Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 37, marzo 2005
  El Catoblepasnúmero 37 • marzo 2005 • página 8
Historias de la filosofía

El consultorio del doctor Empédocles

José Ramón San Miguel Hevia

Donde se describe el lujoso aparato con que se presentó
el filósofo Empédocles en la colonia costera de Turios

1

Pericles, el gran estrategos ateniense, caminaba aquella mañana como todos los días, hacia el ágora, para escuchar al pueblo, reunido en Asamblea, y hacer oír, si fuera preciso, su voz decisiva. Sonrió satisfecho, pues se daba cuenta de que nadie en el Démos de Atenas, conocía la clave de su prestigio y su permanencia en el poder durante tanto tiempo, y tampoco se paraba a reflexionar sobre ella. Y sin embargo estaba muy clara para quien se atreviese a mirar las cosas sin prejuicios y envidias.

Sabía que la mejor cualidad del buen gobernante –tal vez la única– consistía en elegir bien a sus ayudantes y colaboradores entre los más ilustres de su oficio, cualquiera que fuese su origen y su condición. Y recorrió la larga lista de atenienses y de metecos que había reunido en torno a él: el filósofo Anaxágoras, venido del Asia con la armada de Jerjes, le había enseñado la excelencia de la Inteligencia que dirige al mundo y a la ciudad. El músico Damón y el pintor y escultor, Fidias le inspiraron –una buena frase para decir en público– a amar la belleza sin caer en la debilidad.

Estaba también satisfecho de su segunda mujer, a la que, como todos los días, había despedido con un beso, entre el escándalo de todos los que contemplaban la escena, lo mismo libres que esclavos. Aspasia, había traído de Mileto unas costumbres femeninas tan liberales que los conservadores atenienses la calificaban como una cortesana, pero Pericles encontró en ella, además de una esposa, una amante mucho más experta y cultivada que las hetairas de su ciudad. En sus salones cabían todos los intelectuales de Atenas, que aumentaban así la reputación y el crédito del estrategos.

2

Después, su pensamiento fue a la ciudad de Turios que los atenienses habían fundado por iniciativa de Pericles en una posición privilegiada del sur de Italia, que dominaba el golfo de Tarento, muy cerca de las ruinas de Síbaris. Atenas había promovido allí una expansión de su política y de sus ideales, liderando un proyecto común a todos los socios de la confederación, y cuidando de no molestar a los espartanos, que quedaban muy alejados de la aventura en sus reductos del Peloponeso.

También en este caso estaba contento de su elección. Había encargado la urbanización de aquella colonia a Hipodamas de Mileto, que aplicó los hallazgos geométricos de su ciudad, trazando a escuadra sus calles y avenidas. Su amigo Protágoras de Abdera se encargó de darle leyes, imitando las instituciones de la democracia ateniense y estableciendo un pluralismo político respetuoso con las opiniones de cada individuo, que de esta forma se convertía en el canon de la verdad de todos los asuntos de estado. El historiador Herodoto enseñaba a los habitantes de Turios la grandeza de Atenas, que había librado a toda Grecia de un invasor persa, mil veces superior.

Al llegar aquí el pensamiento de Pericles se detuvo, porque se dio cuenta de que faltaba una pieza en el puzzle que con tanto entusiasmo había organizado. No había en Turios ningún físico, que fuese capaz de explicar la naturaleza de todas las cosas, y en función de ella la condición saludable del hombre y las enfermedades a que estaba sometido en cualquier edad. Es cierto que la ciudad tenía un médico municipal, pero sus conocimientos eran puramente empíricos, y de ningún modo podían competir con la sabiduría de Alcmeón y sus compañeros de Crotona, ni mucho menos con la de Parménides instalado en su escuela-sanatorio de Elea. El estratégos empezó a sentir envidia de sus vecinos, y pensó cómo compensar su superioridad en fisiología y filosofía.

3

Cuando ya de tarde volvía a su casa, le pareció que podía resolver el problema, que durante todo el día le había preocupado. Muy lejos de Turios y del golfo de Tarento, en Akrágas al sur de Sicilia, vivía un físico verdaderamente eminente, que también había estudiado con los pitagóricos y recibido las enseñanzas de Parménides. Pericles conocía muy bien a todos los intelectuales de su tiempo y entre ellos Empédocles era, si no el más genial, sí desde luego el más espectacular.

