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El Catoblepas, número 39, mayo 2005
  El Catoblepasnúmero 39 • mayo 2005 • página 4
Historia del pensamiento latinoamericano

Historia del pensamiento latinoamericano I

Los límites del nacionalismo mexicano
y del liberalismo de Benito Juárez
desde la crítica de José Vasconcelos

Ismael Carvallo Robledo

En este ensayo se busca encuadrar la crítica histórica de Vasconcelos
dentro del marco del materialismo filosófico para darle
un nuevo impulso y confirmar su vigencia política

José Vasconcelos CalderónUniversidad Nacional Autónoma de México: Por mi raza hablará el espírituBenito Juárez

I. Introducción

El 21 de marzo pasado se celebró la ocasión en la que se adicionó un año más al «calendario litúrgico» de la patria mexicana: el natalicio de Benito Juárez (1806-1872), una figura central en la historia contemporánea de México y representante de una generación política en cuya praxis está cifrada buena parte de las claves que conforman la compleja bóveda ideológica del Estado mexicano moderno: la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma de 1859, que quedan plasmadas en la Constitución hasta 1873. Se trata de la generación de «los liberales».

Podría afirmarse que, desde las coordenadas de la historia oficial: la del nacionalismo revolucionario, el XIX fue el siglo de Juárez, así como fue de Lázaro Cárdenas el siglo XX; por lo menos hasta 1982, año en el que se da una de las rupturas ideológico políticas fundamentales al interior del régimen que determinan el curso actual de la nación. Y esto es así en tanto que ambos presidentes fueron los puntos de apoyo del proceso de configuración de la estructura interna y los perfiles externos de la nación política mexicana: las Leyes de Reforma, 1859; la República Restaurada, 1867; la transformación del Partido Nacional Revolucionario en Partido de la Revolución Mexicana, 1934; la Reforma Agraria; y la expropiación petrolera de 1938.

Es este el sentido que da Arnaldo Córdova a uno de sus argumentos iniciales en La ideología de la Revolución Mexicana. La formación del nuevo régimen{1}:

'Los grupos que tomaron el poder durante la Revolución de 1910 a 1917 sostuvieron, naturalmente, y aún siguen sosteniendo (1973, I.C.) que el período nacido con la Revolución constituye una edad histórica en sí misma, que ha transformado radicalmente al país y que ha realizado, cumplidamente, las aspiraciones que el pueblo mexicano manifestó, primero, con la Guerra de Independencia, después con la Reforma, y por último, con la propia Revolución; mientras que el porfirismo es juzgado no sólo como la más grande traición a su sentido y a su significado, a sus héroes y a sus tradiciones, principalmente a aquellos que hicieron posible la gesta liberal de mediados del siglo XIX'{2}

Pero lejos de tener la intención de hacer de este ensayo un homenaje más a Juárez y su generación, lo que intentaré es esbozar las líneas generales de lo que podría ser una crítica mediante cuya dialéctica se dibujen los límites de la plataforma ideológica del nacionalismo y el liberalismo mexicanos.

Utilizaremos como contrapunto la obra y la figura política de José Vasconcelos (1882-1959), destacado y apasionado intelectual, hombre político e ideólogo de México e Iberoamérica durante la primera mitad del siglo XX, y quien, según Genaro Fernández McGregor, es 'el hombre que más ha influido en México después de Lucas Alamán'{3}; opinión ésta tan polémica como contrario es su sentido respecto de la historia oficial (nacionalista), en tanto que Alamán es considerado como uno de los más prominentes «Conservadores» del siglo XIX mexicano.

Pero ésta es una de las claves decisivas del debate histórico ideológico de México, puesto que en virtud de ella suele darse la siempre desafortunada y autocomplaciente circunstancia en la que, por el hecho de ser considerados como «de derecha» –o también cuando se trata de marxistas: descalificados gratuitamente como utópicos o románticos, pasados de moda o «atrapados en los 70»–, figuras tan contundentes y luminosas como Vasconcelos, corren el riesgo de quedar fuera de los debates del presente (si no es que prácticamente están ya fuera de él). Cuando en una librería de ocasión, al comprar su Historia del Pensamiento Filosófico, en una fabulosa edición de la Universidad Nacional de México de 1937, le explicaba yo al amable librero que estaba concentrado en la obra de Vasconcelos, éste me respondió con desdén e ingenua displicencia: 'ah, sí, con esto del resurgimiento de «la derecha» se le está volviendo a leer mucho'.

Posiciones de descalificación de esta naturaleza, tan gratuitas e inconsistentes, bien contra la derecha, bien contra los marxistas, aunque haya, en ambos casos, muchos que lo merezcan con honores pero por su ligereza y dogmatismo ciego e infantil, me hacen recordar, como posible respuesta, el argumento esgrimido por Jean Orieux en su biografía de Talleyrand: 'Flaubert señala, implacable, esa estupidez de la opinión pública francesa en su Diccionario de ideas recibidas: «Príncipe de Talleyrand: estar en contra de él». Todos los tontos adocenados obedecen como un solo imbécil. Nosotros hemos preferido escuchar a Talleyrand'.

Porque, dicho de otro modo, el a priori ideológico, planteado casi siempre desde la superficie, cancela por completo la dialéctica, cerrándole al mismo tiempo el paso a la filosofía: toda filosofía es ideológica, pero no toda ideología es filosófica (Gustavo Bueno).

