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El Catoblepas, número 34, diciembre 2004
  El Catoblepasnúmero 34 • diciembre 2004 • página 20
Artículos

La percepción

José Ramón San Miguel Hevia

Fenomenología de la percepción, donde se advierte que para ver hay que mirar y para oír escuchar y así con los demás sentidos, con la cuidadosa descripción del mundo tal como se aparece y con la forma con que el sujeto percibe

Introducción. Un tema: la vida

Los científicos positivos y los filósofos vecinos a ellos, suelen tener cierto desprecio por los conocimientos y las vivencias de todos los días y por su formulación a través del lenguaje común. Naturalmente entre estos científicos están los psicólogos positivos, pues también ellos resbalan sobre el fenómeno original de la vida, y someten al comportamiento y a las vivencias humanas a condiciones artificiales, fácilmente controlables y repetibles a voluntad del experimentador.

Dicen en primer lugar –y tienen toda la razón– que las vivencias y conocimientos que día a día va adquiriendo cada uno de nosotros, no tienen ninguna conexión entre sí y son como un gigantesco baúl de sastre, donde caben los objetos más dispares y extravagantes. Entre los diversos momentos de la vida y las variadas formas que en cada uno de ellos adopta su mundo no hay conexión de semejanza, de oposición o causalidad. Queda sólo la relación puramente externa que resulta de tener por protagonista a un único y mismo sujeto.

Los conocimientos, las vivencias y las formas de habernos con las cosas y de estar ante ellas, tienen a los ojos de los positivistas –y vuelven a tener razón– otro carácter central. Pertenecen en cada caso a un individuo, y por eso mismo no son generales, como les sucede a los enunciados científicos, las hipótesis y las teorías. Y como la existencia de proposiciones generales es la condición previa y necesaria de cualquier estructura lógica, la descripción de la vida –lo mismo propia que ajena– es totalmente ajena a esa lógica.

Esto es grave. Parece –y es más que una apariencia– que las experiencias banales de todos los días no son suficientes para fundamentar una ciencia positiva cualquiera. Es más, parece que el conocimiento científico, universal y anónimo, se elabora a contrapelo de la realidad única, exclusiva e insustituible de la vida. Esto es mucho más cierto en el caso de las matemáticas y de la física, que elaboran sus leyes a partir de modelos exactos e ideales.

Sólo una cualidad –al parecer insignificante– conceden los positivistas más tacaños a la vida de todos los días y a sus vivencias comunes. Ese fenómeno totalmente primero es el fundamento, sin el cual todo otro conocimiento, teórico o práctico, sería imposible. No es condición suficiente para que haya una ciencia o una valoración moral o estética, pero sí es su condición necesaria. Así pues, toda construcción teórica, todo aparato ético y político por muy complejo que sea, cualquier canon estético y cualquier forma de vivir la trascendencia en forma de misterio son otras tantas posibilidades, que se desgajan del tronco común de la vida del hombre y de su diversa actitud ante las cosas.

En la medida en que el saber que describe los fenómenos de la existencia, sin ser una ciencia positiva, reflexiona sobre el punto de partida de todo posible conocimiento y valor, merece el nombre de filosofía primera. El más brillante teórico de la ciencia dice que las observaciones banales y evidentes de cada día y cada momento son metafísicas, porque –según su criterio de demarcación– no son falsables. De estas vivencias, que no pertenecen a la ciencia, pero que al ser inmediatas y evidentes pueden describirse con todo rigor, se ocupan, desde principios de siglo una de las más brillantes escuelas de toda la historia de la filosofía.

Un método: La fenomenología

La pretensión de observar los conocimientos y emociones de todos los días y el mundo que les hace frente en cada caso, tuvo la suerte de cruzarse en su camino con el método fenomenológico, que permite analizar con el máximo rigor el fenómeno original de nuestra existencia. La fenomenología no pretende establecer una teoría abstracta, que explique los datos de consciencia, al modo como las hipótesis científicas dan razón de los hechos de experiencia. Hay que renunciar ya desde el primer momento a cualquier sistema explicativo, por muy venerable y sugestivo que sea, porque la explicación traiciona el carácter inmediato y primero de la vida y la convierte en algo derivado.

Así pues, el método fenomenológico tiene que atenerse a las cosas tal como se aparecen a la consciencia, y es por lo mismo descriptivo. Que algo tan concreto como una descripción alcance la sutileza necesaria para ser nada menos que una filosofía primera, es la gran hazaña de la fenomenología, cuando en el segundo momento de su historia se dedica a analizar el fenómeno radical de la existencia humana. Por eso, ya en la segunda mitad del siglo XX los términos Filosofía fenomenológica, analítica existencial o filosofía de la vida, han llegado a ser casi sinónimos.

La fenomenología pretende, no sólo describir, sino también investigar la esencia de cada acto intencional, por ejemplo la percepción. Parece difícil y hasta imposible definir esa esencia invariable sin abandonar este método descriptivo. Lo primero que hay que hacer es someter a una enérgica limpieza cualquier vivencia, registrando todas sus posibles variantes y eliminando cuanto en ellas sea puramente accidental.

La descripción de las variantes de un acto intencional y de su mundo, y su puesta en paréntesis permite descubrir en un segundo momento los caracteres constantes en cada tipo de vivencias. A ese grupo de invariantes se le puede llamar, siguiendo la jerga tradicional, la esencia de una actividad consciente.

Descubrir la esencia no es desde luego abstraer y privar a la actividad consciente de su complejidad real. Precisamente el procedimiento descriptivo permite conservar en cada fenómeno una enorme riqueza de detalles, muchos de ellos inesperados e insólitos. Y una descripción sólo estará bien hecha cuando pueda captar todas las propiedades invariantes, sin dejar una sola, es decir, cuando esté completa.

