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El Catoblepas, número 26, abril 2004
  El Catoblepasnúmero 26 • abril 2004 • página 23
Libros

Una comunera algo anacrónica

Sigfrido Samet Letichevsky

Sobre el relato histórico novelado de Toti Martínez de Lezea, La comunera. María Pacheco, una mujer rebelde, Editorial Maeva, 7ª edición, enero de 2004

Se trata de una tragedia histórica bien novelada, pero que trata de explicar la segunda fase del alzamiento comunero y su fracaso sin reconocer que fue precisamente su ideologización la que alteró su percepción de la realidad y lo condenó al fracaso.

Novela e Historia

Toti Martínez de Lezea (Vitoria-Gastéiz, 1949) ha reescrito, puede decirse, el famoso libro de Joseph Pérez (profesor en la Universidad de Burdeos), Los comuneros, en forma de novela, pero centrado en María Pacheco, la mujer de Juan de Padilla. Puede así contar la historia hasta el fin, ya que fue la última jefe comunera (murió en la miseria a los 35 años en su exilio portugués, 9 años después de la derrota definitiva de la Comunidad).

Novelar la historia restringe la libertad del escritor al obligarlo a ajustarse al cauce de los hechos preestablecidos. Pero, por otra parte, puede enriquecer el relato, darle vida, al introducir notas de la realidad propias de una época y lugar concreto. Eso sucede, por ejemplo, con las referencias a comidas. En pág. 71 dice de «unas soperas de barro repletas de potaje de morteruelo elaborado con pierna de cordero, queso, huevos, leche y caldo de ave, aromatizado con canela, cilantro y perejil». O, en pág. 158: «almodrote de berenjenas salpicado con menta y perejil picado». Y, para terminar con las referencias gastronómicas, en pág. 38 relata que María se sentía indispuesta y «lo achacó a la ingesta de carne de caza algo pasada y al abuso de especias». Ambas cosas están relacionadas. Al no existir la refrigeración, era frecuente que la carne estuviera «pasada», y se disimulaba con especias. De ahí la gran importancia de éstas: su búsqueda dio lugar a muchísimas expediciones marítimas, e incluso al descubrimiento de América.

María Pacheco era hija de don Iñigo López de Mendoza y Quiñones, conde de Tendilla y futuro marqués de Mondéjar; emparentada con los Grandes Mendoza y Pacheco de Villena: la más rancia nobleza española. Un antepasado Pacheco era, al parecer, judío convertido (pág. 59). María se casó, por imposición paterna, con un simple hidalgo (a quien al principio despreciaba), que llegó a ser el máximo dirigente comunero, y a su vez era pariente de Juan Bravo, también jefe comunero. Juan Bravo (pág. 80) se había casado dos veces, y ambas con hijas de judíos conversos. La expulsión de los judíos de España tuvo lugar en 1492. La Santa Junta de las Comunidades se constituyó en Ávila en 1520, o sea, no muchos años después. El alzamiento de las Comunidades de Castilla fue un grave problema para los señores castellanos y para Carlos V, quien lo reprimió ferozmente. Desde un punto de vista actual, parece curioso que no se lo haya relacionado con la intervención de judíos y utilizado para fomentar el antisemitismo. Pero en ese entonces el antijudaísmo no se refería a características «raciales», algo inherente al ser de los judíos, y por tanto inevitable, sino a su religión, de modo que al abandonarla y adoptar la religión «verdadera», se terminaba la cuestión.

Es sabido que Nerón miraba a través de una esmeralda, y que Espinosa tallaba lentes (Borges dice en su poema «Spinoza»: «Las translúcidas manos del judío/ Labran en la penumbra los cristales»). Quevedo usaba las gafas que se conocen con su nombre. ¿Las había en el siglo XVI, en la época de los comuneros? Otros defectos físicos sí se corregían por medios artificiales. El conde de Tendilla dice (pág. 33): «...esta dentadura que me ha hecho un morisco...»