Pero el punto que, a mi juicio, incrementa el interés, consiste en el hecho de que en toda la obra de Vasconcelos, pero sobre todo en su Breve Historia de México –aunque los cinco tomos de sus memorias constituyen también una Historia de México–, se nos ofrece una crítica histórica que bien podría ser de sello materialista, y digo que «podría ser así» en tanto que Vasconcelos se definía en las antípodas del materialismo histórico marxista, ante todo por su radical postura católica, aunque no por eso dejó de ser un revolucionario: 'Escribí mis libros para incitar al pueblo contra el gobierno. Me creyeron un payaso. Escribir es hacer justicia. No quería séquito literario, quería gente armada. ¿Qué escritor que en verdad lo sea no es un político?... En mi actuación política, y nadie me entendió, actué como un cristiano tolstoiano'{4}.

Pues bien, la afirmación que quiero sostener es la siguiente: en las tesis de Vasconcelos podemos encontrar un anclaje con el materialismo filosófico, tanto más cuanto que el eje de su reconstrucción histórica es precisamente la dialéctica de Imperios: Bolivarismo vs. Monroísmo. Por que, en efecto, su trabajo historiográfico es un ejercicio de despiece y reconstrucción del engranaje de la materia histórica de México, desde cuya implantación política se aprecia lo que podríamos denominar como una teoría filosófico crítica de la Historia.

La tesis vasconceliana, en cuanto al liberalismo de Juárez y su generación, es la siguiente: la dialéctica interna entre catolicismo y liberalismo (anti-clerical) no fue más que la traducción de la dialéctica dada en Europa entre catolicismo y protestantismo, y de la prolongación de ésta en Estados Unidos a través, entre otras cosas, de las logias masónicas. El laicismo liberal fue la inversión ideológica mediante la que se operaba la transferencia de propiedad de las estructuras económico políticas del Imperio español, allanando el terreno para que el Imperio en ciernes, el de Estados Unidos, tomase el control geopolítico continental cifrado en la Doctrina Monroe.

Cuando se pensaba que con la nacionalización de los bienes del clero se liberaba por fin a la nación del yugo de la metrópoli, encarnado en la Iglesia católica, logrando así la ansiada independencia y soberanía (autodeterminación) y dejándola lista para el ejercicio pleno de la libertad, lo que realmente sucedía es que al tiempo de despojarse de las cadenas hispanas, inmediatamente se quedó presa la nación de las cadenas anglosajonas:

'Por haber ligado siempre su patriotismo a alguna de las formas de odio interno, los mexicanos nos hemos ido quedando de parias en nuestra patria, de fellahs que cambian de amo según se consuma en el exterior la rotación de los Imperios'{5}

Desde esta perspectiva, encontramos en Vasconcelos una coincidencia o encaje con tres tesis centrales de la teoría política del materialismo filosófico, a saber:

  1. La Historia Universal no puede entenderse al margen de la dialéctica entre Imperios, en tanto que éstos se nos ofrecen como realidades históricas materiales y no como figuras ideológicas; la clave de su discernimiento está cifrada en la distinción entre Imperios Generadores e Imperios Depredadores;
  2. El motor de la historia no es la dialéctica de clases sino la dialéctica de Estados y sobre todo la de Estados Imperiales; y
  3. La teoría de los cinco géneros de la guerra. Según esta teoría, la Guerra de Reforma encabezada por Juárez pertenecería al cuarto género de guerra: la guerra civil, es una guerra enmascarada entre Estados que apoyan a facciones enfrentadas dentro un tercer Estado (la Guerra Civil española, por ejemplo, fue el preámbulo en el que contendieron las Potencias del Eje contra las Potencias aliadas, las mismas que habrían de enfrentarse explícitamente, cinco meses después de acabada la guerra de España, en la Segunda Guerra Mundial).

Con este encuadre analítico podríamos derivar una matriz a partir de la cual dilucidar en su justa dimensión los límites de conceptos como los de independencia, soberanía o autodeterminación, porque ¿acaso es de la misma escala y consistencia objetiva (no formal o nominal) la independencia y soberanía de Croacia respecto de las de Alemania, o las de Estados Unidos o Francia respecto de las de Ucrania o México, todas ellas, según el «consenso internacional», Naciones Independientes con asiento en la Asamblea General de las Naciones Unidas? Sobre esta cuestión me parece interesante el artículo de Pedro Insua Rodríguez, 'Pueblo, Imperio y Nación', que aparece en El Catoblepas, nº 11, enero 2003, pág. 24. La hipótesis podría consistir en algo como lo siguiente:

La Nación Política, como modulación «moderna» (a partir de la Revolución Francesa) de la segunda fase del curso de las sociedades políticas: la fase Estatal, se configura en función del desprendimiento o recorte de una unidad que pertenece a una plataforma histórica previa: el Imperio (en un proceso de regressus y progressus, con la figura de Nación Política como dialelo político, precisamente). Por tanto, su decurso histórico estará determinado inevitablemente por una triple dialéctica (symploké): la que se da entre la nueva unidad nacional y el Imperio del que se desprende o recorta; la que se da entre la nueva unidad nacional y el Imperio hegemónico de turno; y la que se da como traducción de la dialéctica de Imperios al interior de la nueva unidad nacional.

