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El Catoblepas, número 47, enero 2006
  El Catoblepasnúmero 47 • enero 2006 • página 3
Guía de Perplejos

De la paciencia

Alfonso Fernández Tresguerres

Observaciones sobre la paciencia y sus formas

1

No es fácil definir la paciencia; y no lo es, principalmente, porque consiste en actitud o disposición (a la que acaso resulte exagerado aplicar el calificativo de «virtuosa») referida, por igual, a dos tipos de situaciones muy distintas y en las que, a simple vista, no resulta sencillo detectar algún elemento en común: por un parte, el constituido por aquel conjunto de sucesos adversos a los que, tarde o temprano, todos nos vemos abocados en el curso y avatares de nuestra existencia; y, por otro, el que podríamos considerar integrado por una serie de las más variadas circunstancias que tienen que ver con el hacer, o para ser más precisos, con los objetivos o metas que alguien se propone y pretende alcanzar como consecuencia de una determinada acción. Así, pues, suele recomendarse paciencia lo mismo frente aquello que se quisiera evitar como ante aquello que se desea conseguir. Mas, con todo, el que el término se aplique para designar una actitud que se supone igualmente beneficiosa en dos ejercicios tan distintos de la voluntad o en dos modalidades tan diversas del deseo, lejos de hacer impenetrable el concepto mismo, nos pone, creo yo, sobre la pista que conduce a desentrañar su auténtica significación y la pauta de comportamiento real a la que nos aboca una disposición tal: en efecto, se trata en ambos casos (parece ser) de una actitud de espera; mas de espera confiada (no, obviamente, de alarma) en que, cuando no se halla en nuestras manos la posibilidad de evitar lo adverso, o cuando poco más podemos hacer para propiciar lo deseado, por sí mismo se produzca el cese del sufrimiento o el advenimiento del beneficio. Pero también en ambos casos parece tener que ver la paciencia con el padecimiento, con algo que se padece y que, en mayor o menor medida, causa dolor: dolor claro en el primer caso, en el de aquél que no puede alejar de sí lo indeseable y sufre (en sentido estricto) por ello; pero dolor también en el segundo, en el de quien no puede conseguir lo que desea y sufre (aunque quizá de otra forma) por no tenerlo. De hecho, no debe olvidarse que «paciencia» es la cualidad propia de aquél al que llamamos «paciente», y paciente es tanto el enfermo o el que padece dolor como el que es capaz de una larga espera.

Así, cuando leemos en Otelo aquello de:

«¡Pobres de los que no tienen paciencia!
¿Qué herida se curó si no es por grados?»,

es obvio que Shakespeare está hablando del cese de un dolor. En cambio, cuando nuestro Antonio Machado aconseja:

«Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
–así en la costa un barco– sin que el partir te inquiete.
Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya...»,

resulta no menos claro que se está refiriendo a la consecución de un propósito.

«La paciencia es amarga, pero su fruto es dulce»,

asegura, por su parte, Rousseau; juicio que ahora cabe pensar aplicable a las dos situaciones referidas, y que viene a corroborar nuestras sospechas, a saber: que la paciencia es recurso que se aconseja poner en práctica (cuando no existe otro) en aquellas circunstancias que provocan dolor o malestar (por distintos que puedan ser en su forma e intensidad), confiando, y aun esperando, que de su aplicación nazcan el alivio o el éxito en la empresa.

2

Cuando fijamos nuestra atención en el primero de esos contextos, es decir, cuando hablamos de aquellas acciones encaminadas al logro de un determinado objetivo, la paciencia, recomendada como aditamento provechoso a tal logro, tiene, sin duda, mucho que ver con la constancia o la perseverancia. Tal parece ser, en alguna medida, la esencia de la segunda regla de la «moral provisional» (que acabó siendo definitiva) diseñada por Descartes:

«ser lo más firme y resuelto que pudiese en mi acciones, y no seguir con menos constancia las opiniones más dudosas, una vez que me hubiese determinado a ello, que si hubiesen sido muy seguras [...] no tolerando frecuentemente las acciones de la vida dilación alguna, es una verdad muy cierta que, cuando no está en nuestra mano discernir las opiniones más verdaderas, debemos seguir las más probables»;

regla que tiene, al mismo tiempo, la virtualidad de ponernos sobre aviso acerca de los peligros inherentes a aquello que se encarece como virtud, pues, ciertamente, la constancia llevada al extremo de no atender a razones puede convertirse en un perseverar en el error; algo que no constituye ya excelencia alguna, sino ceguera estúpida y mera testarudez. Y adviértase que yo no digo que tal sea lo que Descartes pondera como disposición virtuosa: lo que digo es que sus palabras nos ayudan a reparar en lo que de vicioso y errado pudiera haber en una perseverancia que viniera a dar en simple obstinación. Convengo en que no acertando a discernir lo verdadero, debemos optar por lo más probable (toda vez que la acción no admita demora alguna), pero de ninguna manera alabo la persistencia en lo dudoso cuando las razones en las que se asienta tal duda superen, un punto siquiera, a las que podrían argüirse a favor de su probabilidad. Vale más, llegado momento, pecar de irresoluto que cometer desatinos a los que, una vez perpetrados, quizá no resulte fácil hallar reparación.

En cualquier caso (volviendo a la verdadera constancia), cierto es que ningún camino puede ser recorrido más que paso a paso. Ni es conveniente creer que hay atajos ni es bueno fiar la resolución del negocio a un golpe de suerte, porque, con frecuencia, los primeros no existen, y la segunda es amante tan caprichosa como inconstante y traidora. El acabado de un propósito sólo puede lograrse (si se puede y si hemos sabido elegir el camino adecuado) con trabajo y tesón, esto es, con paciencia: dando –como decimos– tiempo al tiempo. Y así, volviendo a nuestro Machado, si bien es mucho suponer que quien sabe aguardar vence siempre, resulta, en cambio, indudable que sólo vence quien aguarda.

Mas tiene la paciencia, así entendida, también otro extremo vicioso: y es que, en un exceso de ella, vengamos a dar en negligentes; que de tanto dilatar el tiempo, se nos acabe y se nos agoten los plazos sin dar inicio a la obra; que de tanto esperar se nos vaya la vida en la espera. Lo que llamamos «paciencia» no sería ahora más que mero cómplice y coartada de la desidia o la pereza; hermana gemela de la pura y simple vagancia, sino una sola y misma cosa con ella.

«La diligencia es una gran virtud, pero tomarse las cosas con calma es mucho más... relajado»,

podríamos decir entonces, haciendo de estas palabras de Mark Twain principio rector de nuestro existir. Y obsérvese que la gracia que se encierra en esa expresión irónica de Twain se origina porque solemos creer que diligencia y calma son disposiciones contrarias; pero no es así en absoluto: se puede ser diligente tomándose las cosas con calma; y aun me atrevería a asegurar que no cabe serlo de otro modo, a menos que la diligencia no sea tal, sino simple prisa y atolondramiento. Por su parte, una calma en estado puro, sin acción o labor alguna a la que ir referida, sin diligencia ninguna a la que prestar apoyo, no es paciencia, sino negligencia, disposición característica del perezoso y del vago.

«Daos prisa despacio, esto es, pensadlo mucho y obrad rápido»,

aconseja Cardano. Si lo dejáramos en «pensadlo mucho y obrad», lo que se dice se hallaría muy próximo a lo que yo mismo quiero decir, y no tendría mayores inconvenientes en hacer mío eso de «daos prisa despacio». O si se quiere, podría asumirse la expresión completa, mas siempre que «rápido» se entendiese como «poneos luego a la acción», y no como referido al ritmo de esta, porque la paciencia no radica sólo en el pensar, sino también en el hacer y en el esperar el logro del objetivo que ha puesto en marcha la acción. Decidido el camino, no debemos sentarnos, mas tampoco es preciso correr: basta con andarlo paso a paso, aguardando, pacientemente, alcanzar el final. Sentados, nunca lo conseguiremos; corriendo, es posible que tampoco: mejor es ir con pie firme que arriesgarse a tropezar.

