés e inglés, sobre todo. Así pues, aunque de los dos viejos enemigos, uno, el protestante precisamente había liberado a España del otro, la católica Francia, la geografía seguía condenando a España a continuar siendo un apéndice de ese país. Cuando llegan las hoy llamadas comunicaciones internacionales en forma de trenes, el horizonte de los españoles se identificó para todo con París. Y esas comunicaciones ferroviarias habían de pasar necesariamente –la geografía otra vez– por las dos regiones que más incómodas se sienten en la difícil unidad española, Cataluña y el ahora llamado País Vasco.

La tremenda influencia que Francia ejerció sobre España a lo largo de todo el siglo XIX y gran parte del XX resulta patente si se observa la cantidad y calidad de los españoles que allí se exiliaron y que, en muchos casos terminaron allí sus vidas: artistas preclaros como Goya, cabezas coronadas como Isabel II, gobernantes y hombres políticos en general, iban a terminar sus días a Francia, huyendo de las condiciones desfavorables que les presentaba la vida española; y esto ha venido ocurriendo desde 1800 hasta casi nuestros días.

En cuanto a los hombres de letras y artistas en general –pintores sobre todo– así como en el siglo XVI «pasaban a Italia», ahora, en el siglo XIX y en el XX van a París. La política francesa, habilísima en este aspecto, ha sabido explotar el atractivo de París como foco cultural y como mercado artístico para llevar allí a los artistas extranjeros, exiliados o no. Así pues, durante siglo y medio los españoles no vieron el mundo más que a través de una ventana con cristales de color francés. El caso de Clarín, el escritor y crítico literario que durante años representó la máxima autoridad en el campo de las letras hispanas, ilustra perfectamente este fenómeno; aunque por razones cronológicas no se llame a Clarín afrancesado lo fue tanto como sus ilustres predecesores de un siglo antes. Su famosa novela «La Regenta» es, en gran medida, un trasunto apasionado de temas zolescos; y también simboliza bien el desorden de la cultura española el hecho de que su mejor crítico literario durante bastante años fuera profesionalmente un catedrático de Derecho.

A modo de resumen, cabe decir que la identidad española, que había empezado a verse sacudida en la segunda mitad del siglo XVIII por las luces de la razón francesa, resulta derribada violentamente por el fenómeno napoleónico y todo lo que él conlleva, sin excluir, claro está, la presencia del rey José en el trono español. El suceso nazi de nuestro siglo no fue tan nocivo en el plano de las ideas para ningún país de Europa como lo fue el napoleónico para España, sin olvidar tampoco que, en este caso, los efectos devastadores lo fueron también en el plano material: las tropas napoleónicas saquearon literalmente el país; que la mayor parte de lo saqueado estuviese en iglesias y conventos explica una vez más el origen religioso de la unidad española y resulta un dato capital para entender el nacimiento oficial del anticlericalismo hispano. Pero, además, lo asombroso del fenómeno napoleónico es que pocos años después de su fin, los restos de Napoleón iban a verse aclamados y recibidos con imperial grandiosidad: Le tombeau de L’Empereur, se convertiría así en una visita obligada para millones de turistas extranjeros, descendientes precisamente de las víctimas del sin par guerrero. El hecho de que Hitler no haya conocido una posterioridad tan gloriosa cabe sin duda interpretarse como un aspecto del progreso moral humano.

La historia política española del siglo XIX iba a convertirse en muchos aspectos en una caricatura de la historia política francesa: todos los avatares político-sociales que tenían lugar en Francia repercutían fatalmente en España. El influjo de París llegó a ser tal que, así como en otros países se fingía ante los niños que los nuevos hermanitos los traía la cigüeña, a los niños españoles se les decía que «los traían de París», hecho lingüístico corriente aún a mediados de este siglo. Esa dependencia podía parecer en algún momento menos humillante a causa de ciertos hechos, como puede haber sido el matrimonio de Napoleón III con Eugenia de Montijo; ese tipo de enlaces reales hace a veces creer a muchos súbditos ingenuos que los países de donde proceden los cónyuges se igualan en grado semejante.