Al parecer había recorrido todas las condiciones que hacen a un hombre eminente en la ciudad. Era orador y maestro de oradores, político, poeta, adivino y reformador, pero por encima de todo, filósofo de la naturaleza y en consecuencia, fisiólogo, curador y hasta taumaturgo. Pertenecía a una de las familias más aristocráticas y se paseaba en medio del respeto y la veneración de todos sus conciudadanos, que veían en él un semidiós.

Con estos antecedentes parecía imposible convencerle para que se trasladase a Turios, donde en un principio sería un perfecto desconocido y no contaría con la admiración y el pasmo de los ciudadanos, acostumbrados a las hazañas de los físicos de Crotona, Tarento, Metaponto y Elea. Pero el estratégos sabía que la vanidad era un arma invencible, ante la cual se rendían todos los intelectuales, y otra vez sonriendo, –dos veces al día le parecía demasiado– llamó a uno de sus esclavos, a los que había enseñado el arte de escribir, y le dictó la siguiente carta.

4

«Pericles, supremo estratégos de Atenas, al divino Empédocles: Por las naves que continuamente hacen el viaje al sur de Italia y Sicilia, he tenido conocimiento de los pensadores que investigan la naturaleza de las cosas y que, conociendo el mundo físico, aplican sus descubrimientos a la salud de los hombres y al equilibrio de sus humores. Por mucho tiempo he meditado quién podría enviar a mi colonia de Turios para que al mismo tiempo que curase las dolencias, ilustrase a sus habitantes sobre tan difíciles cuestiones.

Pero ninguno de los físicos que inundan el sur de Italia, ni siquiera el famoso Alcmeón, me ha parecido, a pesar de su cercanía a la nueva ciudad, digno de tan grande empresa. Y sólo tú, que habitas en la lejana Akrágas, incorruptible como un dios y liberado para siempre de la muerte, eres capaz de curar los cuerpos y de reformar los espíritus hasta que logren su total liberación. Por eso solicito tu ayuda y estoy seguro que todos los habitantes te recibirán como corresponde a los inmortales.»

Al mismo tiempo Pericles dictó otra carta, dirigida esta vez a las más altas autoridades de Turios, anunciándoles la más que probable llegada de Empédocles a su ciudad y pidiéndoles una acogida apoteósica, una casa donde gozase de todas las comodidades y sobre todo un consultorio o iatreion, dotado de los elementos necesarios para ejercer el difícil oficio de físico. Por lo demás confiaba en que el filósofo completase el instrumental con los aparatos que había conseguido construir por medio de sus experiencias.

5

Las previsiones del estratégos se cumplieron y los habitantes de Turios, quedaron pasmados, cuando un buen día, apareció en el puerto una nave con la parte alta de la cubierta primorosamente curvada como un arco, de forma que la proa y la popa quedaban más elevadas con relación a la parte central. Las guirnaldas que adornaban la embarcación, el sonido armonioso de las siringas que acompañaban su marcha, y hasta la belleza de los cuerpos desnudos de los remeros, hacían resaltar todavía más a una figura majestuosa, vestida con una túnica blanca, calzada con brillantes sandalias y coronada de laurel su cabeza.

los magistrados de la ciudad tenían noticia de la próxima llegada de Empédocles, y al ver un despliegue tan espectacular, corrieron al puerto para recibir a un físico bien conocido en Sicilia y en toda Italia. Después de rendirle honores, le acompañaron al edificio más noble de Turios, para que le sirviese al mismo tiempo de residencia, de consultorio para los enfermos y de centro de reunión y de discusión de todos los ciudadanos interesados en conocer la naturaleza universal, y la complexión del cuerpo humano en estado de salud o enfermedad.

6

Ciertamente que Empédocles tenía muchas razones para sentirse satisfecho. Era sin duda una mansión verdaderamente ilustre, proyectada por el mismo Hipodamas para habitación de visitantes eminentes. Pero aunque en su glorioso pasado había recibido magistrados y senadores de las pólis y hasta ganadores de juegos olímpicos, quedaba completamente disponible por disposición del estratégos para domicilio del físico, todo el tiempo que viviese en su colonia.

