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El Catoblepas, número 41, julio 2005
  El Catoblepasnúmero 41 • julio 2005 • página 17
Artículos

La subversión del sujeto en Jacques Lacan

Ignacio Castro Rey

Propongo que de la única cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspectiva analítica, es de haber cedido en cuanto al deseo

Lacan se presenta muy pronto como enemigo de la psicología, de su idea de un yo totalizador y unitario. Además, se declara «antifilosófico», pues desconfía de las pretensiones universalizadoras de la filosofía y odia directamente la medianía del discurso universitario. Sin embargo, no ha dejado intacta ni la psicología, ni la filosofía, ni la cultura del siglo XX. Después de una larga vida errante, plagada de encuentros y de polémicas, lo encontramos en 1974, expulsado de la Escuela de Altos Estudios de París, dando clase en una sala prestada de la Facultad de Derecho a 500 alumnos que le reciben con una expectación inusitada.

Lacan pertenece a la generación que sigue al existencialismo (Sartre, Bataille, Camus), al estructuralismo de los años sesenta. Junto con Althusser, Barthes y Lévi-Strauss constituye la cabeza visible de un movimiento que inunda la cultura y las ciencias humanas occidentales hasta bien entrados los años setenta. Por razones no del todo misteriosas, tal vez porque en el mundo hispano, a diferencia de la cultura angloamericana, siempre se dio una especial atención a lo asocial, a la lógica de lo que fracasa en la historia, Lacan ha tenido una especial acogida en el mundo hispanohablante, particularmente en Argentina y España. La atención latina a lo primario, a la tragedia de lo «atrasado», es también lo que explica que Freud haya sido traducido al español muy tempranamente, antes que al inglés o al francés.

El doctor Lacan se presenta en los años sesenta bajo el emblema del «retorno a Freud», con el programa de liberar a Freud de las deformaciones «psicologistas» a que su éxito social lo había sometido, sobre todo en el psicoanálisis norteamericano. Quizá el punto clave aquí es el papel que en la teoría freudiana le conceden los psicoanalistas norteamericanos al Yo como instancia de control (cuando Freud había advertido claramente: «El Yo no es el maestro en su morada»). Sucesivos conflictos de Lacan con la IPA, la asociación internacional de psicoanálisis, conducen finalmente a su expulsión en 1963. La disculpa es la duración de las sesiones (Lacan no es partidario de un tiempo fijo, sino de que el curso de la «asociación libre» fije el término), pero había ya una fuerte tensión entre Lacan y la institución psicoanalítica. Podíamos decir que la duración de las sesiones concentra toda la obsesión de la oficialidad analítica por la métrica, por lo mensurable, obsesión a la que Lacan se opone. De cualquier modo, es gracias a esa expulsión, cuando tiene ya 62 años, que Lacan puede exponer libremente sus ideas e impactar en los jóvenes psicoanalistas e intelectuales franceses, incluyendo la llamada «generación del 68». Junto a Sartre, Deleuze, Foucault, Lyotard y otros, Lacan se convierte, a pesar de su escepticismo político, en uno de los focos de atención de la efervescencia que domina París en los años setenta, después de la revolución de Mayo.

Además de su formación clínica y médica, Lacan se relaciona intensamente con los científicos (Lévi-Strauss, Jakobson), los artistas y escritores surrealistas (Dalí, Eluard, Breton), con la filosofía (Heidegger, Sartre, Merleau-Ponty). Es particularmente significativa su relación personal con Heidegger, cuando entonces casi nadie le hacía caso en Europa. Un poco a la manera de Sócrates, Lacan habla mucho más de lo que escribe. Pero como escribía igual que hablaba, y viceversa, no hay una diferencia fundamental entre sus Escritos y la transcripción de los Seminarios orales. En todo caso, el «sistema» lacaniano es difícil, irregular, abierto, con constantes revisiones y reapariciones de los mismos temas, a veces con conceptos nuevos. Aunque él, en otra de sus ironías, decía que su estilo era «cristalino» (porque cristalizaba al oyente), la verdad es que su forma de escribir, la densidad laberíntica de sus giros barrocos, sus juegos homofónicos de palabras y, sobre todo, la profundidad de su pensamiento, hacen sudar incluso a sus discípulos más cercanos. Una de las características de los Seminarios de Lacan es la forma en que fustiga a sus oyentes, como si nunca estuviera satisfecho con el nivel de atención que le prodigan.