Me atrevo a afirmar que esta trabazón es la determinante definitiva de la fatalidad histórica de las naciones iberoamericanas del presente. Jorge Abelardo Ramos sostiene una tesis, respecto de Argentina, con la misma dirección en su Revolución y contrarrevolución en la Argentina: '¿De dónde proceden nuestros límites actuales? El origen de estas fronteras ¿responden acaso a una razón histórica legítima? ¿Nos separa una barrera idiomática, cierta muralla racial evidente? ¿O es, por el contrario, el resultado de un infortunio político, de una vicisitud de las armas, de una derrota nacional? Sin duda aparece como fruto de una crisis latinoamericana, puesto que América Latina fue en un día no muy lejano nuestra patria grande. Somos un país porque no pudimos integrar una nación y fuimos argentinos porque fracasamos en ser americanos. Aquí se encierra todo nuestro drama y la clave de la revolución que vendrá'{6}.

II. La teoría y práctica política de Juárez y el liberalismo mexicano

En función de la praxis política de Juárez y los liberales se construyó lo que se ha denominado como teoría mexicana de la secularización de la sociedad; teoría que contiene el núcleo del así llamado Liberalismo Mexicano{7}.

Desde una primera perspectiva, puede decirse que la Reforma significó la aceleración y triunfo final del liberalismo mexicano. Un liberalismo que como unidad sintética se constituyó en función de tres principios fundamentales que adquirían sentido en tanto que punto de apoyo para la transformación de las relaciones entre la Iglesia y el Estado:

  1. Secularización de la sociedad
  2. Supresión de los fueros eclesiásticos
  3. Lucha por las libertades, y fundamentalmente la libertad de conciencia.

La lucha por la abolición de los fueros estaba íntimamente vinculada con la secularización de la sociedad. Y ésta fue, a su vez, la dialéctica definitiva por cuyo través se delimitó la facultad jurisdiccional del Estado en función de su enfrentamiento con el Clero.

La concepción unitaria del problema de las relaciones Estado-Iglesia y sus múltiples conexiones con la concepción de una sociedad libre, fue afianzándose fuertemente en una generación de políticos liberales mexicanos: Valentín Gómez Farías, Mariano Otero, José María Luis Mora, Ponciano Arriaga, Francisco Zarco, Benito Juárez, etc. Los frentes abiertos se multiplicaban: lucha por el principio democrático de la igualdad ante la ley, conducente a la «justicia laica»; lucha por la libertad de conciencia, y su presupuesto y consecuencia, la libertad de cultos; lucha por la libertad de enseñanza y, finalmente, la afirmación de la necesidad de sustentar un Estado secular, cuya consecución no podría alcanzarse si no era mediante la desamortización y la nacionalización de los bienes de la Iglesia, fulcro del movimiento liberal.

En 1832, Antonio López de Santa Anna, a raíz de un pronunciamiento en Veracruz, es electo Presidente, pero quien verdaderamente gobierna es el Vicepresidente Valentín Gómez Farías, llevando a cabo, durante 1833 y 1834, el primer paso hacia las Reformas Liberales: se declara la prohibición legal de la participación del clero en asuntos políticos; se rompe el monopolio educacional del clero, autorizando al gobierno para arreglar la enseñanza pública y suprimiendo la Universidad de México para crear una Dirección General de Instrucción Pública.

En 1854 se levanta Juan Álvarez contra Santa Anna con el Plan de Ayutla. Álvarez es Presidente y Juárez Ministro de Justicia. El primer acto del gobierno emanado de este Plan, encaminado a modificar el statu quo en las relaciones Estado-Iglesia y a impulsar la Reforma, estuvo constituido por la Ley sobre Administración de Justicia, la «Ley Juárez», del 23 de noviembre de 1855, dirigida a reducir el fuero eclesiástico. Este ordenamiento hizo que los tribunales eclesiásticos dejasen de conocer en los negocios civiles y sólo continuasen conociendo de los delitos comunes de los individuos de su fuero. Además, se federalizaron las disposiciones relativas a la reducción de los fueros y se estableció la renunciabilidad del fuero eclesiástico en los delitos comunes.

De 1856 a 1857 tiene lugar el Congreso Constituyente, verdadero crisol político de las Leyes de Reforma en su sentido pleno. Del 25 de junio de 1856 es la Ley de Desamortización de los Bienes Eclesiásticos. Y en la Constitución de 1857, si bien no se consigna la tolerancia o libertad de conciencia, implícitamente se asume, en tanto que en el texto constitucional no queda declarada religión de Estado.

En 1859 adquiere forma y consistencia el proceso de secularización de las Leyes de Reforma con la Ley de Nacionalización de bienes del Clero del 12 de julio. En esta ley no solo cristaliza el proceso de nacionalización sino que se prefigura ya la ruptura entre la Iglesia y el Estado. En su artículo 1º se declara la nacionalización, señalando que entran al dominio de la nación todos los bienes que el clero secular y regular ha estado administrando con diversos títulos, sin importar la clase de los bienes, derechos y acciones en que consistan, así como su aplicación. El artículo 3º establece la completa separación del Estado y la Iglesia: «Habrá perfecta independencia entre los negocios del Estado y los negocios puramente eclesiásticos. El gobierno se limitará a proteger con su autoridad el culto público de la religión católica, así como el de cualquier otra».

