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El Catoblepas, número 43, septiembre 2005
  El Catoblepasnúmero 43 • septiembre 2005 • página 10
Polémica

Sobre la verdad de las religiones
y asuntos involucrados indice de la polémica

Gustavo Bueno

El autor de El animal divino expone aquí su juicio tras dos años de debate sobre la verdad de las religiones primarias y otros asuntos involucrados en ella

 

Introducción. El debate
 
I. Sobre la génesis o proyecto sistemático de El animal divino y sobre las limitaciones internas de su ejecución
(A) Sobre la génesis del proyecto de El animal divino como modelo de una filosofía materialista de la religión
(B) Sobre las limitaciones de El animal divino, derivadas de su método, como modelo de una filosofía materialista de la religión
(1) La cuestión del dialelo
(2) La cuestión de la inversión antropológica
(3) La cuestión de la «encarnación»
(4) La cuestión de la verdad
(5) La cuestión de la koinonia de los valores religiosos
 
II. El debate «explicado y justificado» desde las limitaciones de El animal divino como ejercicio de un proyecto de filosofía materialista de la religión
(1) Cuestiones relacionadas con el dialelo del espacio antropológico
(2) Cuestiones relacionadas con la inversión antropológica
(3) Cuestiones relativas a la «encarnación» del eje angular en los animales linneanos
(4) Cuestiones relacionadas con la verdad de las religiones
(5) Cuestiones relativas a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado
 
III. Reanudación, tras el debate, del proyecto originario de El animal divino
(1) El debate en torno al dialelo
(2) El debate en torno a la inversión antropológica
(3) El debate en torno a la «encarnación» del Logos en el cuerpo viviente de un animal linneano
(4) El debate en torno a la verdad de las religiones
(5) El debate en torno a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado
 
Final. Sobre el desbordamiento de la inmanencia del Espacio antropológico

 
Introducción

El debate

1. En septiembre del año 2003 tuvo lugar en Murcia el congreso Filosofía y Cuerpo («debates en torno al pensamiento de Gustavo Bueno»), impulsado por los profesores Patricio Peñalver, Francisco Giménez y Enrique Ujaldón. El Congreso debatió en torno a materias de muy diferente naturaleza: filosofía política, ontología, ética... y filosofía de la religión.

Entre las intervenciones relacionadas con la filosofía de la religión destacó por su brillantez la de David Alvargonzález; su ponencia se centró en torno a «El problema de la verdad en las religiones del Paleolítico», sistematizando puntos de vista que ya venía exponiendo desde hacía años en sus clases:

«En el curso 1998-1999 de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo (...) el profesor David Alvargonzález nos explicó a los alumnos de la asignatura Historia y Filosofía de la Religión de cuarto curso de licenciatura, el libro básico de dicha asignatura, El animal divino, con algunas críticas a la verdad de la religión primaria tal y como se sostiene en ese libro, críticas que son mantenidas esencialmente idénticas en la actualidad, en la polémica que ellas mismas han generado en forma de conferencia del Congreso Filosofía y Cuerpo.» (José Manuel Rodríguez Pardo, «Sobre númenes y psicologismo», El Catoblepas, nº 39:11, mayo 2005.)

Y acertó a «poner sobre el tapete» algunas cuestiones de indudable importancia sobre las cuales, a su parecer, El animal divino no se había pronunciado con claridad o incluso lo había hecho de forma que facilitaba interpretaciones erróneas o que eran ellas mismas erróneas o no consistentes. El autor de esta ponencia argumentaba «desde dentro» del materialismo filosófico, y en sus interpretaciones, incluso en aquellas que implicaban rectificaciones importantes a las tesis de El animal divino, utilizaba «instrumentos» del propio materialismo filosófico, con indudable «conocimiento de causa». Por ejemplo, el paso hacia los númenes paleolíticos no habría sido resultado de una metábasis, sino de una catábasis; acaso la rectificación más profunda (las religiones primarias no pueden considerarse verdaderas en un sentido directo, sino a través de las secundarias y de las terciarias) se hacía en el marco mismo del materialismo, «movilizando» otras acepciones de la verdad que el propio materialismo filosófico había desarrollado.

En resolución, la ponencia de Alvargonzález se proponía analizar El animal divino desde la perspectiva del propio materialismo filosófico, y las rectificaciones que proponía no parecían afectar al sistema en su conjunto; que, por otra parte, parecía admitir diferentes bifurcaciones o versiones distintas en torno a las cuestiones sobre filosofía de la religión.

También tuvieron lugar en el Congreso de Murcia de 2003 otras intervenciones, independientes de ésta, que trataron asuntos de filosofía de la religión de gran interés, especialmente la ponencia de Joaquín Robles, no menos brillante, «La Idea de religión desde el materialismo filosófico», desarrollada en una línea que no requería rectificaciones, sino que se mantenía en el ámbito de la «interpretación canónica» de la filosofía materialista de la religión, aunque expuesta con una sorprendente contundencia, claridad y vigor. (La ponencia de Robles estaba pensada con independencia de la de Alvargonzález, aunque, según se dice en nota, conocía de oídas algo de su orientación.) También suscitó un gran interés la ponencia de Felicísimo Valbuena de la Fuente («El concepto de persona en varias herejías y su interferencia en la política de los siglos XX y XXI») que ofrece valiosas reflexiones para perfilar el alcance de la Idea de persona en cuanto Idea que desborda el campo antropológico.

Hubo también otras ponencias directamente relacionadas con El animal divino, que aunque desde perspectivas no internas al materialismo filosófico, mostraban un gran interés por la filosofía materialista de la religión y un profundo conocimiento de la misma: la ponencia de José Luis Marín Moreno, «Sobre la constitución del judaísmo desde una perspectiva materialista. Lectura materialista del Libro de Ezequiel», utilizaba ideas centrales de El animal divino como instrumentos para una hermenéutica bíblica, desde un punto de vista cristiano. También la ponencia de Patricio Peñalver, «Dialécticas nematológicas en torno al cuerpo de la religión», analizó con gran sutileza el significado de El animal divino, y subrayó algunas limitaciones importantes que esta obra a su juicio tiene desde el punto de vista de la filosofía en general.

2. Lo cierto es que la ponencia de David Alvargonzález, dada la abundancia de cuestiones que suscitaba, inclinó a diferir las reacciones de quienes sólo habían escuchado su exposición oral hasta su publicación en las Actas (en febrero de 2005), determinando que la polémica que había comenzado a gestarse en los foros de nódulo, sobre todo tras la crónica de Joaquín Robles sobre el Congreso («¿Ortodoxos y heterodoxos?», El Catoblepas, nº 20:17, octubre 2003), se desatara a partir de la primavera de este año, cuando abriendo el nº 37 de El Catoblepas, por iniciativa de los propios autores, se hizo público un cruce epistolar privado que mantuvieron Íñigo Ongay de Felipe y David Alvargonzález en julio y agosto de 2004.

A lo largo de cinco meses (de marzo a julio de 2005), y en sucesivos números de la revista El Catoblepas indice de la polémica (números 37, 38, 39, 40 y 41), fueron ofreciendo sus puntos de vista, además de David Alvargonzález e Íñigo Ongay, Alfonso Fernández Tresguerres, Joaquín Robles, Antonio Muñoz Ballesta, José Manuel Rodríguez Pardo, Pedro Santana y Pelayo Pérez García; con las consiguientes réplicas, contrarréplicas, respuestas y comentarios.

Difícilmente puede citarse en España un debate filosófico tan rico e intensamente sostenido como el que estamos considerando, debate que deja en ridículo a quienes quieren creer que la filosofía española no existe, o acaso nunca existió más que en forma de exposiciones académicas doxográficas. Una característica que cabe apreciar en esta polémica es el alto nivel «técnico» alcanzado, sin perjuicio de la juventud de los intervinientes; internet ha permitido que una polémica que por las vías tradicionales de revistas impresas o de libros se hubiera dilatado durante varios años, ha podido producirse en unos pocos meses; y lo que es más importante, desbordando las barreras académicas y burocráticas que las editoriales o las revistas académicas tradicionales imponen, por razones casi siempre sectarias. Un debate cuya resonancia ha sido por otra parte mucho mayor de la que hubiera podido alcanzar de haberse mantenido dentro de los cauces académicos tradicionales. Es un hecho que queremos constatar con la esperanza de que sea tenido en cuenta en los análisis relativos a la sociología del pensamiento filosófico en lengua española.

3. Me parece importante subrayar, aunque todo aquel que haya seguido la polémica ya lo sabe, que el debate suscitado por la ponencia de David Alvargonzález mantuvo conexiones muy profundas con el debate que diez años antes había suscitado el libro de Gonzalo Puente Ojea, Elogio del ateísmo (Siglo XXI, Madrid 1995), debate en el que intervinieron además de Gonzalo Puente Ojea, Pablo Huerga Melcón, Alfonso Tresguerres y Gustavo Bueno (inicialmente en la revista El Basilisco, números 19 y 20, y con repercusiones posteriores).

No se trata de una conexión meramente genérica, sino puntual: la cuestión de la realidad de los númenes del Paleolítico (en fórmula de Tresguerres: la cuestión sobre si los animales son realmente númenes o si los númenes son reales).

Podría incluso afirmarse que la polémica abierta por David Alvargonzález es una continuación de la polémica suscitada por Gonzalo Puente Ojea.

Y esta conexión no está establecida «desde fuera» de la polémica, sino que está reconocida en el propio curso de la misma. Por ejemplo, Íñigo Ongay, en su correspondencia con Alvargonzález, se refiere explícitamente (inicio de la carta 3, del lunes, 2 de agosto de 2004, El Catoblepas, nº 37:1) a Alfonso Tresguerres en su polémica con Puente Ojea; por su parte David Alvargonzález, en su respuesta (carta 4, martes, 3 de agosto de 2004) le dice a Ongay: «Probablemente tu estarás de acuerdo con Bueno y con Tresguerres en que las religiones primarias no existen en el presente como religiones verdaderas»; y el 4 de agosto (carta nº 8) Alvargonzález vuelve a referirse a la polémica desencadenada por Puente Ojea: «La precisión que haces (...) me parece que recoge mejor lo que Bueno quiere decir en su respuesta a Puente Ojea.»

4. Podría decirse, por tanto, que el debate que sobre El animal divino ha suscitado, dentro de coordenadas materialistas, en sentido amplio, la ponencia de David Alvargonzález en el Congreso de Murcia de 2003 gira sobre el mismo asunto que el debate que sobre la misma obra se suscitó al publicarse el libro de Gonzalo Puente Ojea en 1995 (decimos desde coordenadas materialistas para no referirnos aquí a las críticas que El animal divino suscitó desde coordenadas no materialistas).

Sin embargo, las diferencias son muy notables. La principal sería esta: que mientras que Puente Ojea, en su crítica a El animal divino, daba los primeros pasos para distanciarse del materialismo filosófico (con el que años antes había mantenido un estrecho contacto) –y, de hecho, su crítica a la tesis sobre los númenes animales iba acompañada de una tesis psicologista explícita, que él contraponía como única alternativa a la tesis de El animal divino, la tesis del animismo de Tylor–, sin embargo la crítica de Alvargonzález no busca distanciarse del materialismo filosófico sino que, por el contrario, quiere mantenerse en sus coordenadas, a fin de desplegar y desarrollar, con un mayor análisis, sus potencialidades.

Otra cosa es que alguien pueda señalar alguna estrecha semejanza entre las posiciones de Puente Ojea y las de Alvargonzález, al menos en lo que concierne a su concepción de la relación animales/númenes, tanto en la época paleolítica como en la presente. Al menos, una semejanza negativa, un acuerdo en la negación: el recelo ante cualquier reconocimiento de algo divino o misterioso en los animales; por tanto, el rechazo absoluto de cualquier reconocimiento de algún tipo de numinosidad, o misterio, o enigma en los animales, si bien Puente Ojea parecía apoyar este recelo más bien en una plataforma mecanicista (se diría, «pre etológica») mientras que Alvargonzález lo hace desde la plataforma de la Etología, considerándola como una «ciencia del presente» que, en cuanto tal, no toleraría la menor concesión a la tesis de la numinosidad animal (una concepción de la ciencia etológica del presente, por cierto, que podría considerarse más cerca en la práctica del mecanicismo que del etologismo ético, en la línea del Proyecto Gran Simio, por ejemplo).

5. Dos palabras para tratar de justificar mi intervención en este debate.

En modo alguno trato de dirimir el debate tomando partido por alguno de sus protagonistas, apoyándome en mi propia interpretación que, en el día de hoy (y aunque fuera retrospectivamente) pudiera dar de El animal divino.

El animal divino fue publicado en forma de libro hace ya veinte años (Pentalfa, Oviedo 1985). Anteriormente sus tesis fueron expuestas en conferencias o en clases universitarias; en consecuencia, mi autoridad ante la obra (ante su «estructura») no es mayor que la que pueda tener cualquier otro intérprete. Y esto no tiene por qué significar la expresión de una «infinita humildad», porque también podría significar una «infinita soberbia» («¿quién soy yo para rectificar esta obra maestra?»).

Mi intervención en este debate sólo puede tener el sentido que pueda dársele a cualquier otra intervención: el análisis del sistema mismo, en este caso, la filosofía materialista de la religión, en coherencia interna, por otra parte, con el materialismo filosófico. Si mantenemos la tesis de que un sistema filosófico no es un sistema clausurado, ni menos aún cerrado, al modo de las ciencias categoriales, se comprenderá que las posibilidades de variaciones, modulaciones, incluso bifurcaciones, sean mucho mayores en el materialismo filosófico que en cualquier otro sistema. Porque el sistema del materialismo filosófico ni siquiera puede aducir la «concatenación de cada una de sus partes con todas las demás»; también en su ámbito rige el principio de symploké.

Sin embargo, me cabe reivindicar una perspectiva personal, no ya cuanto a la estructura, pero si cuanto a la génesis o proyecto originario de El animal divino. Y ocurre que, en los sistemas filosóficos, las cuestiones de génesis sistemática (no ya meramente psicológicas o biográficas) pueden tener más importancia de la que puedan tener en los sistemas científicos, porque las cuestiones de génesis pueden poner de manifiesto ciertas orientaciones de la estructura que no están explícitas (aunque también, al menos teóricamente, podrían ser alcanzadas independientemente del autor, más aún, si se tiene en cuenta que la memoria histórica o episódica de un autor sobre la génesis de una obra suya no es ningún testimonio seguro, sino que, en principio, puede considerarse casi siempre tergiversado). En todo caso, desde las consideraciones de estas orientaciones genéticas, podrán explicarse con intención justificatoria muchas limitaciones de una obra en cuanto se considera como realización del proyecto.

6. Las consideraciones que en esta Introducción exponemos marcan, en cierto modo, el plan general de mi intervención, y su división en tres secciones:

I. En primer lugar una exposición tanto (A) del proyecto o génesis sistemática de El animal divino cuanto (B) de sus propias limitaciones internas, deducidas del propio proyecto.

II. En segundo lugar una reexposición de las contribuciones dadas en el debate, en función de las limitaciones internas; lo que equivale a un intento de interpretar estas contribuciones como debates internos en torno a El animal divino.

III. En tercer lugar una suerte de reanudación, tras el debate, del proyecto originario de El animal divino.

En un Final tocaremos algunos puntos de gran importancia para la filosofía materialista, y que sólo de pasada fueron tratados en el Congreso de Murcia o en el debate posterior.

I

Sobre la génesis o proyecto sistemático
de El animal divino y sobre las limitaciones
internas de su ejecución

(A) Sobre la génesis del proyecto de El animal divino como modelo de una filosofía materialista de la religión

El proyecto de El animal divino presuponía ya dada la cristalización de las líneas maestras del materialismo filosófico, entendido como el «sistema (valga la paradoja) del pluralismo radical». Un sistema antimonista, cuando «sistema» suele ser asociado siempre por sus críticos al monismo. Un sistema materialista en el que la realidad mundana (Mi) se concibe como una realidad opuesta a una materia ontológico trascendental (M) que, sin perjuicio del ateísmo, asume en el sistema, entre otras, las funciones que en la Ontoteología estaban encomendadas a Dios. Y no ya tanto al Acto Puro aristotélico (omnipresente en la Teología musulmana, que en nuestros días vuelve a manifestar su vitalidad, aunque sea en la forma del brazo armado de los terroristas) cuanto en la forma del Dios creador cristiano, en cuanto irreducible a las criaturas, el Deus absconditus.

¿Qué podrá significar la religión –todo lo que se engloba bajo este nombre– en esta ontología materialista pluralista?

Ante todo, que la religión es un contenido del «material antropológico», es una «determinación» (otros dirán: una «dimensión») del hombre en cuanto objeto de la Antropología filosófica. Y esto significa, a su vez, que la religión es un contenido del Mundo (Mi) y, por tanto, que la religión nada tiene que ver, en principio, con Dios, con el Dios de la Ontoteología (lo que no quiere decir que el Dios de la Ontoteología no tuviese que ver con la religión).

Y esto significa que la religión, desde una perspectiva materialista, no podría entenderse en términos teológicos («relación o religación del hombre y Dios»): esta fue una de las tesis de El animal divino más duramente criticadas desde la filosofía tradicional de signo teológico o espiritualista, que llegó a interpretar la tesis («la religión no tiene que ver, en sus fundamentos, con Dios») como una frivolidad, o como una boutade.

De aquí la importancia que, desde un punto de vista histórico-sistemático, cobraba la tesis acerca de la incompatibilidad del Acto puro aristotélico con la religión. Las religiones positivas (las llamadas «superiores», que en El animal divino se denominarían «terciarias») invocaban a Dios; pero esa invocación, desde una perspectiva materialista, sólo podría entenderse como una invocación vacía, cuando se tomaba como fundamento de una filosofía de la religión, desarrollada en la forma de «doctrina de la religión natural» (ya fuera en la versión de Santo Tomás, ya fuera en la versión de Voltaire).

No sólo el Dios de la Ontoteología (el «Dios de la Teología natural», el Dios de Aristóteles, el «Dios de los filósofos»); tampoco el Dios de las religiones superiores, dado su carácter sobrenatural o revelado, no podría tomarse como base de una filosofía racionalista de la religión. Ese Dios no explicaba nada, ni siquiera la religión, por cuanto él tenía que ser explicado desde la propia religión. En cualquier caso, la Revelación (la religión positiva) –las verdades de la revelación: «Yo soy la Verdad»– quedaba en principio, en cuanto revelación, al margen de la filosofía. O bien las «verdades reveladas» se reducían a expresiones literarias o alegóricas de ideas filosóficas, o bien se reducían a cuestiones entretejidas con la teología dogmática (si la revelación se consideraba como una fuente que manase por encima de la razón); o bien esas verdades se reducían al terreno pragmático o funcional analizado por la sociología, la psicología o la antropología. Es decir, las religiones positivas, descontando sus componentes alegórico filosóficos que sus dogmáticas pudieran encerrar, dejaban de tener importancia filosófica y se convertían en campo, interesante sin duda, propio para el cultivo de diferentes ciencias humanas (etnografía, antropología, sociología, psicología, psiquiatría), al lado de los campos cultivados por la música, la pintura, el arte o la política.

En resumen: no tendría sentido seguir hablando de «filosofía de la religión» (salvo que entendiésemos por tal las interpretaciones alegórico filosóficas de los dogmas de determinadas doctrinas religiosas).

¿Y qué dificultades habría para dejar de lado cualquier proyecto de filosofía de la religión?

Algunos podrían pensar (lo han pensado de hecho) que las dificultades serían de índole gremial. La «filosofía de la religión», como disciplina, apareció en un ámbito protestante (aunque fuera católico, un jesuita, Segismundo von Storchenau, el primero, al parecer, que utilizó la expresión, en 1784; después la expresión fue utilizada por un kantiano, Ludwig Heinrich von Jakob, en 1797; pero, sobre todo, fue Hegel quien en 1832 «consagró» la expresión «filosofía de la religión» como parte de un sistema filosófico).

Por tanto, si la «Filosofía de la religión» se declaraba vacía y se reducía a «ciencia de la religión» (que ya no se interesaba por su verdad: Wilhelm Schmidt, Evans-Pritchard, &c.), el «cuadro de las disciplinas filosóficas» quedaría mermado, a todos los efectos (incluyendo al mismo cuerpo de profesores). Pero evidentemente, aunque estas consecuencias tienen su importancia sociológica (e indirectamente, filosófica), no eran las principales.

