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El Catoblepas, número 30, agosto 2004
  El Catoblepasnúmero 30 • agosto 2004 • página 19
Artículos

La Teoría del Estado de Hermann Heller

José Andrés Fernández Leost

Ensayo sobre la actualidad de la obra de Heller, setenta años después de su publicación, a la luz de los principios políticos del materialismo filosófico

Setenta años después de la publicación de la Teoría del Estado de Hermann Heller{1} pretendemos, al hilo de una recensión crítica, subrayar la actualidad de sus propuestas, sopesar la pertenencia de sus planteamientos y discutir el alcance de sus conclusiones, todo ello bajo el foco de una perspectiva materialista cuyos criterios puedan servirnos de contraste ante a las aportaciones del alemán. La nuclearidad y autonomía de la forma Estado como objeto de estudio; el método socio-histórico, basado en un tratamiento dialéctico a caballo entre la empiria y la normatividad, y la búsqueda de una alternativa equilibrada a propósito del debate entre legalidad y legitimidad, marcan las pautas de esta obra inconclusa, cuya mayor virtud residiría a nuestro juicio en establecer las líneas fundamentales a las que la disciplina macropolítica ha de enfrentarse.

Tras un período en que los enfoques sociológicos predominaron en las investigaciones politológicas –ya en su vertiente conductista-cuantitativa ya en la cualitativo-prescriptiva–, ha resurgido el interés por el Estado como materia política nodal. Así, tras la tentación sociologizante y empírica por «deshacer en un entramado de relaciones interpersonales» toda noción objetiva del Estado –de la que nos advirtió Cotarelo–, se ha vuelto a reivindicar el rol del Estado en tanto actor axial de la actividad política.{2} Tal tendencia no deja de resultar paradójica, en un momento en el que, al igual que en el primer tercio del siglo XX se pone cuestión no sólo su rol central sino su propia existencia; tendencia diametralmente opuesta por cierto al auge microanalítico o positivista, cuando el Estado del bienestar gozaba de salud. No obstante tampoco es de extrañar que sea en un tal período, caracterizado por el declive de las políticas del bienestar y los embates de la globalización económica, cuando, deslegitimado y erosionado, la atención sobre el Estado renazca. En todo caso, la misma distinción entre los ámbitos de los que se ocupan política y Estado resulta todavía polémica, apareciéndonos su mutua demarcación en la antesala de toda aproximación al ámbito político. Con esta misma cuestión arranca el libro de Heller, repasando las direcciones –los programas diríamos hoy– que ha ido abriendo a lo largo de su historia la reflexión en torno a la práctica política, desde su inauguración con aquellos sofistas que instruían sobre técnicas de adquisición de poder hasta el establecimiento de la jurisprudencia dogmática a partir de la Edad Media, pasando por el momento de su cristalización en las obras de Platón y Aristóteles, con las que se configuran la ética o arte cívico, la filosofía de la historia y del Estado, y el estudio empírico comparativo –al menos de forma embrionaria. Este cuadro matricial no impide la recombinación de sus materiales, que van, según los enfoques, de Maquiavelo a Saint-Simon, hasta llegar a la requisitoria experimental –basada en teoremas, leyes, modelos y teorías engarzadas causalmente– levantada sobre el positivismo de las ciencias naturales. Con todo, el círculo de saberes que la esfera política suscita sobrevuela el concepto medular que continua en nuestros días definiendo su objeto: el poder. La referencia que tal fenómeno pide conduce al Estado; su empleo, a la relación mando-obediencia y a la posesión de los recursos necesarios para realizarlo; por fin, la conflictividad o anhelo que concita, dilata socialmente su campo, implicando acaso una restringida diferencia entre Estado, como aparato articulado de poder, y política, como lucha por tomarlo, frenarlo o contrapesarlo. Estrictamente sin embargo, la ciencia política sería Teoría del Estado, toda vez que al marco institucional estatal se le añadiesen «todos los procesos sociales mediados por las relaciones de poder».{3} En efecto, las obligadas conexiones que se precisan para su puesta en marcha suponen un conglomerado de condiciones que, insertas a veces en la estructura del Estado, dificultan un desglose limpio de materias de estudio; de ahí los problemas para conferirle autonomía propia a la disciplina. De hecho, si definimos el poder político como la «capacidad de [una] parte o partes para influir o causar en las demás partes [de una sociedad política de referencia, de un Estado vale decir] la ejecución de las operaciones precisas para orientarse según sus prolepsis»,{4} tal ejecución, en tanto fuente de obediencia o de poder de influencia conductual, habrá de entenderse mediada precisamente por una serie de concatenaciones instrumentales –lingüísticas, personales y, en último extremo, físicas– ineludibles en el ejercicio político; el mismo paso que desliza el uso físico del poder a un uso mediado que no recurre a la fuerza, especifica para muchos la naturaleza de la política –veremos que esto situará el problema de la legitimidad en primer plano.

Según Heller (pág. 38 y sigs.) lo adecuado consistiría en fijar la lente en la adquisición, organización y división del poder político –localizando sus condiciones y elementos, exponiendo sus interconexiones y describiendo en definitiva su estructura– para, a continuación, repasar las formas en que se pueda modular. El resto de contenidos coincidiría con todo programa de ciencia política, a saber: teoría de partidos políticos; relación entre Estado y sociedad civil; relaciones internacionales; e historia de las ideas políticas –quede en cualquier caso constancia del tirón de orejas frente a cualesquiera pretensiones asépticas de la politología (págs. 68-76)–. No resultaría excesivamente complicado concluir en la legalidad inmanente –que no neutralidad– de un tal circuito de intereses, si no fuese por el inquietante revoltijo de temáticas removidas a propósito del no precisamente baladí asunto de la función y justificación del Estado, por no hablar de la disputada cuestión del origen. Emplazando a la almendra de su obra la problemática funcional y moral, Heller evita afrontar el tratamiento de la génesis, limitando su análisis al Estado moderno occidental y restringiendo así el marco histórico a la época feudal. Citémosle:

«Dado que no consideramos posible una olímpica emancipación de nuestro conocer científico respecto a la realidad histórico social, tenemos que establecer, por motivos tanto teóricos como prácticos, una expresa limitación espacial y temporal de la materia de nuestro estudio. El objeto de nuestra Teoría del Estado es, por ello, únicamente el Estado tal como se ha formado en el círculo cultural de Occidente a partir del Renacimiento.» (pág. 43.)