María Pacheco era muy culta. Doña Sancha de Guzmán (pág. 53) «mantenía un salón dirigido exclusivamente a mujeres instruidas y no tardó en invitarla a aquellos encuentros en los que las últimas tendencias literarias y musicales, la historia y los asuntos de la política eran temas comunes de conversación. María descubrió así que en Toledo vivían mujeres que, como ella, poseían una gran formación, eran grandes lectoras, versadas en las teorías humanísticas y tenían ideas propias».

Los famosos salones parisinos, tenían por anfitrionas a mujeres cultas, pero en ellos brillaban sobre todo hombres: filósofos, escritores o políticos. En Toledo –dos siglos antes–, era un asunto enteramente femenino. En una época en la que casi el 90% de la población era analfabeta, sorprende la presencia de mujeres tan cultas. Y también que discutieran las últimas tendencias literarias pocos años después de la invención de la imprenta.

El libro como paradigma

Un impresor de Toledo (pág. 101) recibe de un librero el pedido de imprimir cinco ejemplares. «Imprimir cinco o seis volúmenes, cuando lo normal era un centenar, era una verdadera ruina, pero maese Andrés no era un cliente, era un amigo.»

La imprenta de tipos movibles abarataba la impresión, porque siempre se usaban los mismos (no había que grabar cada texto, como sucedía cuando se imprimía con planchas de madera). Pero de cualquier manera, la composición tipográfica requería tiempo de mano de obra. Para cien ejemplares, los costos resultaban económicos (para aquella época, y comparando con las copias manuscritas).

La costosa encuadernación en cuero, no era muy significativa para los costos de los libros manuscritos (pues tenían tal valor que una Biblia llegó a permutarse por un feudo). Pero al abaratarse los libros impresos, tuvo sentido abaratar la encuadernación. En pág. 99 dice: «El verdadero estudioso buscaba el contenido de los libros, y las cubiertas de cartón o papel, en lugar de cuero, abarataban de manera extraordinaria el precio de los ejemplares.» Cada abaratamiento conduce a otros abaratamientos. Actualmente no es económico imprimir cien ni mil ejemplares. Muchos libros se imprimen por decenas de miles y algunos por cientos de miles (con lo que el costo por unidad baja tanto que permite vender libros y enciclopedias muy baratos y hasta regalar algunos). Esto es posible porque se fue produciendo un movimiento alternativo-iterativo entre las mejoras técnicas que abaratan la impresión, el aumento de la población y el aumento de nivel cultural y económico que ensanchó el mercado de lectores. Este proceso se dio simultáneamente en todos los productos y servicios: la reducción de costos de los alimentos, ropa, vivienda y sanidad, implicó el crecimiento de las poblaciones y su nivel de vida.

Alzamiento e ideología

El desencadenante del alzamiento comunero fue (pág. 77) que «Con motivo de su juramento como nuevo rey, don Carlos solicitaba un servicio de seiscientos mil ducados pagaderos en tres años». También influyeron la política despilfarradora de Carlos V, la corrupción en su entorno, su desconocimiento del castellano y el rodearse de extranjeros (para cargos a los que aspiraba la nobleza española). Además, la reina de España era Doña Juana, la loca, pero estaba recluida en Tordesillas. Los jefes comuneros se entrevistaron con ella (en Octubre de 1520) y le ofrecieron restituirla al trono, esperando su apoyo. Doña Juana los recibió amablemente, pero no firmó nada. Por eso dice (pág. 156): «Nadie en su sano juicio hubiera rechazado una oportunidad semejante, y, sin su apoyo, el movimiento tenía ante sí un futuro difícil.»

