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El Catoblepas, número 46, diciembre 2005
  El Catoblepasnúmero 46 • diciembre 2005 • página 20
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Política vs. Ideología

Sigfrido Samet Letichevsky

No es posible «cambiar la sociedad» según ideologías, ni es esta la función de la política. La actividad humana –la ciencia, la producción y el intercambio– son conjuntamente el motor del cambio, y sus pautas son «darwinianas». Las ideologías son camisas de fuerza para la política, cuyo objetivo es el diálogo, la negociación

«La toma del poder es la base del levantamiento; sus objetivos políticos serán aclarados después de haberlo conquistado.» Lenin (1917).

«Una vez conquistado el Gobierno, el programa surgirá por sí mismo.» Hitler (1926)

Populismo

El pasado 14-octubre-2005 El País publicó el artículo de Enrique Krauze «Decálogo del populismo iberoamericano». Lamentablemente, no logró definir estos diez rasgos con la claridad y correlación recíproca esperable de la dimensión intelectual del autor. Esta circunstancia fue aprovechada por Emir Sader* para «refutarlo». Su artículo fue reproducido en el Boletín de ATTAC (ref. 1) sin comentarios ni crítica, tal vez por considerar que los títulos de Sader lo acreditan e inmunizan.

Sader dice que populismo viene de la «detestada y descalificada palabra pueblo» y que «demonizar un concepto que tiene su origen en la palabra pueblo, ya habla suficientemente del odio al pueblo consagrado por el liberalismo».

«Pueblo» es un sustantivo colectivo cuyo referente es el conjunto de los habitantes de una región, zona, ciudad o país. Se diferencia de «ciudadanía» en que incluye también a quienes no tienen derechos de ciudadanía (menores de cierta edad, y en algunos países, todavía, mujeres). Como todos los nombres colectivos, es un concepto, no tiene existencia real. Cuando se vota, la ciudadanía (no «el pueblo») emite su voto individualmente. El candidato que haya obtenido el mayor número de votos, será el elegido. Pero no existe ningún ente colectivo que se haya decidido por ese candidato. Podría suceder que ambos candidatos obtengan el mismo número de votos. Y cada ciudadano tiene sus propias y diferentes razones para fundamentar su voto. Unos votaron al PSOE para castigar al PP (por haber apoyado el ataque a Irak). Otros, porque creían que haría un gobierno de izquierdas (signifique esto lo que sea) o que «nos acercará al socialismo». Los que votaron al PP tal vez confiaban en que manejaría mejor la economía, que sus representantes son más honestos, que defenderían la unidad de España, la religión y las tradiciones, &c. El pueblo no gobierna, ni opina, ni piensa, simplemente porque no existe.

Siento simpatía por el pueblo japonés porque me agradan sus rasgos y el color de su piel, pero no se lo que piensa, puesto que pensar es una actividad individual. Cuando a Churchill le preguntaron su opinión sobre los franceses, contestó: «No se; no los conozco a todos». De modo que la palabra «pueblo», sin detestarla ni descalificarla, suele ser mal utilizada.

«Demonizar» es propio de religiones (y las ideologías tienen mucho de religiones). Pero, de cualquier manera, el considerar que la palabra «pueblo» está mal utilizada, no implica en absoluto odiar al pueblo. Muchos liberales (como Jefferson, Adams, Roosevelt, Ehrard y otros) han demostrado con su acción su amor al pueblo. Otros, que lo mencionaban continuamente (como Stalin, Mao Tse Tung o Pol Pot) han ocasionado la muerte de muchísimos millones de personas, lo que hace pensar que, dijeran lo que dijeran, en realidad odiaban al pueblo.

La esencia del populismo es la creencia de que el Estado es como un gran padre omnipotente –Dios– que puede repartir mercedes a voluntad. Sader dice: «¿Repartición de a riqueza? Significan: redistribución de renta, prioridad de lo social, oponiéndose a la prioridad del ajuste fiscal y a los intereses del gran capital».

En España (y en muchos otros países) la vivienda se ha encarecido de manera espectacular en los últimos años. Resulta inaccesible a la capa media de a población. La «prioridad de lo social» sería en este caso ofrecer vivienda barata (en propiedad o en alquiler) a este grupo social (que podría comprender la mitad o tres cuartos de la población). También se podría dar un subsidio a todos los parados y a los inmigrantes. Proponer estas y otras medidas evidenciarían un espíritu solidario y un gran corazón, y esto lo reconocería el más liberal de los liberales. El populismo consistiría en creer (o hacer creer a otros) que todo depende de una decisión administrativa, de la voluntad del Gobierno. Lamentablemente, el Estado no posee riquezas inagotables. Es un administrador, que cobra impuestos y los distribuye según un presupuesto. Si se quiere introducir un nuevo gasto (por ejemplo: la mitad del costo de un millón de viviendas), habría que suprimir otros gastos o aumentar los impuestos. Los principales items del Presupuesto son: jubilaciones, sanidad, e instrucción pública. Como los tres son deficitarios, no hay posibilidad de disminuirlos (habría que incrementarlos!). Por lo tanto, la única posibilidad es aumentar los impuestos. Si la ciudadanía es tan generosa (y tiene excedentes; pero parece que hay un gran endeudamiento de las familias) como para aceptar pagar una parte (¿la mitad?) del costo de los pisos para los jóvenes e inmigrantes, ¡magnífico!: nadie se opondría. Pero ¿somos todos –o casi todos– realmente tan generosos? Y si lo fuéramos, ¿tenemos los recursos necesarios? Una estimación grosera muestra que se requeriría aumentar los impuestos en unos 12.000 €/año cada año a cada familia. Esto sería obviamente insoportable, además de que muchos de los potenciales beneficiarios no podrían pagar siquiera su mitad.