Este proceder, que reduce por lo demás el concepto de Estado a forma política ajustada temporalmente al capitalismo –según la estela marxista–, por extendido que esté en Teoría del Estado, merece debate, si es que nos informa la imbricación entre génesis y estructura que recordaba Lenin en El Estado y la Revolución. En otros lugares se ha recurrido al criterio de los modos de producción para justificar el corte entre el Estado y las formas políticas preestatales. El argumento, de tinte económico, se sostiene a partir de la especificidad adoptada por una dominación política que ya no forma, por sí sola, relaciones de producción. Heller completará la tesis al explicar, con Weber, como el traslado de los medios de autoridad y administración de manos privadas a propiedad pública –expropiación mediante– conforma la base para la organización de un Estado económica y militarmente emancipado, mereciéndole especial atención en dicho proceso la repercusión de los avances tecnológicos:

«Los gastos que imponía la nueva técnica de las armas exigen la organización centralizada de la adquisición de los medios necesarios para la guerra, lo cual suponía una reorganización de las finanzas. De este modo, la necesidad política de crear ejércitos permanentes dio lugar en muchas partes a una transformación, en sentido burocrático, de la administración de las finanzas.» (pág. 147.)

Por su parte, el materialismo, en función de la categoricidad del Estado como núcleo del dominio de lo político, ha de dar con una formula que permita resolver la cuestión del origen y la pregunta sobre la pertinencia de hablar de formas propiamente políticas en ausencia de Estado, es decir, la de si cabe encontrar diferencias entre formas preestatales y formas prepolíticas. Sentado el carácter prepolítico de ciertas organizaciones sociales,{5} se aboga por otorgarle estatus de Estado al magma de formaciones políticas desprendidas de aquellos modos de producción, convenientemente depurados según el siguiente criterio de ascendencia lógica: sería Estado toda organización constituida en función de la apropiación grupal de un territorio dado y de la simultanea –y no previa– redistribución desigual o jerárquica entre los grupos que la integran (originalmente tribus, clanes o familias), quedando una porción pública no repartida bajo control del titular de la soberanía.{6} Si bien opuesta a la tesis sostenida por Morgan en La sociedad primitiva,{7} y recogida por Engels en El origen de la familia, la propiedad y el Estado, tal propuesta presentaría igualmente la suposición de lucha entre grupos en la línea de la «escuela del conflicto» inaugurada por Ibn Jaldún, envolviendo no obstante a las clases dentro de los Estados: estos surgirían agonalmente, pero de un conflicto no del todo interno sino a su vez propiciado por relación al exterior, de ahí que no quepa distinguir nítidamente los aspectos internos de los externos a la hora de mantener el orden social; de ahí también que la codeterminación o dialéctica de Estados sea condición sine qua non de su aparición. Más precisamente: dos líneas divisorias trazarían la separación, primero, entre las sociedades naturales humanas o sociedades de jefatura natural y las sociedades políticas primarias caracterizadas por la capacidad coactiva del poder orientado al mantenimiento de la sociedad; y, segundo, entre estas últimas organizaciones, ya civilizadas mas formadas por procesos de integración, y el Estado, cuyo formato lógico procesual no se sitúa en la línea evolutiva convergente o interna –morganiana– sino según una codeterminación externa de las sociedades precursoras, que disociadas ahora, y enfrentadas mutuamente, se reorganizan a través del conflicto –dialécticamente.{8} En rigor, la acción del Estado, acorde a su categoricidad política, apuntaría a la idea normativa de eutaxia que, entendida como capacidad de mantenimiento en el tiempo, se completase, a partir de determinado estadio lógico material, con la institucionalización de la interacción interestatal (en su límite, guerra), reorganizándose así el campo inicialmente distribuido de las sociedades primarias –estudiadas por la Antropología política– a escala lógico-atributiva, propia de Estados. Por tanto, si bien la eutaxia nos sirve de criterio para enjuiciar la significación histórico-política de un Estado –algo así como un criterio mínimo de verdad política–, no cabría utilizar propiamente el término política antes de la emergencia de su perfil atributivo, encarnado en las relaciones internacionales. Ello implica el requisito de la formación de un ejercito permanente que asegure el territorio. Podría pues hablarse no sólo de formas prepolíticas sino también preestatales, bien en forma de uniarquías o sociedades de jefatura política, bien en forma de protoestados –tipo el Imperio antiguo egipcio–, cuyo interés habrá que limitar a una propedéutica política. No se reniega pues del apoliticsmo en tanto arcaica constitución societal del hombre, contraria al «animal político» aristotélico; sí se duda por el contrario de su posibilidad material tras la emergencia de los Estados. Serían por fin Estados –lógicamente hablando y aun en mayor o menor grado de completud– la polis griega, la República y el Imperio romanos, las monarquías helenísticas, y las organizaciones estamentales, además de las modulaciones modernas que ya integra Heller.

La apertura que implica abarcar el objeto de modo más dilatado, si bien repercutiéndolas, no anula las consideraciones metodológicas que Heller expone; su óptica, calibrada a setenta años vista, presentaría en cambio aspectos innovadores y de perfecta actualidad, junto –eso sí– ciertas reflexiones que conviene replantear. El carácter interdisciplinar que reivindica hoy el área, no encajonada en una perspectiva jurídico-formal, y aunando el enfoque normativo con aportación empírica, procede en gran parte de la perspectiva socio-histórica que mantiene el alemán. Tal planteamiento no resultaría incompatible con la búsqueda de autonomía categorial, máxime cuando entendemos que de lo que se trata es de delimitar al Estado frente a la normatividad estricta del Derecho, aun a riesgo de caer en el sociologismo –más adelante veremos hasta qué punto ello se consigue–. Su gran preocupación por dialectizar el concepto de Estado, esto es, por historizar –relativizándola– la razón que guía su cometido sin abandonar la búsqueda de ciertas constantes idénticas que atraviesen los cambios, encuadraría el método. En la complejidad de dicha tarea le informa el Marx que escribió:

«La dificultad no consiste en comprender que el arte y la épica griegas se hallan vinculadas a ciertas formas de la evolución social. La dificultad está en el hecho de que ellas aún guarden para nosotros goce artístico y, en cierto sentido, valgan como norma y modelo inasequible.» (pág. 25.)

