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El Catoblepas, número 41, julio 2005
  El Catoblepasnúmero 41 • julio 2005 • página 2
Rasguños

Secretos, misterios y enigmas

Gustavo Bueno

En este rasguño se revelan ciertos conceptos que en él se dirán

La Naturaleza gusta de ocultarse
Heráclito de Éfeso

1. El concepto de «secreto» es relativamente preciso; se trata de definirlo desde el principio. El concepto de «secreto objetivo» unifica los análisis que puedan hacerse de diversos asuntos de materia política que, sin duda, podrían ser abordados desde otras muchas perspectivas.

En cualquier caso, la perspectiva impuesta por una decisión de llevar adelante la exposición de una serie de «secretos objetivos», no se agota al aplicarse a la «materia política»; también caben desde luego exposiciones de secretos objetivos vinculados a materias sociológicas, históricas, antropológicas, religiosas, estéticas, biológicas, físicas, tecnológicas, incluso matemáticas (como pudieran serlo el «secreto de la fórmula de Euler», e+1=0, o el «secreto de la fórmula de Einstein», E=mc2). En este rasguño tomamos como referencia algunos importantes secretos objetivos de materia política, o estrechamente relacionados con la materia política.

2. Un «secreto», en general, podría definirse como «cualquier cosa» –un proyecto, una historia, un proceso, una estructura– cuyo contenido o materia real, aunque haya que suponerla conocida por algunos hombres, resulta, sin embargo, de hecho inaccesible para la mayoría de los demás hombres, incluso para aquellos que tienen un trato asiduo con la materia que suponemos secreta, acaso porque tiene como oficio el «gestionarla». Secreta porque, siendo así que se supone conocida por algunos hombres, resulta desconocida, o mal conocida, incluso por los mismos que la gestionan.

En esto podrían diferenciarse los secretos de los misterios, diferencia que no es obstáculo para que, en muchas ocasiones, y por una suerte de contagio, se aplique el nombre de misterio a lo que, en rigor, sólo es un secreto. Porque la materia de los misterios, en su acepción religiosa más genuina (desde los misterio eleusinos, hasta los misterios cristianos de la Eucaristía o de la Santísima Trinidad), no la conoce ningún hombre, sino Dios. Y, en este sentido, los misterios podrían redefinirse como una clase específica de secretos, a saber, las materias que sólo son conocidas por Dios, los «secretos divinos». Pero Dios no existe, por lo que esta subclase de «secretos metafísicos» que llamamos misterios habrá que considerarla, al menos desde la filosofía materialista, como la clase vacía. Y sin que con ello pretendamos insinuar, siguiendo a Critias, que los misterios de la religión son sólo secretos conocidos por algunos hombres sabios (sacerdotes, políticos) que inventaron esos misterios para poder gobernar más fácilmente a sus súbditos. Napoleón diría más tarde: un cura me ahorra cien gendarmes.

Los secretos positivos habrán de ser referidos por tanto a materias que se suponen ya conocidas por algunos hombres, precisamente aquellos que se supone «están en el secreto». Hace medio siglo corría esta anécdota: el embajador de España en el Vaticano, señor Ruiz Jiménez, cuya piedad era notoria, estaba arrodillado en San Pedro de Roma; algunos cardenales, desde lo alto, se sorprendieron al ver la actitud del orante y el largo periodo de tiempo que la mantenía. Muy pronto le identificaron, y uno de los cardenales decidió, movido por gran curiosidad, acercarse al embajador para preguntarle: «Perdone usted, señor embajador de España, algunos cardenales me han encargado que le formule esta pregunta: ¿se arrodilla realmente vuestra excelencia movido por la piedad, o está en el secreto?»

Sin duda, hay materias o contenidos del Mundo cuya naturaleza es desconocida para todos los hombres; por tanto, materias que no pueden considerarse secretas, ni menos aún misteriosas, como hemos dicho. Son los enigmas, aquellas materias cuya naturaleza ignoramos y, acaso, como ya afirmó Du Bois-Reymond en su famosa conferencia de 1873, ignoraremos siempre: «Ignoramus, Ignorabimus». E. Haeckel hizo famosa, con su obra de hace ya casi un siglo y medio, la expresión «enigmas del universo».

