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El Catoblepas, número 37, marzo 2005
  El Catoblepasnúmero 37 • marzo 2005 • página 9
Libros

La escritura elegante:
vespro del vecchio pensiero

Vicente Miró

Texto leído por el autor en la presentación del libro de
Fernando Rodríguez Genovés, La escritura elegante, en la ciudad de Valencia{1}

23 noviembre 2004: presentación de La Escritura Elegante

1

En los primeros años del siglo XVII –probablemente entre 1607 y 1610– Claudio Monteverdi compone y estrena una obra de singular importancia para la historia de la música occidental. Se trata del Vespro della Beata Vergine, obra de acompañamiento litúrgico a la celebración de unas jornadas dedicadas a la exaltación de la figura de la Virgen María en la catedral de San Marcos en Venecia.

Monteverdi es un compositor que hoy no es, ni mucho menos, desconocido pero del que tampoco es posible decir que se encuentre en el foco de la atención pública. Y, sin embargo, durante mucho tiempo –prácticamente hasta la llegada de Beethoven– estuvo considerado como el «músico de los músicos»; el mejor y más excelso músico habido y por haber (una especie de Velázquez de la música).

En el afianzamiento de esa maximalista valoración otrora unánime, el mencionado Vespro, debió sin duda ser pieza clave. Aprovecharé la ocasión para exhortar a la distinguida audiencia a escuchar esta composición intentando hacerse cargo de lo que debió significar a aquellos que contribuyeron a extender la fama de Monteverdi. Para ello, sin duda, habría que empezar imaginando su interpretación primera en el magnífico entorno de la catedral véneta, con opulencia ornamental aumentada aún más –si cabe– por la asistencia del Dogo y dentro de uno de aquellos ceremoniales sacros doblemente ricos, por renacentistas y por bizantinos, propios de esa extraordinaria mezcla cultural que es la serenísima, singularísima y bellísima ciudad de la laguna adriática.

(¡Ah! Sería sin duda una grata evocación acústico-plástica a la que podríamos entregarnos en esta tarde primaveral del otoño valenciano al hilo del Vespro della Beata Vergine. ¡Imaginar las delicias sensoriales de una racionalidad pública que se expresaba estéticamente! ¡Reproducir internamente los mil pliegues y recovecos de aquella experiencia de ciudadanía vivida como apoteosis de lo bello! Emular, en fin, la vivencia de pertenencia a la comunidad por estética, antes que por ética...)

Nada me daría más placer –digo– que profundizar en aquel periclitado mundo. Mas no he traído a colación el Vespro della Beata Vergine para pilotar una zambullida en el paradigma cultural perdido de Occidente. No he mentado la obra de Monteverdi para hacer fenomenología de salón. Para eso no merecería la pena haberlo nombrado. Para eso, prácticamente cualquier otra obra del pasado –musical o de otro tipo– habría valido. (Además; dicha evocación ya está perfectamente realizada en varios registros –En busca del tiempo perdido de Proust, El caballero de la Rosa de Richard Strauss, &c.–).

No. No he traído a colación el Vespro della Beata Vergine a humo de pajas; para ejemplificar algo igualmente ejemplificable por una docena de otras tantas obras. Lo he mencionado, con toda la intención, por un rasgo específico suyo que lo hace parangonable a la obra con la que mi amigo Fernando nos ha regalado. Ese rasgo específico consiste en ser el zaguán de entrada a una nueva época.

En efecto; durante toda la Edad Media se produce un progresivo recargamiento del paradigma musical imperante. De la monodia gregoriana se pasa a la polifonía a través de una serie de etapas que la historia de la música jalona con precisión: «Período Notre Dame», «Ars Antiqua, «Ars Nova», &c. &c. No profundizaré en ello. Está en todos los manuales. Lo que me interesa resaltar es que ese progresivo aumento de complejidad llega a un máximo relativo en el siglo XVI. Cuando digo máximo relativo me refiero al punto máximo de desarrollo a que se puede llegar a partir de unas determinadas reglas. (Nota: Es una analogía tomada de la teoría de máximos y mínimos del Análisis de Funciones en matemáticas: «se dice que una curva y=f(x) presenta un máximo relativo en el punto x0 si y sólo si para todo valor de la abcisa x0±µ, el valor de la ordenada f(x0) es mayor que f(x0±µ), para todo µ, siendo µ tan pequeño como queramos». Es decir; cuando en un entorno del punto considerado el valor de la función es máximo. Por eso se llama máximo relativo; porque si se considera la función entera pueden darse otros puntos que arrojen mayor valor, pero no en el entorno del punto del cual decimos se produce el máximo relativo).