Puede así decirse que en su aproximación al Estado, Heller ensambla el proceder propio del materialismo histórico marxista –pulido de economicismo– con las líneas abiertas en la obra de Dilthey. Ante la analítica positivista, «que divide a la totalidad social en conexiones particulares de sentido y actividad» (pág. 119), se defiende una visión dialéctica del conjunto social como totalidad, en relación con quien pretende fundamentar sus conceptos en la «determinación de la significación que tiene una parte para el todo, sobre la base de la conexión de efectividad».{9} Ya entendiendo el todo como articulación estatal ya como articulación social –lo que él en realidad hace, primando el enfoque sociológico debido acaso a aquella limitación temporal– pero, en cualquier caso, circunscribiendo tal totalidad al recinto territorial e histórico de un Estado, es explícita la dimensión dialéctica de perspectiva semejante, si es que seguimos enmarcando el fenómeno del poder según la relación entre las partes y el todo. No obstante, aquel vínculo –historicista– se ejecuta a costa de subjetivizar el conocimiento, según la tradición fenomenológico-hermenéutica –por mucha mitigación que suponga el aferrarse luego a la realidad social material–. Veámoslo. El dualismo metodológico que disocia a las ciencias del espíritu de la ciencias de la naturaleza (Geisteswissenschaft-Naturwissenschaft), encuentra su fundamento en la distinción fenomenológica entre las vivencias psicológicas del sujeto cognoscente y las conexiones de sentido objetivas emancipadas de aquel y de la realidad social –éstas siguen su camino y encuentran sus verdades al margen de zigzageos históricos–. Dada esta premisa, la aproximación a conocimientos significativos pueden desdoblarse entre aquellos de tinte abstracto o lógico matemáticos, pautados según la explicación causal y absolutamente ahistóricos –según la idea kantiana–, y aquellos otros que, transidos de historia, entretejen sus materiales sin poder desvincularse de categorías experienciales –se dirá: vivenciales– tales como la intención, la memoria o el sucederse, en perpetuo dialogo no sólo con el pasado, también con el presente biográfico del sujeto; el campo queda así abonado para las actividades científico-espirituales de la comprensión y la interpretación. Según esto, determinados contenidos podrían elaborar relaciones con relativa autonomía, aspirando a cierta objetividad marcada siempre por las reglas interpretativas del contexto vital –o mundo de la vida–, francamente precientíficas, aunque no tanto para quien crea en la esencialidad de tal contexto –génesis de ciencia–. Sin embargo –y he aquí el dilema– la Teoría del Estado nos será presentada, de mano de Kantorowicz esta vez, antes que como ciencia de sentido como ciencia de realidad, ciencia estructural y sociológica, que tampoco puede hurtarse a la comprensión e interpretación de sus conceptos –históricamente modulados–, pero cuya adhesión al presente socialmente considerado, a esa formación social tan condicionada por el modo de producción, impide asentar un mínimo de categorías sin evitar riesgos de mutabilidad. Por ello, además de la estructura y de la función estatal le resulta a Heller tan importante el pronostico de las tendencias de su evolución futura. Esta óptica, que le obliga a llamar dialéctica la interrelación entre sujeto y objeto producida en la ciencia social, anhela equilibrar el subjetivismo de fondo diltheyniano –arranque del método Verstehen–, al materialismo marxista que postula la base social de la conciencia, volcando a la postre la atención en las condiciones materiales.

Desde el espejo de un materialismo constructivista no sería ya en cambio necesario fracturar la unidad metodológica; ahora bien, siempre que se conjugasen, como práctica dual, las dos vías a recorrer –analítica y sintética–, aunque no en el momento de acceder según ciertas reglas al conocimiento concreto de alguna disciplina, sino, más ampliamente, a la hora de ordenar un espacio gnoseológico, es decir, al desentrañar el mecanismo interno de construcción de las ciencias, de modo que «el análisis y la síntesis, la deducción y la inducción, &c., constituyan momentos necesarios de los múltiples procesos de construcción de los conocimientos (verdades) en los diversos campos del saber»{10} abriendo, en fin, margen a la posibilidad –impensable en el constructivismo social, convencionalista– de enhebrar contextos deterministas más allá de la logística. Según el modelo de la teoría del cierre categorial –teoría de la ciencia operacional base del constructivismo del que hablamos– la organización de los materiales de un campo en tres ejes y nueve subfiguras gnoseológicas cabe reinterpretarse en dos líneas de ordenación según resulten o no neutralizadas en la constitución efectiva la ciencia: una objetiva y otra subjetiva que, en tanto responde de la propia actividad humana, quedará al cabo suspendida. No será aquí entonces la división original entre lo subjetivo y lo objetivo lo que caracterice a una ciencia natural (alfa-operatoria) cuanto la segregación final –y no inicial– del sujeto del campo de operaciones; pero tampoco será la coimplicación la que la haga específicamente social, y menos aún estructural o dialéctica, sino su ininteligible división previa. Obviamente la Teoría del Estado en cuanto ciencia política, ajustada a una tal plantilla quedará del lado de las ciencias humanas (o beta-operatorias), sin posibilidad de obviar jamás de su dominio los contenidos subjetivos; lo cual sin embargo, lejos de restarle carga gnoseológica, posibilitará la incorporación sin complejo –y a ello queríamos llegar– de episodios históricos, normativos, sociológicos, empíricos, psicológicos o documentales, considerados no ya extracientíficos sino intracientíficos a nivel beta, coordinados a través de una symploké que va reconectando filosófica, geométricamente, el material disponible y pertinente; de ahí que la ciencia política sea filosofía política, filosofía eso sí, exigentemente sistemática –cuya categoricidad o fundamentado cuasi-científico, si bien nunca cerrado, habría de apuntar hacia el logro de la eutaxia–.

Tras este bosquejo epistemológico nuestra mirada se dirige inmediatamente a la deriva sociologista de Heller, producto de sus planteamientos gnoseológicos, pero creemos también que de las consecuencias que le impone el estudio estrictamente moderno del Estado, pues las cuestiones de génesis vuelven a resurgir ahora reformuladas bajo la siguiente pregunta: ¿cabe hablar de una sociedad humana de personas previa a la constitución de Estados? Se entrevé la respuesta acudiendo a la tesis anteriormente esbozada, bajo el resultado de la irrelevancia en términos políticos de las sociedades preestatales. Ello no supone la equivalencia sin fisuras entre sociedad y Estado, acorde a sistemas totalitarios, pero sí valora críticamente las posibilidades de convivencia intergrupal –ordenada, unitaria y organizacional– al margen de la acción política. El trayecto helleriano, abordando los condicionantes de la realidad social como si de algún modo fuesen anteriores o paralelos a los de la realidad estatal, se ve a nuestro juicio abocado a adelantar tratamientos referidos al Estado, provocando incluso la reiteración de esquemas argumentativos cuando se estimen los elementos de aquel. El tránsito que recorre Heller, desde la indagación de las propiedades que delinean el significado de una agrupación humana capaz de decidir, obrar y llegar a acuerdos basados en intenciones, hasta desembocar lisa y llanamente en el entramado de una convivencia organizada, sujeta a planes enfilados a defender y mantener la seguridad y el orden según unos principios unitarios –minimizando la necesidad del Estado o cuando menos deslocalizando su aparición– coincide con el decisivo salto lógico en el que se ha cifrado el origen del Estado. Justa es la adscripción de una sociedad tan arraigada al concepto afectivo de comunidad de Tönnies, convenientemente reorientado por la racionalidad. Tal vez por ello, antes de desentrañar el rol que haya podido desempeñar el Estado en el asunto, el autor se inquiete por desembarazarse de las potencialidades del comportamiento grupal impulsivo, ligado a la psicología de masas pero también a los presupuestos etológicos –reproducción, nutrición, agresividad– que condicionan la conducta humana, cuyas consecuencias sin embargo no puede sino desconocer; acertadamente en todo caso opta por desvincularse de toda tesis que deduzca linealmente un orden humano normativo de componentes zoológicos. El desacierto –creemos– se produce en cambio al observar en el proceso de continuidad entre patrones costumbristas y principios jurídicos un despliegue cooperativo y normativo –de la normalidad a la normatividad– al margen no ya de toda organización colectiva, que se resiste en denominar política, sino de cualquier organización que se pretenda estatal, aun moderna o weberianamente entendida. Lo sugiere cuando afirma que:

«Debe hacerse notar que la necesidad de una ordenación organizada para la constitución y permanencia de un grupo de voluntad o de una acción colectiva no surge primariamente de la necesidad de la coacción, sino de la de un obrar consciente que señale fines.» (pág. 104.)

