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El Catoblepas, número 42, agosto 2005
  El Catoblepasnúmero 42 • agosto 2005 • página 16
Artículos

Los peligros de la anti-Ilustración.
A propósito de los nacionalismos

María Teresa González Cortés

Se analiza el poso irracional de todos aquellos movimientos nacionalistas que románticamente, bien en nombre de la Patria del Pueblo turco, del Pueblo vasco, catalán..., bien en nombre de la Patria de los Trabajadores, se dedicaron (y aún se dedican) a separar zoomórficamente a los seres humanos en grupos excluyentes e irreconciliables y siempre desde categorías desigualitaristas y antiilustradas

En las páginas finales del Bosquejo de un cuadro histórico del espíritu humano (1793), Condorcet no reparaba en prendas al alabar la marcha de la Revolución francesa y mucho menos dejaba de creer en la vocación cosmopolita del movimiento nacionalista francés. Tras echar una mirada al globo terráqueo veremos, decía absolutamente convencido Cordorcet, cómo «en Europa los principios de la constitución francesa son ya los de todos los hombres ilustrados. Los veremos demasiado difundidos, demasiado altamente profesados [..., y] al recorrer luego estas diversas naciones, veremos en cada una qué obstáculos particulares opone a esta revolución, o qué disposiciones la favorecen; distinguiremos las naciones en que la revolución debe ser suavemente dirigida por la sabiduría, tal vez tardía ya, de sus gobiernos, y aquéllas en que, tras alcanzar mayor violencia a causa de la resistencia de los gobiernos, la revolución tiene que arrastrarlos en movimientos terribles y rápidos». Pasado el tiempo, y casi cien años después, un ultra conservador como Barrès volvería a incidir en el mismo estilo chauvinista que Condorcet, y en las páginas finales de Los desarraigados (1897) escribía cómo Francia repartió y dio a los pueblos nada menos y nada más que las «franquicias de la humanidad».

Visto con un poco de perspectiva el alcance de estas declaraciones, observamos que el revolucionarismo francés no solo favoreció el ideal nacionalista de construir Una, Grande y Libre Patria. También contenía el proyecto redentorista de fundar un ius cosmopoliticum, esto es, un marco de normas comunes al género humano. Es por este y no por otro motivo por lo que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 quiso denominarse en su origen Declaración Europea de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Con aspiraciones «Urbi et Orbi» o, lo que es igual, desde la utopía nacionalista de fundar una misma comunidad de intereses políticos entre los pueblos, era lícito soñar con la idea de que los seres humanos de todos los países fuesen, algún día no lejano, ciudadanos emancipados de un mismo Estado. Y desde el deseo de sembrar por el mundo la simiente del nacionalismo revolucionario –ahí están las palabras de Condorcet–, los líderes de la Revolución francesa exigían propalar a los cuatro vientos no solo el principio de igualdad entre los Hombres sino, por extensión, el mandamiento patriótico de la igualdad entre los Pueblos. Y es que, en nombre de la modernidad, la Revolución francesa anheló ser, y desde el principio, un modelo patriótico para todas las naciones oprimidas. E igual que para el estoicismo el ideal moral no era otro que instituir en la humanidad una ley general, un derecho común o koinós nómos, para los revolucionarios franceses la búsqueda de un horizonte universal constituía una aspiración tan legítima como políticamente viable. De hecho, si no hubiera sido así, no sería ni siquiera hoy entendible la máxima robespierrista según la cual «todos los hombres de los distintos países son hermanos y deben ayudarse como ciudadanos de un mismo Estado».

1. Las Nuevas Patrias

Esa propensión por universalizar aspectos de la vida política constituyó una de las herencias que cedió la Revolución francesa a la posteridad. Tanto es así que, mientras el diplomático y viajero español Sinibaldo Mas y Sans patrocinó en La Iberia: Memoria sobre la conveniencia de la unión pacífica y legal de Portugal y España (1854) no solo la posibilidad, sino las ventajas de la alianza entre estos dos países, Pascual E. Mancini en su escrito La nacionalidad como fundamento del derecho del pueblo (1861) dejó perfectamente asentaba desde una relación de equivalencia que «la humanidad es la asociación de las patrias». Y no solo eso. También Julián Sanz del Río al hablar de El Ideal de la Humanidad para la Vida (1860) defendería más allá de cualquier federalismo político el momento, «la época de reunir en su suelo un solo pueblo y una familia humana». El síndrome «Urbi et Orbi» calaba de manera profunda en toda Europa.

Desde presupuestos diferentes pero no menos generalistas, Marx y Engels en La Ideología alemana (1845-1846) incidían en que la solución a los problemas de su tiempo residía en conseguir que el comunismo pudiera «llegar a cobrar realidad como existencia histórico-universal de los individuos». Y la vez que observaban cómo el carácter universal del comercio volvía obsoletas a las naciones, ellos reivindicaban la puesta en marcha de una supranación comunista. Y es que, a juicio de estos dos pensadores, tenía sentido el proyecto de ubicar la patria de todos los pueblos oprimidos en la matriz de un Estado mundial. Por supuesto, antes que Marx y Engels, Robert Owen también había reclamado la importancia de que todas las clases y todas las naciones acabaran unidas en abrazo fraternal, vinculadas y en suma asociadas. Y Wilhelm Weitling anheló, después de aconsejar la desaparición del concepto de nacionalidad, fundir la Humanidad en una federación de familias. ¿Entonces? Entonces, y como dijo Castelar, «el sueño de Alejandro, el sueño de César, el sueño de Carlo Magno, el sueño de Carlos V, el sueño de Napoleón se [les] ha metido en la mollera [...] y les ha inspirado una idea tan utópica y extraordinaria como la de mezclar todos los pueblos en solidaridad consustancial de intereses».{1}

Por la mano de la Revolución francesa, el internacionalismo aspiraba aires de inmensidad. Es más, por ese espíritu patriótico, rico en cosmopolitismo, era lícito ansiar trascender los caducos límites de las naciones. La nueva meta nacionalista no era otro que ser ciudadano del mundo. La prueba de ello es que los Estados Unidos de Europa ya habían sido sugeridos por Saint-Simon en su obra La reorganización de la sociedad europea (1814). La prueba de ello es que durante la fiesta bávara de Hambach de 1832, lo cuenta Bakunin, un tal doctor Wirth habló de la república federal de los Estados Unidos de Europa. Pero no fue el único. El filósofo español y fourierista Fernando Garrido apoyaba La República democrática federal universal (1855), mientras que otro pensador español Sanz del Río, en su obra arriba citada, también reclamaba la creación de un Estado-Europa. Y pese a que el pensador francés Renan comentaba la existencia de una Europa confederada, Engels ironizaba sobre el ideal de hermandad internacional de la Liga Pacifista Burguesa, tendente a organizar unos Estados Unidos de Europa. (Recuérdese que el fundador de la Liga Internacional para la Paz y la Libertad, Charles Lemonnier, publicaba un periódico bajo el título de Los Estados Unidos de Europa.) Años después, no solo von Mises, no solo Ortega y Gasset defenderían unos Estados Unidos de Europa, sino que el mismo Kautsky patrocinaría en su folleto titulado El Estado nacional, el Estado imperialista y la confederación de Estados (1915) la importancia de instituir los Estados Unidos de Europa. Así que durante décadas y décadas será habitual ver a políticos y a intelectuales buscar fuera y más allá de las fronteras nacionales los destinos de lo universal, igual que habían hecho antes los revolucionarios franceses.

¿Qué significaban estas declaraciones? Pues que el futuro del nacionalismo era el transnacionalismo. O dicho de otra forma, que el futuro del nacionalismo era el internacionalismo federalista. ¿No lo había reconocido el mismo Condorcet?, pues ¿cómo no iba Bernstein a abanderar cien años después el programa de que la socialdemocracia patrocinase la internacionalidad en la lucha económica? ¿Y cómo Bernstein iba a dejar de aspirar al mismo tiempo a «la federación libre de los pueblos sobre la base del derecho a la autodeterminación nacional en el marco de la solidaridad de la humanidad civilizada»?{2}

El proyecto revolucionario francés de fundar un ius cosmopoliticum, un marco de normas comunes al género humano, cobraba fuerza con el paso del tiempo. E igual que el célebre Babeuf fundó y lideró en su momento la Liga de los Iguales, otro tanto haría Weitling organizando en EE. UU. la Liga de la Emancipación. Y mientras la socióloga y feminista Flora Tristán instituyó La Unión Obrera, unos años después la Liga de los Justicieros se transformaba en la Liga de los Comunistas, siguiendo Marx y Engels el estilo «Flora Tristán». Y si Lasalle había fundado la Asociación Universal de Trabajadores Alemanes, los liberales ponían en pie la Liga de la Paz y de la Libertad, mientras que Bakunin y sus seguidores no serían menos y llegaban a organizar la Liga de los Hermanos Internacionales.

Y quien buscaba en nombre de la Humanidad establecer y fortalecer vínculos desde el principio de Igualdad Universal (Babeuf); quien demandaba en nombre de la Humanidad poner en marcha el principio de Justicia Universal (Weitling, Marx, Engels), de Reciprocidad Universal (Flora Tristán, Lasalle), de Paz Universal (Stuart Mill); quien invocaba la llegada de un Proletariado Universal sin Estados ni Leyes (Bakunin); quien abrazaba en definitiva cualquiera de estos ideales internacionalistas; no podía sino afanarse por reclamar una legalidad redentora y con vocación cosmopolita. La meta nacionalista radicaba en un mundo políticamente globalizado.

2. Los nuevos combates: las guerras nacionalistas

Antes de estallar los movimientos revolucionarios, lo habitual era ver cómo los pueblos no se mezclaban en las guerras de reyes y príncipes, pues éstos para sus campañas de guerra disponían de ejércitos profesionales. Sin embargo, la llegada de la revolución, en América del Norte, rompió esa frontera y las milicias pasaron a estar compuestas por el pueblo llano bajo el argumento progresista, avanzado y ultra moderno de que la guerra, por carecer de distinciones sociales, era un asunto que también incumbía a la gente de a pie. «Morir por la patria» fue, de este modo, una de las muchas consignas que se emplearon y repetidamente en el argot revolucionario. Y no solo eso. Tras militarizarse la población civil, ocurrió que con la llegada de la Revolución francesa la guerra fue cosa del pueblo, «de un pueblo de 30 millones, que se consideraban todos ciudadanos», afirmaba Karl von Clausewitz. Y añadía este militar prusiano: «con esa participación del pueblo en la guerra [...] los medios que se aplicaban, los esfuerzos que podían ser ofrecidos, ya no tenían un límite preciso; la energía con la que se podía librar la guerra misma ya no tenía contrapeso alguno, y en consecuencia el riesgo para el adversario era extremo». ¿Pero por qué era extremo? Porque, como observó Clausewitz, con la democratización de la guerra, ésta pudo liberarse de todas sus barreras convencionales. Y con la participación del pueblo en asuntos de Estado, tal y como había sucedido con la Revolución Francesa, la sombra de amenaza ante el peligro francés era, para los otros pueblos, más que una probabilidad.{3}

Pero además, puesto que la puesta en práctica de ciertas utopías siempre supone un coste muy alto para la población, el fenómeno del revolucionarismo francés hizo posible poner en un mismo saco, y en relación de intercambiabilidad, «guerra, emancipación y nacionalismo». Por eso, cuando Danton, el barón Cloots y otros muchos revolucionarios proponían que los pueblos se liberasen de los grilletes del despotismo, ellos animaban a que se rebelaran por medio de la guerra. Y cuando impulsaban el credo de que la humanidad debía en toda la faz de la Tierra luchar por su emancipación y oponerse a las leyes dinásticas de la monarquía, allí donde ésta se encontrase, justificaban el empleo de las armas y de la insurrección civil. Y si incitaban a países menos civilizados a plasmar en la práctica su utopía de construir una República Democrática Federal y Universal, entendían que la guerra civil era el sendero lícito para abrazar el proyecto nacionalista de independencia. Por cierto, ¿no había sucedido eso en la Revolución americana cuando los rebeldes colonos ingleses justificaron la bondad de su plan de autonomía política por caminos batalladores? Pues los revolucionarios franceses no iban a ser menos y también ellos quisieron levantar una Nación liberada a partir de las armas y desde el principio de insumisión.

La lógica revolucionaria, con las llamas de la violencia de la guerra, alentaba la lógica nacionalista, ¿o era al revés? En cualquier caso, enormes fueron, y desde el principio, las expectativas nacionalistas que provocó la Revolución francesa. Por eso, mucho antes de que el médico Leo Pinsker reivindicara en su escrito Autoemancipación (1882) una patria para los judíos oprimidos; mucho antes de que el filósofo Ernest Renan recogiera el derecho de las poblaciones a decidir su suerte nacional (prólogo a Discursos y conferencias, 1887); mucho antes de que los asistentes al Congreso Internacional Socialista de los Partidos Obreros y los Sindicatos (1-VIII-1896) resolviesen a favor del principio de autodeterminación de todas las naciones; mucho antes de que Otto Bauer amparara en La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia (1907) el derecho de los pueblos a elegir su autodeterminación; resulta que el sucesor de Toussaint de Louverture, Dessalines, proclamaba la independencia de Haití en 1804, Argentina declaraba su emancipación de España en el Congreso de Tucumán, celebrado en 1816. Chile lograba su independencia en 1818. Dos años más tarde lo haría Perú. Bolivia votaría su soberanía en 1825. Un año antes, México se convertía en República. En 1828, Uruguay conseguía su manumisión, y en 1844 lo hacía la República Dominicana.

Y es que, como señaló Julio Cortázar, las guerras nacionalistas bebían del caudal del utopismo revolucionario. Por eso, «curiosa e irónicamente, los movimientos de independencia de nuestros países nacieron bajo ideales de educación y de cultura popular que sus gestores y héroes habían heredado de la Revolución Francesa y que bajo el sello del romanticismo habían de manifestarse en proclamas, constituciones y actos de gobierno».{4}

3. El despertar de las naciones sin historia

Coincidiendo con los esfuerzos que despliegan las monarquías europeas para frenar la difusión de las ideas revolucionarias y detener el entusiasmo nacionalista de la recién creada República Francesa, en 1799 von Handenberg, Novalis, alertaba de los peligros que acechaban a la civilización europea. Equivocado o no, Novalis tuvo el mérito de señalar cómo la Modernidad se servía de la llave del nacionalismo no solo para modificar el esqueleto del Estado, sino para impulsar movimientos patrióticos poco pacíficos. Y en cierto modo tenía razón von Handenberg, pues sobre los ideales de la democracia se habían superpuesto otros objetivos, los ideales nacionalistas.

Pero, ¿había razones para imaginar, como lo hacía Novalis, que la humanidad estaba abocada a la fatalidad, a la catástrofe de contemplar el fin de la civilización? Desde luego existían motivos de peso para sentir cierto grado de intranquilidad, de desasosiego incluso, toda vez que a raíz de los sucesos de 1789 la Patria en Europa había dejado de ser una realidad fija, estanca, inamovible, y en nombre de la Nación podían no solo ondearse cientos de banderas de distinto color e ideología, sino ser consquistadas otras naciones, también en nombre de una Nación, como hizo Bonaparte. Esta situación de inestabilidad pudo observarla años después el propio Proudhon cuando llegaba a polemizar con Mazzini por el asunto de las nuevas nacionalidades. Proudhon que expuso en su conocida obra La guerra y la paz (1861) el horizonte borrascoso que con el empuje de los movimientos nacionalistas se cernía sobre el futuro europeo, tenía la opinión de que tales movimientos tendían, al extenderse, a destruir la paz desbaratando el equilibrio de las naciones de Europa, además de que tras el resplandor nacionalista se escondían, así lo creía Proudhon, esas falsas utopías que diluían, cuando no sepultaban en la nada, el auténtico problema humano: la injusta configuración del orden social.