La principal era esta: ¿podría tratarse «en profundidad» de las religiones positivas (supuesto que la llamada «religión natural» no es una religión, sino una teoría de la religión) al margen de la cuestión de la verdad que ellas mismas (sobre todo las religiones superiores) reclaman explícitamente y cuya importancia filosófica es indiscutible? No es que a la «filosofía de la religión» haya que asignarle la tarea de la «defensa de la verdad» de la religión, o por lo menos la tarea de ofrecer los preambula fidei. Lo que no cabe es atribuirle neutralidad ante las pretensiones de verdad de las religiones positivas. También podría hacerse consistir la tarea de la filosofía de la religión en la demostración de la falsedad de todas las religiones, pero siempre que a las religiones se les concediese un significado no meramente episódico o contingente, sino un significado vinculado a la misma estructura de la historia del hombre. Y no es fácil concebir a la religión con algún significado «trascendental» para el hombre si ella no tuviese también algún fundamento de verdad, aunque la verdad no afectase íntegramente a todas las partes de la religión. De todos modos El animal divino partía de la evidencia de que la consideración de los animales, tal como había sido desarrollada por la Teoría de la evolución primero, y por la Etología después, era la premisa imprescindible para poder plantear los problemas de la Antropología.

En cualquier caso, la verdad, tal como las religiones la reclaman, habría de ser una verdad compatible con el materialismo filosófico. Se excluía por principio el Dios de la Ontoteología como fundamento de la religión, pero no había que excluir por principio la cuestión de la existencia de los dioses finitos, propios de las religiones politeístas, o la cuestión de los demonios, de los genios o, en general, de los númenes, en tanto ellos eran compatibles con el materialismo.

La cuestión de la verdad de la religión, en cuanto vinculada a los númenes, se planteaba por tanto como la cuestión de la realidad de los númenes que, siendo trascendentes al hombre, estuvieran, en cuanto entidades, vinculados trascendentalmente con los hombres (y aquí el término «trascendental» se sobreentendía en el sentido de las tradicionales «relaciones trascendentales» de la filosofía escolástica). No se trataba por tanto de una simple cuestión (muy importante filosóficamente en todo caso) acerca de si existen o no seres «personiformes» no humanos en alguna galaxia, al modo de los dioses de Epicuro, sino de entes que estuviesen involucrados de tal modo con los hombres que, sin ellos, la propia realidad humana resultaría inexplicable. La cuestión de la verdad de la religión implicaba por tanto la cuestión de la realidad de los númenes y de su involucración trascendental con los hombres.

Por tanto, la cuestión de la posibilidad de una filosofía de la religión tenía que ver con la cuestión del carácter trascendental de las religiones «respecto del hombre». Si la relación de los hombres con los númenes fuera meramente episódica, acaso una especie de lepra, o si su importancia es decisiva en la constitución del hombre. Esto da cuenta de por qué el planteamiento de El animal divino era tanto gnoseológico como ontológico. Perspectivas inseparables que requerían la distinción entre «verdadera filosofía de la religión» y «filosofía verdadera de la religión» (como muy bien subrayó en el debate Joaquín Robles).

Había pues muchas razones para resistirse a aceptar la liquidación de la «filosofía de la religión» reduciéndola a «ciencia de la religión», a psicología o a sociología de la religión (por no hablar de la fisiología, aunque fuera al modo de la antigua frenología). Las ciencias de la religión suponen a la religión como algo ya dado: por ejemplo, las doctrinas de los psicólogos que ven a la religión como derivada del miedo serían muy superficiales, por cuanto el miedo podía ser debido precisamente a los dioses (sin que por ello la Psicología fuese competente, en cuanto tal, para tratar acerca de la existencia de los dioses como supuestos causantes de ese miedo).

Pero la religión, en la historia del hombre, tiene una importancia muy superior a la que puedan tener otras instituciones culturales. Es por tanto desde el ateísmo, inherente al materialismo filosófico, desde donde la religión aparece como un problema filosófico mucho más importante de lo que pudiera serlo para el teísta.

Sin embargo, aún negando la posibilidad o la existencia de los númenes cabía reconocer otra posibilidad de una filosofía de la religión (de un reconocimiento del alcance trascendental de las religiones para el hombre): el humanismo trascendental también prescinde del Dios de la Ontoteología, porque pone a Dios como idéntico al propio Hombre. Dios es el Hombre, su Espíritu: así Kant, Fichte, Hegel, Feuerbach, y aún Marx. El humanismo moderno, al identificar, de un modo u otro, al Hombre con Dios, introduce de hecho un nuevo dualismo, el dualismo Hombre/Naturaleza. Y encuentra, como enemigos formales suyos tanto, por un lado, a los teístas de la ontoteología («si Dios existiese no podría resistirlo») y, por otro lado, a los naturalistas (quienes reducen el hombre a la condición de un animal más, en el sentido de Linneo o de Darwin). El humanismo moderno se delimitará, por tanto, frente a la «Naturaleza», impersonal, mecánica, otorgando al «Hombre» atributos que el «Antiguo Régimen» reservaba para Dios o para el Espíritu, porque el Espíritu es el Hombre, el Espíritu es la Cultura (Herder, Fichte, Hegel... incluso Marx). Dicho de otro modo: el humanismo moderno trabaja con un espacio antropológico «plano», con dos ejes: aquel en torno al cual gira el Hombre, como Espíritu (o como «Cultura»), y aquel en torno al cual gira la «Naturaleza». El Hombre del humanismo moderno quedaba, por tanto, enfrentado a la Naturaleza impersonal.

La concepción humanista de la religión, es decir, la concepción de la religión desde el espacio antropológico dualista («plano») propicia, sin duda, la posibilidad de una filosofía de la religión, incluso de una verdadera filosofía de la religión. Pero, ¿es compatible esta filosofía humanista con el materialismo filosófico?

El humanismo moderno, aunque propicia una verdadera filosofía de la religión (en lo que tenga que ver con el reconocimiento del «alcance trascendental de la religión respecto del hombre») sigue siendo incompatible con el materialismo filosófico. Y esto puede hacerse ver desde dos perspectivas: (1) una general, relacionada con la propia concepción plana o dualista del espacio antropológico; (2) otra especial, relacionada con el mismo «material sebasmático» positivo, tal como es presentado por las ciencias de la religión (la Etnología, la Antropología, la Historia de las religiones comparadas, &c.).

(1) La concepción humanista de la religión, considerada desde la perspectiva general de un espacio plano o dualista no es compatible con el materialismo, al menos en la medida en la cual el dualismo Hombre/Naturaleza envuelve, de un modo más o menos explícito, un espiritualismo (Espíritu/Naturaleza).

Conviene tener en cuenta que desde el materialismo no es posible definir «de frente» el Espíritu. «De frente», es decir, «enfrentándonos a su supuesta realidad», que es precisamente la que está siendo puesta en tela de juicio. Las definiciones positivas que pueden ofrecerse («Espíritu es la sustancia capaz de volverse sobre sí misma –ensimismándose– en el acto de reflexión»), o los criterios negativos («Espíritu es el ser positivamente –no solo precisivamente– inmaterial»), suelen estar tomados en función de sistemas metafísicos, sustancialistas o hilemorfistas («Espíritu es sustancia simple», o bien «Espíritu es forma separada»). La única forma viable de establecer definiciones negativas no metafísicas de Espíritu será la que tome como referencia criterios positivos, como por ejemplo, el criterio (que figura en El mito de la felicidad, 3.5.2, «Una redefinición de la oposición entre el espiritualismo y el materialismo», págs. 177-181) de la vida, en el sentido positivo de la vida biológica: «Espíritu es sustancia viviente in-corpórea.» Según esta definición «espiritualismo» designaría a toda concepción que admita la realidad de vivientes incorpóreos, tales como ángeles, arcángeles, demonios cristianos –pero no demonios corpóreos–. Aún cuando su corporeidad asuma características especiales (según Apuleyo: «los demonios son animales, pasivos en el ánimo, racionales en el entendimiento, aéreos en el cuerpo, eternos en el tiempo»). [Los demonios de Apuleyo serán considerados en la segunda edición de El animal divino como una especie, género o subgénero más, al lado del Reino Animal de Linneo, a saber, como el «Subreino» de los «animales no linneanos».]

Ahora bien, desde la definición negativa de espíritu (aunque negativa de una realidad positiva: la vida orgánica), el dualismo Espíritu/Naturaleza, como base del espacio antropológico plano, establece una dicotomía insalvable entre el Hombre (como Espíritu, sujeto de religiosidad) y la Naturaleza; una dicotomía que queda desmentida por la realidad de los animales, tal como es presentada desde la Teoría de la evolución y desde la Etología. En la «Naturaleza» existen los animales (organismos necesariamente involucrados en el entorno del Mundo que les suministra la energía); pero también el Hombre es animal, por lo cual aquello que el hombre tenga de espíritu, habrá que tenerlo en cuanto viviente corpóreo, no en cuanto incorpóreo. Esto significa que, en el momento de organizar el espacio antropológico, distinguiendo un eje de relaciones entre los hombres con los hombres y otro de relaciones de los hombres con el mundo en torno, los hombres habrán de ser tomados como animales, y no como espíritus.

Para el materialismo filosófico, en el momento en el que se desenvolvía con anterioridad al reconocimiento universal de la Etología (reconocimiento cuya fecha simbólica puede ponerse en el año 1973, con la concesión del Premio Nobel –¡de Fisiología/Medicina!– a Karl von Frisch, Konrad Lorenz y Nikolaas Tinbergen) la primera tarea no podía ser otra sino la de subrayar la necesidad de tratar a los hombres (en la medida en que se relacionaban consigo mismos y con el mundo entorno) como animales. Sólo cuando se asumían formalmente, y no con insinuaciones represadas por la prudencia, los resultados de la Etología, que fueron demostrando la proximidad de la condición animal a la condición humana, podrían comenzar a ser considerados los animales como entidades personiformes, más aún, como «personas»; y si esto escandalizaba al humanismo personalista, no tenía por qué escandalizar a quien había seguido la tradición de la idea de persona, a quien tenía presente cómo la Idea de persona humana se había conformado precisamente a partir de las Ideas de personas anantrópicas, y precisamente las personas divinas del Concilio de Nicea y, por ampliación retrospectiva, los démones de Apuleyo.

La Etología abría la puerta, por tanto, a la posibilidad de hablar «sin escándalo» de personas, refiriéndolas no sólo a los espíritus (a las personas de la Santísima Trinidad, a los ángeles, a los arcángeles, a los querubines o a las dominaciones del Pseudo Dionisio), sino también a los animales no linneanos (dioses de Epicuro, demonios de Apuleyo); pero sobre todo también a animales linneanos. Porque «persona», en general (humana o no humana), comenzaba a equivaler ya a «sujeto operatorio» dotado de vis cognoscitiva (y no solo de «facultades sensibles», sino también «intelectuales») y de vis appetitiva (y no solo de tropismos, sino de conducta teleológica, de deseos o de voliciones).

Esta perspectiva estaba ya presente en el Ensayo sobre las categorías de la economía política, de 1972, pág. 42, en el diagrama (que había sido utilizado en un seminario universitario por aquellos años) que daba lugar a las denominaciones de los ejes como radiales («de los animales [humanos] individual o grupalmente tomados con el medio») y circulares («de los animales [humanos] entre sí»). La perspectiva materialista del ensayo citado sobre Economía política quería subrayar la involucración de los hombres, en cuanto sujetos económicos, con su entorno, así como entre ellos mismos, en cuanto derivadas de su condición genérica de animal; lo que no quería decir que, en cuanto sujetos económicos, esos animales no hubieran de ser ya humanos (como lo declaraban las ilustraciones aducidas: «el concepto de industria extractiva es radial; el concepto de propaganda es circular»).

En conclusión, en el momento en el cual los hombres aparecían involucrados con los animales y, en consecuencia, dados a partir de un proceso evolutivo, la estructura «plana» del espacio antropológico, fundada en la oposición dicotómica Hombre/Naturaleza –en la versión idealista de Fichte, la oposición Yo/No yo– saltaba por los aires. Los hombres que, desde luego, habían de mantenerse, en cuanto sujetos personales corpóreos (cuya personalidad no procedía de un espíritu), relacionados mutuamente (representados en su eje circular), ya no podrían enfrentarse a un Dios «personal» inexistente, pero tampoco a una Naturaleza «impersonal» (mecánica). Las personas humanas, además de mantener relaciones con una Naturaleza impersonal (eje radial), podrían también mantener relaciones con una «Naturaleza personal», es decir, con sujetos naturales y operatorios no humanos, es decir, con personas no humanas.

Esto requería la introducción en el diagrama de un tercer eje, que se denominó, por razones gráficas, «angular». Puede verse este diagrama en el artículo donde su publicó explícitamente la exposición completa de la doctrina del espacio antropológico tridimensional: «Sobre el concepto de 'espacio antropológico'», El Basilisco, nº 5, noviembre-diciembre 1978, págs. 57-69. Por cierto, este artículo, en su página 62 prometía en una nota: «En próximos números publicaremos una exposición global de ésta filosofía materialista de la religión»; promesa que no se cumplió en El Basilisco, sino con el libro El animal divino, siete años después, en 1985. Un año antes, en el artículo «Ensayo de una Teoría antropológica de las Ceremonias» (El Basilisco, nº 16, 1984), al exponer las ceremonias circulares, radiales y angulares, volvía a anunciarse la publicación de esa filosofía materialista de la religión (nota 39) ya con el nombre de El animal divino.

De este modo el espacio antropológico quedaba organizado como un «espacio tridimensional» y, originalmente, estaba concebido, no ya como un espacio matemático (al modo del espacio tiempo de Minkowski) sino como un «espacio del hombre» (un espacio antrópico), de acuerdo con el significado del término «espacio» que ya figuraba en el español del siglo XII (en el Poema del Cid) como descendiente del latín spatium, «campo para correr», relacionado con ambulacrum o «espacio destinado para pasear por él». «Espacio» se tomaba, de este modo, en un significado próximo al del término «ámbito» (de ambire, ambicionar), un espacio para correr, para disponerse a hacer operaciones (algunos vinculan spatium con el griego dórico spadion, de donde stadion). Por lo demás, la condición antrópica del espacio no excluye que su estructura esté articulada como una symploké y pueda asimilarse a la estructura de un espacio vectorial, matemático, por ejemplo.

La idea central del espacio antropológico contenía una visión del hombre no como «Reino independiente» del «Reino animal» (el «Reino del Espíritu», el «Reino hominal»), sino como una pluralidad de sujetos animales grupales (que se especificarían, en el curso de la historia, como personas humanas), que estaban involucrados con entidades naturales «impersonales» pero también con entidades naturales «personales» (con personas no humanas), por tanto, con animales (no linneanos o linneanos) que cabría disponer en un eje «angular».

El eje angular se introdujo, en resolución, para representar a las entidades corpóreas no humanas, pero sin embargo dotadas de logos, el reconocimiento de cuya posibilidad parecía ineludible en el momento de situar al hombre en el conjunto del Universo, de un Universo que había resultado clasificado en dos grandes regiones: la que contenía realidades impersonales y la que contenía realidades personales (o personiformes). La mera posibilidad de estas entidades tenía que ser reconocida por el materialismo filosófico aunque no fuera más que como instancia crítica frente al idealismo humanista (tipo Fichte, exaltación del cartesianismo mecanicista). La crítica al mecanicismo cartesiano, o al idealismo de Fichte, requería admitir la posibilidad de entidades no humanas, pero dotadas de logos, y con posibilidad de tomar contacto con los hombres, es decir, por tanto con posibilidad de estar dotadas de Verbum.

En consecuencia, el «eje angular», en un principio, fue introducido para representar a entidades tales (presentes en la tradición filosófica, que se oponía ya a la Ontoteología) como pudieran serlo los dioses de Epicuro, y también los mismos demonios de Apuleyo (o sus afines), que en la época de los Sputniks, de los Apolos y de los Ovnis, tomaban la forma de extraterrestres, en los años 50 y 60 del pasado siglo.

El «eje angular», por tanto, no había sido introducido ad hoc para incorporar a los animales (a algunos, incluso a los animales numinosos) al espacio antropológico, lo que hubiera constituido una suerte de petición de principio o de círculo vicioso («el eje angular se apoya en los animales numinosos y los animales comienzan a ser numinosos al ser incluidos en un eje angular que se reduce a ellos»). La introducción del eje angular no se basaba tanto en principios supuestamente empíricos (los «animales numinosos»), cuanto en el resultado de una construcción lógica, de un logos (como ya se advierte en la primera edición de El animal divino, pág. 190, y figuraba también en el artículo sobre el concepto de espacio antropológico, antes citado).

Es cierto que, en esa exposición del espacio antropológico, el eje angular era ilustrado con animales linneanos. Pero este proceder tenía, en todo caso, una intención asertiva y no exclusiva. La razón de utilizar el sentido asertivo en las ilustraciones, no era obviamente otra que el contexto social en el que tenía lugar la exposición. Teniendo a la vista un público de antropólogos o de biólogos tocados de positivismo, hubiera sido «suicida» ilustrar la nueva Idea del «eje angular» con dioses epicúreos, con serafines aeropagíticos o con extraterrestres clarkianos. Era obligado ofrecer referencias más «positivas», que pudieran ser tomadas en cuenta por los científicos.

Pero la realidad era que el eje angular resultaba de una construcción lógica, a saber, el cruce de dos clasificaciones dicotómicas P y H que conducían a cuatro cuadros, uno de ellos vacío:

Tabla de construcción del espacio antropológico tridimensional P (criterio personal)
Entidades personales Entidades impersonales
H
(criterio humano)
Entidades humanas Eje circular Ø
Entidades no humanas Eje angular Eje radial

Esta construcción lógica no sólo es la fuente de la estructura tridimensional del espacio antropológico, sino que también está en el fondo de la clasificación de la idea de religación positiva en cuatro géneros (ver Cuestiones cuodlitebales, 1989, págs. 213-216).

La importancia de esta aclaración (que el eje angular del espacio antropológico no procede de una «incorporación empírica» y ad hoc de los animales numinosos a este espacio, sino de una construcción lógica) se hace ver, principalmente, en la reinterpretación de la religión primaria. Pues la idea de una «religión primaria» que ya no habrá que identificar, al menos en definición, con las religiones paleolíticas, puesto que puede también servirnos, en principio, para asumir, en la filosofía materialista de la religión, a cuanto tiene que ver con la realidad de los extraterrestres, en sus contactos reales o posibles con los hombres, como ya se hacía constar en los párrafos finales de El animal divino (primera edición, pág. 305; segunda edición, pág. 317). Posibilidad que allí era ya presentada no como un corolario oblicuo e irrelevante, sino como un paso central en la dialéctica del desarrollo de las religiones positivas, como un paso gracias al cual podrían ser reinterpretados los abundantes materiales ideológico-religiosos de nuestra época. Materiales sobre los cuales, pese a su importancia, nada tienen que decir otras filosofías de la religión.

Lo que sí se exigía, desde las coordenadas materialistas, a las entidades personales del eje angular era su finitud; y ello por la razón general de que si algunas de estas entidades fuese infinita, anegaría a todas las demás entidades angulares del espacio antropológico.

(2) Tampoco es compatible con el materialismo filosófico la concepción humanístico trascendental de la religiosidad desde la perspectiva específica del propio campo de las religiones positivas.

En efecto, el materialismo filosófico requiere, por razones de método, mantenerse en contacto con «los hechos», en este caso, con la fenomenología misma de las religiones positivas. Una filosofía de la religión que (como ocurre con la doctrina de la religión natural), en lugar de ajustarse a los hechos, se mantuviese en el formalismo de unas ideas que se presentan como independientes de ellos, no es materialista, por importantes que sean las ideas a las que se atiene. En nuestro caso, se trata básicamente de la Idea de «Hombre» («Género humano» o «Humanidad»).

Es totalmente gratuito presuponer que las religiones positivas, en general, refieran sus dogmas o sus ceremonias, no ya a Dios, sino al Hombre o a la Humanidad. Que las religiones sean actitudes, pensamientos, instituciones culturales, características del hombre, no quiere decir que las religiones positivas sean ellas mismas actitudes, instituciones o conductas «ante el Hombre» (ante los hombres o ante la Humanidad). Lo que no puede confundirse son las referencias de las religiones positivas con las teorías humanistas de esas religiones. Desde Evehmero hasta Feuerbach ha estado viva una teoría de la religión que ha pretendido «descubrir» al Hombre tras las referencias aparentes de las religiones positivas (Evehmero: «los dioses son hombres sobresalientes de otros tiempos a quienes los mismos hombres han exaltado en apoteosis»; Feuerbach: «los hombres hicieron a los dioses a su imagen y semejanza»).