3. Ahora bien: los secretos positivos –es decir, no los secretos metafísicos o teológicos, los misterios– pueden constituirse por dos motivos muy distintos: o bien porque quien conoce la materia ha tomado las disposiciones necesarias para ocultarla a los demás, es decir, para hacerla inaccesible a otras personas (y ello aunque la «materia secreta» sea trivial y fácilmente inteligible por cualquiera), o bien porque la materia secreta (que hay que suponer conocida por alguien), aunque en algunos casos en sí misma carezca de complicación excesiva, necesita sin embargo, para llegar a manifestarse, atravesar algún medio que la refracta y la oculta (como el agua limpia de un vaso transparente refracta la rectitud secreta de una barra sumergida en ella, ocultándola tras la apariencia de su imagen quebrada); pero en otros casos, porque la materia secreta es ya por sí misma lo suficientemente enrevesada para que su «intríngulis» (tricae o triculae, significan en latín, «embrollos», «enredos») resulte ser difícilmente accesible por cualquiera. El secreto mejor guardado es el contenido de un libro escrito en chino y depositado en el vestíbulo de un edificio público de una ciudad en la que nadie hable chino. Y no hace falta que un libro haya de estar escrito en chino para resultar secreto a muchos ciudadanos: un libro de álgebra superior escrito en español sigue siendo un secreto objetivo –pero no un enigma ni un misterio– para todo aquel que no sepa nada de matemáticas.

4. Es preciso distinguir, por tanto, dos clases de secretos, bien diferenciados en principio. La clase de los secretos personales (o subjetivos), cuya materia resulta ser inaccesible a la mayoría de los ciudadanos como consecuencia, precisamente, de las medidas de ocultación que adopta quien «está en el secreto», y la clase de los secretos estructurales (u objetivos) que son aquellos cuya materia resulta inaccesible a la mayoría de los ciudadanos, pero no a consecuencia de las medidas de ocultación de quién «está en el secreto», porque siguen resultando secretos a pesar de los esfuerzos que quien «está en el secreto» (por ejemplo, por pertenecer a un gremio determinado) hace para revelarlos o divulgarlos.

Los «secretos personales» constituyen el principal contenido de la intimidad de los individuos o de los grupos. No existe una sociedad humana cuyos miembros (individuos o grupos) sean plenamente transparentes. Ocurre como si la opacidad entre las personas y los grupos, conseguida generalmente mediante la formación de secretos personales, fuese un dispositivo necesario para la conformación de los elementos mismos de la vida social, individual o grupal. No es este el lugar para suscitar la cuestión de las causas de esta necesidad de creación de «espacios personales secretos» o, sencillamente, la cuestión de las causas del hecho de la realidad de esos espacios secretos de la vida humana (con importantes precedentes zoológicos). Sin duda, el secretismo, o la intimidad, no es un proceso gratuito, sino que está vinculado a la misma lucha por la vida. Mantengo secreto el número de mi tarjeta de crédito («mi número secreto») para evitar que otra persona vacíe mi cuenta corriente: mi número secreto puede ser más sagrado que cualquiera de los restantes secreta cordis que ni siquiera Lucifer podría conocer. El Estado mantiene en secreto proyectos o realizaciones de su política (los arcana Imperii, secretos de Estado), para mantener a raya los intereses de sus enemigos. Los secretos industriales, hoy, como antes los secretos de los alquimistas, o de los constructores de catedrales, tienen un funcionalismo evidente en el terreno de la competencia económica o social. Cabría decir que si alguien no tuviese secretos personales, tendría que inventarlos, para que su propia vida personal pudiese mantenerse como tal, y esto tanto en la vida individual («la esfinge sin secreto»), como en la vida social (las «sociedades secretas» que se constituyen, ya en los pueblos primitivos, para hacer posible la coherencia del grupo que jura guardar el secreto, aun cuando la materia secreta sea algo tan trivial e inocente como la presentación de una espiga, o tan trivial y repugnante como el asesinato de un niño).

El campo de los secretos estructurales (u objetivos) es también muy amplio. Todas aquellas materias de contenido complejo, sobre todo, las que al proyectarse en su entorno están acompañadas de una suerte de «mecanismo automático» de recubrimiento, pueden considerarse como secretos objetivos, al menos, por quien pretende haber descubierto su intríngulis. No solamente pueden constituir secretos estructurales u objetivos multitud de contenidos estudiados por las «ciencias de la naturaleza» (astronómicas, físicas, biológicas, etológicas o psicológicas) sino también multitud de contenidos estudiados por las ciencias culturales (la antropología, la economía, la lingüística o la historia del arte).

Se habla, de hecho, tanto de los secretos de la «herencia mendeliana», como de los «secretos de las pirámides», de los «secretos de la bolsa», o de la «guerra secreta entre los sexos». Uno de los campos más trillados, como consecuencia de la revolución del psicoanálisis de Freud o de Adler, es el campo de los «secretos del inconsciente». Por ejemplo, los secretos de los sueños (secretos, si es que José conocía el significado de los sueños del faraón, que a pesar de ser su agente lo desconocía, y eran, por lo tanto, secretos para él), o los secretos de ciertas conductas anómalas cuyo significado, desconocido por sus agentes, es descifrado por el analista. Marañón contaba un caso que llamó su atención y que puede ser reutilizado para nuestro propósito: le intrigaba la conducta de un probo e insignificante funcionario que, de un modo altruista, dedicaba muchas horas a llevar la contabilidad de un hospicio. ¿Cuál era el secreto de esa conducta altruista? ¿El amor a los niños desamparados, la generosidad, la caridad, la solidaridad con ellos? En una fiesta de final de curso Marañón creyó descubrir el secreto de ese funcionario cuando, al final del banquete, fue llamado al estrado de las autoridades para que dijese unas palabras a los niños del hospicio. En el momento de dirigirse a su infantil auditorio, el probo funcionario adoptó el aire de un Napoleón arengando a sus tropas: aquí estaba el secreto de su conducta altruista. Trabajar «desinteresadamente» durante el año para, al final del curso, tener la oportunidad de dirigirse a un auditorio al modo como un general se dirige arengando a sus soldados.