Pero esto tiene su reverso. Pues es muy posible que la descripción olvide alguna de sus variaciones. En el caso de la percepción, por ejemplo, podemos ocuparnos de la percepción visual, olvidando todas las demás, o bien podemos limitarnos a la percepción externa, dejando de lado la vivencia del propio cuerpo. Es casi seguro que en estos casos y en otros análogos, aparezcan detalles accidentales, al no haber recorrido –para eliminarlas– todas las variantes. En este caso la descripción es también incompleta, por falta de más.

La vida común y su expresión

Sólo falta encontrar un lenguaje que sirva para dar a conocer esta vida. analizada gracias al método descriptivo. Desde luego no puede ser un lenguaje artificial como el de las matemáticas, la física y las demás ciencias positivas. Este lenguaje está muy bien para enunciar las experiencias de laboratorio, artificiales, repetibles y mensurables, pero su eficacia no pasa de ahí y ya es bastante. Por el contrario, si tengo que expresar mis vivencias, que en cada día y cada ocasión se enfrentan a su mundo, mis palabras tienen que ser también las de todos los días, las que cada hombre o grupo de hombres va elaborando a lo largo de su vida o de su historia.

Sería un error acusar a esos lenguajes que hablamos todos los días y a todas las horas, de falta de rigor. Una medida o una comparación no es rigurosa cuando no se corresponde puntualmente con su modelo. Pero precisamente el habla común con su riqueza de matices, su complejidad y ambigüedad, es el reflejo perfecto de nuestra vida y nuestro mundo, también complejos, ambiguos y hasta contradictorios. Lo que es totalmente inexacto y falto de rigor es la pretensión de describir la existencia humana y sus complejos avatares en un lenguaje artificial, «more geométrico».

Es también injusto despreciar los lenguajes naturales, por estar limitados a un espacio y un tiempo concretos, al revés que la lógica formal o cualquier otro artefacto lingüístico, que pretende ser universal. Todos los hombres tenemos en común unas vivencias y unas formas de hacer frente al mundo. Por eso la evocación, la emoción, la pasión y la fantasía son formas de vida universales, y por eso son traducibles del idioma de una comunidad humana al de otra comunidad cualquiera. Más todavía, las formas de ser que los hombres han ensayado a lo largo del tiempo, son –por muy extravagantes que parezcan– posibilidades humanas, y por eso cualquier hombre las puede comprender.

Comprender, traducir e interpretar, todo esto quiere decir con palabras distintas la misma cosa: asumir el sentido de lo que ha acontecido a otros hombres, lo que decidieron ser y lo que nos dijeron de su vida. Pero como resulta que estos hombres son efectivamente otros, como tienen una existencia propia y distinta, y al mismo tiempo tan humana como la nuestra, esa interpretación conoce a los demás, respetando y conservando su individualidad, su exclusividad y su sentido. En cambio los lenguajes artificiales son universales y únicos, pero hablan de cosas sin sentido, dicho sea con todos los respetos.

Así pues, yo puedo utilizar el habla común para describir la vida y sus situaciones. Puedo también comprender los giros del lenguaje que a lo largo del tiempo se inventaron de forma más o menos inconsciente, para poner en claro el carácter de cada una de las formas de estar ante las cosas y haberse con ellas. Todavía más, puedo atrapar cada palabra, descomponerla en todas sus formas y sentidos, lo mismo que se descompone un aparato para descubrir la utilidad de cada una de las piezas y de todas en conjunto.

También puedo retorcer las frases para hacer ver los posibles sentidos que contienen y que todavía no se han hecho expresos, puedo condensarlas para descubrir su significado más hondo, o al revés dejarlas en total libertad para que manifiesten cuanto quieren decir. En todos estos casos el lenguaje alcanza una riqueza cada vez mayor. En cambio las matemáticas y la lógica mutilan las expresiones y hasta las privan totalmente de sentido, preocupadas por lograr la máxima precisión.

I. La esencia de la percepción

La estructura del campo perceptivo

Se pueden tomar como punto de partida para describir tanto la percepción como su objeto las laboriosas construcciones de laboratorio de los gestaltistas y en particular su análisis de la estructura figura-fondo. Un poco de atención basta para darse cuenta de que esas experiencias, a pesar de su carácter artificial, no añaden nada a la percepción común, y son más bien la feliz caricatura de nuestra forma cotidiana de conocer el mundo. En efecto, las percepciones por las que nos hacemos presentes a las cosas, tienen algo en común –cualquiera que sea su forma y complejidad– y es precisamente su estructura campal.

No se trata sólo de la percepción óptica, la más estudiada y controlada por los geltastistas. También la voz que escuchamos adquiere relieve sobre un fondo de silencio o de sonidos homogéneos e indiferentes. Y cuando tanteamos en la oscuridad buscando un objeto, nuestras manos lo encuentran entre otros muchos, en un ámbito homogéneo de virtuales direcciones. Lo mismo pasa con percepciones tan poco científicas como el rastreo por el que nos orientamos dentro del campo olfativo, el paladeo que distingue y saborea cada alimento y cada bebida entre todos los demás, el dolor físico, que resalta una parte del cuerpo sobre el conjunto del organismo. Y hasta las percepciones internas del propio movimiento o del estado fisiológico, también ellas destacan a la totalidad del cuerpo sobre el fondo de todo el mundo exterior.

Así pues, por mucho que se multipliquen las experiencias en cada sentido y por mucho que pasemos de uno a otro caprichosamente, todas las descripciones descubren un invariante fundamental, el de un campo perceptivo. Esto obliga a ampliar la percepción más allá de la estructura visual figura-fondo, y sobre todo obliga a trasladar la descripción de las vivencias desde el laboratorio a la vida misma. En todos los casos aparecen dos planos, uno que corresponde al objeto directamente percibido, y otro segundo, que corresponde a su campo, sea éste óptico, acústico, álgico, táctil o de cualquier otra forma.