El resplandor nacionalista, del que abomina Proudhon, se expandería con enorme avidez, y a veces como la pólvora: a golpe de fusil. Y en una carrera sin tregua muchos pueblos recurrieron a la guerra para plasmar sus sueños de libertad. En estas condiciones de fanatismo nacionalista se produciría lo que Otto Bauer denominó «el despertar de las naciones sin historia». Recordemos que en 1861 nacía Rumanía, y que en 1869 adquiría Croacia su autonomía. Y mientras que en los setenta Italia y Alemania comenzaban a dar sus primeros pasos como naciones, en 1890 Luxemburgo se convertía en nación, y cuatro años después Corea arrancaba de la comunidad internacional el reconocimiento de su independencia. Y no solo eso. En 1903 Panamá ganaba al fin su independencia, mientras Islandia arrancaba de Dinamarca una constitución de autonomía. Dos años más tarde, Noruega se separaba de Suecia, e Irlanda tras desgajarse de Gran Bretaña empezaba a disfrutar de existencia estatal a finales de 1921, es decir, tres años después de que Polonia gozara de su independencia por primera vez en su historia. Y al otro lado del Atlántico, Canadá alcanzaba por fin su reconocimiento como país en 1926.

4. Pastores y ganaderos de pueblos

A lo largo del XIX y buena parte del XX, y siempre bajo el oleaje de fervor del nacionalismo populista, se ve surgir a profetas e iluminados que, en nombre de un intangible Espíritu del Pueblo, se alzan como pastores de hombres con la voluntad de salvarlos. Pues bien, esa suerte de iluminados y profetas, que hallaba consuelo y refugio en el discurso nacionalista, no hacía sino reivindicar la existencia de una identidad racial, aunque eso implicara racismo, discriminación y, claro está, la exclusión del Otro.

En este terreno ideológico sobresalió Sabino Arana y Goiri (1865-1903), el cual cumple al pie de la letra el perfil de inventor de Pueblos, el perfil de fabulador de patrias xenófobas. Y es que Arana, inspirado en el racismo antisemita del catalanista Prat de la Riba, reclamaba el futuro de los vascos como Nación. Y por el hecho de que en su argumentación abundaban las referencias míticas, –de hecho, Sabino Arana escribía Euzkadi con zeta, no con ese, porque creía que la letra «z» era un derivado de eguzkia, sol venerado por los aborígenes vascos–, Arana odiaba la presencia/influencia de los no vascos, detestaba y aborrecía la prensa liberal y, al tiempo que se declaraba tan antidemócrata como antiparlamentario, sentía náuseas por el influjo socialista: «así se encuentra Bizcaya, que sostiene tales publicaciones, careciendo de un periódico verdaderamente patriota: dominada por el españolismo y apareciendo a los ojos de Europa como quieran pintarla los periodistas extraños y extranjeristas.» «El partido nacionalista, que es el de los bizkainos patriotas, continuará por hoy absteniéndose de la lucha electoral.» «En pueblos tan degradados como el maketo y el maketizado resulta el universal sufragio un verdadero crimen social: un suicidio.» «Libraos vosotros de caer; libraos de dejar de ser nacionalistas para haceros socialistas.»

Por otra parte, este ideólogo del vasquismo, que había alcanzado en un momento crucial de su vida la luz cegadora de la Verdad y enfocaba su trabajo político como una cruzada, como si fuera una guerra santa, buscaba las razones del declive cultural e histórico de los vascos, y entendía la lucha como recurso válido para escapar de esa desagradable situación política de impás: «una mañana en que nos paseábamos en nuestro jardín mi hermano Luis y yo entablamos una discusión política. [...] Tantas pruebas históricas y políticas me presentó él para convencerme de que Bizcaya no era España [... que] pronto comencé a conocer a mi Patria».«¡Bizkainos! Vuestra Patria perece, ya lo veis... y vosostros la estáis matando». «Nuestro mal [...] se halla en nosotros mismos. Se halla en nuestra ignorancia de las cosas que fueron [...,] en nuestra sumisión estúpida a todo lo nuevo.

Ríos del mar, los vascos se suman a todos los ideales, a todas las creencias, a todos los pueblos y en ellos se abisman y perecen...

¿Será imposible que recuperemos nuestra personalidad perdida?».

«Estamos dispuestos no solo a dar nuestras vidas y haciendas, sino a sacrificar por nuestra Patria la paz, el sosiego, la tranquilidad individual de que en la sociedad disfrutan los traidores y a vivir muriendo». Y añade en otro lugar: «somos los más y somos los más fuertes».

Pero no lo olvidemos tampoco, Arana, que encaminaba la grandeza de su obra política con el apoyo de la divina providencia y partía de una interpretación falseada de las teorías de Darwin, coincidía en enfocar el paraíso patriótico desde la idea del aislamiento biológico. Tal planteamiento implicaba el tabú, la prohibición de la fusión racial y, lo que es peor, la criminalización de ciertos sectores de la población, como maquetos y judíos, los cuales no cumplían ni por asomo las excelencias de la raza superior: «¿hay otra causa tan noble y santa como la nuestra? [...] Dios nos manda servirla, y lo que Dios manda no es nunca inútil o imposible: queramos todos los euskerianos, traduzcamos en obras nuestros deseos y Dios nos protegerá».

«Vuestra raza, singular por sus bellas cualidades, pero más singular aún por no tener ningún punto de contacto o fraternidad ni con la raza española ni con la francesa, que son sus vecinas, ni con raza alguna del mundo, era la que constituía a vuestra Patria Bizcaya». «Habéis mezclado vuestra sangre con la española o maketa, os habéis hermanado y confundido con la raza más vil y despreciable de Europa [...]. Nada, absolutamente nada importa [...] al lado del roce de nuestro pueblo con el español, que causa inmediata y necesariamente en nuestra raza ignorancia y extravío de inteligencia, debilidad y corrupción de corazón, apartamiento total, en una palabra, del fin de toda humana sociedad».

«La pureza de raza más comúnmente conocida con el nombre de limpieza de sangre [...] es uno de los fundamentos políticos contenidos en el término segundo de nuestro lema, Lagi zara (Ley Vieja)».

De los maquetos, «gran número de ellos parece testimonio irrecusable de la teoría de Darwin, pues más que hombres semejan simios poco menos bestias que el gorila: no busquéis en sus rostros la expresión de la inteligencia humana ni de virtud alguna; su mirada solo revela idiotismo y brutalidad».{5}

5. La carne y los huesos de la Patria

A Arana, parafraseando a Unamuno, le dolía patológicamente Euskadi y, entre delirios y fantasmas victimistas, pudo desarrollar una concepción ruin de la humanidad. Y en sus alucinaciones biologicistas procedió, como otros pastores de Pueblos que poblaban muchos rincones de Europa, a crear una teoría antropológica de altos vuelos, es decir, a universalizar lo relativo y a dar por sentado, como si fuese un absoluto, diferencias y particularidades que a él le resultaba abominables en no vascos (españoles, judíos...). Ni que decir tiene que en contra de este racismo umbilical y palurdo, corto de miras y muy rico en odios, alzó su voz Miguel de Unamuno cuando reclamaba al ser humano frente a la idea estrecha y asfixiante de «hombre» que preconizaba la plaga de los nacionalismos.

Unamuno, que como vasco reconocía que su tierra no había dado nunca buenos pensadores, llegaba en su juventud a conocer a Arana. Éste competía por una cátedra de vasco en el Instituto Vizcaíno no solo con Unamuno, sino al lado del sacerdote Resurrección Azcue. Unamuno no ganó la plaza, pero Arana con su cero no arrancó ni un solo voto del tribunal de oposiciones y, en su despecho, Arana acusaba al nuevo catedrático, a Azcue, de haber tenido recomendaciones. Unamuno, vasco por nacimiento (Bilbao, 1864), era descendiente de vascos, y casado nada menos que con Concepción Lizárraga, vasca también. Sin embargo y pese a sus orígenes tan vascongados, nunca se vinculó Unamuno a los intereses particularistas de su tierra natal o, dicho de otra forma, jamás se unió a esos movimientos de miras estrechas y aldeanas que eran los nacionalismos chicos, muy en boga en la España de su tiempo. Y no solo eso. Igual que Arana, Unamuno trenzó sus inicios filosóficos sobre los orígenes del pueblo vasco. De hecho, Unamuno a finales de junio de 1884 conseguía el grado de doctor en la Universidad Central de Madrid. La tesis doctoral que leía con solo 20 años se titulaba Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, en donde ya exhibía posturas encontradas con el nacionalismo vasco de Sabino Arana y observaba que «del pueblo vasco no nos queda más que su idioma, el euskera. [Que] en el pueblo vascongado es inútil buscar una literatura propia y de abolengo, es más aún, ni tan siquiera posee tradiciones o leyendas que pudieran guiarnos en el dédalo oscuro de sus prehistóricas antigüedades». Y añade Unamuno: «es incalculable la abigarrada variedad de fantasmagorías, más que de doctrinas, que han dividido a los euscaristas. Vista tal confusión y disparidad de opiniones, y después de haber recorrido cuanto acerca de los orígenes de este mi pueblo pude haber a las manos, confieso que me hallé tan a oscuras como antes de emprender tal estudio».

La etnografía europea que, herida de romanticismo, convierte en objeto de estudio lo que ya no es tradición ni costumbre entre los pueblos, había sido artífice de no pocos espejismos sobre el mundo vasco. Por eso, además de advertir el joven Unamuno la falta de rigor científico de los estudios filológicos, étnicos, y folclóricos elaborados sobre el vascuence, comprueba cómo, ante la carencia estrepitosa de evidencias empíricas, «cuando un pueblo carece de tradiciones y leyendas, no falta quien las invente para luego atribuírselas al pueblo; y esto ha sucedido en el país vasco».{6}

Lejos de cambiar sus criterios voltairianos, con el paso del tiempo y con motivo de los Juegos Florales de Bilbao Unamuno elaboraría su famoso, amén de denostado, discurso del 26 de agosto de 1901, en donde exponía que la prosperidad de Bilbao vino por la mano de la Corona de Castilla, y además hacía hincapié en el valor de vascos universales como «Elcano, dando el primero la vuelta al mundo, no a Vasconia; Legazpi, ganando las islas Filipinas para la civilización; y sobre todo, Ignacio de Loyola, fundando una Compañía universal, por encima de las patrias todas, una Compañía que piense cada cual de ella lo que pensare, es una escuela de cosmopolitismo. Y ved más cerca al bardo, a Iparraguirre, al gran arlote, que a los trece años salió de casa y recorrió, trovador y errante, Francia, Inglaterra, Suiza y Portugal, para ir a entonar sus cantos en las pampas argentinas». ¿Y por qué señala la aportación de vascos universales a la historia? Porque en opinión de Unamuno hay que rebasar los límites de la patria chica para ir en pos de la única, «la gran Patria humana». Y pese a que «echan de menos muchos el calorcillo de la matriz; [Unamuno dice:] no queremos volver a la vida intra-uterina». Así que «suprimid, ante todo, ese odioso nombre de maquetos, nombre teñido de injusticia y de sinrazón. Tengamos todo lo que todo pueblo culto, para serlo de veras, debe tener: simpatía, en el rigor etimológico de ese vocablo; capacidad de ponernos en el espíritu de otros y sentir como ellos sienten. No digáis nunca ni Bilbao para los bilbaínos, ni Vasconia para los vascos, que al decirlo renegáis de nuestra raza; decid más bien: todo para todos».

Unamuno tenía un sentido abierto, generoso de las relaciones humanas y no podía entender cómo el odio nacionalista podía estructurar la vida en colectividad. Por tal motivo, a principios de agosto de 1932 en su discurso en las Cortes de la República no pudo por menos y habló del Estatuto catalán: «¡Viva Cataluña libre! Está muy bien, pero yo preguntaría: ¿Libre de qué? Porque eso, como el hablar de nacionalidades oprimidas –perdonadme la fuerza, la dureza de la expresión– es sencillamente una mentecatada; no ha habido nunca semejante opresión, y lo demás es envenenar la Historia y falsearla».

Y si los nacionalistas catalanes se alineaban con formas políticas dictatoriales –recordemos la atracción que Prat de la Riba sentía por Bismasck; recordemos que en 1928, en la ciudad de la Habana se reunió una delegación de delegados separatistas catalanes, curiosamente al amparo del durísimo dictador cubano Gerardo Machado, para elaborar un borrador de constitución provisional para la República catalana–, resulta que a su vez los nacionalistas vascos adoptaban, y no es casualidad, la cruz gamada de los nazis. Ante este hecho tan anómalo que, sin duda, era un ataque a la universalidad del ser humano, Unamuno anota cómo en el horizonte «empieza a apuntar un monstruoso internacionalismo nacionalista, un racismo de las diferentes razas. Una locura.

Esta hoy ya fatídica palabra de «raza» es –ya lo hemos dicho antes– de origen español y equivale a raya o línea. Se dice de «raza de sol», y «raza» se le llama en un tejido a una hebra. Raza es, pues, linaje, de línea. Y análogo es casta. Y como estas voces empezaron a usarse en ganadería, siguen teniendo un sabor de animalidad. Las concepciones racistas suelen ser concepciones zoológicas si es que no zootécnicas, de ganadería. Los racistas, quieran o no, a sabiendas o sin saberlo, consideran a los pueblos como ganado, como manadas. Generalmente de ovejas, a las que hay que esquilar. Quieren unas razas puras, en que se conserven los caracteres diferenciales –el hecho diferencial, que les hacen razas.

Y ahora, ¿qué sentido tiene esa svástica, esa cruz disimulada, esa cruz anticristiana y anticatólica, ese emblema solar, que ostentan, tal vez como amuleto, algunos de mis paisanos vascos? Sospecho que no tiene sentido alguno; que es otra puerilidad más de esos ingenuos e inocentes diferencialistas. Es jugar a la emblemática y al fetichismo». Y concluye Unamuno: «la svástica es emblema anticristiano y anticatólico. Y zoológico, no antropológico. Animal y no humano».{7}

6. La Verdad en la gramática nacionalista

En nombre de la modernidad progresista, en nombre de los ideales populistas de la revolución estaba justificado asesinar. Pues bien, fue debido al talante bélico que arrostraban los movimientos revolucionarios por lo que Novalis y Proudhon repararon en el componente asesino de los nacionalismos. Años después, Ernest Renan alertaría de los riesgos que, por su carácter expansionista, entrañaba el nacionalismo. Es más, tras observar las perversiones que se consumaban al ondear banderas nacionalistas, Renan señalaba los peligros que iba a su juicio a generar en el futuro el fervor patrio. ¿Y cuáles eran esos peligros que él veía? Por un lado, estaba el empeño de reclamar hasta el absurdo territorios y más territorios, pero por otro la amenaza de avivar guerras y más guerras. Así lo hace saber Renan en la carta que el 16 de septiembre de 1870 dirige a Strauss:

«la guerra no tendrá fin si no se admiten prescripciones para la violencia del pasado. [Y poniendo un ejemplo añade:] Alsacia es ahora un país germánico por lengua y por raza; pero antes de ser invadida por la raza germánica, Alsacia era un país celta, del mismo modo que una parte del sur de Alemania. Nosotros no concluimos de esto que Alemania del sur deba ser francesa, pero no se sostenga tampoco que, según sus derechos antiguos, Metz y Luxemburgo deben ser alemanes. Nadie puede decir dónde se detendría esa arqueología. En casi todos los sitios donde los fogosos patriotas de Alemania reclaman un derecho germánico, podríamos nosotros reclamar un derecho celta anterior y, antes del período celta existían –se dice– los alófilos, los fineses y los lapones; y antes de los lapones, estaban los hombres de las cavernas; y antes de los hombres de las cavernas estaban los orangutanes. Con esta filosofía de la historia no habría otra legitimidad en el mundo que el derecho de los orangutanes, injustamente desposeídos por la perfidia de los civilizados.»