Pero Sader dice de «la prioridad de lo social, oponiéndose a la prioridad del ajuste fiscal (...)». Parece indicar que hay que desentenderse del presupuesto, aunque haya déficit. A veces es imprescindible efectuar gastos (v. gr. en enseñanza, o vialidad) aún incurriendo en déficits. Esto es razonable cuando se trata de inversiones cuyo rendimiento será superior a los intereses originados por la financiación del déficit. Pero esto no sucede con los gastos destinados al consumo. El déficit se cubre con más emisión (cosa imposible en la UE) o con préstamos. En ambos casos el dinero se devalúa y los precios suben. El aumento de precios exige más circulante, con lo cual el ciclo se autoacelera. La famosa hiperinflación alemana de 1922 (uno de los motores del nazismo) y el default argentino de 2001** son trágicos ejemplos. Las propuestas en sí no son populistas. El populismo consiste en proponerlas sin especificar su financiación ni apelar al consenso de los perjudicados. Y también en no estudiar inversiones productivas de mayor interés social.

Finalmente dice Sader; «¿Fustiga al enemigo exterior? Apunta hacia la explotación por los capitales internacionales y los gobiernos que los defienden –los globalizadores– de los países del sur del mundo: los globalizados».

Sólo en el ámbito social, la palabra «explotar» tiene al menos tres acepciones:

  1. Explotar un negocio. Si exploto una librería, estoy diciendo que gano dinero con esa actividad comercial.
  2. Explotar personas: es esclavizarlas, abusar de ellas. Hasta hace poco tiempo era «normal», pero ahora la esclavitud está abolida. Hay quienes explotan a menores o los prostituyen: son delincuentes.
  3. Tener trabajadores empleados no es un delito, al contrario: una de las cosas más graves que pueden sucederle a una persona, es no tener trabajo.

Pero aunque no sea delito, ¿es explotación? Lo es para la teoría marxista, según la cual el valor es creado por el trabajador. El patrón le entrega como pago parte de la riqueza por él creada y se apropia del resto, de la «plusvalía». Pero no olvidemos que se trata de una teoría, no compartida por otras escuelas económicas. Si fuera verdadera, hoy El Corte Inglés y Galerías Preciados serían similares, como lo fueron hace 30 años. Que una progresara y la otra quebrara, no se debió a los trabajadores sino a las respectivas Gerencias.

La polisemia de «explotación» induce confusiones y superposiciones de significados. Es sabido que buena parte de los empleados de Microsoft son millonarios. Si un informático cobra un sueldo de 10.000$ mensuales, puede vivir a cuerpo de rey. Eso no impide que, desde el punto de vista marxista, sea un «explotado», porque, sin duda, su actividad producirá también beneficios a la empresa (la «plusvalía»).

Sader parece opinar que la globalización es una actividad ejercida por los dueños de los capitales del hemisferio norte para oprimir a los países del sur. El comienzo de la globalización es arbitrario; muchos autores ubican la «primera globalización» en el descubrimiento de América (ref. 2).

Es un suceso debido a la actividad humana, pero no planeado ni dirigido por nadie. Se podría buscar analogías en fenómenos naturales, como la difusión de los frutales. Estos árboles tienen las semillas protegidas por una envoltura carnosa, jugosa y dulce. Al ser tan sabrosa para los animales, estos comen los frutos mientras se desplazan. El resultado es que los animales dispersan las semillas y extienden así las superficies cubiertas por árboles frutales. Se podría decir que los frutales producen frutos sabrosos para que gusten a los animales. Por supuesto que los animales no tienen ninguna intención de dispersar semillas; su objetivo es sólo alimentarse y disfrutar de un alimento agradable. Los árboles están aún más lejos de tener «intenciones». Seguramente habrá habido frutos con diversas consistencias y sabores. Los que agradaban a los animales se habrán ido extendiendo y reproduciendo. Los que no, habrán quedado relegados o se habrán ido extinguiendo, y no debido a la maldad de nadie: es un fenómeno «darwiniano», sin planificación humana ni divina.

China no ha abandonado todavía su calificación de «tercermundista», pero todos sabemos que su economía crece impetuosamente, y que ya está entre los primeros puestos como país exportador y como receptor de capitales. Esto se debe en buena medida a que muchas empresas occidentales se instalaron en China para aprovechar sus bajos salarios, pero al mismo tiempo le hicieron conocer su tecnología, que ahora utilizan en beneficio propio.

Algo parecido sucedió con Corea, Taiwán y la India. La India pudo independizarse porque los ingleses formaron una capa de administradores. Bangalore es ahora un importantísimo centro mundial de desarrollo informático. Yendo hacia atrás, EE.UU. fue colonia inglesa y los Países Bajos, española: no parece haberles perjudicado! Ante cualquier propuesta o medida política o económica, hay que tener en cuenta sus consecuencias reales y no las «motivaciones» (supuestas o reales) de quien las propuso. Las protestas contra la explotación infantil en el tercer mundo evidencian la bondad de quienes las expresan. Pero la verdadera explotación es el uso militar de los niños (sobre todo en África) y la prostitución infantil. Hacerlos trabajar en empresas no es lo idealmente deseable, pero recordemos que hace dos siglos eso era lo «normal» en Europa. Aunque sus salarios sean muy bajos, probablemente es una ayuda para sus padres y una manera de que aprendan alguna actividad que les será útil para su desarrollo. Puede suceder que el boicot a las empresas que emplean niños, en lugar de evitar la explotación, los empuje hacia la prostitución. Hace pocas décadas las empresas se «deslocalizaban» hacia España, cuyos salarios eran bajos. Esto la ha beneficiado y ahora las empresas se dirigen hacia otros países donde los salarios son bajos (y a los cuales, independientemente de sus intenciones, beneficiarán). Los países como España, Alemania y Francia, que estas empresas abandonan, deberían formar personas con mayor nivel. En la era del conocimiento no se puede pretender un buen nivel de vida a cambio de un trabajo no cualificado que puede realizar por menos dinero personas sin formación alguna en el tercer mundo. Es cierto que el aumento de la productividad debido a la ciencia, la tecnología y la constante mejora de las comunicaciones (=»globalización») hace disminuir el «contenido de trabajo» por unidad de producto y vuelve innecesario al «obrero» no cualificado. Pero esto es el progreso. Hay que fomentar el aprendizaje de los conocimientos y habilidades que la sociedad necesita.