Desde luego que estos dos planos se presentan al sujeto de modo totalmente diverso. El objeto, la figura, aparece enfocado centralmente con una gran riqueza de detalles, y se adelanta sobre el resto del mundo, quedando en libertad respecto a él. En cuanto al fondo, desde luego que aparece en la percepción, pero como algo totalmente indiferenciado, que continúa homogéneo por debajo de la figura percibida. Y eso no sólo sucede en el modelo ya tópico de la estructura visual, sino en todos los demás tipos de percepción.

Sin embargo el objeto directo de la percepción y el campo sobre el que aparece no son dos elementos que se puedan separar ni dos planos que se puedan descomponer. En primer lugar, toda figura sólo adquiere relieve cuando mantiene conexión con el campo en que está, y privada de este soporte se disuelve entre el resto de las cosas y pierde toda su entidad. En cuanto al fondo, sólo adquiere su carácter campal cuando desde él se destaca un objeto. Sin este protagonista que salta al primer plano, el ámbito de la percepción ni siquiera tiene un carácter indiferenciado y homogéneo. Simplemente desaparece de la mirada, de la escucha y de cualquier otro tipo de percepción.

Así pues, el objeto y el campo perceptivo guardan una conexión tan estrecha que sólo pueden aparecer juntos, o lo que es igual, son mutuamente inseparables. Esa necesaria relación de la figura y el fondo, del objeto y su campo, es otra de las invariantes de la percepción y pertenece por consiguiente a su esencia. Cuando no tenemos ante nosotros ninguna figura de ningún sentido, su ausencia arrastra consigo la desaparición del fondo. Es justamente lo que sucede en un fenómeno, por otra parte tan banal y frecuente como el de quedar dormidos.

La variación del campo

Las experiencias de los gestaltistas con percepciones ópticas ambiguas producen una doble percepción alternativa. Lo que en un primer momento es figura pasa –mediante una violenta transformación del conjunto– a ser fondo. Y a la inversa, lo que primero estaba descentrado y marginado se convierte, por esta misma metamorfosis, en centro de la atención y en primer plano de toda la estructura, es decir, en figura. Estas construcciones de laboratorio están limitadas en un doble sentido. Primero por su propio carácter experimental, es decir, artificial, controlable y repetible. Y después por su limitación a la percepción óptica, la única que cumple fielmente esas condiciones de repetitividad y control.

Pero otra vez sucede que las vivencias de todos los días, están continuamente ampliando y superando los descubrimientos de la «gestalt». La alternancia figura-fondo no es nada excepcional. Al revés, es una propiedad de todas las percepciones, que por su misma naturaleza están sometidas a una continua transformación. En este sentido la posibilidad de que todos los elementos de un campo pasen sucesivamente a desempeñar el papel de figura es una invariante de todas las percepciones y pertenece a su esencia.

Supongamos que –siguiendo una costumbre verdaderamente aborrecible– paso lista en clase para comprobar si todos los alumnos están presentes. Cuando nombro en voz alta a uno cualquiera de ellos, levanta su mano para darse a conocer. En ese momento su figura pasa a primer plano y destaca sobre el resto de la clase, que casi desaparece en un fondo sin relieve ni detalles. Los demás alumnos, incluso los más cercanos, se confunden entre sí, pierden toda su individualidad y detalle y se disuelven en un campo homogéneo y distante.

Cuando paso a otro alumno –el siguiente en la lista– mi atención y mi mirada se desvían hacia él. En ese momento la estructura del campo perceptivo sufre una violenta revolución. Lo que antes era figura y ocupaba el primer plano, se disuelve bruscamente en el fondo, perdiendo toda su entidad. Y a la inversa, lo que primero formaba parte del fondo homogéneo se presenta ante nosotros en función de figura central bien rica en detalles. Esta transformación del foco de la percepción y de su campo se reitera cada vez que aparece un nuevo alumno.

Las dos percepciones que alternan figura y fondo tienen otra propiedad que también los gestaltistas han estudiado en los objetos ambiguos, y es la de ser incompatibles. No se puede tomar simultáneamente un objeto como figura y fondo. O bien la mirada enfoca a un alumno, y entonces la atención queda centrada en él, marginando a todos los otros, o bien se pierde en la indistinción del segundo plano, sobre el que otro alumno adquiere relieve. Es imposible percibir al mismo tiempo dos figuras, porque se expulsarían mutuamente del centro de la atención.

Esta continua transformación y alternancia de la figura y el fondo no sólo sucede en la percepción visual, sino en todas las demás. Si estoy hablando dentro de un grupo donde se cruzan dos o tres conversaciones y presto atención a una de ellas, entonces sólo ésta aparece con todo relieve en un primer plano, mientras que el resto de las palabras y sonidos que hacen fondo se convierten en un bordoneo homogéneo. Si cambio de pareja de conversación, se revoluciona también la estructura de la percepción acústica, y un nuevo foco sonoro centra la percepción, desplazando y marginando a las voces que primero hacían el papel de figura.

Igual pasa con el dolor físico. Hay enfermedades que, igual que la corriente de un río, se anuncian a través de una serie de síntomas erráticos, que afectan sucesivamente a las distintas articulaciones. En cada uno de estos casos una u otra parte del cuerpo, anuncia su presencia a través del dolor y margina al resto del organismo en un proceso alternante, donde la figura y el fondo indiferenciado están sometidos a una constante transformación.