Su construcción era por otra parte muy simple. Tenía una doble planta cuadrangular, con una serie de estancias que cerraban un amplio patio, rodeado de columnas de estilo jónico. El piso superior era mucho más bajo, y formaba un corredor, colocado a una altura suficiente para que los curiosos pudieran ver y escuchar las escenas que se desarrollaban en el patio.

7

Empédocles comenzó inmediatamente a organizar su residencia, habilitando para él y su servidumbre todas las habitaciones que rodeaban el patio inferior y adornándolas con preciosas pinturas y con esculturas que él mismo había traído de su ciudad natal. Pero, al contrario que los demás físicos, no utilizó una sala de estar para los enfermos, porque anunció que sólo su palabra salvadora tenía universal poder de curación. Por eso mismo despreció las pomadas, vendajes y cataplasmas y también las ventosas, los bisturíes y cuchillas de filo ancho, y los instrumentos para operar los dientes y la garganta, pues dejaba su uso en manos de curanderos municipales o de esclavos expertos.

En cambio hizo construir, en medio del patio, una plataforma para el físico, que así quedaba a la vista de los espectadores del corredor superior, y además podía oír y ser oído por ellos. Porque Empédocles sabía que las dolencias de la naturaleza eran producto de la edad y de la constitución de cada hombre, y de esta forma fácilmente sanables, siempre que un sabio conociese los síntomas y pudiese hacer el diagnóstico adecuado a su debido tiempo. Y así tenía la esperanza de que si alguien estaba afectado de males crónicos e incurables y se hacía insoportable a sus propios familiares y amigos, saliese del patio milagrosamente curado en medio de la sorpresa universal. Pues al conocer la naturaleza de su mal se sentiría capaz de liberarse de él, y proclamaría a los cuatro vientos que estaba sano.

Empédocles tenía todavía un último recurso, pero por el momento sólo él y su compañero profesional de Akrágas, Pausanias, a quien se lo había dedicado, lo conocían. Era un ejercicio, compuesto de dos mil versos, que trataba sobre la naturaleza universal, pero aplicaba esta sabiduría a la fisiología de los hombres. Estaba orgulloso de él, porque lo juzgaba comparable al Poema del gran Parménides y demostraba al mismo tiempo su dominio de la retórica y del bien decir. Y lo tenía en su habitación en una arqueta cerrada con doble llave, para que de esta manera sus curaciones pareciesen doblemente admirables.

8

Cuando lo tuvo todo dispuesto, Empédocles envió a sus esclavos más sabios, espléndidamente vestidos para que anunciasen a los físicos de Crotona, Metaponto y Tarento y a los sicilianos que visitaban Italia la solemne apertura de su nueva oficina de física y fisiología, para el comienzo del próximo mes. Y con tanta presteza cumplieron sus encargos que el día indicado, muy de mañana los corredores del primer piso estaban llenos de gente, ansiosa de saber qué nuevo género de ciencia era capaz de impartir aquel extranjero. Muchos de los espectadores habían tenido la fortuna de escuchar a los discípulos de Pitágoras, y no faltaban ciudadanos de Elea, orgullosos de las enseñanzas de su maestro, y vecinos de Siracusa y del norte de Sicilia, que estaban en Turios para conocer la nueva ciudad y sus instituciones.

Se hizo un breve silencio cuando Empédocles apareció, caminando lentamente hacia la plataforma central, reconcentrado y silencioso. Tenía una disposición natural saludable y robusta y un aspecto noble, iba pulcramente vestido y aseado, y perfumado con riquísimos aromas. Su porte era afable y serio, y cuando empezó a hablar a quienes desde el corredor le oían, lo hizo despacio y con tal aire de superioridad, que desde el primer momento inspiró a todos reverencia.

9

—Ya sé –dijo el filósofo– que los físicos que practican su arte siguen un método empírico, calculando los beneficios y los daños que las dietas proporcionan a los distintos organismos, procurando que los más débiles estén bien alimentados, y sometiendo a un severo ayuno a cuantos sufren una excesiva pesantez en sus miembros. Y cuando no hacen esto, utilizan para sus operaciones cuchillas y otros instrumentos de bronce que trabajan artificialmente los órganos más sensibles, cortando los tumores de la campanilla y arrancando los dientes doloridos. Y además no ejercen su oficio de balde, sino que exigen a los infortunados pacientes una estupenda remuneración, al contrario de nosotros, los filósofos, que ejercitamos el arte de curar, arrastrados por nuestra invencible afición al saber y a la buena fama.