Bueno, todo lo anterior es simplemente para decir que en el siglo XVI las reglas de composición musical llegan al no-va-más de un máximo relativo. A ver si me explico: no se puede componer mejor polifonía que un Palestrina o un Tomás Luis de Vitoria. Se ha llegado a la saturación del sistema, al aprovechamiento máximo de las posibilidades de las reglas compositivas en que se basa la polifonía. Se puede, eso sí, repetir, igualar tal vez, las cumbres del polifonismo (como el Oficio de Tinieblas de Vitoria o la Misa Papae Marcelli de Palestrina) pero, ¿superar? Me temo que no. Me temo que ir más allá no es posible, como queda bien claro –en mi opinión– en la obra polifónica del propio Monteverdi: cuando un madrigal llega a las seis voces la cabeza empieza a dar vueltas y la música pasa de ser excelsa a estar a punto de convertirse en una rueca cojitranca.

Por lo tanto, para que la música pudiera evolucionar en el siglo XVII había que introducir nuevos elementos. Pues bien; eso es lo que hace precisa y específicamente el Vespro della Beata Vergine de Monteverdi. Eso es lo que hace también, a su modo –mutatis mutandi–, el libro de Fernando Rodríguez Genovés.

La Escritura Elegante

2

Ambas obras se ubican en el quicio entre épocas y constituyen una exploración exhaustiva de las mejores posibilidades de renovación de la forma musical en un caso, del registro filosófico en el otro. De la polifonía, con Monteverdi; de la manera de abordar el pensamiento contemporáneo, en Fernando.

Sabemos perfectamente cómo devino el camino iniciado por Monteverdi: el entramado de voces polifónicas se trocará en contrapunto al abrirse al campo instrumental donde el papel de la voz principal, o cantus firmus, quedará asumido no sólo por la voz humana sino por un instrumento o grupo de instrumentos. Paralelamente, la superposición de voces típica del polifonismo quedará sustituida por su secuenciación temporal, dando origen de esta manera a la homofonía dialogante. Ésta, una vez descubierta, creará una presión de selección por la mejora de los instrumentos de cuerda y éstos, a su vez, empujarán el desarrollo de la orquesta. Por otro lado, en el campo compositivo, y al hilo de la progresiva puesta a punto de la orquesta, se desarrollan las formas concertantes y su núcleo principal: la forma sonata que, andando el tiempo, dará su máximo fruto en la sinfonía, la cual tarda justamente doscientos años en fraguarse. (Recordad que Joseph Haydn muere en 1809 dejando compuestas más de 100 sinfonías; no diré que, a estas alturas componer sinfonías era como meter pollos en cajas, pero creo que se admitirá mi tesis: se había llegado, o se estaba muy cerca, de alcanzar otro máximo relativo en música).

Es relativamente fácil comprimir a toro pasado dos siglos de historia de hacer humano en una parrafada como yo acabo de hacer en este momento. El tiempo sin duda es una atalaya de observación óptima. Por eso tal vez no sea obvio en primera instancia darse cuenta de la importancia del libro que ha escrito Fernando. Me consta que a más de uno se le ha escapado. Nos es demasiado próximo; no tenemos doscientos años de perspectiva temporal para valorarlo. Por tanto, mi opinión es sin duda arriesgada. Y sin embargo, eso es lo que pienso y eso es lo que quiero sostener aquí: en el libro de Fernando está –para todo el que lo quiera ver– el desarrollo incoado de las mejores posibilidades del pensamiento occidental en los próximos –pongamos– doscientos años. Un desarrollo análogo, en gran medida, al Vespro de la Beata Vergine.