El tacto –y en forma menos apreciable el olfato– es un sentido esencialmente dinámico. Cuando tanteo en la oscuridad, el primer objeto que toco está dentro de un espacio vectorial que hace la función de fondo. Pero cuando siguiendo una dirección diferente me doy con otro objeto, éste pasa a ser una figura que adquiere relieve, viveza y detalles, y lo que antes centraba mi atención se diluye en un campo táctil vectorial. Por mucho que variemos la descripción en todos los sentidos, siempre habrá un invariante fundamental, el carácter campal y dentro de él la continua alternancia de figura y fondo.

El fenómeno del no ser

Estas propiedades esenciales de la percepción permiten describir con suficiente rigor una de las mayores paradojas de la percepción: ese fenómeno tan trivial y al propio tiempo tan complejo que anunciamos con la frase tópica «Pedro no está aquí». El aquí de lo que no está aquí –y en esto precisamente consiste la paradoja– es el mundo inmediato de la percepción. En principio ese mundo es totalmente positivo, no hay ningún hueco de no ser en él. Cada uno de los objetos que lo llena se afirma a sí mismo como realidad plena y actual.

Y justamente en este mundo cerradamente afirmativo tiene su sitio el enunciado «Pedro no está aquí». Percibimos –en este caso con la mirada– que algo o alguien está afectado de no ser. No es que imaginemos o evoquemos a una cosa o una persona irreal o ausente, no es que no veamos. Al revés estamos viendo y por cierto con mucha claridad. Sólo que el objeto de nuestra visión está negado por la misma mirada que percibe. Acostumbramos a decir que «brillan por su ausencia», y ciertamente no se puede decir más y con mayor precisión en menos palabras.

Supongamos que mientras paso lista y asisto a la constante y recíproca alternancia de figura y fondo, según que aparezca uno u otro de los alumnos, digo un nuevo nombre en voz alta. Esta vez no contesta nadie, aunque lo repito por segunda y tercera vez. Mi atención se repliega desde el conjunto de alumnos que se me ofrecen a la vista hasta los caracteres escritos que tengo delante. Estos signos adquieren relieve en sí mismos, igual que pasa con el nombre de las calles, que cuando los veo no tengo en cuenta para nada la vida y obras del personaje que recuerdan.

Este mundo, puramente nominal, hace ahora las veces de figura y la colección de alumnos es el fondo sobre el que resalta. Hay entonces un superávit de nombres con relación a las realidades, o lo que es igual, falta alguno de los alumnos, si tomamos como punto de referencia la lista. Precisamente ese nombre que adquiere relieve propio sobre el campo homogéneo de toda la clase, denuncia simultáneamente la falta y su causante concreto. Es todo lo cuanto se necesita para construir el enunciado «Pedro no está aquí».

Sartre describe brillantemente el mismo fenómeno del no ser, partiendo de la misma estructura figura-fondo y de su constante y recíproca alternancia. Supongamos que entramos en un café buscando a un amigo –Pedro, por supuesto–. Todas las personas y cosas que llenan ese café están aquí y parece imposible percibir un no ser a través de esta unánime presencia. Empezamos entonces a mirar al interior del café.

Nuestra mirada toma entonces como figura a uno cualquiera de los individuos presentes, que pasa a primer plano de la percepción. Pero resulta que ése no es Pedro, y como seguimos buscando pronto desaparece en el fondo homogéneo y sin relieve de la sala. Miramos a otro y a otro y cada vez que nos damos cuenta de que tampoco es Pedro, uno a uno se van difuminando y perdiendo. Terminamos la busca poniendo de relieve a todos cuantos están ante nosotros, y dejándolos después definitivamente marginados del mundo perceptivo.

Resulta después de esta minuciosa inspección que Pedro no es en ningún caso una figura que destaque sobre el fondo indeterminado del café. Ahora bien, esta indeterminación y homogeneidad es justamente lo que queremos significar por la palabra «aquí». El aquí señala un campo internamente indefinido, pero con fronteras externas muy precisas y cambiantes. Al propio tiempo el «estar en» significa el carácter de figura, que aparece sobrepuesta al fondo ante la mirada. Y las dos categorías relacionadas entre sí permiten por fin construir sin contradicción el difícil enunciado «Pedro no está aquí».

II. El acto de percibir

Los dos polos del acto intencional

La percepción –igual que cualquier acto intencional– se proyecta hacia un determinado tipo de mundo, o lo que es igual, es una cierta forma de haberse con las cosas. Hasta ahora sólo hemos descrito muy parcialmente el objeto de esa actividad con sus propiedades invariantes, la figura-fondo, la alternancia y el fenómeno del no ser. Falta por conocer, sin abandonar el método descriptivo, qué tipo de actividad despliega el sujeto y qué conexión tiene esta actividad con la complicada configuración de su objeto. En una palabra hay que analizar la percepción desde su otro polo, desde el acto subjetivo de percibir.

No se trata por supuesto de un simple proceso psicológico, homologable con otros procesos biológicos o físico-químicos, pues es un acto dotado de sentido. Analizar qué queremos hacer y decir cuando percibimos, es lo que falta por estudiar. Cosa tanto más importante cuanto que la propia configuración figura-fondo es un puro dato, que no trascenderá a su carácter natural, mientras la actividad de percibir no le comunique sentido.

La actividad perceptiva por medio de la cual voy construyendo un mundo, tiene, mirada más de cerca y más directamente, un carácter muy preciso: es una selección. Cuando dirijo la mirada a uno de mis compañeros o cuando escucho sus palabras, estoy eligiéndolo entre todas las demás personas y cosas que me rodean. Percibir visualmente consiste, primero y principalmente en mirar, y luego en ver de acuerdo con la dirección de nuestra mirada. Análogamente escuchar alguien o algo significa preferirlo a todo cuanto nos rodea, darle un lugar privilegiado y de paso renunciar a todos los otros sonidos. La mirada y la escucha –y todas las demás percepciones– son actos que concretan de una u otra forma el tipo de mundo que en cada caso seleccionamos y la estructura correspondiente a esa selección.