Pero los hechos religiosos, los datos de las religiones positivas, no nos autorizan para poner, como referencias de sus actos intencionales de culto, a los hombres, sino a entidades que precisamente son diferentes de los hombres, ya sea porque se muestran como superiores, en dignidad o en poder, ya sea porque se muestran inferiores en dignidad (aunque no en malignidad), es decir, ya sean dioses benéficos, ya sean dioses maléficos. Sin duda, hay religiones positivas entre cuyas referencias se encuentran figuras humanas, desde las religiones olímpicas hasta el cristianismo, que gira en torno a un Dios hecho hombre, Cristo. Pero los dioses olímpicos, aunque tienen figura humana (que, en ocasiones se transforma en animal: Zeus aparece como toro blanco, o como águila ante Europa, la hija de Agenor), no son hombres, sino seres inmortales y con cuerpos celestes; y Cristo, aunque tiene naturaleza humana (en cuanto hijo de María), tiene, sobre todo, la naturaleza divina de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

Dicho de otro modo: las referencias de las religiones positivas –de su dogmática, de su culto– no pueden ser puestas en el eje circular del espacio antropológico ni tampoco en el eje radial. Hay que ponerlas en el eje angular. Lo que no significa que este eje angular haya de quedar «saturado», en principio, por entidades de significado religioso.

El eje angular, según la definición constructiva que de él hemos dado («conjunto de las entidades personales no humanas posibles en el Universo») no requiere que sus «puntos» tengan significado religioso; es suficiente que sean personiformes, personas no humanas. Los dioses de Epicuro, como el Dios de Aristóteles, no eran concebidos como sujetos a quienes habría que adorar, rezar o rendir culto; a lo sumo sólo cabría admirar su belleza o su serenidad. Pero tampoco la admiración de una estatua bella transforma a esta estatua en un contenido religioso. El materialismo filosófico puede admitir la posibilidad límite de algún demiurgo finito que actúe dentro de su propio círculo –en una galaxia situada a distancia inmensa del hombre–, pero sin que su influencia alcance a los hombres; este demiurgo, cuya posibilidad el materialismo no puede negar y necesita estudiar en el momento de ocuparse «del puesto del hombre en el Cosmos», habría que situarlo en el eje angular, aunque careciera, por hipótesis, de significado religioso.

Ahora bien: las referencias de las religiones positivas han de ser, sin perjuicio de su condición angular, reales y verdaderas, es decir, entidades reales de naturaleza personal no humana, y capaces de actuar efectivamente ante los hombres. Es decir, han de ser entidades reales no reducibles a la condición de alucinaciones, ensueños o proyecciones mentales de los propios hombres; ni siquiera reducibles a la condición de meras posibilidades lógicas.

Pero ni los dioses epicúreos, ni los demonios helénicos ni los extraterrestres tienen, hoy por hoy, una realidad positiva demostrable. La posibilidad de una filosofía materialista de la religión se nos redefine ahora como la posibilidad misma de demostrar o de presentar algunas entidades personales no humanas, pero que, por sus especiales condiciones, puedan tener contacto real con los seres humanos. Y no un contacto episódico, contingente o accidental, sino esencial y trascendental, en el sentido dicho.

Es de este modo como la filosofía materialista de la religión acude a los animales, a ciertos animales que, no solamente pueden ya considerarse como «habitantes» del eje angular, sino también como entidades capaces de asumir una dimensión numinosa de significado trascendental en la evolución humana. Porque, en cualquier caso, la posibilidad de una filosofía materialista de la religión, sólo podría ser demostrada mediante el desarrollo mismo de una efectiva filosofía de la religión, capaz de enfrentarse a cualquier otro modelo de filosofía de la religión.

Según esto, a la teoría zoológica de la religión se llega a partir de la doctrina del espacio antropológico propio del materialismo filosófico, es decir, a partir de la idea del eje angular de este espacio; lo que significa que al eje angular no se llega a partir de una «teoría zoológica de la religión», que ya había sido insinuada, al menos parcialmente, por algunos escritores antiguos (Celso, por ejemplo) o por algunas escuelas antropológicas (Andrew Lang, John Lubbock, Gilbert Murray, Gabriel Tarde, &c.).

Esto explica que El animal divino advirtiese, ya en sus primeras páginas (pág. 26 de la segunda edición) que la teoría zoológica de la religión no constituía el objetivo directo de la filosofía de la religión, porque en tal caso, la teoría zoológica podría ser presentada como una «cuestión de hecho», susceptible de ser analizada y agotada por los métodos de las ciencias positivas; y por este motivo la segunda parte (ontológica) de la obra no podía ser recolocada como primera parte (que debía ser gnoseológica), como algunos críticos sugirieron.

A la teoría zoológica de la religión sólo podía llegarse, en sentido filosófico, desde una concepción materialista del espacio antropológico; lo que equivale a decir que la teoría zoológica había de ser presentada apagógicamente, después de haber descartado otras alternativas, por motivos diversos (sobre todo, gnoseológicos). Lo que no quería decir que una vez puesto el «pie» en el «sector animal linneano» del eje angular (lo que constituía por otra parte, en cierto modo, una sorpresa para la filosofía materialista de la religión) éste no tomase inmediatamente fuerzas al andar. Hasta el punto de creerse autorizado, por la fuerza de los hechos positivos (al llegar a las religiones secundarias, todas ellas pobladas de animales linneanos más o menos deformados), a cuestionar el planteamiento habitual del asunto. Pues no se trataba ya tanto de tener que «justificar» una teoría zoológica de la religión; lo que había «que explicar» y aún «justificar» era cómo podían darse teorías no zoológicas de la religión, que estuviesen internamente ajustadas a los hechos.

(B) Sobre las limitaciones de El animal divino, derivadas de su método, como modelo de una filosofía materialista de la religión

La estructura indefectiblemente dialéctica de la conexión del proyecto de El animal divino y de su ejecución podría alegarse como fuente principal de las múltiples limitaciones dentro de las cuales tenía forzosamente que moverse la primera exposición de la filosofía de la religión del materialismo filosófico.

No pretendo afirmar que alguna de estas limitaciones no puedan ser imputadas al autor de esta primera exposición, a su rudeza o a su torpeza; lo que estoy afirmando es que hay limitaciones en El animal divino que derivan de la misma dialéctica objetiva que mantiene el proyecto con su primera ejecución. La desviación, respecto de un blanco prefijado, de varios disparos de fusil puede ser debida a la torpeza del fusilero, pero también a la necesidad objetiva de fijar referencias que acoten las relaciones del blanco con los mismos ángulos del fusil utilizado, a partir de los cuales sea posible corregir el tiro sistemáticamente, y no al azar.

Concretaremos estos límites, o fuentes de limitación de El animal divino, sin pretensiones de exhaustividad, en los cinco siguientes:

(1) La cuestión del dialelo

La primera fuente de limitación «constitutiva», sin duda, de El animal divino tiene que ver con la necesidad de recaer en lo que venimos llamando «dialelo antropológico», en este caso, «dialelo del espacio antropológico». Si el proyecto de una filosofía materialista de la religión ha de partir de una doctrina del espacio antropológico (en polémica con otras doctrinas alternativas sobre este espacio y sobre la religión), y es desde esta doctrina de los tres ejes desde donde suponemos que es preciso comenzar la determinación del modelo material concreto y positivo del eje angular, que pueda dar cuenta de la verdad de las religiones (en nuestro caso, el «modelo zoológico»), ¿no se hace necesario pedir el principio, es decir, comenzar suponiendo que el hombre (el «hombre primitivo») ya está situado en un espacio antropológico y, por tanto, inmerso en un eje angular, juntamente con los obligados ejes circular y radial?

Las limitaciones que el dialelo impone son múltiples, principalmente la del requerimiento de tener que considerar ya como dada desde el principio (o desde el origen del hombre) la estructura integral del espacio antropológico, por tanto, la relación «angular» con los animales del Paleolítico. ¿Y cómo poder hablar de «hombre» cuando todavía esos primeros hombres (los hombres de la religión primaria) no mantienen su relación de religación con los númenes animales?

La cuestión no es sólo la de atribuirles la representación de un eje angular (lo que es absurdo), pues sería suficientes atribuirles un ejercicio de relaciones angulares; la cuestión es que sería ese mismo ejercicio de las relaciones angulares el que excluiría la posibilidad de llamar hombres (o personas humanas) a los hombres del Paleolítico. (El hombre que adora a un animal –se dirá– no es hombre, y no tanto por adorar a un animal numinoso, que no existe, sino por adorar a un animal numinoso aún suponiendo que éste fuese real.)

La estructura de un «espacio con tres ejes» es obviamente una construcción lógica, abstracta, que de ningún modo cabe retrotraer al Paleolítico inferior o superior. Pero esto no quiere decir que los tres ejes se «sobreañadan» desde fuera al espacio, a la manera como la retícula de los meridianos y paralelos se superpone a la superficie de la Tierra. Ni siquiera los tres ejes ortogonales del espacio tridimensional cartesiano se sobreañaden a un espacio amorfo previo: el espacio estructurado en torno a un centro de coordenadas (si ese centro implica de algún modo un sujeto, un geómetra) es un espacio antrópico; los ejes no se sobreañaden a él, sino que son internos al espacio real (de hecho, las «coordenadas cartesianas tridimensionales» no son otra cosa sino una proyección en el dibujo de la numeración de las vías perpendiculares llamadas cardo y decumanus en las ciudades romanas, más la indicación de la altitud, si la vivienda tenía más de una planta).

En el caso del espacio antropológico tampoco hay que presuponer que sus contenidos sean uniformes; aunque carezcan de «ejes representados», éstos proceden de sus mismos contenidos, que podemos comparar a una masa heterogénea y confusa, como un fondo envolvente, en el que se diferencian conjuntos humanos distribuidos en aquella masa envolvente, junto con otras corrientes distintas no humanas, pero diferenciadas como cuerpos que se cruzan con los perfiles humanos, se enfrentan con ellos o huyen. A partir de este espacio tripolarizado dibujaremos unos ejes que aunque tratados desde nuestro presente, nos sirven para analizar la masa heterogénea y confusa en la que las regiones correspondientes están ya diferenciadas en el mismo ejercicio de sus movimientos o enfrentamientos. Al asumir intencionalmente y retrospectivamente la perspectiva de nuestros antepasados paleolíticos, no podemos atribuirles las representaciones diferenciadas de un espacio tridimensional. Pero sí el ejercicio de acciones y operaciones, unas veces dirigidas a los contactos mutuos entre ellos; otras veces dirigidas a responder a otras incitaciones de elementos animales que, como sujetos operatorios, se cruzan con ellos; y unas terceras veces a enfrentarse con una masa heterogénea que resiste y ofrece peligros pero que, a la larga, no acecha ni persigue a las figuras humanas (y esto sin perjuicio de que muchas veces nuestros antepasados hayan podido interpretar equivocadamente un peñasco que rueda monte abajo con un animal que les acomete). El dialelo del espacio antropológico, se da por supuesto, se lleva a cabo de modo etic, pero no emic. Y no porque las representaciones emic sean puestas entre paréntesis: simplemente son analizadas críticamente, clasificándolas, por ejemplo, como erróneas o como verdaderas. Tanto la piedra que voltea cuesta abajo, como el buitre que se lanza en picado a cazar un conejo, pueden ser vistos emic como animales; pero etic la diferencia es objetiva y hemos de esperar que su significado diferencial aparezca, al menos, decantado a largo plazo.

(2) La cuestión de la inversión antropológica

La segunda fuente de limitaciones tiene que ver con los procesos de la inversión antropológica, que en cierto modo son los recíprocos de los procesos implicados en el dialelo. En el fondo se trata de la cuestión de las relaciones entre las personas animales no humanas con las humanas y las relaciones de las personas animales humanas entre sí. Las diferencias entre estos tipos de relaciones, expresadas en función de la numinosidad, se hace consistir en la asimetría de las primeras y en la simetría e igualdad en las segundas. Pero, ¿en qué condiciones históricas y empíricas puede hablarse de igualdad entre las personas humanas? ¿Acaso estas existen como iguales? ¿Acaso las diferencias entre las más heterogéneas sociedades humanas no son también diferencias entre personas? Si la persona humana es una institución cultural muy tardía, ¿cabe considerar personas humanas a los salvajes entregados al vudú o al canibalismo? ¿Y cómo modifican estas situaciones a la Idea de religión?

(3) La cuestión de la «encarnación»

La tercera fuente de limitación la pondremos en el «desajuste» constitutivo entre la idea de un eje angular y los animales que pueblan este eje, en primer lugar, y en segundo lugar, en el desajuste entre el eje angular animal y la constitución de algunos de estos animales como numinosos.

¿Cómo se pasa de la idea de un eje angular a los animales (a ciertos animales) como contenidos de ese eje angular? Más aún, ¿de dónde procede la numinosidad del eje angular, si éste era concebido, en principio, como un logos, como una construcción lógica, que se hace carne al tratar de llenarla con contenidos zoológicos? «El Verbo (el Logos) se hizo carne»: Cristo es el punto de partida del cristianismo paulino, pero, ¿podría haberlo sido si previamente no hubiera estado dispuesta la doctrina del Logos, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad? Es decir, el paso del eje angular abstracto (lógico) a los animales, y de éstos a los animales numinosos guarda un paralelismo asombroso con la cuestión de la «Encarnación», de la teología dogmática católica. ¿Cómo se pasa de la Segunda Persona, del Logos, a la figura de Cristo? ¿Cómo se pasa de la construcción lógica denominada «eje angular» a la figura de los animales linneanos y, más aún, a la de los animales numinosos?

(4) La cuestión de la verdad

La cuarta fuente de limitaciones de El animal divino tiene que ver con la realidad o verdad de la numinosidad atribuida a los animales, en función de los cuales se conforma la religión y, con ella, la propia personalidad humana. En El animal divino, la verdad de los númenes se hacía valer, ante todo, contra las alternativas propuestas tradicionalmente relativas a los númenes irreales o meramente hipotéticos (dioses epicúreos, demonios, extraterrestres). Se trataba de subrayar la realidad o verdad extramental de los númenes animales, a fin de excluir las concepciones psicologistas o idealistas de la religión, como pudiera serlo la doctrina del animismo, en cuanto doctrina antropológica.

Pero esta declaración de la naturaleza de la verdad exigida por las religiones primarias tiene como límite propio el requerimiento de tener que comenzar a ser presentada más bien de modo negativo que positivo («los númenes no son contenidos mentales o proyecciones de una conciencia interior»). Presentación que no constituye un análisis positivo del contenido de la verdad de los númenes. ¿Realidad de los númenes animales o animales numinosos reales?

(5) La cuestión de la koinonia de los valores religiosos

La quinta fuente de las limitaciones procede del objetivo mismo del proyecto de El animal divino, en cuanto restringido a la filosofía de la religión en su relación con lo divino o con lo numinoso, en general (por tanto, con el eje angular del espacio antropológico).

Pero el proceso de la «encarnación», que tiene lugar en el eje angular, ¿no tendría paralelos o analogías de proporcionalidad en los otros ejes del espacio antropológico? Y la cuestión de los paralelos o analogías, ¿no estaría vinculada a determinadas interacciones entre ellos?

Así pues, la quinta fuente de limitaciones vendría impuesta por la circunstancia de que la religión (o los valores religiosos), definida en función de las relacione de los hombres con los animales, no requiere inmediatamente la confrontación de otras relaciones de los hombres con contenidos asignados a otros ejes que pudieran ser semejantes a las relaciones religiosas. Esto daría lugar a una gran confusión en el terreno de los fenómenos, porque en este plano muchos valores religiosos (lo numinoso, lo divino, &c.) podrían quedar confundidos con otros valores aparentemente religiosos (como lo santo, lo mágico, c.) que sin embargo no tendrían por qué ser asignados al eje angular.

II

El debate «explicado y justificado» desde las limitaciones de El animal divino como ejercicio de un proyecto de filosofía materialista de la religión

Son múltiples, como hemos visto, las limitaciones constitutivas que suponemos implicadas en la ejecución del proyecto de El animal divino, en cuanto modelo de una filosofía materialista de la religión. Limitaciones que dejaban «abiertas» muchas cuestiones implícitas. Pero con el único objetivo de evitar la prolijidad y hacer tratable el análisis, las reduciremos a los cinco grupos que hemos enumerado en la sección anterior.

Por lo demás estas cuestiones no son enteramente independientes; sin embargo, quienes han intervenido en el debate, han incidido más en unas cuestiones que en otras, salvo en las que tienen que ver con el grupo (5), que han permanecido prácticamente intactas.

(1) Cuestiones relacionadas con el dialelo del espacio antropológico

Presuponemos, según lo expuesto en la sección anterior, la Idea de un espacio antropológico con tres ejes: circular, radial, angular. La Idea de un espacio antropológico se ofrece, ante todo, como una forma de estructurar los materiales antropológicos (prehistóricos, históricos, sociológicos); una forma obligada para una antropología filosófica materialista, es decir, para una antropología que no sea idealista o espiritualista. Por ello, la Idea de un espacio antropológico es más importante por lo que niega que por lo que afirma.

El dialelo antropológico, referido al ámbito del espacio antropológico, podría formularse de este modo: la estructura tridimensional del espacio antropológico, desde la cual analizamos el material antropológico que ponemos en correspondencia con «el Hombre» o «lo humano» ya constituido, habría de ser también aplicada al análisis del proceso mismo de constitución de ese «hombre» (por ejemplo, a los llamados «hombres primitivos», homínidos o protohombres, o en términos más positivos: a los hombres del Paleolítico inferior).

Pero esta aplicación, obligada por el método, y en la medida en que arrastra un círculo o petición de principio (la utilización del espacio antropológico del presente –del hombre del presente, del hombre histórico– para analizar a materiales que por hipótesis aún no son humanos –por ejemplo el «hombre prehistórico» o «protohombre»–) nos lleva a anacronismos insoslayables, que habrán de ser tratados en cada caso, por ejemplo, en cada eje y en cada figura de los ejes. (El anacronismo queda disimulado por la fuerza de sintagmas tales como «protohombre» o «hombre primitivo».)

Sin embargo lo cierto es que el reconocimiento del dialelo en la práctica común de antropólogos o historiadores es condición crítica elemental, que nos preserva ante todo de la ilusión metafísica que consiste en atribuir a los materiales prehistóricos –por no decir también a los materiales paleontológicos que nos llevan más atrás de la era cuaternaria y nos introducen en el plioceno, o en el ordovícico– la prefiguración o el «destino» que llevará hasta la constitución del Hombre (del Género humano). La ilusión de que los materiales prehistóricos o paleontológicos se ordenarán en función de su resultado, y que por tanto la «aparición del Hombre» se debe a que ya hemos partido de este hombre en el momento de echar la vista atrás. Es decir, la ilusión se debe al dialelo.

Ahora bien, el análisis del dialelo del espacio antropológico, en tanto requiere la distinción entre los ejes en el proceso mismo del dialelo, remueve muchas cuestiones sobre la naturaleza de estos ejes, de sus contenidos o figuras propias, así como cuestiones que tienen que ver con el alcance de la especificidad de cada eje o figura, o con las cuestiones de la independencia o autonomía esencial y existencial de cada eje respecto de los demás. Cuestiones que afectan a todos los contenidos o figuras de cada eje y, en particular, a los contenidos o figuras que tienen que ver con las religiones positivas.

He aquí algunos ejemplos de las cuestiones que podríamos incluir en este primer grupo del dialelo:

¿Hasta qué punto la asignación a un eje de contenidos o figuras específicas «unidimensionales» no equivale a una sustantivación de ese eje? Y si para evitar la hipóstasis se duda de la posibilidad de delimitar figuras específicas de un solo eje, postulando la involucración en cada eje de los demás, ¿no estamos en rigor poniendo en cuestión la propia realidad de cada eje, vaciándolo por tanto de contenidos específicos?

Y cuando el dialelo se aplica a figuras o contenidos específicos de un eje, delimitados en el presente (pongamos por caso: la figura del Sol astronómico, como contenido del eje radial), ¿habrá que entender esta aplicación en un sentido emic («el Sol que perciben los hombres del siglo XXI o los del siglo XVIII, ¿es la misma figura que percibieron los hombres neandertales, aunque hubieran ya alcanzado la bipedestación?») o bien es suficiente un sentido etic (respecto del cual las percepciones prehistóricas, reflejadas por grabados, pinturas, &c., puedan ser identificadas como representaciones emic de «nuestro» Sol)?

Estas cuestiones están abiertas sobre todo cuando en lugar de la figura radial del Sol el debate recae sobre la figura, mucho más difícil de tratar, de un animal numinoso. Gran parte del debate ha girado en torno a cuestiones de esta índole.

Habrá quien tienda a reconocer la especificidad de figuras en cada eje, con el riesgo de hipostasiar estos ejes; habrá quien huyendo de la hipóstasis, rehusará reconocer figuras específicas, pidiendo por tanto para cada figura dada (por ejemplo, el animal humano) la contribución o composición de figuras dadas en ejes distintos.

Así, por ejemplo, cuanto David Alvargonzález niega (aunque también por otras razones) que los «animales numinosos» puedan ser considerados como contenidos prístinos específicos de un eje angular (susceptibles de ser transformados ulteriormente) y los presenta como resultado de una confluencia (con eventuales catábasis) de determinados contenidos circulares y radiales –el teriántropo, tal como él lo interpreta– pone en peligro la especificación del eje angular, como si de un eje superfluo se tratase. (Joaquín Robles ha insistido con claridad en este punto.) En cambio, cuando se insiste en que la especificación del eje angular hay que ponerla en el carácter numinoso del eje en cuanto tal (como hace Alfonso Tresguerres), nos ponemos muy cerca de los que objetan dialelo antropológico ad hoc (el eje angular está especificado por los animales numinosos, y éstos son los que determinan el eje angular).