—Pero además propongo una ciencia más ilustre, que es capaz de averiguar las causas invisibles de las enfermedades que aquejan a los hombres de toda edad y condición y de curar de esta forma a quienes tan sometidos a dolencias insoportables. Es ciertamente una física difícil de dominar, pues necesita averiguar cuál es la naturaleza de todas las cosas. En efecto, como el hombre y los demás vivientes son una parte del orden universal, forzosamente deben estar compuestos de los mismos principios sobre los que se fundamenta toda la realidad, y quien consiga averiguar cuáles son esos principios será un seguro sanador de los cuerpos.

10

—Nosotros –respondió desde el corredor un espectador de esta escena– sabemos que todos los vivientes, y también nosotros los hombres estamos sometidos a un largo proceso, que empieza con el nacimiento de cada uno, se prolonga en una vida sometida a continuos cambios azarosos y después de una juventud llena de fuerza y de una edad madura, desemboca en una vejez dolorida pero sabia, y termina con la muerte. Pero no conocemos ningún arte que haya impedido ese destino, ni siquiera las enfermedades que de un modo necesario afectan a cada edad.

—¡Necios! –gritó Empédocles mirando a la galería superior–. Porque no tienen verdaderos pensamientos, quienes están convencidos de que puede empezar a ser lo que no es, o que cuanto es deje de ser, sometido a una anulación total. Que algo nazca de la nada o que por el contrario desaparezca por completo es algo tan imposible como increíble. Porque todas las cosas en el universo y en nuestro propio cuerpo guardan una rigurosa estabilidad, lo mismo en el movimiento cíclico de los astros que en el giro de nuestra existencia y la de los demás vivientes.

11

Las palabras de Empédocles fueron recibidas con agrado por los pitagóricos venidos de Crotona, que llenaban una parte del corredor, y por los seguidores de Parménides. Como él, afirman en su dilema que «el ser es ser y nada más que ser, y que por el contrario el no ser es sin más no ser» y deducen de ese doble principio que cuanto en el universo tiene el carácter de ente, es estable, rígido, continuo e indivisible, sin principio y causa primera, ni fin que lo anule. Como la condensación y la dilatación son imposibles, por su misma rigidez, sólo la mezcla de seres por la acción del primero de los dioses, èrôs, puede explicar la existencia de las entidades compuestas, que forman el kósmos.

—Por vuestros razonamientos –contestó Empédocles a un varón de Siracusa que defendía este singular atomismo teológico– sois más sensatos que quienes afirman que todo está sujeto a un devenir continuo y azaroso, donde no cabe recurso al arte de los físicos. Sin embargo esa filosofía no puede explicar el cambio de cualidad de todas las cosas del universo y del organismo de los vivientes, ni la alternancia de las edades del hombre, ni mucho menos las enfermedades que son propias de cada una de ellas. Pues como suponéis que el universo tiene una sola entidad y un único principio motor, necesariamente tenéis que deducir de ahí el carácter estable de cuanto hay.

12

—Pero yo os propongo una doctrina que explica racionalmente y de la forma más sencilla esa constante y repetida sucesión de acontecimientos, que afectan a la naturaleza, y al mismo tiempo respeta su divinidad. Cuatro son los elementos de todas las cosas, que se combinan entre sí como los cuatro colores de la cerámica y la pintura, y que tienen nombre de dioses, pues siempre han existido en una rotación sin comienzo ni fin. A la Tierra llamo Hades, al Fuego espléndido Zeus, al Aire que da la vida Hera, y al Agua que proporciona las fuentes a los hombres, Néstis. Ninguno de ellos ha empezado a ser y ninguno se anulará, pues sólo existe –y en esto tiene razón el gran Parménides– una mezcla sometida a continua modificación.

—En cuanto a los principios motores que actúan sobre estos elementos, son dos, pues al lado de 'Erôs, al que también llamo Amor y Armonía, necesariamente ha de existir su opuesto, la Discordia. De esa forma, los elementos están en un continuo proceso de cambio alternante, cuyos límites acósmicos son la confusión total en una unidad por efecto del Amor o por el contrario, la disgregación universal. En medio de esos dos términos se produce el mundo que conocemos, y nacen todos los vivientes: los aéreos pájaros, las terrosas plantas, los peces que habitan en el agua y los hombres y mujeres sometidos a ardientes deseos.