De todas formas percibir no es una pura decisión que se proyecte sobre un futuro posible. Mientras nos mantenemos en el mundo de la percepción, la selección de una figura es algo ya dado en cada momento. No se trata de que estemos en una actitud previa a la percepción y desde ella decidamos, por ejemplo, proyectar la vista en una u otra dirección. En cada momento de nuestra vida estamos ya percibiendo, es decir, hemos seleccionado una figura y de modo indirecto un fondo.

Si somos capaces y estamos forzados a hacer una selección con nuestra complejísima circunstancia, es porque en cada caso nos atenemos a las cosas de una u otra forma, o porque –usando el habla común– les prestamos atención. La atención no está desde luego en las cosas sino en el sujeto que percibe, y desde él se traslada hacia su mundo. Y como las formas de atenerse son muchas, también serán infinitos los actos de percibir y los tipos de mundo ante los que se abren.

Por ejemplo, si quiero atenerme al mundo en la forma concreta de estar ante él, haciendo frente a su conjunto, acudo a la mirada y a la correspondiente percepción visual, y dejo aparte otros modos distintos de atención, la acústica o la táctil, por ejemplo. Una vez que adopto esta actitud poniendo las cosas ante los ojos, todavía puedo seleccionar un panorama, mirando al campo y la montaña o al interior del café, o también un parque o una pequeña aldea. En cada caso el sujeto –necesariamente conectado con el mundo en la forma de atenerse a él– elige el campo dentro del cual resalta cada figura.

Las variaciones de la percepción

Cuando en un tercer momento fijamos la atención en un objeto, enfocándolo por ejemplo con la mirada, cuento con él por encima de todos los demás. En rigor ese objeto es en sí mismo una cosa cualquiera, que no tiene ni más ni menos realidad que todo el resto del panorama. Pero de una manera un poco caprichosa, lo elijo como favorito, al pié de la letra «le presto atención».

Esta selección de una figura que viene a ser el centro de mi atención conlleva necesariamente la marginación y, por decirlo así, el desprecio por el resto del panorama. Seleccionar algo significa simultáneamente renunciar a todo lo demás y dejarlo en segundo plano. Y esta renuncia, por su carácter esencialmente negativo, iguala al resto del mundo dejándolo en una pura indeterminación y convirtiéndolo en un fondo homogéneo.

Resulta entonces que a la estructura objetiva figura-fondo corresponde punto por punto otra estructura subjetiva isomorfa. A la figura corresponde la selección operada gracias a la atención centrada en un objeto. Al fondo corresponde la renuncia a todo lo demás, y por consiguiente su marginación y su igualación. Y la necesaria conexión fondo figura conlleva por fin una conexión, también necesaria entre el acto concreto por el que selecciono algo y la renuncia a todo lo demás. Porque elegir es al mismo tiempo renunciar.

Hay que insistir todavía otra vez en que cada percepción –sea la escucha, la mirada, el tanteo o cualquier otra– «presta atención» a alguien o algo. Yo no puedo darle mi atención al objeto, porque será tanto como entregarle definitivamente la actitud –inseparable de mí mismo– por la que me atengo a las cosas. Lo que sí puedo es prestar de modo provisional mi atención, bien entendido que en cualquier momento puedo recobrar lo que he entregado en préstamo.

Esto tiene una consecuencia, y es que cuando recobro la atención prestada el objeto queda privado de ella y desaparece de mi foco de percepción. Y como a pesar de esto yo sigo ateniéndome necesariamente a las cosas, debo prestar esta atención errática a un nuevo objeto, que pasa a ser, siquiera sea provisionalmente, la nueva figura que salta al primer plano, sobre el fondo indiferenciado. La atención se dirige entonces alternativamente a las diversas cosas que forman parte de mi mundo. Es evidente que hay una correlación entre la estructura alternante figura-fondo del objeto y las variaciones de la atención.

El fenómeno del no ser puede analizarse también a partir de este acto de selección por el cual nos quedamos con un objeto, despreciando los demás. Vamos a suponer otra vez que entro en una reunión en busca de una persona, o más simple todavía, que después de estar algún tiempo en una tertulia y de convivir con todos los que asisten allí, me doy cuenta de que entre ellos no está Pedro. Ambos casos son semejantes, pues expresan la relación del sujeto hacia su mundo.

En principio la mirada o la escucha selecciona un objeto de mi mundo y margina todos los demás. Pero puede suceder que esta elección, como otra cualquiera, encuentre en el mundo en torno obstáculos insalvables, que no consiga su objeta y tenga que renunciar expresamente a él.

No se trata de que la mirada no tome a Pedro por objeto. En ese caso la selección habría recaído sobre otra figura y nada podría decir de Pedro, ni positivo ni negativo. El objeto de la mirada es desde luego Pedro, pero sucede que esto que he elegido no se deja atrapar, porque escapa irremediablemente a mi mirada. Por eso la percepción como acto selectivo cae en el vacío y se malogra sin dejar de ser percepción. Esa mirada malograda es el correlato subjetivo del fenómeno del no ser, y la expresión «Pedro no está aquí» denuncia simultáneamente este doble carácter de mirada y de fracaso.

