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El Catoblepas, número 34, diciembre 2004
  El Catoblepasnúmero 34 • diciembre 2004 • página 13
Polémica

Sobre la ejecución de inocentes indice de la polémica

José Antonio Cabo

Réplica a la respuesta de José Manuel Rodríguez Pardo sobre la eutanasia

José Manuel Rodríguez Pardo, en su artículo «Eutanasia procesal y daños colaterales», publicado en el número 28 de El Catoblepas (junio 2004), señala una aparente inconsistencia en mi artículo «Sobre la eutanasia procesal» (El Catoblepas, número 27, mayo 2004). Esta inconsistencia tiene que ver con dos objeciones comunes a la pena capital, la de su aplicación desigual o discriminatoria, por un lado, y la de aplicación «accidental» a individuos que resultan ser inocentes, por otro. Del hecho de que en mi artículo anterior cada una de estas dos objeciones fue tratada de manera muy diferente, deduce el Sr. Rodríguez Pardo que me contradigo. Sin embargo, creo fácilmente demostrable que la desigual aplicación de la pena capital y la ejecución de inocentes no son equiparables en absoluto, y por lo tanto, que mi presunta contradicción es fácil de resolver. Pero antes quisiera hacerle unas aclaraciones:

En primer lugar, debo agradecerle sus correcciones, y la paciencia que muchos filósofos como él muestran hacia los profanos como yo, que contemplamos la filosofía con interés, aunque «desde fuera».

Estoy francamente de acuerdo con José Manuel Rodríguez Pardo cuando diagnostica como moralmente enferma a una sociedad que tolera que «personajes como el etarra Josu Ternera» no sólo desayunen tranquilamente en libertad, sino incluso que formen parte de una comisión parlamentaria de «derechos humanos». También estoy de acuerdo con el señor Rodríguez Pardo en que la denominación de «pena de muerte» es confusa{1}. Permítaseme decir, sin embargo, que el término «eutanasia procesal» no es menos oscuro{2}.

Y no lo es porque inevitablemente se asocia a la eutanasia clínica que se aplica a ciertos enfermos terminales. Pero, mientras que la ciencia médica dispone de criterios científicos para clasificar a los enfermos físicos como «terminales» o «incurables», la filosofía moral, sin embargo, es obvio que no puede disponer de criterios de este tipo. A diferencia de las conclusiones de la medicina, las de la filosofía moral no son incontrovertibles{3}. Las diferencias entre las conclusiones a las que llegarían filósofos como G. E. M. Anscombe y Peter Singer no son en absoluto comparables a las pequeñas diferencias que podrían darse entre los diagnósticos de dos oncólogos de similar prestigio. Quizá sería mejor llamar a la eutanasia procesal «suicidio procesal asistido».

Castigo justo y castigo igualitario

Respecto a mi contradicción final, es cierto que, como observé en mi anterior artículo, la presunta desigual distribución étnica de la pena de muerte en países como EEUU no es tanto un argumento contra la pena capital en sí, sino contra la forma particular de aplicarla. La ejecución «accidental» de inocentes, en contraste con lo anterior, mina las propias bases del concepto de justicia. Da la casualidad, además, de que la aplicación desigual de la justicia es probablemente imposible de evitar en todos los casos, salvo que renunciemos totalmente a hacer justicia hasta el hipotético día en que dispongamos de una «justicia perfecta». La ejecución, en cambio, de inocentes puede evitarse en todos los casos sustituyendo el castigo por una pena de prisión perpetua sin posibilidad de acortamiento, que podría ser revisada en caso de que las pruebas científicas (ADN, etc) así lo aconsejaran. A diferencia de esto, la ejecución no tiene «marcha atrás».

El principio igualitario en la justicia es importante, pero no tan básico como el de castigar al culpable y defender al inocente. Un castigo puede ser aplicado de manera igualitaria e injusta, por ejemplo cuando se trata de un castigo colectivo. También es posible un castigo justo pero discriminatorio o caprichoso, como ocurriría si echásemos a suertes tres condenas entre cinco asesinos convictos y confesos. Ajusticiar, por ejemplo, a un mayor número de culpables negros que blancos no convertiría dichas ejecuciones en «injustas» siempre que efectivamente los reos hubiesen cometido el crimen imputado. La condición inexcusable para que un castigo sea justo es que sea merecido, no que sea «igualitario». Por esto mismo, ejecutar a inocentes, lejos de ser un «mero accidente», es la antítesis de la justicia.