Por otro lado, el 23 de julio de 1859 se establece el matrimonio civil. El 28 del mismo mes se establecen jueces del Estado civil para la averiguación y constancia del estado civil en todos los mexicanos y extranjeros residentes en el territorio nacional. Y como complemento a esta medida, por decreto de 31 de julio del mismo año, cesa en toda la República la intervención del clero en la administración de cementerios y panteones.

El 3 de diciembre de 1860 aparece el importante decreto que establece la libertad de conciencia y, como consecuencia, la libertad de cultos, ratificando así la separación Estado-Iglesia. El 15 de abril de 1861 se reglamenta la libertad de enseñanza, en lo relativo a la instrucción primaria, secundaria y escuelas especiales.

Todas estas disposiciones jurídicas, y algunas más cuya enumeración sería ya excesiva, conformaron el corpus jurídico de las Leyes de Reforma. El proyecto para incorporarlas a la Constitución es presentado en el Congreso el 3 de abril de 1871. El 26 de septiembre de 1873 se firma el acta de reformas a la Constitución, incorporando las leyes, y un día después el Congreso es informado que el Ejecutivo no hace observaciones al proyecto de ley.

En resolución, las reformas y adiciones hechas a la Constitución de 1857, las Leyes de Reforma, establecieron lo siguiente:

  1. La estricta separación e independencia entre sí del Estado y la Iglesia.
  2. El carácter civil del matrimonio y la exclusiva competencia de las autoridades del orden civil en lo relativo a los actos del estado civil de las personas.
  3. La prohibición para las instituciones religiosas de adquirir bienes raíces y capitales impuestos sobre éstos, con la excepción establecida en el artículo 27 constitucional.
  4. La sustitución del juramento religioso por la simple promesa de decir verdad.
  5. Que el Estado no puede permitir ningún contrato, pacto o convenio que tenga por objeto el menoscabo, la pérdida o el irrevocable sacrificio de la libertad del hombre, y por consiguiente, el no reconocimiento por la ley de corporaciones u órdenes monásticas ni permiso para su establecimiento.

Desde la perspectiva de la dialéctica nación-imperio, en las Leyes de Reforma, junto con la restauración de la República y la expulsión del Imperio francés encarnada en Maximiliano de Habsburgo, cristaliza el proceso de configuración de la nación política mexicana. Un proceso que encuentra, en el transcurso de algunas décadas más, otro nudo fundamental, a saber, el de la expropiación del petróleo realizada por Lázaro Cárdenas. Su soldadura ideológica se funde en el dictum juarista «entre individuos como entre las naciones, el respecto al derecho ajeno es la paz».

Pero si se mira el proceso por uno de sus costados, aquel conformado por la dialéctica de los imperios, la realidad histórica del país se nos ofrece como un desdoblamiento con otro ritmo y a una escala de complejidad y densidad mayores.

III. Las coordenadas de la crítica de Vasconcelos

La crítica histórica de Vasconcelos puede inscribirse en la dialéctica de los ortogramas imperiales, es decir, en el constante enfrentamiento entre estructuras históricas de escala imperial desde cuyas coordenadas se dibuja, como resultante, la traza política del curso histórico de México e Iberoamérica.

Su reconstrucción es, sin lugar a dudas, poco «confortable», en tanto que precisamente ahí donde descansa el júbilo patrio y la afirmación de la tan anhelada independencia y soberanía nacional es que Vasconcelos hunde la estaca infalible en cuyo corte se hacen evidentes las contradicciones reales que determinaban el curso de los acontecimientos históricos.

Su preocupación esencial podría definirse como una desesperación por la soledad de la América española, una soledad trascendental (mas no metafísica) que se vislumbraba frente a la inmanencia de la esplendorosa afirmación nacional. En la lectura de su obra se puede siempre observar una angustia permanente, soterrada, intensa, por denunciar todo aquello que hizo que poco a poco nos fuésemos quedando solos. Por que lo que verdaderamente determinaba la dialéctica política era el enfrentamiento de la latinidad contra el sajonismo en función de coordenadas imperiales, coordenadas que era imposible asumir en tanto que la nuestra era una conjugación de identidad y unidad que adquiría sentido mientras tuviese como contrapunto a la metrópoli, al imperio:

'Atravesamos épocas de desaliento, seguimos perdiendo, no sólo en soberanía geográfica, sino también en poderío moral. Lejos de sentirnos unidos frente al desastre, la voluntad se nos dispersa en pequeños y vanos fines. La derrota nos ha traído confusión de los valores y los conceptos; la diplomacia de los vencedores nos engaña después de vencernos; el comercio nos conquista con sus pequeñas ventajas. Despojados de la antigua grandeza, nos ufanamos de un patriotismo exclusivamente nacional, y ni siquiera advertimos los peligros que amenazan a nuestra raza en conjunto. Nos negamos los unos a los otros.[...] No sólo nos derrotaron en el combate, ideológicamente también nos siguen venciendo. Se perdió la mayor de las batallas el día en que cada una de las repúblicas ibéricas se lanzó a hacer vida propia, vida desligada de sus hermanos, concertando tratados y recibiendo beneficios falsos, sin atender a los intereses comunes de la raza. Los creadores de nuestro nacionalismo fueron, sin saberlo, los mejores aliados del sajón, nuestro rival en la posesión del continente.'{8}