La mirada

Mirar a las cosas, por ejemplo, supone una actitud y un modo de haberse con ellas, y correlativamente una forma concreta por la que el mundo se aparece al sujeto. Gracias a esa actitud que la acompaña y condiciona, la mirada se enfrenta al mundo, haciéndole objeto en el más estricto sentido de la palabra. El campo óptico es un ámbito espacial circular, que está ante de los ojos, y sus partes son interdependientes y simultaneas. Por eso cuando el sujeto selecciona un panorama, y dentro de él una de sus posibles infinitas figuras, primero que nada tiene que dirigir y orientar su rostro y después centrar sus ojos, para así definir la estructura total figura fondo.

Todas las variantes de la mirada en cuanto acto intencional, presuponen esta actitud. Cuando el cazador está al acecho espera que la pieza salte ante él. El estudioso que busca en su mesa un libro o un papel que ha perdido está haciendo sitio para que haga presente lo que primero estaba oculto. Y el viajero que disfruta con la vista en un paisaje, entonces más que nunca es consciente de esa actitud por la que se enfrenta al mundo.

El sujeto puede estar ante las cosas de dos modos bien distintas, siempre a través de la mirada. Como los movimientos de los ojos y del cuello tienen una flexibilidad pasmosa, la mirada puede captar el panorama y el objeto que le interesa. La figura se trasforma en la clave de arco de todo el panorama circular, y por eso mismo está en el centro del campo, que mantiene en equilibrio. El cambio de figura selecciona un nuevo objeto y al propio tiempo reorganiza el panorama, igual que en la fotografía o en el cine la imagen enfocada queda justamente en el centro de la escena, situando a su alrededor todos los demás elementos.

Pero es posible otra actitud de la mirada y es la admiración, cuando el sujeto queda fascinado por un espectáculo natural o un rostro humano. Lo que ahora cambia no es la figura sino el panorama. Entonces los ojos se abren desmedidamente, porque lo que admiran es tan grande o tan inesperado que desborda las imágenes menudas y banales de todos los días y exige una ampliación a gran escala del marco en que se presenta y en consecuencia de la misma figura admirada.

La escucha

La actitud del sujeto hacia su mundo inmediato cambia totalmente cuando en vez de mirar, está a la escucha. En primer lugar el que mira tiene la iniciativa y por eso mismo selecciona activamente tanto el panorama como la figura que ocupa en cada caso el centro. La escucha en cambio está a la espera de cuanto va oyendo, y eso que sucesivamente aparece tiene siempre el carácter de sorpresa y novedad. Ahora no es el sujeto quien organiza su mundo. Es al revés el mundo el que avanza hacia él, forzándole a seleccionar entre la sucesión más o menos ordenada y coherente de sonidos.

En consecuencia, al contrario que la mirada, la escucha es una actitud orientada hacia el tiempo, y correspondientemente su mundo tiene una estructura esencialmente temporal. Desde luego que la percepción acústica se organiza en un doble plano y por tanto tiene carácter campal, ni más ni menos que el campo óptico. Pero no aparece como algo que esté aquí y ahora ante los ojos, sino más bien como una forma dinámica, semejante a una melodía musical o a una frase cuyo sentido se precisa y enriquece a lo largo del tiempo.

El campo óptico tiene como se ha visto una estructura circular, y su centro es la figura seleccionada entre todas aquéllas que hacen frente. En cambio cuando el sujeto está a la escucha es él mismo quien se constituye en centro y punto de referencia del mundo, que desde el punto de vista fenomenológico le rodea por completo. El campo acústico no está de quien escucha, sino a su alrededor, como una esfera o una cuasiesfera circunscrita al propio cuerpo.

La actitud de espera, el carácter envolvente del mundo, su temporalidad y su novedad en cada momento inédita, todo eso junto sirve para definir el modo de haberse con las cosas de quien escucha, y el correlativo modo de ser de las cosas en cuanto escuchadas. La escucha es la percepción contingente por excelencia, pues los oídos se están enterando continuamente de cosas nuevas con las antes no contaba, ni formaban parte de su circunstancia.

Queda por decir algo decisivo. Quien está escuchando no conoce inmediatamente eso que escucha y oye. A través de los sonidos el mundo se nos aparece pero al mismo tiempo está oculto. Es la gran paradoja de la escucha. Pues si las cosas apareciesen ante el sujeto, pero las cosas mismas con sus perfiles fijos, todo estaría en orden. Si al revés el mundo le estuviese totalmente oculto y no lo conociese de ningún modo, tampoco pasaría nada. Pero resulta que al escuchar –y al oír– las cosas se manifiestan en la medida y sólo en la medida en que se desvanecen.

Este último carácter de la escucha y de su mundo está en conexión con todos los demás –la temporalidad, la novedad, la contingencia y la espera–. Y todos juntos exigen del oyente una nueva actitud, la apertura entre el sujeto y su circunstancia. El campo óptico está cerrado sobre sí mismo y tanto la mirada como la figura que selecciona son diversas formas de clausurar este mundo. Los oídos por el contrario, se proyectan sobre un universo y un horizonte abierto en todas direcciones.

Las percepciones vectoriales

El campo óptico y acústico y los correlativos comportamientos y actitudes no agotan afortunadamente el mundo de la percepción, y hay que completar su descripción con la actividad de otros sentidos. Supongamos –para empezar por el ejemplo más obvio– que alguien está a oscuras en su cama y que quiere encontrar el vaso que dejó en su mesa de noche. Antes de que las manos inicien su movimiento no existe todavía la estructura figura-fondo, pero cuando ya comienzan a tantear en cualquier dirección van señalando uno de los diversos caminos que puede seguir. Ese camino elegido margina a los demás, reduciéndolos a un campo de potenciales líneas de acción.

Según este mismo ejemplo, lo más seguro es que la mano al alargarse no encuentre inmediatamente el vaso que buscaba. Primero tropieza con la lámpara de noche, después tantea el reloj, el monedero, las llaves, hasta que por fin toca y descubre el vaso. Hay que notar que en este largo recorrido, cada dirección seguida y cada objeto tocado, están entre las demás posibles direcciones y objetos, que van desapareciendo por completo, porque su marginalidad coincide con una posibilidad que no se realiza.