La segunda mitad del siglo XIX es la época en la que España parece haber estado menos consciente de su identidad histórica. La llamada «Generación del 98» pasa justamente por haber sido la que empezó a hacer cambiar las cosas, a pesar de que Galdós venía ya historiando magistralmente los Episodios Nacionales, un sustantivo y un adjetivo que, a su manera, se repelen. Pero como en la vida de una comunidad humana no van a la par las ideas de los observadores agudos y los movimientos de las masas, no es extraño que todavía después, es decir, a lo largo de todo nuestro siglo, hayan vuelto a producirse sucesos en los que la vecindad de Francia haya vuelto a condicionar la vida española. Cabe no obstante observar que en la segunda mitad de este siglo, y por razones económicas y lingüísticas, el poderío anglosajón desplaza en muchos aspectos a la secular influencia francesa. En el terreno lingüístico, por ejemplo, cabría decir que Inglaterra, ciertamente con la formidable colaboración de los Estados Unidos de América, ha ganado la segunda «Peninsular War». Y cabe añadir que, por primera vez en doscientos años, los españoles pueden ver el mundo por más de una ventana.

El profundo debilitamiento de la unidad española a lo largo del siglo XIX, no podía menos de repercutir en sus territorios ultramarinos: a lo largo de toda la centuria y no sin resistencia, a veces heroica, por parte de los ejércitos y administradores de la metrópoli, van a ir surgiendo «nuevas naciones»; durante ciertos períodos de tiempo se producirán uniones más o menos pasajeras entre algunas de ellas; en la actualidad son 18, prescindiendo de Puerto Rico; la última en hacerse nación fue Cuba y la fecha de 1898 es significativa en muchos aspectos. Todas estas naciones -naturalmente unas lo son más que otras- heredaron de España la mayor parte de sus cualidades, defectos y virtudes, valga la expresión, pero a causa de la enorme importancia que en casi todas ellas tiene la población indígena, esas cualidades se han visto profundamente modificadas en esos territorios; de sus éxitos y sus fracasos, de su devenir como naciones, nos dan cuenta las noticias de cada día. Como junto a esas nuevas naciones de estirpe hispánica hay en América otras de estirpe anglosajona y de estirpe lusitana, resultan inevitables las reflexiones y las comparaciones; cabe decir, en primer lugar, que la geografía física condiciona en gran medida los hechos históricos y parece evidente que lo que hoy llamamos América del Sur no se presta a constituir una gran unidad, en la medida en que sí lo hacen los territorios de la mayor parte de América del Norte. Pero no deja de ser significativo que el resultado ultramarino de Portugal en América sea una sola nación, el Brasil (aunque se llame constitucionalmente Estados Unidos del Brasil) y admitiendo también que la geografía ayuda bastante en este caso. En el de los Estados Unidos de América ha ayudado también la geografía y además de ella, el destino de la población indígena, al parecer más escasa también que en los otros territorios americanos. Pero el hecho más significativo es, sin duda, de tipo racial. Los ingleses que fundaron sus colonias ultramarinas no produjeron ningún mestizaje con los nativos. En contraste con los territorios sometidos a la Corona española, cuando las colonias inglesas se hacen independientes inician un camino hacia la unidad, como bien indica el nombre actual del país; su capacidad de asociación y de asimilación se hace bien patente; basta observar un mapa histórico para percatarse de ello, y el hecho de que Alaska sea, estando donde está, el último territorio incorporado es bien significativo. También lo es en último término el hecho de que, a una metrópoli que se llama a sí misma el Reino Unido, al independizársele sus territorios ultramarinos, éstos se den a sí mismos el nombre de Estados Unidos de América. La relación entre las dos naciones situadas a ambos lados del Atlántico Norte es una relación de especial intimidad, como admiten sus propias cancillerías, pero los pobladores de uno y otro país no se consideran sino primos, primos trasatlánticos. En contraste con esta situación, en España se ha creado, a lo largo de este siglo, una expresión de corte triunfalista, que partiendo de la idea metafórica de paternidad, habla de la gloriosa veintena de vástagos ultramarinos. El género femenino de las voces República y nación hace que a menudo se les llame también hijas, con las que se corresponde a este lado del Atlántico, la Madre Patria. Lo curioso es que, quienes desde la metrópoli antigua han inventado tal expresión y quienes siguen utilizándola, no parecen percatarse de que el número de hijos en este caso más bien es un demérito que un mérito y que no es sino reflejo de la difícil y precaria unidad española. Que yo sepa, en contraste con esta vanidad española, no parece que Portugal padezca por no tener más que un vástago ultramarino.