Desde la teoría del curso de las sociedades políticas, según la cual éste responde a un desdoblamiento en tres fases en función de contradicciones objetivas dadas en su estructura interna (la fase pre-estatal, la estatal y la pos-estatal), una vez configurada la Nación Política, como segunda fase de ese curso, se instaura una tensión, convertida en necesidad objetiva, de expansión del ortograma hacia una fase pos-estatal, la fase propiamente imperial. A este respecto, aunque desde otros criterios, Vasconcelos afirmaba: 'Desde luego, Bolívar[,] porque se dio cuenta del peligro en que caíamos, repartidos en nacionalidades aisladas, y también por su don de profecía, formuló aquel plan de federación iberoamericana que ciertos necios todavía hoy discuten [...] Los demás caudillos de la independencia latinoamericana, en general, no tuvieron un concepto claro del futuro, [y] llevados del provincialismo, que hoy llamamos patriotismo, o de la limitación, que hoy se titula soberanía nacional, cada uno se preocupó no más que de la suerte inmediata de su propio pueblo'.{9}

Por otro lado, encontramos también en Vasconcelos reflexiones de inequívoco sello filosófico, de filosofía de la historia, a las que podría darse el mismo tratamiento que aquel dado por Gustavo Bueno a «el problema de España» en España frente a Europa. Así, de la dialéctica abierta entre la identidad de México y su unidad, se podría derivar una dilucidación de «el problema de México»: el problema trascendental de México es el problema de la fractura que lo separa de la unidad iberoamericana: el problema de su soledad.

Y no se trata nada más de una soledad práctica, sino que sobre todo de una soledad ontológica, como problema filosófico dado entre esencia y existencia, un problema que podría cifrarse en la siguiente pregunta: ¿es posible que México pueda, por sí mismo, dibujarse un destino político de escala universal, así como fue universal, en esencia y existencia, el Imperio del que se desprendió como nación, a saber el Imperio Católico Español, y así como es universal el Imperio que hoy se asienta en los Estados Unidos de América o como universal fue la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas? En otras palabras, ¿puede tener México una existencia política universal cuando en su esencia están dados ya los límites de su imposibilidad? En los textos de Vasconcelos se prefigura ya una advertencia: 'Si nuestro patriotismo no se identifica con las diversas etapas del viejo conflicto de latinos y sajones, jamás lograremos que sobrepase los caracteres de un regionalismo sin aliento universal y lo veremos fatalmente degenerar en estrechez y miopía de campanario y en inercia impotente de molusco que se apega a su roca [...] El estado actual de la civilización nos impone todavía el patriotismo como una necesidad de defensa de intereses materiales y morales, pero es indispensable que ese patriotismo persiga finalidades vastas y trascendentales. Su misión se truncó en cierto sentido con la independencia, y ahora es menester devolverlo al cauce de su destino histórico universal'{10}.

La crítica vasconceliana al liberalismo de Juárez

Por momentos, Vasconcelos abandona toda corrección política (por aquello de lo «políticamente correcto») y deja salir lo más cáustico de su crítica, haciéndolo merecedor de una consigna como aquella de la que fue objeto, según Flaubert, el Príncipe Talleyrand. Pero sigamos escuchando a Vasconcelos. Bajo el subtítulo de «Latinidad y sajonismo», en su Breve Historia de México, arremete de forma por demás irónica contra Juárez y prácticamente todos los próceres de la patria, lo cito in extenso:

'Pero es curioso y da en qué pensar eso de que siempre hayamos sido afortunados en la defensa de nuestra soberanía cuando se trata de los avances de Francia, otra nación latina, y, en cambio, siempre hemos fracasado de la manera más vergonzosa y rotunda cuando se trata de oponernos al avance anglosajón. ¿Qué relación hay entre estos resultados y la acción de los agentes de logias yankees que se hicieron consejeros de Hidalgo, de Morelos, de Pancho Villa y de Carranza, azuzándoles el odio a lo español y lo latino, convenciéndolos de la grandeza insuperable de todo lo que es sajón, preparándoles el ánimo, en fin, para la política pocha{11}, que es la que ha triunfado? Cuestión es ésta que señalo a la consideración de los eruditos de la historia nacional. Un siglo y más llevamos de estar descifrando el enigma arduo de averiguar si alguna vez tuvo Juárez una sola idea propia, pero nadie, que yo sepa, se ha puesto a indagar el tema interesante que señalo y que formulo de nuevo, diciendo en forma todavía más concreta: ¿Por qué es que no hemos tenido un Morelos, un Zaragoza, ni siquiera un Santa Anna, capaz de derrotar a ingleses o norteamericanos, y sí, en cambio, para derrotar expediciones de latinos hasta un Santa Anna resultó soldado? ¿Hasta qué punto ha influido en este resultado la propaganda pérfida, desleal, de los poinsettes{12} y las sociedades secretas que, en secreto, nos hacen odiar todo lo que es carne de nuestra carne y nos pone, en cambio, a soñar el sueño de «empachados» de que hubiera sido mejor que nos conquistaran los ingleses?'{13}