3

Por su parte, la segunda de aquellas situaciones de las que hablábamos, es decir, la paciencia entendida como actitud ante la adversidad, es obvio que se halla muy próxima a la resignación y a la apatheia que aconsejan los estoicos: una aceptación de lo que sucede, entre otras razones, y primordialmente, porque no podemos evitar que suceda. Que además seamos capaces de convencernos a nosotros mismos de que está bien que así sea, o que nuestra actitud resignada sea, a la vez, serena, imperturbable e impasible, eso es ya otro cantar: acaso para alcanzar una atalaya tal desde la que observar lo que nos acontece fuera preciso ser en demasía estoico, y, en siéndolo, quizá no hay para qué aconsejar paciencia o resignación, por cuanto que lo que nos sucede, más que una desgracia, parece consistir en el cumplimiento de un deseo largamente anhelado. Yo me quedo un poco más abajo de tan alto proyecto moral, y me conformo con ser capaz de una actitud moderadamente paciente y resignada ante aquellos sucesos que me dañan y a los que no me es dado trastocar ni suprimir, y aconsejo que nos consolemos pensando que arrojarnos en brazos de la desesperación en nada alivia el dolor, sino que lo acrecienta; y que confiemos, además, en que esté en lo cierto Cicerón, de tal manera que ocasiones haya en las que:

«Poco a poco, y a medida que el tiempo pasa, se va extinguiendo el dolor, no porque las cosas en sí cambien, pues no pueden, sino porque la costumbre nos enseña lo que debería habernos enseñado la razón, a saber, que las cosas no son tan graves como a primera vista parecen.»

Aquí sí puede entenderse la paciencia como inacción y pura espera, dado que recomendar resignación sólo cobra algún sentido siempre que en modo alguno resida ni en nuestra voluntad ni en nuestro proceder el cambiar un estado de cosas que nos resulta indeseable y nos hace sufrir. E incluso cabría decir que cuando tal estado de cosas alcanza un límite extremo, de tal manera que ni podemos cambiarlo ni razonablemente esperar que cambie por sí mismo, supuesto que el suceso presente el carácter de lo irrevocable y definitivo, «resignación» sería propiamente el término que conviene a la actitud a la que nos estamos refiriendo, dado que cuando hablamos de «paciencia» parece entenderse que lo que ahora es de una forma podrá en el futuro ser de otra, bien por efecto de nuestra acción, bien por el mero paso del tiempo o el cambio de unas determinadas circunstancias. Pero, con todo, aclarado esto, me parece, no obstante, que podemos continuar hablando de «paciencia» para referirnos tanto a la disposición de la que, según los casos, nace la perseverancia o la actitud resignada. Y si bien creo que es cierto que todo lo que restemos a nuestra paciencia se sumará a nuestro dolor, de tal modo que lo que en la primera haya de deficitario, lo habrá de exceso en el segundo, por lo que siendo aquélla pequeña, será éste mayor, creo también que nuestra paciencia no debe ser tanta que venga a resolverse en pusilanimidad o cobardía. Es menester poner mucho cuidado en que paciencia o resignación no se nos conviertan en disculpa de una falta de valor y resistencia tales que nos lleven a ofrecer mansamente el pescuezo, como borrego presto al degüello. Es verdad que ante lo que nos excede de una manera evidente y rotunda mejor es una confiada resignación que una rebeldía inútil, pero también lo es que no debemos permitir que nuestra cobardía se disfrace de paciencia, y que, sin presentar la menor batalla, demos por hecho que todo nos excede y nos supera. Y, en último término, yo, desde luego, no deseo ser tan resignado (si a eso se le puede llamar resignación) que no pueda, al menos, decir con Mark Twain:

«Cuando estés enojado, cuenta hasta cuatro; cuando estés muy enojado, blasfema»;

siquiera que nos sea dado el derecho al pataleo.

Cuestión distinta, pero no menos importante, es cuando el causante de nuestro dolor o nuestra desdicha no es un ciego destino o un no menos ciego azar, no una cadena de acontecimientos que nos viene dada y que no podemos controlar, sino, muy precisamente, otro individuo. ¿Qué puede significar en ese caso «tener paciencia»? ¿Hasta dónde hay que ser paciente? Yo creo que aquélla no debe conocer límite alguno cuando quien nos incomoda o nos daña no es responsable (cualquiera que sea el motivo) de su acción (si acaso, será conveniente poner tierra por medio). Mas si lo es, debemos ser pacientes hasta un punto, superado el cual, y aun con más rotundidad que ante aquellos sucesos que nos acontecen, lo que nuestra resignación pondría de relieve no es un carácter paciente, sino cobarde. Cuál sea esa frontera, no es fácil determinar a priori y con carácter universal, y depende, obviamente, de la ofensa o el perjuicio mismo. Baste acaso decir que no se trata de saltar a las primeras de cambio, como empujados por un resorte de adrenalina:

«Si una persona te ofende y no tienes claro si ha sido o no intencionadamente, no adoptes medidas extremas; simplemente espera tu oportunidad y propínale un ladrillazo.»