Lo que asfixia al tercer mundo no es la globalización, sino su opuesto: el proteccionismo. El proteccionismo agrícola de la UE y de EE.UU. impide al tercer mundo exportar sus productos agrícolas al primero, y además obliga a las poblaciones de la UE y de EE.UU. a pagar más caros dichos productos. Por eso el Banco Mundial está haciendo llamamientos para que se suprima el proteccionismo. (Y así como criticamos a Wolfowicz por su complicidad en el ataque a Irak, reconozcamos el mérito de su llamamiento contra el proteccionismo, ahora como Presidente del BM).

Marxismo

Trotsky escribió (ref. 3, pág. 72): «Sólo un atrevido programa social puede levantar a las masas por la acción; y precisamente eso es lo que temen los liberales.»

Las políticas eficaces favorecen el desarrollo de la economía y, como consecuencia, mejora el nivel de vida de la población. Las populistas, en cambio, prometen mejoras sin la menor idea de su factibilidad. Porque su objetivo no son las mejoras sino el apoyo de los ciudadanos. Normalmente buscan el voto, para llegar al Gobierno. Cuando se logra azuzar suficiente odio, se ofrece destruir el «sistema» y cambiar las relaciones de propiedad.

Según Albert J. Jovell (ref. 4): «Las personas que odian tienen alterada la capacidad de percepción y juicio (...)» y «La excesiva permisividad con la que se toleran la mentira y el voceo en nuestra sociedad, así como la aceptación acrítica de opiniones y eslóganes que carecen de argumentación, contribuyen a retroalimentar conductas basadas en el odio».

Trotsky cita una arenga de Lenin (ref. 3, pág. 82): «¡Abrid paso al furor y al odio que se ha acumulado en vuestros corazones durante tantos siglos de explotación, sufrimiento y martirio!».

Con referencia al hambre que asolaba la región del Volga en 1891-92, dice Robert Payne (ref. 5, pág. 81): «El ejemplo de Tolstoy y de Chejov, que se lanzaron ellos mismos de todo corazón a llevar socorros a las zonas necesitadas, fue seguido por millares. En Samara todo el que podía contribuyó a las medidas de socorro, solo Vladimir {Lenin} y otro exilado político de Samara se negaron a hacer nada por las cocinas de la sopa o los comités de auxilio. Su opinión –con la cual Nechaiev hubiera simpatizado– era que todas las calamidades que cayeran sobre Rusia debían ser miradas como bendiciones, pues aceleraban el día de la revolución».

Robert Conquest (ref. 6, pág. 39) cita a Gorki: «Pero Gorki también señalaba que Lenin «no tiene piedad alguna hacia la masa del pueblo» y que «las clases trabajadoras son para Lenin lo que los minerales para el metalúrgico». Luego cita a Bertrand Russell: «...las impresiones más intensas que me produjo {Lenin} fueron de intolerancia y crueldad mongólica (...) Su carcajada al pensar en las víctimas de las carnicerías hizo que se me helara la sangre en las venas» (de Bolshevism; Practice and Theory, 1920).

Todas estas opiniones son coincidentes, pero quizá la más ilustrativa es la del mismo Lenin, citada por su brazo derecho, Trotsky (ref. 3, pág. 207): «La guerra entre Austria y Rusia –escribía Lenin a Gorki a principios de 1913– sería una cosa muy útil para la revolución (en toda la Europa occidental) pero no es muy posible que Franz-Josef y Nicki nos den esa oportunidad.» Y, sin embargo, la dieron, aunque sólo un año y medio después.

Antes de esta muestra de feroz cinismo, Trotsky cita a Iremashvili (pág. 28) opinando sobre Stalin, con palabras que serían igualmente adecuadas para referirse a Lenin (y tal vez a casi todos los políticos, a quienes solo interesa el poder y no verdad alguna, ni los sufrimientos humanos, más que como productores de odio sobre el cual cabalgar): «No le preocupaba encontrar y determinar la verdad; solía atacar o defenderlo que anteriormente había sostenido o condenado. La victoria y el triunfo eran para él mucho más preciosos.»

Los bolcheviques prometían tierra a los campesinos y «todo el poder a los soviets». No cumplieron ni una promesa ni la otra. Cuando, en 1921 los marinos de Kronstadt («el orgullo y la gloria de la revolución», según Trotsky) reclamaron, Lenin ordenó atacarlos. Murieron 35.000 en la batalla y fusilaron a los que quedaron vivos. Lenin escribió en Pravda con impresionante frialdad (ref. 5, pág. 473): «Ha sido un incidente absolutamente insignificante».

Cuando Lenin o Trotsky hablan de «política justa», no se refieren a ninguna noción universal de justicia, sino a la política que favorezca a la revolución. Lo mismo sucede con su noción de «moral». Conquest (ref. 6, pág. 51) cita a Lenin: «Nuestra moralidad está totalmente subordinada a los intereses de la lucha de clases del proletariado.(...) La moralidad es lo que sirve para destruir la vieja sociedad explotadora».

Trotsky dice (ref. 3, pág. 510): «El pensamiento liberal democrático continuó atónito y desamparado ante el misterio del fascismo. Después de todo, ni Mussolini ni Hitler tenían aire de genios. ¿Cómo se explica, pues, su vertiginoso éxito?»