El inconformismo es la nota general del pensamiento de Lacan, su incesante interrogación, su desconfianza hacia el éxito de lo que parece consagrado. Llega a decir que el psicoanálisis debe fracasar como institución para obtener algún resultado en la práctica. En efecto, se trata de una ciencia «conjetural», irónica: la ciencia imposible del ser único. Por eso pone en pie un estilo que es una auténtica muralla para los oportunistas y se atreve a cuestionar lo que ya parece fijado, incluyendo sus propias creaciones. En 1978, a los 77 años, aún se atreve a disolver la asociación que él mismo había creado.

Hombre de una cultura vastísima, como Freud, Lacan aparece siempre como un genial intruso en todos los terrenos (¡hasta hablando de Kant!), con páginas gloriosas sobre el sufrimiento humano, la sociedad consumista, la muerte y la locura, el arte, el sexo, el lenguaje, la matemática, la mujer y el hombre, los conceptos claves de la filosofía y los momentos más importantes de las religiones, incluyendo el cristianismo. Admira particularmente el estilo de Baltasar Gracián, el barroco y los místicos españoles.

Su yerno y albacea, Jacques-Alain Miller, comenta: «La impaciencia de Lacan cortaba el apetito de los más hambrientos, que rápidamente se ponían a trabajar para este amo que sabía que iba a morir y que les enseñaba que no había que perder tiempo... Lacan no se sacrificaba por nadie... Ciertamente, pedía mucho, no aceptaba de buena gana que la respuesta del otro fuera un no, ignoraba las conveniencias cuando su deseo estaba comprometido –pero ¡qué alivio tratar finalmente con alguien que sabía y que decía lo que quería, y que quería lo que deseaba, sin esas vacilaciones, esos arrepentimientos, esos enredos del deseo que arruinan la vida!–»{1}

El resultado de este modo de operar es que la «teoría» de Lacan se presenta siempre por fuera de todas las disciplinas de entonces, mutando de modo imprevisto y vinculada a la experiencia de lo que sólo se presenta una vez, un inconsciente que emerge de forma en cada caso única, sin admitir un metalenguaje que lo encierre, que lo abarque. Lacan es un ejemplo llamativo de coherencia, de unidad entre la teoría y la práctica: en cada sesión, el analista ha de sumergirse en el silencio para escuchar aquello que emerge de modo imprevisible.

No hay ganancia sin pérdida, había dicho Freud. Relámpago de verdad en la frontera entre dos mundos, podemos considerar la ciencia de Lacan como el envés del discurso contemporáneo de la ciencia, como la negatividad que necesita este determinismo extremo del mundo técnico (ciertamente, tal vez no sea casual que los pacientes del psicoanálisis casi nunca sean sencillos campesinos). Miller ha dicho que el analista aprovecha precisamente la fe actual en el determinismo, en la causalidad, para liberar el beneficio de una inesperada contingencia.

Fiel a la imagen de Don Juan, que ama las mujeres «una a una», también a él se le conocen muchas relaciones, a veces un poco escandalosas. Es una característica del personaje una especie de disciplina del instante, la capacidad para vivir «tres minutos en uno» y para cambiar inesperadamente. Por eso desconfiaba incluso de los que pretendían seguirle. Prologando a una joven universitaria que hace una tesis doctoral sobre él, dice: «Mis Écrits no sirven para una tesis, la universitaria particularmente: antitéticos por naturaleza, pues lo que formulan sólo cabe tomarlo o dejarlo». Termina así, hablando de los textos que intentan saquearle: «Interesarán para trasmitir lo que literalmente he dicho: iguales que el ámbar que preserva la mosca, para nada saber de su vuelo»{2}