Renan hablaba de los efectos intelectualmente calamitosos que el combate nacionalista de la guerra franco-prusiana (1870-1871) estaba generando sobre Europa. Pero en otro frente también se denunciaba la irracionalidad del patriotismo. El colectivo de mujeres solidarias españolas viendo lo que sucedía en los campos de batalla franco-prusianos reclamaba la práctica del pacifismo y exhortaba a las:

«Hermanas prusianas, hermanas francesas:
Ved cómo los gobiernos despóticos de la tierra, bajo el pretexto de las nacionalidades, obtiene con nuestros hijos y esposos, ejércitos, con los que satisfacen su voracidad, dejándonos salvajemente a la vertiginosa acción de las ametralladoras, huérfanas o viudas, en la indigencia, o sin vida.
[...] Madres e hijas de Francia, Prusia y demás países: Queridas hermanas ¡a la obra todas sin cejar, no más guerras!
[...] Trabajemos todas para que cese la guerra.
Obremos todas a favor de la paz y la paz será».{8}

El tiempo, lejos de curar en Europa las heridas del orgullo patrio, iría haciendo más y más profunda la insania quizá porque, como ya lo había reconocido el militar Karl von Clausewitz, la guerra tiende a nublar el entedimiento. Así que, en el mismo estilo que Renan y en la misma línea que este colectivo de mujeres, se expresaría décadas después Bertrand Russell cuando este pensador analizaba las secuelas que estaba produciendo la Primera Guerra Mundial. Y en una carta que dirigió al presidente norteamericano Wilson en noviembre de 1915, Russell escribía: «existe un peligro muy real de que, si nada se hace para poner fin a la furia de la pasión nacional, la civilización europea tal como la hemos conocido perecerá completamente como Roma cayó ante los bárbaros».

Y Russell tenía razón sobre todo porque, salvo contadas excepciones (Barbusse, Hermann Hesse, Rosa Luxemburg, Romain Rolland, Stefan Zweig...), la mayoría de los intelectuales había quedado presa del ardor nacionalista. Recuérdese cómo hasta el mismísimo Max Weber hizo patria del nacionalismo alemán. Recuérdese también cómo los líderes europeos socialistas e incluso los representantes de las organizaciones sindicales anarquistas, que siempre habían defendido el principio de fraternidad universal, empezaron a transitar por la senda de la vergüenza y a vulnerar su ideario pacifista al dedicarse a apoyar a sus respectivos gobiernos y a justificar, en las zanjas de las trincheras, la lucha nacionalista contra sus hermanos proletarios. Tan lamentable hecho provocaría la desaparición de la IIª Internacional. Y no solo eso. Ante la neutralidad que exhibían países como España, muchos españoles se posicionaban, por ideario nacionalista, en contra de esa neutralidad e iban a la guerra y luchaban en las trincheras francesas. Otros lo harían en las alemanas. Y mientras los Lerroux pedían el ingreso de España a favor de los aliados, otros como Vázquez de Mella se unían a la causa germanófila. La furia de la pasión nacional no dejaba a nadie indemne. De hecho, en el artículo periodístico Neutralidades que matan, publicado el 19 de agosto de 1914 en El Diario Universal se leía que «la neutralidad es únicamente un convencionalismo que solo puede convencer a aquellos que se contentan con palabras y no con realidades; [...] la neutralidad no es un remedio. Por el contrario, ¡hay neutralidades que matan!».

Lejos de disminuir el fervor patriótico que Russell condenaba ya en los inicios mismos de la I Guerra Mundial (1914-1918), el estallido de este conflicto internacional no hizo sino agravar la pasión nacionalista que siempre, por otra parte, aboca a la locura. Y de eso tenía alguna idea Henri Barbusse cuando narró en su obra antimilitarista El fuego (1916) las brutalidades cometidas dentro de los campos de batalla en nombre de la nación. Y también tenía alguna idea el político español Francisco Cambó cuando llegó a relatar algunos de los sucesos del frente del Argonne:

«frecuentemente –me dijo un capitán que se había añadido a nosotros y nos hacía de cicerón–, cuando hace semanas que no se combate, se relaja un poco la disciplina y se establece contacto entre soldados alemanes y franceses de las trincheras de primera línea. Al principio son ruidos, después cantos o música de acordeones y, finalmente, se pasa a la conversación, especialmente para darse noticias de la guerra».
«Generalmente –añadió–, los alemanes reciben las noticias antes que nosotros: unos y otros las celebramos con cánticos y toques de acordeón cuando nos son respectivamente favorables. El día que recibimos la noticia de que Rumania entraba en la guerra a nuestro lado, ordené que se armara gran algazara en nuestra primera trinchera para hacer rabiar a los alemanes. Éstos, sorprendidos por nuestros ruidos, que no comprendían (cuando la noticia era mala no se la comunicaban con prisa), empezaron a asomar la cabeza para preguntar qué pasaba. Los nuestros hicieron lo mismo para explicárselo. Entonces, de pronto, tuve una idea: la de ordenar que nuestras ametralladoras disparasen sobre la hilera de cabezas alemanas que salían de la trinchera: fue una cosa maravillosa: ¡no quedó ni uno vivo!» Y el capitán que me explicaba, sonriente este crimen monstruoso, tenía el aspecto de un hombre normal, y hasta de un buen hombre. [...] ¡Decididamente la guerra transforma pronto a los a que la hacen, y tienen contacto con la muerte cada día, en verdaderos monstruos!».{9}

El papa Benedicto XV, que iniciaba su pontificado el 3 de septiembre de 1914, o sea, solo poco después de iniciarse la I Guerra Mundial, también anotó el rostro sanguinario, inhumano, feroz, que tenía la guerra. Y denunciaba, desde su compromiso cristiano, los efectos que provocaban sobre Europa tanto el odio nacionalista como la irracionalidad de la contienda. Por eso, buscando la reconciliación entre las naciones, enviaba en 1917 una carta a los líderes de los países involucrados en el conflicto armado con el fin de obtener el cese el fuego, y llegar a un plan de paz. Como dijo Benedicto XV en una nota pontificia sobre la paz (1917), ésta «no tiene que ser hija de la violencia, sino de la razón».

En cualquier caso y al margen de críticos y detractores, cabe preguntarse si la I Guerra Mundial era solo un enfrentamiento a muerte dentro de las trincheras, una ocasión sin más para la beligerancia, o simplemente una forma de avivar en el ser humano sus peores demonios. Creemos que, como fue más que un suceso bélico, la I Guerra Mundial fue un acto de locura nacionalista. E incluso la Revolución rusa que comenzaba su andadura casi a la vez que la I Guerra Mundial partió de un ideal bélico de nacionalidad. La lógica del nacionalismo animaba, pues, a hacer la guerra, a aguijonear el odio hacia quienes defendían posturas distintas a las nacionalistas imperantes, asunto que se evidencia cuando leemos del Pacto Briand-Kellogg (1928) este rosario de intenciones:

«Artículo 1º Las altas partes contratantes declaran solemnemente, en nombre de sus pueblos respectivos, que condenan el recurrir a la guerra para la reglamentación de las controversias internacionales y renuncian a ella como instrumento de política nacional en sus relaciones mutuas.
Artículo 2º Las partes contratantes reconocen que la reglamentación o solución de todas las diferencias o conflictos –de cualquier naturaleza o de cualquier origen que sean– que puedan surgir entre ellas, no deberá jamás ser buscada más que por medios pacíficos».

El paso del tiempo, lejos de mejorar el termómetro político del continente, no hacía sino empeorar. Y viendo que los términos del Pacto Briand-Kellogg quedaban en papel mojado, en 1936 Halévy llegaría a profetizar en su célebre conferencia La Era de las Tiranías: «mais les tyrannies qui nous touchent de plus près –celle de Berlin, celle de Rome, sont étroitement nationalistes. Elles ne nous promettent que la guerre. Si elle éclate, la situation des démocraties sera tragique». Y no solo eso. Tras observar los paralelismos entre bolchevismo, nazismo y fascismo, Halévy concluía su conferencia del siguiente modo: «bref, d'un côté, en partant du socialisme intégral, on tend vers une sorte de nationalisme. De l'autre côté, en partant du nationalisme intégral, on tend vers une sorte de socialisme. Voilà tout ce que je veux dire».

7. El cainitismo, veneno nacionalista

Novalis había observado la relación cainita entre Modernidad y Nacionalismo. Von Clausewitz anotó que la llegada de la Revolución francesa y de Napoleón Bonaparte hizo posible la aparición del concepto de guerra moderna, de guerra absoluta «en su demoledora energía». Proudhon desde otra perspectiva advirtió el alto componente bélico que escondía el resplandor nacionalista. Renan por su parte había percibido, a raíz de la guerra franco-prusiana, el semblante sanguinario y fanático de esos movimientos nacionalistas que se dedicaban a reivindicar y reivindicar territorios y pueblos, pueblos y territorios... desde el victimismo y en nombre de un mitificado y falseado pasado histórico.

Pero hubo, por otro lado, alguien que anotó, y no sin menor preocupación, el carácter antropófago de los nacionalismos contemporáneos, fuesen ellos de signo revolucionario o de talante fascista. Naturaleza cainita, la de los nacionalismos contemporáneos, que Halévy supo destacar a la perfección cuando sacó a colación una anécdota que se produjo durante el debate en la Cámara de los Comunes entre el irlandés Tim Healy y lord Hugh Cecil: en el momento en que le preguntaba Hugh Cecil qué entendía por nacionalidad, Healy declaró que «una nacionalidad es algo por lo que el hombre está dispuesto a morir». Ante la respuesta que dio Tim Healy en la Cámara de los Comunes no pudo por menos que comentar Halévy ante su auditorio, y cuando tuvo la ocasión: muy bien, si aceptamos esta definición, también tendremos que decir que la nacionalidad «es algo por lo cual el hombre está dispuesto a matar». La simiente nacionalista contenía enormes dosis de ponzoña.{10}

Desde luego, los argumentos pesimistas que formularon Novalis, Clausewitz, Proudhon, Renan, Russell... tenían muchos aspectos en común: el nacionalismo era un mal negocio para la paz, la convivencia y el futuro, y tal y como se propagaba desde hace años el sentimiento patriótico, éste no estaba sino espoleando la llama del odio, y de la guerra, por todos los rincones del mundo.

8. El declive de las naciones con historia

Al tiempo que en Europa aparecían naciones nuevas, el auge del romanticismo lograría en otros casos tambalear y resquebrajar los viejos muros de las naciones que desde siglos eran tales. En Francia por ejemplo, a raíz de su derrota con Prusia, prosperaba la locura del expansionismo colonial (conquista de Túnez, de Tonkín, Indochina, &c.) y, a la vez, herido el orgullo nacional con el final de la batalla prusiana, era elevada la Marsellesa al rango de himno nacional. Un año después, en 1880, el asalto de la Bastilla pasaba a convertirse en la festividad nacional del 14 de julio. El cántico bélico de la Marsellesa y la toma de la Bastilla eran, cual fármaco poderoso, un modo de recuperar, después de un mal sueño, la grandeur de la France. Y no solo eso. El desastre de la guerra con Prusia abría sepulcros y relicarios, removía ciénagas, perturbaba el sentido de la vanidad patria hasta el límite de rescatar de las brumas del olvido la figura de Juana de Arco, La Pucelle d'Orlèans. Y en todo su esplendor.

En esta marea de exaltación y furia por hacer reverdecer las esencias magníficas del pasado de Francia, crecía el fervor nacionalista en cuyos márgenes fascistas empezaban a moverse los seguidores de Paul Déroulède, padre fundador en 1882 de La Liga de los Patriotas. Es más, el carismático Charles Maurras que predicaba un nacionalismo puro e integral no solo creará con Leon Daudet en 1898 Action Française, movimiento precursor del fascismo francés, sino que, por ese rabioso y malherido nacionalismo francés, Maurras se oponía a alemanes, a protestantes, a judíos..., a todo aquello que en su opinión enturbiaba las esencias históricas de la patria francesa.

Pues bien, al igual que ciertos sectores alentaron la hora del ultra nacionalismo por el descalabro que sufrió el país galo en La gran guerra, a Alemania le sucedería lo mismo cuando, después de su derrota en la I Guerra Mundial, ve brotar el nacionalismo radical tras la firma del Tratado de Versalles. ¿Y en España? En España, el auge de los movimientos regionalistas se iba notando también, aunque de forma paulatina y por motivos distintos. Y dicho auge se apreciaba en cada uno de los momentos en que España ganaba precariedad política y perdía sus antiguas posesiones de ultramar. Y entre la decadencia institucional y el atraso industrial, España registraba en sus carnes cómo se perturbaba el sentido nacional de «La Soberanía». De hecho, algunas de sus provincias (Alcoy, Cartagena, Córdoba, Sevilla, Málaga, Cádiz, Valencia, Granada, Jaén, Castellón, Béjar, Salamanca...) empezaron, justo al inicio de la II República, en julio de 1873, a clamar por su emancipación. Y si Pi y Margall, que había recibido poderes dictatoriales: la presidencia y el ministerio de gobernación, presentaba días después, impotente y ante tantos actos de anarquía, su dimisión, resulta que diez años más tarde, en su conocido opúsculo El pacto (1883), se dedicaba a señalar que las naciones «se hicieron y se deshicieron, se rehicieron y volvieron a deshacer muchas veces en el dilatado curso de la Historia; solo en lo que va de siglo unas cayeron, otras se levantaron, otras vieron ya reducidas, ya ensanchadas sus fronteras. ¿Por dónde las hemos de considerar no solo inviolables sino indiscutibles?».

Así, en este ambiente de escepticismo o, peor, en este ambiente de honda crisis nacional, algunos dirigentes emprendían la tarea de imitar el proceder de las ex colonias españolas, y a luchar por instaurar nuevas fronteras que, como dijo Pi y Margall, no eran inviolables ni indiscutibles. E igual que Austria-Hungría padecía desde 1870 los efectos del irredentismo italiano, España tenía problemas con los anarquistas que, por su oposición a toda idea de patria, eran causantes de las insurrecciones cantonales de Alcoy, de Cartagena, Córdoba... y, al mismo tiempo, problemas muy serios con ciertos irredentistas que querían lograr, a partir de la idea romántica del «risorgimiento», la hora de la patria catalana, de la patria vasca, de la patria andaluza... En estas circunstancias, algunos intelectuales promovían, desde un patriotismo aldeano, movimientos secesionistas, destinados a hacer nacer un nuevo país a partir de la deshecha y menguada soberanía española. «El nacionalismo bizcaíno tiende a la constitución de Bizkaya en nación absolutamente libre e independiente de las demás. [... Esta política] tan nueva ante el público, que apenas cuenta un año de existencia, aspira, llámese nacionalismo o separatismo, a que Bizcaya se constituya en nación». Así se expresaba Sabino Arana en Fuerismo es separatismo (1894), tras aprender en Barcelona durante sus años de estudiante en Derecho el carácter nacionalista del catalanismo. Ni que decir tiene que la guerra de Estados Unidos y España en 1898 vino a empeorar la situación, pues en medio de estos aires de exaltación el político Blas Infante lideraba el movimiento andalucista y escribía El ideal andaluz (1915). Y no solo eso. Iniciada la Guerra de 1914, el estadista español Francesc Macià visita, para conseguir la emancipación de Cataluña, a los voluntarios catalanes que combatían en Francia bajo la bandera de Francia y de Cataluña. Su proceder, la búsqueda de la emancipación para Cataluña, no era novedoso, pues el propio presidente de los Estados Unidos, que en el momento de producirse la Revolución rusa llegó a exaltarla, también apoyaría públicamente el derecho de las nacionalidades. De hecho, en el mensaje que este demócrata dirigía al Congreso de los EE. UU. el 8 de enero de 1918, mensaje conocido por el Manifiesto de los 14 puntos, Thomas Woodrow Wilson decía:

«El mundo debe ordenarse de manera que la vida en él esté asegurada; particularmente queremos que los pueblos que como nosotros aman la paz y quieren vivir su propia vida y desean decidir por sí mismos su propia constitución, permanezcan intactos y puedan esperar de los otros pueblos justicia y respeto. [...] Nuestro programa es, pues, el programa de la paz mundial que a nuestro juicio es el único posible, y se compone de los siguientes puntos: [...]
5. Libre, magnánima y absolutamente imparcial renuncia a todas las posesiones coloniales [...].
10. A los pueblos de Austria-Hungría [...] debe dárseles la primera ocasión favorable para su desenvolvimiento autonómico.
[...] Serbia debe recibir un acceso libre y seguro al mar [...].
13. Debe crearse un Estado polaco independiente que comprenda todas las regiones habitadas por población indiscutiblemente polaca. [...]
14. Debe crearse por conciertos particulares una unión general de las naciones, de suerte que se establezca una seguridad mutua para la independencia política y la intangibilidad territorial de las naciones grandes y pequeñas».

