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El Catoblepas, número 38, abril 2005
  El Catoblepasnúmero 38 • abril 2005 • página 7
La Buhardilla

El consejo de Wittgenstein

Fernando Rodríguez Genovés

Según enseña una buena parte, la mejor, de la sabiduría práctica, a menudo, la mejor forma de favorecer la ciudad consiste en mejorarse a sí mismo. Por el contrario, el afán participacionista en la vida pública degenera fácilmente en autoritarismo, activismo y agitación

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Pues mejórese a usted mismo

Wittgenstein

¿Cómo hacer partícipes de la virtud a los ciudadanos? En primer lugar, no confundiendo la virtud moral con la virtud política. En segundo lugar, invitándoles a que cuiden moralmente de sí mismos y no se conviertan en indigentes de su propio carácter (êthos), ni se lamenten de su estado o situación presente, pues en materia de moralidad cada uno es responsable de su situación y tiene lo que se merece, a diferencia de la esfera política, donde no es cierto del todo que una sociedad tenga necesariamente el Gobierno que se merece. Dicho esto, añadiré que los individuos no caen en la indignidad ni la corrupción sin su consentimiento y participación, como tampoco es posible ganarse el contento y la felicidad personal por el esfuerzo ajeno o la intervención del Estado. Puede forzarse al hombre a la esclavitud, pero no a la mezquindad: la primera, puede sobrevenir como una calamidad o fatalidad impuesta de la que siempre cabe vislumbrar la perspectiva de escapar en algún momento; la segunda, en cambio, revela tras su sombra una personalidad y una voluntad débiles, menesterosas, de las que sólo uno es responsable y sólo uno puede sacudirse de encima, como una funesta excrecencia. En ocasiones, la ética y la política se solapan entre sí con el resultado de que una supla –y suplante– la función de la otra. Triste consuelo y vana esperanza, pues ni la ética reemplaza a la política, ni al contrario.

Es conocida la anécdota que relata el encuentro del filósofo Ludwig Wittgenstein con un vecino de Puchberg, pueblo austriaco donde se retiró el filósofo vienés huyendo de las alturas de la cátedra universitaria, esa «muerte en vida» como la calificó, para dedicarse a la pedestre pedagogía de la enseñanza primaria. El lugareño, inflamado por la proclama socialista y ávido de Revolución, le confesó al filósofo que su máximo anhelo era cambiar el mundo, mas no estaba muy seguro de cómo hacer semejante cosa o extremosidad. Wittgenstein le contestó: «Pues mejórese a usted mismo; eso es lo único que puede hacer para mejorar el mundo». No se aprecie rastro alguno de cinismo ni de jactancia tras esta exhortación; temor infundado supondría, por lo demás, creer tal desafuero, viniendo la respuesta de un pensador tan obsesionado por la perfección y el misticismo. Tampoco cabría observar, tal vez, otra motivación que no fuese la candidez y la buena intención en el origen de la cuita del paisano, que, como tantos otros hombres ordinarios, se dejan llevar por el impulso emocional y el embrujo activista, entendiendo el compromiso moral y político como una permanente disposición a la acción por la acción, como quien se libra de la mala conciencia por quedarse quieto y en paz («¡inmovilista!»). Esta clase de inquietud inspira comúnmente una noción de la vita activa que suele ver en la política la culminación de todo quehacer humano, mientras percibe sólo pasividad y seducción suicida en su contrario, es decir, en esa invitación a la sana y santa vita contemplativa que vendría a contener el consejo de Wittgenstein.

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«Algo hay que hacer»

Existe un gran número de posibilidades de participar en la ciudad y en la vida pública. Algunas son factibles y necesarias, y además están al alcance real de los hombres. Otras, en cambio, herederas del voluntarismo y la agitación, se inspiran en el embeleso, las buenas intenciones y la neta utopía. Ciertamente, la democracia, a diferencia de otros modos políticos, se define por la posibilidad de participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, pero, bien entendida, ni tal posibilidad puede trocarse en obligación e imposición ni convertirse en obsesión. Ayudamos a la ciudad, participamos democráticamente, tanto interviniendo directamente en los asuntos públicos cuanto inhibiéndonos o absteniéndonos de hacer cualquier cosa, según vengan las circunstancias o demande el caso. Sin discernimiento y decidida voluntad del individuo no hay participación cabal y provechosa. La experiencia enseña, por ejemplo, que no siempre que alguien pide la palabra en una asamblea lo hace para decir algo interesante o constructivo para la congregación. Muchas veces, lo más prudente viene a ser el mantener la boca cerrada, colaborando de esta manera –pasiva o discreta– al bien general y a la pacífica convivencia de las personas. Si bien esta actitud no repercute necesariamente en la solución de los problemas, sí, al menos, coadyuva a no enredarlos ni eternizarlos. A menudo, la actividad indirecta resulta más beneficiosa para la sociedad que la acción directa. Que la prudencia y la discreción lo es casi siempre, de eso no cabe la menor duda.