Dentro del ingente campo problemático que Lacan aborda, escogeremos ocho registros:

1. La Spaltung

Desde el comienzo para Lacan se trata de limitar, de relativizar el papel del saber, la ciencia positiva, la sociedad. Retornar a Freud es remitirse a un malestar incurable en la cultura. Desde ahí se intenta subvertir el sujeto de la ciencia: ¿si la ciencia se ocupa de todo, qué pasa con el sujeto, con lo supuesto en ese horizonte de saber? En todo caso, ¿qué tipo de ciencia es posible después del descubrimiento del inconsciente? Lacan parte de la fórmula de Saussure (Significado/Significante) para invertirlo e insistir en la primacía del significante: la barra separadora (Ste./Sdo.) es resistente a la significación, impermeable a una relación unívoca. De manera que la significación nunca puede cerrarse, siempre sufre un desplazamiento en la cadena significante. La «barra» que impide el cierre de la significación implica un contacto indirecto con el sentido y la consiguiente caída del referente. De resultas de ello, el propio sujeto queda dividido: entre el «sujeto del enunciado» y el «sujeto de la enunciación» se establece una división (Spaltung). Frente al cogito de Descartes («Cogito ergo sum»), Lacan replica: «Yo pienso donde no soy, yo soy donde no pienso». El sujeto está dividido entre el sujeto del conocimiento y el sujeto del significante. Una persona no está loca por creerse otra, por ejemplo, Napoleón. Más bien Napoleón está loco si se cree Napoleón, si cree que su verdad coincide con su saber{3}. Radicalizando a Freud, en Lacan se produce el retorno de una Verdad que sólo acaece en la falla del Saber: se trata de una verdad que no puede conocerse, no puede saberse positivamente de una vez por todas, permitiendo el autoconocimiento del sujeto. En resumidas cuentas, Lacan no es un simple «humanista», tampoco un pensador de las Luces o un «hombre de izquierdas», pues no puede creer en el autodominio del hombre, en su capacidad para iluminarlo todo. Hay un resto asocial e incultivable, el inconsciente, que es fundamental e impone que la verdad sólo pueda decirse a medias.