¿Las máximas de Wilson sirvieron para apaciguar los movimientos bolivaristas o, más bien, para alimentar el nivel de inestabilidad, de crisis, de precariedad política en muchos territorios del mundo? ¿Sus ideas lograban acercar posiciones, limar asperezas o al revés, agudizaban la incompatibilidad entre el sentido estatal de la unidad y el deseo de independencia de algunos? ¿Tuvo efectos balsámicos el mensaje de Thomas Woodrow Wilson o, por el contrario, el mérito de avivar hasta el infinito las pasiones nacionalistas? La contestación a estos interrogantes la daba un compañero de filas de Prat de la Riba, el catalanista Francisco Cambó, cuando puso de relieve con claridad meridiana cómo a partir de la proclama de Wilson «todos los idealismos, todos los sueños y todas las pasiones creían llegada su hora. Los 14 puntos de Wilson, bajo cuya sombra se hacía la paz, habían enloquecido al mundo entero. Toda la humanidad vivía uno de los momentos más intensos de su historia.» Tal era, con palabras de Cambó, el efecto que tuvo en la comunidad internacional el Manifiesto de los 14 puntos. Pero si se aceptaba el principio wilsoniano de que los pueblos decidieran por sí mismos su propia constitución y resolvieran su futuro, en el horizonte aparecía, y a corto plazo, un problema nuevo y no solo ideológico, pues quienes se amparaban en la filosofía «Wilson» profundizaban en la herida de la ruptura con España. Y ante ese problema, dice Cambó, «¿podíamos seguir en un Gobierno Nacional que por su propia estructura, como se había demostrado tiempo atrás, era incapaz de dar alguna solución al problema de Cataluña, o teníamos el deber de renunciar a nuestras carteras, poniéndonos al frente de un intenso movimiento catalán de reivindicación que encontraría un ambiente insuperable en Cataluña y fuera de España?».{11}

Un año después de fundar Macià su partido Estat Catalá, Gaspar Torrente señalaría en La crisis del regionalismo en Aragón (1923) que «no es el regionalismo lo que corresponde a Aragón, sino un reconocimiento completo de su nacionalidad». Sin duda, la moda de los nacionalismos que de un lado la I Guerra Mundial y la proclama de Wilson, de otro, habían generado en el mundo, era un fenómeno imposible de parar. Moda por los nacionalismos que por otra parte constituía una contrarreacción a las tesis internacionalistas de los socialistas, y un revulsivo también frente a las consignas apátridas de los anarquistas.

En este maremagnum de aspiraciones nacionalistas, sus líderes causaban una grave crisis institucional al poner en solfa el principio de indivisibilidad del Estado. Y los brotes ultra nacionalistas golpeaban de lleno las espaldas de los Estados que desde siglos eran tales. En unos casos favoreciendo el amor patrio hasta límites nunca vistos, es decir, hasta niveles fascistas (Francia). En otros, alentando desde el sueño secesionista la idea de fundar micropueblos (España). Todo lo cual induciría a José Antonio Primo de Rivera a escribir en 1934 su Norma programática de la Falange, en cuyo punto segundo declaraba: «España es una unidad de destino en lo universal. Toda conspiración contra esa unidad es repulsiva. Toda separación es un crimen que no perdonaremos».

Así que entre la crisis y la precariedad, el fascismo español anterior a la Guerra Civil (1936-1939) encarnaría el deseo de volver a la primera forma en que España hizo su aparición en el tiempo, aunque para ello tuviera que resucitar a los héroes de antaño y rememorar la trayectoria fuerte y enérgica de los padres fundadores del Estado nacional, los Reyes Católicos.

9. Discriminación, ley de leyes

La Revolución francesa tuvo el mérito, enorme, de derogar para siempre la política de Estado basada en principios nobiliarios. Es más, al sustituir los privilegios de sangre por un nuevo marco legal, a saber, por el que procedía de la noción de «ciudadanía», los líderes revolucionarios pudieron contar con grandes segmentos no aristocráticos de la población, aunque no con todos, y hacerles «ciudadanamente» aptos para participar en la vida política de la Nación. Y pese a que la aventura revolucionaria acabó como empezó, de forma brusca, el concepto de «ciudadanía» siguió no obstante su curso discriminatorio, tal y como había sido concebido en su origen. Por eso, en la estrenada Constitución de la República francesa de 22-VIII-1795 se mantenía la vigencia legal del principio de ciudadanía, y en el artículo 8 del título 2 de la citada constitución se otorgaba la ciudadanía a aquel varón de al menos 25 años de edad que estaba inscrito en el registro civil de su cantón, pagaba sus impuestos y residía, mínimo un año, dentro de territorio francés.

¿Qué problemas patrióticos provocaba este marco legal? Algunos ya los hemos mencionado. Pero el inconveniente, quizá el más importante, que va a generar esta manera restrictiva de entender la ciudadanía no será otro que la instauración legal de la discriminación. Dicho de otro modo. Como por ley se instituyen dentro de la Nación individuos de primera y segunda clase, los de primera son aquéllos que reúnen todas las condiciones exigidas en la legislación para ser considerados ciudadanos, mientras que los individuos de segunda clase nunca pueden ser jurídicamente englobados dentro de la categoría de ciudadanos, pues o no disponen de rentas suficientes con que demostrar su aportación al tesoro público (derecho censitario) o no disfrutan de la cláusula del sexo o de la raza (derecho capacitario), imprescindible para reclamar la ciudadanía.

Sobra decirlo, pero la discriminación que ejercían sobre la población los políticos revolucionarios franceses no será un fenómeno aislado. Recordemos que Herder reclamó en medio de un arrebato romántico la figura de El Pueblo, también que Herzen buscó dotar de protagonismo a Los Campesinos, que Marx reservaba todos los derechos de su sistema político para Los verdaderos Trabajadores, que Hitler haría más tarde otro tanto al circunscribir los bienes del Estado tan solo sobre Los Arios. Pues bien, a pesar de que los revolucionarios franceses hablaron en términos universales de los derechos del hombre; a pesar de que Herder ensalzara la raíz germinativa del pueblo; a pesar de que Herzen y Marx demandaban el reconocimiento legal de ciertos sectores muy olvidados de la población; a pesar de que Hilter exploraba en las fronteras de la germanía las bases de un nuevo concepto de ciudadanía; todos ellos coincidieron en defender un enfoque restrictivo de la Ley. Lo que significa que, aunque reivindicaron la puesta en marcha de un ius cosmopoliticum, el orden nacionalista que defendían estaba plagado de contradicciones y repleto de excepciones jurídicas.

De este modo y gracias al principio de exclusión, durante la Revolución francesa no solo se aceptó la diferencia entre franceses verdaderos (patriotas) y franceses ilegales (antipatriotas: nobles emigrados, sacerdotes y religiosos refractarios, indiferentes, antirrevolucionarios, extranjeros...). Sino que además no se discutió la idea nacionalista de discriminar entre ciudadanos y no ciudadanos. Así ocurrió lo que pudo suceder al poco tiempo: que los no jacobinos durante la Revolución francesa eran perseguidos y ajusticiados, o que un hombre de color durante el gobierno del emperador Napoleón no accedía a la ciudadanía porque, además de no ser blanco, era tasado a efectos constitucionales como esclavo. Por otra parte, Herder que reconocía la vis inspiradora del Pueblo, no valoraba en su carnalidad al propio Pueblo. A los trabajadores el futuro no les depararía más penalidades, pues el tiempo de la revancha iba cual espada de Damocles a caer sobre la cabeza de las clases privilegiadas que, según Marx, tenían que verse excluidas irremediablemente de los frutos de la Revolución. Y quienes como Hitler ubicaban la justicia del Estado desde la pertenencia al biotipo ario, no tendrían que esperar demasiado para ver plasmado su sueño y llegar a negar la concesión de beneficios legales a aquellos seres humanos que no eran racialmente dominantes. Pero además, ¿no había dicho el inteligente e instruido Cambó que en caso de que un día todas las razas fueran iguales se habría consumado la muerte de la Humanidad? Sin duda, la defensa de una perspectiva nacionalista implicaba el acto de mirarse como grupo humano registrando diferencias en los demás, en los otros que no pueden ser integrados como tales en ese grupo humano.

Entonces, la noción de nacionalidad que puso en marcha la Revolución francesa partía de una idea perversa de ostracismo político. Y con el tiempo, «la discriminación por ley» que, primero, instituyeron los revolucionarios franceses y, luego, elevó a categoría Bonaparte pudo perpetuarse en el Estado contemporáneo Comunista y Racial, al ahondar sus líderes socialistas (Lenin y Hitler) en la separación de los seres humanos en grupos y subgrupos, en niveles y categorías nacionalmente incompatibles.

Y es que el movimiento revolucionario francés no solo creó un caldo de cultivo apto para el guerracivilismo, sino que favoreció el odio nacional al permitir enfrentar a miembros de un mismo Estado entre sí: a ciudadanos contra no ciudadanos. Y por incurrir el movimiento revolucionario francés en el error monumental de no extender a la totalidad el precepto de la ciudadanía, no pocos revolucionarios volverían en las primeras décadas del siglo XX a dar al Estado una orientación igualmente segregacionista con tal de conseguir el sueño de enfocar el privilegio de la ciudadanía tan solo desde restrictivos criterios: desde el Trabajo (Lenin) y desde la Raza (Hitler).

10. La identidad inventada. La nación imaginada

Durante la revolución (1789-1794), los franceses se sintieron un peuple choisi, una patria ungida por la mano de la Providencia para acometer proyectos políticos de envergadura, nunca vistos dentro y fuera de sus fronteras. Pues bien, a lo largo de todo el Ochocientos y buena parte del Novecientos, en vez de desaparecer esos sentimientos de exaltación nacionalista fueron tejiéndose más y más fábulas de nación inventada, siempre alrededor del Volkgeist, o Espíritu del Pueblo. Recordemos al alemán Friedrich Ludwig Jahn (1778-1852). Para este pedagogo y también escritor, los alemanes eran un pueblo sagrado. ¿Motivos para concebir tamaña ilusión? Jahn, anticipándose en más de cien años al ideario de Heidegger, percibía entre los alemanes semejanzas notorias con los griegos de la Antigüedad. En otros horizontes no menos utópicos, el ex carbonario y político italiano Giuseppe Mazzini (1805-1872), en su plan para liberar los Estados de Europa, no dudaba un ápice de la misión religiosamente elevada que tenía a tal fin encomendada el Pueblo. Pero por otra parte, no lo olvidemos, el historiador francés Jules Michelet (1798-1874) caía asimismo en las redes del imaginario patriótico más nacionalista al defender el proyecto civilizatorio que la Historia, en su opinión, reservaba a Francia, mientras que el ideólogo español Sabino Arana (1865-1903) se afanaba en demostrar la identidad milenaria del pueblo vasco apelando a ciertas señales que, según él, la Historia había dejado en el camino.

No se puede decir entonces que El Pueblo no constituyera la gran obsesión del Ochocientos y de buena parte del Novecientos. De hecho, Dostoievski en su obra Endemoniados (1870) abordó problemas relacionados con la cuestión patria (el Pueblo y el destino de la Nación rusa), mientras que Marx y Engels, dos aparentes apátridas, también habían venido mostrando en escritos y discursos su obsesión por el fin de la nación burguesa y su fascinación por el despertar de la gran nación proletaria. Por eso, en La Ideología alemana (1845-1846) Marx y Engels, desde una perspectiva distinta a la exhibida por Dostoievski, afirmaban que la revolución «expresa ya de por sí la disolución de todas las clases, nacionalidades, &c., dentro de la actual sociedad».

En ese mismo frente dedicado tanto a atacar la línea de flotación del nacionalismo burgués como a construir un nacionalismo proletario, se posicionaría el político soviético Liev Davidovich Bronstein, alias Trotsky, cuando advertía en su Historia de la Revolución rusa (1932) que aunque una revolución socialista comienza dentro de los límites nacionales, tal y como lo demuestra la experiencia de la Unión Soviética, esa revolución no puede circunscribirse a las propias las fronteras nacionales. No, «la revolución socialista implantada en un país no es un fin en sí, sino únicamente un eslabón en la cadena internacional», señalaba Trotsky. No hay duda: al margen de quién o quiénes hablaran del Pueblo, y sobre todo al margen de que quien hablara del Pueblo fuera de derechas, o de izquierdas, lo cierto es que el término «Pueblo» era un concepto difuso y, sobre todo, muy problemático que servía de un lado para enaltecer chauvinistamente a quien se integraba dentro de la categoría de Pueblo alemán, de Pueblo eslavo, Pueblo turco, Pueblo proletario... Y al mismo tiempo y de otro lado, para humillar y degradar a quien no pertenecía a esa comunidad ni poseía, claro está, los rasgos identitarios de ese supuesto Pueblo.

La perspectiva nacionalista, en su afán por autoalimentarse, se dedicaba, pues, a registrar diferencias en quienes iban a ser excluidos del grupo social. Por este motivo, la Organización Especial (Techkilat i Mahsudé) Ittihad, brazo armado del grupo denominado los Jóvenes Turcos, fue causante en solo unos meses, de primavera a otoño de 1915, de llevar a cabo el genocidio de 800.000 armenios. Y es que quienes buscaban en horizontes intangibles y etéreos los vestigios de su nacionalidad cayeron no solo en el error étnico de tomar al Pueblo como realidad anterior al Estado democrático, sino en la falsa creencia de tomar al Pueblo como sujeto histórico con mayor validez legal frente al Estado democrático. Por eso, antes de producirse el genocidio bolchevique y mucho antes de ejecutarse el genocidio nazi, el grupo panturquista Jóvenes Turcos ya trasladaba a la práctica, y con éxito, su proyecto de nacionalismo.{12}

Pero tampoco hay que irse tan lejos para comprobar cómo la semilla nacionalista siempre contiene el veneno del cainitismo. Pongamos un ejemplo de ello. Después del caluroso recibimiento que había tenido en Bilbao, decidió volver a las Vascongadas -sí lo cuenta en sus Memorias, y en abril de 1917 en el Teatro Bellas Artes de San Sebastián, Cambó daba una conferencia sobre el nacionalismo. Y tras saludar a «la raza vasca» Cambó empezó a desgranar cuáles eran sus reivindicaciones y declaraba a su auditorio lo que él entendía por nacionalismo: «seríamos traidores contra nosotros mismos; cometeríamos una traición contra la Historia y contra la raza, si cada uno de nosotros no sintiera en estos momentos el deber primordial, inaplazable, de conseguir el libre desenvolvimiento de su personalidad nacional. [...] Los valores universales no existen. Se nos habla de la igualdad de todos los pueblos, de que los hombres de todas las razas son iguales, y yo os digo que si llegara a producirse algún día, entonces se habría consumado la muerte de la Humanidad. [...] Pero en lo que los nacionalistas deben concentrar con más ahínco su actividad, es en la conservación, extensión y perfección del idioma.