(2) Cuestiones relacionadas con la inversión antropológica

Los procesos, ante todo de orden gnoseológico, que venimos englobando bajo el rótulo «inversión antropológica» son, en gran medida, recíprocos de los procesos, también gnoseológicos, que tienen que ver con el dialelo antropológico.

El dialelo nos lleva a retrotraer estructuras del presente (por ejemplo, la estructura del espacio antropológico) hacia el pasado del origen del hombre (en la medida en que este pasado sólo puede ser considerado «desde la plataforma» de las estructuras del presente); pero el dialelo presupone ya su propia crítica (contenida en la misma idea del dialelo), es decir, la discriminación entre las estructuras del presente retrotraídas y el material mismo que, sin ser el del presente, recibe tales estructuras (en nuestro caso, el material paleolítico). El dialelo implica, por tanto, la determinación, en el pretérito, de materiales prehistóricos protohumanos o, para decirlo con el término habitual, del hombre primitivo; por ejemplo, la determinación en los «númenes paleolíticos» de animales linneanos (tigres, serpientes, bisontes) similares a otros animales que existían independientemente de los hombres paleolíticos, incluso de especies anteriores a la época de la aparición del hombre. Es frecuente que en las representaciones parietales las figuras de animales vayan acompañadas de figuras o de rasgos humanos, aunque también hay casos (el más notorio, últimamente, en la cuevas de Chauvet) en que no hay rastros de figuras humanas, pese a su antigüedad, cifrada en 37.000 años.

La inversión antropológica se enfrenta, en estos casos, con los procesos de «incorporación», transformación, &c., de estas estructuras prehistóricas en las estructuras históricas organizadas en el espacio antropológico.

El cúmulo de dificultades y problemas que aquí se abren es casi inabarcable. Y tampoco tienen por qué ser idénticos los caminos que pueden ser ensayados para salir de estas dificultades.

La dificultad central consiste, seguramente, en la siguiente: ¿cómo podemos pasar de un material etológico, que no está organizado por hipótesis según la estructura del espacio antropológico, a un material antropológico obtenido regresivamente en el dialelo?

En el material etológico prehistórico (que suele ser equiparado habitualmente, a nuestros efectos, al material de nuestros contemporáneos primitivos) no cabe hablar de una diferenciación, ya humana, entre ejes angulares y circulares. Pero esta falta de diferenciación, ¿se atribuirá a una confusión de ejes, o bien a una «invasión» del eje angular en el circular, o acaso recíprocamente? Íñigo Ongay señalaba esta posibilidad muy claramente: «Habría que ver si el teriántropo no es un hombre visto en tanto que animal. Y ahí, me parece a mí, reside la clave del asunto» (carta nº 3, 2 agosto 2004).

Para referirnos a un informe que apareció dos años después de la segunda edición de El animal divino, y que dio lugar a comentarios y conversaciones entre nosotros, «Las cosmologías de los indios de la Amazonia», de Philippe Descola (en el nº 175 de Mundo científico, 1997): los achuar de la América ecuatorial, «dicen que la mayor parte de plantas y de animales poseen un alma (wakan) similar a la del ser humano, facultad que los alinea entre las personas (aents) en tanto que les confiere conciencia reflexiva e intencionalidad». El análisis de Descola es emic; desde nuestro presente tenemos que rechazar etic, desde luego, la percepción de las plantas como aents (personas), ¿tendríamos que hacer lo mismo con sus animales? Un mecanicista (al estilo de Gómez Pereira o Descartes) respondería afirmativamente; pero también un antropólogo radical (es decir, quien presuponga una distancia insalvable, megárica, entre la conducta animal y la humana) se resistirá a reconocer la condición personal de los animales de los achuar, y es muy probable que tienda a interpretar la situación como una proyección antropomórfica del eje circular sobre el animal angular; tendencia que se encontrará al constatar que este mismo proceso de proyección antropomórfica se lleva a cabo también con las plantas. ¿Por qué, si emic, se confunden plantas y animales con las personas (humanas) habrá que separar unas de otras en el mismo proceso «reconocido» del antropomorfismo?

La atribución de un eje angular a los achuar –dirá el antropólogo radical– es sólo el resultado de una perspectiva etic; en consecuencia no cabrá hablar emic de eje angular, ni ante los achuar ni ante los hombres del Paleolítico inferior. Y si no se les puede reconocer eje angular, ¿cómo podríamos dar cuenta de la inversión antropológica, es decir, de la transformación de sus relaciones no angulares con animales, en relaciones angulares con estos animales? Tan solo, concluirá, apelando a la proyección del eje circular sobre los animales, o a la composición de rasgos circulares con rasgos angulares.

Sin embargo, esta explicación de la inversión antropológica contiene una notoria petición de principio: la suposición de que los hombres han de considerarse ya dados en el Paleolítico según su eje circular, y en consecuencia que los hombres primitivos ya eran hombres en cuanto al eje circular, y que por ello podía ser proyectado; pero esto equivale a una hipóstasis del eje circular. Y en la doctrina del espacio antropológico se supone que los ejes están mutuamente codeterminados, es decir, que son inseparables (aunque sean disociables, precisamente en función de las conexiones sinecoides entre sus figuras).

Dicho de otro modo: el eje circular sólo se constituye como tal cuando aparece «a distancia» respecto del eje angular; utilizando etimológicamente el término ex-sistencia, el hombre comienza a existir en el eje circular cuando se enfrenta –sistere– a los animales, y se segrega de ellos. Esta distancia podría haberse establecido (siempre por la mediación de figuras radiales) precisamente a través de la percepción de los animales como «animales extraños», «numinosos», lo que ya implicaría un eje circular como plataforma.

En cualquier caso, la inversión antropológica no tendría por qué verse como un proceso instantáneo, de cristalización repentina o emergente que nos hace pasar, siguiendo la ley del todo o nada, del estado prehumano al estado humano. La inversión se cumpliría también como un paso de lo confuso y amorfo (confusión de los tres ejes) a lo diferenciado y opuesto entre sí, es decir, como un proceso de anamórfosis mediante el cual fueran siendo sustituidas unas partes por otras, que se propagarían después en el todo. Los achuar, o los hombres paleolíticos, cuando se consideran en este estado primitivo (indiferenciado, amorfo) no son personas humanas, aunque sean jurídicamente considerados como tales por los gobiernos de las repúblicas correspondientes. La gran dificultad que el proceso de inversión encuentra es este: supuesto que el eje circular por antonomasia es aquel en el que se configuran las personas humanas, en cuanto instituciones, ¿cómo sería posible atribuir también a los animales numinosos la condición de personas (aents, dice Descola) salvo por proyección antropomórfica?

(3) Cuestiones relativas a la «encarnación» del eje angular en los animales linneanos

El animal divino procedió como si el eje angular estuviese poblado de «entidades personales» dotadas o coloreadas de un coeficiente religioso –animales no linneanos (dioses finitos politeístas, demonios) y linneanos–. Y aunque se daba por hecho que los animales no linneanos (por tanto, los demonios y los dioses) derivaban de los animales linneanos, no se tenía en cuenta (se «ignoraba») el desajuste entre la idea lógica del eje angular (como resultante de un cruce de clasificaciones dicotómicas) y los animales linneanos numinosos; por tanto, del desajuste entre los animales no numinosos y los numinosos.

Esto dejaba abiertas múltiples cuestiones, como las siguientes: la «coloración religiosa» del eje angular, ¿habría de considerarse previa a la «encarnación» de este eje en ciertos animales? O bien: la numinosidad, ¿sólo de los animales podría ser derivada? Lo que a su vez obligaba a plantear esta pregunta, si la numinosidad procedía de los animales: ¿por qué no todos los animales son numinosos?

Para quien pueda pensar que estas cuestiones son enteramente extrañas a los terrenos que tradicionalmente ocupa la filosofía de la religión, en general, y que sólo se formulan en el contexto de la misma filosofía de la religión desarrollada en El animal divino, conviene insistir en las correspondencias, sin duda llenas de interés, que ya hemos mencionado, entre las cuestiones suscitadas en este grupo (3) y las cuestiones tradicionales de la Teología fundamental católica o de su filosofía de la religión.

Por lo que concierne a la Teología fundamental: cabría referirse a las cuestiones que tienen que ver con las relaciones entre la Teología natural (Preambula fidei) y la Teología positiva (en torno a estas relaciones gira el Escolio 1 de la segunda edición de El animal divino).

La Idea de religión, ¿puede conformarse en el ámbito «puramente filosófico», lógico, en el que teóricamente se conformaron las Ideas de Dios (el Dios de los filósofos, el Dios de la Ontoteología) y de Hombre? Es decir, la religión natural, ¿es propiamente una religión? ¿Cabe adorar al Primer Motor o al Acto Puro? O bien, la idea de religión positiva, ¿no tiene fuentes también positivas, a saber, que requieren la presencia y la revelación de un numen vivo que se manifieste a los hombres?

La diversidad de respuestas puede en gran medida ejemplificarse por la oposición entre Descartes y Pascal. Pascal objetó a Descartes que con su filosofía sólo había logrado ponernos delante del Dios de los filósofos, una posición que nos deja fríos y que muy poco o nada tiene que ver con la religión. Y añade Pascal: «Sólo conozco a Dios a través de Jesucristo.» Como si dijera: «El Dios de la lógica (el Logos de Heráclito, de Platón, de Aristóteles o de Plotino) no tiene que ver con el Dios de Abraham, de Jacob, o con Cristo.» El Logos es Cristo, como dirá San Juan, y sólo a través de este logos conoceremos a Dios. El mismo dogma religioso (abstracto religioso) de la «encarnación» del Verbo en el Hijo de María es muy diferente del dogma teológico metafísico de la Santísima Trinidad. En la Encarnación de la Segunda Persona, del Logos, lo que se nos muestra (en el Evangelio de San Juan) es la naturaleza religiosa de este Logos, y no ya a través de una persona animal, sino a través de un hombre que además no es una persona humana, y que sólo alcanza su condición humana mediante su unión hipostática con una personalidad divina, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

Podríamos también establecer un paralelo entre la relación del eje angular como resultante de una taxonomía lógica y los animales numinosos incorporados a este eje angular y la relación entre la idea lógica del Dios des-encarnado del deísmo (el «Gran arquitecto», el «Gran relojero», es decir, el Dios de los filósofos) –un ateísmo cortés, decía Voltaire– y el «Dios del corazón» del vicario saboyano de Rousseau, un Dios encarnado desde el principio en cada hombre, en el contexto de los demás hombres. (Alfonso Tresguerres analizó en 1995, con gran profundidad, las diferentes posiciones de los ilustrados ante la cuestión de la religión natural, en su artículo «El concepto de 'religión natural'. Deísmo y filosofía materialista de la religión», El Basilisco, nº 18, págs. 3-12.)

(4) Cuestiones relacionadas con la verdad de las religiones

El animal divino entendía, como contenido ineludible de una filosofía de la religión, el reconocimiento «racional» (es decir, no fundado simplemente en la «revelación» de la propia autoridad revelante que se presentaba como verdadera) de la verdad de la religión, entendiendo por verdad, ante todo, la fundamentación de los contenidos positivos de las religiones, en la medida en la cual ellos nos ponían, directa o indirectamente, delante de la realidad de los númenes personales.

Sin embargo, El animal divino mantenía en la más completa indeterminación o indistinción la naturaleza y estructura de la verdad que él proponía, en términos más bien negativos, como fundamento de su filosofía.

Sin embargo sería injusto imputarle una total ausencia de rigor en este punto, confundiendo la indeterminación, o la indistinción, con la oscuridad o falta total de claridad. Porque la Idea de verdad que él necesitaba en el proceso de construcción de su modelo tenía un alcance muy claro, aunque fuera negativo: «Verdad» de la religión equivalía a negación de las teorías alucinatorias o subjetivas, animistas (en el sentido del Tylor de Puente Ojea) de los númenes (los dioses no existen, son alucinaciones, o meras vivencias subjetivas o proyecciones de animas, o alegoría de seres impersonales tales como el Sol o el volcán). La verdad que El animal divino postulaba era la implicación en la realidad extrasubjetiva, extrahumana, de los númenes (frente a las pretensiones de las teorías animistas, del psicologismo o del babilonismo). Y ponía esta realidad en los animales numinosos.

Pero el «material sebasmático» no se agotaba en las religiones primitivas. ¿Hasta qué punto las religiones secundarias o terciarias, que ya no pretendían mantenerse en la presencia de númenes corpóreos positivos, podrían seguir siendo consideradas como verdaderas?

Sin duda, la verdad que pudiera serles reconocida a estas otras formas de religión habría de derivar de la verdad originaria (lo que a su vez implicaba un curso de transformaciones de unas formas de religiosidad en otras). De hecho, El animal divino reconocía también otras modulaciones de la Idea de verdad, partiendo del supuesto de una verdad originaria: por ejemplo, una verdad negativa, en sentido dialéctico, como negación de un error o de una falsa conciencia previa. Incluso una verdad perceptual (fenomenológica) o una verdad pragmática.

Sin embargo, las cuestiones que se habían planteado eran múltiples y urgentes. Por ejemplo: ¿cómo puede hablarse, desde coordenadas materialistas, a propósito de la religiones primarias, de la realidad de númenes personales no humanos, aunque el término «personales» figurase entre comillas, refiriéndose a los animales? ¿No estábamos practicando un simple proceso de antropomorfización de los animales linneanos y, por tanto, un proceso de proyección sobre ellos del eje circular? ¿Cómo es posible afirmar que existen «númenes animales» ahí fuera (fuera del círculo de los hombres)? En la fórmula, muy explícita, de Alfonso Tresguerres: ¿los animales, son númenes reales y, por ello, al mismo tiempo, los animales son realmente númenes?

Pero cuando pasamos a las religiones secundarias, que son declaradas falsas, ¿no hay que limitar la tesis de la subordinación de las religiones a la verdad? La verdad de las religiones secundarias, ¿acaso podría se otra cosa que la crítica a la numinosidad que las religiones primarias ponían en los animales, suponiendo que las religiones secundarias hubieran hecho esta crítica a las primarias, lo que es mucho suponer? Pero entonces, ¿no estaríamos demoliendo el supuesto de que los animales primarios debían ser realmente numinosos, y con ello contradecíamos escandalosamente los principios de la teoría?

(5) Cuestiones relativas a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado

Aunque estas cuestiones no han sido suscitadas en el curso del debate, salvo tangencialmente, me parece que deben ser mencionadas también y precisamente a título de limitaciones de las que El animal divino adolecía en virtud de sus mismos planteamientos.

El animal divino se proyectó como una filosofía de la religión en su sentido más estricto: la religación de los hombres con entidades personales no humanas; pero dejaba fuera de su «campo visual» la consideración de otras muchas masas de fenómenos que desde siempre han tenido mucho que ver con los fenómenos religiosos. Quedaban abiertas, por tanto, cuestiones como las siguientes: ¿sería posible poner también estos fenómenos (que intencionalmente al menos no mantienen relaciones con númenes personales no humanos) en relación con los númenes personales, es decir, considerarlos por ejemplo como subproductos de la religión, como supersticiones, en el sentido tradicional?

En las Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la Religión, de 1988, tres años después de la primera edición de El animal divino, se plantearon ya este tipo de problemas a propósito del fetichismo (cuestión 8: «Reivindicación del fetichismo»). La tesis que allí se mantenía tendía a disociar el fetichismo (y con el, la magia) de la religión estricta. El fetichismo no aparece allí como un subproducto de la religión, como una «superstición», sino que podía tener fuentes propias.

Dicho de otro modo, en los términos del espacio antropológico: el fetichismo no sería un fenómeno irradiado de las figuras angulares, sino un fenómeno radial.

Pero, a su vez, esto suscitaba la cuestión de las semejanzas: si fetiches y númenes tenían fuentes diversas en el espacio antropológico, ¿cuál podría ser el fundamento de su semejanza y, por tanto, la razón de que ellas fueran habitualmente tratadas juntas por etnógrafos o por antropólogos? Y esto suscitaba inmediatamente otra cuestión: ¿qué correspondencias podían tener los fetiches y los númenes en el eje circular?

Se imponía inmediatamente otra categoría sebasmática: lo santo (lo santo en cuanto humano, por ejemplo, los dioses de Evehmero). En un Congreso celebrado en la Universidad de León en septiembre del año 2000 expuse el proyecto de una sistemática de los valores de lo sagrado, asignando los santos, los fetiches y los númenes a cada uno de los ejes circular, radial y angular, respectivamente, del espacio antropológico («Los valores de lo sagrado: númenes, fetiches y santos»).

Dos cuestiones de carácter general cabe plantear a partir del reconocimiento de estos «valores sebasmáticos» asignados a los diferentes ejes del espacio antropológico:

Una cuestión ontológica que podía formularse de este modo: ¿qué tienen de común los númenes, los santos y los fetiches? ¿Qué tipo de «koinonia» los relaciona? ¿Mantienen relaciones pacíficas o polémicas? Todos ellos puede acogerse a la categoría de lo sagrado (según se intenta justificar en el ensayo citado). Pero la cuestión abierta es si lo sagrado, que no es un unívoco (respecto de sus especies: fetiches, santos y númenes) sino un análogo, es un análogo de proporcionalidad (y en este caso, ¿cómo estos valores se formaron en cada eje?) o bien si es un análogo de atribución. Y en este caso, ¿qué tipo de valores han de ser elegidos como analogados principales? ¿Deberían todos los valores de lo sagrado reducirse a los valores irradiados de los númenes, o a los que irradian de los fetiches, o a los que irradian de los santos?

La cuestión gnoseológica tiene que ver con la misma definición de la disciplina llamada «filosofía de la religión»: ¿habrá que considerarla como una parte de la «filosofía de lo sagrado» (de una «Sebasmática», utilizando el término acuñado por Ampère –dentro de su «Hierología»– en su célebre clasificación de las ciencias) o bien habría que considerarla como una derivación de la filosofía de los númenes, de los fetiches o de los santos? En cualquier caso, ¿habría que atribuir a los fetiches y a los santos el mismo orden de trascendentalidad que la filosofía de la religión materialista atribuye a los númenes, orden que justificaría la denominación de filosofía de lo sagrado?

III

Reanudación, tras el debate,
del proyecto originario de El animal divino

En la sección I hemos tratado de delinear el proyecto original de El animal divino. En la sección II hemos tratado de fijar los límites dentro de los cuales se movió la ejecución del proyecto, mostrando al mismo tiempo hasta qué punto estos límites podían removerse, abriendo paso a desarrollos más precisos del proyecto.

En esta sección III nos proponemos indicar las líneas de desarrollo más importantes que el propio debate habría ya, en general, iniciado, sometiéndose siempre a ulteriores confrontaciones y rectificaciones. El hecho de que en esta sección III figuren precisamente confrontaciones y rectificaciones de algunas líneas que a lo largo del debate parecían orientarse a imprimir «un cambio de rumbo» al proyecto originario de El animal divino no significa que las «rectificaciones de las rectificaciones» no reconozcan que ellas sólo han sido posibles gracias a las primeras rectificaciones, que siempre podrían considerarse como un «experimento» que habría de verse siempre como reproducible, aún a título de «ensayo dialéctico», aunque fuera para ser, a su vez, rectificado.

(1) El debate en torno al dialelo

1. Señalaremos solo un punto del debate, si bien central: ¿cómo traducir las rectificaciones propuestas por David Alvargonzález a términos del dialelo, al menos cuando los referimos al eje angular?

Si no lo entiendo mal sus rectificaciones afectan precisamente al dialelo, en lo que al eje angular se refiere, en un sentido que se orienta hacia su bloqueo: no cabría admitir propiamente un dialelo del eje angular.

El eje angular formaría parte, a lo sumo, del espacio antropológico del presente (si bien como región vacía del espacio, porque si no se admiten númenes reales en la época paleolítica, menos aún se admitirán en la época del presente). Si se prefiere, de la teoría del espacio antropológico; y digo «si se prefiere» porque cabría deducir, de las rectificaciones de Alvargonzález, que ellas alcanzan a negar el propio espacio antropológico tridimensional, en beneficio de un espacio plano, con dos ejes: circular y radial. Al eje circular se adscribirían ahora las relaciones e interacciones entre individuos, grupos, personas humanas; al eje radial se adscribirían las relaciones e interacciones de los animales «desde una perspectiva etológica», es decir, al margen de su aparición como animales numinosos.