Curiosamente, aún hay más: la casi exacta paridad entre el número de naciones ultramarinas de estirpe hispánica y el número de territorios, llamados ahora Autonomías, en que ha venido a dividirse el territorio español. Y si, por otra parte, observamos la ubicación y distribución de éstas, comprobamos que recuerda mucho la situación de los siglos medievales, con una variedad de focos en el lado norte del triángulo. Huelga decir que el horizonte de los gobernantes, y en gran medida de los votantes, de estas Autonomías es ser cada vez más autónomos.

En el gran suceso americano iniciado por Colón sólo algunas monarquías europeas tomaron parte activa: España, Portugal, Inglaterra, y en menor medida, Francia y los Países Bajos. Cabe observar que si Francia no colonizó allí muchos territorios tuvo luego, a lo largo del siglo XIX y como eco de su formidable influencia sobre España, prestigio y poder suficientes para influir en los países ultramarinos de origen hispánico. Las minorías intelectuales de esos nuevos países miraron mucho más hacia París que hacia Madrid, lo cual no es sino lógico reflejo de la diferencia entre ambas metrópolis. Una de las consecuencias de semejante fenómeno ha sido la aparición de la expresión América Latina, aunque haya que tener en cuenta también que, desde el punto de vista anglosajón, les sirve a ellos para distinguirse de «los otros» americanos; de ahí que tal expresión se utilice también en inglés. En realidad, da igual que la expresión América Latina sea traducción de Amérique Latine, más que de Latin America: lo importante y significativo es que representa el interés de otros países en difuminar de algún modo la importancia de lo ibérico en la América que habla español y portugués.

Para rubricar estas opiniones acerca de la importancia que tuvieron los valores religiosos como origen de la unidad española cabe mencionar ese delicioso texto, subrayado por los buenos historiadores, en que un juglar anónimo del siglo XIII alude a los dos grandes vecinos norteños: nos referimos al poema de Fernán González, donde se lee a propósito de Santiago:

Fuerte mient quiso Dios a Espanna honrrar,
Quando el santo apostol quiso y enbiar,
D'Inglatierra e Francia, quiso la mejorar,
Sabet non yaz apostol en tod aquel logar.

En el horizonte de aquel oscuro juglar y en el de sus contemporáneos cristianos el vecino enemigo estaba en el sur; pero es un axioma sociológico que los vecinos, en especial cuando son fuertes, son enemigos en potencia. No es pues de extrañar que, siete siglos después, en los lugares más representativos de las capitales respectivas de tales antiguos vecinos se erigiesen sendos monumentos triunfales como canto de gloria a su nada vergonzante nacionalismo: nos referimos al erigido a Nelson en la llamada en inglés Trafalgar Square londinense y al admirado Arc de Triomphe parisino; tras el primer nombre cabe situar el recuerdo de la última situación en que soldados españoles se midieron de igual a igual con los de uno de estos vecinos y es bien significativo que Galdós llamase Trafalgar al primer episodio de su obra inmortal; y ante el segundo cabe asombrarse del éxito social que puede conseguir una propaganda bien hecha.

En cuanto a la importancia del concepto unidad, referido a cualquier agrupación humana, no está de más recordar aquí que, en las preces de la Misa católica se invoca de manera expresa la ayuda divina para mantener la unidad de la Iglesia, y cabe añadir, que en diversas ocasiones, los cismas han desgajado territorios diversos que han seguido caminos más o menos divergentes del de la Iglesia Católica Romana. También vale la pena recordar que en las misas católicas del Reino Unido se pide a Dios por el soberano, a pesar de ser este cabeza de la Iglesia Anglicana. Este detalle simboliza bien el grado de unidad, de nacionalismo, que un grupo humano llamado país puede alcanzar, incluso después de haber conocido etapas de enfrentamiento entre sus súbditos por motivos religiosos.

Todas estas disquisiciones pretenden hacer pensar al lector a propósito de qué es la unidad cuando se habla de países, de naciones, de cuál es el origen remoto del camino recorrido por lo que él considera su país hasta llegar al presente, y de cuáles han sido las vicisitudes de los caminantes en ese camino. Y también pueden servirle para que, desde su presente, en vista de las perspectivas, pueda intuir cuáles pueden ser las prospectivas. 

 

El Catoblepas
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