Y para vosotros, nacionalistas vascos, este es vuestro problema más grave. Si hubiera desaparecido hace medio siglo el idioma, ni Arana Goiri ni nadie hubiera encontrado los restos de vuestra raza. [... Y] nosotros, dice Cambó, no queremos nunca que las generaciones que nos sucedan nos digan que en un momento trascendental de nuestra Historia, nosotros hemos comprometido el porvenir de nuestra raza y hemos traicionado su porvenir».{13}

El concepto «Pueblo» era un cajón de sastre que servía para poner en marcha Estados xenófobos y sublimar al mismo tiempo el orgullo colectivo de pertenencia. Con lo cual, bajo el aroma de grandiosidad teologal que envolvía al término «Pueblo», lo que subyacía siempre era una concepción ruin y discriminatoria de las relaciones humanas. Y ello ¿por qué? Pues muy sencillo: por el hecho de que la bandera patriótica, ya se hablase en nombre del Pueblo alemán, del Pueblo turco o del Pueblo proletario, acaba creando grupos de privilegio que no casaban demasiado bien con las máximas igualitaristas del Estado democrático. Y como las máximas igualitaristas no eran el objetivo político a conserguir, resulta que para alimentar a ese nuevo Leviatán que era el Pueblo había que decapitar al Estado democrático. Ya lo señaló perfectamente en La nacionalidad catalana (1906) el fascista Enrique Prat de la Riba cuando advirtió que lo que pedían no era cuestión de libertad, o de igualdad o de progreso, sino «cuestión de Patria».

Con tantos enemigos a la espalda de la democracia, no extraña que Julien Benda al inicio de su libro La traición de los intelectuales (1924-1927) hubiera escrito que las pasiones políticas de las razas, las pasiones de las clases, las pasiones nacionales hacen que «los hombres se eleven contra otros hombres». Y perspicacia no le faltó a Benda, pues Mussolini había definido el nacionalismo como «el sacro egoísmo» y en su discurso de octubre de 1922, antes de iniciar su famosa marcha a Roma, indicaba que «nuestro mito es la nación, la gran nación que queremos construir». Pero también advertía el líder del fascismo italiano en ese discurso que la mitología nacionalista era muy superior a la mitología del socialismo. Ahí, sin duda, Mussolini estaba muy equivocado, pues pensadores como Marx y Engels que siempre habían defendido el fin de la Nación burguesa cayeron en las redes más profundas del simbolismo nacionalista al convertir la vida y problemas de los obreros en el referente universal de una nueva y futura nacionalidad: el partido-Patria del proletariado. Y si los patriarcas Marx y Engels bajaron con gusto a las simas del nacionalismo de clases, resulta que sus seguidores no harían sino ahondar en el proyecto imperialista de La Patria obrera:

«las masas trabajadoras del que fue imperio de los zares han querido subrayar el carácter apatriótico de su país prescindiendo de la antigua denominación geográfica del mismo para adoptar la de «Unión de Repúblicas Soviéticas», que irá persistiendo a medida que vayan adhiriéndose a la Unión las nuevas patrias que conquiste el proletariado internacional».{14}

No fueron, pues, las coaliciones de extrema derecha las únicas que, a las brasas del fuego nacionalista, cocinaban proyectos cainitas. También los partidos y movimientos inspirados en la izquierda marxista inventaron, y desde el principio de exclusión, su concepto propio de nacionalidad que, aunque tuviera apariencia internacionalista, no por eso era menos nacionalista. Dicho de otro modo. El proyecto de nación proletaria también habitaba en las entrañas del marxismo. Recordemos, a modo de anécdota. que el «Che» solía firmar sus cartas con la expresión «patria o muerte». Recordemos también el título patriótico, y no por eso no nacionalista, de algunas publicaciones del Partido Comunista español como Nuestra Bandera.

11. Ideas incendiarias: el enemigo invisible

En medio de esta marea de exaltación nacional vivida tanto en el lado reaccionario como en el lado revolucionario, muchos pudieron reivindicar la identidad genética del Pueblo, cuyos valores simulaban ser más auténticos, más naturales y, sobre todo, más afines al ámbito de la biología, muchos pudieron reivindicar la existencia de una supuesta identidad humana genealógicamente pura y perfecta. Y como no interesaba solucionar los conflictos sociales en el seno de la democracia, la idea de apelar a criterios bio-políticos gozaba día a día, en ciertos círculos intelectuales, de mayor credibilidad. De esta forma, con artimañas opuestas al estado de derecho, Maurras, por ejemplo, se empeñaba en atacar la línea de flotación de los Derechos del Hombre. Pero no estaba solo. El tono y el discurso de no pocos pensadores y políticos antiliberales de izquierdas y de derechas no hicieron sino avivar los odios vecinales y enfervorecer a las masas acerca de los peligros del enemigo invisible.

La solución a los problemas no pasaba por la vía del juego democrático ni por mantener en vigor la práctica parlamentaria del consenso y del pacto en la arena política. Tampoco pasaba mucho menos por respetar la filosofía de los derechos humanos, basados en el odioso y universal principio de igualdad. No, la solución de los problemas políticos pasaba por la necesidad de aludir a las diferencias que separaban y diferenciaban a los seres humanos. Recordemos a este respecto el caso «Dreyfus», antesala del odio racial hitleriano, y que Maurice Blanchot espléndidamente analiza en Los intelectuales en cuestión. Esbozo de una reflexión (1984).

Visto con un poco de perspectiva, lo que le sucedió a este funcionario francés es un ejemplo de identidad inventada, de nacionalidad imaginada. Tanto es así, que si analizamos la forma de hablar del antiliberal y antidreyfusard Maurice Barrès veremos cuán presente está en él la búsqueda de un paraíso nacionalista, incluso a golpe de mentiras y razas inexistentes. Barrès que dejó a la posteridad cuál era su parecer sobre el traidor Dreyfus, a la sazón oficial del Estado Mayor francés y para más señas judío, Barrès, decimos, ofrecía un remedio aberrante: «en vez de juzgar a Dreyfus según la moralidad francesa y nuestra justicia como a un semejante, reconoceríamos en él al representante de una especie distinta». A juicio de Barrès, si nos valiéramos de criterios zoológicos, Dreyfus no era hombre.{15}

¿Qué consecuencias ideológicas tiene un enfoque tal? A efectos legales, que el adversario potencial de la Nación no solo reside en los extranjeros que habitan al otro lado de las fronteras nacionales, sino también en aquellos representantes humanos que viven, pared con pared, en el mismo edificio de nuestra vivienda y que sin embargo, cuando se deserta del sentido habitual de la moralidad y de la justicia, es evidente que no reúnen las condiciones necesarias para gozar del mérito de la ciudadanía y del status de humanidad. El enemigo, aunque invisible, estaba dentro, a nuestro lado. La búsqueda de la verdad exigía, por tanto, abrir los ojos y demoler para siempre las fantasías liberales con el fin de acercarnos a las fuentes de la Vida, único garante de la justicia verdadera.

Fichte había reconocido que el ser humano «solo puede serlo entre los seres humanos». Pues bien, con la invasión del romanticismo los «césar», los «mesías», los defensores de los Pueblos como los Prat de la Riba, los Arana, los Hitler... admitieron con facilidad que un ser humano podía dejar de ser tal entre otros seres humanos. Bastaba con ver diferencias, con ubicarse en el ámbito de lo particular, y no asumir lo que les une y asemeja. No era lógico entonces, a juicio de Barrès, tratar como a un igual a Dreyfus, del mismo modo que frente al despreciable español había que ver en vascos y en catalanes, según Cambó, las enseñas de dos pujantes y nobles etnotipos raciales. Pero menos lógico aún era, nos alecciona Hitler, que «el hijo de un negro que hubiese vivido en un protectorado alemán y se domiciliara actualmente en Alemania, fuera automáticamente un ciudadano del Estado alemán». Y añade Hitler: «sé que lo que afirmo no será recibido con simpatías».{16}

Llegado a este punto, nos preguntamos: ¿cómo la xenofobia pudo colarse con toda su grandeza asesina en las entrañas de la política? Pues a través del reconocimiento identitario de un sentido peculiar y ruin de la nacionalidad. Al fin y al cabo, hay que recordarlo, la palabra «patria» procede de la voz latina «pater», que significa padre. Y la patriedad que ponían en marcha los movimientos xenófobos dando valor a los vínculos umbilicales del individuo implicaba repartir beneficios legales entre los hijos nacidos de unos padres determinados (derecho de sangre, o ius sanguinis). De este modo, se admitió tanto la locura de registrar diferencias anatómicas entre las personas como la necedad de anular la validez jurídica del «ius soli», o derecho del suelo que, hasta la fecha, permitía adjudicar la nacionalidad por el lugar geográfico del nacimiento. Solo así, con medios tan ruines pudieron surgir referencias cartográficas como Nación-herencia y Nación-biología. «Nación-herencia» porque la Nación «es la tierra de los muertos», declaraba Comte. «Nación-biología» porque se entendía que la Nación era el tronco de los padres y de los hijos. De los padres y de los hijos verdaderos, se entiende. «La Patria es un ser de la misma naturaleza que nuestro padre y nuestra madre: la Patria es lo que une por encima de lo que divide», afirmaba Maurras.

Y todas estas afirmaciones ¿qué suponían desde el punto de vista jurídico? Implicaban ni más ni menos lo siguiente: que era lícito desposeer de su ciudadanía a muchas personas para tratarlas en calidad de extranjeras. Y todo ello desde el argumento circular de que, al no cumplir los requisitos del ius sanguinis, no podían exhibir antecedentes genealógicos dignos. Más aún. Como esas personas mantenían parentesco con razas indeseadas se les prohibía su integración en el alma de un Pueblo. ¿Por eso, Prat de la Riba construyó su nacionalismo desde la xenofobia? ¿Por eso, Alfred Rosenberg organizó deportaciones masivas para hacer posible la germanización de Ucrania? Naturalmente. Y es que la Raza era un concepto aglutinador de la colectividad, y la comunidad étnica el elemento esencial que giraba sobre principios totémicos de identidad anatómica. Y el binomio «padre/madre» el ítem agrario que certificaba el componente racial de los moradores de un país, y medía la robustez de la cosecha de la Patria.

No hay duda: la fe en las esencias raciales no conciliaba bien con la tradición laica e ilustrada del liberalismo. Y así ocurrió que entre fuertes dosis de emotividad, entre profecías y oráculos aumentaron las falsas evidencias. Sí, aunque a costa de crear falsos mitos políticos, a costa de creer en principios biológicos inexistentes, a costa de admitir ilusas evidencias históricas y aprobar toda suerte de bagatelas intelectuales que, a la vez que carecían de cordura, contenían las semillas de la discordia, del rencor, del odio.

En conclusión, utilizando planteamientos restrictivos y excluyentes, a nacionalistas les fue posible incluir a ciertos grupos humanos en la geografía militar de enemigos de su Nación, y, al revés, comprender en la categoría guerracivilista de enemigos de la Raza a grupos de población tildados de antipatrióticos. Ahora bien, si para ser apto a la Nación había que cumplir el requerimiento patriótico de la buena herencia, no sorprende que los antiliberales definieran la Patria como lo hicieron: tomándola como comunidad de nacimiento y siempre desde un fantaseado punto de vista biológico.

12. La alambrada ontológica

En El manifiesto de los 14 puntos (1918), Thomas Woodrow Wilson había pronosticado que «la injusticia que Prusia cometió en el año 1871 para con la nación francesa en lo referente a Alsacia y Lorena, esa injusticia que desde hace casi cincuenta años ha puesto en peligro la paz del mundo, debe ser reparada para que pueda restaurarse la paz en el interés de todos». Ni que decir tiene que el contencioso nacionalista franco-prusiano no solo motivó la explosión de la I Guerra Mundial, sino que destapó el potencial caníbal que tienen todos los nacionalismos. Tanto es así que al anarquista Kropótkin no se le escapó observar cómo «fomentar el patriotismo haciendo a los hombres chauvinistas es la labor más política y lucrativa del periodismo. Ni los niños siquiera están libres de tal furor; se les impone la obediencia ciega a los gobiernos del momento, sean azules, blancos o negros, y cuando llegan a los veinte años, se les cargará como a burros de cartuchos, utensilios, provisiones y un fusil; se les enseñará a marchar al sonido de tambores y trompetas; a degollar como bestias feroces a derecha e izquierda».{17}

Igual que denunció Kropótkin el peso del periodismo a la hora de azuzar en la sociedad odios vecinales, el bretón Ernest Renan también percibió los desatinos del amor patrio, de la patriedad, o sea, del chauvinismo. Renan que defendía que las naciones no son entidades imperecederas sino estructuras históricas con un principio y un fin, criticaba a quienes se dejaban seducir por la idea de eternidad de nación y entrampar a la vez en el esencialismo de nociones nunca políticas, como sangre, raza o lengua. Apelando al sentido común, Renan atacaba a aquellos que azuzaban los odios vecinales al confundir patria con raza y mezclar la política con asuntos de biología y embarullar y complicar la vida social.

Era tal el absurdo que generaba el confundir la nación con la lengua, con la raza o la sangre que Renan, no pudiendo por menos, declaraba que «el hombre no pertenece ni a su lengua ni a su raza: no se pertenece sino a sí mismo, puesto que es un ser libre, un ser moral». Así lo aseguraba en 1887, exactamente en el prólogo a sus Discursos y Conferencias. Y es que para Renan, gran defensor de la libertad, que no del igualitarismo, la Nación no era ni más ni menos que un acto de independencia, un compromiso por el que sus miembros aceptan vivir juntos y hacer cosas en común pero desde la libertad, nunca desde la sangre, la raza... ¿Por qué? Porque con prejuicios que ofuscan el entendimiento, la sangre y la raza solo sirven para encadenar a las personas a ese mundo sin libertad que es la biología.

Desde un convencimiento tal en la libertad, durante la conferencia que impartió en la Sorbona con el título Qué es la nación (11-V-1882), Renan dijo que la Nación «es pues una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y los sacrificios que todavía se está dispuesto a hacer. Supone un pasado; se resume, no obstante en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida en común. La existencia de una nación es (perdónenme esta metáfora) un plebiscito de todos los días».