Esta observación puede parecer sorprendente, porque si el fascismo y el nazismo tomaron desprevenidos a aquellos para quienes la Historia es contingente, mucho más descolocó a los deterministas. E. H. Carr dice (ref. 7, pág. 67): «El problema era que el movimiento nazi no encajaba en esas categorías; resultaba difícil clasificarlo como amigo o enemigo del capitalismo». Y en pág. 90: «Los dirigentes del partido ruso y de la Comintern no eran los únicos políticos de Europa hipnotizados por la ascensión de Hitler, y la encontraban demasiado inexplicable para formular una política coherente con que hacerle frente».

«(...). Como los dirigentes de Moscú no tenían una política positiva que proponer, no podían hacer otra cosa que aferrarse a la creencia de que el caos en Alemania era el preludio de la revolución proletaria». Y, finalmente, en pág. 120, acerca del XIII Pleno del Comintern, a fines de 1933: «Los titubeos y las ambigüedades con que se enfrentaba eran tanto ideológicos como prácticos (...)» «La tentativa de explicar el fenómeno nazi en términos del concepto marxista de la lucha de clases creaba problemas insolubles.»

Pero, como suele suceder con los ideólogos, la realidad poco importa para quien se conforma con cualquier «explicación» que mantenga una mínima coherencia interna; Trotsky no comprendió la naturaleza del nazismo, ni la del comunismo (pues tendría que haber percibido el evidente paralelismo entre ambas). Como escribió R. Conquest (ref. 6, pág. 150): «Stalin ha sido siempre considerado –y justamente– como culpable, en parte, de la división de la izquierda alemana ante el ascenso del nazismo en los primeros años de la década de los treinta, por su insistencia en que la socialdemocracia era el enemigo principal. Lenin parece tener una responsabilidad semejante en el ascenso del fascismo una década antes. El también dividió a la izquierda italiana». El último libro de Trotsky (ref. 3) se publicó hacia 1940 y en ese entonces había muy poca información veraz acerca de la URSS (y cuando algo no concordaba con la religión oficial, simplemente se lo descartaba, como sucedió con «Retoques a mi retorno de la URSS», de André Gide).¿Quién alcanzó a leer «In Stalin's Secret Service»(1939) de W.G. Krivitsky, , o «El rostro de una víctima», de Elisabeth Lermolo, en el que menciona que Lenin fue envenenado (publicado en Buenos Aires)? Por eso, las pocas cosas que Trotsky revelaba (v.gr. los más notables asesinatos de Stalin, incluyendo a Lenin y a Gorki –pero no los diez millones de personas menos «importantes»–) habrían dado un gran valor a su libro. Pero Trotsky, al mismo tiempo que muestra que lo único que interesa a Stalin es el poder y que no vacila ante ningún número de asesinatos, dice (ref. 3, pág. 493) cosas como: «La superioridad intelectual y política de los representantes de la oposición sobre la mayoría del Politburó se echaba de ver en cada línea de los documentos oposicionistas. Stalin nada tenía que decir en respuesta, ni intentó nunca darla». ¡Como si a Stalin le importaran las «ideas»! Esa «superioridad» era precisamente la debilidad de los oposicionistas frente a Stalin, cuyo Politburó estaba formado por cómplices nombrados a dedo. Y llega hasta el extremo de dar argumentos que mantienen la confusión ideológica y mitigan las culpas de Stalin. En pág. 422 dice: «Igualmente insensibles a los hechos elementales son ciertos renegados del comunismo, muchos de ellos satélites e Stalin en otra época, que con las cabezas bien hundidas en la arena de su amarga desilusión, no advierten que, a pesar de semejanzas superficiales, la contrarrevolución acaudillada por Stalin se diferencia en ciertos definidos puntos esenciales de las contrarrevoluciones de los caudillos fascistas; no echan de ver que la diferencia tiene su raíz en la disparidad entre a base social de la contrarrevolución de Stalin y la base social de los movimientos reaccionarios dirigidos por Mussolini y Hitler, y que guarda paralelismo con la que existe entre las dictaduras del proletariado, aún desfiguradas por el burocratismo termidórico, y la dictadura de la burguesía, entre un Estado de trabajadores y un Estado capitalista».

Tanto palabrerío para forzar la realidad a entrar en el lecho de Procusto de sus creencias (de su fe religiosa). ¡No fustiga a Stalin, sino a sus críticos! En Alemania nazi y en la URSS había un partido único, un Führer o dictador absoluto, en ambos lugares se exterminó a un grupo social (los judíos en Alemania, los «kulaks» en la URSS) no por sus acciones sino por su identidad, en ambos países se ahogó toda disidencia, y todos los ciudadanos vivían en función del Estado. Nunca dos cosas iguales son 100% idénticas. Pero ante tan tremendas analogías, Trotsky busca «diferencias». ¿La URSS era un Estado de trabajadores? ¿De los trabajadores hasta la muerte en Kolymá y otros campos de concentración?

A pesar de toda su cháchara, Trotsky está de acuerdo con Stalin en los asuntos fundamentales. Entre ellos está el percibir la realidad a través de la estructura marxista (y para peor, como veremos, en la versión leninista).

Para Marx, la sociedad se divide en clases, y la lucha de clases es el motor de la Historia (por lo tanto, al abolir el comunismo las clases, se acabaría la Historia, coincidiendo en esto con Fukuyama).

Con «clases», «burguesía», «proletariado», &c., sucede lo mismo que con todos los nombres colectivos, como discutimos al definir «pueblo». Las clases no existen, son conceptos. Son una forma de agrupar y clasificar elementos reales, y suelen ser muy útiles para ciertos fines. Para otros fines se agrupa a las personas en hombres/mujeres, jóvenes/viejos, gordos/flacos, altos/bajos, o también: herreros, carpinteros, zapateros, panaderos, ministros, &c. Todos los panaderos tienen intereses comunes (v.gr.: simplificar los controles bromatológicos y sanitarios, horarios de trabajo y comercio adecuados, créditos, &c.). Pero también tienen intereses antagónicos: son competidores.