2. El inconsciente

El eje de la existencia es inaccesible para el hombre. Éste permanece expropiado de su intimidad y por eso Lacan habla de Extimidad, de un afuera que está en el centro mismo del sujeto. Somos sujetos del inconsciente, de una cifra de destino que no es posible saber de modo general, positivo, anticipable. Que exista inconsciente impone que el hombre sólo sabe el sentido de lo que hizo después, a posteriori. Para empezar, el lenguaje no es un útil del que el hombre dispondría. El lenguaje es exterior a los seres hablantes, anterior a ellos, y de su entrecruzamiento con el cuerpo queda un sedimento de naturaleza simbólica, el inconsciente. Inconsciente es ese «sedimento significante en la atadura del sujeto a la lengua». La palabra afecta al cuerpo, lo desvitaliza: así pues, ganar un lugar como sujeto en el campo del significante es perder el ser de la vida natural (por esta razón, para Lacan, una ontología que intente vincular el hombre con la naturaleza es una ficción). Parasitado por el significante, el hombre paga un precio por hablar, una libra de carne. Así pues, el inconsciente no es solamente un fondo de desconocimiento, lejano y pasivo. «Esa dimensión del inconsciente que evoco estaba olvidada... El inconsciente se había vuelto a cerrar sobre su mensaje gracias a los cuidados de esos activos ortopedistas en que se convirtieron los analistas de la segunda y de la tercera generación, que se han dedicado, al psicologizar la teoría analítica, a suturar esa hiancia. Créanme, yo mismo nunca la vuelvo a abrir sin tomar precauciones... el inconsciente freudiano no tiene nada que ver con las formas llamadas del inconsciente que le han precedido... el inconsciente romántico de la creación imaginante... Tropiezo, fallo, fisura... –la sorpresa, eso por lo que el sujeto se siente rebasado, por lo que halla a la vez más y menos de lo que esperaba»{4}. El inconsciente no es el registro exótico que complementa la buena marcha de la economía, el lobo, el fondo primario que podemos sacar los fines de semana. No es una excepción, es otro concepto de la ley, de la regla. El inconsciente se estructura como un lenguaje e interviene activamente en la vida consciente del sujeto. El inconsciente es dinámico: un lapsus es el síntoma de que el inconsciente trabaja, de que «no cesa de no escribirse»{5}. Este dinamismo del inconsciente (Deleuze hablaría de «nomadismo») viene a decir que en la polémica de Hume con Descartes acerca de la sustancia del sujeto, es como si Lacan aceptara con Hume que no hay sujeto totalizante, elevado sobre cada situación, pero para decir que en cada situación permanece la indeterminación del inconsciente, una cifra que siempre va «por delante» con un mensaje que es preciso descifrar una y otra vez. De ahí que el hombre sólo conozca el sentido de lo que hizo o lo que dijo después, cuando ya no hay remedio. El significante está así ligado a la contingencia, no al determinismo, ni a una causalidad que fuera predecible. Lacan no trabaja con el uno totalizador, una unidad envolvente, sino con lo unario, el uno que emerge en cada caso de modo único. «La discontinuidad, ésta es pues la forma esencial bajo la que nos aparece en primer lugar el inconsciente como fenómeno –la discontinuidad en la que algo se manifiesta como una vacilación... ¿Es lo uno anterior a la discontinuidad? No lo creo así... uno cerrado –espejo al que se aferra la referencia al psiquismo de la envoltura. El uno introducido por la experiencia del inconsciente, es el uno de la hendidura, del coste, de la ruptura... una forma ignorada de lo uno... se pierde en la medida en que se encuentra... Se trata siempre del sujeto en tanto que indeterminado»{6}. Así pues, sigue Lacan: «La verdadera fórmula del ateísmo no es que Dios ha muerto, sino que Dios es inconsciente»{7}. A veces Lacan recuerda un pasaje de Freud donde la verdad del inconsciente se revela como un descubrimiento súbito que sacude a este mundo adormecido: Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?

3. Real, simbólico, imaginario

Lacan elige siempre lo impar, el uno de la discontinuidad. Por eso sostiene un orden ternario, una trinidad con la que se escora el dualismo, impidiendo que el sistema se bloquee en una oposición dual, simplemente metafísica (consciente/ inconsciente: manifiesto/latente). Aunque hay un isomorfismo entre el significante y el inconsciente, no todo es significante en la estructura, lo cual marca una diferencia con el estructuralismo. En efecto, Lacan no es «estructuralista» en cuanto toda su teoría está polarizada por algo no estructurable, algo inasimilable que tal vez recoge un eco de la anterior experiencia existencialista. Se trata de lo real como imposible: el referente ha caído, pero esa caída (como «la nada» de Sartre) es estructurante. En el síntoma, puente tendido hacia lo real, habita algo irreductible, que resiste a la simbolización. Ante ese real sólo cabe la metáfora: «¿No resulta relevante que, en el origen de la experiencia analítica, lo real se haya presentado bajo la forma de lo que hay en él de inasimilable -bajo la forma del trauma, determinando toda su sucesión, e imponiéndole un origen en apariencia accidental?»{8}. El vínculo con lo real es fantasmático y el fantasma no es otra cosa que la obra que el significante ha realizado en lo real. Se trata de una relación paradójica, pues el fantasma es una ecuación que conecta al que habla con lo real que ha perdido. Así pues, la materialidad del inconsciente incluye lo real como imposible, una imposibilidad constitutiva. Las tres dimensiones (dit-mansions) que rodean al sujeto son respectivamente: a) lo imaginario, que se corresponde con la «fase del espejo» donde el niño aprende a distinguirse del otro y anticipa su madurez identificándose con su imagen en el espejo, identificación que va acompañada de júbilo (sin embargo, la simetría invertida del espejo y el carácter externo de la imagen especular llevan consigo una alienación del sujeto en lo imaginario: el yo como lugar de desconocimiento); b) lo simbólico: el acceso al mundo del lenguaje va a permitir al sujeto una segunda cota de identidad: el sujeto se establece no siendo la cosa ni el nombre que le ha dado a la cosa (en el juego del Fort-Da –fuera/ahí– el niño, al hacer desaparecer y reaparecer el carrete atado a un cordel, puede simbolizar y controlar la ausencia de la madre: el futuro sujeto renuncia al objeto reemplazándolo por significantes (así como la metáfora es parte constitutiva de lo simbólico, la metonimia –la parte por el todo– es parte constitutiva de lo imaginario); c) tenemos el yo como instancia imaginaria (moi) y el yo como instancia simbólica (je): el «yo ideal y el ideal del yo», pero queda lo real, que «no cesa nunca de no escribirse»: es una experiencia constante en la cura el ser enfrentado a aquello que no para nunca de no escribirse y «vuelve siempre al mismo lugar», escapando al significante, al símbolo. Hay un núcleo subyacente a todas las formaciones del inconsciente, su ombligo: el deseo inconsciente, el fantasma del deseo. Lacan aísla el objeto de ese fantasma en el objeto (a), que es real y causa el deseo del sujeto; este objeto constituye el plus del goce. El «objeto (a)» es la manera de referirse a lo que está irremediablemente perdido, pero que sigue siendo causal, pues resulta de las operaciones de castración (a procede de autre: el otro, el semejante imaginario).