Plegándose a una tesis como la de Carl Schmitt según la cual protego ergo obligo es el cogito ergo sum del Estado: 'sin las armas que trajo Comonfort de los Estados Unidos el Plan de Ayutla se habría quedado escrito. Con el apoyo yankee ocuparon Álvarez y Comonfort la capital de la República, después de que Santa Anna, según su costumbre, huyó, dejando comprometidos a sus partidarios. Organizóse el gobierno liberal bajo la presidencia de Comonfort, y don Juan Álvarez se retiró a Guerrero'{14}, podemos observar un análisis en el que se dilucida la verdadera relación dialéctica entre una lucha de carácter nacional frente a un imperio, pero que no es más que la traducción de un enfrentamiento entre imperios desplegándose en otro plano y en función de intereses que no necesariamente se ajustan a los postulados desde el recinto nacional en cuestión. Esto coincide también, como lo señalamos en un principio, con la teoría de los cuatro géneros de la guerra del materialismo filosófico:

'Se nos despojó de todo sentimiento de raza con la excusa pueril de que no había en el mundo sino lucha de imperios contra repúblicas y de las monarquías de la Santa Alianza contra los amigos de la libertad, que se suponía eran ingleses y norteamericanos. Estos últimos, en cambio bien sabían su doctrina que afirma que la sangre es más densa que el agua: blood is thicker than water. Ostensiblemente, en nombre de la libertad y de hecho movidos por la creencia mística de la superioridad de su casta blanca pura, se repartían los anglosajones los restos de los imperios de Portugal, de España y de Francia; se distribuían el mundo y a todos nosotros nos dejaban reducidos a la capacidad de coloniales sin casta, condición de la que no mereceríamos salir por haber renegado lo propio.'{15}

¿Será en verdad tan difícil encontrar la suficiente perspicacia para poder distinguir la diáfana similitud entre la lógica del discurso y de la práctica criticada entonces por Vasconcelos y aquella con la que hoy los Estados Unidos se auto proclaman como defensores y «amigos» de la libertad, la democracia y el estado de derecho, para poner en guardia a todos aquellos que, según su por demás ideológica doctrina, representan una amenaza para tan preciados valores en América Latina y, de hecho, en todo el mundo? Porque si en su momento la lucha era entre los imperios y las repúblicas, y entre la libertad y sus enemigos, hoy la lucha es, según el imperio en expansión, entre las democracias y los totalitarismos y entre la «sociedad abierta y sus enemigos». Preciso es señalar que Vasconcelos murió el mismo año en que se produjo la Revolución Cubana y que, por tanto, sus tesis de guevarismo, castrismo o incluso marxismo-leninismo no tienen absolutamente nada. Tampoco le tocó vivir, por obvias razones, en la década de los 70, así que será imposible, para quien lo intente, descalificar su posición con la estúpida etiqueta de «romanticismo setentero».

Pero tengamos claro que, cuando dirige su crítica contra la Reforma, no lo hace en cuanto a su necesidad histórica, puesto que, de hecho, la justifica como inminente. Lo que debía censurarse, a su juicio, es que tal reforma se haya hecho bajo la dirección de un programa extranjero y «con sentido antirreligioso».

En lo referente a la ley de desamortización de bienes de las corporaciones, Vasconcelos sostiene que por virtud de esa ley, la mitad de la riqueza del país, que pertenecía a la Iglesia, debía pasar a manos de adjudicatarios que seguirían reconociendo a la Iglesia el monto de los capitales. Se trataba, dice Justo Sierra –continúa Vasconcelos–, de una transferencia de la propiedad, y agrega que el papado debió aceptarla, en obvio de mayores males. Lo que no advertía era que se allanaba el terreno para lo que luego sucedió: 'pronto habría de verse cómo las tierras arrebatadas a las corporaciones mexicanas pasaban a manos de adjudicatarios sin experiencia, que enseguida las entregaban a agiotistas extranjeros que hoy las usufructúan. Los bienes eclesiásticos convertidos en títulos de crédito, en efecto, tendrían que pasar a manos extranjeras, tal como lo tenía previsto el plan Poinsett'{16}.

Vasconcelos subraya la «ramplonería» con la que el propio Justo Sierra juzgaba las contradicciones políticas de ese momento:

'don Justo Sierra[,] en vez de juzgar, se sale por la tangente de la literatura ramplona de la época y dice que «los liberales representaban la luz y los conservadores la sombra. Unos el día y otros la noche». ¿Por qué? ¿Es día el ateísmo? ¿Es noche la fe?[...] Y ¿se puede calificar de aurora la consumación del plan Poinsett que Juárez llevaba a término? ¿Y era acaso sombra exigir la formación de un Estado mexicano, con organización política acomodada al medio?
En todo caso, ¿quién era más sombrío, Alamán españolista o Juárez, que no pudiendo ser indigenista por que no existe lo indio tuvo que convertirse en testaferro de protestante y masones yankees.
Lo cierto es que luz no había ni de parte de los conservadores, que sólo pensaban en entregar el gobierno a otro, ya sea a un Santa Anna, ya sea a un príncipe espurio; ni de parte de los liberales, que no osaban pensar sin poner el oído en dirección a Washington.'{17}