Según Marx y Lenin, las clases son antagónicas e irreconciliables. Cualquier trabajador quiere ganar más, trabajar menos horas y hacerlo en un ambiente más sano y agradable. Cualquier empresario querría pagar menos. ¿Es este un antagonismo absoluto? ¡No! Para encontrar puestos de trabajo es necesario un buen funcionamiento de la economía. El trabajador coincide con el empresario en querer que su empresa funcione, para no perder su puesto de trabajo.

Entre sí los trabajadores son solidarios con relación a sus intereses comunes. Pero también son competidores (por aumentos, ascensos, o simplemente mantener su puesto de trabajo).

Sólo son «irreconciliables» los trabajadores y los empresarios, ante la perspectiva inmediata de una revolución social que expropie a los propietarios. Trotsky escribió (ref. 3, pág. 502): «A final del siglo XVIII, la propiedad privada de los medios de producción fue un factor de importancia progresiva.(...). Pero en nuestros tiempos, la propiedad privada es el único obstáculo serio que se opone al desarrollo adecuado de las fuerzas productivas».

Ese «único obstáculo» fue eliminado en la URSS, Europa oriental, China, Corea del Norte y Cuba. Los regímenes «socialistas» no desaparecieron por intervenciones extranjeras, sino por su fracaso económico. China se está desarrollando impetuosamente gracias a haber restablecido el «obstáculo» y haberse convertido en uno de los principales receptores de capital extranjero.

Las clases sociales, además de no ser entes, están desapareciendo. El campesinado disminuyó desde el 90% de la población a menos del 3%. Ahora le llega el turno al «proletariado», que tiene tan pocos hijos como los empresarios, o menos. Estamos en la sociedad del conocimiento y cada vez quedan menos puestos de trabajo que no requieran ninguna cualificación. Y a trabajadores como los informáticos, difícilmente se los pueda llamar proletarios. También está desapareciendo la clase «capitalista». Las grandes empresas son sociedades anónimas. El capital es aportado por muchos pequeños ahorristas (incluso sindicatos y jubilados) que no deciden casi nada. Las empresas son manejadas por empleados (gerentes), no porque sean «dueños» sino porque tienen las cualidades que el economista Israel Kirzner denominó «empresarialidad». Y el nivel de vida de la población es cada vez mayor. (¿Podría Marx haber imaginado trabajadores bien alimentado, viviendo en buenas casas, con coche, vacaciones, sanidad, &c.?). Hace ya muchos años que un país que fue miserable, Japón, pasó a los primeros puestos mundiales. El mismo proceso está teniendo lugar en China, India, Corea, Taiwán, &c. Pero queda África, cuya parte subsahariana es el paradigma de la miseria. (Aunque no hay que olvidar que sólo China tiene el doble de población que toda África).

África tiene tremendos problemas sanitarios, carencia de infraestructuras, de educación, y de organización política. Algunos opinan que es la intervención de los países del primer mundo la que mantiene al África pobre y oprimida. Parece difícil que sea este un factor particularmente importante, porque los países asiáticos ahora emergentes fueron colonias, y Japón fue el vencido en la Segunda Guerra Mundial, y eso no les impidió progresar.

Pero es un punto adecuado para introducir aquí la «contribución de Lenin al marxismo» (basado en las ideas de J. Hobson).

Según Alasdair Mc Intyre (citado en ref. 6, pág. 46) la actitud de Lenin contra los «economistas» se debió en gran parte a su lectura de Bernstein, pero no porque pensara que Bernstein se equivocara, sino porque temía que pudiera estar en lo cierto.

Marx había pronosticado la caída de la tasa de beneficios y de los salarios y que el capitalismo entraría en un callejón sin salida. Pero a finales del siglo XIX ambas comenzaron a subir (y el marxismo a perder creyentes). Si Marx se equivocaba, el capitalismo no había agotado sus posibilidades y sería posible una transición gradual y pacífica al socialismo. Lenin estaba empeñado en organizar la revolución, que le daría el poder, y se justificaba porque el capitalismo habría llegado al límite de sus posibilidades. Para mantener esta justificación, Lenin se propuso «salvar» al marxismo.

Según Lenin (ref. 8, pg 360) lo típico del antiguo capitalismo era la exportación de mercancías: en cambio «Lo típico de la última etapa del capitalismo, cuando impera el monopolio, es la exportación de capitales». En la página siguiente dice que si el capitalismo hubiera podido desarrollar la agricultura... no sería capitalismo». Irónicamente, fue el socialismo quien no pudo desarrollar la agricultura; el capitalismo lo hizo hasta tal punto que menos de 3% de la población, dedicada a la agricultura, produce excedentes. En pág. 402 dice que «El imperialismo (...) brinda la posibilidad económica de sobornar a las capas superiores del proletariado»{con los superbeneficios provenientes de la sobreexplotación de las colonias}. Así queda «explicado» por qué los hechos parecen refutar a Marx, pero «en realidad» no es que la rentabilidad y los salarios suban, sino que la «sobreexplotación» (de lo que hoy llamamos «tercer mundo») permite «sobornar» a una capa de los trabajadores, la «aristocracia obrera». Pero, desdichadamente para este tipo de explicaciones, sucede que:

1) Los países del primer mundo invierten muy poco en el tercero (que espera ansiosamente los capitales extranjeros). El grueso de las inversiones norteamericanas queda en EE.UU. y el resto va sobre todo a Europa (y ahora también a China).. Europa invierte en la UE y en EE.UU., y Japón en EE.UU. (donde también invertían los árabes sus petrodólares) y Europa.