4. La cura

El sentido es imaginario, el equívoco es propiamente lo simbólico: la operación analítica consiste en llevar el sentido imaginario al equívoco simbólico, que carece de sentido (el sentido siempre está del lado de lo «religioso»). La imputación del inconsciente al prójimo es un acto de piedad por el que se interrumpe la cháchara social para que, en el hombre que sufre, algo hable de nuevo desde el silencio. La gente va al analista porque sufre, porque sus vivencias desbordan constantemente su capacidad de simbolización, los determinismos imaginarios a los que achaca su desequilibrio. El silencio del analista representa el Otro del inconsciente. La transferencia se produce hacia el analista como portador de un supuesto saber (el sujeto supuesto saber). Entre otras cosas, el analista calla porque no tiene nada que decir: su primera función es otorgarle la palabra al paciente, concederle un insólito espacio de silencio para que desde ahí lo Otro tome la palabra. Al inconsciente no se lo comprende, no se lo explica: se le escucha... «Diga usted lo que quiera» (talking cure): cuanto más libre es el juego de la asociación, más se atiene a la ley de un inconsciente que permanece soterrado bajo la imagen que tiene de sí el sujeto. El silencio del analista representa al Otro del inconsciente, lo no sabido de las vivencias. No hay conocimiento del inconsciente, no se puede hacer una psicología o una filosofía del inconsciente. Desde una silenciosa escucha, el analista solamente se autoriza a sí mismo, lo que causa la indignación lógica en la jerarquía institucional, entre los que se creen propietarios del saber de especialistas. Pero para Lacan es clave que no exista metalenguaje, ningún saber previo desde el que interpretar la emergencia del inconsciente, que siempre sucede «uno a uno», de manera inanticipable (por eso en algún lugar Lacan dice que la experiencia del inconsciente es como la de una «puntuación sin texto»). Que no hay metalenguaje significa que no hay fórmula que se pueda aplicar al inconsciente en general: la hipótesis de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje hay que probarla en cada caso. En este tiempo donde los medios no dejan de parlotear y donde el prójimo ha enmudecido, el psicoanalista cobra por escuchar. Al pagar por cada sesión, el analizado se desprende de la escoria de sus fantasmas, queda exento respecto a su analista y también con respecto a lo que ha dicho en la sesión (por eso, dicen los psicoanalistas, lo realmente caro es lo que no se paga). Hay una escena originaria, un trauma en el pasado que debe lograr su descarga pero de modo oblicuo, a través de fragmentos y fábulas, pues donde hay significante hay error con respecto al referente y el trauma está perdido como hecho real. El inconsciente se da en el acto de un decir, como aquello que «sabe» más que lo que el hablante quiere decir. El que habla no es dueño de lo que dice: en cuanto se habla, uno es hablado por la lengua que preexiste lógicamente al sujeto (el lapsus no se usa, se impone, pues en el lenguaje siempre se juega algo del orden del malentendido). Se trata siempre del tropiezo, el fallo, la fisura, una sorpresa por la que el sujeto se siente rebasado, por la que halla «a la vez más y menos de lo que esperaba». Es difícil establecer los efectos del análisis, que son forzosamente lentos. Al histérico le dará la defensa, el caparazón que le falta, le ayudará a desprenderse de su dependencia dolorosa respecto del Otro, le enseñará el aislamiento. Al obsesivo le forzará a pensar en lo que le disgusta, le permitirá franquear la barrera del placer y mirar de frente lo que antes consideraba con un rodeo, o no consideraba... Finalmente, el sentido de la cura no es librarnos del dolor sino solamente enseñarnos a vivir con lo incurable que nos constituye. Se trata de despertar al sujeto neurótico de los fantasmas de omnipotencia que mantiene y que alimentan bien su presunción, cuando cree satisfacerlos, bien su depresión, cuando piensa fallarles.