—En cada caso el Amor recoge los cuatro principios, y la Discordia define un tipo de ser vivo, haciendo que uno de ellos predomine sobre los demás. También en los hombres de cada edad –los niños recién nacidos, los jóvenes, los adultos y los viejos– hay conjunción de todos los elementos sujetos a uno solo de ellos. Y cuando este dominio es excesivo surgen las enfermedades, que los ignorantes atribuyen a poderes malignos y extraños, pero que en realidad son desarreglos de la naturaleza que pierde su armonía, pero puede ser corregida con la sabia doctrina de los físicos.

13

—Y para que veáis que mis razonamientos no son caprichosos, os enseñaré la disposición del organismo en cada uno de los momentos de la vida. Los niños que acaban de nacer tienen formas redondas y blandas pues en ellos predomina el elemento agua sobre los demás. Por eso sus partes más débiles son las amígdalas, los ganglios penetrados del humor acuoso y el flujo del vientre, y cuando esas partes pierden su armonía y tienen líquido en exceso, exigen una crisis de purificación, que aparece en forma de enfermedad.

—No debéis impedir, aunque os parezca doloroso, el proceso de esas dolencias infantiles, porque gracias a él se elimina el exceso de agua, y los elementos recobran en el cuerpo su primitiva proporción. Así que cuando el niño llore porque sufre una larga diarrea, o cuando expulse de su nariz líquido en forma de catarro, o de su boca flema por irritación del pecho, tened paciencia, pues entonces precisamente empieza su curación.

14

En aquel momento un joven con la cara rubicunda saltó hasta la plataforma y alegremente anunció a la asustada concurrencia que Empédocles sería incapaz de encontrar en su organismo ninguna desproporción, y que por consiguiente no tenía necesidad de ninguna enfermedad que lo purificase. El físico lo miró atentamente, le dio un cariñoso puñetazo en la nariz, que empezó a chorrear sangre en abundancia, y siguió hablando en medio del asombro universal.

—Estamos ante un caso de plétora, muy propia de la edad de este atrevido muchacho. El exceso de aire que respira, en un doble movimiento de entrada y salida a través de los poros de todo su cuerpo, se compensa con una cantidad igual de sangre, que deja lugar al aire en el momento de la inspiración y por el contrario lo desplaza en el segundo tiempo de la exhalación. Con la hemorragia producida por un sencillo procedimiento se reduce el exceso de sangre y de aire y se vuelve a conseguir la Armonía y la proporción de los cuatro elementos.

Mientras el espontáneo se retiraba en medio de la chacota de todos los presentes, uno de los físicos de Crotona que ocupaba el corredor, preguntó cómo puede conocerse el aire, que está oculto a la mirada y a los otros sentidos humanos. Empédocles, al parecer esperaba que le planteasen esta cuestión, pues pidió a una esclava cercana a la plataforma una clepsidra, llena de agua, agujereada en su parte inferior y cubierta por la mano de la niña, y fue mostrando en medio de la atención y admiración universal, cómo un cuerpo extraño pero real, impedía que se derramase el líquido por los poros inferiores.

15

—Después de esta interrupción tan inesperada como oportuna –continuó Empédocles– sólo queda hablar de las otras dos edades del hombre. En la madurez, que se corresponde con el verano de la vida, el fuego adquiere predominio sobre el agua, el aire y la tierra, y por eso el temperamento del hombre es colérico, y lo mismo que la llama ardiente tiene necesidades de acción y se proyecta incansablemente sobre el mundo. El hígado es el centro de todas las pasiones, y la bilis amarilla, la forma que toma ese elemento cuando afecta al nuestro organismo.

—Pero cuando, por efecto de la Discordia, se produce un exceso del fuego, tenemos necesidad de purificar esta desproporción, mediante una fiebre, a veces altísima, que permita escapar por todos los poros de la piel ese ardor. Ciertamente que esa crisis es molesta y a veces insoportable, pero debéis permitirla y hasta alegraros de ella, porque es el signo de que la enfermedad se está curando y de que otra vez los elementos vuelven a su natural armonía.