En 1520 los comuneros, con millares de soldados movilizados, tenían poder como para liberar a Doña Juana e incluso restituirla al trono. Pero ¿qué esperaban recibir de ella? Su único valor era simbólico (que no es decir poco). Pero eso muestra que los comuneros buscaban un rey bueno; no se consideraban dignos ni capaces de gobernarse por sí mismos. Esa impotencia se translucía también (pág. 171) en que: «Habían transcurrido casi seis meses desde la conquista de la Torre de Lobatón y Juan de Padilla no había hecho ningún movimiento desde entonces.(...) No daba la impresión de que hubiera una guerra y el capitán general tampoco ofrecía explicaciones.» Finalmente, en lugar de atacar Medina de Rioseco, Padilla dio orden de abandonar la fortaleza y emprender la marcha hacia Toro. Cerca de Villalar los alcanzó la caballería del conde de Haro, que los aniquiló mientras huían sin intentar ofrecer resistencia, no obstante ser numéricamente muy superiores. Muchos de los que participaron en su desencadenamiento, abandonaron después el movimiento y lo traicionaron. Así, el doctor Zumel (pág. 232) «había secundado las comunidades en un principio, pero su acción estaba justificada. Los flamencos se hicieron con los cargos más importantes de la gobernación, traficaban con dinero y mercancías y ponían en peligro la estabilidad económica de los comerciantes burgaleses. Aceptó la situación mientras el movimiento estuvo controlado por los hidalgos, pero las pretensiones de los pequeños burgueses, artesanos, campesinos, mercaderes, mujeres, frailes monjas y demás, le hicieron cambiar de opinión».

Queda claro que el movimiento de las Comunidades tuvo dos etapas. La primera, dirigida por hidalgos en defensa de sus intereses, que coincidían en parte (v.gr. en la reivindicación de puestos influyentes ante el monarca) con los de la alta nobleza, y también en parte (en el rechazo del aumento de la presión impositiva) con la gente común. ¿Cómo se llegó a la segunda etapa; es decir, cómo fue que los hidalgos perdieron el control?

Las circunstancias que vivieron Padilla, Bravo y María Pacheco, son de un dramatismo conmovedor, y Martínez de Lezea las relata bien. (Tal vez el habla atribuida a esos personajes del siglo XV no sea muy fidedigna; a veces parece modernizada). Si una novela hace una buena descripción de vidas inmersas en circunstancias trágicas, acredita suficientemente su calidad. Pero la autora se siente en la necesidad de explicar el fracaso de los comuneros. En pág. 215 se lee: «–¿Nos equivocamos?– preguntó de nuevo el doctor Martínez en clara referencia a las comunidades.» «–No en la idea, aunque tal vez sí en el momento y los medios.»

Las «ideas» nunca son equivocadas. Se equivocan las personas cuando se proponen realizar cosas en un momento inadecuado y sin los medios necesarios. Pero veamos cuáles son las «ideas» que la autora atribuye a los comuneros de Castilla.

El libro concluye con palabras supuestamente escritas por María Pacheco, aunque la autora no aclara si son auténticas o imaginadas por ella, Su lectura induce a creer que son imaginadas y que posiblemente correspondan a las creencias de la novelista. Dice María Pacheco (pág. 313): «¿Acaso no leí las obras de Platón y de Aristóteles, de Pico de la Mirándola, del maestro Erasmo o de Tomás Moro, humanistas, hombres de sentido y sentimientos?»

Carlos V también admiraba a Erasmo y se basó en él para construir su imperio. Y Platón fue quien escribió (en Las Leyes): «De todos los principios el más importante es que nadie, ya sea hombre o mujer, ha de carecer de un jefe. Tampoco debe acostumbrarse el espíritu de nadie a permitirse obrar siguiendo su propia iniciativa, ya sea en el trabajo o en el placer. Lejos de ello, así en la guerra como en la paz, todo ciudadano habrá de fijar la vista en su jefe, siguiéndolo fielmente y aún en los asuntos más triviales deberá mantenerse bajo su mando.» Supongo que don Carlos suscribiría encantado estas palabras. Pero sigamos con las de María Pacheco:

«Fueron nobles e hidalgos, si, los jefes del movimiento, pero sólo en su principio. Interesados en causas menos dignas, intentaron mantener sus privilegios deseando ocupar los puestos de los flamencos, pero los dos mil de Segovia, los cuatro mil de Tordesillas, los seis mil de Villalar, no eran nobles ni hidalgos, sino hijos del pueblo.(...) Pocos nobles e hidalgos se mantuvieron firmes hasta el final y muchos de los exceptuados en el perdón del hijo de la reina ya habían mudado de casaca cuando el triunfo se convirtió en derrota, cuando más falta hacían.(...).»
«Mi delito fue amar a un hombre y (...) al igual que él, la libertad (...) y compartir con él la idea de un mundo posible, mejor para todos.»