Conviene subrayar que también Alfonso Fernández Tresguerres parece compartir inicialmente esta interpretación del eje angular: «Y he afirmado, efectivamente, que los animales se encontraban en el eje radial (del espacio antropológico, no del etológico), porque los animales no eran otra cosa que un peligro del que defenderse o una fuente de alimento y materias primas de las que apropiarse» (El Catoblepas, nº 39:10, mayo 2005). Sin embargo Tresguerres admite la ulterior constitución de un eje angular, precisamente en el momento en el cual los animales etológicos radiales asumen una forma de presencia numinosa; de suerte que aunque los animales no sean realmente númenes –cuando se mantienen en el eje radial– podría en su momento afirmarse que los númenes son reales cuando se manifiestan como númenes, situándose por tanto en el eje angular.

José Manuel Rodríguez Pardo da cuenta precisa de este problema: «Suponer que las relaciones entre los hombres y los animales eran radiales ya in illo tempore, y que después se añadirían las angulares es tanto como suponer que el hombre ya era una realidad perfecta, diferenciada de los animales, al contrario de lo que se supone en El animal divino, que es en la propia relación entre los hombres y los númenes (los animales paleolíticos) denominada religión, donde el hombre se constituye» (El Catoblepas, nº 39:11, mayo 2005).

Pero Alvargonzález no reconoce este proceso. Le parece no sólo gratuita, sino absurda, la decisión de conceder a los animales la condición de númenes reales y sobre todo la de personas o la de seres personiformes, contenidos por tanto de un eje especificado por ellos, el eje angular (que también presupone, como inicialmente Tresguerres, como religioso). Precisamente por no admitirlo tiene que apelar a la hipótesis de una construcción (al margen del dialelo) del eje angular, en el momento de analizar el origen de la religión en el hombre primitivo, a partir de unos componentes circulares originarios.

Por ello insiste una y otra vez en la antigüedad de los teriántropos: no trata sólo de constatar su presencia en las religiones primarias –lo que ya había sido constatado en El animal divino a propósito de la figura de Trois-Frères– sino que trata de reivindicar los teriántropos como las más antiguas reliquias del arte parietal, juntamente con la defensa de la existencia de una cultura compleja anterior al Paleolítico superior (lanzas de madera de Schöningen, 400.000 años antes de Cristo, &c.). La insistencia en la defensa de la antigüedad de estos contenidos culturales tiene seguramente por objeto reforzar la idea de una sociedad prepaleolítica ya organizada (eje circular y radial) y, por tanto, capaz de desplegar una actividad mitológica de proyección o composición de componentes circulares en «animales etológicos» (radiales): «Los númenes son reales en cuanto que construcciones de la cultura objetiva». Quedaría así muy debilitado el supuesto (que no es, por cierto, el de El animal divino) de un eje angular originario, insinuado en la «religión natural» prepaleolítica.

2. ¿Y por qué sería absurdo, en el fondo, admitir animales numinosos reales (es decir, un eje angular estricto) en los hombres primitivos?

Sin duda Alvargonzález no niega que estos hombres no pudieran emic percibir a ciertos animales como numinosos; como seguramente tampoco niega que emic un ojo humano pueda percibir el color rojo de un objeto apotético. Pero no trataría de constatar o de describir un fenómeno emic; se trataría de explicar cómo se produce el fenómeno, supuesta su condición estrictamente emic. Y en esta explicación intervienen presupuestos o prejuicios y, en particular, supuestos de índole psicologista (por no decir cartesiana), relativos a la fuente de las cualidades secundarias (la cualidad de rojo o la cualidad de numinoso). Cualidades que precisamente eran consideradas secundarias por proceder del sujeto (que las «proyecta» en los «objetos» o las compone con otras sensaciones), a diferencia de las cualidades primarias, que se suponen formando parte del objeto real. El correlato del color rojo, como entidad objetiva, se reduciría al reflejo de una luz de 603,5 mμ; esto dice la teoría física del color rojo. Pero el color rojo, como cualidad de rojo, sólo sería una «secreción reactiva del alma (o del cerebro)» ante el estímulo de la luz, del mismo modo a como la numinosidad animal, aunque percibida por los hombres primitivos, no sería otra cosa sino una secreción reactiva del alma o del cerebro de los hombres y residiría en el alma o en el cerebro de los hombres que la perciben, según la teoría antropológica de la construcción cultural mitológica de los númenes: «porque, evidentemente, el color rojo (en el ejemplo de Bueno) no está 'ahí fuera'» (El Catoblepas, nº 37:1, carta 6, de Alvargonzález).

Ignoro las razones por las cuales puede parecer evidente a los mediatistas que este color rojo que percibo en ese cuerpo apotético no pueda estar «ahí fuera». ¿Acaso es más fácil entender cómo podría estar dentro del cerebro? ¿En qué región de la retina ocular o de la retina occipital? ¿Acaso los objetos apotéticos mantendrían su condición de tales si los colores desaparecieran enteramente, y no interviniese el tacto? En cualquier caso, el ejemplo del color rojo fue aducido precisamente para justificar, por analogía, la realidad de una visión objetiva, apotética, de una cualidad cuya teoría va dirigida a probar su inmanencia subjetiva. El ejemplo iba destinado a sugerir la posibilidad de la percepción de una numinosidad objetiva, aún en el supuesto de que «en sí mismos» los animales no fuesen númenes; añadiendo de paso la crítica al sustancialismo de la «existencia en sí» («animales en sí mismos», «cosas rojas en sí mismas»), en nombre de la concepción de la existencia como coexistencia (los animales –ciertos animales– en su coexistencia con los hombres primitivos, son realmente númenes precisamente porque son númenes reales: la disyuntiva entre los animales realmente numinosos y los númenes animales reales puede considerarse como una disyuntiva aparente, cuando introducimos la idea de la coexistencia). Y en cualquier caso, la analogía entre el color rojo y la numinosidad se detiene ahí, pero «a favor», cuanto a su realidad, de la numinosidad; porque mientras que el color rojo permanece como tal «pasivamente», diríamos, en el objeto apotético, la numinosidad la suponemos asociada a un sujeto que nos acecha, nos ataca y pone en peligro nuestra vida.

3. Pero los fundamentos últimos o, si se prefiere, los presupuestos o prejuicios sobre los que se basa el rechazo de los «animales divinos» como númenes reales son otros. Y podríamos reducirlos a los dos siguientes:

Primero, el supuesto (implícito) de que el eje angular o no se entiende, o ha de entenderse como separado de los otros (si los animales son realmente númenes sería porque lo son en sí mismos; si sólo son tales ante el hombre, cuando coexisten con él, ya no serían realmente númenes sino sólo de un modo aparente, de un modo mitológico). Correlativa a esta hipóstasis condicional del eje angular constatamos una hipóstasis del eje circular (previa a la angular) al referirse a las culturas humanas prepaleolíticas.

Ahora bien, un eje no tiene por qué concebirse como separable de los demás, como si la separabilidad fuese condición de su realidad. La realidad de cada eje siempre está necesariamente vinculada a la de los demás ejes, aunque sea disociable de ellos, por la composición sinecoide de las figuras de algunos con figuras diversas de los demás. Por ello, el eje angular presupone siempre codeterminación (en alguna de sus figuras, en nuestro caso, las religiosas) con el eje circular, así como recíprocamente. Y, por ello, la condición de persona humana (como diremos después) implica la «neutralización» del eje angular (no su abolición).

Segundo, el supuesto –acaso el más importante– en virtud del cual parece necesario descartar a priori la numinosidad de los animales reales (por tanto, el eje angular). Este supuesto es de índole ontológica: un animal numinoso –parece presuponerse– debiera ser una persona dotada de «voluntad», «entendimiento» y «capacidad de hablar» con otras personas (en nuestro caso, revelar –la persona numinosa a la persona humana– y orar –la persona humana a la numinosa–). Parece como si David Alvargonzález estuviera aherrojado por la sentencia de Thomas Szasz, «si alguien dice que habla con Dios, está rezando; si alguien dice que Dios habla con él, está esquizofrénico». Quien cree que los animales-númenes del Paleolítico «hablaban» con los hombres está esquizofrénico o, por lo menos, estará atribuyendo a los hombres primitivos, si no la condición de esquizofrénico, sí la condición de una falsa conciencia: «Especialmente, Bueno no tendría en cuenta que los númenes paleolíticos tienen componentes ineludibles de falsa conciencia (componentes míticos, confusiones y oscuridades, cuando se evalúan desde el presente» (Alvargonzález, pág. 32 del texto original de su conferencia; fragmento que no aparece en la edición impresa de las Actas).

Ahora bien, según esto, dado que los animales no pueden ser númenes personales (como debieran serlo si se les considerase como núcleo angular de la religión), la atribución a ciertos animales de «características propias de los númenes personales» (Alvargonzález, pág. 8 del original, pág. 217 de las Actas) sólo podrían ser el resultado de alguna construcción o teoría mitológica (que implica lenguaje fonético doblemente articulado) y que tendrían al menos alguno de los siguientes componentes, según Alvargonzález:

«1. Adjudicar a los animales la capacidad de entender a los hombres cuando éstos les hablan: el ruego, la oración, la ofrenda y el sacrificio son componentes de las religiones del Paleolítico que suponen que los animales tienen capacidad verbal similar a la humana.
2. Adjudicar a los animales más inteligencia de la que tienen (rasgo que puede aparecer conectado o no con el anterior).
3. Adjudicar a los animales caracteres de personalidad humanos (pendenciero, adulador, &c.) y caracteres morales propios de personas (malo, bueno, dañino, mentiroso, desleal, &c.).
4. Suponer que los animales están sujetos a normas morales en su trato con ellos y con los hombres.
5. Por último, en los casos en los que aparece una combinación fantástica de caracteres morfológicos de varios animales no humanos (los teriomorfos) o de animales no humanos y humanos (los teriántropos), esta combinación de rasgos también podría interpretarse como un componente mítico del núcleo de las religiones del Paleolítico.» (Alvargonzález, págs. 217-218 de las Actas)

No cabe duda que estas construcciones o «teorías mitológicas» son constatables a lo largo del curso de las más diversas religiones; y que, por supuesto, pudieron también ser desplegadas, y lo fueron de hecho, en el Paleolítico. El animal divino se refiere (1ª ed., 1985, pág. 101; 2ª ed., 1996, pág. 105) al «teriántropo dualista» de El Juyo, y en su pág. 113 (en la 2ª ed., pág. 117) al teriántropo, acaso un hechicero, de la cueva de Trois-Frères. Pero la constatación de estas construcciones o teorías mitológicas no tiene nada que ver con la tesis que niega la numinosidad real de los animales paleolíticos involucrados en la religiosidad primaria.

Por de pronto, la tesis de la numinosidad real de algunos animales paleolíticos no implica su condición exenta de cualquier representación concomitante (es decir, como si la numinosidad animal tuviera, para aparecer, que presentarse exenta o pura de cualquier «marco mitológico» procedente de regiones radiales o circulares que suponemos están siempre acompañando al eje angular); más aún, puede asegurarse que los fenómenos específicos del eje angular están siempre, según la doctrina del espacio antropológico, involucrados con otros fenómenos propios de los demás ejes (y que esta circunstancia explica la presencia temprana del teriántropo, sin perjuicio de númenes animales no humanos).

Pero si se afirma que la «cualidad de numinoso» que se reconoce, al menos emic, en la percepción de ciertos animales paleolíticos, «emana» del eje circular, ¿no se está diciendo también que la numinosidad emana del hombre, conculcando el hecho del que partimos: que lo numinoso es cualidad del animal? Nada se ganaría apelando a la novedad del compuesto (circular + angular) –por ejemplo, en el teriántropo–, puesto que precisamente lo que esta «novedad» debiera hacernos esperar sería esto: que lo numinoso no procede del componente humano, sino de lo que no es lo humano, es decir, de lo que es animal. La hipótesis de la novedad resultante de un mixtum compositum exigiría introducir un «mecanismo especular» en virtud del cual los hombres comenzarían a hacer algo así como «conocerse a sí mismos» cuando vieran su imagen reflejada en la forma de un animal numinoso. Pero este mecanismo es enteramente gratuito y multiplicaría los entes sin necesidad.

La cuestión de fondo, por tanto, es otra. Pues no se trata de que la numinosidad específica (angular) esté «envuelta» o «compuesta» siempre con algunos contenidos procedentes de otros ejes, radiales o circulares (llámese o no «mitología» a una tal composición o envolvimiento).

Se trata, ante todo, de si cabe la posibilidad de reconocer animales realmente numinosos, o si esta posibilidad debe ser rechazada a priori, por lo que su reconocimiento implicaría «adjudicar» (es decir, sobreponer, atribuir propiedades en principio extrínsecas) capacidades propias de los hombres o incluso de las personas humanas (capacidad verbal, inteligencia superior, características de personalidad, normas morales...) que ellos no pueden tener si se les juzga desde el presente, es decir, desde la Etología actual. Como si la Etología del presente rechazase de plano características de esta índole a los animales, y no sólo a ciertos animales.

4. Precisamente El animal divino sólo se atrevió a salir al público, como ya hemos dicho, cuando la Etología del presente recibió una suerte de «reconocimiento oficial» con motivo de la concesión del Premio Nobel a sus más notorios representantes del momento. Fueron los descubrimientos de estos etólogos, y de otros muchos etólogos o lingüistas (por ejemplo Egon Brunswik –con su teoría de la «conducta animal raciomorfa»–, Eibl-Eibesfeldt, Gardner, Premack...) los que permitieron poder hablar sin escándalo, para las generaciones formadas en el mecanicismo, de los «lenguajes animales» y de la «inteligencia» y aún de la «razón» animal. En cualquier caso, El animal divino nunca atribuyó, porque no lo necesitaba, «capacidad verbal similar a la humana», ni siquiera «capacidad verbal» a los animales. Se refería (ver pág. 153) a «relaciones con los hombres de índole que podríamos llamar 'lingüística' (en sus revelaciones o manifestaciones)». Y, para mayor abundamiento, «lingüística» aparece entre comillas, como un guiño a los apasionados debates de aquellos años sobre los «lenguajes animales» (uno de ellos muy reciente entonces, que había tenido lugar en Oviedo, en un Congreso de lingüistas, presidido por Emilio Alarcos, y en el cual la mayoría de los lingüistas allí presentes se indignaban al escuchar una exposición casi literal de los informes de Premack o los Gardner, que me correspondió ofrecer). Todavía en 1994, cuando Alfonso Tresguerres expuso en Santa Clara, ante más de cincuenta profesores de filosofía cubanos, las tesis de El animal divino, sorprendentemente, por tratarse de un auditorio materialista, se encontró con las risas y el rechazo del auditorio al hablar de la etología y las culturas animales: el profesor Pablo Guadarrama le objetó airadamente que la Etología era una «disciplina burguesa» que había sido cultivada por los nazis, y sólo el auditorio se calmó y cambió de actitud cuando los argumentos brillantemente expuestos por Tresguerres fueron reconocidos y corroborados in situ por el profesor cubano Manuel Martínez Casanova, que en su condición de veterinario y profesor de filosofía, estaba en situación de informar a sus colegas y alumnos que, efectivamente, aunque las tesis oficiales de la filosofía cubana dijeran lo contrario, la realidad aceptada en el mundo era la de la Etología («Númenes animales en el Caribe»).

Pero en cambio El animal divino sí reconocía (no «adjudicaba» más o menos gratuitamente, o caprichosamente y, en todo caso, dando desde fuera a los animales algo que ellos no tuviesen) a los animales paleolíticos «capacidad lingüística», no sólo en términos de comunicación «no verbal» (conductas de acecho, de amenaza...) sino también de comunicación fonética articulatoria y auditiva (gruñidos, rugidos, mugidos, silbidos). De este modo se reconoce a los animales paleolíticos (como también a los actuales) la capacidad de percibir a los hombres, de «medir las fuerzas de los hombres», de interpretar muchos de sus movimientos gestuales o no gestuales (e incluso interpretar gestos humanos de humillación o de apaciguamiento): todo esto es incompatible con la pretendida representación que se nos quiere ofrecer de los animales paleolíticos como una especie de organismos movidos por automatismos reflejos, incapaces de interpretar la conducta global de los hombres cuya evolución se iba produciendo en su entorno, y codeterminadamente con ellos. Por la misma razón se reconocía a los hombres capacidad para interpretar (sin perjuicio de eventuales errores) conductas de otros animales.

Advertimos, en todo caso, que esta capacidad de comunicación «lingüística» no verbal (gestual, expresiva o apelativa) atribuida a los animales no humanos, no tiene en sí misma significado numinoso, sino etológico general. Y, en el caso del hombre –es decir, cuando consideramos a los grupos humanos ya constituidos– significando relaciones angulares establecidas entre los hombres y animales no humanos (pero no necesariamente religiosas).

Más aún, también cabe atribuir a los animales, a ciertos animales, una «personalidad» precisa e individual, susceptible de recibir nombres propios (Bucéfalo, Laika, Sara, Washoe) –y esto sin necesidad de tener que admitir las pretensiones de los últimos etólogos firmantes del «Proyecto Gran Simio», ni menos aún, las de los firmantes de la «Declaración Universal de los Derechos de los Animales»–.

Una «personalidad» que no se hará consistir en ser sujeto de atribución de «caracteres de personalidad humanos» (por cierto, reducidos a cualidades psicologistas: «pendenciero, adulador») –pues los «caracteres morales» citados, y tal como se citan («malo, bueno, mentiroso...») también los etólogos se los atribuyen a los animales (que también engañan, son objetivamente dañinos, buenos o malos)–. La personalidad que se les atribuye se apoya sobre todo en ser «centros prácticos de voluntad y de inteligencia» (vis appetitiva y vis cognoscitiva), que están actuando in situ, en concreto y perentoriamente ante unos hombres primitivos, acaso no plenamente humanos, pero sí análogos a los humanos en el terreno de las interacciones prácticas. La conducta de acecho, engaño, camuflaje, &c., que un animal mantiene ante un grupo humano puede ser percibida por este grupo como análoga a la conducta de acecho, engaño, camuflaje, &c., que ese grupo advierte respecto de otros grupos humanos enemigos; y la advierte como análoga porque en realidad es análoga. Porque de lo que se trata es del enfrentamiento de una «voluntad» o «apetito teleológico» animal y de una voluntad y entendimiento prácticos humano, orientado a mantener la integridad del organismo, amenazada por la «voluntad enemiga» de destruirlo. Las conductas etológicas interespecíficas podrían también ser asignadas a un eje del espacio etológico, similar al eje angular del espacio antropológico; un eje angular interespecífico que mantendría intactas sus diferencias con el eje angular del espacio antropológico, un eje angular etológico, en el cual, desde luego, no podrían figurar contenidos religiosos, puesto que este presupone la «plataforma» de un eje circular especificado por su materia. Los ejes del espacio antropológico no se diferencian, en principio, de los posibles ejes de un espacio etológico (atribuidos a cada especie zoológica) en cuanto ejes de un «espacio formal tridimensional», sino por los contenidos materiales específicos característicos de cada eje; contenidos que no excluyen momentos genéricos comunes a las diferentes especies.

La consideración de «escándalo antropomórfico» que para muchos merece aún el reconocimiento de la «personalidad» de los animales deriva, acaso, de una concepción espiritualista de la persona, en versiones más o menos radicales, que van desde la versión espiritualista extrema de Malebranche –que vería como un «residuo de paganismo» a la definición aristotélica del hombre como animal racional– hasta las más moderadas de los «psicólogos de la personalidad humana» que subrayan factores ellos mismos «mentalistas» (tales como conciencia o reflexividad). También, incluso, desde posiciones similares a las de las concepciones humanistas de la persona como entidad exclusivamente antrópica (que presiden, por ejemplo, la concepción actual jurídica de la persona) que la circunscribe a campos humanos (el Código Penal ya no procesa a un perro que ha matado a un hombre).

Pero el humanismo personalista, o el personalismo humanista, por mucho que se escandalice de quienes atribuyen «personalidad» a sujetos no humanos, no debiera olvidar que la Idea misma de persona humana (en particular, de la persona en sentido jurídico) procede de fuentes distintas de la «tradición humanística». En nuestra tradición, la Idea de persona procede de los debates teológicos cristianos que tuvieron lugar en los Concilios de Nicea, de Efeso, &c., acerca de las Personas de la Santísima Trinidad (que no eran humanas, y que por tanto estaban más próximas al eje angular; pues no tendría sentido situarlas en el eje circular o en el radial) y, en particular, de la personalidad de Cristo, a quien, por cierto, sólo se le «adjudicaba» la personalidad humana a través de la Segunda divina persona de la Santísima Trinidad (el Concilio de Efeso estableció dogmáticamente que Cristo tenía una sola Persona, que era la Persona divina, que incorporaba a la naturaleza humana: Cristo era, por tanto, un «hombre divino», es decir, un animal divino, si el hombre es animal).