Cualquier atento observador, sin necesidad de ser un filósofo, psicólogo o sociólogo, o justamente por no serlo, puede percibir sin esfuerzo una circunstancia singular: en un acto público o reunión social, suelen ser los individuos más sabios y discretos los que se mantienen en un segundo plano pero en alerta, en prevención, a la escucha, interviniendo poco o permaneciendo completamente callados. ¿Qué pensar de estos espectadores? Probablemente que siguen la exhortación, el consejo de Mark Twain: cuando no estés muy seguro de lo que vas a decir, es preferible mantener la boca cerrada, aun pasando por estúpido, que abrirla y despejar así cualquier género de duda...

Hablar o callar, intervenir o inhibirse, ayudar o no interferir, actuar o no participar: esta es la cuestión... política, o algunas de las que deben dilucidarse. Todas ellas se subordinan a una instancia de orden moral, anterior a la propiamente política. Se dirá que el mejoramiento moral de la persona se lleva a cabo en el mismo encuentro social con otros semejantes y por medio de la simple cooperación. Tal vez, pero no siempre ni necesariamente. Piénsese, por ejemplo, en los casos de un linchamiento, un motín, una algarada o en esa actividad que se conoce como colaboracionismo. Lo cierto es que los procedimientos y el espacio de concurrencia entre individuos, si bien se aceptan como condición para la vida social y política, no representan un requisito de obligado cumplimiento; al menos, en una sociedad abierta, en una democracia exquisitamente liberal. Si podemos decirlo así, estos elementos componen la forma del tema pero no su materia. Ambas esferas son distintas, y claro ejemplo de improcedencia supondría su solapamiento.

El valor participativo de un sufragio, sin ir más lejos, no reside en la determinada opción que contiene la papeleta, sino en el hecho de introducirla en la urna, una vez decidido acudir a votar, claro está. El valor y el interés pragmático de una intervención pública no se encuentran, en consecuencia, en la concreta línea de actuación que es llevada a efecto, sino en el mismo hecho de decidir libremente si realizarla o no, cómo, cuándo, por qué y para qué. Ocurre que muchas veces sólo se entiende como conducta verdaderamente cívica y participativa aquella que se ajusta y acomoda a una definida inclinación, siendo las restantes devaluadas o sencillamente ignoradas. Pero esto no significa, en rigor, acción ni participación sino burdo sectarismo.

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Actuar y contenerse en la vida pública

Epicteto

Que es posible ayudar a la ciudad entregándose al ejercicio moral personal y al cuidado de sí mismo, y no sólo desde la participación política directa, activa y pública, no es convicción novedosa ni insólita; tampoco que percibamos tal participación como una actividad preferente y predilecta con respecto a aquélla. Esta convicción ya fue vislumbrada y expuesta por muchos sabios de la Antigüedad, como, por ejemplo, Epicteto. En sus disertaciones morales hallamos un valioso e intemporal modo de concebir el conflicto entre los deberes morales y las obligaciones políticas en el seno de la ciudad. A modo de complemento del diálogo entre Wittgenstein y el paisano de Puchberg citado anteriormente –es decir, del consejo de Wittgenstein–, léase la siguiente conversación mantenida por Epicteto y un vecino agitado por la idea de la colaboración en la vida ciudadana y por el modo de optimizarla, y extraiga cada uno la enseñanza más provechosa:

—Pero –insiste– mi patria se quedará sin la ayuda que depende de mí.
—Y, otra vez, ¿cuál iba a ser esa ayuda? Que no será gracias a ti como obtenga pórticos ni baños. Y eso, ¿qué? Tampoco tiene zapatos gracias al herrero ni armas gracias al zapatero. Pero ya es bastante si cada uno cumple su propia función. Si proporcionas a tu patria otro ciudadano fiel y respetuoso, ¿no le habrías hecho un beneficio?
—Sí.
—Entonces no le estarías siendo inútil en absoluto.
—¿Y qué puesto ocuparé en la ciudad? –dice.
—El que puedas, guardando al mismo tiempo al hombre fiel y respetuoso. Si vas a perder con la intención de beneficiar a aquélla, ¿de qué beneficio le serías resultando desvergonzado e infiel? (Manual, 24, 4-5).