Según Sierra, con la Reforma triunfaron en el país ideales nuevos: los de la Libertad, la Igualdad, la Solidaridad. Todas estas son palabras, abstracciones, nos dice Vasconcelos, 'el hecho es que el protectorado yankee en lo moral y en lo económico quedaba consolidado. Y el plan Poinsett entró en obra.' Un plan cuya primera fase estaba ya consumada: la adquisición de Texas, Nuevo México y California. La segunda consistía en la destrucción de la Iglesia católica mexicana, pero no para dejar al pueblo mexicano darse libremente una religión, sino para introducir el protestantismo norteamericano, o, como dicen los escritores de Estados Unidos, la extensión de la obra de la Reforma protestante europea en territorios latinos dominados por el catolicismo. El laicismo liberal fue la máscara. El propósito fundamental era la liquidación de las familias ricas herederas de la Colonia en beneficio de la casta extranjera que se iba apoderando de las minas, el comercio, las tierras de los mexicanos: 'en cada liberal mexicano había también confusa la idea que toda extensión de influencia yankee era un aumento de progreso y de bienaventuranza. Sin masa encefálica para entender cosa alguna profunda, no veían lo elemental: que perdíamos el dominio de la riqueza dentro de nuestro propio territorio y nos proletarizábamos.'{18} La Iglesia, más que obstáculo moral, representaba un obstáculo material, económico político. Ésta es la clave develada por Vasconcelos: la dialéctica de Imperios dada en función de la expansión de sus ortogramas que gravitan en torno del control de estructuras económico políticas.

En apariencia, nos dice, la ley Juárez es inocente y una simple réplica de la forma en que se configuraron los regímenes religiosos de los países modernos. Separación de la Iglesia y el Estado era un principio generalmente aceptado. Pero Vasconcelos advirtió otra de las fisuras de la naturaleza abstracta e ideológica que determinó la debilidad de esa tesis liberal: la ley mexicana contenía el supuesto absurdo de que no existe la Iglesia, ya que no le reconoce personalidad jurídica. 'A esto se ha llamado un Estado laico, pero, en realidad, el Estado laico siempre reconoce el hecho que existe en su seno'.

En resolución, para Vasconcelos era dañino el hecho mediante el cual, si bien en apariencia se daba por terminado un régimen anquilosado de gestión económica y política, terminación que al mismo tiempo configuraba los perfiles nacionales, se allanaba el terreno para el control de otra potencia. El error fue haber circunscrito la praxis política y el propio discurso solamente en coordenadas nacionales: 'la confiscación general del clero fue el antecedente de la confiscación general de los propietarios mexicanos [...] Y lo más piadoso que como historiadores podemos decir, es que si no fueron traidores los liberales, no lo fueron mucho menos los imperialistas. Se equivocaron ambos como se equivoca todo aquel que no busca la salvación nacional dentro de las fuerzas interiores que constituyen una patria'.

IV. Por mi raza hablará el espíritu

Este ensayo ha resultado ser un recuento de una discusión que seguramente fue agotada en su momento. Pero la aportación que encuentro sugestiva es su reexposición, peor o mejor lograda, desde nuevas coordenadas filosóficas. En todo caso es un primer esbozo de un plan de trabajo de mayor aliento. Por que, en definitiva, lo que he querido hacer es mover el centro de gravedad del debate para luego emprender, desde nuevos ejes coordenados, lo que, a mi juicio, debe hacerse con urgencia sosegada, a saber, un arduo y sistemático trabajo de análisis e investigación crítica de la historia política, de la ideología y de la filosofía de la historia de México e Iberoamérica.

Y si de eso estamos hablando, entonces quiero rescatar el testimonio de un hombre esencial para nuestros pueblos y cuya preocupación fundamental, la unidad política de Iberoamérica, quedó plasmada en el escudo de la Universidad Nacional: POR MI RAZA HABLARÁ EL ESPÍRITU.

'La independencia del sur, con Bolívar, con San Martín, nos dice Vasconcelos, había engendrado no sólo nacioncitas, a lo liberal británico; también había inventado el anhelo de constituir con los pueblos afines por el lenguaje y la religión, federaciones nacionales poderosas. Nosotros no pudimos conservar ni siquiera la confianza de Centroamérica, a efecto de haber construido una vigorosa federación del norte, aliada con el grupo disperso de los pueblos ilustres de Las Antillas. Todo por culpa de las dictaduras y de la confusión doctrinaria de la Reforma, que en su odio a España, nos deformó el patriotismo subordinándolo al recorte territorial y a la mentira de una soberanía fingida'.{19}

El escudo fue diseñado en función de «dos elementos inseparables»: el mapa de América Española que encierra en su fondo, y el lema que le da sentido. Por encima del encuadramiento, una águila y un cóndor reemplazan el águila bifronte del viejo escudo del Imperio Español. En este escudo, el águila representa a nuestro México legendario, y el cóndor recuerda la epopeya colectiva de los pueblos hermanos del continente.

«Por mi raza hablará el espíritu» significaba para Vasconcelos ser algo que signifique en el mundo: 'Quise, en fin, dar a los jóvenes por meta, en vez de la patria chica que nos dejó el liberalismo, la patria grande de nuestros parentescos continentales'{20}. Quería, también, una filosofía hispanoamericana, políticamente implantada, 'porque no vemos otra manera de acercarnos a una filosofía universal, dado que está teñido de nacionalismo, cuando no de particularismo, casi todo el pensamiento contemporáneo'{21}.