La persona humana, y la personalidad humana, por tanto, es una institución histórica y cultural muy tardía. Ya hemos observado lo improcedente de construcciones tales como «persona neandertal» o «persona pitecántropa» (a pesar de que algunos paleoteólogos, sobre todo si son cristianos, considerarían personas a estos «hombres primitivos»).

Las cuestiones filosóficas que la persona envuelve tienen que ver precisamente con la cuestión de la coordinación biunívoca entre el conjunto de las personas humanas y el conjunto de los individuos humanos (conjunto que contiene subconjuntos muy anteriores al paleolítico). La persona humana, en cuanto institución cultural histórica, tiene sus propias características. Si se quiere, es una convención, una ficción jurídica, considerar a un subnormal profundo de nacimiento la condición jurídica de persona humana; lo que no quiere decirse con esto que se hayan resuelto los problemas filosóficos de su condición de persona. La consideración de persona ha de entenderse, ante todo, como una norma práctica, porque ofrece criterios prudenciales para tratar esos casos límite, pero no por ello excepcionales. Y, por supuesto, no cabe, sin prosopopeya, adjudicar la personalidad a individuos vivientes no humanos, sean dioses, demonios o animales, sean acaso muchos de nuestros «contemporáneos primitivos» (a los cuales las normas internacionales, inspiradas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, les concede personalidad a la manera como se la concede, como hemos dicho, a los subnormales profundos congénitos).

Pero todo esto no excluye la legitimidad de hablar de personas no humanas, anantrópicas, y, por tanto, la legitimidad de hablar de la personalidad propia de ciertos animales del Paleolítico superior, sin que esto implique en modo alguno «adjudicar a los animales caracteres de la personalidad humana»; de la misma manera los animales, incluso las personalidades animales no humanas, aunque no estén sujetos, desde luego, a normas morales (que suponemos humanas, en cuanto que son normas), no dejan de estar sujetas a pautas (por ejemplo, rituales, no ceremoniales) que funcionan como criterios distintivos y permiten predecir su comportamiento.

5. Recapitularemos nuestra «rectificación» a la «rectificación» propuesta en este punto por David Alvargonzález.

Suponemos, por nuestra parte, que el eje angular del espacio antropológico es un eje etológico, pero especificado ya como humano (la condición etológica de un eje no implica que este eje haya de requerir ser pensado siempre como «momento genérico» zoológico). El eje angular es un eje que está definido para ser reconocido en un presente histórico. No es un eje prehistórico (en el sentido estricto) que el desarrollo histórico del hombre hubiera logrado borrar. Todavía existen hoy animales con los cuales los hombres se comunican como si fueran personas no humanas. Y una gran porción de la conducta humana del presente está orientada por las expectativas de mantener comunicación lingüística –no telepática– con sujetos personales o personiformes no humanos, con animales no linneanos, extraterrestres, que implican, desde luego, un espacio práctico dado en el eje angular (y esto sin tener en consideración a las prácticas humanas animistas, el culto a los dioses, a los ángeles o a los demonios, muy vigentes en el presente).

La Etología es precisamente una disciplina fundada en el reconocimiento práctico de un eje angular, frente al mecanicismo preetológico que, como es sabido, fue siempre muy limitado (José Manuel Rodríguez Pardo, que ha intervenido ampliamente en este debate, ha estudiado en su tesis doctoral estas relaciones: «El alma de los brutos en la filosofía española del siglo XVIII, en el entorno del Padre Feijoo. Análisis desde el materialismo filosófico», 2004).

Por consiguiente, cuando retrotraemos, por exigencias del dialelo antropológico, el eje angular del espacio antropológico del presente al presente prehistórico, no necesitamos poner en marcha «teorías mitológicas» a fin de atribuir a los hombres prehistóricos un eje angular, con referencia a determinados animales de su entorno. A determinados animales: aquellos con los cuales cabe hablar de interacción operatoria –de percepciones, apetitos... a escala operatoria– excluyendo, por supuesto, a los animales invisibles o intangibles en la época, ya fuera por habitar en lugares incógnitos, ya fuera por ser inaccesibles al ojo humano, como es el caso de los animales microbios.

Otra cosa es la cuestión de la «transformación» del eje angular humano (etológico, pero ya especificado como humano) en el eje que contiene a los númenes reales, a los animales numinosos. Pero esta cuestión desborda el debate en torno al dialelo (aunque obviamente está profundamente vinculada con él) y pertenece más propiamente al debate en torno a la inversión antropológica, es decir, a la cuestión de la anamórfosis de las estructuras etológicas y, entre ellas, las mismas relaciones angulares entre los hombres y los animales, en lo que tengan de relaciones interespecíficas humano-zoológicas (subgenéricas o cogenéricas), en instituciones genuinamente antropológicas, como puedan serlo las instituciones religiosas. Y también, desde luego, en otras instituciones angulares no religiosas, como pueda serlo la institución de los «animales domésticos de compañía», o la propia institución de la Etología, cuyas afinidades con la Teología ya hemos señalado en otras ocasiones («La Etología como ciencia de la cultura», El Basilisco, nº 9, 1991).

(2) El debate en torno a la inversión antropológica

1. Hemos presentado la «inversión antropológica» como un proceso en cierto modo recíproco del proceso del dialelo antropológico.

Es obvio que partiendo de una situación en la que los animales son concebidos como entera y puramente zoológicos, la manera más expeditiva de explicar su numinosidad será la de suponer un mecanismo de «composición» o catástasis (tomando este término en general, más que en su especificación puramente dialéctica) de contenidos «personalistas» procedentes del eje personal por antonomasia, a saber, del eje circular del espacio antropológico, con contenidos zoológico-etológicos que todavía no se consideran adscritos a un eje angular, sino a un eje radial. Los contenidos de este eje circular (o contenidos circulares) se compondrán por catástasis con los animales etológicos, y de esta composición resultarían los númenes animales y, con ellos, un eje angular («viciado», desde el principio, por una «falsa conciencia»). En palabras de Alvargonzález: «...para que ciertos individuos animales (que son animales de la Zoología) se conviertan (emic) en númenes personales hace falta la composición de elementos 'angulares' con elementos 'circulares', hace falta que los aspectos 'angulares' (etológicos y ecológicos), sin dejar de actuar, se reorganicen de un modo sui generis al componerse con contenidos 'circulares'» (pág. 16 del original, pág. 224 de las Actas, en las que el resaltado de los términos en negrita ha desaparecido).

Sin embargo, las expresiones «elemento angular» o «aspecto angular» implican una concesión, por parte de Alvargonzález, que no ha sido justificada (si el eje angular comienza con los númenes), a la tesis del eje angular del espacio antropológico. Pero este eje sólo podría admitirse como un residuo emic, que quedaría después de haber retirado a los animales la condición de núcleo angular del proceso de inversión. Más que en un eje angular se estaría pensando en los individuos animales de la Zoología (acaso ni siquiera de la Etología) que se convierten emic en númenes personales; con lo que el eje angular será también sólo emic (al menos cuanto a sus contenidos numinosos).

En cualquier caso tampoco parece que hubiera mayor inconveniente en reconocer un eje angular para acoger las relaciones e interacciones específicas hombre/animal, con tal de que en este eje figurasen, como núcleos de la religión, los animales de referencia. En cualquier caso ésta hipótesis –la composición de los aspectos circulares (tomados como fuentes de los contenidos personales) con los aspectos animales (puramente zoológicos)– seguiría arrastrando mucho de ese «mecanismo de proyección» (aunque se llame «mecanismo de composición») de los contenidos personalistas circulares en unos animales concebidos como ajenos, en sí mismos, a cualquier rasgo propio de una personalidad humana, y que sólo los recibirían por «adjudicación». En efecto: si se supone que los rasgos propios de una personalidad se encuentran en el eje circular (lo que es mucho suponer, salvo que nos movamos en un terreno jurídico) y se supone también que la numinosidad animal implica rasgos de personalidad, ésta sólo podría proceder del eje circular, por lo cual los númenes animales resultarían de un compuesto de rasgos circulares y angulares; composición que podría dar lugar, desde luego, a un novum, a saber, los númenes animales (del mismo modo –se explica– que cuando el carbono y el oxígeno se componen, para dar lugar al dióxido de carbono, no decimos que el carbono, por ejemplo, se «proyecte» sobre el oxígeno).

Sin embargo, sí que habría que decir que los componentes personales del numen animal proceden del eje circular antes que de los propios animales no humanos. Lo que nos devuelve a una posición muy próxima a la que podría resultar de una proyección «humanista o psicologista». Joaquín Robles ha visto con claridad esta conclusión:

«Porque la composición de carbono y oxígeno en monóxido o dióxido es el resultado, bien de operaciones (de un químico) químicas, bien anantrópicas bajo determinadas condiciones, que dan lugar al monóxido o al dióxido, 'objetivos' y bien reales, sujetos, por lo demás, a los principios de la química (por ejemplo el de conservación de la masa). Sin embargo los teriántropos son figuras del 'arte parietal' (y sólo en este sentido son objetivas) que, en modo alguno pueden considerarse como algo más que alucinaciones (o verdaderas apariencias falaces) del sujeto que las pintó. Y si en la composición del monóxido o del dióxido no hallamos sino principios objetivos que explican la composición misma de un ente real y objetivo ¿qué principios podemos representarnos como fundamento de la composición angular-circular de los teriántropos?» (Robles, El Catoblepas, nº 38:19.)

Por su parte Alfonso Tresguerres observa certeramente que:

«Desde la posición defendida por Alvargonzález, todo el papel que a éstos [los animales] les corresponde en la génesis de la religión es haberse convertido en receptores y referentes de la fabulación mitológica del ser humano.» (Tresguerres, El Catoblepas, nº 39:10.)

2. En cualquier caso, El animal divino se opone frontalmente a la interpretación meramente emic de la numinosidad animal. Y si damos por presupuesto un espacio antropológico con un eje angular etológico pero específico (en el cual puedan figurar los animales no humanos en sentido cogenérico o subgenérico respecto de los animales humanos, sin aparecer todavía como específicamente numinosos) la cuestión de la inversión antropológica del eje angular habrá que retrotraerla ya antes de la aparición de los númenes animales (por ejemplo, al estado confuso de los achuar, de los que hemos hablado antes), y la cuestión se replantearía, no ya tanto como el problema de la incorporación de los animales «en sentido puramente zoológico» a la condición de contenidos numinosos de un eje angular (considerado, de hecho, como eje emic, al menos en relación con estos contenidos) sino como el problema de la incorporación (en una fase de la anamórfosis) al eje angular etológico humano de los contenidos numinosos.

3. El proceso de inversión antropológica no es, sin embargo, repentino, instantáneo, una «emergencia»; por la misma razón tampoco puede cifrarse en algún cambio puntual en la connotación (la bipedestación, el pulgar oponible, la dominación del fuego, el uso del palo, de las armas arrojadizas o de «lenguaje fonético»). El proceso de inversión no es lineal, sino multilineal, y por tanto requiere lapsos seculares de tiempo (aún manteniéndonos dentro, por ejemplo, del llamado «esquema evolutivo multirregional» que Milford Wolpoff propuso en 1990). Y esto significa, sobre todo, que los «cambios puntuales» sólo alcanzan significado en el contexto de la inversión antropológica por sus efectos futuros, por su dimensión potencial (medida, por ejemplo, por su capacidad de composición con otros cambios, también potenciales). De donde habrá que deducir que los hombres que están experimentando este cambio sólo son hombres potencialmente, y no en acto; son hombres en la medida en que prefiguran o preconforman al hombre, cuando en sí mismos son protohombres, hombres incipientes, o, en términos tradicionales, hombres salvajes, hombres fósiles u hombres primitivos (siempre que dejemos de lado, por metafísica, la idea de una «situación alienada» del salvaje o del hombre primitivo, porque una tal situación presupone a unos hombres previamente dados en plenitud, pero que habrían perdido, por el pecado original o por la división en clases, esa mítica condición originaria). El protohombre, como el salvaje, ha de ser hombre no sólo en sentido potencial, sino actual, aún cuando en este sentido «actual» el protohombre o el salvaje se nos presente como un hombre inferior (no en términos absolutos, sino por la relación de dominación que sobre él tiene el «adulto civilizado»).

Es cierto que el humanismo implícito en el relativismo cultural radical (que inspira, por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos) tiende a borrar el concepto de protohombre, o el de hombre inferior: «Salvaje es quien llama a otro salvaje», decía Lévi-Strauss. Pero esto llevaría a concluir que no hay nada intermedio entre los primates y los hombres, condición que es incompatible con los resultados de la primatología y de la antropología paleontológica. No es fácil aceptar que cualquier individuo del grupo antropomórfico de la Nueva Guinea que hace sesenta años practicaba rituales todavía más repugnantes que los del vudú actual, hubiese de ser considerado, no ya sólo como persona (según los convenios de la ONU) sino incluso como plenamente humano, en virtud de los principios del humanismo relativista.

Pero que no sea «plenamente humano» no quiere decir que sea un homínida, una especie de orangután, de chimpancé o de pitecántropo. Sencillamente es hombre no sólo potencialmente (los aborígenes de Nueva Guinea pudieron integrarse «en la civilización») sino también actualmente, pero a título incipiente, de acuerdo con los criterios de hominización que utilicemos (como puedan serlo las relaciones de parentesco elemental o la fabricación de armas).

En este proceso es decisiva la consolidación del lenguaje fonético «gramaticalizado», sintáctico, el llamado «lenguaje moderno» respecto de los protolenguajes homínidos. La importancia que para la génesis de las religiones primarias puede tener, como apunta Pedro Santana («Breve nota sobre las hipótesis acerca del origen del lenguaje humano», El Catoblepas, nº 40:10, junio 2005), el llamado «lenguaje moderno» (con una sintaxis desarrollada, respecto del protolenguaje, que podría vincularse a la religión natural) habría que cifrarla, desde luego, en el hecho de «posibilitar la transmisión de conocimientos mediante discursos de cierta longitud...» –posibilidad que sin duda hay que poner en conexión con la actividad mitopoiética que se anuncia ya en las religiones primarias–, pero también, sobre todo, en la conformación de una «concavidad» por medio de las interacciones entre los individuos de un grupo humano que, mediante un lenguaje propio cada vez más complejo y sólo inteligible en el ámbito de esa concavidad, va segregando o dejando fuera, como extraños, a los animales o a otros grupos humanos que no pueden participar en esa «concavidad». El carácter «extraño» de los animales que, aún en la época del protolenguaje, mantuvieron comunicación no verbal fluida con los hombres, será la condición para que tales animales «que me enardecen en cuanto son semejantes» (en palabras de San Agustín referidas a lo divino), comienzan a poder «aterrorizarme» de un modo especial, cercano al «misterio», cuando se les percibe, desde su semejanza genérica, como desemejantes, pero amenazantes y dominantes.

Por nuestra parte seguiremos acogiéndonos al criterio de la normalización, como característica de los contenidos del espacio humano, en la medida en la cual este criterio es a la vez diferencial de los primates, y aún de los homínidos o salvajes humanos dotados, sin embargo, de notable inteligencia técnica, y aún de atributos raciomorfos teleológicos, pero dentro de una conducta que será improvisada o rutinaria, no normalizada. Cuando estos homínidas ya sean hombres se les podrá considerar como hombres ferales, hombres fiera, acaso el homo habilis, acaso el homo antecessor, aunque sean muy inteligentes y astutos (como ejemplos semiliterarios podremos poner al salvaje de Aveyron y a Caspar Hauser). La normalización implica un proceso de confluencias de grupos de hombres ferales cuyas rutinas pueden transformarse en normas (lo que ya implica un proceso histórico). Esto nos permitirá, según el criterio, hablar ya de sociedades humanas plenas (sin necesidad de ser civilizadas).

En cualquier caso, el proceso de inversión antropológica no tiene por qué ser entendido como un proceso lineal («monogenista»), incluso en el supuesto de que nos acojamos a la llamada «hipótesis del arca de Noé», defendida en 1993 por Christopher Stringer. La hipótesis poligenista ofrece múltiples variantes de inversión antropológica (incluso en el supuesto de que todas estas variantes procedan a su vez de un tronco común) que permitirán interpretar de otro modo la diversidad de lenguas, costumbres, pero también de contenidos del eje angular (no en todas las regiones de la Tierra habitan los osos, las serpientes o los tigres de diente de sable).

4. La inversión antropológica, en lo que a los númenes animales concierne, queda planteada de este modo: partiendo de un eje angular dado en un espacio etológico específicamente humano (subgenérico, incluso cogenérico), ¿cómo tiene lugar la incorporación en este eje de los animales en tanto que animales numinosos?

David Alvargonzález ha tenido el acierto de movilizar el «esquema de la esencia» que ya fue utilizado en el análisis de la constitución de las sociedades políticas. De este modo, cabrá decir que las relaciones angulares (que aquí entenderemos o bien como relaciones confusas, en el sentido achuar, o bien como relaciones angulares humanas cogenéricas o transgenéricas (aunque no sean religiosas), no constituyen el núcleo de la religión, pero sí su género radical. Dice Alvargonzález en su carta nº 4, de 3 de agosto de 2004, a Íñigo Ongay: «Utilizando un esquema que Gustavo Bueno ha usado al aplicar la teoría de la esencia a las sociedades políticas podríamos decir lo siguiente: Las relaciones angulares, por sí solas, no conforman el núcleo de las religiones primarias sino que han de ser vistas como un género próximo, un género radical o raíz, que tiene que ser descompuesto en partes suyas y reestructurado a otra escala para que el núcleo se constituya (por metábasis o catábasis que conducen a especificaciones transgenéricas)» (El Catoblepas, nº 37:1.) Este género radical tendría que ser triturado o desestructurado en sus partes, que ulteriormente habría que recomponer.

Ahora bien, la cuestión estriba (si asumimos esta propuesta sobre la esencia) en interpretar qué tipo de partes del género radical han de ser utilizadas. Y el análisis depende del modo de entender la realidad de los númenes animales.

Si estos se entienden como númenes emic el análisis distinguirá en el «género radical» los componentes zoológicos y los componentes circulares humanos, que van a componerse o a proyectarse sobre aquellos.

Pero si los númenes animales se consideran reales (etic, no solo emic; y teniendo en cuenta que la oposición etic/emic no es disyuntiva –no es una dicotomía, como proponía Marvin Harris– puesto que la perspectiva etic puede englobar también en sí a la emic) entonces el análisis del género radical, del eje angular en este caso, tendrá que ir por otro lado. A saber: separando o descomponiendo en el eje angular humano etológico los componentes no numinosos y los componentes numinosos.

¿Y cómo podríamos delimitar estos componentes numinosos? Precisamente señalando aquellos animales que, desde la «plataforma circular» (o protocircular) desde luego, se nos enfrentan como «centros de conocimiento y de voluntad personales» que nos envuelven con su «plan teleológico» (personal), nos acechan, nos hacen ver que nos encontramos en su campo visual, que nos reducen a la condición de sujetos finalísticos de sus propios intereses o apetitos, ante los cuales para nada valen nuestros ruegos u oraciones. Es decir, se comportan con los hombres como otros hombres también se comportan con nosotros: son personas no humanas y en esto reside precisamente su numinosidad. Siendo semejantes a nosotros nos son completamente ajenos y heterogéneos desde el punto de vista práctico. Son otros, heterogéneos, y es ese componente heterogéneo suyo (que ya no puede ser «circular») el que podrá convertirse en núcleo de su numinosidad.

Es evidente que esta numinosidad (que supone ya una trama humana circular muy desarrollada) sólo comienza a existir desde la plataforma circular. Desde ella se percibe ante todo su distancia, es decir, la «extraña profundidad» del «animal ante mí» (en primera persona) que comienza a verse como numinoso. Pero esto no quiere decir que tal numinosidad sea únicamente emic (una impresión o sentimiento subjetivo-humano, incluso alucinatorio), pues esa impresión va referida precisamente al animal de ahí fuera, que me amenaza real y perentoriamente, apotéticamente, y real en su extrañeza activa. Recordamos, como ilustración, al oso de la película de Jean Jacques Annaud.

¿Y autoriza esto a concluir que el animal no es numen realmente, o «en sí», sino «en mí»? ¿Es que acaso cabe hablar de un animal (o de la figura de un animal vivo y activo) como entidad que pueda existir «en sí»? El animal, en su figura y en su acción, y aún en su morfología, coexiste siempre con otros animales y se configura ante otros animales. Un animal aislado, en sí, es una pura construcción abstracta. La propia morfología de muchos animales, precisamente de aquellos que podrán aparecer como numinosos, es alotética y está conformada en función de una coexistencia pacífica o polémica con otros animales. No es una morfología «en sí»: los colmillos del lobo están conformados alotéticamente, y su morfología carece de sentido si no se relaciona con su finalidad de clavarse en el cordero o en el gamo. Los colmillos del lobo no sólo se reducen al «en sí» del lobo; pero tampoco se reducen a la «impresión» (no sólo emocional, sino física) que ellos pueden producir en el cordero o en el gamo. Estas impresiones son alotéticas, tanto si son físicas (las huellas de la dentellada) como si son emocionales, y todas ellas nos remiten a los colmillos del lobo. Pero la «impresión numinosa» causada por el animal no se reduce a sus efectos en la subjetividad física o emocional del hombre que la recibe. Es alotética y va referida, como a su causa, con la que mantiene una relación trascendental (el efecto es ahora inseparable de su causa), al propio animal que la produce, a sus percepciones y a sus apetitos, a su «personalidad anantrópica» no humana.