Salvo en unos sujetos co-operatorios dedicados a una aristotélica contemplación teleológica no se entiende semejante desprendimiento de la coacción, algo que el mismo autor nos explicará más adelante, ya anclado en materia estatal; no obstante, no es precisamente el recurso a la coerción el que asume la especificidad de la política,{11} sino –desde los supuestos materialistas– la toma de contacto con otras sociedades políticas, por lo que uno se pregunta entonces si cabe interpretar las consideraciones sociológicas expuestas aisladas de toda referencia intercultural, es más: si es posible entenderlas fuera del marco occidental moderno, o, lo que es igual, más allá de toda circunscripción ajena a barruntos iusnaturalistas o a un conjunto de referentes emblemáticos –banderas, escudos, hitos históricos– que la cohesionan a una sociedad simbólicamente, anhelando concordancia y permanencia. Más bien parezca que la intención del alemán sea la de preparar el terreno para levantar subsiguientemente su doctrina funcionalista del Estado y muy particularmente su justificación.

Antes de descubrirla dos notas nos merecen especial detenimiento. La primera, aquella que rechaza las teorías usuales acerca de la estructura de las sociedades o «grupos humanos» –podría decirse igualmente: de los Estados–, empezando por el individualismo como modelo contractual que –en boga desde los inicios del renacimiento en forma de «atomismo iusnaturalista» hasta el humanismo liberal que todavía nos informa– vincula gradualmente a individuos aislados y libres a través de la razón. Heller refuta tal concepción, sin perjuicio de su formalidad implacable reactualizada académicamente hoy en la teoría de la elección racional, por un sencillo motivo (sin demasiado predicamento): despedaza la historia. «Esta concepción [...] significa, desde un punto de vista histórico, la destrucción crítica de todas las formas y normas tradicionales de la Edad Media» (pág. 110). No es casual por tanto que sus postulados se reforzasen con la independencia estadounidense y tras el proceso de lisado de la Revolución francesa. La artificiosidad del modelo se nutre además de la ficción de partir de individuos racionales –cuya suma se traduce por la no menos ficticia noción de pueblo–, asociados en su propósito de abrir paso a la sociedad civil en tanto estructura independiente que no necesita de Estado para desarrollarse –es la dirección del liberalismo–. Su crítica –nos recuerda– no debe desplazarnos sin embargo hacia la teoría opuesta, más metafísica aún si cabe, que atribuye a la sociedad –política, inevitablemente aquí– las propiedades de un organismo, sustantivando igualmente su naturaleza al dotarle al cabo de una capacidad espiritual autónoma que enlace por siempre a sus miembros, independientemente de ellos. Heller acude de nuevo a la historia para falsear esta analogía animal inflada de un espíritu que se quiere popular. Frente a la unilateralidad de tales posturas, se reclama la trabazón dialéctica que ensambla al individuo con la comunidad; más nítidamente –aún materialista y dialécticamente hablando– el absurdo reduccionista hacia uno u otro lado puede argumentarse desde presupuestos lógicos: «el individuo es siempre elemento de una clase lógica y la clase lógica (salvo la clase vacía) sólo es concebible en función de sus elementos»{12}; con todo, la mención a grupos como subconjuntos –y mediadores– del todo social allanaría la comprensión, amén del entendimiento del individuo como persona, es decir, como individuo reflexivo producto de la historia –obligadamente social–. Quizá estas últimas consideraciones pongan en solfa el sustrato de la segunda nota ya anunciada en la que nos vamos a detener: la sociedad civil. No obstante, antes de teorizar su consistencia, Heller procede a una exposición del concepto según las dos perspectivas teórico políticas predominantes. Tal descripción tendrá la virtud de decantar las ideas básicas que atraviesan la historia del pensamiento político. En efecto, liberalismo y socialismo apelan a exigencias de igualdad y libertad, las mismas que parecen haber quedado siempre socavadas ya por intersección del Estado ya por la de la Iglesia; de ahí que para él: «la sociedad civil no [sea] otra cosa que la vida del ciudadano que no está sometida a ningún poder eclesiástico ni estatal» (pág. 125). Que el Estado haya sido condición imprescindible para la emergencia de dicho concepto se ha insinuado con anterioridad; se constatará ahora el no breve papel que ha de adjudicársele a la Iglesia. Previamente observemos la crítica que le merece la sociedad civil vista desde el «pensamiento burgués». Según la imagen capitalista la economía de libre mercado, sustentada en la propiedad privada, la igualdad ante la ley y «el libre juego 'natural' de las fuerzas iguales que el Estado deja en libertad» (pág. 125), conduciría armónicamente al deseable equilibrio social al que se aspira.{13} La reacción socialista subraya el carácter de clase de dicha sociedad –consecuencia de la lucha de clases bajo la que se inscribe la (pre)historia– que, pese, a las apariencias, necesita de un Estado mínimo e instrumental que asegure, mediante el mantenimiento de las reglas de juego, el dominio de la burguesía opresora; las denuncias de explotación y egoísmo vendrían a adornar el arsenal retórico del proletariado. En uno y otro caso, debido a un Estado molesto, o bien directamente represor, resultan maltrechas igualdad y libertad; Heller acertará entonces al localizar el origen de las mismas –ahora sí– en el pensamiento cristiano occidental, precisamente el foco –junto con el cosmopolitismo estoico, precedente complementario– en donde se comienza a distinguir entre Estado y sociedad civil –recordemos tan sólo las dos ciudades que contrapone san Agustín–. El alemán recorre los jalones de su despliegue hasta el amoldamiento bajo forma secularizada en el iusnaturalismo; no obstante la tumultuosa historia, ante Dios todos las personas han sido en todo lugar y tiempo iguales e íntimamente libres; en ausencia de libertad política, libertad espiritual. Queda al final la duda sobre la relevancia de la sociedad civil en Heller, lo que paradójicamente mitigaría su supuesto sociologismo. La cuestión cobra empaque a través de la indicación schmittiana sobre de la imposibilidad del liberalismo para edificar Teoría del Estado alguna, más allá del derecho. El distanciamiento respecto de una mera Teoría del Derecho (Kelsen), «teoría de Estado sin Estado» como frecuentemente la cita, reajusta a nuestro juicio el soporte «sociológico» de Heller; su esfuerzo consistirá en no eliminarlo del todo.