No olvidemos que la culpa es algo personal, nunca colectivo. (No se puede acusar a «los españoles» de saquear la América Hispana como pretenden algunos indigenistas mexicanos). Lo más importante pues, es que un castigo sea justo (léase «merecido»), aunque lo ideal sería también que fuese aplicado sin discriminaciones. Sin embargo, alcanzar el ideal de un castigo igual para todos puede que sea imposible, pues requeriría que todos los criminales fuesen arrestados sin excepción y juzgados por el mismo tribunal, para evitar interpretaciones distintas de la ley. Una justicia incompleta quizá sea lo máximo a lo que podemos aspirar. Con todo, siempre será preferible a la injusticia de una impunidad general.

Analogías cuestionables{4}

No veo tampoco cómo puede existir una analogía entre las víctimas inocentes de un accidente de tráfico (a las que la muerte suele sorprender sin tiempo para la reflexión o la preparación, pero tampoco para la angustia y el sufrimiento psicológico) y los inocentes condenados erróneamente a morir, cuya fama y cuya psique resulta destrozada además, no por la imprudencia de un insensato, sino por la maquinaria legal y judicial de un Estado del que esperaban protección, y que en lugar de esto les priva injustamente de su derecho más fundamental. Podrá argumentarse que dicho Estado nunca tiene la «intención» de matar a un inocente, pero, salvo recurso al «principio de doble efecto» –que no creo que sea aplicable a este caso– la intención poco importa. En efecto, también el terrorista podría apelar a la «doctrina del doble efecto» y decir que su intención no era provocar una masacre, sino causar conmoción y terror en grado suficiente para hacer claudicar al gobierno de turno, o que por lo que a él respecta, le habría sido igual o incluso muy preferible una «muerte aparente» de sus víctimas y que, logrados sus objetivos, les habría devuelto la vida si esto fuese posible. Ninguna de las dos apelaciones sería admisible.

Es más, la analogía establecida por José Manuel Rodríguez Pardo entre las víctimas inocentes que se producen en la carretera y los ejecutados por error funciona sólo a un nivel muy básico y general. A poco que reflexionemos, nos daremos cuenta que se trata de situaciones esencialmente diferentes.

1. Salir a la carretera supone asumir un riesgo consciente, tanto de causar un accidente como de ser víctima de uno. Es posible eliminar o reducir dicho riesgo mediante diversas medidas (comprarse un automóvil más seguro, conducir con más prudencia, no conducir en absoluto). Sin embargo, estar sometido a la acción de la justicia no es materia de libre elección. Ningún individuo tiene a su alcance el tomar medidas para reducir el riesgo de ser acusado y condenado erróneamente. Nadie está libre de ser víctima de la incompetencia o la deshonestidad de fiscales, abogados, policías, y jueces corruptos.

2. Cuando uno asume los riesgos de la carretera, lo hace en compañía de personas cuyo trabajo no tiene como finalidad el «conducir bien y evitar accidentes», aunque deban hacerlo por otras razones. El trabajo de los funcionarios de justicia, sin embargo, consiste precisamente en administrar justicia y no en otra cosa. El ciudadano está obligado a confiar en su competencia y honestidad. Cuando administran injusticia en vez de justicia no podemos hablar de un mero accidente, pues están faltando a su función esencial.

3. El riesgo de los accidentes de tráfico acompaña a la conducción porque ningún conductor es perfecto. El riesgo de ser condenado injustamente acompaña a los órganos que administran la justicia porque ningún sujeto humano es perfecto. En ambos casos podemos reducir los riesgos. Podemos construir carreteras y automóviles más seguros. Podemos arbitrar medidas para reducir los peligros que llevan aparejados los errores judiciales, y una de estas medidas es precisamente evitar las ejecuciones.