Esta numinosidad real, percibida como atributo de un animal que se codetermina como tal ante los hombres que lo perciben como tales, ejerce la función propia de un taladro que perforase el horizonte personal-humano a través del cual, en el fondo confuso de los sujetos achuar (salvajes, hombres ferales, &c.), comienzan a destacarse las figuras de unas personas no humanas, los númenes, ante los cuales irán delimitándose, a su vez, los hombres. Lo que venimos llamando «argumento zoológico contra el idealismo» deriva de estos mismos fundamentos.

5. Y esta delimitación, implicada en la inversión antropológica, no es un proceso pretérito, que hubiera tenido lugar in illo tempore, en el Paleolítico inferior; una delimitación que con el paso de los milenios podría ya hoy dejar de tenerse en cuenta.

En cuyo caso, la religación primaria perdería su carácter de relación trascendental del hombre con los animales (es decir, de relación no posterior a los términos por ella relacionados, sino constitutiva de tales términos).

Pero la trascendentalidad de la religión se mantiene también en la época secundaria porque (en virtud del proceso que El animal divino describe como «metábasis de inversión», pág. 266 de la segunda edición) los hombres comienzan a tomar conciencia de tales –de sus diferencias, de su «dignidad»– precisamente en tanto que dominadores de los animales; conciencia que sólo podrá surgir, en cuanto conciencia verdadera, por su dominación efectiva. En El animal divino figura esta observación:

«Descartes podría creer, encerrado en una estancia bien protegida y calentada con una buena estufa que permitía mantener viva su duda metódica, que el oso que viniera a amenazarle a través de las rejas de las ventanas fuese sólo una proyección antropomórfica suya; pero si, eliminando las rejas, viera al oso amenazándolo y rodeándolo, ¿cómo podría seguir viendo estas peligrosas maniobras de rodeo (la 'conducta de rodeo' es un criterio clásico de los etólogos para probar la inteligencia de los animales) como 'proyecciones mentales' suyas si quisiera conservar su vida y su metódica duda? Acorralado, lo más probable es que el mismo Descartes reaccionase de modo similar a como reacciona el cazador acorralado de la película El oso arrodillándose ante Youk, el oso tremendo, rogándole, pidiéndole perdón e incluso consiguiéndolo.» (págs. 409-410 de la segunda edición.)

La numinosidad no aparece en la perspectiva en la cual el zoólogo o el etólogo se sitúa, como Descartes ante la estufa, en tercera persona: como «dominador» de los animales, y desde luego protegido ante ellos. Aparece en el momento en que el etólogo se sitúa en primera persona ante el animal que tiene ahí delante («ahí fuera») aproximándose a él en posición sólo potencialmente dominante, y acaso en posición actualmente dominada.

La conciencia dominadora de los hombres, adquirida precisamente en la lucha con los animales de la etapa primaria, será la que se desarrolla en la etapa secundaria (que coexiste con la conciencia de sumisión a los númenes imaginarios derivados de la metábasis por expansión), y subsistirá también en la etapa terciaria. En esta, sobre todo en el cristianismo, las personas suprahumanas podrán ya descender a los hombres para elevarlos a su rango mediante la unión hipostática.

Y en una última fase, la propia Etología podrá interpretarse como resultado del proceso de metábasis por inversión, que facilita al hombre el verdadero control de los animales, expresada en la posibilidad de percibirlos «en tercera persona». Sin embargo los animales mantendrán una dimensión «personal» que no se agota en las categorías etológicas de la tercera persona. Y el hecho de no quedar agotado el animal por las categorías etológicas explica la inclinación (errónea, a nuestro juicio) hacia la consideración de los animales como personas humanas (por ejemplo en la Declaración Universal de los Derechos de los Animales).

(3) El debate en torno a la «encarnación» del Logos en el cuerpo viviente de un animal linneano

1. La cuestión es esta: supuesta la Idea de un eje angular, como «Idea lógica» obtenida en la construcción lógica del espacio antropológico mediante un cruce de dos dicotomías y la cancelación, como clase vacía, de una de las cuatro clases resultantes del cruce, ¿de dónde procede la numinosidad de algunas determinaciones contenidas en los animales asignados a ese eje?

El gran interés que encierra este planteamiento reside en lo siguiente: la identificación de la numinosidad animal como contenido picnológico de un eje angular abstracto o «Logos» (por sí mismo no numinoso) es un proceso paralelo al que la Teología dogmática cristiana analizó como identificación (o «encarnación», mediante la unión hipostática) entre la naturaleza humana (animal, corpórea) del Hijo de María y el Logos divino (la Segunda Persona de la Santísima Trinidad), es decir, el dogma teológico del Verbo Encarnado.

2. La cuestión, así planteada, sigue girando en torno al dialelo antropológico, pero se mantiene antes en un plano gnoseológico que ontológico (a diferencia de la cuestión de la inversión antropológica, que se desenvuelve antes en el plano ontológico que en el plano gnoseológico).

La cuestión (3) se suscita, en efecto, a partir de la «Idea lógica» (es decir, de una Idea construida lógicamente) del eje angular de un espacio antropológico, un eje que, por sí mismo –en cuanto línea a la que adscribir entidades personales no humanas– carece, en principio, de toda «coloración» numinosa o religiosa, pero que sin embargo adquiere esa coloración numinosa en el momento en el que incorporamos a él determinados animales considerados como entidades no humanas pero personiformes y numinosas.

Así presentadas las cosas la pregunta es ineludible: el eje angular, en cuanto eje del espacio antropológico, considerado como imprescindible para una concepción materialista de la religión, ¿ha de tenerse como previamente dado a las «experiencias positivas» (concretas) con animales personiformes numinosos (hasta tal punto que estas especificaciones positivas sólo pudieran alcanzar un significado religioso más allá del que pudieran tener como simples vivencias emic, fenomenológicas o psicológicas, al ser insertadas en el «eje angular» del espacio antropológico, es decir, al ser contempladas a su luz) o bien ha de entenderse que el eje angular, en cuanto a su significación para la filosofía de la religión, precisamente se origina en esas experiencias positivas de la numinosidad animal? (Para conocer a los númenes –al «Dios real y verdadero», ¿debo comenzar por la Lógica de los preambula fidei, por el Dios de los filósofos, o bien tengo que reconocer que «sólo puedo conocer a Dios a través de Jesucristo»?).

3. Cabría decir que Alfonso Tresguerres (en cuanto supone, con El animal divino, que la religión comienza en la relación con los númenes animales) ha seguido una vía paralela a la «vía pascaliana», en la interpretación práctica de las relaciones del eje angular con la numinosidad: «El espacio antropológico no es tridimensional por sí mismo, sino que comienza a serlo al tiempo que el hombre comienza a ser un animal religioso» (El Catoblepas, nº 37:14) [supuesta la tesis de que la condición de animal religioso la adquiere el animal humano en su enfrentamiento con los númenes animales].

Ahora bien, esta interpretación de Tresguerres concuerda, desde luego, con la tesis de El animal divino cuando se considera desde la perspectiva ontológica del dialelo, es decir, desde la inversión teológica (que está presente en la segunda parte de El animal divino). Pero, ¿puede decirse lo mismo cuando se considera desde la perspectiva gnoseológica del dialelo (presente sobre todo en la primera parte del libro), es decir, desde la perspectiva de la «encarnación» que estamos asumiendo ahora?

Desde esta perspectiva gnoseológica, ¿no quedan favorecidas las interpretaciones no pascalianas, es decir, acaso la del deísmo de Voltaire o la de los preambula fidei de Santo Tomás?

Dicho de otro modo: ¿hubiéramos podido llegar a la concepción de la numinosidad de ciertos animales linneanos si no hubiera sido porque previamente habíamos considerado (unos, al menos, como hipótesis; otros como creencias firmes) la realidad de entidades personales o personiformes no humanas, pero que tampoco eran animales linneanos, pero sí animales de los que venimos llamando no linneanos (tales como demonios, dioses epicúreos o arcángeles, incluso Personas divinas encarnadas)? Pues damos por supuesto que el Dios de las religiones monoteístas, el Dios de Aristóteles, no es un numen, no es una figura de la religión positiva, sino una construcción de la Teología natural.

La filosofía de la religión, en cuanto filosofía en sentido estricto (un «género plotiniano» con especies muy diversas pero procedentes todas del mismo «tronco helénico») supone, en efecto, la cristalización de una actitud filosófica (en los presocráticos, y sobre todo en la Academia platónica) que comienza precisamente por la trituración del zoomorfismo de la religión demótica griega (los bueyes de Jenófanes) y del antropomorfismo (los dioses olímpicos, o los dioses de los etíopes, o de los tracios, también de Jenófanes) de las religiones secundarias. El animal divino sugiere ya la interpretación global de la asebeia o impiedad atribuida a los filósofos griegos no tanto, salvo excepciones, como si ella estuviese referida a la crítica a la religión terciaria, crítica en el sentido del ateísmo, sino como crítica a las religiones secundarias, a su zoomorfismo y a su antropomorfismo.

Cabe concluir de aquí que la filosofía de la religión (por ejemplo, como doctrina de la «religión natural», desde Posidonio hasta Bodino, desde Voltaire hasta Rousseau o Kant) habría de desplegarse al margen de la consideración de los animales, es decir, de la esfera de las religiones primarias (despliegue reforzado por la consideración de los animales linneanos no humanos como irracionales y, en el límite, como autómatas). Esto no quiere decir que los viajeros, los cronistas de Indias (Fernández de Oviedo, Motolinia, &c.), los etnólogos, los antropólogos o los filólogos (Ferguson, Lubbock, Murray, Tarde, Wilamowitz, Reinach, &c.) no hubieran reparado en la «abundante fauna» presente en las religiones de los hombres primitivos o de los paganos; pero sí quiere decir que sus constataciones no constituían propiamente una filosofía materialista de la religión. Más bien, en algunos casos muy raros, una mera constatación científico positiva (etnográfica, filológica), o bien, en la mayoría de los casos, una constatación llevada a cabo desde una filosofía espiritualista de la religión, vinculada con la Teología de las religiones terciarias o con el deísmo (Motolinia constataba las figuras animales «espantables» de los indios, pero las interpretaba como efectos de una inspiración diabólica; la interpretación de la zoolatría como «superstición» propia de salvajes o de hombres primitivos que «todavía no han logrado elevarse a una idea de Dios más racional» es habitual entre los antropólogos o filólogos ilustrados, como Robertson Smith, Lubbock o Murray). Pero las distinciones entre filosofía materialista de la religión y filosofía espiritualista de la religión, vinculada con frecuencia a la ciencia positiva (etnológica o filológica) resultaban demasiado sutiles para las entendederas de tantos críticos que recibieron muy amablemente la publicación de El animal divino como una simple reexposición, en algunos casos como un plagio, de las antiguas teorías del zoolatrismo o del totemismo (a pesar de que la cuestión está ya planteada en el libro, pág. 182 y siguientes).

La «coloración numinosa» del eje angular, considerada filosóficamente, habría comenzado a partir del «trato» con los númenes personales (démones, dioses olímpicos, dioses epicúreos, &c.), que eran sin duda animales, pero animales no linneanos, muchas veces inmortales. Fue cuando los etólogos comenzaron a describir la condición no sólo «inteligente», sino «raciomorfa», incluso racional, de muchos animales de nuestro presente y, por tanto, de su parentesco estructural (y no sólo un presente genético, con los ancestros dados in illo tempore que descubrió el darwinismo) con los hombres vivientes (en el presente o en el pretérito) cuando se hizo posible reaplicar, por parte de quien ya no «practicaba» las religiones primitivas, los contenidos numinosos conservados en los animales no linneanos (mitológicos) a los animales linneanos del Paleolítico: así es como apareció la filosofía materialista de la religión.

Pues si en efecto, y en el presente filosófico, la religión primaria había quedado abolida, ¿de qué lugar del eje angular o lógico podría tomarla la filosofía sino del lugar en el que se asentaban los númenes animales no linneanos? Desde este punto de vista habría que afirmar que si los animales linneanos del Paleolítico pueden ser vistos hoy como númenes es a partir de los animales no linneanos percibidos posteriormente y aún en el presente como numinosos. Lo que corrobora el reconocimiento de que el eje angular ha de estar dado previamente a lo que llamamos «proceso de su encarnación».

Pero tampoco este reconocimiento (interpretado a la luz de la filosofía materialista) implica establecer una oposición irreversible a la «vía pascaliana» de la que acabamos de hablar. En efecto, el proceso de la encarnación sólo a medias (es decir, «empezando el Credo por Poncio Pilatos») podría entenderse como el proceso extrínseco reducible a mera proyección de los númenes secundarios (incorporados también a las religiones terciarias) a los animales linneanos del Paleolítico; puesto que si los númenes secundarios y terciarios se suponían a su vez derivados de los animales numinosos primarios, la «vía no pascaliana» de la encarnación podría comenzar a aparecer como un «segmento semicircular» de la vía pascaliana que avanzaba por el semicírculo de sentido opuesto.

Todo lo cual equivale a decir que si no hubiera sido por las «experiencias de lo sagrado» recogidas por la filosofía en las religiones positivas secundarias y terciarias, no podríamos haber recuperado la numinosidad de los animales primarios (y por tanto, que sería absurdo tratar de imaginar su aparición construyendo un escenario en tercera persona en el que unos supuestos hombres primitivos se encuentran con unos animales puramente zoológicos o etológicos, en todo caso no numinosos). Porque una tal numinosidad, en la «época de la filosofía», solamente podría conservarse en las religiones positivas (secundarias y terciarias), por ejemplo, en la forma de animales divinos presentes aún en las religiones: Leviatán, el Becerro de oro, los Angeles alados, incluso los mismos númenes antropomorfos (para citar los más corrientes: Cibeles como «señora de los animales», Orfeo como «amansador de las fieras», Dios como Dragón que se le aparece a Lutero, Satán en la figura del macho cabrío).

Y precisamente la presencia o supervivencia de los contenidos numinosos primarios en las religiones secundarias y terciarias, justificaría que un «ciudadano ilustrado» pudiera, sin embargo, reconocer la numinosidad de muchas ceremonias religiosas secundarias y terciarias, precisamente porque la «caída» de la religiosidad primaria no consistió tanto en una aniquilación cuanto en una transformación, a la manera (para seguir con el ejemplo anteriormente utilizado) como la «caída» de los dinosaurios no fue una aniquilación, cuanto, a la vez, una transformación en otros animales de presente, como palomas o urracas. Y si hoy podemos «ver y sentir» a los dinosaurios en la figura de una paloma o de una urraca que salta y emprende el vuelo, también podemos «ver y sentir» a los númenes paleolíticos linneanos en los animales no linneanos de las religiones positivas secundarias y terciarias del presente.

Las religiones primarias se conservan en las secundarias y aún en las terciarias; pero no solamente en los «esqueletos de sus emblemas zoomórficos», sino en su «capacidad numinosa» que aún conservan esos esqueletos, una capacidad de aterrorizar a los hombres del temple de Gonzalo Fernández de Oviedo o de Fray Toribio de Benavente, Motolinia: «Tenían asimismo [los indios de la Nueva España] unas casas o templos del demonio, redondos, unos grandes y otros menores, según eran los pueblos, la boca, hecha como de infierno, y en ella pintada la boca de una temerosa sierpe [Quetzalcoatl] con terribles colmillos y dientes y en algunos de estos los colmillos eran de bulto, que verlo y entrar dentro ponía gran temor y grima; en especial, el infierno que estaba en México, que parecía trasladado del verdadero infierno.» (cita tomada de El animal divino, segunda edición, pág. 259.)

Recíprocamente, será a través de estas «figuras espantables» de las religiones secundarias (pero que siguen actuando en las religiones terciarias positivas: desde el Becerro de Oro hasta los «seres extraños» de Ezequiel, denominación que el Apocalipsis sustituye –y me remito a la ponencia de José Luis Marín Moreno– por la de «seres animados» o animales) como podrá revivirse la percepción de los animales numinosos de las religiones primarias, pero no al revés («elevándose», a partir de las figuras animales del presente etológico, retrotraídas al Paleolítico inferior, a la numinosidad animal). Más aún: será gracias a las figuras espantables secundarias o terciarias como podremos «perforar» la visión neutra, religiosamente hablando, de los animales, que nos ofrece la «Etología del presente en tercera persona»; es decir, podremos corroborar la tesis gnoseológica según la cual las ciencias positivas, y la Etología entre ellas, no «agotan su campo de investigación», puesto que el análisis de este campo han de llevarlo a efecto a través de los contextos determinantes que en el campo hayan podido ser establecidos. En modo alguno, la «ciencia etológica del presente» puede tomarse como criterio de la «realidad de los animales en sí mismos considerados».

La ciencia etológica «no dice la última palabra» sobre la realidad de los animales, como tampoco la ciencia bioquímica («todo es Química») dice la última palabra sobre la realidad de los organismos vivientes. Según esto, la filosofía materialista de la religión, apoyándose en las religiones secundarias y terciarias, recorre una visión crítica de la propia ciencia teológica del presente, paralela a la crítica que tradicionalmente asumía la teología dogmática (apoyada en las religiones positivas) respecto de las ciencias positivas interferidas. Paralelismo que no expresa una identidad material de fondo, sino que sólo dice proporcionalidad (por tanto, que subraya las diferencias de las cosas que son, simpliciter diversae y solo secundum quid análogas): mientras que la teología dogmática ejercía su crítica a los saberes científicos interferidos ofreciendo «saberes positivos» que los desbordaban (por ejemplo, la Teología de la Transustanciación ofrecía el «saber positivo» de que en el pan y el vino consagrados –que la ciencia y las técnicas de panaderos o de vinateros reducían a términos ordinarios, «prosaicos»– está también presente, y con presencia real, el cuerpo de Cristo) la filosofía materialista de la religión ejerce su crítica a los saberes científicos y etológicos del presente, no precisamente ofreciendo «otros saberes positivos sobreañadidos», sino el «saber negativo» de que la «Etología del presente» no agota su campo y que, por tanto, los animales, además de ser contenidos del campo categorial etológico, son también contenidos de un mundo que desborda ese campo categorial, un mundo que a su vez es desbordado por la Materia ontológico general.

(4) El debate en torno a la verdad de las religiones

1. El reconocimiento de la «verdad de la religión», como condición necesaria aunque no suficiente, de una filosofía de la religión (sobre todo, de una filosofía materialista que no quisiera recaer en la fisiología –Spurzheim, Mariano Cubí–, en la psicología –Janet, William James–, en la sociología –Durkheim, Marx, Godelier–) fue llevado a cabo en El animal divino utilizando (ejercitando, más que representando) una idea de verdad que pretendía ser muy clara, aunque sólo lo fuera en un sentido negativo; por lo que, al mismo tiempo, resultaba ser indistinta o confusa. En efecto:

Ante todo, la verdad de la religión se entendió como un atributo de las religiones que debía satisfacer el requerimiento de diversidad (de no univocidad) debido para tener en cuenta la variedad misma de las religiones positivas y, en ocasiones, por no decir siempre, su incompatibilidad mutua. La verdad de unas religiones no tendría por qué tener el mismo sentido, al menos etic, en unas y en otras.

La verdad (sobre todo cuando se pretendía predicada de las religiones de tipo primario, y también de las religiones secundarias y de las terciarias) había que sobreentenderla, desde luego, como una idea análoga y no unívoca («la verdad se dice de muchas maneras»). Y análoga de atribución, si se pretendía mantener la unidad interna, sinalógica, entre las diferentes etapas de la religión, si no se quería reducir al reconocimiento de un mero paralelismo o proporcionalidad entre los diferentes tipos de verdad.

Esto llevaba a determinar, ante todo, en qué tipo, etapa o clase de religiones habría que poner el primer analogado de la verdad. Las filosofías espiritualistas de la religión se inclinaban a tomar, como primer analogado de las religiones, a algún modelo de religiones terciarias, considerando a las primarias y secundarias como religiones aún en evolución, erróneas o falsas: así Lubbock o Robertson Smith; y también Wilhelm Schmidt, defendiendo la verdad de las religiones primitivas en el supuesto de que ellas habrían ya desarrollado la misma Idea de Dios que Santo Tomás alcanzó mediante sus cinco vías; sólo que las religiones primitivas de Schmidt y su escuela no eran otra cosa sino construcciones etnológicas «con asterisco».