Por eso el tacto es la percepción más concreta y más indudable, porque hace aparecer la cosa misma en su realidad única, a fuerza de renunciar a todo lo demás dejándolo en estado de pura posibilidad. Y de tal forma se impone su realidad y su presencia que las manos sólo consiguen tantear un objeto nuevo cuando renuncian por completo y se desvían del todo del que ahora llena del todo su atención.

El tanteo ofrece las cosas en su íntegra realidad, pero también proporciona una descripción, lo más exacta posible, del fenómeno del no ser. Cuando la mano, en busca del vaso o del reloj no los encuentra, entonces su camino termina en el vacío. No es sólo que el reloj o el monedero o el vaso no estén aquí, sino algo infinitamente más grave. Porque el sujeto conoce claramente, sin abandonar el mundo de la percepción más tosca y concreta, que este acto intencional tiene como correlato objetivo el no ser, el puro vacío.

El olfato y en mayor medida el paladeo y el gusto son dos percepciones sorprendentemente distintas a todas las demás. Lo que más los distingue es la actitud previa del sujeto. Si alguien saborea una buena comida o un buen vino, su acto de percibir no tiene una finalidad exterior, porque cada uno de sus momentos tiene en sí mismo su propia actualidad. Es verdad que esto puede suceder también en la mirada o en la escucha, pero el paladeo tiene el presente como su objeto adecuado. Devorar una comida, y no digamos tener un almuerzo de trabajo son formas absolutamente patológicas del sentido del gusto.

No es nada difícil describir esa actitud del sujeto consciente. Normalmente quien come está sentado cómodamente, porque en este momento renuncia a todo proyecto de acción. Por eso mismo deja de preocuparse de cualquier objetivo y se centra en su propia actualidad. Es el momento de hablar sin urgencia con los compañeros de trabajo, los amigos o la familia, el momento paradójicamente más metafísico de la actividad y del mundo perceptivo del hombre.

La percepción del propio cuerpo

Así pues, todas las percepciones que se proyectan sobre el mundo externo, seleccionan una figura marginando todo el campo. Y eso lo mismo a través de la mirada que clausura el mundo, la escucha que lo abre, el tanteo que lo busca y la fruición y sabor que lo actualizan en presente. Pero todavía hay otras actitudes y comportamientos perceptivos, que en vez de abrirse hacia fuera, se contraen y concentran sobre nuestro propio cuerpo, que se convierte así en protagonista del acto intencional.

El primero de los comportamientos, que desvelan el espacio interior del cuerpo en todas y cada una de sus partes es el dolor físico. Y esto en dos sentidos, pues cuando me duele cualquier miembro, esa mínima partícula «me» es absolutamente inseparable del dolor y lo que le da un significado esencialmente reflexivo. Pero además esa percepción reflexiva del dolor está muy precisamente localizada. Sólo un pesimista integral puede decir con sentido «me duele el cuerpo». Lo que me duele en cada caso es una parte muy concreta, la muela, el estómago, la espalda. Eso que me duele pasa a primer plano y anuncia su presencia de forma estridente, mientras que el resto del cuerpo queda marginado y se convierte en el fondo del campo perceptivo. Y no sólo esto, sino que el mundo exterior pierde interés, deja de ser centro de atención y de acción, y hace del sujeto, al pié de la letra, un paciente.

Los estados del cuerpo son tan variados y tan ricos de sentido que ellos solos justificarían un ensayo muy amplio. El calor extendido por todo el cuerpo –el sofoco– o bien el frío, la somnolencia y la vigilia, el cansancio y la laxitud, el vértigo y el equilibrio, están esperando todos y cada uno su descripción. Algunos de estos estados corporales internos no tienen todavía ni siquiera nombre, otros una denominación muy vaga y muy pocos están analizados con toda precisión y en todos sus detalles.

La percepción del estado de reposo o de movimiento –la cinestesia completa–, en la medida en que se puede completar esta vivencia del propio cuerpo en su conjunto. Antes de entrar en esta selva virgen, es preciso plantear una cuestión fundamental. Se trata de saber si en la percepción del organismo y de sus estados internos sigue funcionando la estructura figura-fondo, y si esa estructura es alternante, como sucede con la mirada, la escucha y las demás vivencias del mundo exterior.

Lo que en las percepciones internas hace de figura, saltando al primer plano, es el cuerpo, mientras que todo el mundo circundante es el fondo de esta nueva variante de la percepción. Pero la situación puede invertirse, de tal forma que lo que ahora aparece es la totalidad de la circunstancia, quedando entonces marginado el cuerpo. Cuando alguien está cansado tiene una sensación de laxitud en todos sus miembros, un descenso del ritmo vital, y además experimenta placer en el reposo, tal vez en una quietud casi total. Todas estas vivencias y muchas más ponen de relieve al propio cuerpo y lo destacan sobre toda su entorno. Pero puede también vivir el cansancio de otra forma muy distinta, al sentir muy pocos impulsos para proyectarse sobre las cosas, que aparecen entonces como un mundo difícil, algo que puede esperar, que no tiene prisa. En este momento toda la circunstancia pasa al primer plano y el cuerpo es sólo el fondo de esta vivencia.

Lo mismo sucede en la doble sensación de euforia y de depresión, porque puede trasladarse desde el cuerpo al mundo, que se ve según sea el caso de color rosa o negro. Quien está somnoliento, o al contrario despierto, puede también olvidarse de sí mismo y centrarse en el entorno, que según sea el caso, aparece confuso o distinto. Y cuando la percepción cinestésica de movimiento y de reposo se proyecta sobre las cosas, entonces éstas aparecen como objetivo de la acción o lugar de reposo. En todos esos casos y en todos los demás la alternancia figura-fondo tiene sólo dos focos, el cuerpo en su totalidad y el conjunto de cuanto le rodea.