5. La castración

El falo está situado en la hendija entre la «necesidad» (biológica) y la «demanda», interferida por el lenguaje (dirigida al Otro). El falo es un significante privilegiado, es el significante del deseo: de hecho, los griegos no lo representaban como un órgano, sino como una insignia. Por eso en las vicisitudes de la castración el falo queda marcado. Esa relación entre deseo y marca es imaginarizada como amenaza sobre el órgano por el varón, mientras que en la mujer es imaginarizada como nostalgia de órgano. Pero esto sólo en el aspecto imaginario: lo decisivo de la castración se juega a otro nivel, y está referido a la castración de la madre (el Otro primordial del sujeto). Lo que la madre desea es el falo, el significante del deseo. El hijo quiere ser el falo, pero ese anhelo está condenado estructuralmente al fracaso, pues no se puede ser el falo. Esta imposibilidad del sujeto de satisfacer el deseo del Otro siendo el falo, y ese deseo siempre insatisfecho, configuran lo que Lacan llamó falta-en-ser (manque à être). Lo decisivo de la castración no es que el sujeto tenga o no tenga órgano: lo decisivo es que la madre no tiene falo. En la vertiente imaginaria de la castración (experimentada por la mujer como nostalgia del órgano que no tiene y como amenaza sobre el órgano que tiene por el varón), en ambos casos la tenencia del órgano introduce la dimensión de la falta: en uno porque teme perderlo, en otra porque lo añora. La falta-en-ser condena al sujeto a parecer el falo, protegiendo el órgano: este parecer constituye la impostura masculina y la mascarada femenina.

6. No hay relación sexual

La dimensión de la función fálica establece que no hay relación sexual. El mundo animal representaría la imagen de un goce absoluto, que para el hombre está perdido y desvirtuado por su relación con el lenguaje, desde la función simbólica del falo. Entre uno y otro sexo se establece el campo del significante, en el cual destaca el significante del deseo: la función fálica viene a decir que lo que los seres humanos entienden por «ligar» no establece la relación entre los dos sexos, no colma el abismo que los separa. Los humanos gozan, pero parcialmente, pues gozan del falo y no del sexo: perdidos para ellos el goce sexual absoluto que puede suponerse a los animales, les queda la posibilidad de gozar del falo. En lugar de la relación sexual, imposible, quedan sujetos al goce fálico, un goce parcial dependiente del significante. Pero el goce fálico no es simétrico para ambos sexos, por lo que entre lo masculino y lo femenino no se establece una relación de complementariedad. Los dos sexos no son la «media naranja» de una totalidad armónica: el uno, el hombre, goza como Todo (todo en él goza del falo), mientras el otro, la mujer, lo hace como No-Todo (no todo en ella goza del falo). Las «fórmulas cuánticas» de la sexuación son la escritura lógica de las distintas maneras que tienen los hablantes de situarse en relación al falo. Como hablar es «perder el ser», por eso no hay escritura posible de la relación sexual: no hay inscripción en el inconsciente ni del significante hombre ni del significante mujer, sino que sólo hay un significante, el falo. Lacan escribe esta imposibilidad así: ]f.f (x.y), no existe función tal que entre x e y constituya una relación. La función fálica no se instala bajo la forma de una universalidad que coloque a todos los hablantes bajo una misma ley, pues «no hay universal que no tenga como límite una excepción que lo niega». La relación sexual «no cesa de no escribirse... La contingencia es aquello en que se resume lo que somete la relación sexual a no ser, para el ser que habla, más que el régimen del encuentro»{9}. La sexualidad se instaura en el campo del sujeto por una vía que es la de la carencia. El ser vivo sexuado ya no es inmortal. Precisamente el fantasma es un montaje con el que cada sujeto organiza, a través de sus escenas, lo que va a reemplazar a la inexistente relación sexual.