El secreto de este funcionario, tal y como lo describía Marañón, no era un secreto personal, en el sentido como lo hemos definido, porque el mismo probo funcionario no era consciente de él. Habría que clasificarlo como «secreto estructural», inscrito en su conducta inconsciente, pero secreta, en tanto que conocida (supuestamente) por otra persona, el analista, pero no por todas; porque si los niños del orfanato y sus directivos hubieran tenido conocimiento de este secreto objetivo, a título de un secreto a voces, la ceremonia de final de curso desaparecería anegada por las carcajadas. Cabría afirmar que para que el funcionario pudiera desarrollar su proba contribución al orfanato era necesario el «mito» de su altruismo, de su generosidad, de su solidaridad.

5. Esta observación nos da pie para distinguir un secreto objetivo (estructural) del mito que puede envolver a ese secreto, impidiendo, en cierto modo, penetrar en su estructura. Un mito que no es siempre una mera maniobra oscurecedora del secreto, sino que puede ser una maniobra funcional para que la materia secreta pueda ejercer su cometido. Un mito puede originarse con independencia de algún secreto objetivo, pero puede también originarse a título de refracción del secreto a través de un medio social, refracción que acaso le confiere cuerpo y energía.

6. Volviendo a nuestro asunto, el examen de los «secretos de materia política», habrá que decir que el examen de estos secretos no se confunde, en principio, con la tarea de destrucción de los mitos que los secretos pueden llevar aparejados. La destrucción de un mito puede llevar a la destrucción de un secreto estructural; pero, en todo caso, mientras que la destrucción del mito oscurantista tiene un sentido formalmente negativo (demoledor), la revelación de un secreto político puede tener el sentido formalmente positivo de la explicación de una estructura, o incluso de la justificación del mito mediante el cual se recubre esa estructura para poder seguir actuando como tal.

7. Supongamos que hemos descubierto el «secreto» de la democracia parlamentaria y, por tanto, hemos reducido a la condición de mito político la idea etimológica de la democracia como «gobierno del pueblo». El descubrimiento de ese secreto no implica que tal secreto pueda resultar desvelado ante los demócratas «ingenuos y sanos». El mito de la democracia mantendrá oculto, ante el pueblo, el secreto objetivo de esta forma de gobierno. Así también el mito de la cultura preservará a todos aquellos que viven de él (ministros de cultura, consejeros, concejales de cultura, políticos, artistas, intelectuales) del peligro de penetrar en el «secreto» de la cultura.

8. Una última consideración: aquellos para quienes, en opinión del analista, sigan siendo un secreto tantas materias secretas políticas –democracia, cultura, religión...– a las cuales los mitos correspondientes mantienen blindados, cerrados y bloqueados, podrán objetar que el conocimiento en función del cual se declaran secretas esas materias es sólo una pretensión inaceptable para ellos, que viven de la democracia, de la cultura o de la religión. En consecuencia, considerarán inaceptable que se pretendan desvelar secretos desde una sabiduría de los mismos que es puesta, desde el principio, en entredicho.

Esta es la situación, y no cabe decir nada más al respecto. Quien cree vivamente en los misterios de la religión, considerará insoportable a quien, «creyendo estar en el secreto» trata de revelarle la estructura secreta positiva de su misterio. Lo mismo se diga de los misterios de la democracia, de la cultura, de la izquierda, de la paz o de la república.

Quien por ejemplo ofrezca un libro en el que se revelen secretos objetivos de orden político, no tiene por qué pretender tanto «hacer pedagogía», cuando no se dirige simplemente a un público que no haya dedicado suficiente atención a la materia (como ocurre en la mayor parte de los secretos tecnológicos –el secreto del receptor de televisión–, o biológicos –el secreto de la herencia mendeliana–, o matemáticos –el secreto de la fórmula de Euler–), sino a un público que, aunque le haya dedicado atención continuada, incluso en calidad de político profesional –diputado, senador, alcalde, concejal, ministro, jefe de gobierno– está, sin embargo, envuelto por un mito que bloquea cualquier posibilidad de que él penetre en el secreto. En estas condiciones, el diálogo, polémico o pedagógico, es inútil. Un mito bien asentado impide penetrar en el secreto a quien no está dispuesto a que ese mito se disuelva.

 

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