2) En el primer mundo ya la mayor parte de los trabajadores tienen un buen nivel de vida, muy superior al de los que Lenin llamó «aristocracia obrera».

3) Los países en una época colonizados e incluso maltratados, están progresando con fuerte ritmo, en buena parte gracias a la tecnología y experiencia administrativa y comercial que aprendieron de los colonizadores.

4) Hay empresas gigantescas, como las fábricas de automóviles y aparatos electrónicos. Pero si a principios del siglo XX parecían tender al monopolio, actualmente está muy lejos de ser así. Mientras empresas tradicionales como FIAT en Italia y Ford en EE.UU. atraviesan graves problemas, les han surgido pujantes competidores en Japón, en Corea, y pronto surgirán en China. Más aún, EE.UU. ha desarrollado especialmente el sector servicios y la industria del entretenimiento. Al mismo tiempo ha abandonado actividades industriales, como la fabricación de acero. Y las grandes empresas han cambiado la integración vertical por el «outsourcing».

Si comparamos el volumen de la producción industrial actual y su diversidad y composición (automóviles, aviones, trenes de alta velocidad, ordenadores, satélites, cohetería, teléfonos celulares, televisión digital, organismos genéticamente modificados, &c.) y lo comparamos con lo que sucedía a comienzos del siglo XX, las declaraciones acerca de que el capitalismo llegó al límite de sus posibilidades, sólo pueden hacernos sonreir.

5) El problema más grave de los países del tercer mundo (especialmente de los de Äfrica) no es la explotación sino la marginación. Para el progreso económico y la mejora de los niveles de vida, es necesario participar activamente en el comercio internacional. Una de las trabas más importantes es el proteccionismo de EE.UU. y la UE; por eso el Banco Mundial pide que se suprima. El proteccionismo perjudica también a las poblaciones de EE.UU. y de Europa. En cambio, el crecimiento económico del tercer mundo también beneficiaría al primero.

Trotsky (ref. 3, pág. 212) da su versión de la teoría del imperialismo de Lenin, especialmente como explicación del escaso apoyo de los trabajadores a la revolución. Pero más adelante (pág. 490) dice algo que sólo puede producir perplejidad: «La lucha contra la igualdad unió más sólidamente a la burocracia; no solo con la pequeña burguesía agraria, sino también con la aristocracia obrera. La desigualdad se transformó en base social común, la fuente y la razón de ser de estos aliados. De este modo, vínculos económicos y políticos solidarizaron a la burocracia y a la pequeña burguesía de 1923 a 1928».

Acabamos de ver que el concepto de «aristocracia obrera» es parte de la teoría leninista del imperialismo, y que ambos son falsos. No obstante su falsedad, son lógicamente coherentes al referirse a la economía de mercado. Pero ¿cómo se puede hablar de «burguesía agraria y urbana» y de «aristocracia obrera» en la URSS, diez años después de la «revolución socialista» que abolió las clases? ¿Qué imperialismo «sobornaba» a la aristocracia obrera en la URSS?

Hannah Arendt dijo (ref. 9, pág. 403): «El informe de Stalin al XVI Congreso denunciaba las desviaciones como el «reflejo» de la clase campesina y de la pequeña burguesa entre las filas del partido. La oposición se hallaba curiosamente indefensa contra este ataque, porque también ellos, y especialmente Trotsky, estaban «siempre ansiosos de descubrir una lucha de clases tras las luchas de camarillas».

No pueden imputarse a Marx todas las tonterías que han dicho los marxistas, pero la ideología puede idiotizar hasta personas tan inteligentes como Trotsky cuando se la toma en serio. Georges Sorel fue un socialista francés que teorizó el uso de la violencia y los mitos en política, por lo que puede considerarse como el precursor del fascismo (junto con Mussolini, que también fue un destacado dirigente socialista, admirado por Lenin). Zeev Sternhell (ref. 10, pág. 82) escribió: «En realidad, si Sorel se niega a abandonar esos famosos «slogans» del pensamiento marxista, que la gran mayoría de los socialistas europeos considera que han perdido su valor científico –a causa del giro sufrido por la evolución del capitalismo– es debido a que ha comprendido que no existe ninguna relación entre la verdad de una doctrina y su valor operativo en tanto que instrumento de combate». La debilidad de Trotsky y otros reside en no haber comprendido eso, como, en cambio, sí lo comprendieron Stalin y Hitler.

La carta de Lenin del 24-10-1917 (ref. 5, pág. 328), después de las palabras que encabezan este artículo, continúa diciendo: «Sería un desastre y una inútil formalidad esperar a la incierta votación del 25 de Octubre. El pueblo tiene el derecho y el deber de resolver estos asuntos, no mediante el voto, sino por la fuerza». La democracia no es más que una «formalidad» y las votaciones implican el riesgo de perderlas. Pero veamos cual era el pueblo que tenía «el derecho y el deber». Trotsky dice (ref. 3, pág. 300): «El golpe de octubre fue «más fácil que levantar una pluma», para servirse de las palabras de Lenin (...). La lucha por el poder supremo en un imperio que comprendía la sexta parte del globo terráqueo se decidió entre fuerzas asombrosamente reducidas por ambas partes, tanto en las provincias como en las dos ciudades principales». Luego, en pág. 427: «Durante los primeros días, u horas, siguientes a la insurrección, Lenin planteó la cuestión de la Asamblea Constituyente. «Hemos de aplazarla –insistía– (...). Y si la Asamblea Constituyente resulta ser un conglomerado de cadetes, mencheviques y essars {socialistas revolucionarios}, ¿sería eso político?». En pág. 430 Trotsky tiene la ingenuidad de confesar su rechazo a la democracia: «El ulterior desarrollo victorioso de la revolución proletaria, después de la disolución franca, manifiesta, brusca de la Asamblea Constituyente, asestó a la democracia el golpe de gracia del que nunca se recobraría».