7. ¿La mujer?

Lacan no dice que el placer no sea posible, que el sexo no tenga sus alegrías (él las encontró de mil formas). Sólo dice, con Rilke y otros, que es imposible separar la relación sexual de la experiencia de la finitud, del sufrimiento del amor y el desamor, de la decepción, del engaño. El sexo publicitario y la pornografía son ingenuos, con frecuencia son aburridos y tristes, porque estarían encadenados al sueño de un sexo sin el amor, sin finitud. En este aspecto, vinculando la sexualidad al amor, la mujer siempre ha sido más intuitiva (aunque ahora la equiparación de los sexos esté borrando eso). Hay un goce «suplementario» en la mujer, con respecto a la función fálica, que la libra del Todo. Aunque hay algunos hombres (por ejemplo, el místico) que se colocan también del lado del No-Todo, de un goce más allá del falo. Lacan dice: «creo en el goce de la mujer, en cuanto está de más... ese goce que se siente y del que nada se sabe ¿no es acaso lo que nos encamina hacia la ex-sistencia{10}. La mujer «no existe» porque no constituye una clase: su relación privilegiada con el No-Todo impone que la mujer, a diferencia del hombre, exista una a una. En esta línea de pensamiento, Lacan llega a reivindicar la vieja idea eclesiástica de que la mujer «no tiene alma»: no la tiene si se entiende por alma una dimensión que la eleve, que la salve de la singularidad. «Sólo hay una manera de poder escribir la mujer sin tener que tachar el la: allí donde la mujer es la verdad. Y por eso, de ella, sólo se puede decir a medias (mi-dire), mal-decirla (médire{11}. No hay la mujer: precisamente «lo esencial en el mito de Don Juan es que las posee una por una».