16

—Ya en la vejez –la última edad de cada vida– predomina sobre todos los demás el elemento de la tierra, y esto podéis ver fácilmente, cuando reflexionéis sobre cuanto sucede en el cuerpo del anciano. Pues se ve sometido a tumores, que pueden afectar a cualquier parte de su organismo, a piedras que se forman en el interior de vientre produciendo grandes dolores, y a una condensación de la sangre. Y su conducta es torpe, su andadura lenta, arrastrando los pies por el suelo, sus palabras cansinas y repetidas.

—Por eso debéis considerar la muerte –lo mismo que todas las enfermedades– no como un castigo o una consecuencia de esta desproporción, sino también como una purificación, gracias a la cual todos los elementos se disuelven y vuelven a alcanzar su armonía en otro ser viviente, u otro hombre, más o menos ilustre, según que haya vivido de acuerdo con el Amor o la funesta Discordia. Y de esta forma la rueda de la vida se repite incesantemente sin que pueda alcanzar un equilibrio definitivo y estable, ni por el contrario romperse en una dispersión universal.

17

Al llegar aquí Empédocles en su disertación, un anciano que ocupaba la parte derecha del corredor, comenzó a lanzar gemidos ante la llegada inevitable de la negra muerte, que era al parecer el término de sus achaques. Todos los sacrificios de toros, que con espíritu verdaderamente piadoso había ofrecido a los dioses eran vanos, porque no le librarían del destino común a todos los mortales. El gran físico dirigió una mirada llena de irritación a quien así había hablado, y en medio de un escándalo descomunal criticó agriamente la religión oficial, que dependía de esos derramamientos de sangre.

—Cuando alguien mancha criminalmente sus manos con la muerte de un viviente –dijo– debe vagar según un decreto eterno, sellado por solemnes juramentos, por tres veces diez mil años, naciendo en todas las formas mortales, lejos de los bienaventurados. Porque como ha puesto su confianza en la Discordia, todos los elementos le tienen horror, y así el poder del Aire lo arroja contra el Mar, el Mar lo lanza a la Tierra, ésta a su vez al brillante Sol, y por fin vuelve al remolino del Aire. Yo mismo he sido uno de esos vagabundos, porque tuve naturaleza de planta, de un ave aérea, de un pez que salta fuera del mar, y de un adolescente y una niña unidos por ardientes deseos.

18

—Pero no hace falta que gritéis, protestando contra el destino que vosotros mismos os buscasteis, porque ya está al llegar una nueva edad de la que somos heraldos los profetas, los cantores, los físicos y adivinos. Aquí me tenéis a mí mismo, caminando entre vosotros inmortal e incorruptible, coronado de cintas y guirnaldas de flores. Y los hombres y mujeres de las ciudades más florecientes me rinden honores y me preguntan dónde está el camino de su felicidad.

—Veréis cómo serán las nuevas ciudades, que desde ahora anuncio. Allí no será dios el furioso Marte, ni Zeus, ni Crónos ni Poseidón porque sólo se rendirá culto a la amorosa Afrodita. Los hombres ya no le ofrecerán sacrificios sangrientos, porque consiguen sus favores con dibujos de animales y con perfumes de aroma sutil, con ofrendas de mirra y de incienso oloroso, y con libaciones de rubia miel que derraman sobre el suelo. La sangre pura de los toros no salpicará el altar, pues el mayor crimen entre los hombres es comer nobles miembros, después de arrancarles la vida.

19

El mensaje de Empédocles, que en nombre de la Armonía universal atacaba las creencias y la liturgia tradicional, causó la indignación de los habitantes de Turios, y sobre todo de sus sacerdotes. Pero por otra parte los magistrados de la ciudad sabían que el filósofo había sido enviado por Pericles, y eran lo suficientemente prudentes para oponerse a las decisiones del estratégos. Por eso permitieron que el físico de Akrágas desarrollase con libertad su revolucionaria doctrina.

Desde entonces, y durante muchos años los residentes en la nueva colonia, primero de mala gana y después con una admiración y respeto crecientes, admitieron la presencia de Empédocles por encima de cualquier otro físico. Algunos tenían necesidad de que aquel adivino desvelase sus oráculos, otros acudían cuando eran presa de enfermedades, y todos deseaban oír, aquejados de espantosa melancolía, la palabra que devolvía el sosiego a su naturaleza.

 

El Catoblepas
© 2005 nodulo.org