Llegados a este punto estamos en disposición de afrontar su doctrina estatal. El camino emprendido por Heller no puede sino remontarse a lo que bajo su óptica prefigura la génesis del Estado, el feudalismo. Su proceder le lleva a discriminar en la concatenación histórica de los acontecimientos los componentes más notables que irán a su vez entrelazándose hasta ajustar el aparato estatal. Se ha citado el puente –de naturaleza más bien militar– que traspasa la propiedad de los medios gestores y de coerción a titulares públicos; es el supuesto con el que se asienta el monopolio de la violencia weberiana, especifica del Estado. La concentración de la vis física, de ascendencia tecnológica, implica inmediatamente la articulación de un cuerpo funcionarial que reorganice territorialmente el poder; ejercito y burocracia no serán a su vez posibles –perdurables– sin sistema tributario; urge en fin una «planificación de la administración financiera del Estado» (pág. 148). No es menor el esfuerzo ordinamental impositivo en una estructura cuarteada de estamentos. Las consecuencias de tal regulación dinamizarán la circulación de mercancías y dinero, impulsando el desarrollo del capitalismo. Un factor viene a consolidar el proceso, el establecimiento de un sistema de reglas unitario o ius certum; su extensión, circunscrita el territorio, abre el hiato entre fuerza y legitimidad. Los engranajes reunidos en la edificación estatal moderna –equivalentes a los factores históricos compendiados en las consabidas tres rúbricas: formación de ejercito permanente; puesta en marcha de la Hacienda Pública; asentamiento territorial unitario{14}–, presuponen ciertas condiciones paralelas, que el autor vuelve a dividir en naturales –antropológicas; geográficas– y culturales –nación; economía, opinión pública y derecho–; condiciones que nosotros preferimos englobar bajo el nombre de elementos constitutivos del Estado: nación; territorio; soberanía. Aun conteniéndola potencialmente, no deben confundirse los elementos con la mecánica interna –diríamos: determinante– del Estado, marcada por sus funciones. Creemos que es con menor precisión hacia lo que apunta Heller cuando afirma que: «la unidad estatal, en su legalidad propia, es más que una mera función de una e incluso todas esas condiciones, y algo distinto de ella» (pág. 155). En términos materialistas, precisamente la dificultad más áspera en Teoría del Estado consistirá en coordinar sus elementos morfológicos, con los poderes determinantes a través de los que se estructuran; en tal nudo entendemos se juega gran parte de la distinción entre sociología y politología. Retengamos de momento dos finalidades que atraviesan los engranajes de toda organización política así concebida: seguridad y permanencia.

Centrado en el territorio, la aportación que consideramos más decisiva, aun obvia, es la indicación compartida con Jellinek, acerca de su irrelevancia sin la presencia humana; la elementalidad del aserto no se ajusta a la concepción de quien disocia de un tajo naturaleza y cultura; afortunadamente aquí, la distinción metodológica en Heller no invoca un plano óntico. La gama de temáticas geopolíticas aparecen tratadas según líneas aún compartidas: las fronteras tienen carácter artificial; el clima condiciona fauna, flora, y por tanto economía, antes que directamente conductas humanas; la importancia estratégica se modula con la historia; el rango extensivo no determina nada. Más actualidad se mantiene aquí que en la exposición antropológica, influida por las fechas: no nos preocupamos tanto hoy por refutar fantásticas teorías racistas. Más atención en cambio merecerían ahora los aspectos médicos y demográficos. Bienestar y calidad de vida informan la normativa ética del Estado en grado próximo al de la Medicina. Por su parte, cabe anticipar por el incremento demográfico el motivo de futuros conflictos armados. Restringido a una aproximación canónica del pueblo, lo que trata Heller es de explicar su conformación política; el recurso indispensable apela a la categoría de nación, de nación política. Se agradece la distancia –más en un conciudadano de Fichte, más dadas las fechas– respecto de la tentación culturalista: «para constituir la nación no basta en modo alguno el sentimiento de comunidad meramente étnica» (pág. 177). Mayor relevancia supone remarcar la primacía del Estado respecto del pueblo, o de su traducción política. De hecho la lenta consolidación del concepto nación, en tanto conformador de identidad –menos exultante que su versión «cultural»– acaso se deba, como señala Andrés de Blas, al «carácter en buena parte superfluo de la misma idea de nación en los Estados europeos más viejos, cuya cohesión se encuentra garantizada por otros expedientes ideológicos»{15}. La argumentación helleriana va dirigida contra partidarios de voluntades generales o espíritus del pueblo: resulta «inadmisible» –dirá– hablar de unanimidades nacionales. No sobraría una mención al rol de la Revolución francesa en cuanto propiciatoria de un concepto que adhiere ciudadanos, antes que particularismos. Es justamente la ficción de ensalzar al pueblo como expresión unitaria del Estado lo que conduce en su opinión a la denuncia –errada– común a marxistas, anarquistas y liberales; todos, según óptica economicista, coinciden con razón al constatar la brecha entre pueblo (nación, cultura o sociedad civil) y Estado, observando los primeros en su acción un mero instrumento económico. Si para estos la autonomía estatal queda suspensa debido a su coloración clasista, para los liberales su legalidad ha de limitarse a la de garante jurídico, equivaliendo a derecho. Por esto ambas son incapaces de convalidar el principio unidad que asume el Estado. Cuestionado el alcance de la crítica clasista en Marx e incluso Engels{16}, la indagación de Heller tiende hacia el estudio de la delimitación entre derecho y Estado, introduciendo paulatinamente el debate entre legitimidad y legalidad. La nuclearidad del asunto –interpretamos– se manifiesta al entender el derecho como eje transversal que ensambla los elementos constitutivos del Estado, otorgándoles coherencia, sentido y permanencia. En su primera aproximación a las relaciones entre derecho y Estado, el autor, tras advertir la división que distingue normas intencionales «subjetivas» de normas sociales «intersubjetivas», sitúa en el punto de partida al derecho positivo, reclamando su doble dimensión normativo-estatal. Su reto consiste en conciliar el dualismo instaurado en la escuela kelseniana, recordando, en primer lugar, el vínculo sociológico que conecta normalidad a normatividad{17}, y, posteriormente, la mutua imbricación histórica entre norma y autoridad; su pretensión es rearticular la estricta disociación entre ser y deber ser, postulando su coordinación. La pregunta a resolver será la siguiente, ¿quién positiviza la norma? Heller responde recurriendo al poder estatal, ahora bien, siempre que éste sea legitimo.

«Decir que la voluntad del Estado es la que crea y asegura el derecho positivo es exacto si además se entiende que esa voluntad extrae su propio justificación, como poder, de principios políticos suprapositivos. En este sentido, el derecho es la forma de manifestación éticamente necesaria del Estado» (pág. 210).