Mal nos iría si hiciéremos lema de esta broma de Twain; pero tampoco debemos permitir que nos cabalguen con denuedo y sin piedad.

4

Ambrose Bierce define la paciencia como una

«forma leve de desesperación, que se presenta disfrazada como virtud»;

y hay en ello algo verdad, si lo entendemos en el sentido de que es en las formas leves de desesperación cuando suele alardearse de la paciencia como virtud; en las graves no se alardea de nada: bastante hay con sufrirlas. Y, sin duda, es cierto que se encuentran individuos que presumen de pacientes, y no ya ante formas ligeras de desesperación, sino incluso cuando uno no alcanza a ver en qué lo son o por qué habrían de serlo (mas necios los hay en todo). Por lo demás (sea o no sea la paciencia virtud, se la considere o no como tal, o se haga o no ostentación de ella), también es cierto que si se necesita paciencia es porque alguna desesperación, si así quiere decirse (leve o grave), nos abruma, ya sea la nacida del hecho de no tener algo (o no tenerlo todavía), ya sea la que proviene de la adversidad que no podemos controlar a nuestro antojo. La paciencia, en suma, sólo tiene sentido cuando se carece de algo y se sufre por ello, tanto si se trata de un deseo insatisfecho, un objetivo inalcanzado o una tranquilidad y bienestar perdidos. En otro caso, ¿qué necesidad habría de ser pacientes? ¿Pacientes respecto a qué?

Así, pues, si lo que Bierce quiere decir es que sólo quien conoce la desesperación puede usar de la paciencia, lo que afirma es rigurosamente cierto; aunque, sin duda, el término «desesperación» resulta muchas veces excesivo, y seguramente él también lo sabe, y si lo utiliza es sólo para poder reafirmar el contraste con «virtud», en el sentido (supongo) de lo extraño que sería entender que pueda haber una desesperación virtuosa; con lo que, al cabo, lo cínico de la definición estriba en dar a entender lo ridículo que es creer que soportar lo que no hay más remedio que soportar es virtud. Y estoy de acuerdo. Por eso he comenzado por poner de manifiesto mis recelos a que pueda entenderse la paciencia como disposición virtuosa. Lo será algunas veces, e incluso no tanto en sí misma, sino en la medida en que pueda originar el esfuerzo y la perseverancia en la consecución de un propósito o en cambiar una determinada situación, pero, hablando en general, tener paciencia es lo que hacemos cuando no podemos hacer otra cosa. Y no veo yo que haya gran mérito en ello. Pero, virtuosa o no, es disposición siempre útil y beneficiosa cuando no cabe hacer nada más. O si deseamos decirlo con las palabras con las que Descartes expone su tercera máxima moral, de clara filiación estoica, en lo que consisten la paciencia y la resignación es, propiamente,

«en tratar de tratar de vencerme siempre a mí mismo antes que a la fortuna, en procurar cambiar mis deseos antes que el orden del mundo, y, en general, en acostumbrarme a creer que no hay nada que esté enteramente en nuestro poder más que nuestros propios pensamientos; de modo, que después de haber puesto a contribución todo nuestro esfuerzo, con respecto a las cosas exteriores, lo que aún falte para el logro de nuestro propósito ha de considerarse, por lo que a nosotros toca, como absolutamente imposible.»

Todavía, si se quiere, se puede decir de otro modo: se trata de saber jugar las cartas de las que disponemos de la mejor manera posible. Mas toda vez que sean decididamente malas o que ningún rendimiento mayor podamos sacar de ellas, la alternativa es clara:

«Paciencia y barajar»,

que decía Cervantes.

 

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