La escritura elegante es una propuesta de renovación en la que la el papel de la polifonía lo ocupa la filosofía sistemática, el academicismo esclerótico de las distintas capillas universitarias, animadas por lo que Fernando llama el «fervor sucursalero», prurito de fruición por el que el intelectual se encuentra entregado a un eruditismo seguidista vergonzante. Es este el elemento caduco, que ha llegado no ya a su máximo relativo, sino que está tiempo ha en franca decadencia.

Ese pensamiento inauténtico es lo que Fernando percibe como aquello que es necesario renovar, inseminándolo tal como Monteverdi realizara con la polifonía renacentista. Y así, en el lugar de una nueva secuenciación temporal de las voces musicales, Fernando propone la vivificación del impersonal andamiaje categorial académico por el cálido hálito de lo humano. De esta manera Fernando nos hablará del ámbito como de ese «espacio mental», esa «perspectiva» o ese «paisaje» en el que es menester inscribir el pensar filosófico. Recuperará de este modo una tradición de pensamiento –la española– injustamente denostada y olvidada por «asistemática» y consecuentemente defenderá el género literario que la vehicula –el ensayo– redimiéndolo de la imputación de diletantismo.

Mas no para ahí la lucha de Fernando por inocular de savia nueva el pensar contemporáneo. Bregando contra un elemento al cual no tuvo que enfrentarse Monteverdi –el nihilismo–, Fernando hace frente no sólo al academicismo rampante sino también al entreguismo posmoderno, aquel que quiere hacernos creer que la filosofía no es más que otra forma de hacer literatura, como otras igualmente «respetables» –e igualmente inútiles.

Fernando es en este punto de una claridad meridiana: en filosofía es necesario no abdicar de la pretensión de búsqueda de verdad, por mucho ésta sea siempre problemática, cambiante e incluso evanescente. No en balde es el hombre un ser en tránsito, en constante mudanza. Homo viator como bien supiera don Antonio Machado (recordar aquello de «Caminante no hay camino...» da un cierto pudor, pero hete aquí de nuevo la fecundidad del pensamiento español).

Y como viajero, este hombre en tránsito, este caminante, que en su periplo atraviesa y crea paisajes, tiene la vista puesta en el horizonte. Un horizonte que no puede ser otro más que el de la antigua alétheia, la verdad, vieja aspiración de la filosofía desde los griegos. Se recupera así el sentido originario de una tradición extraviada en inútiles vericuetos. Para Fernando, desde luego, no hay filosofía sin verdad. Pero claro, todos sabemos que, desde Parménides, en la tradición filosófica no hay verdad sin método, sin vía, sin camino –otra vez don Antonio– de acceso a ella. Y aquí también Fernando lo tiene claro: el camino no es sino la elegancia misma, la elegancia elevada a categoría metodológica.

23 noviembre 2004: presentación de La Escritura Elegante

3

Como supongo que este último aserto no será en absoluto transparente, permítaseme leer una cita de José Ortega y Gasset, presente en todo momento en la obra de Fernando como epítome de la justa recuperación para la filosofía de la tradición del pensamiento hispano.

Dice Ortega:

«El hombre tendrá que ser, desde el principio, un animal esencialmente elector. Los latinos llamaban al hecho de elegir, escoger, seleccionar, eligere; y al que lo hacía, lo llamaban eligens o elegans. El elegans o elegante no es más que el que elige y elige bien. Así pues, el hombre tiene de antemano una determinación elegante, tiene que ser elegante. Pero aún hay más. El latino advirtió –como es corriente en casi todas las lenguas– que después de un cierto tiempo la palabra elegans y el hecho del «elegante» –la elegantia– se había desvaído algo, por ello era menester agudizar la cuestión y se empezó a decir intelegans, intelligentia: inteligente. Yo no sé si los lingüistas tendrán que oponer algo a esta última deducción etimológica. Pero creo que sólo puede atribuirse a una mera casualidad el que la palabra intelegancia no se halla usado igual que intellígentia, como se dice en latín. Así pues, el hombre es inteligente, en los casos en que lo es, porque necesita elegir. Y porque tiene que elegir, tiene que hacerse libre. De ahí procede esta famosa libertad del hombre, esta terrible libertad del hombre, que es también su más alto privilegio.» («El mito del hombre allende la técnica», 1951, OC, IX, pág. 622)