Un puñado de audaces (NO «el proletariado») tomó el poder en un país gigantesco, no sólo sin consultar al «pueblo», sino adelantando el golpe de mano para rechazar lo que éste había votado (de los 41.700.000 votos, los social revolucionarios obtuvieron el 49,88% y los bolcheviques sólo el 23,5%, según ref. 5, pág. 373).

El «Carpoma de Sarkozy»: nihilismo

En diez meses de 2005 en Francia han sido incendiados 30.000 vehículos, y el ritmo de la violencia se acentuó fuertemente desde el 27 de Octubre. Se han escrito cientos de artículos intentando explicarlo. Todos señalan la incidencia de múltiples factores. Aún teniendo parte de razón, muchos se contradicen entre si. Unos señalan el origen musulmán de los jóvenes incendiarios, el no integrarse en la sociedad francesa, la falta de puestos de trabajo, &c. Para otros, nada tiene que ver el color de la piel ni la religión, y esos hechos violentos muestran que están integrados en la sociedad francesa. André Glucksmann, por ejemplo, dice (ref. 11): «Quemar vehículos vacíos es un delito. Incendiar autobuses llenos, vaciar bidones de gasolina debajo de los pasajeros y prender una cerilla es un crimen (...)».

«El odio hacia sí mismos, el odio hacia los demás y el odio hacia el mundo son compañeros de viaje (...)».

«¿Por qué usar eufemismos con respecto a los actos delictivos? ¿Es por miedo a reconocer en ellos un poco de nosotros mismos? El diagnóstico es el mismo en todas partes: fracaso de la integración. ¿Y si fuese lo contrario? Los inmigrantes de primera generación no le prendían fuego a sus chabolas, mucho más sórdidas. Sus hijos son franceses y se comportan como franceses, incluso cuando, con otros franceses «de pura cepa», tienen la cerilla rápida. No son, como se les hace creer por racismo compasivo, los condenados de la tierra. La quema de los suburbios es una prueba de que la integración se ha llevado a cabo: todo depende de cómo y a qué se integre uno».

Ya vimos la función del odio en todos los revolucionarios. Pido disculpa por lo extenso de la cita, pero creo que es tal vez el artículo más importante que se escribió sobre el tema. Glucksmann continúa:

«(...) ¿Quién vota en un 55% contra Europa y mezcla su papeleta con los extremos y los racistas? ¿Quién se arriesga a echar abajo 50 años de esfuerzos? ¿Quién se declara dispuesto a hundir la OMC y se ríe, en nombre de nuestro 2% de agricultores, de la inmensa miseria africana?(...)».

«(...) Los incendiarios son de los nuestros. Son ciudadanos de un país en el que soplan vientos de odio».

Efectivamente, los franceses votaron contra Europa en una actitud nihilista que es afín a la de los incendiarios. Una semana antes de la votación, Carlos Fuentes publicó un artículo (ref. 12) pidiendo el voto favorable: «La Constitución es un desafío para el desarrollo, como lo demostraron España, Portugal o Irlanda, países pobres al ingresar en la Unión y hoy países ricos gracias a la Unión. Que la Europa central se vea en este espejo».

«El occidente europeo ha desarrollado un modelo social que es la envidia del mundo».

Tal vez Anthony Giddens haya sido el único en mencionar (ref. 13) que si la falta de puestos de trabajo es un factor importante, «Los países con mercados de trabajo sin reformar –Francia, Alemania e Italia– son justo en los que se concentra el desempleo». Esto es probablemente cierto; he solicitado información al Comité Económico y Social Europeo y al eurodiputado Alejandro Cercas, que se especializa en temas laborales, pero hasta el momento no he tenido respuesta. Pero lo cierto es que ante una tímida reforma del mercado laboral, los sindicatos fueron a la huelga. Al día siguiente, El País preguntaba: «¿Hasta cuando los franceses seguirán engañándose a sí mismos?»

El emprendedor tiene imaginación e iniciativa, y se arriesga. El empleado es más rutinario. Por eso quienes se sienten «de izquierdas» constituyen la parte más conservadora (conservadorismo reaccionario) de la sociedad. Aunque el mundo cambie, quieren seguir «como antes». Consideran el «puesto de trabajo» como un nicho en propiedad y un seguro de vida que la empresa o la sociedad les deben (pues los conservadores tienen derechos pero no deberes). Presionan para que las autoridades prohiban la «deslocalización», no para que programen estudios que les den la posibilidad de ser útiles en el mundo del conocimiento. Los huelguistas, en pos de exigencias irrealizables, cortan carreteras e incendian neumáticos. Sus pretensiones se pueden «comprender», pero no son el interés de toda la sociedad (como creían los marxistas) sino intereses sectoriales, a menudo muy egoístas y dañinos para la sociedad. Por eso suelen ser nihilistas y asemejarse tanto a los incendiarios de los suburbios parisinos y de otras trescientas ciudades francesas, como señaló perspicazmente Glucksmann.

Además de los que usan eufemismos, hay quienes comparten el nihilismo y apoyan la destrucción. Maruja Torres escribió en su columna (ref. 15):

«¿De verdad pensaban que nadie, nunca, iba a levantarse?(...) ¿Creían que el Sistema (otra definición de entonces) no despertaría ira?»

Durante la República de Weimar, nazis y comunistas por igual, incitaban a destruir «el sistema». Su prédica abrió el camino a Hitler. Maruja Torres dice más adelante: «Un momento: en estos tiempos, quemar un coche en vez de robarlo es una prueba de ideología tan sólida y válida como la que supone llamarle chusma. En mi opinión, mucho más prometedora. Quizá no los queman porque no pueden tenerlos, sino porque odian lo que representan».