En principio, se desplaza así el foco del campo normativo, proyectándose sobre una esfera metajurídica, pero asimismo metapolítica, si es que de lo que se trata en el fondo es de dar con la formula de la justicia. Tal salida, o huida hacia adelante (o hacia arriba), parece expulsar la reflexión sobre lo justo de ámbitos jurídicos-políticos, dando su resolución sin embargo por sentada. De este modo, el problema del derecho injusto seguirá siéndolo para un Kelsen tanto como para un Schmitt: la legalidad no presupone legitimidad, aún cuando técnicamente el derecho –en cuanto forma que garantiza seguridad jurídica a través de la certidumbre de sentido y la certeza de ejecución– limite arbitrariedades. La cuestión no quedará del todo así. Volveremos sobre el debate de la legitimidad posteriormente. De momento retengamos la solución que propone para resolver la discusión positivista: si por un lado resulta ineludible objetivar la norma mediante un acto de decisión, por otro, la decisión, al comportar contenido –diríase: en tanto material–, no puede concebirse sino normativamente. De otro modo: normativismo y decisionismo puros coincidirían por su desprendimiento formalista, aislándose respecto de la facticidad jurídica. Su mutua presuposición en cambio se anuda gracias al dictamen expresado por Heller: «al carácter formador de poder del derecho corresponde el carácter creador de derecho del poder» (pág. 212).

Con esto nos situamos por fin frente al nudo del libro, en el que se plantea la esencia del Estado, en tanto función y justificación, y su estructura, montada sobre la soberanía y la constitución. Desbrozando las características de la función estatal se nos muestra con particular nitidez el supuesto de la autonomía del Estado. Su definición zanjará las disputas sobre la incursión del poder económico en política; de hecho se constata que es precisamente el Estado quien regula extraeconómicamente la economía nacional: toda economía es economía política, o mejor, política económica. Tal conclusión no implica reducir al dominio político las leyes inherentes de la ciencias económicas –aunque desde su nacimiento se entramen: léase La Riqueza de las Naciones–; simplemente se recuerda la involucración estatal que pide la aplicación de una regla, por muy liberal que esta sea. El dilema se produce con el desajuste entre el círculo estatal –limitado territorialmente– y el económico, cuyas mecanismos, compartidos entre varias naciones, se emancipan de su base, según interrelación internacional, ¿apolítica? En cuanto áreas prácticas de conocimiento no veríamos impedimento en calibrar la distancia entre política y economía fijando la atención en los niveles epistémicos logrados: los tratamientos cuantificados según un mismo criterio axiológico habrían hecho de la economía una ciencia sistematizada de mayor predicamento que la politología, por lo tanto universal y más extensible; no convendría aún así olvidar el sedimento ahistórico de una ciencia económica estrictamente capitalista que, sin perjuicio de su precisión interna, se complementa a la perfección con toda ideología de fin de la historia.{18} El alcance del desajuste, ayer corregido ya por imperialismos ya por proteccionismos, es lo que hoy se mide por el grado de globalización. Comoquiera que los desafíos presentados no son nuevos, o cuando menos no insólitos, la definición funcional del Estado enunciada por Heller, determinada por la exigencia de una ordenación unitaria, continúa vigente:

«La función del Estado consiste, pues, en la organización y activación autónomas de la cooperación social-territorial, fundada en la necesidad histórica de un status vivendi común que armonice todas las oposiciones de intereses dentro de una zona geográfica, la cual, en tanto no exista un Estado mundial, aparece delimitada por otros grupos territoriales de dominación de naturaleza semejante» (pág. 221).

El párrafo, de corte consensual –incluso armónico–, no neutraliza el componente conflictual de la política, señalando sin embargo su semilla en la evitación de los mismos. Su postura se levanta al deslindar, aun mínimamente, el Estado de la política, observando a esta última como disciplina social macroscópica. No volveremos a reexponer el tema; tan sólo insistir en que el diferenciar poder estatal de poder político no elimina la referencia sobre la que se establece el distingo: el mismo Estado. En realidad la argumentación de Heller se dirige aquí contra el pensamiento de Schmitt, tachado de irracional: «la parte más importante –dirá– de toda política la integran los esfuerzos para evitar el conflicto existencial entre amigo enemigo» (pág. 225). Salvando las ínfulas impulsivas que acaso pudieron informar al autor de El concepto de lo político, nos resulta algo arbitrario conferirle irracionalidad a sus argumentos. Expliquémonos. Según la perspectiva materialista el concepto de eutaxia posee la virtud de incorporar la doble dimensión normativo estatal que vimos al hablar del derecho positivo en Heller; pero la clave de su significado reside en no obviar el aspecto externo –cortical– del Estado, desvinculándolo alegremente del interno. Por más que se sofoque la conflictividad interna según el anhelo de buen orden, la relación entre naciones –inter-nacional: la referencia al otro a través del que nos delimitamos y definimos, socialmente– confiere, según su visible diacronía comparativa o disparidad de desarrollos, de una tensión a lo político imposible de sustraer. No se trata pues tan sólo de equilibrar presiones internas, sino también externas –concretamente territoriales pero no sólo, asimismo se suponen incongruencias valorativas o teleológicas, condicionadas y en gran parte inscritas por la historia– que desestabilizan recurrentemente el conjunto de los Estados enclasados en el globo. El conflicto recupera el centro, todo ello, bien entendido, «en tanto no exista un Estado mundial», cortado según un mismo patrón, pautado a un sólo ritmo, sin necesidad de ejército ni de gestores de economía pública –consolidada la sociedad civil–, tan sólo juridizado, y quizá más ansiado hoy que nunca por la dinámica económica expuesta. ¿A qué pensamiento único adscribir la tarea? El corolario de la tesis materialista infiere que si alguna vez llegase éste a existir desaparecerá la política, tal y como la entendemos. La alternativa del Estado cosmopolita vendría a reiterar en un grado más complejo (nada sale de la nada) el esquema panárquico de las uniarquías preestatales de control único, cuando no ya el anárquico de las sociedades prepolíticas de control difuso, si es que se optase por diluir el poder político distribuyéndolo –descentralizándolo– a escala cada vez más reducida, incluso atómica, confiando en la organización y estabilidad intrínseca de una tal sociedad mundial. No son opciones descabelladas, aunque sí de momento de política ficción. De hecho la primera parece que es la que se persigue al intentar dar con un enunciado universalmente válido de justificación del Estado, si bien hasta ahora tan sólo asumido por algunos cuantos, realmente existentes.{19} Retomando a Heller será ahora cuando éste, a raíz de la justificación y bajo la exigencia de sus premisas, vuelque su teoría en la búsqueda de los fundamentos de la legitimación y, en última instancia, de la justicia, tendiendo su aproximación ya hacia una explicación jurídica. Afirma explícitamente:

«Si no se hace la separación entre lo jurídico y lo antijurídico, no es posible una justificación del Estado. Para llevar a cabo esta separación se precisa, como base, de un criterio jurídico que hay que admitir que está por encima del Estado y del derecho positivo» (pág. 236).