El animal divino se orientó, en el momento de determinar el lugar del «primer analogado» de la verdad religiosa, hacia las religiones primarias, hacia las religiones de los animales numinosos. La verdad de estas religiones primarias debería comunicarse, por atribución, a las religiones secundarias y terciarias, lo que implicaría modulaciones diversas de la propia idea de verdad. Hay que agradecer a David Alvargonzález el que haya movilizado diversos modelos de verdad que no habían sido aún delimitados en El animal divino pero sí publicados en el libro Televisión: apariencia y verdad, que apareció cuatro años después de la segunda edición de aquel; asimismo hay que agradecerle que «movilizase» una distinción que figuraba en La metafísica presocrática, la distinción entre perspectivas metalépticas y analépticas, advirtiendo las implicaciones que esta distinción encerraba en orden al análisis de la verdad de las religiones.

2. La verdad primer analogado que ofrece El animal divino tiene una claridad que es, como hemos dicho, propiamente negativa: los animales numinosos son verdaderos (reales) en el sentido principal de que ellos no son alucinaciones o ilusiones subjetivas. Pero la claridad negativa de este sentido de la verdad sigue siendo indeterminado. Por de pronto puede interpretarse como una verdad de carácter histórico, analéptico, como pudiera serlo la verdad de otras instituciones culturales, tales como la magia, «instituciones culturales que no podrían ser despachadas, sin más, como simples alucinaciones psicológicas o farmacológicas» (pág. 233 de las Actas). Es también una verdad emic, reconoce Alvargonzález: «los grupos humanos del Paleolítico saben que los animales reales no son alucinaciones y se representan algunos de ellos como númenes personales» (pág. 234), aunque añadiendo en un paréntesis el siguiente comentario: «que tienen capacidad verbal, que son portadores de valores morales y de rasgos de personalidad humanos, &c.». Comentario que, por lo demás, ya no tiene nada que ver con las tesis de El animal divino, que reconocía una conducta lingüística pero no verbal a los animales, a quienes tampoco atribuía valores morales (normativos), ni menos aún rasgos de personalidad antrópica: los rasgos personiformes que se atribuían a los animales implicaban la tesis previa de la posibilidad de personas anantrópicas. Además, El animal divino, como dijimos arriba, no solamente reconocía un sentido emic a la verdad primaria, sino un sentido etic. En efecto, además de esta modulación emic de la verdadera religión primaria requería la modulación etic que, en este caso, se ofrece como involucrada en la modulación emic en virtud de un peculiar argumento ontológico ya consabido; lo que ha sido visto con claridad por Joaquín Robles:

«Lo que a mi me parece es que ni los númenes infinitos ni los númenes equívocos (teriántropos) existen, por lo que el argumento de Bueno es idéntico en los dos casos y sus consecuencias también: si no existe no puede ser numen. David dice todo lo contrario. Esto es clarísimo. Que el argumento esté pensado, en este contexto, para demostrar que la religión terciaria no es originaria ni verdadera no quiere decir que carezca de validez para aplicarse a la verdadera religión primaria originaria. Porque ambas cosas están conectadas: la falsedad de la idea de un dios terciario infinito no está demostrada aquí por Bueno mediante argumentaciones sobre las contradicciones internas de las partes formales de la Idea misma (perspectiva teológica) sino por relación a la necesidad de contar con un fulcro de verdad realmente existente y no imaginario (ni tampoco infinito) que permita hablar de verdadera religión (perspectiva de la antropología filosófica materialista).» (Robles, El Catoblepas, nº 41:13.)

Su interpretación lleva a Alvargonzález a afirmar, con indudable anacronismo, que «los númenes paleolíticos tienen componente ineludibles de falsa conciencia», es decir, componentes míticos, confusiones y oscuridades cuando se evalúan desde el presente (como si el presente del que se habla no fuese precisamente el «presente desde el cual reconstruimos el pretérito» y no el presente que nos pone ante animales desacralizados); afirmaciones ambiguas que en parte están reconocidas en El animal divino, pero no en su parte principal, a saber, la que tiene que ver con la negación de la verdad etic de los númenes reales o de las animales realmente numinosos. El reconocimiento de la verdad analéptica o de la verdad emic de la religión no es suficiente para mantener la estructura de una filosofía de la religión que no sea meramente psicológica, sociológica o histórico-analéptica.

En efecto (y para referirme ante todo a la verdad histórico-analéptica), si la religión primaria tuviese sólo una verdad emic, las religiones secundarias sólo alcanzarían su verdad atributiva como negación de una supuesta falsa conciencia primaria, aunque a costa de introducir otros contenidos mitológicos de «falsa conciencia» (los númenes mitológicos secundarios); por lo que la verdad de las religiones terciarias habría que cifrarla a su vez en la negación de los númenes mitológicos secundarios. De este modo, la tarea de la filosofía materialista de la religión habría que ponerla en la misma tarea de demolición de los númenes animales en general, en tanto que fueran entendidos como construcciones culturales prescindibles, y en modo alguno involucradas trascendentalmente con la historia del hombre. La filosofía materialista de la religión no sería otra cosa sino la misma declaración universal de ateísmo incualificado en sí mismo o, a lo sumo, cualificado extrínsecamente, según el tipo de númenes o de divinidades que estuviese dispuesta a negar. Un ateísmo que podría considerar como «cantidad despreciable», o como simple episodio ocurrido en las fases pretéritas de la evolución de la humanidad, a las instituciones religiosas, a la manera como podrían considerarse cantidades despreciables a los tatuajes o a las cerbatanas.

Pero si cabe hablar de filosofía de la religión es porque su involucración con el despliegue del hombre en el universo, y en el mismo hombre del presente, tiene mucha mayor profundidad de la que corresponde a una simple «cantidad despreciable». Y esta profundidad sólo puede ser reconocida, en el materialismo, si se admite la realidad pretérita, pero también presente, de entidades personales o personiformes no humanas que pueden rodear a los hombres en el universo, ya sea en forma de animales linneanos reales, ya sea en la forma de animales no linneanos posibles. Sólo si se admite la realidad de entidades personales o personiformes que rodean al hombre y que impiden a este concluir (con los cartesianos radicales) que «el hombre está sólo en el Universo» (precisamente la situación que aterraba a Pascal: «me aterran los cielos despoblados por completo de espíritus») la religión deja de ser una cantidad despreciable y comienza a constituir una «dimensión trascendental» de la humanidad, materia de la reflexión filosófica, y no propiamente de la reflexión científica, psicológica, fisiológica o sociológica. No debe confundirse la posición del materialismo filosófico rechazando sin concesiones la posibilidad misma de un Dios monoteísta con la posición del materialismo filosófico admitiendo la posibilidad de entidades finitas personales no humanas. En esta confusión se movían continuamente las posiciones de Gonzalo Puente Ojea, cuando atribuía al materialismo filosófico la condición de una ontoteología.

3. La verdad de las religiones puede asumir, sin duda, diversas modulaciones, que no son necesariamente disyuntas o incompatibles entre sí. La verdad emic de los númenes animales no es incompatible con su verdad etic, ni ésta con su verdad histórico analéptica, ni ésta con su verdad pragmática, y ni siquiera con su verdad soteriológica (un animal numinoso pudo salvar realmente –no alucinatoriamente– a unos hombres del ataque de otros animales que ponían en peligro sus vidas).

Pero acaso la modulación de la verdad más ajustada a las religiones primarias, en cuanto verdaderas en sentido de primer analogado, sea la de la verdad como identidad sintética (una identidad sintética entre la personalidad numinosa del animal y su naturaleza animal-etológica, paralela a la identidad sintética envuelta en la unión hipostática de la Persona divina de Cristo y su naturaleza humana; identidad que Nestorio impugnó en nombre de una doctrina de la composición de dos personas o naturalezas, la humana y la divina).

Una identidad sintética no cerrada categorialmente (la filosofía de la religión no es una ciencia), pero sí capaz de desempeñar el papel de una verdad primer analogado de la verdad de los diversos tipos de religión. La identidad que pudiera establecerse, y reestablecerse una y otra vez, entre los animales linneanos del Paleolítico o del presente, y el predicado de su numinosidad, como predicado real.

El fundamento de esta identidad real habrá que ponerlo en el hecho de que es el animal numinoso, como tal, aquello que existe –coexiste– enfrentado a los hombres (a los que «mide», acecha, estudia y reduce a la condición de objetivo fundamental de su conducta); a los hombres que los resisten y aprecian su numinosidad, no sólo a título de sentimiento o pasión subjetiva (producida por él en el ánimo de los hombres) sino a título de acción del propio animal real y de reacción sui generis (de humillación-enfrentamiento) de los hombres. Un animal que, en esa su coexistencia con unos hombres capaces de percibirlo como terrible, de adularlo humillándose ante él, ejercita su realidad de dominador; incluso de fascinador efectivo de unos hombres a los que él mismo puede reconocer, por vía de ejercicio, como «presas». De este modo éstos animales dejarán de ser «númenes ilusorios» ante los animales humanos. No serán animales percibidos en tercera persona (etológicamente) que reciben de los hombres predicados «personales» emanados de los propios hombres, y compuestos con los rasgos animales percibidos en tercera persona, o proyectados sobre ellos. Serán los propios animales quienes proyectan sobre los hombres esos predicados característicos de una personalidad movida por fines que envuelve a los mismos hombres que tratan de resistirla «en primera persona». Es en esta relación real práctica en la que los animales pueden comenzar también a ser númenes reales.

En esta situación los animales pueden desempeñar, efectivamente, el papel (sin necesidad de representárselo, basta con que lo ejerciten) de verdaderos Genios malignos (eventualmente de genios benéficos) ante los hombres que los perciben como tales y actúan en consecuencia. Desde este punto de vista el «horizonte numinoso» del hombre deja de ser un espejismo subjetivo emic (inmanente) para convertirse en un horizonte objetivo (trascendente). Un horizonte numinoso que aparece originariamente ante los hombres que viven y exploran bajo las cúpulas de las cavernas, pero también, posteriormente, ante los hombres que viven bajo la cúpula celeste y la exploran con sus radiotelescopios.

Aquello que los hombres pueden captar en los animales que les aparecen extraños (exteriores a su «concavidad», con extrañeza fascinante o terrible que de ninguna manera podemos reducir a la condición de una impresión subjetiva emic), es precisamente su presencia alotética como «voluntad» envolvente. La voluntad de atraparles, de devorarles, como si fueran personas, pero enteramente distintas de ellos. Una voluntad necesariamente exterior, asignada a animal (Descartes, como hemos dicho, no podría reducir a la condición de un «contenido de su cogito» al oso real que se le hubiera aparecido en actitud amenazante): esa voluntad en pleno ejercicio es la fuente de su numinosidad. Que obviamente, aunque sólo pueda conformarse cuando es percibida desde una «concavidad» humana en proceso de cristalización en un eje circular, precisamente no pertenece a ese eje circular, sino al animal que se hace presente ante él. La numinosidad percibida en el animal implica esa concavidad del «nosotros». Pero no serán los «contenidos cóncavos personales» los que se proyectan o se componen con ciertos animales exteriores, sino que precisamente los contenidos no humanos personiformes percibidos, desde la semejanza genérica de fondo, situación que precisamente estaría representada en las figuras teriantrópicas. Un teriántropo no tiene por qué interpretarse como un hombre originario, percibido junto con la figura de un animal, porque también puede interpretarse como una figura animal percibida como participante ella misma de los rasgos personales comunes con los hombres.

Serían entonces estas figuras teriantrópicas las que corroborarían –en lugar de dificultarla– la tesis de la verdad objetiva del núcleo angular (siempre dado en función del eje circular). Cuando la relación objetiva de dependencia o de dominio cese, la numinosidad se eclipsará o desaparecerá, como va desapareciendo el color rojo de una manzana a medida que se amortigua la luz que la ilumina; sin olvidar que la luz puede reaparecer.

4. No cabría hablar por tanto, desde la concepción materialista de las religiones primarias, de «contenidos de falsa conciencia», tal como se detallan en la tabla 3 (pág. 239 de las Actas). No sería falsa conciencia, por ejemplo, salvo petición de principio, «suponer en ciertos animales reales características de personalidad e inteligencia»: salvo que se niegue a priori que estos animales puedan tener tales caracteres de personalidad o de inteligencia (para hablar de ideas de personas anantrópicas y no sólo de ideas de personas antrópicas, según la terminología utilizada en El sentido de la vida, 1996, lectura tercera, pág. 150-151).

Si partiéramos de que los tienen, o pueden tenerlos, la percepción de estos caracteres sería ya condición de conciencia verdadera y no falsa. La cláusula «capacidad de entender el lenguaje específicamente humano», no es necesaria; ni siquiera unos hombres entienden los lenguajes específicos humanos de otros hombres –los franceses no entienden el chino, ni los chinos entienden el francés– y tampoco cualquier persona tiene capacidad para entender a cualquier otra persona: los diablos no entienden los secreta cordis de los hombres.

5. La verdad de las religiones secundarias y terciarias ya no tendría que ajustarse a la modulación de la identidad sintética, pues las religiones de estos tipos recibirán la verdad por atribución o derivación de la verdad primaria, y esto de diversos modos:

La verdad de las religiones secundarias podría entenderse como una verdad aparente, pero con fundamento in re, como verdad «fundamental»: los númenes imaginarios de las religiones egipcias, chinas, aztecas, &c., no serían meras «creaciones mitopoiéticas» segregadas por la fantasía humana, o morfologías alucinatorias producidas por drogas; sino que estarán inspiradas en animales primarios reales, «experimentados» retrospectivamente por los «creyentes secundarios». La verdad de las religiones secundarias no habrá que cifrarla, según esto, en aquello que éstas «niegan» a las primarias (la realidad de los animales numinosos) sino en aquello que conservan de las primarias: las «figuras espantables» o «misteriosas» de ciertos animales.

En cuanto a la verdad de las religiones terciarias puras (no ya la verdad de las religiones terciarias positivas, mezcla de terciarias y secundarias) puede cifrarse en la misma negatividad de los númenes imaginarios derivados de los «delirios secundarios». Pero la negación deísta o teísta (desde Aristóteles a Voltaire) de la superstición secundaria no es una negación incualificada; es una negación cualificada, y cualificada por los propios númenes imaginarios de las religiones secundarias que se niegan. Negación cualificada que no implica, por sí misma, ni la negación de las realidades de los númenes primarios linneanos, ni la negación de la posibilidad de existencia de númenes no linneanos. La contribución, en el Congreso de Murcia, de José Luis Marín Moreno, «Lectura materialista del libro de Ezequiel», avanzaba con paso firme en esta dirección.

Por último, en cuanto «verdad» implícita en la verdad negativa de las religiones terciarias, cabría citar a la verdad de la propia Etología, en tanto ella, según hemos dicho, no agota su campo, y precisamente porque la perspectiva del etólogo se mantiene antes en tercera persona «especulativa» que en primera persona práctica. El etólogo, en cuanto tal, trabaja con animales enjaulados, o bien los observa «en el presente», desde su propia «jaula» (que le confiere la distancia y seguridad necesaria para poder experimentar las conductas de los animales en tercera persona, es decir, con posibilidad de segregar intencional y realmente del escenario a su propia subjetividad práctica operatoria). No se involucra prácticamente en un «juego» con ellos, juego en el que, con peligro de su vida y de su ciencia, podría volver a percibir en primera persona la numinosidad del animal que tiene enfrente.

(5) El debate en torno a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado

Como quiera que en el Congreso de Murcia no se trataron, salvo de pasada, las cuestiones que giran en torno a la koinonia de los númenes (dados en el eje angular) con contenidos de otros ejes del espacio antropológico (con los fetiches del eje radial, y con los santos del eje angular), me limitaré aquí, a efectos sistemáticos, a dejar insinuada tan abundante tarea, indicando solo algunas de las líneas que desde esta perspectiva se dibujan.

Ante todo, remitimos a la ponencia citada del congreso de León («Los valores de lo sagrado: númenes, fetiches y santos») para justificar la utilización del término «sagrado» con un alcance que desbordando los estrictos valores o contenidos religiosos centrados en torno a los númenes, se hace capaz de cubrir a los fetiches y a los santos.

La koinonia entre estos valores de lo sagrado, como hemos dicho, tiene un momento analógico (de proporcionalidad) implícito en la oposición fundamental entre lo sagrado y lo profano. Pero lo profano no es solo «lo que no tiene que ver con el numen», sino también «lo que no tiene que ver con los fetiches o con los santos».

Cuestión central es la de la independencia o correlatividad entre lo sagrado y lo profano. En cualquier caso es totalmente discutible la tesis de la prioridad de lo sagrado, como si lo profano fuese precisamente, según su etimología (pro-fanum), lo que no es sagrado; también podría verse a lo sagrado como aquello que no es profano, aquello que rompe o desborda el «entramado inmanente» cerrado o cuasicerrado del Mundo y de la vida ordinaria, tecnológica, científica o prosaica (sin perjuicio de las asombrosas expectativas que su propia inmanencia pueda suscitar).

Pero la koinonia incluye también un momento de unidad sinalógica (armónica o polémica) ante los diferentes valores de lo sagrado. Es el momento de las «solidaridades» de los fetiches y de los santos frente a los númenes; o de las solidaridades de los númenes y los santos frente a los fetiches, &c. Por supuesto, también las solidaridades de los valores de lo sagrado con los valores económicos (por ejemplo, la solidaridad de los fetiches artísticos –pinturas, sobre todo– con los fondos de inversión económica) o con los valores éticos, en el sentido de Kant (la santidad como forma de la ley moral).

En la koinonia de los valores de lo sagrado reside la posibilidad de agrupar en una disciplina común (la que Ampère denominó «Sebasmatología») el análisis de los diversos valores de lo sagrado. Con respecto a semejante disciplina, la denominación «filosofía de la religión» podría considerarse como una sinécdoque.

Pero el problema de fondo que suscita esta supuesta disciplina «sebasmatológica» –sin duda antropológica (en cuanto capítulo de la Antropología filosófica)– tiene que ver con el alcance trascendental que pueda atribuirse no ya solo a los númenes, sino también a los fetiches y a los santos. Cuestiones que a su vez están vinculadas con la teoría de los cuatro géneros de religación que ya ha sido citada anteriormente.

Final

Sobre el desbordamiento
de la inmanencia del Espacio antropológico

El debate sobre la verdad de las religiones suscitado por el Congreso de Murcia, sólo de pasada ha tocado otro género de cuestiones de la mayor importancia filosófica; cuestiones que tienen que ver, de algún modo, con las relaciones que los valores religiosos (y en general, los valores de lo sagrado) pueden mantener, no ya con otros contenidos del espacio antropológico, sino con «contenidos» que desbordan este espacio, y que en el materialismo filosófico se acogen, de algún modo, a las ideas simbolizadas por E (Ego trascendental) y por M (Materia ontológico general).

La ponencia de Patricio Peñalver Gómez («Dialécticas nematológicas en torno al cuerpo de la religión»), sin duda podría considerarse orientada sutilmente a subrayar las limitaciones de la inmanencia del propio espacio antropológico como «envolvente» de númenes, fetiches o santos, así como las intervenciones de Pelayo Pérez a lo largo de los debates de El Catoblepas, rondan (explícitamente en el caso de Pelayo Pérez) estas cuestiones que, en este momento, sólo puedo mencionar, pero sin intención de entrar en ellas en absoluto. Baste citar este fragmento de Pelayo Pérez:

«Es decir, se requiere no sólo el regressus a los términos de la relación que estamos analizando, sino aún más, exige su misma trituración, el regreso hasta Mi y su límite, M, para volver, para 'progresar' y 're-construir' la estructura misma de Mi, y por tanto los géneros de materialidad desde los que ese 'presente histórico actual' está precisamente actuando. Así pues, implica el paso al límite desde los tres ejes del espacio antropológico a los tres géneros de materialidad y el regressus a la materia general, pues es la Materia Trascendental la que nos podrá dar cuenta del 'proceso', de la producción implicada y, por tanto, de la 'metábasis' que es lo que estamos tratando de justificar» (Pelayo Pérez, El Catoblepas, nº 40:13.)

Tan solo me permitiría insistir en una idea que ya ha sido expuesta en las páginas anteriores (y que seguramente está obrando en la ponencia de Patricio Peñalver): que la consideración de lo sagrado, en general, y de lo numinoso, en especial, no parece excluir, desde una perspectiva materialista, su capacidad de desbordamiento de la inmanencia mundana del espacio antropológico y, en particular, de las ciencias etológicas o antropológicas. Por mi parte añadiendo siempre que este desbordamiento se interprete antes en la línea de la crítica materialista a las pretensiones de «inmanencia cerrada autoexplicativa» de las técnicas y las ciencias mundanas, que en la línea de las expectativas de revelaciones procedentes de «realidades trascendentes».

 

El Catoblepas
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