Creo que, así como cierto café tenía la virtud de no contener achicoria y el defecto de no contener café, Maruja Torres tiene un error y un acierto. El error consiste, a mi juicio, en que llamar «chusma» a los incendiarios y a los criminales, no es prueba de ideología sino de torpeza. (Aunque tal vez haya sido muestra de sutileza perceptiva, en vista del gran aumento de la popularidad de Sarkozy. La gente está harta de destrucción y violencia, y la seguridad ciudadana es la primera responsabilidad de cualquier Gobierno.) Es demasiado suave para decirlo en privado, e inconveniente en público. En cambio, creo que acierta al afirmar que quemar coches «es una prueba de ideología» (nihilista). La ideología es lo que destruye la política, cuya esencia es la negociación y su instrumento el lenguaje. Y cuando la ideología se expresa como acción, se denomina delito. La razón de las creencias de Maruja Torres la mostró «El Roto» en ese mismo número de El País; su viñeta dice: «¡Por unos instantes pensé que la realidad podía no ser como creemos. Afortunadamente enseguida recuperé la programación!». No hay modo de percibir la realidad que no sea a través del marco de una ideología. Pero, aunque no es fácil, a veces se puede contrastar las consecuencias de ciertas creencias con algunos acontecimientos que permiten refutarlas.

Los «revolucionarios» quieren otra sociedad, y saben que no la lograrán pacíficamente, pues las mayorías son conservadoras (conservadorismo positivo: saben que un salto en el vacío es muy peligroso). El fin de la política no es «cambiar la sociedad». La política es el diálogo pacífico, la negociación entre grupos, sectores e individuos, en defensa de sus intereses. La huelga es un derecho reconocido en apoyo de reivindicaciones sectoriales. Pero no deja de ser un chantaje a la sociedad, sobre todo cuando incluye violencia (similar a la de los incendiarios franceses y la de grupos juveniles en todo el mundo, que queman papeleras, arrancan teléfonos y acuchillan asientos de autobuses, sin sentido ni objetivo). Los trabajadores no tienen razón a priori: presionan para lograr ventajas o retener privilegios. El aumento de la productividad es constante, lo que hace cada vez más innecesarios a los simples obreros. Es natural que eso les preocupe, pero no pueden tener la pretensión reaccionaria de que el mundo se detenga («antiglobalización»; por suerte esto ha sido comprendido y ahora se habla de otra globalización), en realidad, de que vuelva al pasado. Esa preocupación debería llevarles a buscar capacitación para tener lo que ofrecer en el mundo del conocimiento. Durante la transición es razonable que presionen a los gobiernos y a los empresarios para que colaboren con esta capacitación y subvencionen a quienes realicen ese esfuerzo. Pero no pueden pretender que todo vuelva a ser como antes, porque hoy hay 3.000 millones de personas más que antes, y también tienen derecho a vivir (sería imposible alimentarlos y vestirlos con las tecnologías de 1945).

La ciencia y la tecnología cambian el mundo, y lo hacen cada vez más aceleradamente. Pero ¿se puede cambiarlo según una ideología, por vía revolucionaria? En ciertas circunstancias si, como sucedió en Rusia en 1917 y en Alemania en 1933. En ambos casos fue un fracaso que además costó muchísimos millones de vidas. La acción humana consiste en producir e intercambiar bienes y servicios por una lado, y desarrollar la ciencia y la tecnología por otro. Esa actividad es el motor del desarrollo social, cuyo mecanismo es darwiniano (con las características inherentes a los fenómenos complejos). Pero no es que el mercado, espontáneamente, solucione todo. La contaminación ambiental, por ejemplo, es hoy un problema crítico y exige decisiones políticas (además de las técnicas, como el uso de la energía solar).

* Emir Sader: Director del Laboratorio de Políticas Públicas de la Universidad del Estado de Rio de Janeiro. Profesor de la Universidad de San Pablo.

** El País (30/11/2005) dijo: «La nueva ministra {Felicia Miceli} se ha mostrado partidaria, antes de ser nombrada, de aumentar los salarios, aunque eso imponga un aumento de la inflación mayor que el previsto». Esta declaración podría producir escalofríos, pero parece que después de ser nombrada consideró el equilibrio fiscal como uno de sus principales objetivos.

Referencias

  1. «El grano de arena», nº 319 (21-11-2005): «El Populismo; su traducción más completa», por Emir Sader.
  2. Julio María Sanguinetti, «De Colón a Maradona», El País, 21-11-2005.
  3. León Trotsky, Stalin, Plaza y Janés, 1963.
  4. Albert J. Jovell (Universidad de Barcelona), «El odio nuestro de cada día», El País, 22-11-2005.
  5. Robert Payne, Vida y muerte de Lenin, Destino (1965).
  6. Robert Conquest, Lenin, Grijalbo, 1978.
  7. E. H. Carr, El ocaso de la Comintern. 1930-1935, Alianza Universidad.
  8. V. I. Lenin, El imperialismo, etapa superior del capitalismo, Obras Completas, tomo XXIII, Akal Editor, 1977.
  9. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Taurus, 1998.
  10. Zeev Sternhell y María Asheri, El nacimiento de la ideología fascista, Siglo XXI de España Editores, 1994.
  11. André Glucksmann, «Las hogueras del odio», El País, 29-11-2005.
  12. Carlos Fuentes, «Mariana, di que si», El País, 23-5-2005.
  13. «Los disturbios son un asunto socioeconómico», Nathan Gardels entrevista a Anthony Giddens, El País Domingo, 13-11-2005.
  14. «Huelga muy francesa», editorial de El País, 5-10-2005.
  15. Maruja Torres, «Alonsanfán», El País, 10-11-2005.
  16. «El Roto», viñeta en El País, 10-11-2005.

 

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