Ahí está. Se puede decir más alto, pero no más claro: se ve, pues, cómo Fernando nos dice que hay que ensayar una escritura elegante, es decir selectiva, aquilatada de hojarasca, bruñida cual espejo de bronce en el que un lector elegante pueda reconocerse. Así, elegantemente, quedan lector y autor, estrechamente vinculados, coincidiendo –electivamente– en un ámbito común de auténtica contemplación de la verdad, de visión de alètheia, es decir, de verdadera filosofía. La verdad queda, pues, de este modo, definida como el lugar geométrico de la intersección, del concurso, de la concupiscencia –si se quiere– de las mentes elegantes, de las mentes de aquellos que saben escoger bien la perspectiva adecuada en el paisaje de referencia para la creación de un ámbito común óptimamente preñado de posibilidades, es decir, de futuro. Queda así restaurada la vía a una racionalidad pública contemporánea, basada no en la razón (como en la modernidad) ni en la estética (como en el renacimiento), ni en la religiosidad (como en la Edad Media), ni en la fuerza bruta (como en la antigüedad), sino una racionalidad pública basada en la responsabilidad. La responsabilidad de ser elegante. Elegante –que no dandy–, pues la elegancia no es sino la verdadera categoría antropológica primera, la que hace que el hombre tenga que elegir en cada momento para cumplir su destino, es decir para ser propiamente hombre{2}.

Estamos, por lo tanto, en presencia de un humanismo no idealista y responsable. Es decir, se trata de una visión antropológica no algoritmizante, no naturalizante del ser humano –lo cual no implica necesariamente, en absoluto, lo sobrenatural; eso es otra cosa. Es, sin duda la visión nuestra, en la que implícitamente todos nosotros, valencianos{3}, como hombres del Mediterráneo, comulgamos. También, por supuesto, la visión hispana general, incluso la que opera allende el océano, donde el Mediterráneo actúa secretamante, como por ósmosis. Es, en definitiva, la manera de abordar las cosas propia del hombre realista del sur de Europa, superficialmente colonizado por el idealismo del norte, mas apegado aún, en lo esencial, a una antropología de la vida.

¿O no? ¿O es que creemos de verdad que podemos dejar de ir eligiendo, día a día, con los demás hombres y con las cosas, nuestra vida, procurando elegir bien y haciéndonos perdonar si nos equivocamos? En definitiva, ¿es que podemos dejar de ser persona? ¿Acaso creemos de verdad que podemos poner piñón fijo a alguna rectificación perenne del ser humano que nos catapulte a algún séptimo cielo, como se viene contumazmente proponiendo desde la entrada en la modernidad filosófica (a esa supuesta ética universal kantiana preludio de la paz universal, por ejemplo)?

Y sin embargo, ahí está: la ilusión en que el hombre oceánico, antípoda filosófica del hombre mediterráneo, nos ha sumido merced al atractivo gris de las frías aguas que le inspiran, y al cual, nosotros, inelegantemente, hemos sido asequibles. Es la ilusión del sistema, de la utopía y de la razón raciocinante. La ilusión en que todo Occidente se ha dejado caer irresponsablemente. Ilusión, engaño, espejismo, que sólo nosotros, los hombres mediterráneos, los que hemos conocido el mar lapislázuli de los veranos de nuestra infancia, esos hombres que aún operan con categorías vitales, que viven –que vivimos– la vida desde la vida, podemos desmontar cabalmente.

Adelante, Fernando. He ahí un digno proyecto filosófico que este libro admirable tuyo preconiza tan claramente como las fanfarrias de Monteverdi en su día anunciaron la entrada en la modernidad musical. Ojalá no te equivoques. Y gracias. Gracias, Fernando, gracias por iluminarnos el camino. Gracias por tu libro.

Notas

{1} El acto tuvo lugar en el salón Alfons El Magnànim del Centro Cultural La Beneficencia de Valencia el 23 de noviembre de 2004.

{2} En español el género masculino es el género no marcado. Es ésta una convención muy útil, pues ahorra la pesantez de la repetición ubícuota de ambos géneros, tan en boga hoy día.

{3} La conferencia iba dirigida a un público valenciano.

 

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