La temporalidad de la percepción

Toda esta descripción de las percepciones, lo mismo exteriores que internas, es todavía incompleta, pues parte de la base de que la existencia es una serie discontinua de vivencias. Esta discontinuidad de la vida y de su mundo no es sin embargo el dato original, sino un carácter añadido de acuerdo con el esquema de las ciencias positivas, cuyo objeto es aislable y controlable según la voluntad del experimentador. En consecuencia hay que completar el análisis de la percepción sin añadir ni quitar nada a los fenómenos.

Resulta entonces que cualquier objeto percibido tiene un horizonte y un campo, no sólo espacial sino además temporal. Cuando dos amigos se encuentran de nuevo lo que tanto uno como otro miran o escuchan no es una entidad aislada en el presente. Todo el pasado común, los juegos de la infancia, el compañerismo de la escuela, los centenares de charlas de café, son el trasfondo temporal desde el que las dos figuras cobran relieve aquí y ahora. Toda percepción margina al pasado, pero al mismo tiempo lo mantiene como fondo del suceso que en cada caso actualiza.

Pero la percepción no sólo se destaca sobre un pasado continuo, sino que se prolonga igualmente hacia un futuro. El objeto percibido y la percepción misma vienen de lo que ya fue y se proyectan hacia lo que todavía no es. El ya y el todavía denuncian por su propio sentido el carácter marginal del tiempo, su dirección lineal en un solo sentido y el relieve puntual de cada presente sobre esta línea continua.

Este carácter de futurición aparece claramente cuando la percepción selecciona una figura del mundo convirtiendolo en una posibilidad, en una virtualidad. Cuando los dos amigos se eligen con la mirada y la escucha sobre todo el resto del mundo que les rodea, esa selección es probablemente el comienzo de una conversación larga y tendida. La percepción no es una pura receptividad, sino a la inversa, una actividad que va creando y organizando su propio mundo, y que además de retener todo el pasado, tiene un sentido de futuro.

El sueño como mundo

La percepción organiza el mundo inmediato en su conjunto y le proporciona un fondo espacial y un horizonte temporal. Esta organización sólo es posible cuando el sujeto selecciona, dentro del mundo diverso que le rodea, una figura que salta al primer plano. Como por otra parte esa selección no está separada de la vida –como no sea en las experiencias artificiales de laboratorio– se sitúa también en la trayectoria temporal que avanza desde el pasado hacia el futuro. El mundo de la percepción es precisamente por eso un cosmos, un orden, y no un caos, como sería de esperar, si sólo se atendiese al contenido fugaz y disparatado de la consciencia.

Para comprobar este carácter ordenador de la percepción lo mejor es atender al fenómeno opuesto, el ensueño, porque quienes sueñan son conscientes de vivencias inmediatas y sin embargo no están percibiendo. Las propiedades centrales del ensueño permiten confirmar por oposición, cuál es la esencia misma de la percepción confirmar todas las descripciones previas. Esta comparación es tanto más interesante cuanto que a través de toda la historia de la filosofía y de la literatura el mundo del despierto y del dormido tienden a confundirse y a considerarse homogéneos.

Sin embargo el contenido de los sueños tiene una propiedad que los diferencia de cualquier otra vivencia, y por supuesto de la percepción. Esa extraña propiedad es la extravagancia. Lo que se sueña está fuera de su lugar y fuera también de un tiempo determinado, y es una mezcla de las escenas más dispares y de los momentos del pasado próximo con otros mucho más lejanos de un futuro irreal. Este movimiento azaroso que va de un lugar a otro sin poder estar quieto en el suyo propio es lo que literalmente significa extravagante.

Tampoco el sueño tiene una estructura lógica. Los pintores surrealistas ahora, y mucho antes el Bosco, lograron mostrar mejor que nadie esa mezcla arbitraria de figuras y esa forma de ser totalmente disparatada. No se trata de que el sueño tenga una organización distinta del mundo de la percepción, cosa sin demasiada importancia en último término. Es que no tiene ningún orden, ni espacial, ni temporal, ni lógico. Más concretamente la estructura figura y fondo y la organización que lleva consigo es del todo ajena al mundo de los sueños.

Este carácter extravagante del sueño está acompañado de una circunstancia absolutamente trivial y evidente. El sujeto que sueña está dormido. El ensueño no interrumpe el pacífico y pasivo proceso de dormir, sino que lo continúa bajo otra forma, y por eso mismo se ve afectado de esta inercia y pasividad. En consecuencia el sujeto durmiente no tiene la iniciativa, ni puede seleccionar una figura que sea foco de atención y se destaque sobre un fondo homogéneo. Desaparece entonces cualquier ordenación espacial o temporal, cualquier mundo en el sentido estricto de orden. En una palabra, la pasividad en el sujeto tiene su correspondencia en la extravagancia y el desorden de su objeto, del mismo modo que la actividad selectiva de la percepción de quien está despierto se proyecta sobre un cosmos totalmente organizado.

Por un camino oblicuo se confirman así los caracteres esenciales e invariantes que primero se han descubierto y descrito en la percepción. La oposición sueño-vigilia, o lo que vale lo mismo ensueño-percepción, de paso que muestra cómo estos dos fenómenos de la vida son totalmente diferentes y hasta contradictorios y no confundibles, subraya la estructura del campo perceptivo, la alternancia de los elementos de esa estructura y la actividad selectiva del sujeto consciente.

 

El Catoblepas
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