Sin lugar a dudas, un enfoque tan libertario como el que exhibía Renan chocaba con la filosofía determinista de los patrio-racistas, muy en auge en Europa a partir de la unificación de Alemania y sobre todo a raíz del éxito que consiguieron los alemanes en la guerra franco-prusiana (1870-1871). Hasta el propio Wagner, herido de patriotismo, publicaría un libelo contra los parisienses vencidos, asunto que enfadó a Nietzsche tal y como se desprende de su escrito autobiográfico Ecce Homo (1888). A pesar de ser amigo personal de Wagner, jamás sintió a diferencia de él ningún tipo de simpatía hacia la causa nacionalista. Por eso, en la antípoda de los patrio-racistas de su país, Nietzsche afirmaba:

«estamos muy lejos de ser lo bastante alemanes (en el sentido en que hoy se emplea la palabra) para convertirnos en voceros del nacionalismo y de los odios de razas, para regocijarnos con las aversiones y el modo de hacerse mala sangre los pueblos, a que se debe que en Europa se atrincheren unos contra otros cual si quisieran separarse con cuarentenas. [...] Nosotros los sin-patria somos demasiado varios, demasiado mezclados de raza y de origen, para ser hombres modernos, y por consiguiente, nos sentimos muy poco inclinados a participar en esa mentida admiración de sí mismas que hoy practican las razas y en ese descaro con que hoy se ostenta en Alemania, a modo de escarapela, el fanatismo germánico, cosa que parece doblemente falsa e inconveniente». Es más, «siendo como soy instintivamente refractario a todo cuanto sea alemán, [...] yo consideraba a Wagner, lo veneraba como un producto del extranjero, como un contraste, como una protesta viva contra las «virtudes alemanas».
Los que respiramos aún siendo muy niños el aire pantanoso de 1850 [...] no podemos consentir el predominio de los tartufos. Claro es que me tiene sin cuidado el que cambie de colores la bandera, que se vistan de escarapela o se pavoneen con uniforme de húsar.
Pues bien, Wagner era un revolucionario. Había huido de los alemanes, y artista antes que nada, no podía tener otra patria en Europa más que París.
[...] Pero lo que nunca he perdonado a Wagner es su condescendencia con Alemania, que llegase a ser un alemán del Imperio».{18}

Nietzsche veía absurdo, además de inconveniente, practicar la admiración por la raza y, como Renan, anotaba los riesgos de esa ideología que se apoyaba sobre el postulado, a todas luces ficticio, de la raza «pura» de un Pueblo. Ante tal disparate, Nietzsche criticaría la postura indecorosa de su amigo Wagner, mientras que en el lado francés era Renan quien reaccionaba frente al nacionalismo de razas, y en su conferencia Qué es la nación (11-V-1882) sostenía con dureza: «el estudio de la raza es capital para el sabio que se ocupa de la historia de la humanidad. Pero no tiene aplicación en política. [Y añadía:] la historia humana difiere esencialmente de la zoología. La raza no lo es todo, como entre los roedores o los felinos, y no se tiene derecho a ir por el mundo palpando el cráneo de las gentes para después cogerlas por el cuello y decirles: «¡Tú eres de nuestra sangre; tú nos perteneces!»».

¿Era descabellado lo que decía Renan? En absoluto, de hecho en la segunda carta que escribió a Strauss (16-IX-1870), ya Renan había estudiado en profundidad los peligros de la alambrada ontológica, peligros que no eran sino los que provenían del acto de equiparar la nación con lengua y raza, y siempre desde pareceres excluyentes y rencorosos. Pues bien, debido al arraigo de ese sinsentido, del sinsentido de identificar la «nación» con lengua y raza, Renan le sugería a Strauss que «la división demasiado acusada de la humanidad en razas, además de basarse en un error científico -muy pocos países poseen una raza verdaderamente pura-, no puede conducir más que a guerras de exterminio, a guerras «zoológicas» –permítame decirlo– análogas a las que diversas especies de roedores o carnívoros libran por la vida. Esto sería el fin de esta mezcla fecunda, compuesta de numerosos elementos todos ellos necesarios, que se llama la humanidad. Ustedes [Renan se refiere a los alemanes] han levantado en el mundo la bandera de la política etnográfica y arqueológica en lugar de la política liberal. [Y agrega sentenciando:] esta política les será fatal». Previsión que, claro está, se va a cumplir al pie de la letra solo unos años después cuando germanófilos racistas de la talla de Prat de la Riba apuestan por construir en Europa nuevos imperios, nuevas fronteras coloniales y «trabajar para reunir a todos los pueblos ibéricos, desde Lisboa al Ródano dentro de un solo Estado, de un solo Imperio; y si las nacionalidades españolas nacientes saben hacer triunfar ese ideal, saben imponerlo como la Prusia de Bismarck impuso el ideal del imperialismo germánico, podrá la nueva Iberia elevarse al grado de imperialismo: podrá intervenir activamente en el gobierno del mundo con las otras potencias mundiales, podrá otra vez expansionarse sobre las tierras bárbaras y servir a los altos intereses de la humanidad guiando la civilización a los pueblos rezagados e incultos».{19}

13. La llamada de Delfos. En busca del bosque originario

«Me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que antes de 1914 viajé a la India y América sin pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había visto uno. [...] No existían salvoconductos ni visados ni ninguno de estos fastidios», subrayaba Stefan Zweig. Sin embargo, este panorama fue desapareciendo y, frente al mito liberal de un mundo abierto y sin fronteras, los nacionalistas exigirían la instauración de vallas y puertas, también la vuelta medieval a los usos de fosos y puentes levadizos; y a la vez que reclamaban el retorno a las aduanas, demandaban el empleo de carnés lingüísticos, de pasaportes raciales... Lo cual, todo ello, hacía, por supuesto, imposible el tránsito libre de las personas.{20}

Exaltada hasta la histeria la conciencia de pertenencia nacional, intelectuales, juristas y un sinfín de políticos acabarían refiriéndose a los lazos identitarios del Pueblo que crece desde el centro y se eleva, sin sobresaltos ni cambios, a partir de un mismo tronco. (El empeño antiperiférico por retornar a los ancestros provocaba delirios de permanencia, de estabilidad orográfica.) Y a la vez que alentaban esa visión de la realidad, en las profundidades del suelo germinal creían ver esos mismos intelectuales, esos juristas y políticos las raíces vivas de la identidad racial. Por supuesto, con esta forma druídica de sustentar los parentescos políticos de la comunidad se favorecía la llamada telúrica de la Tierra. O dicho de otro modo. Con esta manera uterina de reflotar símbolos vegetales se favorecía la búsqueda ctónica del bosque originario. De ahí la forma geocéntrica con que se expresaba Barrès (las raíces), Arana (el árbol), o el mismo Adolf Hitler (la savia de la raza alemana). Pero también de ahí que Barrès, Arana y Hitler sintieran la falta de unidad étnica como si fuera –parafraseamos a Octavio Paz en El mono gramático– un «dolor de raíces y de follajes rotos», tanto o más cuanto que estos autores entreveían gran peligro en el cosmopolitismo, en los cambios migratorios, en la mezcla babélica de culturas, en la falta de visados... y mostraban mucho desasosiego ante la globalización, la confusión racial..., y la falta de vigencia de fosos y puentes levadizos.

No hay duda, la revolución que ponían en marcha muchos patriotas de la raza implicaba desterrar, y para siempre, valores políticos como Democracia, Parlamento, Liberalismo... sustituyéndolas por formas histéricas de gobierno que tuvieran sus pies en el seno de la madre tierra. El propio Heidegger lo apuntó de manera espléndida el 27 de mayo de 1933 durante su discurso de toma de posesión del Rectorado cuando ctónicamente subrayó que «el mundo espiritual de un pueblo no es una superestructura cultural como tampoco un arsenal de conocimiento y valores utilizables, sino que es el poder que más profundamente conserva las fuerzas de su raza y de su tierra».

Ahora bien, aunque parezca fácil, ¿cómo conservar al mismo tiempo las fuerzas de la raza y de la tierra, o cómo unir a las personas a su destino totémico? Para conseguir tal revolución; para pasar de la Arqueología (fundamentos de la nación) a la Genealogía (ascendencia sanguínea de sus moradores); para lograr que la Arqueología se confundiese con la Genealogía; para asumir que la nación fuera concebida a modo de amasijo orgánico de raza y tierra, sangre y barro; para dotar de orgullo a una raza y tomarla como cuna de una humanidad elegida, que no de La Humanidad; se precisaba un puente, un nexo en común, se necesitaba un intermediario umbilical a todas luces délfico y ese puente, ese vínculo era sin duda La Mujer, tanto o más cuanto que Ella, fuera de cualquier metáfora, encarnaba la llama de La Vida y dotaba de fuerza, energía y salud a esa Gran Familia de Familias que, para muchos, era la Nación. Por este, y no por otros motivos, Sabino Arana, que en su juventud había leído El liberalismo es pecado del catalán integrista y ultra conservador Félix Sardá y Salvany, se casaba con «Nicolasa Achicallende, a quien selecciona con precisión de zoólogo, especialmente a la hora de comprobar en el archivo parroquial, a fuerza de reconstruir el árbol genealógico con 126 apellidos, que el «allende» no suponía impureza de sangre. «De esta manera pude llegar a hallar la incógnita y tranquilizarme», escribe [Arana] a su amigo Arazandi. «El apellido es el sello de la raza», añade en otro momento».{21}

Con la delfocosificación del sexo femenino los nacionalistas conseguían que no existieran diferencias entre familismo ginecológico y familismo patriótico. E igual que no hay confusión entre raíz y tallo, los nacionalistas entroncaban linaje y procreación. E igual que en la legendaria Esparta el matrimonio servía de vehículo para la mejora étnica de la población y un marido podía ceder su mujer a un varón excelente con la intención de obtener una descendencia superior, en el fascismo contemporáneo las mujeres tenían que parir hijos sanos y fuertes para el Estado. Tanto es así que el lugarteniente alemán Martín Bormann pensaba que «cuando acabe esta guerra nuestra situación etnográfica será catastrófica [...]. Si en la cría de ganado he de atenerme estrictamente al acoplamiento de animales [...], la mujer que a la terminación de esta guerra no tenga marido ni probabilidades de conseguir uno, debe hacer vida marital con un solo hombre a ser posible y engendrar el mayor número de hijos que pueda [...]. Es necesario fomentar el culto a la madre para asegurar el porvenir de nuestro pueblo». Esta fórmula de matrimonio, llamada Volknohete, enaltecía desde el punto de vista nacionalista el acto de tener descendencia y, mientras combinaba la idea de fecundidad con patria y raza, la mujer era a modo de tierra procreadora el instrumento délfico que daba vida a los Héroes, conservaba la pureza de la Raza y con energía maternal sustentaba los cimientos de la Patria.{22}

La obsesión eugenésica del nacionalsocialismo alcanzaba límites enfermizos, como han estudiado Ken Anderson y Dusty Sklar. De hecho, Hitler pensaba que la raza más pura estaba en Noruega y, por tal razón, puso en marcha los Hogares Lebensborn, reservados para esos niños y niñas nacidos de la unión de mujeres noruegas con miembros del ejército alemán. La creación de dichos hogares se basaba en las ideas de Walter Darré, periodista y político alemán que pasaba, además, por ser uno de los teóricos de la ideología nazi al lado de Alfred Rosenberg y Ernst Jünger. Pues bien, Darré había formulado la teoría de Das Blut und Der Boden (La Sangre y El Suelo) identificando la sangre nórdica con la tierra alemana. Y sobre esta utopía, es decir, sobre el mito de gestar la raza perfecta, otro destacado miembro del partido nazi, Himmler, aportaría su particular grano de arena: con Himmler brotaba la «Orden de la sangre (Nórdica)». Y no solo eso. Himmler que defendía la ley sagrada de la tierra, los muertos y la estirpe creía en la necesidad de copular en aquellos cementerios donde hubiera héroes enterrados. En su opinión, la simiente espiritual de esos antiguos superhombres lograba colarse délficamente por el vientre de esas mujeres que, entre los muros sagrados de las sepulturas nórdicas, se afanaban por lograr la gestación y lograr que sus hijos heredaran las cualidades de los titanes allí enterrados.

¿Entonces? Simplemente esto: que igual que «la gran Revolución francesa busca sus figuras ideales en la Antigüedad clásica, sobre todo en la romana, y cualquier tribuno del pueblo se da a sí mismo e impone a sus retoños nombres sacados de Cicerón y de Tácito. Del mismo modo, un buen nacionalsocialista pone el énfasis en su parentesco de sangre y de espíritu con los germanos, con los hombres y dioses del norte».{23}

Con la vuelta a las fuerzas de la tierra como centro del universo se estaba procediendo, queda claro, a desmantelar el edificio democrático. Y, con el desbaratamiento del Estado liberal poniendo fin también a la forma pacífica de vida entre las personas. Es más, con el nacionalismo fantaseado, la Patria devino tierra de exclusión en cuyo altar se libaban, siempre en torno a un falso principio racial de identidad, los sentimientos de exaltación del yo colectivo, del Nosotros. Y por erigirse la Nación en dogma y culto se pudo llegar a cometer brutalidades sin fin contra las personas que no eran incluidas en el grupo de nación/raza dominante ni gozaban (tampoco podían aspirar a disfrutar) de ningún status de ciudadanía. No extraña que, al término de la II Guerra Mundial y tras los brutales desastres vividos, el Papa Pío XII en su mensaje de Navidad de 1954 condenara el nacionalismo como fuente de males ilimitados.

14. ¿La excepción que cumple la regla?

La fórmula «Volknohete» no podía prosperar fuera de su núcleo de gestación. Al fin y al cabo, Hitler se había propuesto como meta situar su sentido racial de Estado por encima de los credos cristianos de Alemania, igual que los revolucionarios franceses instituyeron en la segunda mitad de noviembre del año 1793 el culto a la Razón, también por encima del culto cristiano. Por supuesto, este tipo de proyectos claramente paganizantes nunca encontró, en España, eco ni apoyo, y menos a partir del año 1939. Y es que, tras ganar la Guerra Civil, Franco logró reflotar un sinfín de tradiciones antimodernas a partir de los fueros más arcaizantes de la religión católica.

El patriotismo natalista que en España se puso en marcha permitió al sexo masculino volver a gozar de un status cenital de superioridad. De hecho, la tarea de los ideólogos del franquismo consistió en resituar la vida de hombres y mujeres en una nueva geografía después de ser, eso sí, extirpada toda la legislación constitucional del período republicano. Así que, desde el retorno a una obsoleta arquitectura pudo desaparecer el axioma de la igualdad de derechos. A consecuencia de lo cual, la mujer quedaba sujeta a la tutela del varón y, como debía abrazar por ley la feminidad marital y procreadora, en el régimen franquista no cabían otras opciones. Por eso y dado que las únicas cualidades de estimación social y política residían en su vientre procreador, la mujer quedó convertida en un «totus uterus». No podía ser de otro modo si las tácticas político-natalicias de los regímenes fascistas siempre intentaron propiciar que las mujeres pariesen para el Estado hijos, y muchos. Obsesión ctónica que se observa en la trayectoria política del General Franco cuando este militar llegó a establecer una serie de ayudas destinadas a los matrimonios fecundos, tal y como se desprende de la Ley de Bases de 18-VII-1938.

La prensa, adicta al Régimen fascista, también dejaba claro en los titulares de periódicos cuál debía ser el destino femenino. Así, en el Heraldo de Aragón, con fecha de 24 de Marzo de 1940, se lee «Función social del matrimonio. Educar a las futuras madres para la repoblación de España». Es más, iniciado el año 41 se penaliza tanto el aborto como el uso y propagación de información anticonceptiva, medida que la Italia fascista, en el código del 1930, había recogido también con su ley sobre «delitos contra la sanidad e integridad de la estirpe». Pero llegó a tales límites la obsesión franquista por mantener a la fémina en el ámbito doméstico, que no solo se impidió el empleo de la mujer casada cuando la percepción salarial del cónyuge superaba un determinado nivel económico, sino que incluso en las legislaciones posteriores a 1942 se recogía que la trabajadora, al contraer nupcias, abandonara su puesto de trabajo a cambio de una dote nupcial. Declarado el arquetipo matrimonial como esencia de la feminidad, el Régimen penalizará el rol laboral de la mujer, aspecto que se complementaría con la promulgación de la Ley Sálica (1947), en virtud de la cual no podía la mujer acceder a las más altas instancias del Estado.

Hay que indicar que estas medidas no eran novedosas. La ideología de Franco seguía al pie de la letra el espíritu católico de la Encíclica del Papa Pío XI Casta Connubii (1930), en donde se aseveró que el lugar del sexo femenino no era otro que el matrimonio. Pero no olvidemos tampoco que ya en 1936 el historiador Juan Gaya consideraba antisocial y antieconómica la irrupción de la mujer en la esfera laboral pues, en su opinión, el sexo femenino realizando un trabajo fuera del hogar subvertía la estructura familiar suplantando en el ámbito público la figura del hombre trabajador.