La complejidad de su postura aparece al pretenderse ubicar la teoría de la justicia fuera del marco positivo, como si juridicidad y derecho no abarcasen el mismo dominio; el tratamiento en cualquier caso es marcadamente jurídico. En realidad se regresa a la problemática de siempre: a falta de un criterio objetivo que precise el significado de la justicia, ha de acudirse a principios generales del derecho de carácter ético para que nos orienten. Estos principios, al ser supraordinales, carecen del principio de seguridad jurídica que contienen los preceptos de ordenamiento positivo. Pues bien, según Heller, la justificación del Estado se sustentará precisamente de dotar de tal seguridad a los principios morales del derecho. El que se suponga que la validez misma del derecho positivo dependa de estos principios, da cuenta del papel del Estado. Pero la competencia de encontrarlos o discutirlos no le corresponderá a él, sino a la Filosofía del Derecho, empeñada por determinar su universalidad, ilustración mediante. Inmediatamente se nos presentan dos asuntos encadenados: primero, si finalmente no damos con los principios de la justicia todo el entramado tiembla, con lo que volvemos al punto de partida. Por tanto –segundo–: a falta de instancias ¿quién garantiza la juridicidad (que a estas alturas podemos ya denominar eticidad)? Por fin Heller nos dice: «quien únicamente puede asegurar siempre la justicia es la conciencia jurídica individual» (pág. 244). Conclusión materialista: el Estado queda absolutamente subjetivizado. Por otro lado la supuesta autonomía del Estado quedaría en entredicho, pues la búsqueda de fundamento ético se lleva a cabo antes para cimentar la base del derecho –legitimando legalidad– que la del Estado; sin perjuicio del rol que le corresponda en el asunto, el porqué de su existencia resulta al cabo un tanto auxiliar. Ensayemos un contraste materialista. Se puede conceder en que el Estado se justifica en tanto organización que garantiza el derecho; ahora bien, bajo la condición de que el derecho en cuanto ordenamiento tipificado coadyuve –como se interpreta hace siempre– a la permanencia del Estado, en virtud de su principio de conservación. La crítica a esta posición «realista» la encontraríamos envuelta en la pregunta fundamental de la teoría política: «¿por qué alguien debería obedecer a alguien?»{20} Pues bien, sin negar la exigencia de buscar y ensayar eventuales soluciones, la perspectiva materialista, pronosticando la recurrencia de la situación no científica de la política –al igual que la de toda ciencia humana–, otorgaría perennidad a la cuestión, no encontrando otra orientación que informe la práctica estatal sobre el terreno objetivo (de la historia) que la perduración en el tiempo. El conflicto es constitutivo. Insistimos: el día en que se halle respuesta definitiva, al resolverse el asunto, desaparecerá la política. Nos ahorramos recordar en que ha dado el ejercicio de las respuestas propuestas. No encontramos por lo demás contradicción entre ello y la defensa del Estado de derecho como configuración de poder hasta hoy más perfeccionada, habida cuenta de que el objetivo de mantenimiento en el tiempo quedaría en él –antes de apelar a la ultima ratio– doblemente garantizado: primero, por la «rotación recurrente» de disposiciones racionales y coherentes en un ordenamiento escrito positivo –en una suerte de interpretación de la técnica jurídica como técnica de poder estatal– y, segundo, por el establecimiento del marco más plural posible para entrecruzar distintos proyectos reduciendo al mínimo los riesgos de desestructuración estatal.

Tragada la almendra, faltaría reexponer la aproximación helleriana al concepto de soberanía, además de tocar complementariamente los planteamientos que guían su teoría de la constitución. Sabemos que el carácter inconcluso de la obra impidió al alemán penetrar a fondo la temática del poder; en su acercamiento al fenómeno, distinguiendo en el poder estatal unidad de acción y unidad de decisión, se constata además el cierto solapamiento argumental con los puntos tratados en el epígrafe acerca de las condiciones culturales de la realidad social. En efecto, denomina «género próximo» a la organización social de la que entonces se hablaba; los presupuestos programáticos que la hacen efectiva le obligan ahora a especificar en la dominación territorial su clave, sustentada en la acción y decisión unitarias. De nuevo se retomará como preocupación previa la cuestión de la legitimidad del poder. La referencia a Weber es ya ineludible: tres tipos ideales –tradicional, carismático y legal racional– andan detrás de la obediencia, correspondiéndole al último el título de moderno. Las propiedades legal-racionales enfocarán otra vez el tratamiento hacia lo jurídico-formal; los propios contenidos situarán en todo caso a Heller ante la necesidad de precisar qué es soberanía, a la que definirá como:

«capacidad tanto jurídica como real de decidir de manera definitiva y eficaz en todo conflicto que altérela unidad de la cooperación social-territorial, en caso necesario incluso contra el derecho positivo y, además, de imponer la decisión a todos, no sólo los miembros del Estado sino, en principio, a todos los habitantes del territorio.» (pág. 262.)

En relación a la unidad de acción de poder destaca el amplio enfoque que le merece su manifestación, acentuando en la cooperación entre gobernantes y gobernados la magnitud del hecho, pues tanto oposición, como grupos de apoyo y núcleo de poder participan de algún modo en su realización. Si bien el núcleo detentador del poder impulsa la acción estatal, éste no podrá nunca erigirse en pars pro toto, ya que se ha de «considerar a la unidad objetiva de acción del poder del Estado como la resultante de todas las fuerzas que actúan dentro y fuera, incluyendo las de los oponentes» (pág. 259). Ciertamente, salvo en caso de totalitarismo de estirpe hegeliana –recuérdese la llamada «clase universal» como pars totalis–, parece inaceptable postular desde el gobierno homogeneidad social total: la propia estructura agonal del Estado lo impide. Otra cosa será que la parte gobernante haya de dirigirse al todo social, procurando orientarse hacia el bien común. La unidad de decisión del Estado presenta asimismo sus misterios, habiéndose de distinguir en este caso cuidadosamente entre poder del Estado, poder en el Estado y poder sobre el Estado. Considerémoslos. Pasado el absolutismo se concede que la soberanía resida en la nación, la cual –bajo democracias representativas– delega el poder a sujetos habilitados según forma prevista en el ordenamiento jurídico; de este modo en el cenit organizacional solemos toparnos con el jefe del Estado. Sentado esto, ha de diferenciarse tal poder subjetivo (ejecutivo) de la organización, del poder inherente al Estado en tanto estructura objetiva. Además, y por último, ha de considerase el soporte de la soberanía, o poder sobre el Estado, como poder que se manifiesta –digámoslo en términos jurídicos– en forma de poder constituyente del que surge una constitución, poder que decide sobre el ser y la forma de la organización estatal. El asunto se emboscaría aquí sin una teoría de la constitución de alcance suprajurídico –suprajurídico y más bien histórico, salvo que se prefiera caer en la metafísica situación de causa sui de darse «a sí mismo un pueblo la constitución»; es lo que creemos Heller ensaya en la última parte de su libro, evitando una interpretación meramente formal de la misma. Su concepto de constitución salvaguarda el proceso socio-histórico de los Estados, cubriendo cuatro modulaciones: las dos primeras enganchan con una visión constitucional extrajurídica, tratándose por un lado de la perspectiva realista enunciada por Lasalle, según la cual las constituciones en todo país apelan a las relaciones reales de poder; este enfoque, eminentemente praxeológico, equivale, adicionando cierta perduración temporal, a la constitución histórica de los Estados. No obstante, más atento siempre al cariz sociológico, prefiere Heller detallar los entresijos del concepto en su segunda acepción –social–, derivados de los problemas de interacción entre la normalidad empírica y la normatividad jurídica; estaríamos en la antesala del tratamiento formal. El dilema se plantea en este estadio al tener que encontrar la medida de los cambios intrínsecos a la realidad social frente a las costumbres que perduran, además de discernir el alcance que ya directamente posee la normatividad impuesta desde un órgano vertebrador: «toda creación de normas es -nos dirá- un intento de producir, mediante una normatividad creada conscientemente, una normalidad de la conducta concorde con ella» (pág. 277). La carga polémica se la reserva no obstante para las dos últimas acepciones de la constitución, plenamente jurídicas, correspondientes bien al ordenamiento entero, bien ya al simple texto constitucional escrito que todos conocemos. Antes sin embargo, en un alarde de honestidad, se cuela la duda que desestabiliza cualquier anhelo de normatividad inmutable, revolviendo los fundamentos de su propia obra: Quis custodet custodem? ¿La conciencia jurídica? Concluyamos: es conocida la utilidad de la constitución –ya jurídica– como garante del ordenamiento jurídico y cabría decir social o civil. Ello no da pie a justificar un «cierre postulatorio» kelseniano de pretensiones suprahistóricas inspirado en la requisitoria de los sistemas axiomáticos teorizada por David Hilbert –el sistema jurídico como ordenamiento consistente, saturado y completo–. Creemos por ello que en esto Heller, bastante escorado con todo en dirección jurídica, acaba –con su insistente crítica a la dogmática jurídica de Kelsen– retomando un punto de vista metajurídico pero no ya ético, sino histórico-político que, en tanto se orienta por la «perduración de la estructura del poder» (pág. 289), reactualiza su vigencia materialista. Es precisamente la función de continuidad histórica que se le presupone al ordenamiento y, en su caso, a la constitución escrita, reflejada por ejemplo en restrictivos mecanismos de reforma, el hilo que conectaría las dos posiciones que hemos ido cotejando. Así al menos se reconoce finalmente que ante el dogma fiat iusticia, pereat mundus, un teórico estatal tan sólo podría admitir a lo sumo un fiat iusticia, ne pereat mundus.