8. La ética

Afirmar el inconsciente en el hombre es «un acto de piedad increíble», pues presupone la existencia (como en Sócrates) de un daimon en cada cual, una voz a la que obedecer. El «el estatuto del inconsciente, que como les indico es tan frágil en el plano óntico, es ético. Freud, en su sed de verdad dice -Sea lo que sea, hay que ir a él»{12}. Los lacanianos reivindican el coraje de no faltar al inconsciente del que se es sujeto. Hay que leer, formarse, pero sobre todo es preciso leer el inconsciente, ese libro de tirada única donde está escrito el guión de la vida. Y esto plantea entonces una cuestión muy grave, la de reconciliarse con la ex-sistencia de cada cual. Pero entonces, ¿en qué queda la libertad? De cualquier modo, parece que no elegimos en la vida como quien elige colores. Parece que no, pues en aquello que nos jugamos algo importante elegimos lo que sentimos como propio, lo que nos toca, que nos corresponde. De otro modo, ¿por qué mantener una elección como propia, digan lo que digan los otros? Así, como en Spinoza, en Lacan hay una suerte de «elección forzosa». Por la misma razón que podemos decir que una decisión es algo que «no se puede pensar» (J. Alemán), pues tomamos la decisión en la medida en que somos tomados por ella, también debemos decir que, propiamente hablando, no elegimos. Nos limitamos a estar a la altura del acontecimiento, a la paradoja de no ceder en cuanto al deseo, convirtiendo en tarea la inanticipable causalidad que nos determina. Los estoicos hablaban aquí del amor fati, un amor al destino que no parece muy lejano a Lacan: nos limitamos a reconocer lo inevitable, a quererlo como propio, como una libre elección. Desciframos la cifra que en cada caso nos corresponde, el devenir inconsciente del que somos sujeto, y esto dibuja como una especie de circularidad: «Como dijo un día Picasso... Yo no busco, encuentro... No me buscarías si no me hubieras ya encontrado»{13}. Hay ciertamente una especie de círculo vicioso, el que recordaba Píndaro con su «Llega a ser lo que ya eres» y el que recordaba Freud con su: Wo Es war, soll Ich werden. «¿Goce de qué? De un ser único que sólo tiene una cosa que decir –Soy lo que soy»{14}. El goce no es el placer, es un concepto más complejo, está más allá del principio del placer, que sería un dique homeostático y regulador frente al goce. En el horizonte de la cuestión hay un goce mítico, el goce imposible de la cosa, de la madre, del Otro. El más allá del placer que es el goce confina con el dolor y el sufrimiento. «¿Qué es el goce? El goce es lo que no sirve para nada»{15}: queda fuera de lo útil, pues el sujeto del inconsciente atenta contra sí mismo y en su constitución surgen efectos estructurales que no colaboran en absoluto con el bienestar, obstaculizando cualquier ideario social que pretenda reducir el malestar en la cultura. El goce es una satisfacción de las pulsiones independiente del sufrimiento, por eso puede incluir el malestar... e incluso cosas peores. Frente a esto, el deseo siempre está vinculado a la insatisfacción. No el deseo de esto o lo otro, sino el deseo: «Toda una temática que atañe al estatuto del sujeto aparece cuando Sócrates formula no saber nada, excepto lo que concierne al deseo. Sócrates no coloca al deseo en la posición de subjetividad original, sino en la posición de objeto»{16}. El deseo, esa pasión inútil (Lacan reivindica aquí a Sartre), abre la existencia. De ahí la frase: «El deseo, lo que se dice el deseo, basta para que la vida no tenga sentido si produce un cobarde»{17}. Que duda cabe, que esta manera de pensar deja en una incómoda posición todo lo que ataña a «la sociedad», incluso a la democracia. Pero en estos márgenes se quiso mover Lacan, para quien no hay que creer en una sociedad ideal, en una democracia moderna que encarne de manera laica la vieja promesa religiosa.

Notas

{1} Jacques-Alain Miller, Cartas a la opinión ilustrada, Paidós, Buenos Aires 2002, págs. 44-45.

{2} Prólogo a Anika Rifflet-Lemaire, Lacan, Edhasa, Barcelona 1971, pág. 21.

{3} Cfr. Jacques Lacan, «Kant con Sade», Escritos II, Siglo XXI, México 1975, págs. 342 ss.

{4} Jacques Lacan, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Barral, Barcelona 1977, págs. 36-37.

{5} Jacques Lacan, Aun. El seminario: libro 20, Paidós, Buenos Aires 1981, pág. 74.

{6} Jacques Lacan, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, op. cit., pág. 38.

{7} Ibíd., pág. 69.

{8} Ibíd., pág. 65.

{9} Jacques Lacan, Aun. El seminario: libro 20, op. cit., pág. 114.

{10} Ibíd., pág. 93.

{11} Ibíd., pág. 125.

{12} Jacques Lacan, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, op. cit., pág. 45.

{13} Ibíd., pág. 19.

{14} Jacques Lacan, El reverso del Psicoanálisis. El seminario: libro 17, Paidós, Buenos Aires 1992, pág. 70.

{15} Jacques Lacan, «Subversión del sujeto», Escritos I, México 1971, pág. 323.

{16} Jacques Lacan, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, op. cit., pág. 25.

{17} Jacques Lacan, «Kant con Sade», Escritos II, op. cit., pág. 354.

 

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