Convertida la gestación en un elemento básico de la vida femenina, surgiría el Patronato de Protección de la Mujer por el Decreto de 6-XI-1941, patronato que servía para ejercer de manera operativa un fuerte control ideológico sobre el mundo femenino. Con esta medida el Régimen reforzaba únicamente aquello que le era afín. Como ejemplo de ello, la poetisa Amparo Abad obtendría el premio «García Lorca» en 1950 por su poema Maternidad. Y en este ambiente tan patriarcal el científico y botánico Pío Font y Quer en su obra Plantas medicinales (1962) definiría la menstruación como «sangre de casaderas».

Visto lo visto, ¿cuál era el valor social que emanaba la mujer? Prácticamente nulo. Ella vivía inmersa en un estado de postración concepcionista, y de alienación biológica. Además, si el Papa Pío XI había declarado en la Encíclica citada la superioridad de la vida del neonato frente a la de la madre cuando ambos estuviesen en peligro, resulta que en el franquismo el beneficiario de las ayudas por maternidad era el cabeza de familia. Esto se observa en el artículo 30 del Decreto de 31 de Marzo de 1944, donde el binomio «fecundidad-trabajo» era un asunto de hombres y el marido podía ver mejorado los frutos de su trabajo con las labores de la fecundación. Es por esto, y no por otros motivos, por lo que las ayudas a la natalidad eran otorgadas en su mayoría por el Ministerio de Trabajo, que a su vez negaba la concesión del plus familiar a las familias con madre trabajadora, o sea, en activo. Es por esto, y no por otras razones, por lo que el Régimen asoció la entrega de los famosos Premios de la Natalidad con la conmemoración festivo-laboral del 19 de Marzo, día del Padre. Esta festividad, al tener como patrón a san José, servía para legitimar la autoridad pública que emanaba la figura del paterfamilias y de paso, desde el punto de vista teocrático, para resaltar la imagen de Franco como cabeza visible de la Sagrada Familia (de España).

Se puede discutir este enfoque diciendo que en España había un culto a la mujer-madre. Sin duda, tiene sentido tal objeción, sobre todo cuando el Régimen utilizaba de modo iterativo expresiones lingüísticas como Madre Patria, Nuestra Santa Madre Iglesia..., expresiones con las que traslucía la alta estima institucional por la gestación femenina. Sin embargo, dejando a un lado la semántica del nacional-catolicismo, la verdad es que la mujer española vivía en un estado de postración social, pues «concepción y natalidad» constituían términos exclusivamente masculinos. Y la ocultación de lo femenino llegó a explicitarse en el Seguro de Maternidad en donde la maternidad sería destipificada como algo propio de la mujer, pasando la gestación y el parto a integrarse en la cláusula general de cuestiones por enfermedad. Así se desprende del artículo 5º del Decreto de 9 de Julio de 1948. Además, conviene recordar que el padre de familia era, debido a su biología concepcionista, un sujeto que manifestaba «un acto de ciudadanía», amén de ser símbolo «ejemplar en la vida social».{24}

Lo curioso de esta política estriba en sus lacerantes contradicciones ideológicas: san José no tuvo hijos con la Virgen María; el espíritu concepcionista del catolicismo franquista estaba respaldado por un ejército de sacerdotes infértiles; Franco sólo tuvo un vástago; los premios de natalidad penalizaban el concepcionismo no matrimonial; la Sección Femenina, organización que predicaba el natalismo, contaba entre sus filas con un gran número de mujeres solteras. Y si como sabemos a través de la biografía de la patrona de la Sección Femenina, Teresa de Jesús, esta santa quiso rehuir los deberes del matrimonio eligiendo una vida monacal, no hay duda de que el natalismo franquista estaba ricamente impregnado de curiosas contradicciones. Y si la Virgen María fue, en la práctica, una madre soltera, durante el franquismo la madre no casada fue de continuo marginada y humillada, y el Régimen no dejó de castigarla a través de diversos vericuetos legales.

Y es que la madre soltera había roto, fuera del santo sacramento del matrimonio, el tabú de la virginidad y, por tanto, acorde con su osadía sexual no dispondría del Seguro de Maternidad, del mismo modo que sin el cabeza de familia tampoco constituía familia. Catapultada al ostracismo, se le negaba el seguro médico de maternidad aun siendo madre, y tampoco podía formar una familia pese a que la tuviese. En consecuencia, aunque en el pasado etimológicamente «matrimonio» significó «oficio de madre», para el franquismo la conditio sine qua non del orden social residía en la maternidad legalizada a través de la ceremonia católica del matrimonio. Es más, al no haber vínculo sacramental y tampoco constancia del padre, la madre soltera no disponía ni siquiera del libro de familia en donde administrativamente dejara constancia de su prole. En estos términos tan duros se movía la lógica franquista.{25}

La madre soltera encarnaba de lo que más odiaba el Régimen, pues si incluso en el caso de una maternidad tan atípica como la de Virgen María existió un padre putativo, con idéntico motivo en la maternidad franquista el padre debía ser el requisito regulador de la normalidad legal y biológica del sexo femenino. No podía ser de otro modo si el Régimen había defendido la superioridad legal del varón llamárase padre, patrón, o esposo. Y por ello, a la mujer le fue prohibido tanto el amancebamiento como el adulterio por la Ley de 11 de Mayo de 1942.

15. Muerte a la inteligencia

No podemos acabar estas líneas sin reseñar la acción venenosa que recae sobre el irracionalismo, y más cuando los Prat de la Riba, los Arana, los Lenin los Mussolini, los Franco, los Hitler... pudieron decir lo que dijeron gracias a sus proclamas, tan irracionalistas como llenas de odio. Pero para hablar del irracionalismo conviene antes anotar los muchos réquiems que por toda Europa ya venían, desde hace tiempo, entonándose. Y es que la inteligencia, el sentido común, la búsqueda de la verdad... desde hacía unas décadas estaban dejando de ser elemento esencial dentro de la vida social. Y por el hecho de que estaban dejando de ser punto de referencia dentro de la convivencia, la escritora española, penalista y socióloga Concepción Arenal se quejaba en sus Cartas a un obrero (1871) de que «la ciencia puesta al servicio del interés o de la pasión, ni se engrandece ni se extiende; vicia en vez de purificar la atmósfera en que vive el espíritu; es una especie de monstruo repugnante o infecundo».{26}

El comentario que lanzó Concepción Arenal resulta históricamente adecuado, y más cuando Nietzsche al inicio de su obra inacabada La voluntad de poder, obra publicada un año después de su muerte, en 1901, también señalaba que «toda nuestra cultura europea se agita ya desde hace tiempo, con una tensión torturadora, bajo una angustia que aumenta de década en década, como si se encaminara a una catástrofe; intranquila, violenta, atropellada, semejante a un torrente que quiere llegar cuanto antes a su fin, que ya no reflexiona, que teme reflexionar».

El análisis de Arenal sobre la aparición de un monstruo repugnante se complementa muy bien con la visualización de Nietzsche sobre Europa sumida en la crisis y en el temor a reflexionar. Veinte años después, Oswald Spengler llegaría a defender en su obra titulada La decadencia de Occidente (1918-1922) que la época de las luces, o la época en la confianza en la Razón pertenecía a la edad otoñal de la Cultura. Con comentarios de este tipo no se respiraba en el aire sino pesimismo, pues por un lado Nietzsche profetizaba desastres mientras que, por otro, Spengler veía irreparable el declive de Occidente. Item más. Si Paul Charles Joseph Bourget en Los Ensayos de Psicología contemporánea (1883), al estudiar a los autores que más le habían influido (Renan, Baudelaire, Flaubert, Stendhal, Taine...), acabó observando cómo estos intelectuales encarnaban las formas modernas del desánimo, con el paso del tiempo el tono de ese pesimismo se volvería más oscuro, incluso más denso. Y aunque el filósofo berlinés Georg Simmel registró en 1918 El conflicto de la cultura moderna, cuatro años antes el discípulo de Dilthey Eduard Spranger, también filósofo berlinés, había señalado la dificultad de pensar desde criterios objetivos; y ante tal inconveniente decía en las primeras páginas de su voluminosa obra Formas de Vida que «la sociedad puede valorar tan falsamente –es decir solo subjetivamente– como la conciencia individual. Ha de construirse, pues, una conciencia normativa, es decir, una conciencia guiada por leyes objetivas que sea árbitro tanto de lo individual como de lo colectivo».

¿Lo que formulaba Spranger era realmente posible? No, puesto que como todo el mundo quería tener razón, nadie iba a ceder su cuota de verdad por un sistema de mediación y arbitraje. La opción que apadrinaba Spranger, la conciencia guiada por leyes objetivas, tenía poca salida en un mundo cuya crisis de valores lo envolvía todo y, como decía Nietzsche, es palpable el miedo a reflexionar. Crisis de valores de la que el muniqués Max Scheler no pudo desprenderse cuando, al inicio de El puesto del hombre en el cosmos (1928), subrayaba el hecho de que «en ninguna época de la historia ha resultado el hombre tan problemático para sí mismo como en la actualidad».

Pero Scheler no era el único en formular tales diagnósticos. El pensador José Ortega y Gasset en su paradigmática obra La rebelión de las masas anotaba dos años más tarde cómo prendía entre la izquierda y la derecha el irracionalismo de la peor laya, y decía: «cualquiera puede darse cuenta de que en Europa, desde hace años, han empezado a pasar «cosas raras». Por dar algún ejemplo concreto de estas cosas raras nombraré ciertos movimientos políticos, como el sindicalismo y el fascismo. [...] Bajo las especies del sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón sino que, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón». Y añadía Ortega: «lo «nuevo» es en Europa «acabar con las discusiones», y se detesta toda forma de convivencia que por sí misma implique el acatamiento de normas objetivas, desde la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia».

Dudo mucho que Ortega, cuando se refería a ese tipo de hombre que solo quiere imponer sus opiniones, conociera la carta que escribió Lenin al escritor Gorki el 15 de septiembre de 1922. Carta en la que el gran líder de la Revolución rusa haciendo gala, como más tarde lo haría Hitler, de su infinito desprecio hacia los instruidos escribía acerca de la fuerza intelectual de los obreros en contraposición a la terminología escatológica aplicada a los intelectuales. Y es que, según Lenin, debía saber Gorki que «la fuerza intelectual de los obreros y campesinos crece en la lucha por derrocar a la burguesía y a sus acólitos, esos intelectuales de segunda fila y lacayos del capitalismo que se creen el cerebro de la nación. No son el cerebro de la nación. Son su mierda».{27}

El juicio pesimista de Ortega volvería a sacarlo a colación el psicólogo existencialista Karl Jarpers cuando en 1932 hizo anotar que lo que le había sucedido a la época contemporánea no era sino el arraigo del recelo, la propagación del sentimiento de desconfianza hacia el principio de autoridad, de racionalidad y de objetividad. Por supuesto, ni Georg Simmel ni Eduard Spranger ni Max Scheler ni Ortega ni Karl Jaspers fueron los únicos en registrar, desde distintos ángulos, el derrumbe de la civilización europea. El profesor de la Sorbona Albert Demangeon ya había publicado en 1929 un libro con un título muy revelador al respecto: El declinar de Europa. Es más, tal era la hondura de la crisis de valores que asolaba al continente, que el socialista italiano Arturo Labriola también se vio obligado a escribir unas páginas sobre El crepúsculo de la civilización (1937).

En medio de una atmósfera de abatimiento, el historiador Arnold J. Toynbee ya había venido hablando del «eclipse de Europa». Y por la misma época Julien Benda reclamaba en 1927 la vuelta a la racionalidad, el retorno a la ilustración y, sobre todo, la necesidad de practicar un pensamiento «libre» de ataduras políticas. Benda que criticaba el fascismo francés, italiano, el bolchevismo ruso..., no tomaba como argumento de autoridad el entusiasmo, la fe, la pasión, la heroicidad, el coraje..., propio de los movimientos de masas. Y puesto que se oponía con idéntico tesón a las corrientes nihilistas del existencialismo, se veía obligado Benda a condenar las filosofías irracionalistas (Sartre, Sorel, Bergson...) que sumían al ser humano en el maremagnum de la confusión.

16. El valor de los «no-valores»

El irracionalismo estaba profundamente arraigado en Europa. Y desde hacía décadas. Karl von Clausewitz, por ejemplo, al dedicar un capítulo de su obra De la guerra (1816-1831) a hablar de Las principales potencias morales, solo subrayaría las cualidades del «entusiasmo, celo fanático, fe y opinión», cualidades que tomaría, por cierto, tiempo después y al pie de la letra Adolf Hitler. Pero en honor a la verdad, y mucho antes que Hitler, fue el filósofo-símbolo de la postmodernidad, Friedrich Nietzsche, quien mejor supo elaborar un cántico a la muerte de la inteligencia, pues como continuador de la herencia anarquista de Max Stirner Nietzsche tomaba la objetividad por valor inferior. Por eso, al inicio de su obra Más allá del Bien y del Mal (1886), Nietzsche expresó sin ningún preámbulo ni floritura que «puede ser que deseemos la verdad, pero ¿por qué rechazar lo no-verdadero, o la incertidumbre y hasta la ignorancia?». Y no contento con estas declaraciones añade: «la mayor parte del pensamiento consciente de un filósofo está gobernado por sus instintos y forzosamente conducido por vías definidas». Motivo por el cual, advierte Nietzsche, «nuestro instinto más fuerte domina por igual nuestra razón y nuestra conciencia».

Según Nietzsche no había, entonces, posibilidad de sobreponernos a los instintos, del mismo modo que en opinión de Sigmund Freud era difícil sustraerse a la influencia todopoderosa del inconsciente. Con tales planteamientos, parecía que solo había una única vía: buscar dentro de la Vida las claves al enigma de la Vida. Así que, con un planteamiento tal, no existían razones para pensar desde la sensatez. Y desde la razón de la sinrazón, y por miedo a reflexionar, «no discutiremos con los periódicos ni con escritor ninguno sobre los puntos de doctrina, sean políticos, históricos o lingüísticos, escribía el nacionalista ultra conservador Sabino Arana en 1894; [...] sería perder el tiempo miserablemente, porque una discusión es siempre un paso atrás en el camino que se tiene trazado».

Unos años después, otro desertor de la racionalidad, Adolf Hitler Pöltz, no solo diría que «no es la objetividad, vale decir debilidad, sino resolución y energía» las llaves que abrirán las puertas del corazón de las masas. No, además de dedicarse a atacar la racionalidad, se dedicaba a criticar a la clase intelectual, al tiempo que denostaba las materias de estudio que, en su opinión, por su complejidad y densidad abotargaban la mente de la juventud alemana. La solución, según Hitler, pasaba entonces por buscar en el fanatismo, solo en el fanatismo la fuente de la verdad, mientras que para Franco la solución a los problemas políticos pasaba por usar la disciplina, solo la disciplina, tal y como lo dejó dicho el 14 de julio de 1931 en su Discurso de la Academia de Zaragoza: «¡disciplina!, que reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción de mando. Esta es la disciplina que practicamos. Este es el ejemplo que os ofrecemos».

Y no solo eso. Si el lema de Mussolini era claro y contundente: «despreciamos la trampa mortal de la coherencia», con gritos de «¡Viva la muerte!», «¡Mueran los intelectuales!», «Muera la inteligencia!»... abucheaban el 12 de octubre de 1936 a Miguel de Unamuno durante el discurso inaugural de la Universidad de Salamanca. Y este viejo rector que al estallar la guerra civil había apoyado a los sublevados, pronunció ante tal afrenta al sentido común, su célebre «Venceréis pero no convenceréis», con el que se enfrentaba al general sublevado Millán Astray y casi le cuesta la vida.{28}

En este contexto de suspicacia y enorme irracionalidad volvía a tener sentido aquella sentencia quijotesca que ya hace siglos formulara Cervantes: «la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo.»