Notas

{1} Utilizamos para su comentario la decimosegunda reimpresión editada por el Fondo de Cultura Económico, México, en 1987, traducción de Luis Tobio.

{2} Véase sobre el asunto el artículo de María Josefa Rubio Lara, «El Estado y la Ciencia Política. Las concepciones sobre el Estado», en A. De Blas Guerrero, Teoría del Estado, UNED, Madrid 2003, págs. 15-45.

{3} Ramón García Cotarelo, «Introducción metodológica», en Ramón G. Cotarelo (comp.), Introducción a la teoría del Estado, Editorial Teide, Barcelona 1986 (1981), pág. 13.

{4} Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas», Cultural Rioja (Biblioteca Riojana 1), Logroño 1991, pág. 180.

{5} Estudiadas entre otros por M. Sahlins en La sociedad tribal o L. Krader en La formación del Estado.

{6} Reexponemos la propuesta de Gustavo Bueno de «vuelta del revés» de Marx, elaborada, entre otros lugares, en La vuelta a la caverna, Ediciones B, Barcelona 2004, págs. 98-106.

{7} Según la cual el Estado aparece a causa del incremento de la propiedad privada hasta un punto en que la presión de los desposeídos obliga a los propietarios a crearlo como instrumento coactivo destinado a defender la propiedad.

{8} Para más detalle véase Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas», Cultural Rioja (Biblioteca Riojana 1), Logroño 1991 pág. 238 y sigs. La hipótesis recoge parte de los resultados de Elman R. Service, planteados en su obra Origins of State and Civilization. The Process of Cultural Evolution, publicados en 1975. [Hay traducción española: Los orígenes del Estado y de la civilización, Alianza, Madrid, 1984.] Gustavo Bueno introduciría un matiz sobre el concepto de sociedad de jefatura desdoblándolo en dos acepciones: sociedad de jefatura natural y sociedad de jefatura política, limitando por lo demás el significado de las sociedades primarias igualitarias –sobre ello véanse las págs. 150 y sigs., del Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas»–.

{9} W. Dilthey, El mundo histórico, FCE, México 1944, pág. 190.

{10} Tomado de Julián Velarde Lombraña, voz: «Método / Metodología», en Jacobo Muñoz y Julián Velarde, Compendio de Epistemología, Trotta, Madrid 2000, pág. 407.

{11} Por eso el aserto de Heller marcará, por obligada imbricación con las consideraciones estatales, su aproximación legitimista al Estado.

{12} Véase: Gustavo Bueno, «Principios de una teoría filosófico política materialista», en el Anuario hispano cubano de filosofía, Diskette transatlántico (PFE), 1996.

{13} El individualismo del que hablamos antes se solaparía con esta idea; aquí: «la sociedad viene a ser algo a sí como el sedimento que se produce por 'si mismo' al realizarse todos los contratos particulares» (pág. 127).

{14} Nótese su no impertinente aplicación al Imperio Romano, por ejemplo.

{15} Andrés de Blas Guerrero, «Elementos constitutivos del Estado», en Ramón G. Cotarelo (comp.), Introducción a la teoría del Estado, Editorial Teide, Barcelona 1986 (1981), pág. 89.

{16} Al que cita en la página 189, cuando afirma que: «por excepción sobrevienen períodos en que las clases en lucha se hallan tan cercanas al equilibrio que el poder del Estado, como aparente mediador, adquiere momentáneamente cierta autonomía respecto a una y otra».

{17} En el sentido que Hartmann enunció al definir la política como arte de «transformar tendencias sociales en formas jurídicas» (citado por el mismo Heller en la obra que estamos comentando, pág. 223).

{18} Según el materialismo la categoridad económica –el fundamento de su cientificidad– no hay que cifrarla tanto en la escasez de recursos, cuanto en la idea de rotación recurrente de bienes y servicios heterogéneos: no es la escasez lo que activa el sistema de operaciones, sino la compatibilidad de circulación de los recursos, a veces superabundantes.

{19} Para más detalles sobre el ideal cosmopolita postestatal, en tanto exigencia de una política interior universal, léase a Jürgen Habermas, Nuestro breve siglo, Revista Nexos nº 248, 1998, en www.nexos.com.mx Citamos una pequeña muestra: «La cuestión principal es la siguiente: si en la sociedades civiles y en los espacios públicos de gobiernos más extensos puede surgir la conciencia de una 'solidaridad cosmopolita', o dicho de otra manera 'de una solidaridad civil universal' (Weltbürgerliche Solidarität)»

{20} Cuestión primera a formularse siguiendo a Isaiah Berlin en «¿Existe aún la teoría política?», véase la Antología de Ensayos, editada por J, Abellán, Espasa, Colección Austral , Madrid 1995, pág. 113.

 

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