¡Qué lejos estamos aquí, en el paradigma clásico de la ética y la política, de las culposas acusaciones de egoísmo, entendido como actitud amenazadora para la sociedad, y que marcarán más adelante el destino de una gran parte de la ética moderna! Para la fuente de la sabiduría antigua (especialmente de raigambre estoica), un individuo que principalmente se preocupa de sí mismo, al tiempo que se ocupa de sus propios asuntos y practica la virtud, ayuda y beneficia a la sociedad de la mejor manera que pueda hacerlo. He aquí, ciertamente, un modo indirecto de proceder ciudadano, pero que va al centro del problema y no resulta dañoso para nadie. Algunas ocupaciones tenidas por nominalmente beneficiosas, altruistas, filantrópicas y humanitarias para la sociedad, lo mismo que muchísimas intervenciones públicas de las administraciones del Estado, acaban resultando muy gravosas y onerosas para las personas; y no sólo por lo que toca a su bolsillo, sino, sobre todo, por lo que afrenta a su libertad. Aquello que, en cambio, beneficia siempre y nunca ofende, excepto al resentido y al apocado, es la actitud generosa, fiel y respetuosa de los individuos libres, buenos y felices que se esfuerzan por mejorarse diariamente. ¿Preferiremos acaso un ciudadano participativo y voluntarioso, preocupado por los demás más que por sí mismo, aunque le movilice unos propósitos ruines y sus actuaciones acaben saliendo molestas y caras para los demás, que otro menos activo y discreto, pero leal y comedido, que se ocupa de sus propios asuntos sin molestar al prójimo? ¿Cuál de los dos acaba siendo, en verdad, más beneficioso, y cuál más dañino, para el desarrollo y el bienestar de la ciudad?

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La política como remedio (autoritario) de la moral

Muy temible se me antoja la creencia que excita y clama indiscriminada, generalizadamente, la participación política, en especial cuando procede de un inconfesado pero notorio espíritu de compensación, a modo de un contrapeso que aspira a suplir el abandono personal y la desidia ética. Una noción de virtud cívica que pretenda sustituir la felicidad de cada persona por una sensación de satisfacción interior, inspirada en el deber kantiano cumplido, la obligación autoimpuesta o el sacrificio por un ideal utópico, contiene más vicio que virtud, más engaño y claudicación que verdadero esfuerzo bienhechor. Ocurre que la satisfacción o bienestar por delegación, expulsión de mala conciencia o resarcimiento es una falsa felicidad, acaso poco más que mera complacencia.

Ordenar los deberes políticos bajo pretexto de un imperativo cívico no pasa de ser una triste expresión de la ética que dimite de su grandeza y se refugia, avergonzada y rencorosa en la coacción y la fuerza para así intimidar a los individuos libres. Cuando semejante actitud se impone, cuando la ética en baja forma pretende recuperarse sirviéndose de la palanca de otras instancias –por ejemplo, la política–, asoma con presteza la punta de lanza de aquello que el filósofo y psicoanalista Erich Fromm calificó de «ética autoritaria» en su ensayo Man for himself. La fuerza exterior y la violencia constituyen nociones –y prácticas– que importan e interesan a la política, porque las necesita para su proceder, pero no tienen ningún papel en la ética, como no sea para desnaturalizarla y alterarla. Una conducta política amparada y reconocida por leyes y reglas democráticas –una política justa– haría mal renunciando a la violencia legítima cuando debe ejercer sus competencias, que consisten principalmente en proteger a los individuos, amparar sus derechos y libertades. El empleo de la fuerza en estos casos no sólo está legitimado sino que su dejación delataría debilidad y temeridad, y, a la postre, una inmensa irresponsabilidad. Por el contrario, la conducta más recta y prudente que pueda concebirse en el plano moral jamás puede servirse de la obligación y de la imposición a fin de garantizar su cumplimiento. Sin libre discernimiento y voluntad de acción no hay ética que valga. Antes que ciudadano, el hombre es un individuo libre.

 

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