Notas

{1} Emilio Castelar, Artículos periodísticos de Crónica Internacional publicados en la España Moderna, 7-V-1892, epígrafe II.

{2} El comentario sobre el doctor Wirth puede leerse en Mijaíl Bakunin (1873), Estatismo y Anarquía, o. cit., pág. 154. Las ideas de Julián Sanz del Río se encuentran en su obra El Ideal de la Humanidad para la Vida, Folio, Barcelona, 2000, pág. 55. Ernest Renan (1870), Carta a Strauss, pag. 101, y Segunda carta a Strauss, pág. 115, en Ernest Renan, ¿Qué es una nación? Cartas a Strauss, Alianza Editorial, Madrid, 1987; también léase al respecto Ernest Renan (1882), ¿Qué es una nación?, pág. 84. Friedrich Engels, Carta a Bebel, 18-28 de marzo de 1875, en Marx y Engels, Correspondencia, o. cit. Ludwig von Mises (1927), Liberalismo, o. cit., cap. III 9, págs. 146-150. José Ortega y Gasset (1930), La rebelión de las masas, Castalia, Madrid, 1999, págs. 281-2, y 293-4. Eduard Bernstein (1909), El revisionismo en la socialdemocracia, en Eduard Bernstein, Socialismo Democrático, Tecnos, Madrid, 1990, apéndice, punto 10.
Añadamos a lo expuesto que el conde Richard Coudenhove-Kalergi (1894-1972) publicaba en 1923 su libro Paneuropa y, es más, creaba el Movimiento Europeo o, mejor Paneuropeo con el objetivo de conseguir una unión europea alejada de conflictos y desastres nacionalistas. En los años posteriores fueron editados libros con epígrafes inequívocamente europeístas. Curiosamente con el título de los Estados Unidos de Europa aparecieron el libro de Edo Fimmen y el libro de Hermann Kranold, ambos textos en 1924, el de Vladimir Woytinsky en 1927, y el de Edouard Herriot dos años más tarde. Y mientras Richard Coudenhove-Kalergi pudo en 1926 organizar en Viena el Primer Congreso Paneuropeo, un año después, en 1927, era elegido Aristide Briand presidente honorario. En 1928 Gaston Riou publicaba su Europa, una patria. Y no solo eso. El 5 de septiembre de 1929 el ministro de Exteriores francés Aristide Briand pronunciaba en Ginebra y ante la Sociedad de Naciones su famoso discurso en favor de la unidad europea. También en 1929, en ese mismo año, salía a la luz el texto del conde Keyserling titulado [Europa,] Análisis espectral de un continente. Y si Ortega y Gasset, miembro del Movimiento Paneuropeo del cosmopolita Coudenhove-Kalergi, dedicó la segunda parte de La rebelión de las masas (1930) a la cuestión europea, ya con carácter póstumo se publicarían sus Meditaciones sobre Europa (1957). Y tres años después de aparecer el texto orteguiano de La rebelión de las masas (1930), Julien Benda escribía su conocido Discurso a la nación europea. Y Mounier en su correspondencia con Berdiaeff (26-XI-1936) asimismo se preguntaba cuál iba a ser la aportación de Rusia a una Europa federal de mañana. Todo lo cual pone de relieve cuán intensa era la preocupación que despertaba el futuro (¿federal?) de Europa.

{3} Karl vonClausewitz (1816-1831), De la guerra, La esfera de los libros, Madrid, 2005, IIIª parte, lib. VIII, cap. III b (págs. 651, 653).

{4} Julio Cortázar (1980), Nicaragua tan violentamente dulce, Muchnik Editores, Barcelona, 1984, pág. 37.

{5} Los pasajes citados de Sabino Arana han sido extraídos de sus obras compiladas en la Antología de Sabino Arana, Roger Editor, San Sebastián, 1999, págs. 82, 244, 260, 403, 169, 195, 328, 245, 328, 306,196, 301, 229, 261.

{6} Miguel de Unamuno (1884), Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, en Miguel de Unamuno, Obras Completas, Afrodisio Aguado S.A., Madrid, 1958, vol. VI, págs. 55-6, 59, 89. Unamuno ya en su juventud se estaba adelantando a lo que sería su idea de lo vasco sobre todo cuando, durante la II República y ante los parlamentarios, refiere en su calidad de filólogo que el vascuence como tal es un artificio –¡no existe una lengua vasca, existen dialectos vascos mutuamente incomprensibles!–, y señala frente a los mitificadores del pasado de Euskadi, que el vascuence carece de palabras genéricas y abstractas, de medios propios para desarrollar el pensamiento, amén de que Castilla, como heredera del latín, enseñó los valores de la civilización a Euskadi, y no al revés. Y frente a Arana que como todo romántico es un falsificador de la Historia, Unamuno siempre con datos filológicos en la mano expone las debilidades de esos planteamientos románticos que se edifican, a partir del desarrollo industrial, sobre añoranzas de pasado que nunca, jamás existieron. Y esto es importante anotarlo por cuanto, frente a los esencialistas vascófilos, absortos y ensimismados en paraísos pretéritos y ficticios, Unamuno contraponía con rigor científico su inmenso caudal teórico. Fijémonos en que el nivel filológico de Unamuno era elevadísimo: estudió latín, griego, hebreo... Conocía, además del castellano, el vasco y el catalán. Y entre las muchas lenguas extranjeras que él entendía, hablaba y leía se encontraba, entre otras, el danés, idioma que estudió con tal de poder leer a Sören Kierkegaard.

{7} Repárese en que Miguel Unamuno cuando emplea la palabra, de origen griego, «católico» la usa en su sentido etimológico, es decir, bajo la acepción de «universal». Miguel Unamuno, Estatuto catalán, 2-VIII-1932, en Miguel de Unamuno, Obras Completas, o. cit., vol. VII, pág. 1068. Miguel Unamuno, Svástica, en el diario El Sol, Madrid, 30-VI-1932. El artículo puede leerse también en Miguel de Unamuno, Obras Completas, o. cit., vol. XI, págs. 1090-1. Complétese la visión de la svástica de Unamuno con la que ofrece otro filólogo, el alemán Victor Kemplerer, que vivió durante el régimen de Hitler bajo el peso de la cruz gamada: Victor Kemplerer (1947), en LTI. Apuntes de un filólogo, XIII, o. cit., pág. 166.

{8} Manifiesto contra la guerra franco-prusiana, en La Solidaridad, diario semanal internacionalista, Madrid: 20 de agosto de 1870. El Manifiesto era firmado en Barcelona el 7 de agosto de 1870 por Josefa Marsal Anglora, María Pinea, Eufemia Marsal, Clemencia Puig Espinal, Tadea Espinal, Teresa Buttini, Adelina Estivill, Petronila Pellicer, Consuelo Oliveras, Paula Dalmau Bofill, Baudilia Pi, Dolores Santos, Manuela Pucherbé, Luisa Mustich, Engracia Santos, y muchas más firmas.

{9} Podemos saber solo por aproximación cuándo estuvo Cambó en el frente aliado a raíz de la decisión de Rumania de intervenir en la guerra, cosa que no sucedió sino hasta agosto de 1916. Y es que Cambó no refirió en sus Memorias la fecha exacta de su visita al frente. Francisco Cambó, Memorias (1876-1936), Alianza Editorial, Madrid, 1987, pág. 231.

{10} El Pacto Briand-Kellogg en el periódico ABC, 28-VIII-1928.
Élie Halévy (1929), Une interpretation de la crise mondiale de 1914-1918, en Élie Halévy, l'Ère des Tyrannies, Gallimard, París, 1938, cap. 3, pág. 197. Élie Halévy (1936), l'Ère des Tyrannies, o. cit., págs. 222, 227. La anécdota del debate en la Cámara de los Comunes puede leerse en Élie Halévy (1929), Une interpretation de la crise mondiale de 1914-1918, o. cit., cap. 3, pág. 199.

{11} Francisco Cambó, Memorias (1876-1936), págs. 285-6. Compárese el texto de Cambó con la idea que tenía en 1916 Vladimir Ilich Uliánov Lenin respecto al derecho de autodeterminación. Para Lenin, «la resolución del Congreso Socialista Internacional de Londres, de 1896, que reconoce el derecho de las naciones a la autodeterminación, debe ser completada sobre la base de las tesis que hemos expuesto y especificado: 1) la particular urgencia de esta reivindicación bajo el imperialismo; [...] 3) la necesidad de establecer la diferenciación entre las tareas concretas de los socialdemócratas de las naciones opresoras y de las naciones oprimidas» (Vladimir Ilich Uliánov Lenin (1916), La Revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación (Tesis), en Vladimir Ilich Uliánov Lenin, Obras Completas, o. cit., vol. XXIII, pág. 254). Como se observa la visión optimista de Cambó no coincide con la visión restrictiva que da Lenin al derecho a la autodeterminación.

{12} Para conocer el modo de llevarse a cabo el genocidio armenio puede leerse el libro de Joël Kotek y Pierre Rigoulot (2000), Los campos de la muerte. Cien años de deportación y exterminio, Salvat Editores, Barcelona, 2001, págs. 117 y ss.

{13} Para leer en su integridad la conferencia de Cambó remitimos a VV. AA., Historia de España 1808-1978 (dir. José Manuel Blecua), vol. IV, Crítica, Barcelona, 1989, págs. 54-59.

{14} Andreu Nin (1930), Las dictaduras de nuestro tiempo, o. cit., cap. IV 7, pág. 170.

{15} Maurice Barrès (1902), Scènes et doctrines du nationalisme, Plon, París, 1925, vol I, pág. 167. El juicio que realiza Barrès sobre Dreyfus se completa con el dictamen que elaboró en Los desarraigados (1897), novela en donde con señales ya claras de antisemitismo dejó escrito Barrès lo siguiente acerca de una familia recién instalada en al barrio: «distinguió a unos judíos llegados aquel invierno y que habían alquilado la casa de enfrente [...]. Uno sentía que aquellas gentes habrían sido magníficas en su ghetto de Francfort, prolíficos que se preparan humillados y vencedores del mundo; sin embargo, y a pesar del brillo de una cierta inteligencia, resultaban feos, con su mímica extranjera» (o. cit., IIª parte, cap. III, págs. 349-350). Con comentarios de este calado, ¿cómo va a sorprender que cinco años más tarde dijera lo que dijo sobre el oficial Dreyfus. Para más información sobre la historia del «affaire-Dreyfus» puede leerse Hannah Arendt (1950), Los orígenes del totalitarismo, o. cit., vol. I, cap. IV.

{16} Adolf Hitler (1924), Mi lucha, o. cit., pág. 154.

{17} Pietr Kropótkin (1885), Palabras de un rebelde, o. cit., pág. 43 (cap. La guerra).

{18} Friedrich Nietzsche (1882), Gaya Ciencia, libro V CCCLXXVII: Nosotros los «sin-patria». Y la crítica de Friedrich Nietzsche contra Wagner se encuentra en su escrito Ecce Homo (1888), II V.

{19} Enrique Prat de la Riba (1906), La nacionalidad catalana, o. cit., cap. X (conclusión), pág. 139.

{20} Stefan Zweig, o. cit., pág. 514.

{21} Antonio Elorza, Sabino Arana: cien años de Euzkadi, en el periódico El País, 22-XI-2003, pág. 9 (Historia).
Anótese que «histeria» es una palabra de origen griego (ύστέρα ας ή) que significa «matriz», «útero», y que el término «délfico» deriva de Delfos. Y Delfos, nombre que etimológicamente significaba «útero», «matriz», era uno de los santuarios griegos más importantes de la Antigüedad y, según contaba la tradición, estaba situado en el centro mismo de la tierra. Así que cuando usamos estas palabras las empleamos en su perspectiva etimológica.

{22} Deseables relaciones étnicas... de una memoria del lugarteniente Martín Bormann escrita el 29 de Enero de 1944, en VV. AA., La Segunda Guerra Mundial en Fotografías y Documentos, Plaza y Janés, Barcelona, 1973, vol. II, pág. 346. Añadamos a la idea de la procreación en beneficio del pueblo el hecho de que Bormann también sugiere que cada jefe nazi tenga dos o tres mujeres con el fin de tener el mayor número de hijos posibles. Véase VV. AA., La Segunda Guerra Mundial, Sarpe, Madrid, vol. VIII, pág. 35.

{23} Victor Kemplerer (1947), LTI. Apuntes de un filólogo, o. cit., I, pág. 31.

{24} Sobre el acto de ciudadanía véase la ley del 18 de Junio de 1942. Y acerca de la ejemplaridad véase el Decreto del Ministerio de Trabajo del 17-11-50.

{25} Esto puede verse en el artículo 7º de la Resolución General de Registros y del Notariado de 21 de Noviembre de 1951 (B.O.E. 5-XII-1951).

{26} Concepción Arenal (1871), (La cuestión social:) Cartas a un obrero. Cartas a un señor, Biblioteca de Autores Españoles, vol. II, Madrid, 1994, pág. 157.

{27} José Ortega y Gasset (1930), La rebelión de las masas, o. cit., págs. 185-6. Lenin, Carta a Gorki del día 15 de septiembre de 1922, citada en Martin Amis (2002), Koba el Temible. La risa y los Veinte Millones, o. cit., págs. 23, 34.

{28} Respecto a la utilización de pasajes de Nietzsche dentro de la ideología nazi puede leerse el capítulo de Nietzsche the nazi de Alan Taylor en
http://www.uta.edu/english/apt/fritz/anietzschenazi.html
Sabino Arana, Nuestro plan de lucha, en Bizkaitarra: 29-I-1894. Puede leerse el artículo en su integridad en Antología de Sabino Arana, o. cit., págs. 177 y ss. Adolf Hitler (1924), Mi lucha, o. cit., págs. 139, 149.
Unamuno ingresa en la Agrupación Socialista de Bilbao el 11 de octubre de 1894. Pero al poco tiempo, desilusionado, dejaba la coalición socialista. En 1897 en una carta que dirige a Múgica explica por qué abandonó el partido socialista: «soy socialista convencido pero, amigo, los que aquí figuran como tales son intratables, fanáticos necios de Marx, ignorantes, ordenancistas, intolerables, llenos de prejuicios, ciegos a las virtudes y a los prejuicios de la clase media, desconocedores del progreso evolutivo, en fin, de todo tienen menos sentido social. A mí empiezan a llamarme místico, idealista y qué sé yo no sé cuántas cosas más. Me incomodé cuando les oí la enorme barbaridad de que para ser socialista hay que abrazar el materialismo. Tienen el alma seca, muy seca. Es el suyo un socialismo de exclusión, de envidia y de guerra, y no de inclusión, de amor y de paz. ¡Pobre ideal! ¡En qué manos anda el pandero!».
Luego, con los años Unamuno se presentaría en 1931 a las elecciones municipales por la coalición republicano-socialista; no obstante, realizaría fuertes críticas contra los excesos que acometía la izquierda. Como resultado de su actitud, de su artículo Verdugos no Unamuno recibió por parte del gobierno republicano español el regalo de la censura, y todo por desaprobar la represión de la revuelta asturiana. Y si en 1935 era nombrado ciudadano de honor de la República, un año más tarde, en 1936, Unamuno firmaba un manifiesto contra la Guerra Civil al tiempo que reprochaba en sus escritos la política inmoderada del gobierno del Frente Popular. Y cuando la ocasión se presentó, también se enfrentaría a uno de los militares golpistas, nada menos que al mismo general Millán Astray. A raíz de lo cual era sometido a arresto domiciliario, y destituido de todos sus cargos.

 

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