Pero frente al problema de la unidad de Iberoamérica ¿qué nos dice la España del presente? ¿Será nada más una reminiscencia de la unidad histórica de la que se desprendieron las repúblicas americanas? ¿Tendrá España interés alguno en lo que queda aquí expuesto y en lo que el propio Gustavo Bueno plantea en buena parte de su obra respecto del papanatismo europeísta? ¿Será cierto que España es un problema y la única solución es Europa? ¿O será quizá que todos nos hemos quedado solos? ¿Y no será también que el único interés de España por Iberoamérica es el que está abanderado por las Repsoles, las Telefónicas, los Botín y los Ybarra, embalsamado con los oleos de la Cultura y la Cooperación Internacional? Y ¿qué de los grandes capitales amasados en América Latina? ¿Y la izquierda, tanto española como americana?

Es una verdadera insensatez esperar que un problema desparece cuando su planteamiento es evadido. También es cierto que la Historia, con Bueno, más que aclarar nuestro presente lo destroza porque lo desborda. Pero sólo a través del entendimiento de su dialéctica es que los hombres podrán hacerse del control de su destino político. Por lo pronto, dejo aquí propuestas una serie de tesis en espera de encontrar un contrapunto. Del enfrentamiento suscitado no busco más que el surgimiento o reconstrucción de una causa política.

Pero dejo ya, por el momento, la discusión. Y cedo la palabra a José Vasconcelos:

Jóvenes amigos: ya muy pronto tendréis que improvisar capitán. Yo os dejo mi bandera. El día es vuestro, actuad con vigor y con prudencia; reservad vuestras fuerzas porque la ruta es larga y muy ardua. Es ley misteriosa del destino, que la conquista del bien ha de costar dolor y sangre; pero el éxito es alterno.
Mañana, en las horas del triunfo, las manos de las nuevas generaciones izarán el asta de otras banderas más gloriosas, bordadas con las letras de oro de los principios eternos. Mi lábaro no estaba hecho para el lucimiento de los desfiles. Es un airón de combate. Nada importa que lo borren de las placas que escribe la adulación y de los membretes del papeleo burocrático y de los estandartes que encabezan las procesiones del servilismo. Mi encargo es: que el actual escudo, con su lema, lo dejes plantado en la trinchera más expuesta y bajo el fuego tupido de la metralla.

Notas

{1} Arnaldo Córdova, La ideología de la Revolución Mexicana. La formación del nuevo régimen, Instituto de Investigaciones Sociales / UNAM, México, Editorial Era, 1973.

{2} Ibid., p. 15.

{3} 'Genaro Fernández McGregor', entrevista con Emmanuel Carballo en Protagonistas de la literatura mexicana, México, Alfaguara, 2005, p. 79.

{4} Emanuel Carballo, 'José Vasconcelos', Protagonistas de la literatura mexicana, México, D.F., Alfaguara, 2005, pp. 21-74.

{5} José Vasconcelos, Breve Historia de México, México, D.F., Trillas, 2004, p. 278.

{6} Jorge Abelardo Ramos, Revolución y Contrarrevolución en la Argentina, II Tomos, Buenos Aires, Distal, 1999, p. 13 del T. I. El libro lo compré en Buenos Aires, en diciembre de 2003, por recomendación de un amable historiador argentino, quien me contó la anécdota en la que su padre, un diplomático de carrera, escogió precisamente la misma obra para regalársela a Hugo Chávez en una visita realizada a Argentina cuando era ya presidente de Venezuela. En la dedicatoria del obsequio su padre había escrito la siguiente proclama: «¡Por un Ayacucho definitivo!».

{7} Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, III tomos, FCE, primera edición de 1957.

{8} Fragmento de La raza cósmica, en Genaro Fernández MacGregor, Antología de José Vasconcelos, México, D.F., Ediciones Oasis, 1968, p.92.

{9} Ibidem, p. 103.

{10} Ibidem, p. 94.

{11} Pocho es un término coloquial que designa el fenómeno migratorio entre México y Estados Unidos. En este caso, Vasconcelos se refiere a la forma en que se traduce la influencia Norteamericana en la política mexicana.

{12} Joel Roberts Poinsett, diplomático norteamericano de principios del siglo XIX y pieza clave en la estrategia diplomática y geopolítica de Estados Unidos en cuanto a su intervención en los asuntos internos de las naciones iberoamericanas de reciente cuño. Sería un interesantísimo ejercicio de análisis el tratar de encontrar en su figura los patrones de la diplomacia norteamericana en el continente. Revisar, para una primera aproximación, el ensayo de Fausto Fernández Ponte, 'John D. Negroponte y la geopolítica de la sucesión presidencial en México', en El Catoblepas, Núm. 37, marzo de 2005. .

{13} José Vasconcelos, Breve Historia de México, México, Editorial Trillas, 2004, p. 210.

{14} Ibidem., p. 272.

{15} Ibidem, p. 212.

{16} Ibidem, p. 274.

{17} Ibidem., p. 277.

{18} Ibidem., p. 288.

{19} 'Los Motivos del Escudo', en El ocaso de mi vida, México, 1957.

{20} Ibidem.

{21} José Vasconcelos, Ética, México, Ediciones Botas, 1939.

 

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