Estas últimas palabras suenan tan modernas como para compararlas con una consigna de los ex-«antiglobalizadores»: «otro mundo es posible.»

Las expresiones de María Pacheco (además de clasificar las causas según su «dignidad») remiten nuevamente a las dos etapas. Los nobles y los hidalgos presionaban al emperador en defensa de sus privilegios. Padilla, a pesar de su valentía e integridad personales, carecía de empuje y de carisma (o tal vez más exactamente, de una comprensión realista de la situación). Su falta de empuje se debió probablemente a la falta de confianza en si mismos de los comuneros, y a que (pág. 170): «También observó las muertes, robos y violaciones a las que se entregaban muchos (sic) de los comuneros tras penetrar en la plaza, y sentía una gran tristeza en el alma.»

Una conducta poco digna del «pueblo». Pero ¿qué sucedía con los que no incurrían en estas salvajadas, y especialmente con los jefes? Probablemente trascendieron el interés material que los llevó a la lucha (contra el aumento de los impuestos) y se fueron volviendo «idealistas», o, mejor dicho, fueron elaborando una ideología (de la cual forma parte la creencia realista, en sentido medieval, de la existencia real de los universales como pueblo). En pág. 318 dice doña María:

«Ambicioné la igualdad entre las personas, la equidad, el gobierno del pueblo, la libre elección de gobernantes y el reparto de las riquezas.»

Nuevamente, parecen expresiones demasiado modernas. «Reparto de las riquezas» es de origen milenarista, pero «gobierno del pueblo» parece evocar a Lincoln.

Postular que tiene que haber igualdad, y no solo política, sino también económica («reparto de las riquezas») es ya una ideología y no hay el menor motivo para creer que tal cosa sea realizable, sobre todo en el siglo XV.

Algunos solo ven opresión en las relaciones de producción, basándose en la dureza del trabajo y el bajo nivel de vida de los campesinos y obreros. Pero esa percepción no es realista: no la admitían por estúpidos o sometidos, sino porque era imprescindible para la vida. Los grandes imperios, como el egipcio, se basaban en los cereales. El excedente de cada cosecha se almacenaba en silos, lo que requería una dirección centralizada –el Faraón– y que impulsó la invención del lenguaje escrito. Cuando fracasaba una cosecha, este almacenaje centralizado salvaba a los campesinos del hambre.

El feudalismo fue una época muy insegura para los campesinos. El señor feudal era como un gran padre. En caso de invasiones, los campesinos se refugiaban tras las murallas de los castillos. En pago por esta protección daban al señor parte de sus cosechas o trabajo personal. «Repartir las riquezas» podría ser una política «justa» según una justicia abstracta y a priori, pero su consecuencia habría sido una igualdad en la que todos morirían de hambre por igual. [Ver Sigfrido Samet, «Ideología y cambio real», El Catoblepas, nº 13.]

Desde el siglo XV a la actualidad, la población mundial se multiplicó por setenta. Esto se debe a que la mejor alimentación y sanidad eliminaron las pestes y a que el aumento de productividad permite mantener a esa enorme cantidad de personas (aunque aún quedan lugares en los que estos asuntos no están resueltos). Hace tres siglos Europa era tan pobre como lo son hoy las regiones más pobres del mundo. Si el nivel de vida creció enormemente, se debe a que el proceso que llevó al drástico abaratamiento de los libros –al que nos referimos antes– tuvo lugar también con casi todos los demás productos y servicios, y no debido al efecto de ninguna ideología, ni acciones políticas o gubernamentales.

Generalmente las ideologías distraen a la gente de los problemas reales –dificultando su solución– y haciendo creer que hay una justicia a priori, y que la igualdad económica puede lograrse por decreto. A veces fracasan en poco tiempo, como los comuneros de Castilla o los anabaptistas de Münster. Otras veces duran más de una década (Hitler) y hasta varias (Stalin). Pero siempre el balance son millones de vidas sacrificadas y un atraso de muchísimos años en el logro, no del paraíso en la tierra, sino, simplemente, de una vida mejor para todos.

 

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