En cuanto a la analogía de los «daños colaterales» o víctimas inocentes de un bombardeo, debemos recordar los requisitos que hacen que la guerra sea justa y que son:

  1. Los objetivos de la guerra deben ser justos.
  2. No debe existir un medio mejor para conseguir dichos objetivos.
  3. El bombardeo de una zona donde puede haber víctimas civiles inocentes debe tener unos objetivos justo y que no pueden ser alcanzados por otros medios.

Análogamente, para que la pena capital fuese justa, deberían cumplirse también los siguientes requisitos:

  1. El objetivo de la pena, hacer justicia, debe ser justo. (Nada que objetar aquí)
  2. No debe existir un medio mejor que la ejecución para conseguir dicho objetivo. (Esto es manifiestamente discutible)
  3. Las ejecuciones concretas consiguen objetivos que no pueden ser alcanzados por otros medios más seguros. (Esto es muy discutible)

Cuando el criminal desea la muerte

El caso de un asesino que pide ser ejecutado es un tanto paradójico. Como señala Austin Cline, hay dos consideraciones importantes:

  1. Aún admitiendo que la pena capital sea legítima, el hecho es que hay individuos que confiesan crímenes que no han cometido, o en los que concurren circunstancias atenuantes que pueden no justificar el ajusticiamiento. Si el ajusticiamiento es concebido como un castigo, no puede ser elegido por el reo. Si no es un castigo ¿qué es?
  2. Si no aceptamos el principio de la pena de muerte, entonces tendremos que pensar que el criminal que solicita ser ajusticiado está intentando escapar de otro castigo que le corresponde, y debe por tanto ser mantenido con vida hasta recibir ser castigado convenientemente.

Conclusión

En suma, mi artículo no es una defensa vergonzante de la pena capital, ni el párrafo final es la hoja de parra con la que cubro mi inconsistencia. He reconocido que hay argumentos sólidos a su favor, pero sugiero que en la práctica su aplicación llevaría inevitablemente a cometer injusticias de una especial gravedad, irreversibles, y sin posibilidad de ser compensadas ni siquiera mínimamente. Ser ejecutado por error no es comparable a ser encarcelado por error, pues la privación de libertad «para circular libremente» no impide totalmente y en todos los casos el desarrollo de la persona. Existen numerosos casos de presos que han aprovechado para formarse e incluso estudiar una carrera universitaria entre rejas. La muerte del reo impide de raíz todo esto, por lo que creo que, simplemente, «la muerte es diferente». La muerte se halla en otro plano. Una pena de cadena perpetua sin posibilidad de acortamiento ni beneficios carcelarios –pero con la posibilidad de reabrir el caso para corregir posibles errores– podría servir al mismo fin de retirar de la circulación a los imbéciles morales sin el riesgo de cometer la injusticia más grave que cabe imaginar: ejecutar a un inocente.

Notas

{1} Algunos autores han apuntado que «pena capital» no tendría por qué ser sinónimo de «pena de muerte», sino simplemente de «pena máxima», cualquiera que ésta sea en la legislación aplicable. También han apuntado que el principio de proporcionalidad de la pena no supone que esta haya de ser idéntica al crimen cometido, razón por la cual los secuestradores no son encarcelados por un periodo proporcional a la duración del secuestro, ni los violadores son condenados a ser violados.

{2} Julian Baggini encuentra que la idea es «estrambótica» (bizarre). Al sacrificio de un perro peligroso de raza pitbull que hubiese degollado a un niño nadie lo llamaría «eutanasia veterinaria».

{3} La «eutanasia procesal» se nos dice que sería aplicable a «imbéciles morales» precisamente porque habrían deseado suicidarse «si pudiesen comprender la gravedad moral de su crimen». Este último punto es especialmente problemático, pues nunca es posible probar hipótesis contrarias a los hechos. Decir, por ejemplo, que «ingleses –y norteamericanos– hoy hablarían español si la Armada Invencible hubiese triunfado» es un hacer una afirmación puramente especulativa en apoyo de la cual siempre nos sería imposible aportar pruebas. Puede que tuviésemos razón, pero, por definición, no es posible hallar evidencias de aquello que nunca sucedió.

{4} Debo agradecer a Austin Cline su inestimable ayuda en la tarea de identificar los problemas inherentes a ambas analogías. Sin ella, no me habría sido posible detallar las diferencias entre cada caso.

 

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